Jockey

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Jockey ◊

2014 Guadalajara, México. Textos e ilustraciones: César Augusto csr.-@outlook.com




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Happening “Ni aún permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar, puede el hombre escapar a la sentencia de su destino.” —Esquilo.

Mañana cumplo 26. Pocas cosas han cambiado desde que tengo seis. Mi padre me trajo a este lugar porque vio uno de mis dibujos y creyó que sería una buena sorpresa de cumpleaños. Vaya que lo fue. En este pequeño espacio hay más de 1000 personas de las cuales, sin exagerar, puedo decir que conozco su nombre e historia de vida. Rostros estudiados como mapas en desuso. Somos una suerte de pueblo unido por las circunstancias, construido apenas en un día. No podemos hablar de una historia, de una primera piedra o de una fundación. Fuerzas monstruosas arrastran a las personas y las mantienen sujetas inexplicablemente; destino, dicen que se llama. Mañana cumplo 26 y nunca he dejado este sitio, tampoco las 1623 personas que integran esta pequeña sociedad. Llegamos al hipódromo un sábado por la tarde, el día estaba soleado y no había atisbo del apocalipsis. Justo después de entrar me diluí


6 en la multitud para comprar unas golosinas, la primera carrera iba a comenzar. La emoción me embargaba por completo. Mi padre había apostado a mi nombre al número seis, —ese es tu caballo —me dijo—, “Suertudo”. La turba ya se acomodaba, en general los rostros en las gradas tenían un semblante animado. Todos colocados en nuestros lugares esperábamos el disparo de salida. Un silencio anormal dominó los instantes previos al arranque furioso de los caballos. Cuando el sonido de la detonación violó el aire, el eco se suspendió por un período abominablemente largo. En mi mente vi correr a los caballos varias veces y no pude evitar saltar cuando llegó la señal de salida, con el ánimo eufórico que me provocaba mi primera carrera no me di cuenta de lo que realmente sucedía. La expresión en la cara de mi padre me desconcertó, sus ojos incisivos me trazaron la ruta que debía mirar. Al frente, la carrera de caballos había sido remplazada por un gran toldo en que figuraban con detalle exquisito todos y cada uno de los componentes, estábamos viendo una composición hiperrealista, en el pasmo de la contemplación de este cuadro tardé un tiempo en comprender que estaba vivo, era una escultura viviente. Tomé mis binoculares y apunté a la masa congelada, habían dado tan sólo unas zancadas, pues no estaban lejos del lugar de salida; el pelo de los caballos se ondeaba falsamente, la mueca de un grito contenido de uno de los jinetes, un caballo con las cuatro patas a galope, completamente suspendido, la tierra violentamente lanzada con las patas de los cuadrúpedos como pequeñas explosiones, los músculos de los caballos visiblemente tensos, en su esfuerzo de animación suspendida.


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El tiempo se detuvo, pero únicamente en la pista. En las gradas la gente va de un lado a otro sin saber cómo reaccionar a tan particular fenómeno. Un aventurado o muy estúpido aficionado decide bajar a la pista, a una distancia prudente del conglomerado de patas y brazos. Descubre que el tiempo únicamente afecta a los personajes principales de la carrera, descubre con horror, también, que el tiempo no está congelado, que al paso de las horas han habido micro movimientos, apenas unos milímetros. La gente, perdida en las espera del diagnóstico del observador, no se da cuenta del pasar de las horas. Sólo entonces un unánime deseo de abandonar el lugar se hace presente, las personas se atropellan y algunos ruedan por las gradas al ser expulsados de la corriente humana. Mi padre es más prudente y me pide esperar en mi lugar. Al poco tiempo, asombrado, veo cómo regresan uno a uno los espectadores, incluyendo a mi padre. Al ver mi inquietud, mi padre dice que no nos podemos ir, que estamos ante un fenómeno sin precedentes: la carrera más lenta de la historia. ¿Quién podría planear un evento de esta naturaleza? ¿Por qué la gente no cae presa de la histeria como podría esperarse, sino en una pasividad imbécil? Mi pequeña mente no podía entender. Al pasar los años sigo sin entender cómo yo mismo sigo aquí. No entiendo del todo los conceptos de leyes o política, pero sé que un gobierno humano nos ha proveído de víveres y enseres domésticos. He escuchado rumores del porqué de nuestra estadía en el hipódromo, la mayoría cree que hubo un gran golpe de estado en cada país, que el mundo entero está lleno de fenómenos inverosímiles que son creados por los nuevos gobiernos, dicen que son dirigidos por estetas del


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surrealismo, quienes como locos e implacables dictadores se permiten violar leyes de la física con tal de hacer sus happenings. Irónicamente estos años han pasado rápido. He tenido un par de novias en esta misma fila, he visto nacer y morir gente. Tomamos el centro de la pista que sirve como panteón y como huerto. Para asombro del que pudiera leer esto no hemos dejado de ver la carrera, no sentimos odio por los aletargados competidores. Lloramos cuando murió el caballo número 4 y luego el número 2. Con tristeza vimos su cuerpo pudrirse de a poco en el aire hasta ver sus huesos caer con la misma lentitud, con todo y su jinete, viejo, pero aún vivo. Años y años. Un moribundo caballo está a punto de tocar la meta, es el número seis, por el que mi padre apostó. Mañana cumplo 26 años.


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4 patas de caballo En la pista ves muchos números. Hemos recorrido ya 48,270 metros pasando de primavera a invierno en dos ocasiones. Tenemos un número tres, dos números dos y siete números uno en el podio. X momentos de “gloria” que prefiero concretar con el número de cheques gigantes de utilería con los que me han fotografiado. Los números son de suma importancia y los veo en cualquier parte a donde quiera que volteo, es una manía mía esta de cuantificar las cosas, es cierto, pero es cierto también que los números ahí están, rígidos y siniestros. Los veo en las gradas, fluctuando con cada persona que se sienta o va al baño. Los veo en la pizarra de apuestas. Los veo en el rostro de los aficionados: ese de allá lleva un 10,000, aquel otro tiene un -50,000, pobre diablo. Los veo en el suelo y luego en el aire como hojas cifradas con números malditos. Puedo ver en el palco a mi mujer con el vestido rojo que le regalé, ella también representa una cifra que no diré porque no entenderían lo que es el amor, mi amor. Comienza la carrera y es imposible que no los vea, en los otros jockeys y en los caballos por supuesto. Los veo mutar violentamente en patas negras y tensas, los veo moverse, sumarse y restarse en patas negras e invisibles.


14 Son estos números ordenados de forma adecuada que me han hecho un hombre feliz. Pero luego aparecieron los ceros que en dirección opuesta significan tragedia. El último tramo está próximo y no puedo despegar el número tres de mi costado, ni los pares de ojos furiosos que me taladran la nuca. No estoy hecho para los números negativos y mucho menos mi esposa, simplemente no me lo perdonaría. En el pantalón cargo una semiautomática con el número nueve inscrito; el número tres me adelanta por una cabeza.

Recapitulación y final de fotografía: Tres, número de mala suerte + 66 km/h + cuatro patas de caballo + cuatro extremidades de jockey + dos balas alineadas en el aire + 10,521 personas de pie + un jockey + un caballo = un ganador Un podio vacío + dos balas sueltas al azar + un pecho + un cráneo + un jockey montado en su caballo dando la vuelta de la victoria + una bala en la sien + un caballo sin jockey. En la pista ves muchos números.



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Jockey ◊ César Augusto


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