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El COVID y la oración
by CESA-IERP
Hace tiempo que un extraño virus se ha instalado en el mundo entero. Aún no sabemos bien su origen. Pero lo que sí sabemos, es que es muy contagioso y que no respeta edad, ni condición social, ni denominación. Ni nada. Y lo que también sabemos es que ha traído aparejado soledad, angustia, cansancio, miedo, enojo, desconcierto y muchas otras emociones. Duele profundamente no poder acompañar de cerca; duele cuando las actividades religiosas deben ser suspendidas; duele cuando no podemos despedir a nuestros seres queridos; duele el cierre de las escuelas; duele ver una economía quebrada; duele el encierro, el aislamiento, la falta de contacto físico. Todo duele.
Entonces, solo resta orar. Y eso es lo que últimamente hacemos con más frecuencia, con más intensidad: ORAR. Porque como dice la carta de Santiago: “La oración fervorosa del justo tiene mucho poder” (5,16) Y en la certeza de que Dios no es un Dios indiferente a nuestras necesidades, es que clamamos con fervor y devoción para que envíe sanidad allí donde hay dolencias, padecimientos y enfermedad.
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Cierto es también que Dios tiene a veces otros planes, diferentes a los nuestros. Y aunque cueste profundamente entender y aceptar, debemos reconocer que la muerte es también parte de nuestra frágil y pasajera vida. Desde que comenzó la pandemia he leído infinidad de veces un versículo del Antiguo Testamento en el cual quisiera detenerme. Es que a veces suele ser peligroso cuando sacamos textos fuera de su contexto. Es decir, fuera de las circunstancias en las que fue dicho, para quién y por qué. No debemos olvidar que los estilos de vida, los sistemas de gobierno y los valores culturales de hace dos mil o tres mil años son muy diferentes a los nuestros. Ustedes podrán decir que la palabra de Dios es invariable y que aunque pasen miles de años sigue teniendo el mismo valor. Y es así. Pero hoy, por ejemplo, no ofreceríamos en sacrificio 22.000 toros y 120.000 ovejas al Señor como hizo Salomón y todo el pueblo en gratitud y adoración. (2 Crónicas 7,4)
Este es el versículo usado con frecuencia en relación a la pandemia y el COVID: “Así que, si mando una sequía y hago que no llueva, u ordeno a las langostas que destruyan los campos, o envío una peste sobre mi pueblo, y si mi pueblo, el pueblo que lleva mi nombre, se humilla, ora, me busca y deja su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré sus pecados y devolveré la prosperidad a su país” (2 Crónicas 7,14). Este texto es parte de la respuesta de Dios a la oración de Salomón y a su pueblo. Puntualmente, hay una promesa de perdonar los pecados y de restaurar la naturaleza diezmada por sequías, langostas y pestes si él (Salomón) obedece sus leyes y decretos y si el pueblo cumple con los mandamientos y no se va tras otros dioses… Esto no significa que no debamos orar. Todo lo contrario, Dios se complace cuando intercedemos por los demás, por los que sufren, por los enfermos, por quienes padecen todo tipo de necesidades y violencia. Dios ve con buenos ojos cuando tenemos presente en oración a nuestro país y a quienes nos gobiernan para que lo hagan con rectitud, con justicia, con equidad. Y sobre todo a Dios le agrada ver a la gente que ora, que le busca de todo corazón y se arrepiente de todas su maldades. Esto no solo traerá sanidad física, sino también sanidad espiritual a un mundo enfermo de poder, de egoísmo, de soberbia y de indiferencia. “No dejen ustedes de orar; rueguen y pidan a Dios siempre, guiados por el espíritu. Manténgase alerta, sin desanimarse, y oren por todo el pueblo santo.” (Efesios 6,18)