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En torno a la ausencia de presunción de buena fe del contribuyente en la Ley General Tributaria.

En torno a la ausencia de presunción de buena fe del contribuyente en la Ley General Tributaria. BIB 2004\1819 Magín Pont Mestres. Catedrático de Derecho Tributario Publicación:Quincena Fiscal Aranzadi num. 19/2004 (Doctrina). Editorial Aranzadi, SA, Pamplona. 2004. - 1.- Introducción - 2.- Excursus en torno a la buena fe - 2.1.- El lenguaje y el Derecho positivo - 2.2.- Invocación de la buena fe en el ordenamiento jurídico - 2.3.- Incorporación del principio de la buena fe al ordenamiento - 2.4.- Significación del abuso del Derecho y del fraude - 2.5.- Recepción expresa del principio de la buena fe en el Derecho público - 2.6.- Relevancia de la jurisprudencia - 2.6.1.- Referencia a algunas sentencias - 2.6.2.- Valoración - 2.7.- Buena fe y principio de la buena fe - 3.- Ausencia de referencia alguna a la buena fe en la Ley General Tributaria - 3.1.- Tras la búsqueda de explicaciones - 3.2.- Consecuencias susceptibles de generarse en las relaciones tributarias - 3.2.1.- Punto de partida: generaliza actitud de buena fe del contribuyente, minorías aparte - 3.2.2.- Reforzamiento del secular dominio y de la supuesta superioridad de la Administración tributaria. - 3.2.3.- Elenco, a título indicativo, de actuaciones administrativas en las que puede no prevalecer la buena fe - 4.- Conclusión 1- Introducción

La inclusión en la Ley 1/1998, de 26 de febrero ( RCL 1998, 545) , de Derechos y Garantías de los Contribuyentes (LDGC), de la presunción de buena fe en las actuaciones de los contribuyentes, en el marco del procedimiento sancionador, constituyó una novedad que contemplada desde la perspectiva de millones de ciudadanos inmersos en el amplísimo ámbito de obligados tributarios, según el desgraneo de éstos que efectúa el artículo 35 de la nueva Ley General Tributaria ( Ley 58/2003, de 17 de diciembre [ RCL 2003, 2945] ), cabe entenderla recibida con beneplácito, aunque sólo fuere por el hecho de combatir e incluso superar, la generalizada idea administrativa de catalogar a los contribuyentes como defraudadores. Concretamente en el artículo 33, que encabeza el Capítulo VI «Derechos y garantías en el procedimiento sancionador», se lee: «1. La actuación de los contribuyentes se presume realizada de buena fe. Corresponde a la Administración tributaria la prueba de que concurren las circunstancias que determinan la culpabilidad del infractor en la comisión de infracciones tributarias». Parecía que con esto se pretendía superar el tradicional talante administrativo de vislumbrar alguna identificación de los contribuyentes a modo de potenciales defraudadores. Acontece, empero, que la nueva Ley General Tributaria (LGT), en la Disposición derogatoria única, termina con la vigencia de la LDGC, sin que como ya he señalado en otro lugar 1 , en su amplísimo articulado haya podido percibir referencia alguna similar o parecida al texto transcrito de la Ley derogada 2 , no obstante indicarse en la exposición de motivos de la LGT que se incorpora la LDGC.

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1 «Acerca de los derechos y garantías de los contribuyentes en el Proyecto de la Ley General Tributaria», Impuestos, núm. 20, octubre 2003. 2 Ob. cit. pg. 35.

Y este silencio, esta ausencia, ciertamente singular y hasta llamativa, al menos en mi sentir, alienta y estimula la curiosidad de indagar, por una parte, los móviles legislativos de la omisión atinente a la presunción de buena fe que seis años antes se incorporó a la LDGC, y, por otra, analizar si es susceptible de incidir en las relaciones Administración tributaria-contribuyentes, máxime cuando en el pórtico de la exposición de motivos de la LGT se cita en primer lugar, entre los principales objetivos que pretende, el de «reforzar las garantías de los contribuyentes y las seguridad jurídica». Es plausible tan constructivo afán de fortalecer las garantías de los contribuyentes al modo como ya lo explicaba en su preámbulo la extinta LDGC, cuando se refería al propósito de «profundizar en la idea de equilibrio de las posiciones jurídicas de la Administración y de los contribuyentes», así como cuando declaraba que la Ley se concebía «con la finalidad de mejorar sustancialmente la posición jurídica del contribuyente en aras de lograr el anhelado equilibrio en las relaciones de la Administración y de los administrados y de reforzar la seguridad jurídica en el marco tributario», así como cuando explicaba que las modificaciones que la Ley incorpora «van dirigidas, de una parte, a reforzar los derechos del contribuyente y su participación en los procedimientos tributarios, y, de otra, y con esta misma finalidad, a reforzar las obligaciones de la Administración, tanto en la finalidad de conseguir una mayor celeridad en sus resoluciones como de completar las garantías existentes en los diferentes procedimientos». Acerca de estos sanos propósitos escribí entonces que permitían albergar la esperanza de que el futuro continuase en similar línea para ir diluyendo en la Administración la arraigada idea de la relación de sujeción, al modo como lo entendió el Tribunal Constitucional en la sentencia de 26 de abril de 1990 ( RTC 1990, 76) 3 , para posicionarse en la relación jurídica obligacional con igualdad ante la Ley y pleno equilibrio; y, esperanza, también, de que los reductos doctrinales de la Administración, defensores a ultranza de la relación de sujección y de la posición de superioridad y dominio de la misma respecto de los contribuyentes, desistirán paulatinamente de mantener posicionamientos de otrora para acercarse y conectar con la realidad de nuestro tiempo 4 . 3 Según esta sentencia, para los ciudadanos el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que establece el artículo 31.1 de la Constitución ( RCL 1978, 2836) , implica, «más allá del genérico sometimiento de la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico que el artículo 9.1 de la norma constitucional impone, una situación de sujección y de colaboración de los gastos públicos cuyo indiscutible y esencial interés público justifica la imposición de limitaciones legales al ejercicio de los derechos individuales» (FJ 13). 4 «El proyecto de Ley de derechos y garantías de los contribuyentes: una iniciativa con planteamiento equívoco y desenlace ambiguo». En la obra colectiva del Congreso de Asesores Fiscales celebrado en Marbella: El ciudadano ante la Hacienda Pública; presente y futuro, Ediciones de la Diputación de Málaga, 1997, pg. 41.

Pues bien, en el marco de tan laudables propósitos ha de entenderse que se alineaba el transcrito artículo 33 al establecer respecto de la actuación de los contribuyentes la presunción de buena fe. Sin embargo, esta norma no se ha incluido en la LGT, y parece plenamente lógico pensar y entender que la no invocación de la presunción de referencia dista de ser un descuido o una involuntaria omisión, toda vez que la LDGC no la invoca de soslayo o tangencialmente, sino que le dedica un artículo concreto, tal como acaba de decirse, por lo que al incorporar la misma a LGT, conforme explica su exposición de motivos, procedía obviamente hacerlo, o, en su caso, explicar los motivos de su exclusión, lo cual, dicho sea de paso, tampoco se ha hecho. ¿Es que, acaso, el legislador cambió de parecer entre 1998 y 2003 (con el mismo Grupo Parlamentario mayoritario en las Cortes), de manera que lo que seis años atrás consideraba adecuado para profundizar en la idea de equilibrio de las posiciones jurídicas de la Administración y de los contribuyentes, en el año 2003 ya no lo aprecia así? O, por ventura o desventura, ¿para el reforzamiento de los derechos del contribuyente y su participación en los procedimientos tributarios considera innecesario mantener la presunción eliminada? O, en fin, ¿es que tal vez entiende que para completar las garantías existentes en los diferentes procedimientos, entre ellos el procedimiento sancionador, la presunción evanescida es superflua? Mas, de ser así, o sea, de tener estos interrogantes respuesta positiva por parte del legislador (sin eufemismos, la Administración tributaria), merecía, al menos, alguna mención o referencia a modo de explicación en la exposición de motivos de la LGT. Pero no sólo guarda silencio al respecto, sino que tras recordar la finalidad de la LDGC consistente en fortalecer los derechos sustantivos de los contribuyentes y mejorar sus garantías en el seno de los procedimientos tributarios, con refuerzo de las correlativas obligaciones de la Administración tributaria, explica que «como se señalaba en su exposición de motivos, la Ley 1/1998, de 26 de febrero, de Derechos y Garantías de los Contribuyentes, planteó desde su aprobación la necesidad de su integración en la Ley General Tributaria, donde sus preceptos debían encontrar su natural acomodo» 5 . Sin embargo, tal acomodo resulta ser mera abstracción retórica en lo que concierne a la tan citada presunción de buena fe que brilla por su ausencia. 5 La doctrina, en su inmensa mayoría cuidó de poner en evidencia la improcedencia de emanar una ley de esta naturaleza al margen de la LGT. Personalmente lo expresé con la contundencia que merecía en el citado trabajo: «Proyecto de ley (…)», pg. 39.

Ahora bien, aun cuando el propósito y el objeto de este trabajo es el ya anunciado de indagar los móviles de la no incorporación de la presunción de buena fe en la LGT, así como la posible incidencia de esta exclusión en las relaciones Administración tributaria-contribuyentes, máxime si se tiene en cuenta que en la LGT se explica en el preámbulo que una de sus finalidades es, como se ha recordado antes, «completar las garantías existentes en los diferentes procedimientos», parece no sólo conveniente, sino necesario, dedicar previamente atención al concepto de la buena fe, sin que esto signifique ni pretenda indicar que va a realizarse aquí una investigación de dicho concepto, que no es éste el propósito, pues, de lo que se trata es de recoger una síntesis de la doctrina y de la

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Página 3 de 23 jurisprudencia, que sirva de punto de referencia, de apoyo y, si se quiere, de luminaria, para avanzar en la indagación referida. 2- Excursus en torno a la buena fe 2.1- El lenguaje y el Derecho positivo

Como es bien sabido, el Derecho se sirve del lenguaje para manifestarse, si bien las palabras así captadas en las normas son susceptibles de convertirse o transformarse en conceptos e incluso en instituciones, merced, sobre todo, a paciente elaboración doctrinal en el seno de esta ciencia. Así, puede acontecer que las expresiones verbales o los sintagmas tengan distinta significación en el lenguaje usual y en el ámbito del Derecho. A modo de ejemplo, la expresión «sujeto pasivo» se usa en el lenguaje corriente para describir a una persona un tanto aletargada, sin iniciativa, con escasas pulsaciones estimulantes, que se conforma con ir viviendo sin grandes apetencias, deficitario en afanes superadores, etcétera. Sin embargo, en sentido técnico jurídico «sujeto pasivo» tiene una significación asaz diferente, que en absoluto conecta con la abulia o la apatía, sino que, con tal denominación, se identifica uno de los sujetos de la relación jurídica, entendida ésta, como nexo que enlaza o une en su ámbito a las dos partes de la relación: sujeto activo y sujeto pasivo, el primero titular de poderes y el segundo de deberes 6 . 6 Para GUASP, Jaime, «Derecho es el conjunto de relaciones entre hombres que una cierta sociedad establece como necesarias». Derecho (Sin editorial) Madrid, 1971, pg. 7. Acorde con esto define la relación jurídica como «aquello que hay de común entre dos hombres, de los cuales uno influye en el otro y el otro es influido por el primero, cuando esta doble influencia actúa como necesaria en el medio preexistente y específico de una sociedad», resumidamente una «conexión humana socialmente necesaria». ( Ob. cit. pg. 86).

Así, en la LGT ( RCL 2003, 2945) , a tenor del artículo 17.1 «se entiende por relación jurídico-tributaria el conjunto de obligaciones y deberes, derechos y potestades originados por la aplicación de los tributos», destacando la obligación tributaria principal que «tiene por objeto el pago de la cuota tributaria» 7 , en la que el sujeto activo es la Hacienda Pública y el sujeto pasivo «el obligado tributario que, según la Ley, debe cumplir la obligación tributaria principal…» 8 . 7 Artículo 19. 8 Artículo 36.1.

Pues bien, esa juridicación de los sintagmas que, por lo general, transforman el significado del lenguaje usual en otro técnico-jurídico 9 , ha de verse el alcance que pueda tener ceñido a la buena fe, si bien se puede adelantar que mantiene la significación que tiene atribuida en el lenguaje habitual de rectitud, confianza y honestidad, consecuencia de una actitud ética de ejemplaridad moral en la vida de relación social. Es, en definitiva, un juicio de valor. 9 Recuérdese que el artículo 12 LGT ( RCL 2003, 2945) , después de indicar en el apartado 1: «Las normas tributarias se interpretarán con arreglo a lo dispuesto en el apartado 1 del artículo 3 del Código Civil» , ordena en el apartado 2: «En tanto no se definan por la normativa tributaria, los términos empleados en sus normas se entenderán conforme a su sentido jurídico, técnico o usual, según proceda».

2.2- Invocación de la buena fe en el ordenamiento jurídico

Se trata de una expresión que aparece reiteradamente en el Código civil ( LEG 1889, 27) . Una de las referencias más recogida por la doctrina es la del artículo 433, ceñido a la posesión: «Se reputa poseedor de buena fe al que ignora que en su título o modo de adquirir exista vicio que lo invalide», que equivale a decir que la titularidad de esa posesión se entiende obtenida acorde con el ordenamiento jurídico por parte de su poseedor, desconociendo, en todo caso, la posible existencia de alguna tacha. Y el artículo 1950, sobre usucapión, define la buena fe del poseedor como «la creencia de que la persona de quien recibió la cosa era dueño de ella y podía transmitir su dominio», con lo que también aquí se hace referencia a idéntica convicción íntima de titularidad legítima. En otros artículos se refiere a cumplimiento de lo convenido de buena fe. Así el artículo 1258 del propio Código civil establece: «Los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento, y desde entonces obligan no sólo al cumplimiento de lo expresamente pactado, sino también a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la Ley». Y el Código de comercio ( LEG 1885, 21) , en el artículo 57 dispone: «Los contratos de comercio se ejecutarán y cumplirán de buena fe, según los términos en que fueren hechos y redactados, sin tergiversar con interpretaciones arbitrarias el sentido recto, propio y usual de las palabras dichas o escritas, ni restringir los efectos que naturalmente se deriven del modo con que los contratantes hubieren explicado su voluntad y contraído sus obligaciones». También la Ley Orgánica del Poder Judicial ( RCL 1985, 1578, 2635) contempla en el ámbito procesal la buena fe al indicar en el artículo 11.1: «En todo tipo de procedimientos se respetarán las reglas de la buena fe». En estos ejemplos se percibe que, en unos casos, la buena fe indica la presencia de unos convencimientos o persuasiones asépticas, sin brizna de intencionalidad, carentes de móviles distorsionadores del recto proceder o de posicionamientos inauténticos; tal es la significación de buena fe en los artículo 433 (posesión) y 1950 (usucapión), a los que un sector de doctrina, que cabe considerar superada 10 , identificó como buena fe psicológica o subjetiva, en contraste con la buena fe ética u objetiva del artículo 1258 del Código civil y artículo 57 del Código de comercio, entre otros, en los que más que responder a vivencias asépticas, sin móviles perturbadores o tras la búsqueda de desenlaces distintos a los emanados de convicciones del recto obrar, se plantea la presencia de una actitud expresada en una conducta y plasmada en un comportamiento ceñido a las exigencias propias de la ética reflejadas en un obrar totalmente honesto guiado por la honradez. 10 Vid. al respecto HERNANDEZ GIL, Antonio: «La concepción ética y unitaria de la buena fe», en Obras Completas, Tomo I, EspasaCalpe, SA Madrid, 1987, pgs. 549 y ss.

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Sin embargo, esta clasificación ha de considerarse en estadio de otrora, pues, como afirma HERNÁNDEZ GIL «la buena fe incorpora siempre, en todas sus manifestaciones y aplicaciones, una unidad de significación, aunque cambien los presupuestos sobre los que se establezca; esta unidad de significación es ética y, por tanto, valorativa y normativa» 11 . Con refinado sentido irónico, escribe el mismo autor que no faltan «preceptos del derecho positivo que permiten la dualidad; y como ésta es la más elemental y primaria -¿qué sería de los juristas sin lo objetivo y lo subjetivo?- de ahí el éxito y la difusión de la doctrina» 12 . 11 Ob. cit. pg. 556. 12 Ib. id., pg. 558.

Mas chanzas aparte y sin afán alguno de minusvalorar otras aportaciones doctrinales 13 , considero la tesis esclarecedora, puesto que como cuida de precisar: «La llamada buena fe subjetiva es aquella que aparece referida a un hecho o un acto. Como el hecho o el acto los realiza (o los omite) una persona, es evidente que constituyen conducta humana. Pero la contemplación de la buena fe como algo imputable a la persona y sólo a ella no quiere decir que por eso quede reducida a pura subjetividad y sea otra buena fe distinta, por cuanto también aquí opera como criterio para determinar si el concreto comportamiento ha de reputarse o no de buena fe. El comportamiento no es de suyo o por sí mismo de buena fe, sino en tanto resulta conforme a ésta. Luego la función conformadora o calificadora encarnada por la buena fe se da siempre, y no sólo en la denominada buena fe objetiva. O dicho de otro modo: el aspecto objetivo está presente inevitablemente» 14 . Y es que, en rigor, la buena fe viene a ser un presupuesto de la norma y no una creación jurídica. 13 Una síntesis sumamente cuidada de los criterios vertidos por la doctrina, en lo concerniente a la buena fe, singularmente en el marco del Derecho privado, con cita de antecedentes del Derecho comparado (alemán, italiano y suizo), y mención de la doctrina española más destacada ( DE LOS MOZOS, DIEZ-PICAZO y HERNANDEZ GIL), es la efectuada por Fernando SAINZ MORENO en: «La buena fe en las relaciones de la Administración con los contribuyentes», Revista de Administración Pública, núm. 89, mayo-agosto 1979, pgs. 295 y ss. Entiende este autor que: «En el ámbito del Derecho público la buena fe es una noción que la doctrina y la jurisprudencia van introduciendo con dificultad». Ob. cit. pg. 294. También, una síntesis de excelente factura en el estudio de MARTÍNEZ CALCERRADA, Luis: «La buena fe y el abuso del Derecho. Su respectiva caracterización como límites en el ejercicio de los derechos». Revista de Derecho Privado, mayo 1979, pg. 434 y ss. ( BIB 1979, 17) 14 Ib. cit. pg. 561.

Obviamente, siendo la buena fe el desenlace o resultado de una valoración ética, es claro que tanto creer como actuar de buena fe, requieren o tienen respectivamente como prius creer y actuar, de suerte que uno y otro han de quedar subsumidos en la buena fe. Pues bien, el creer y el actuar con el significado que aquí tiene, son consecuencia de vivencias, que, como escribí hace ya más de tres décadas, siguiendo básicamente a LERSCH 15 , conectan con el mundo circundante, es decir, con los demás seres, entre cuyas vivencias se hallan los sentimientos normativos del deber y de la justicia que se concretan en la llamada conciencia moral, que es la que relaciona los sentimientos con la conducta de cada uno. Por ello, la conciencia puede atormentar si la persona no sigue los imperativos de la configuración de su propia vida, ya que la conciencia moral se conmueve siempre cuando nos damos cuenta de que queremos hacer, o hemos hecho, algo que no deberíamos hacer o haber hecho, con lo que resulta que la moralidad, precisa, además de buena voluntad subjetiva, el conocimiento de lo que es justo y una cierta dosis de esfuerzo, que necesita como condición previa la capacidad de conocer la realidad 16 . 15 La estructura de la personalidad, Edit. Scientia, Barcelona, 1968 y Psicología Social, Edit. Scientia. Barcelona 1967. 16 PONT MESTRES, Magín. El problema de la resistencia fiscal, con magistral prólogo de SAINZ DE BUJANDA, Bosch Casa Editorial. Barcelona, 1972, pg. 69.

En el ámbito de la conciencia moral aparece, pues, junto con otras vivencias transitivas, el sentimiento de justicia, del que afirma HERNÁNDEZ GIL, que es inseparable de la idea de justicia y del Derecho, lo cual aprovecha para indicar que si bien el saber de los juristas no alcanza la perfección de otros saberes, «en cambio tiene una extraordinaria grandeza moral y social por cuanto versa de manera directa sobre el bien de los hombres y de los pueblos» 17 . 17 Ob. cit. pg. 550.

Este recorrido acerca de la significación de buena fe, cabe conectarlo con lo dicho antes respecto a su inclusión en diversos artículos no sólo del Código civil (que lo invoca como concepto técnico-jurídico en múltiples instituciones además de las citadas: posesión usucapión, contratos de accesión, depósito, matrimonio, compraventa, mandato, etcétera) y del Código de comercio, sino en otras leyes. Así la Ley de Enjuiciamiento Civil ( RCL 2000, 34, 962 y RCL 2001, 1892) en su artículo 247 apartado 1 se establece: «Los intervinientes en todo tipo de procesos deberán ajustarse a las reglas de la buena fe». También la Ley 26/1984, de 19 de julio ( RCL 1984, 1906) , General para la Defensa de los Consumidos y Usuarios, que al puntualizar, en el artículo 10, los requisitos que deberán cumplir las cláusulas, condiciones o estipulaciones que se apliquen a la oferta, promoción o venta de productos o servicios, incluye en el apartado c): «Buena fe y justo equilibrio de las contraprestaciones», lo que excluye la omisión, cláusulas abusivas, condiciones abusivas de precios, limitaciones de responsabilidad, inversión de la carga de la prueba, etcétera. Asimismo la Ley 3/1991, de 10 de enero ( RCL 1991, 71) , de Competencia Desleal, en el artículo 5 «Cláusula general» establece: «Se reputa desleal todo comportamiento que resulta objetivamente contrario a las exigencias de la buena fe». Y como no se trata de efectuar una nominación exhaustiva de leyes que hagan referencia expresa a la buena fe, sino sólo algunas referencias como las efectuadas a efectos del enlace referido para destacar su generalización, puede ya ensayarse un inicial escarceo acerca de su significado.

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Para ello, acudo a SAINZ MORENO, quien indica que la noción de «buena fe» pertenece tanto al lenguaje ordinario como al lenguaje jurídico. En lo que concierne al lenguaje cotidiano «significa según el Diccionario de la Real Academia Española, "rectitud", "honradez". Y el adverbio "a buena fe" significa "ciertamente", "de seguro", "sin duda"». Ambos aspectos, «rectitud» y «seguridad», corresponden al valor ético que expresa la buena fe. Comportarse de buena fe significa comportarse lealmente en la confianza de que ese comportamiento leal será correspondido en igual medida por la otra parte. El valor ético-social que se expresa en la buena fe es el de la confianza -confianza en que la rectitud personal honeste vivere- no será causa de daño ni para otro ni para uno mismo 18 . En lo que concierne al lenguaje jurídico, dicha expresión «refleja el valor ético social designado por ese concepto en el lenguaje cotidiano el valor de la confianza, pero reducido a su valor jurídico. Esto, reducido sólo a aquélla confianza que es jurídicamente válida» 19 , con lo cual se indica que si bien la expresión de referencia incorpora el valor ético-social de la confianza, sin embargo, «reduce su ámbito de referencia: no hace referencia a toda confianza psicológicamente cierta, sino sólo a aquélla que además de existir en sentido psicológico es válida en sentido jurídico por no encontrar en los usos sociales o en el Derecho un límite a su validez» 20 . 18 Ob. Cit.. pgs. 308-309. 19 Ib. id. pg. 309. 20 Ib. id. pg. 309.

En mi sentir, la buena fe es una actitud de honradez, confianza y fiabilidad dentro y fuera del Derecho, si bien en el seno de éste tal actitud lo es en su proyección en las relaciones jurídicas en que interviene, que es cuando se manifiesta, por lo que ha de valorarse en cada caso concreto. Ahora bien, hasta aquí el análisis de la buena fe se ha efectuado atendiendo a su significado usual, así como al que la doctrina ha atribuido a su inclusión en determinadas normas jurídicas, sea en el seno del Código civil o de otras leyes 21 . 21 En el trabajo ya citado: «La buena fe y el abuso del Derecho» su autor MARTÍNEZ CALCERRADA ( BIB 1979, 17) , al afrontar el concepto de buena fe empieza por señalar su dificultad, que como ocurre en «todos los conceptos universales es de incómoda precisión; porque no existe por lo general un concepto único y constante de buena fe, sino varios»; y con cita de WIEAKER, porque «la buena fe viene a desempeñar un cometido de unión entre el Derecho y la Moral o puente entre el Derecho positivo y el Derecho natural». Indica que, en principio, puede «hablarse de un concepto vulgar que, a su vez, ofrece esta doble dimensión a) Positiva: o conciencia de cumplir legalmente, honradamente, nuestros deberes para con el prójimo. B) Negativa: o ausencia de mala fe, o conducta ajena a todo engaño o mala intención. Desde luego, en el lenguaje coloquial o al uso, no distarían mucho estas opciones de lo que suele entender la gente por buena o mala fe. Una concepción técnica de la buena fe ha de salvar los escollos denunciados para su caracterización (…). Sin que sea una definición no virtuosa ni perfecta, cabía pensar que en ese sentido la buena fe equivale al ejercicio o cumplimiento de los derechos de acuerdo con la propia conciencia contrastada debidamente con los valores de la moral, honestidad y lealtad en las relaciones de convivencia. En esta visión hay que subrayar dos notas: la primera, que una buena fe relevante o jurídica es una especie de regla de conducta no en el sentido de un deber categórico de obligatoria observancia, sino como un acontecimiento delineado por la forma de actuar o ejercer o cumplir sus derechos la persona, si, además, esa actuación es cohonesta con su fuero interno y éste no repugna el juicio de valor que la sociedad le aplica en razón a los principios éticos imperantes» ( Ob. cit. pg. 435).

2.3- Incorporación del principio de la buena fe al ordenamiento

Acontece, empero, que si bien en el Código civil ( LEG 1889, 27) y en otras leyes se venía haciendo mención de la buena fe por su tradición en el Derecho romano en el que la fides, como indica CASTRESANA, era expresión de lealtad en el marco social 22 , que fue captada jurídicamente, fides bona 23 , haciéndose valer frente a supuestos desleales y similares, pues, conecta con la moralidad de la conducta y la fidelidad, sin embargo, no es hasta la Ley 3/1973, de 17 de marzo ( RCL 1973, 498) , de Bases para la modificación del Título preliminar del Código civil que se hace mención al «expreso reconocimiento de algunos principios generales, cual es el de la buena fe, el de la prohibición del abuso de derecho y al de la sanción del fraude a la Ley». Y en la Base Tercera, 1 se dice: «Al regular la eficacia general de las normas jurídicas se determinarán con arreglo a los criterios ya contenidos en el Código y a las orientaciones de la doctrina y de la jurisprudencia, las consecuencias de la ignorancia de la Ley, del error de Derecho y de los actos contrarios a normas imperativas. Con iguales criterios, se configurará la exigencia de la buena fe como requisito de los actos jurídicos y la sanción de los ejecutados en fraude de la Ley o que impliquen manifiesto abuso o ejercicio antisocial del derecho». 22 CASTRESANA, Amelia, Fides, bona fides: un concepto para la creación del Derecho, Edit. Tecnos, Madrid, 1991. «La fides -escribe- en el mundo romano, es un "valor" que se perfila individualmente a quien dispone de ello como "hombre leal a la palabra dada" fiel a sus compromisos de forma estable y duradera. Esa "lealtad a la palabra dada" mantenida por el titular de las fides, tiene inicialmente una proyección social de gran relieve, por cuanto aquel "valor" es punto de referencia obligado en las relaciones interpersonales. Pero el Derecho no puede desconocer un elemento que facilita la vida de relación de los hombres -sean o no ciudadanos romanos- y que tiene repercusiones en el trato jurídico de los mismos. La interpretación de las fides "valor" individual, socialmente reconocido- en el Derecho romano se produce desde el mundo de la ética social en los primeros momentos de su historia» (pg. 96). 23 CASTRESANA afirma que la «buena fe» conserva la misma significación unitaria de la fides y la fides bona romanas ( ob. cit. pg. 99), y considera que «sigue siendo en nuestros días ese "valor" necesario en las relaciones interpersonales y extremadamente creador en el mundo del Derecho romano. Temas como el abuso del derecho y el fraude de ley obligan a una continua referencia al principio de la "lealtad" y la "buena fe" tan ampliamente desarrollados en el Derecho romano. Todas las ramificaciones de nuestro ordenamiento jurídico acogen el principio general de la buena fe que supera así -con indudable ahistoricidad- sus orígenes y primeros desenvolvimientos en la Historia política, social y jurídica de Roma» ( Ob. cit. pg. 103).

Y el Decreto 1836/1974, de 31 de mayo ( RCL 1974, 1385) , por el que se sanciona con fuerza de Ley el Texto articulado del Título Preliminar del Código Civil, dice en su preámbulo:

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«Junto a la prohibición del fraude y del abuso viene proclamado el principio del ejercicio de los derechos conforme a la buena fe. Existen indiscutibles concomitancias entre aquellas prohibiciones y la consagración como módulo rector del ejercicio de los derechos, de la buena fe, no obstante las más amplias manifestaciones de ésta. Sin pretender una alteración del juego concreto de la buena fe en cada una de las instituciones jurídicas, ha parecido pertinente anunciarla como postulado básico por cuanto representa una de las más fecundas vías de irrupción del contenido ético-social en el orden jurídico». Acorde con estas pautas, el artículo 7 de la Ley establece: «1. Los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe. 2. La Ley no ampara el abuso del derecho o el ejercicio antisocial del mismo. Todo acto u omisión que por la intención de su autor, por su objeto o por las circunstancias en que se realice sobrepase manifiestamente los límites normales del ejercicio de un derecho, con daño para tercero, dará lugar a la correspondiente indemnización y a la adopción de las medidas judiciales o administrativas que impidan la persistencia en el abuso». Se trata de una novedad que, de entrada, parece importante, toda vez que se transita de algunas referencias concretas a la buena fe en diversos artículos de distintas leyes, en cada caso con el alcance correspondiente, a configurar la buena fe como principio general y, por tanto, inmerso en los principios generales del Derecho, erigidos, por una parte, en fuentes del mismo, aplicables en defecto de ley y de costumbre conforme reza el artículo 1.4 del Código civil, y, por otra, el mismo artículo y apartado les reconoce «su carácter informador del ordenamiento jurídico». Al propio tiempo adquiere singular relieve, según entiendo, la expresa manifestación de la parte transcrita del preámbulo atinente a que la incorporación del principio de buena fe «representa la irrupción del contenido éticosocial en el ordenamiento jurídico», que, si bien, en rigor, nunca ha sido extraño al mismo, sin embargo trasluce la inquietud legislativa de fortalecer dicho contenido como superador del estricto positivismo jurídico, ya que, como observa HERNANDEZ GIL, «el derecho no queda íntegramente absorbido por la ley, de igual manera que la lengua no queda absorbida por los diccionarios por grandes y luminosos que sean los códigos y los diccionarios» 24 , y en cuanto a la buena fe no es bifurcable en psicología y ética, ya que «toda ella es moral social, criterio y norma de conducta» 25 . 24 Ob. cit. pg. 53. 25 Ib. id. pg. 577.

Su consideración como principio general representa la incorporación al ordenamiento de determinados valores que giran en torno a la confianza y a la intención correcta los cuales vienen a constituir un modelo de conducta social acorde con los imperativos éticos predominantes en el sentir de la colectividad. Cierto que para algún sector de doctrina la innovación carece de relevancia, aduciendo que, en definitiva, la buena fe ya operaba en el marco jurídico, pero, si bien se mira, la incorporación expresa como principio general le confiere una dimensión no sólo más amplia, sino también más profunda, pues, como afirma DE CASTRO, «los principios jurídicos son el aire mismo en el que jurídicamente se vive, en cuya existencia no se piensa mientras no se le pone en cuestión» 26 . Al respecto, DEL VECCHIO, tiene escrito «nada resultaría en verdad más árido y estéril que el estudio de las normas particulares vigentes en este o aquel lugar, si de esta base empírica no fuera posible remontarse a los principios de donde tales normas proceden y que tienen su asiento propio en la razón» 27 . Y GARCÍA DE ENTERRIA, subraya que los principios generales del Derecho «en su más escueta significación no son meras máximas empíricas o sacramentales, sino justamente principios ontológicos (y no sólo lógicos) que informan la totalidad del ordenamiento (…); al precisar su pertenencia al Derecho no sólo se precisa su validez jurídica, sino que también se salva su sentido de "razón artificial" en la expresión referida, fruto de la experiencia de la vida jurídica y expresable en una técnica concreta de este carácter, sólo técnicamente precisable, lo que es otra expresión de su carácter objetivo» 28 . En definitiva, los principios generales del Derecho son, si se quiere, la savia que vivifica el árbol jurídico y le permite desarrollarse en la atmósfera social de cada época, siempre guiado por las luminarias de lo justo. 26 CASTRO y BRAVO, Federico: Derecho Civil de España, Tomo I, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1955, pg. 465. 27 DEL VECCHIO, Giorgio: Los principios generales del Derecho, Casa Editorial Bosch, Barcelona, 1971, pg. 140. 28 GARCÍA DE ENTERRIA, Eduardo: «La interdicción de la arbitrariedad en la potestad reglamentaria», Revista Administración Pública, núm. 30, 1959, pg. 157.

Indica NARANJO DE LA CRUZ, que falta en nuestro ordenamiento «una definición amplia y omnicomprensiva, aplicable a cualquier sector de nuestro Derecho, de lo que se haya de entender por buena fe» 29 , y tras indicar que el sentido de numerosas normas de nuestro ordenamiento se encuentra imbuido de los contenidos de justicia que conlleva la buena fe, considera que esta constante presencia suya, implícita o explícita, en nuestro Derecho, resulta esencial para definir su naturaleza jurídica, pues constituye al mismo tiempo, el rasgo definitorio de los principios generales del Derecho que son criterios básicos de justicia que informan el ordenamiento jurídico, o un sector del mismo, concretándose en reglas 30 , con lo que, afirma: «La buena fe se erige, pues, en nuestro ordenamiento jurídico en uno de esos principios» 31 . 29 NARANJO DE LA CRUZ, Rafael: «Los límites de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares», Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2000, pg. 248. 30 Ob. cit. pg., 251. 31 Ib. id. pg. 252.

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2.4- Significación del abuso del Derecho y del fraude

GONZÁLEZ PÉREZ al destacar la relevancia del principio general de la buena fe en el Título preliminar del Código civil, observa que no irrumpió sólo en el Código, sino con otras normas que respondían a una misma concepción y perseguían una misma finalidad, pues, existen indiscutibles concomitancias entre el principio del ejercicio de los derechos conforme a la buena fe y la prohibición del fraude y del abuso 32 . Y SAINZ MORENO escribe que «si bien la protección jurídica de la buena fe es distinta de la prohibición del fraude a la ley y del abuso, sin embargo, los tres postulados (exigencia de buena fe, prohibición del abuso de derecho o ejercicio antisocial del mismo y prohibición del fraude de ley artículos 7º.1; 7º.2, y 6º.4 del Código Civil) forman un conjunto aunque no se den necesariamente, de forma conjunta. Quien abusa de su derecho o quien comete un fraude de ley suele lesionar la buena fe de un tercero, pero no es preciso que así suceda para que su conducta sea antijurídica» 33 . 32 Ob. cit. pg. 25. 33 Ib. id. pg. 310.

Acerca de estas prohibiciones, GUASP razona que en el Derecho, al lado de la juricidad normal hay otra cosa diversa que es preciso considerar con el nombre de juricidad anormal 34 . La juricidad anormal -escribe- se presenta siempre que el resultado directo y primario de una cierta valoración final no se corresponde, en un análisis ulterior a la realidad con una consideración definitiva equivalente. En la juricidad anormal aparece, en un primer momento, un juicio determinado en torno al ajuste o desajuste de la figura jurídica analizada con su fin propio: así, aparece una relación entre hombres como projurídica, querida por el Derecho, o como antijurídica, rechazada por él. Pero, pasado ese momento inicial, y ahondando en el examen teleológico del caso, éste experimenta un viraje inesperado y se descubre que, definitivamente, lo que era projurídico se convierte en antijurídico, y a la inversa, que lo que parecía justificado ya no lo será o lo que se ofrecía como descalificado exige una aprobación, de manera que la juricidad anormal no es una ausencia de juricidad, sino que «se trata de que la juricidad normal, presente o ausente, en apariencia, en la realidad subsiguiente desaparece o se desvía» 35 . 34 Respecto del concepto de juridicidad, este autor escribe: «La juricidad es, en efecto, precisamente, el sentido finalista del Derecho, el módulo teleológico de una realidad jurídica cualquiera. Existe juricidad cuando la experiencia jurídica se confronta con su propósito fundamental. La adecuación del Derecho a lo que él mismo quiere hace que en ese Derecho esté presente o ausente su juricidad sustentadora (…). En todo caso, pues, el concepto de juricidad es la clave que permite responder a la pregunta sobre la existencia o inexistencia de la conformidad del Derecho con su fin trascendental» ( Ob. cit. pg. 345). 35 Ob. cit. pg. 371-372.

El propio autor cuida de indicar que la juricidad anormal contiene dos series diversas de acaecimientos. En una, la juricidad anormal aparece, dentro siempre de su carácter secundario, de una manera inmediata y próxima. La disipación de la apariencia de juricidad normal, una vez que se ha efectuado, revela por sí, sin más, la eliminación del fin pretextado y su sustitución por otro netamente distinto, como por ejemplo, en el caso de la autoridad que investida de poderes jurídicos coactivos, los utiliza para golpear físicamente a uno de sus súbditos. Pues bien, este tipo de juricidad anormal se conoce con el nombre de abuso del Derecho 36 , en el que el Derecho existe ya que si no, no se podría abusar de él, pero este Derecho se ejercita, en realidad, no hacia los fines aparentes que la finalística del mismo le reconoce, sino hacia otros fines distintos y, como tales no reconocidos, con lo que «en vez de mover el Derecho hacia una meta normal, exacta y correcta, es decir, usar de él, se le emplea o utiliza para algo diferente, o sea, literalmente, se abusa de él, con lo cual su fundamento aparente se desvanece» 37 . 36 Recuérdese que el art. 7.2 del Código civil ( LEG 1889, 27) establece: «La ley no ampara el abuso del derecho o el ejercicio antisocial del mismo. Todo acto u omisión que por la intención de su autor, por su objetivo por las circunstancias en que se realice sobrepase manifiestamente los límites normales del ejercicio del un derecho, con daño para tercero, dará lugar a la correspondiente indemnización y a la adopción de las medidas judiciales o administrativas que impidan la persistencia en el abuso». 37 Ib. id. pgs. 373-374.

En la otra serie, la juricidad anormal no se presenta con una vestidura tan primitiva, ya que la desviación del fin formal del Derecho se produce de un modo mediato, puesto que no es el fenómeno jurídico estudiado el que sufre el ataque de la perturbación del fin, sino un fenómeno diferente, al que hay que trasladarse o desplazarse si se quiere reconocer el verdadero alcance y trascendencia de la anomalía. Así, si un alcalde establece un impuesto sobre el toque de campanas con el verdadero propósito de perturbar las prácticas religiosas de parte de la comunidad, el resultado final producido no ofrece su anormalidad inmediata, porque sólo pensando no en el impuesto, sino en las prácticas religiosas se descubre la finalidad auténtica del quehacer jurídico correspondiente, por lo que hay que ir más allá del examen próximo del caso para completar el análisis de la teleología jurídica implicada en la operación. Esto se designa con el nombre de fraude del Derecho, entendiéndose por tal «la alteración de finalidad que consiste en contrariar, con un cierto resultado jurídico, admisible de suyo, la significación reconocida de otra figura jurídica distinta» 38 . Por eso, rubrica «mientras que el que abusa del Derecho, simplemente lo violenta, el que defrauda el Derecho lo que hace en realidad, es estafarlo» 39 , precisando que el abuso del Derecho y el fraude de Derecho dentro del orden jurídico estatal suelen tomar a este respecto los nombres particulares de abuso y de desviación de poder 40 . 38 Ib. id. pg. 375. 39 Ib. id. pg. 376. 40 Ib. id. pg. 378.

No parece pueda existir siquiera brizna de duda, por imperceptible que fuere, que el fraude al igual que el abuso

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Página 8 de 23 del Derecho pueden darse tanto en el Derecho privado como en el Derecho público 41 , bien entendido que en lo concerniente al fraude cabe establecer junto al tipo de fraude del Derecho, el de fraude de ley o fraude a la ley, concebido éste en los términos del artículo 6.4 del Código civil: «Los actos realizados al amparo del texto de una norma que persigan un resultado prohibido por el ordenamiento jurídico, o contrario a él se considerarán ejecutados en fraude de ley y no impedirán la debida aplicación de la norma que se hubiere tratado de eludir». 41 Para GUASP, «no hay ningún sector del Derecho que pueda enorgullecerse de estar exento del ataque de los abusos y de los fraudes: extensión del mal que basta para acreditar y encarecer la importancia y gravedad del tema, cuya solución es la última y, sin duda, la más delicada de todas la tareas que gravitan sobre el que se enfrenta con fines teóricos o prácticos, con el problema del Derecho en el orden de su fundamentación».

Precisamente en el ámbito tributario, al fraude de ley se refería al artículo 24 de la LGT de 1963 ( RCL 1963, 2490) que ya ha pasado a engrosar el archivo del Derecho histórico 42 , siendo que, como tal figura, no aparece en la vigente LGT ( RCL 2003, 2945) . Según explica el Informe de la Comisión para el estudio y propuesta de medidas para la reforma de la Ley General Tributaria 43 , una primera propuesta incidía en la línea de señalar la necesidad de suprimir la regulación referida al fraude de ley, partiendo de la idea de que este mecanismo no resulta, en principio y con carácter general aplicable a un ámbito como el tributario, que lejos de constituir un orden de prohibiciones se articula en mandatos positivos de pagar una cantidad de dinero a todo el que realice un determinado hecho, ya que si no lo realiza o realiza otro, tipificado o no en otra norma tributaria, ningún reproche puede merecer. Sólo el acto o negocio simulado para ocultar otro que se disfraza u oculta puede llevar a aplicar la norma que tipifica como hecho imponible el acto o negocio que se oculta. Pero para ello no hace falta recurrir a la teoría del fraude de ley, ni a la teoría de los negocios jurídicos anómalos -ni tan siquiera a la teoría de la simulaciónsino que basta aplicar la norma que tipifica el hecho imponible al hecho efectivamente realizado, prescindiendo de los no realizados, inexistentes, y sólo, en su caso, aparentemente realizados 44 . 42 Art. 24.- «1. Para evitar el fraude de ley se entenderá que no existe extensión del hecho imponible cuando se graven hechos, actos o negocios jurídicos realizados con el propósito de eludir el pago del tributo, amparándose en el texto de normas dictadas con distinta finalidad, siempre que produzcan un resultado equivalente al derivado del hecho imponible. El fraude de ley tributaria deberá ser declarado en expediente especial en el que se dé audiencia al interesada. 2. Los hechos, actos o negocios jurídicos ejecutados en fraude de ley tributaria no impedirán la aplicación de la norma tributaria eludida ni darán lugar al nacimiento de las ventajas fiscales que se pretendía obtener mediante ellos. 3. En las liquidaciones que se realicen como resultado del expediente especial de fraude de ley se aplicará la norma tributaria eludida y se liquidarán los intereses de demora que correspondan, sin que a estos solos efectos proceda la imposición de sanciones» . Según texto de la Ley 25/1995, de 20 de julio. 43 Madrid, marzo de 2001. 44 Pgs. 41-42.

Frente a este planteamiento se alza una segunda posición en el propio seno de la Comisión, consistente en la necesidad de regular el fraude de ley, de suerte que después de regular la interpretación y la calificación del hecho imponible, se regularía la prohibición de la analogía y el fraude de Ley. Respecto de éste, se considera que debe mantenerse la terminología -en alternativa con una cláusula antiabuso-, toda vez que aun aceptando que el fraude a la Ley tributaria es una figura distinta al fraude de ley tal como se regula en el Código civil, si la nueva LGT no habla de fraude de ley, sino sólo de cláusula antiabuso, podría pensarse que es aplicable tanto la cláusula antiabuso, como la regulación jurídico privada del fraude de Ley. Al respecto en el Informe se indican los aspectos que según esta concepción podrían o debían mejorarse 45 . 45 Pgs. 43-44.

A tenor del contenido de la vigente LGT, es evidente que prosperó el criterio de eliminación de la expresión fraude de ley, dado que no aparece en su articulado, además de que en la exposición de motivos se explica que en lo que concierne a la interpretación, calificación e integración de las normas tributarias, «se incorpora el precepto que regula la calificación de las obligaciones tributarias y se revisa en profundidad la regulación del fraude de ley que se sustituye por la nueva figura del "conflicto en la aplicación de la norma tributaria", que pretende configurarse como un instrumento efectivo de lucha contra el fraude sofisticado, con superación de los tradicionales problemas de aplicación que ha presentado el fraude de ley en materia tributaria». Obviamente, en lo que aquí concierne, carece de relieve el que se hayan sustituido unos términos por otros, toda vez que lo importante es el reconocimiento de la posible presencia de fraude, que, además, se califica de sofisticado. GUASP, después de afirmar que en el Derecho público estatal todos los campos son propicios, como en cualquier otro, al desarrollo de la patología jurídica del abuso y del fraude 46 , indica que, con todo «si se quiere encontrar la abominable patria de estas peligrosas anomalías (…) hay que ir al campo del derecho privado, donde primeramente se las ha descubierto» 47 toda vez que «la libertad contractual en particular, en que tan ampliamente rige el dogma de la autonomía de la voluntad, es un emplazamiento óptimo para las maniobras de esta clase: por el camino de la reserva, en virtud de razones de confianza, a través de los llamados negocios fiduciarios, es posible desembocar en un resultado aparentemente intachable, pero que encubre soluciones definitivamente ilegales». 48 46 Ob. cit. pg. 378. 47 Ib. id. pg. 380. 48 Ib. id. pg. 381.

Claramente GUASP contempla aquí los negocios fiduciarios encubridores de soluciones definitivamente ilegales,

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Página 9 de 23 si bien cabe una dimensión más amplia en el marco de la autonomía de la voluntad, que DE CASTRO denomina «negocios anómalos», caracterizados por «una deformación del negocio querida por quienes lo crean y hecha para escapar de la regulación normal de los negocios, de lo previsto y ordenado por las leyes» 49 . Respecto de estos negocios matiza el propio autor, que no están condenados por el Derecho y, por tanto, su empleo puede quedar dentro del ámbito del lícito ejercicio de la autonomía de la voluntad, pero cuidando de precisar que «no constituye tampoco un procedimiento privilegiado por el Derecho; no son trampolín autorizado para saltarse normas imperativas, ni recurso para privar de eficacia a los principios fundamentales del sistema jurídico español. Es decir, que su empleo no sirve para impedir el control judicial sobre el fin práctico que se pretenda conseguir con el negocio (calificación de la causa concreta), ni para dejar de lado el principio general de la buena fe» 50 . 49 DE CASTRO Y BRAVO, Federico: El negocio jurídico ( BIB 2002, 887) , INEJ Madrid, 1967, pg. 330. El propio autor define descriptivamente el negocio jurídico así «La declaración o acuerdo de voluntades, con los que los particulares se proponen conseguir un resultado, que el Derecho estima digno de su especial tutela, sea en base sólo a dicha declaración o acuerdo, sea completado con otros hechos o actos» ( Ob. cit. pg. 34). Y para BETTI, el negocio jurídico «es el acto con el cual el individuo regula por si los intereses propios en la relaciones con otros (acto de autonomía privada) al que el Derecho enlaza los efectos más conformes a la función económico-social que caracteriza su tipo (típica en este sentido)». BETTI, Emilio: Teoría general del negocio jurídico, EDERSA, Madrid, 1959, pg. 51. 50 Ib. id. 330.

Es así, pues, que mientras GUASP se ciñe a los negocios ilegales, DE CASTRO, diseña una panorámica de los negocios anómalos, denominados usualmente negocios simulados, fiduciarios, indirectos y en fraude, bastante más amplia, en la que, de entrada, su empleo no impide el control judicial, por una parte, pero tampoco tiene por qué situarse extramuros del principio general de la buena fe, por otra 51 . 51 Ib. id. pg. 330.

Al hilo de estas consideraciones cabría preguntarse si la sagaz imaginación puesta al servicio del fraude civil, a que se refiere GUASP, sigue circunscrita en éste, o bien si en las dos o tres últimas décadas se ha extendido y proliferado en un sector de contribuyentes, muy minoritario en número pero de gran significación económica, como parece desprenderse tanto del contenido del citado Informe de marzo de 2001, como de la alusión que la exposición de motivos de la LGT efectúa al ya citado «fraude sofisticado» y a la configuración de «un instrumento de lucha» para combatirlo cual dice ser la nueva figura del «conflicto de intereses», figura que, no obstante, por su propia denominación lleva también a consideraciones conectadas de alguna manera con los negocios anómalos dentro del alcance que les atribuye DE CASTRO. En cualquier caso, la extensa referencia efectuada a la juricidad anormal ha permitido poner más de relieve y destacar, si cabe, la observación recogida de GONZÁLEZ PÉREZ atinente a que el Título preliminar del Código civil no se limita a incorporar sólo en sentido positivo el principio de la buena fe, sino que completa su invocación en sentido negativo con otras normas que responden a la misma concepción y persiguen idéntica finalidad cual la prohibición del abuso y del fraude. 2.5- Recepción expresa del principio de la buena fe en el Derecho público

Hasta aquí las referencias a la buena fe se han circunscrito casi exclusivamente, siguiendo a la doctrina, al Derecho privado. Ahora procede ensayar su consideración y, en su caso, su relevancia, en el Derecho tributario, de la mano, básicamente, de la doctrina administrativa que se ha ocupado del tema. Aunque ya ha sido dicho supra que la incorporación expresa a nuestro ordenamiento jurídico del principio de buena fe a través del Título preliminar del Código civil ( LEG 1889, 27) , referido a principios generales ( «De las normas jurídicas, su aplicación y eficacia»), trasciende del mismo para extenderse a todos los ámbitos normados, sin embargo resulta al menos conveniente ratificarlo a través de la doctrina especializada. GARCÍA DE ENTERRIA escribía en 1963 que, entre otras razones, para que el Derecho administrativo postule de suyo enérgicamente la técnica de los principios generales del Derecho, se halla «la insuficiencia de la sumisión de la Administración a la simple legalidad formal, para que su enfrentamiento con los administrados, supuesta su formidable potenciación actual, pueda discurrir por cauces de justicia» 52 . Y en otro pasaje indicaba: «El Derecho se nos presenta como un conjunto de supuestos a problemas concretos, pero ocurre que, por mucho que se depuren o se extiendan cuantitativamente estas respuestas, siempre queda intacta e inaccesible la Grundaporie, la aporía o problema fundamental del Derecho, que consiste en determinar qué es lo justo. Esta observación acredita concluyentemente que no hay acceso desde las soluciones concretas dadas a los problemas al plano superior de los fundamentos del Derecho» 53 . 52 «Reflexiones sobre la ley y los principios generales del Derecho en el Derecho Administrativo», Revista de Administración Pública, 1963, pg. 204. 53 Ob. cit. pg. 215.

Aunque este autor hace ya más de cuatro décadas hizo notar la relevancia de la buena fe en el Derecho público , fue SAINZ MORENO, veinte años más tarde, el que se ocupó en extensión y profundidad de este tema en un trabajo de magistral factura ya citado: «La buena fe en las relaciones de la Administración con los administrados» 55 , el que afrontó abiertamente la toma en consideración del principio de la buena fe en el marco del Derecho público. Subraya este autor que la incorporación de este principio en el Título preliminar del Código civil en 1974 ( RCL 1974, 1385) le dio impulso vivicador reflejado en el ámbito de la jurisprudencia, junto a la necesidad cada vez 54

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Página 10 de 23 más apremiante de contribuir a la eficacia real de los principios del ordenamiento jurídico para dar coherencia a la regulación cada vez más caótica de las relaciones jurídico-administrativas, ya que -escribe- «la tremenda complicación legislativa con que nuestra Constitución amenaza al sistema de fuentes del Derecho sólo podrá superarse si se potencian los principios y directrices del "ordenamiento", haciendo que éstos prevalezcan de hecho sobre la multitud de normas reglamentarias ocasionales y asistemáticas que todo lo van anegando» 56 . 54 La interdicción de la arbitrariedad … ( cit.). 55 Revista de Administración Pública, núm. 89, mayo-agosto, 1979. 56 Ob. cit. pg. 293.

Firme en sus convicciones acerca de la bondad de este principio, entiende que se le presta un mal servicio cuando se dice de él que es «una vía de comunicación entre los valores ético-sustanciales y los valores formales e instituciones del Derecho», ya que, «declaraciones de esta naturaleza inducen a pensar que el principio de la buena fe no significa nada en sí mismo (…), sin embargo, la buena fe no es cualquier cosa; tiene un contenido esencial cuya concreción, no siendo fácil, es, sin embargo, de la mayor importancia para su vida real y, sobre todo, para su incorporación al Derecho público. Esta idea esencial es el valor social de la "confianza" recogido por el Derecho» 57 . Con todo, hace observar la tradicional marginación de la buena fe en el marco del Derecho público, a diferencia de su acogida en la doctrina del Derecho privado, que atribuye básicamente y lo explica así: «El principio de legalidad mal entendido apego al tenor literal de la norma escrita más que al ordenamiento jurídico ha impedido el despliegue de la buena fe. "Quien tiene derecho esto es, quien está amparado por el tenor literal de una norma no necesita de la buena fe, y, en caso de duda, es el interés público quien decide". Este planteamiento explica que la introducción de la buena fe sea una verdadera "conquista", el resultado de un esfuerzo creador que no ha contado con el apoyo de textos normativos, sino que sólo se ha servido del valor de convicción de las ideas cardinales del Derecho» 58 . 57 Ib. id. pg. 294. 58 Ib. id. pg. 295.

SAINZ MORENO después de analizar la cuestión de la buena fe en el ámbito del Derecho privado y de referirse a la jurisprudencia, la afronta desde la perspectiva de la teoría del Derecho público, en la que «es necesario precisar si las circunstancias que concurren en las relaciones jurídico-administrativas permiten o, por el contrario excluyen la plena aplicación del principio de buena fe. Concretamente, ¿la posición institucional de la Administración, su plena vinculación al derecho, la naturaleza de los intereses en colisión, son incompatibles con el principio de la buena fe, o éste queda al margen de relaciones de esta naturaleza?» 59 59 Ib. id. pg. 308.

Para contestar a esta cuestión, el autor indaga previamente el valor que tiene la buena fe para el Derecho administrativo, a cuyo efecto empieza por indicar que la buena fe opera en este ámbito fundamentalmente como principio jurídico que limita el ejercicio de un derecho subjetivo de un poder jurídico, si bien la cuestión consiste en examinar si la doctrina de la buena fe que actúa en el campo del Derecho administrativo es la misma que se ha elaborado para las relaciones jurídico-privadas. Y se pregunta al respecto: ¿Existen razones que impidan la formulación de una teoría general de la buena fe, válida para el Derecho público y para el Derecho privado?. Considera que tales razones podrían consistir en la diferencia cualitativa de las partes entre las que se establece la relación jurídico administrativa; en la vinculación de la Administración al derecho (principio de legalidad); y, en la distinta naturaleza de los intereses en colisión, pero anticipa que «examinados cada uno de estos argumentos hay que concluir que no impiden, sino más bien exigen, una enérgica aplicación del principio de buena fe» 60 . 60 Ib. id. pg. 310.

En el análisis que realiza de las diferencias apuntadas, entiende, respecto de la primera, ceñida a la posición institucional de la Administración pública que es ciertamente diferente de la de las personas físicas o jurídicas privadas, pero ello no se debe a que tenga una naturaleza cualitativamente distinta, superior a la de éstas, sino a una necesidad impuesta por el servicio que presta a los intereses generales, de suerte que la posición preeminente de la Administración es una posición de servicio a la comunidad. Y siendo así, no sólo no excluye la aplicación del principio de la buena fe sino que exige su máxima vigencia, toda vez que es legítimo que el ciudadano confíe en la Administración y que ésta confíe en el ciudadano 61 . En cuanto a la segunda, consistente en el principio de legalidad que rige la actividad de la Administración, empieza por preguntarse si, ésta, es compatible con la aplicación de la buena fe, a cuyo efecto invoca, en primer lugar, la doctrina que considera que la buena fe no es necesaria en las relaciones entre la Administración y los ciudadanos porque tales relaciones están sometidas al principio de legalidad, lo que implica que las controversias deben resolverse exclusivamente por las normas que rigen la actividad de la Administración, ya que lo importante es estar amparado por una norma, pues, «quien tiene derecho no necesita la buena fe». Tal planteamiento -afirma- responde a una concepción equivocada del alcance del principio de legalidad, pues, éste no implica que las actuaciones basadas en dicho principio queden sometidas exclusivamente a las normas que las amparan, pues, si bien la cobertura legal previa condiciona ab initio su legitimidad no agota en modo alguno la regulación íntegra de su actuación, ya que constitucionalmente toda la actividad de la Administración está sometida al «ordenamiento jurídico», al «Derecho» y, por tanto, también a los principios generales que lo integran y dan sentido. Hace observar que el principio de legalidad es sólo uno de los elementos del Estado de Derecho, y, el principio de la buena fe reconocimiento jurídico del valor ético social de la confianza es elemento esencial para la paz y la seguridad jurídica. Y a este principio está sometida la Administración en cuanto que es uno de los valores fundamentales en nuestro ordenamiento jurídico, por lo que el

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Página 11 de 23 principio de legalidad no excluye la aplicación del principio de buena fe, bien que puede delimitar su aplicación . Por lo que se refiere a la tercera, distinta naturaleza de los intereses de colisión (interés público e interés privado), tampoco excluye la consideración de la buena fe, ya que, ésta, rige tanto para la Administración como para los ciudadanos, de modo que, con frecuencia, es invocada por la Administración precisamente en defensa del interés público y, por lo demás, el carácter público de ciertos intereses no implica oposición ni desvinculación del interés privado. Con tanta rotundidad como acierto SAINZ MORENO escribe: «No existen intereses públicos "impersonales" distintos de los que interesan particularmente a los ciudadanos. Los intereses públicos y los intereses privados están implicados entre sí hasta tal punto que cualquier interés público es, también, interés privado» 63 . 62

61 Ib. id. pg. 311. 62 Ib. id. pg. 312. 63 Ib. id. pg. 313.

En resumen -concluye- ninguna objeción existe en el plano teórico para la vigencia del principio de la buena fe en las relaciones de la Administración con los administrados. Al contrario, «la posición institucional de la Administración, su pleno sometimiento al Derecho y su presencia continúa en todo tipo de relaciones sociales que la convierten en un sujeto más de tráfico jurídico exigen la aplicación rigurosa del principio de la buena fe» 64 . 64 Ib. id. pág, 313.

En páginas precedentes, se ha efectuado reiteradas referencias a la obra de GONZÁLEZ PÉREZ: «El principio general de la buena fe en el Derecho administrativo» 65 , que, según entiendo, constituye un hito en la recepción del principio de la buena fe en el marco del Derecho público. Al referirse a su aplicación al Derecho administrativo, recuerda la doctrina de SAINZ MORENOen cuanto a la plena validez de su vigencia en las relaciones de la Administración con los administrados, toda vez que si bien dichas Administraciones son entes abstractos, han de realizar su actividad a través de personas físicas con los vicios y virtudes concurrentes en las mismas, a lo que añade: «Y es algo incontrovertible y reiteradamente constatado que aquella diferente posición institucional ha hecho de estos hombres una casta diferente, en la que, por el olvido de la idea de servicio, sólo aparece la manifestación más pura del poder por el poder, en formas más o menos arbitrarias» 66 . De ahí, prosigue: «Nada tiene de extraño, pues, que su actuación parezca incompatible con todas las virtudes que la buena fe supone. Y que engendre en los administrados una reacción análoga. Pero, precisamente por ser hombres unos y otros, hombres que viven en una misma comunidad, para los que el bien común es la finalidad última de su actividad, no existe ninguna barrera con entidad suficiente para crear dos mundos irreconciliables. Cada uno en su esfera, cada uno en su diferente posición institucional, están sujetos a unos mismos principios» 67 . Considera que el principio general de la buena fe, que juega no sólo en el ámbito del ejercicio de derechos y potestades, sino en el de la constitución de las relaciones y en el cumplimiento de los deberes, «conlleva la necesidad de una conducta leal, honesta, aquella conducta que, según la estimación de la gente, puede esperarse de una persona» 68 . Y al referirse a la aplicación del principio de buena fe por la Administración, afirma que le permitirá al administrado recobrar la confianza en que la Administración no va a exigirle más de lo que estrictamente sea necesario para la realización de los fines públicos que en cada caso concreto persiga, y, en que no le va a ser exigido en el lugar, en el momento ni en la forma más inadecuados, en atención a sus circunstancias personales y sociales, y a que no se le va a imponer una prestación cuando sólo superando dificultades extraordinarias podrá ser cumplida; ni en un lugar en que, razonablemente, no cabía esperar, como tampoco antes de que lo exijan los intereses públicos, ni cuando ya no era concebible el ejercicio de la potestad administrativa. Confianza, en fin, en que en el procedimiento para dictar el acto que dará lugar a las relaciones entre Administración y administrado, no va a adoptar una conducta confusa y equívoca que más tarde permita eludir o tergiversar sus obligaciones. Y en que los actos van a ser respetados en tanto no exijan su anulación los intereses públicos. La aplicación del principio de la buena fe, por otra parte, conllevará la confianza de la Administración en que el administrado que con ella se relaciona va adoptar un comportamiento leal en la fase de constitución de las relaciones, en el ejercicio de sus derechos y, en el cumplimiento de sus obligaciones frente a la propia Administración y frente a otros administrados 69 . 65 Primera edición 1983 y Cuarta 2004. 66 Ib. id. pg. 46. 67 Ib. id. pg. 46. 68 Ib. id. pg. 91. 69 Ib. id. pgs. 116-117.

En el marco de la recepción del principio de la buena fe en el Derecho público, adquiere notoria relevancia la Ley 30/1992, de 30 de noviembre ( RCL 1992, 2512, 2775 y RCL 1993, 246) , de régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Así, en el Título VII ceñido a la revisión de los actos en vía administrativa, al regular los límites de la revisión en el artículo 106, lo hace como sigue: «Las facultades de revisión no podrán ser ejecutadas cuando por prescripción de acciones, por el tiempo transcurrido o por otras circunstancias su ejercicio resulte contrario a la equidad, a la buena fe, al derecho de los particulares o a las leyes». Con esto se incorpora la buena fe, como concepto técnico jurídico en una Ley de evidente relevancia en el ámbito del Derecho público. Pero con ser esto significativo, lo es mucho más el alcance que imprime, el respeto, la Ley 4/1999, de 13 de enero ( RCL 1999, 114) , de modificación de la LRJ-PAC. En efecto, en la Exposición de Motivos explica que «en el Título preliminar se introducen principios de las Administraciones públicas, derivados del

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Página 12 de 23 de seguridad jurídica. Por una parte, el principio de la buena fe, aplicado por la jurisprudencia contenciosoadministrativa incluso antes de su recepción por el título preliminar del Código Civil. Por otra, el principio, bien conocido en el derecho procedimental administrativo europeo y también recogido por la jurisprudencia contenciosoadministrativa, de la confianza legítima de los ciudadanos en que la actuación de las Administraciones públicas no puede ser alterada arbitrariamente. En el Título I, y como corolario del principio general de buena fe aplicado al derecho público, se incluye también el principio de lealtad institucional como criterio rector que le facilite la colaboración y la cooperación entre las diferentes Administraciones públicas…». Consecuente con esto, el artículo 3, ceñido a «principios generales» establece en el apartado 1: «Las Administraciones públicas sirven con objetividad los intereses generales y actúan de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho. Igualmente deberán respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima». Es así como se entroniza expresamente el principio general de la buena fe en el ordenamiento jurídico público, bien que desde su incorporación al Título preliminar del Código civil, su sombra ya era alargada, en razón a la especial significación de este Título, y a la puntualización de su artículo 4.3, «Las disposiciones de este Código se aplicarán como supletorias en las materias regidas por otras leyes». Con todo, esta incorporación constituye un hito importante en el marco del Derecho público español, que, si bien se mira, deja obsoleta la doctrina postulante de su exclusiva validez en el Derecho privado, por más que la misma siga siendo útil para indagaciones históricas referidas a la evolución del principio de buena fe en nuestro ordenamiento jurídico. En cuanto a la incorporación de la buena fe en el artículo 33 de la LDGC, de 26 de febrero de 1998 ( RCL 1998, 545) , que podría entenderse como un avance más en la penetración del principio en el ámbito jurídico público, concretamente en el área tributaria, parece prudente evitar aquí valoración alguna, ya que como ha sido dicho en las primeras páginas, su estancia ha sido breve. También NARANJO DE LA CRUZ constata que a la buena fe se le ha atribuido un ámbito de aplicación que comprende todo el ordenamiento jurídico, ya que se entiende que gobierna toda actuación de las personas con relevancia jurídica que puede incidir en la esfera de otra, lo cual, añade, parece haberlo comprendido así también nuestro Tribunal Constitucional, que ha hecho uso de ella en su jurisprudencia en relación con diversos temas, sobre todo en materia de derechos fundamentales 70 . 70 Ob. cit. pg. 323. Para este autor «el mandato de actuación de conformidad con la buena fe implica la imposición de un comportamiento ajustado a los valores de honradez, honestidad, lealtad, fidelidad y respeto a la confianza que una determinada relación hace surgir entre las partes» ( ib id. pg. 322).

Ya en la aurora del presente siglo, es decir, en tiempos muy recientes, GONZÁLEZ MENDEZ ha publicado una obra, sobre buena fe y Derecho tributario 71 , posiblemente concebida a partir de la irrupción de la buena fe en el artículo 33 de la LDGC (bien que ceñida al procedimiento sancionador al que la autora dedica principal atención), a modo de despertar de este concepto en el Derecho tributario ajeno hasta entonces a sus posibilidades ya contrastadas en otros sectores jurídicos, que como indica la autora «permaneció ignorante a esta realidad sin apenas barruntar el significado de esta idea ni el caleidoscopio de luces que podría reflejar su estudio y aplicación» 72 . Considera que el haz de reflexiones sobre las aportaciones científicas atinentes a este tema en otros sectores jurídicos, junto con el expreso reconocimiento de la vigencia de conceptos procedentes de ámbitos metajurídicos, como el de la buena fe, pueden colaborar a tejer el hilo de una teoría general propia «que permita el flujo del aire vivificador que expurgue actitudes que conducen, ellas también, a la atrofia y al anquilosamiento en el contexto del marasmo legislativo, y que, por lo mismo, no suman oportunidades para la cohesión social» 73 . 71 GONZÁLEZ MENDEZ, Amelia: Buena fe y Derecho tributario, Marcial Pons, Madrid, 2001. 72 Ib. id. pg. 9. 73 Ib. id. pg. 12.

Observa la autora que es evidente, en las circunstancias en que vivimos, la necesaria concurrencia de todos los operadores jurídicos para alcanzar un orden normativo que otorgue efectiva carta de naturaleza a los valores, principios y directrices convencionalmente reconocidos que forman parte de nuestra cultura jurídica actual y que pueden dotar a la misma de un cierto soporte de estabilidad, y éste es su propósito: «un intento de bucear en categorías y conceptos jurídicos que, por relacionarse íntimamente con la buena fe, puedan dar la medida de su capacidad para rendir un mejor servicio al Derecho tributario (…) tarea que ha estado en todo momento presidida por la idea de que el Derecho se construye desde una ética inspirada por la realidad social» 74 . Después de hacer referencia a la evolución de la doctrina en el ámbito del Derecho privado, encara su aplicación en el Derecho público, para lo que acude también a la doctrina, y lo culmina con una primera referencia al Derecho tributario, destacando, al respecto, que el principio general de la buena fe encuentra aplicación en todo lo concerniente al cumplimiento de obligaciones y al ejercicio de potestades y, «por tanto, a él se encuentran sometidos en todas sus actuaciones tanto los obligados como la Administración tributaria» 75 . 74 Ib. id. pgs. 12-13. 75 Ib. id. pg. 67.

2.6- Relevancia de la jurisprudencia

Un espigueo de la jurisprudencia contencioso-administrativa acerca de la invocación de la buena fe, pone en evidencia que, en general, se utiliza más como complemento y en ocasiones sólo casi como adorno, que como argumento fundamental del desenlace, aun cuando ha de subrayarse que, aun así, se ha venido manifestando como uno de los soportes básicos para su incorporación en el ordenamiento jurídico y su aplicación.

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2.6.1- Referencia a algunas sentencias

Así la STS de 23-12-1959 ( RJ 1959, 4700) invoca en el caso que enjuicia, de naturaleza laboral, en el que hubo un error administrativo «el respeto debido al principio de buena fe, en que han de inspirarse tanto los actos de la Administración como los del administrado», y, considera «injusto estimar que las consecuencias procesales de tan patente error hayan de parar perjuicio a la Empresa y beneficiar al órgano administrativo que lo cometió». La STS de 23-1-1976 ( RJ 1976, 639) , en un supuesto que afectaba a algunos profesionales por la alteración de Partidos Judiciales, considera: «Que luego de cumplir puntualmente la actora con lo indicado por los órganos administrativos que desestimaron su pretensión al efecto de entablar los correspondientes recursos, es en verdad sorprendente que sea ahora la propia Administración quien oponga frente a aquellas infracciones procesales de las que dicha Administración es la única responsable, por lo que sería injusto hacer recaer en quien recurre los perjuicios derivados de la conducta de su contraparte (…); es visto que la fuerza dialéctica de tal argumentación queda enervada por el respeto debido al principio de buena fe en que han de inspirarse tanto los actos de la Administración como los del administrado». La STS de 11-3-1978 ( RJ 1978, 1120) , en un caso de incumplimiento del contratista, precisa: «…la tolerancia o la dejación de derechos por parte de la Administración, podría servir de fundamento para intentar corregir tales dejaciones, acudiendo si es preciso al recurso de lesividad, pero lo que no puede ser es que, quien se ve favorecido por esta postura de generosidad, pueda apoyarse en la misma para resultar aún más beneficiado, lo que iría en contra del principio de equidad y del de buena fe, tan necesitado de ser observado en las relaciones jurídicas, y, claro está, también las relaciones jurídico administrativas». La STS de 31-10-1978 ( RJ 1978, 4015) , que al enjuiciar un caso centrado en un tema de vedados tras exponer los antecedentes, termina así: «… circunstancias que impiden dar a las peticiones del escrito inicial definidoras de la materia del expediente, sentido distinto del único acorde con "el principio de buena fe rector mutuo de las relaciones entre administrado y Administración en cuanto que sujetas a Derecho"». La STS de 24-2-1979 ( RJ 1979, 981) , referida a unas alteraciones urbanísticas que motivó un requerimiento para presentar alegaciones de descargo, previniendo que si no se presentan «se les considerará conforme con la resolución que en su día pueda darse en este expediente». Al respecto, razona: «Que tal prevención no es procedente, además de lo dicho, porque el trámite de audiencia donde se produce, es una obligación para la Administración, pero, para el administrado (…); y no puede ser esto así, no sólo porque contraría el principio inmanente en la naturaleza de este trámite, sino porque, a la vez, infringiría otro principio de hondo significado ético, como es el de buena fe, exigible en el comportamiento, tanto de los entes oficiales, como de los particulares». La STS de 5-7-1979 ( RJ 1979, 3051) , ceñida a licencias urbanísticas, que termina así: «…sin permitir que una actuación confusa o equívoca de la Administración en el tratamiento de las solicitudes impida la revisión jurisdiccional, lo que es perfectamente acorde con el principio antiformalista de la Ley Jurisdiccional favorable a la buena fe en las relaciones administrativas…». La STS de 3-6-1981 ( RJ 1981, 2506) , que en tema urbanístico, indica: «… y en este proceso una contestación a la demanda que se contrae a la transcripción de aquel parecer técnico municipal y la inatendibilidad del requerimiento judicial, han de hacer concluir, con rechazo de esa postura procedimental, en la estimación de la falta de conformidad a Derecho de las resoluciones impugnadas, so pena, desde la última hipotética perspectiva, de vulnerar el principio de buena fe que debe presidir toda relación entre Administración y administrados y, desde luego y en todo caso, el de igualdad…». La STS de 11-7-1986 ( RJ 1986, 5063) , en una cuestión sobre honorarios profesionales tras indicar que la Sala reitera la doctrina de sentencias anteriores en razón del principio de buena fe, que debe inspirar siempre el ejercicio de los derechos, dice: «La buena fe, concepto quizá más fácil de sentir que de definir, en cuanto principio jurídico tiene muy distintas manifestaciones. En lo que ahora importa, implica una exigencia de coherencia con la confianza que en los demás ha podido razonablemente originar la conducta anterior del sujeto actuante». La STS de 17-12-1998 ( RJ 1998, 10219) , atinente al pacto habido sobre justiprecio de una expropiación, en la que en el FJ Cuarto, se dice: «… en el caso que nos ocupa se había producido una verdadera transacción entre las partes enfrentadas y como se deduce de la doctrina recogida en las Sentencias del Tribunal Constitucional, de 21 ( RTC 1988, 73) y 24 de abril de 1988 ( RTC 1988, 198) , el principio de buena fe protege "la confianza que fundadamente se puede haber depositado en el comportamiento ajeno" e "impone el deber de coherencia con el comportamiento"». La STS de 12-7-1999 ( RJ 1999, 6541) , que enjuicia un caso de responsabilidad patrimonial de la Administración pública considera que entre los criterios a utilizar para iluminar el conflicto:

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«reviste singular interés el relacionado con la observancia del principio de buena fe en las relaciones entre la Administración y los particulares la seguridad jurídica y el equilibrio de prestaciones». La STS de 22-9-2003 ( RJ 2003, 6433) que se refiere a un supuesto de ocupación de terrenos sin expediente expropiatorio, explica en el FJ Quinto: «Tanto la doctrina del Tribunal Constitucional como la Jurisprudencia de este Alto (sic) considera que el principio de buena fe protege la confianza que fundadamente se puede haber depositado en el comportamiento ajeno e impone el deber de coherencia en el comportamiento propio. Lo que es tanto como decir que dicho principio implica la exigencia de un deber de comportamiento que consiste en la necesidad de observar de cara al futuro la conducta que los actos anteriores hacían prever y aceptar las consecuencias vinculantes que se desprenden de los propios actos, constituyendo un supuesto de lesión a la confianza legítima de las partes "venire contra factum propium"». Obviamente, podrían aportarse otras sentencias del Alto Tribunal en las que se invoca la buena fe, tales como las de 6-2-1978 ( RJ 1978, 576) ; 1-7-1980 ( RJ 1980, 3396) ; 1-3-1991 ( RJ 1991, 2502) , etcétera, pero a los efectos de este trabajo no parece necesario. 2.6.2- Valoración

Del precedente muestrario jurisprudencial se infiere que el principio de buena fe, se viene invocando desde hace décadas en la jurisdicción contencioso-administrativa, que es la que aquí interesa, si bien, como se ha anticipado al inicio de este apartado, parece utilizarse más como complemento a modo de ritual retórico o de galanura literaria, que como fundamento jurídico básico. Sin embargo, ha de reconocerse el constructivo quehacer de la jurisprudencia contencioso-administrativa respecto del principio de la buena fe con sus reiteradas referencias, en las que cabe destacar las invocaciones a «la buena fe exigible en las relaciones entre la Administración y el administrado», que se erige así en complemento del ordenamiento jurídico conforme establece el artículo 1.6 del Código civil ( LEG 1889, 27) . En las sentencias citadas la invocación al principio de buena fe ha sido efectuada para invocar: que las consecuencias de los errores ha de soportarlos el órgano administrativo que los cometió; que sería injusto hacer recaer en quien recurre los perjuicios derivados de la conducta de su contraparte; que no se puede convertir la dejación de un trámite del administrado en una presunción de confianza con lo apuntado por la Administración; que la reacción de los particulares frente a obras que vulneran normas debe prevalecer por encima de los obstáculos administrativos meramente formales; que salvaguarda la confianza en que los gastos y trabajos han de ser compensados; que en el conflicto que se suscite entre los principios de legalidad y de seguridad jurídica concernientes a actos producidos por la Administración pública tiene primacía el principio de seguridad jurídica; que garantiza la confianza que fundadamente pueda haberse depositado en el comportamiento de la Administración, así como el deber de coherencia de ésta. 2.7- Buena fe y principio de la buena fe

El excursus efectuado sirve, ahora, para acometer tanto la indagación de los móviles de exclusión de la buena fe en la nueva y vigente LGT ( RCL 2003, 2945) , como la posible incidencia de esta exclusión en las relaciones Administración tributaria-contribuyentes. Cierto que hasta aquí no se ha hecho referencia al Derecho tributario, sino al Derecho público en general con especial referencia al Derecho administrativo, pero también lo es que lo dicho en cuanto a las relaciones Administración pública-administrados es perfectamente extrapolable y extendible a las relaciones Administración tributaria-contribuyentes. Ha quedado claro que una cosa es la buena fe como sintagma incorporado a múltiples normas del Derecho privado desde hace más de un siglo y en los últimos años en algunas de Derecho público, y, otra, el principio general de la buena fe incorporado al Título preliminar del Código civil en 1974 ( RCL 1974, 1385) y a la LRJ-PAC en 1992 ( RCL 1992, 2512, 2775 y RCL 1993, 246) (reforzado en 1999 [ RCL 1999, 114] ). La buena fe en tanto que expresión incorporada a normas jurídicas, siempre expresiva de la actitud individual en relación a otro u otros, tiene una acepción connotatoria de guía de conducta expresiva de honradez, honorabilidad, confianza, fidelidad, nobleza, rectitud, honestidad, módulo de normalidad de convivencia, ejemplaridad moral, sentido de responsabilidad, dignidad, en definitiva, lealtad de la conciencia en las relaciones jurídicas. Bien puede decirse que en su engarce técnico-jurídico, la buena fe, tal como ya se adelantó antes, mantiene a diferencia de otras expresiones la significación reconocida en el lenguaje usual en el que expresa actitud ética de ejemplaridad moral en las relaciones sociales, susceptible de constituir punto de referencia de virtudes y valores humanos. Hace ya décadas que el Tribunal Supremo consideró que la buena fe «consiste en el respeto a las normas de conducta colectiva que son propias de toda conciencia honrada y leal y van implícitamente exigidas en cada caso como necesarias para el normal y feliz término de todo negocio jurídico» (S. 3-4-1968). Y más recientemente el mismo alto Tribunal en sentencia de 29-10-1997 ( RJ 1997, 9248) , explica: «La buena fe es la creencia íntima de que se ha actuado conforme a derecho o que se poseen los bienes o se ejercitan los derechos o se cumplen las obligaciones de acuerdo con la Ley, sin intención engañosa, abusiva o fraudulenta». Respecto al principio general de la buena fe, sin hacer dejación del atributo de buena fe, se erige, además de fuente del Derecho, conforme el artículo 1.4 del Código civil, en «informador del ordenamiento jurídico». Y este principio no sólo rige en el Derecho civil y con carácter supletorio en otras leyes (art. 4.3 del Código civil), sino que se halla ínsito explícitamente en la LRJ-PAC, es, decir, en el Derecho público, lo que quiere decir que alcanza

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Página 15 de 23 plenamente al Derecho tributario por más empeño que pongan algunos «lobbies» en mantenerlo aislado a salvaguarda de imaginarios «contagios y de contaminación». A mayor abundamiento, la jurisprudencia contencioso-administrativa, conforme queda constancia supra, viene invocando desde hace décadas el principio de la buena fe el cual ha impregnar y colorear las relaciones entre Administración y administrados. Quizá sea conveniente indicar, antes de continuar el iter de este trabajo, que no necesariamente donde no haya buena fe, tiene que hacer acto de presencia la mala fe. Conforme escribe SAINZ MORENO, «la noción "buena fe" no se contrapone por lo general a la de "mala fe", sino más bien la de "fe" o confianza, irrelevantes para el Derecho. La expresión "mala fe" suele emplearse para designar la intención dolosa, maliciosa o abusiva de un sujeto, dirigida a producir un engaño, un error o un resultado lesivo. Generalmente, pues, en la expresión "mala fe" el sustantivo "fe" significa "intención", a diferencia de lo que ocurre en la expresión "buena fe" en que alude a "creencia", "confianza". La interdicción de la "mala fe" en su sentido más amplio, no procede del principio de la "buena fe", sino del principio de que "nadie puede perseguir la finalidad de causar daño a otro"» 76 . Y para DE ÁNGEL YAGUEZ, «no siempre, o no necesariamente la ausencia de buena fe es equiparable o coincide con la mala fe» 77 . Es de recordar al respecto que el Diccionario de la RAE define la mala fe como «maldad o temeridad con que se hace algo o se posee o detenta algún bien» 78 . 76 Ob. cit. pg. 310. 77 DE ÁNGEL YAGUEZ, Ricardo: Una expresión de lo que no es buena fe: El ejercicio malicioso de acciones judiciales. Jurisprudencia española de las dos últimas décadas. Estudios Deusto, Vol. 50/2, junio 2003, pg. 12. 78 Es de recordar que la LGT/1963 ( RCL 1963, 2490) en su versión original establecía en el artículo 80 entre las infracciones de defraudación como circunstancia tipificada: «Que se aprecie en el (sujeto pasivo) mala fe deducida de sus propios hechos con el propósito de entorpecer, aplazar o imposibilitar que la Administración llegue a conocer y poder determinar sus verdaderas deudas tributarias» . Y en la redacción dada al artículo 82 de la LGT por la Ley 10/1985, de 26 de abril ( RCL 1985, 968, 1313) , que derogó el precepto anterior, se establece que las sanciones tributarias se graduarán atendiendo en cada caso concreto: «a) La buena o mala fe de los sujetos infractores».

3- Ausencia de referencia alguna a la buena fe en la Ley General Tributaria

Con el bagaje precedente puede ya acometerse la indagación de los posibles móviles que han silenciado la referencia a la buena fe en la LGT ( RCL 2003, 2945) , que aparecía en la LDGC de 1998 ( RCL 1998, 545) (art. 33), siendo que esta Ley ha quedado incorporada a la LGT. También las eventuales consecuencias que su ausencia expresa puede generar en las relaciones Administración-contribuyentes. 3.1- Tras la búsqueda de explicaciones

Aquí, comoquiera que no caben indagaciones de otro tipo por inexistencia de antecedentes, puesto que en la tramitación legislativa nada aparece al respecto, es forzoso acudir al citado Informe elaborado por la «Comisión para el estudio y propuesta de medidas para la reforma de la Ley General Tributaria», de marzo de 2001. Pues bien, al referirse en la Parte V a la potestad sancionadora, declara como una de las premisas básicas la «Incorporación y mejora de las novedades introducidas por la Ley de Derechos y Garantías de los Contribuyentes, haciendo notar que dicha norma representa un cambio de talante de las relaciones entre la Administración y los ciudadanos», de manera que en los preceptos sobre infracciones y sanciones «habrá que tener en cuenta su Capítulo VII "Derechos y garantías en el procedimiento sancionador" (arts. 33 y 35), que se ocupa de la presunción de las sanciones». Y concluye así: «Sus preceptos habrán de integrarse en la nueva LGT, sin perjuicio de las modificaciones que, en su caso procedan» 79 . 79 Ob. cit. pg. 175.

También considera premisa básica lo que llama: «Aproximación a la Ley sobre régimen jurídico de las Administraciones Públicas y procedimiento administrativo común», indicando al respecto que «debe realizarse un esfuerzo de aproximación a la regulación contenida en la LRJ-PAC ( RCL 1992, 2512, 2775 y RCL 1993, 246) » , de suerte, añade, que esta idea «puede considerarse como uno de los ejes centrales de la futura LGT» 80 . 80 Ib. id. pg. 175.

Es de recordar aquí que la LRJ-PAC, hace un cántico en su preámbulo al principio de la buena fe, tal como ha quedado dicho supra y, cuando en el artículo 3 desgrana los principios generales, puntualiza que las Administraciones públicas deberán respetar en su actuación, entre otros, el principio de buena fe. Al ocuparse el Informe de la formulación de los principios de la potestad sancionadora hace expresa mención a la «presunción de inocencia y buena fe». El texto dedicado a este menester es como sigue: «A pesar de que la presunción de inocencia está proclamada en el art. 24 de la CE ( RCL 1978, 2836) , la mayoría de la Comisión coincide en afirmar la necesidad de que tal principio figure expresamente reconocido en la LGT. No existe idéntico concurso, sin embargo, con el mantenimiento de la presunción de buena fe. Así, hay miembros que consideran que no debe incorporarse, ya que se trata de un concepto más propio de normativa relativa al cumplimiento de las obligaciones que del derecho sancionador. Sin embargo, tampoco faltan opiniones en sentido contrario. En particular, se señala que es necesario tener en cuenta que la buena fe del Código Civil es distinta de la que proclama la LDGL. La del primero es la buena fe en el ejercicio de un derecho sobre el que se construye un modelo -buena fe objetiva-, mientras que la segunda regula una buena fe subjetiva, que consiste en la falta de conciencia de que se está cometiendo un ilícito. Al desconocer

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Página 16 de 23 esa diferencia se produce un alejamiento, se afirma, del principio de culpabilidad, porque la buena fe es el nervio, la esencia, de la culpabilidad. En definitiva, según esta posición, se propugna el mantenimiento de la presunción de buena fe» 81 . 81 Ib. id. pg. 175.

Dado que con posterioridad a este Informe no he sabido hallar referencias a la buena fe, ya que ni en el Anteproyecto ni en el Proyecto, como tampoco en la LGT, aparece por parte alguna, ha de centrarse la atención en la parte transcrita de dicho Informe. Acorde con su contenido, se aprecian dos criterios opuestos. Los miembros partidarios de uno de ellos, entienden que no debe incorporarse la presunción de buena fe del artículo 31.1 de la LDGC. Por el contrario, otros miembros de la Comisión consideran que debe mantenerse, porque la buena fe «es el nervio, la esencia, de la culpabilidad». En lo que concierne al criterio expresado en primer lugar, parece tratarse más de una excusa que de una justificación ya que remitirse a que «se trata de un concepto más propio de la normativa relativa al cumplimiento de las obligaciones que del derecho sancionador», es retornar a un estadio manifiestamente anterior al actual, es decir, a épocas en los que la invocación de la buena fe parecía hibernada, sólo aducible en determinados supuestos ínsitos en artículos del Código civil ( LEG 1889, 27) . Mas, esto pertenece a un pasado, que, si bien no lejano en el tiempo, resulta sumamente pretérito a tenor del ideario jurídico de nuestro mundo actual, en el que, como ha quedado explicitado en estas páginas, las referencias concretas a la buena fe se han extendido a múltiples leyes, desbordando ampliamente el marco del Derecho privado al que en 1974 se incorporó el principio general de la buena fe, principio que en la última década del siglo pasado adquirió, también, expresamente, carta de naturaleza en leyes básicas del Derecho público, v. gr. LRJ-PAC. Por tanto, aducir, ahora, que la buena fe sólo es aplicable a la normativa sobre cumplimiento de las obligaciones para excluirla del Derecho tributario, carece un mucho de sentido y, desde luego, no sirve como justificación. Otra cosa acentuadamente distinta, es que se pretenda mantener la normativa tributaria aislada y a salvo de interferencias que podrían «polucionarle» y hacerle perder su «estado virginal», tendencia, ésta, que todavía ahora prevalece en algunos influyentes «lobbies» administrativos, según se deduce de normas emanadas en los últimos años. Pero si éste es el motivo, conviene que se diga abiertamente, sin subterfugios y sin frases espiralidosas que pretendan confundir, aunque obviamente no lo consigan. Aquí, la presunción de buena fe, aun ceñida a la potestad sancionadora, adquiría notoria relevancia ética para el contribuyente, que en cierto modo, podía entender superada la tan injusta como extendida idea administrativa de que en cada contribuyente cabe percibir un potencial defraudador. Y esto dista de ser así, conforme expliqué, razoné y justifiqué hace ya más de tres décadas 82 . Al respecto coincido plenamente con CALVO ORTEGA cuando afirma que la presunción de buena fe de los contribuyentes fue «una de las aportaciones más importantes de la LDGC» 83 . 82 El problema de la resistencia fiscal, cit., pg. 219 y ss. 83 CALVO ORTEGA, Rafael: «La nueva Ley General Tributaria y sus secretos», Estudios Financieros, núm. 238, enero 2003, pg. 22.

Cierto que, como observa PALAO TABOADA, «la noción de buena fe pertenece fundamentalmente al ámbito del ejercicio de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones, es decir, a un orden conceptual diverso del Derecho sancionador» 84 , lo que invita a pensar que la inclusión de la presunción de buena fe en el espíritu del procedimiento sancionador de la LDGC pueda resultar sistemáticamente un tanto forzada, toda vez que aquí priva el principio de presunción de inocencia proclamado en el artículo 24 de la Constitución ( RCL 1978, 2836) . Pero esto no significa, en modo alguno, que la buena fe carezca de encaje en el Derecho tributario a tenor de cuanto ha sido dicho en la síntesis doctrinal y jurisprudencial efectuada, sino todo lo contrario, ya que, precisamente en razón a la, todavía ahora, generalizada idea administrativa de ver un potencial socaliñero en todo contribuyente, el legislador ha de preocuparle este erróneo tópico y, por tanto, debe interesarse en su eliminación, para lo cual dispone de la herramienta idónea: la ley. Lo hizo con encuadre sistemático, si se quiere inadecuado en la LDGC y ha desperdiciado la oportunidad de corregirlo en la LGT, cuando tan fácil y sencillo hubiera sido incorporar expresamente el principio general de la buena fe, que no es, entiéndase bien, que por silenciarlo no le sea aplicable, sino que hay sectores del ordenamiento, entre ellos el tributario, en los que la alusión expresa a este principio sigue siendo más que conveniente, necesaria, aunque sólo sea para tratar de superar la falsa mácula original de matutero que se imputa al ciudadano contribuyente. Considera PALAO TABOADA que puestos a invocar la buena fe, que es un término de indudables resonancias positivas, «los redactores del PL (proyecto de LGT) hubieran podido incorporar a él el principio de buena fe; no es que ello sea indispensable, no sólo porque en cuanto forma parte de la idea del Derecho dicho principio no necesita ser expresamente positivizado, sino también porque ya lo está en el artículo 7.1 del Código civil» 85 . 84 PALAO TABOADA, Carlos: «Lo "blando" y lo "duro" del Proyecto de Ley de Derechos y Garantías de los Contribuyentes», Estudios Financieros, núm. 171, año 1977, pg. 9. 85 Ib. id. pg. 10. Y añade: «Pero dado la inclinación del PL a la reproducción de normas ya vigentes no es ésta de las que menos méritos reúnen para ello» ( Ib. id. pg. 10).

Cierto que a los miembros de la Comisión que consideraron que no debía incorporarse la presunción de buena fe en el derecho sancionador, no les falta una brizna de razón ya que en este ámbito opera o debería operar, como ha sido dicho antes, el principio constitucional de presunción de inocencia, que, en mi sentir, resulta suficiente 86 -otra cosa es que no siempre se aplique, v. gr. en las infracciones no basadas en hechos sino en presunciones-. Pero digo una brizna, porque al tratarse de tributaristas, son perfectos conocedores de la realidad tributaria del país y de

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Página 17 de 23 la atmósfera fiscal en que vive inmerso el contribuyente, que incluso dio lugar a que pocos años atrás se emanase una Ley ceñida a los derechos y garantías de los contribuyentes ¡nada más y nada menos!, cuya aprobación, según se lee en el preámbulo, era «ampliamente demandada por todos los sectores sociales». Por ello, la posición de los miembros, contraria a la inserción de la presunción de buena fe en el procedimiento sancionador, debía haberse completado dejando constancia de la conveniencia de incorporar expresamente a la LGT el principio general de la buena fe. Pero de esto no sólo nada se dijo, sino que ni siquiera se insinuó que, como principio general, debía entenderse implícito en la LGT, lo cual lleva de la mano a pensar -obviamente de buena fe- que lo que pretendían los referidos miembros era, pura y simplemente, silenciar la buena fe. 86 Claro que puede entenderse como lo hace GUTIÉRREZ BENGOECHEA, que «para que una determinada conducta sea sancionada en el ámbito tributario es conditio sine qua non, que la misma no esté amparada por la buena fe del contribuyente, que no es más que la transposición del principio de presunción de inocencia del Derecho penal al Derecho tributario». «Causan eximentes de responsabilidad tributaria», Quincena Fiscal, núm. 6, marzo, 2004, pg. 12.

Respecto de las opiniones en sentido contrario, es de observar que, en parte, coinciden con las del grupo oponente, cuando indican que la buena fe del Código civil es distinta de la que proclama la LDGC, en el sentido, entiendo, de considerar que se halla en otro plano, bien que el carácter subjetivo que le atribuyen, en contraste con el carácter objetivo de la buena fe del Código civil, parece retornar a una doctrina, que como indica HERNÁNDEZ GIL se halla superada. Por lo que considera que los miembros de la Comisión partidarios de mantener la referencia a la buena fe en la LGT, debían haberse pronunciado en el sentido de incorporar expresamente el principio general de la buena fe, aunque, a tenor de la evolución posterior al Informe del año 2001, hubiese resultado inútil, dado el absoluto silencio imperante al respecto. En definitiva, ni las causas ni los motivos que obviamente son cosas distintas de la exclusión de la presunción de buena fe en la LGT, a pesar de aparecer en el artículo 33 de la LDGC ya derogada pero incorporada a la LGT al decir de la exposición de motivos de ésta, han podido ser habidas en esta indagación sobre su gestación legislativa. Lo único cierto y evidente es que no aparece, como tampoco el principio general de la buena fe. Es así, que, a partir de esta realidad, cabe una amplísima gama de cábalas. En mi sentir, su ausencia obedece a que en el seno de las terminales del poder fáctico de la Administración tributaria, sigue dominando y prevaleciendo la idea de que todo lo tributario es peculiar y especial por lo que ha mantenerse, incluso jurídicamente, como compartimento estanco cual reino de taifa, vacunado contra patologías susceptibles de malear su esencia. Sólo así cabe entender que, a la altura de nuestro tiempo, se haya optado por eliminar la invocación a la buena fe, incorporada siete años atrás en la LDGC. Indudablemente a alguien, muy cercano a los círculos decisorios del poder le molestaba, quizá en lamentable confusión mental motivada por no discernir entre la gran masa de contribuyentes que tienen a gala ser ciudadanos y como tales cumplidores de sus obligaciones y deberes tributarios, bien que celosos guardianes de sus derechos, y, una minoría de recalcitrantes generalmente poseedores de patrimonios económicos apátridas y patrones de la evasión y del fraude. Pero confundir esto, aparte de injusto, es grave. 3.2- Consecuencias susceptibles de generarse en las relaciones tributarias

Recuérdese la insistencia de la jurisprudencia en destacar, una y otra vez, el respeto debido al principio de buena fe, en que han de inspirarse tanto los actos de la Administración como los de los administrados. Y esto no es una aportación de los últimos tiempos, sino que hace ya décadas que se está pregonando. 3.2.1- Punto de partida: generaliza actitud de buena fe del contribuyente, minorías aparte

Pienso que esta reiteradísima invocación de los Tribunales de Justicia, debería per se, hacer reflexionar seria y ponderadamente a la Administración tributaria en sus altas esferas, al margen de oportunismos políticos y de olimpiadas electorales. Parece muy seriamente dudoso que el contribuyente en general, excepciones patológicas y apátridas fiscales aparte que quedan excluidos de estas consideraciones, goce y disfrute dejando de cumplir sus obligaciones y deberes fiscales, no sólo por su espíritu de ciudadanía y de solidaridad, sino también por su desconocimiento de la compleja y desbordante normativa tributaria que margina cualquier intento al respecto. Cada contribuyente tiene su profesión, sea albañil, cirujano, electricista, fisioterapeuta, filósofo o monitor de tenis, entre otras múltiples especialidades laborales, lo que exige dedicar la pertinente atención a su respectivo menester. Normalmente el contribuyente es profano en materia tributaria, por lo que, a menudo, para cumplir sus deberes fiscales se procura asistencia técnica. Va de suyo, que, en general, se atiene a las directrices y consejos del experto de su confianza y, acorde con esta orientación, efectúa sus declaraciones fiscales e ingresa en el Tesoro público las prestaciones dinerarias procedentes, bien entendido que si no dispone momentáneamente de liquidez, solicita aplazamiento de pago. Ésta es, sin duda, la práctica fiscal más generalizada, facilitada, además, en los últimos años por la propia Administración a través de alguna orientación e información directa al contribuyente. Obviamente, el cumplimiento de las obligaciones tributarias por los ciudadanos no es un evento generador de grandes alegrías, pero tampoco de muchas desventuras, pues, aunque sólo sea por el hábito adquirido, se cumplen dichas obligaciones en un ambiente que bien puede catalogarse de normalidad. Claro está que esto no es incompatible con que, en materia de tributos, el contribuyente procure pagar las menores cuantías dinerarias posibles, actitud, ésta, que es extensible a todo tipo de desembolsos, sea de la naturaleza que fueren. Mas, esto no sólo no ha de extrañar, sino que ha de entenderse acorde con el sentir humano, que, en ocasiones, se interese a expertos opinión técnica acerca de posibles alternativas, bien que siempre en el marco de la legalidad, pues ya se ha dicho y reiterado que las posibles patologías fiscales que se manifiestan en forma de fraude, quedan extramuros de estas consideraciones. Por tanto, a lo que me refiero es a lo que desde LARRAZ se

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Página 18 de 23 llama economía de opción, la cual, considerada en sí misma queda inmersa en un modelo ético de conducta expresivo de rectitud, honestidad, honradez y en definitiva, lealtad de la conciencia en las relaciones jurídicas, esto es, de buena fe, pues, a esto equivale procurar pagar lo menos posible dentro de la legalidad. Cierto, podrá decirse, que los límites o fronteras de la economía de opción no siempre se presentan tan claros y diáfanos como para aseverar que no se han traspasado, con incidencia en el fraude fiscal. Esto puede ser así, pero cuando aquí afirmo que la economía de opción es una alternativa dentro de la legalidad fiscal, es que no cabe confundirla con el fraude ni siquiera por aproximación, y se alinea plenamente dentro de la ortodoxia de la buena fe. 3.2.2- Reforzamiento del secular dominio y de la supuesta superioridad de la Administración tributaria.

Sentado esto, cabe preguntarse qué habría aportado a la LGT ( RCL 2003, 2945) la incorporación expresa de la presunción de buena fe del artículo 33 de la LDGC ( RCL 1998, 545) , o tal como ha sido apuntado supra, la mención explícita del principio general de la buena fe que tiene recepción expresa en nuestro ordenamiento jurídico. La respuesta, ha de tomar previamente en consideración una premisa, sin la que podría surgir alguna duda e incluso generar cierta confusión. La premisa se ciñe al recelo y a la falta de confianza que le merece al contribuyente la actuación de la Administración. Se podrá decir que esa desconfianza es recíproca e incluso insinuar, por alguien, que la no incorporación de la presunción de buena fe en la LGT obedece, en parte o en gran parte, a que la Administración tributaria recela del contribuyente al que percibe como potencial contraventor. Pero esta reciprocidad carece aquí de relieve, toda vez que la cuestión que se plantea atañe a las eventuales consecuencias que su eliminación puede producir en las relaciones Administración tributaria-contribuyentes. Obviamente, si estas relaciones estuvieran imbuidas de confianza, cabe pensar que la incidencia de la intencionada exclusión carecería de relevancia. Claro que, en este caso, probablemente no se habría siquiera planteado su orillamiento o incluso no habría surgido problema alguno al no aparecer tampoco en la LDGC, pues, no se olvide que esta Ley la justifica su preámbulo al objeto de reforzar el principio de seguridad jurídica y de «profundizar en la idea de equilibrio de las situaciones jurídicas de la Administración tributaria y de los contribuyentes», de manera que «las modificaciones que la Ley incorpora van dirigidas, por una parte, a reforzar los derechos del contribuyente y su participación en los procedimientos tributarios y, por otra, y con esta misma finalidad, a reforzar las obligaciones de la Administración tributaria, tanto en pos de conseguir una mayor celeridad en sus resoluciones, como de completar las garantías existentes en los diferentes procedimientos». Y entre estas nuevas garantías, el preámbulo alude explícitamente a «la presunción de buena fe». Es, pues, en este contexto en el que han de analizarse las posibles consecuencias de su eliminación, más propiamente el impacto susceptible de acusarse en esas relaciones, ya que desde esta perspectiva significa un retroceso respecto de la LDGC e incluso para sectores de contribuyentes cumplidores a ultranza de sus obligaciones tributarias, cabe que sea percibida a modo de agravio. En mi sentir, el legislador (sin eufemismos la Administración tributaria, que es la que ha hecho prevalecer su criterio), ha errado abiertamente en un arranque de dominio impropio de un Ente público sujeto a la ley y al Derecho 87 , que ha de velar y de servir al interés general, en cuyo seno, conforme se recuerda en estas páginas, aparece como componente importante el interés privado. Pienso que la incorporación de la presunción de buena fe en la LDGC obedeció principalmente al afán político de aquella hora de procurar superar el tradicional enfrentamiento Administración-contribuyentes, por más que debiera carecer de justificación en nuestro Estado social y democrático de derecho, pues podría tenerla en épocas ya superadas de absolutismo político en que la Administración pública, como casi todo, se concebía para servir al rey, pero ahora esa Administración ha de servir al pueblo que es el titular de la soberanía. 87 Tiene escrito PECES-BARBA que «el Derecho es un gigantesco edificio lleno de equilibrios, de poderes, de derechos y deberes, apoyado en última instancia en la fuerza, pero que sólo se puede mantener en paz con el apoyo y el consenso de los jueces, funcionarios y ciudadanos, y si todos hacen un esfuerzo de comprensión y de respeto a las reglas del juego limpio». PECES-BARBA MARTÍNEZ, Gregorio: «Ley y Conciencia, Moral legalizada y moral crítica en la aplicación del Derecho», Universidad Carlos III, Madrid, 1993. Introducción.

Por tanto, esa falta de sensibilidad administrativa en un sector tan delicado como es el tributario en el que probablemente se da el haz más importante de relaciones, ha de generar nuevos recelos que en último término se concretan en desconfianza. El razonamiento del ciudadano ante la eliminación de la referencia normativa a la presunción de buena fe, que repito debería haberse sustituido por la referencia al principio general de la buena fe, puede resultar tan sencillo como claro: La Administración se empeña en negar o al menos en admitir la buena fe de los contribuyentes por más que en su inmensa mayoría actúen con rectitud fiscal y, probablemente, es por su secular deformación, amén de otros prejuicios entre los que la mal entendida posición de superioridad y de dominio no son descartables, que le dificultan asumir actitudes propensas o cercanas a la buena fe. Por tanto, ante ese sentir receloso de la Administración procede tomar las cautelas de defensa adecuadas. Sin embargo, así no se avanza en el objetivo deseable de unas relaciones tributarias de mutua colaboración, propias de nuestro tiempo, sino que seguimos anclados en épocas pretéritas con claro perjuicio del interés general. Reitero que se debiera avanzar hacia relaciones de colaboración propias del actual estadio de civilización, bien entendido que en esta labor le corresponde la iniciativa, sin duda alguna, a la Administración, afirmación que no efectúo ahora por primera vez sino que insisto en ello desde hace años. Más de tres décadas atrás escribí como apunte final de un libro: De modo especial, la Administración ha de esforzarse en adecuar su actuación no sólo a unas coordenadas de honestidad a ultranza, sino a un entusiasta afán informativo, mediante una publicidad financiera que responda plenamente al concepto que le atribuye SCHMOLDERS de intento continuo y consciente de todos los órganos públicos por suministrar a la opinión pública una imagen auténtica y comprensible de los problemas financieros. Cuando sea posible dar permanente y ejemplar

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Página 19 de 23 lección de bien hacer en todos los órdenes, y la Administración supere la tradicional oscuridad o penumbra dentro de la que lleva a efecto su actividad, tanto en la vertiente de los ingresos como en la del gasto público, y la sustituya por una radiante y deslumbradora claridad, podrá afirmarse que se dan las condiciones para unas relaciones tributarias tal y como deben ser 88 . Y en la misma obra dejé constancia de que el contribuyente no es sólo un sujeto sobre el que recaen obligaciones, sino que le asisten también derechos, entre los que adquiere relevancia el de que pueda discurrir junto a los funcionarios fiscales, como tiene escrito SEBASTIÁN HERRADOR, sin el menor complejo de inferioridad, en un plan de igualdad, estableciendo un tipo de relación entre administradores y administrados totalmente al margen de esas ideas tan antitéticas de la auténtica tarea de ambos: la adulación o el terror, el engaño o la dádiva 89 . Y todavía añadía: La Administración ha de situar en primer plano el hecho concreto de su estrecha vinculación y cotidiano contacto con el contribuyente, que requiere delicadeza en el trato, pero no a modo de comportamientos ficticios, sino mediante conductas responsables que eviten enfrentamientos estériles, pues, como afirma MEHL, el mejoramiento de las relaciones humanas es una reivindicación legítima si por ello se entiende que el contribuyente debe ser informado, aconsejado y asistido por la Administración, que debe ser tratado con afecto y consideración si va de buena fe y debe ser situado en plano de igualdad en las relaciones tributarias 90 . En fin, escribí en dicha obra que han de propugnarse unas relaciones humanas que fortalezcan el respeto al contribuyente, ya que, éste, mientras no se demuestre lo contrario, merece la consideración de señor contribuyente, coincidiendo con LAURÉ cuando afirma que es necesario que los funcionarios que llevan a cabo actuaciones tributarias sepan calibrar la exactitud de los datos declarados, sin mostrar con ello que sospechan de la buena fe de los declarantes 91 . 88 Evolución y Diálogo, cit. pg. 268. 89 Ib. id. pg. 264. 90 Ib .id. pg. 266. 91 Ib. id. pg. 264.

En este orden de consideraciones resultaría altamente aconsejable que en marco de la Administración tributaria se asumiera una de las directrices contenida en la obra «La ética en el servicio público» consistente en que sea cual fuere y con independencia del modelo de administración pública y de gestión, a los objetivos de las «tres E»: economía, eficiencia y eficacia, que continúan siendo importantes, debe añadirse una cuarta «E», la ética 92 . 92 La ética en el servicio público, Ministerio de Administraciones Públicas et alii, Madrid, 1997, pg. 12.

Pienso, en definitiva, que el acento hay que ponerlo menos en el prurito de vencer, que en el responsable empeño de convencer, pero para que sea creíble es indispensable que la Administración tributaria descienda de su torre de marfil, se imbuya de la idea de que las potestades que tiene conferidas y las funciones en que se concretan, no son para hacer ostentación de superioridad y de dominio, sino que van orientadas a la clara finalidad de servir al pueblo, pues, como hace observar TIPKE, «conforme a una concepción correcta, el funcionario de Hacienda actúa como fiduciario de la comunidad solidaria integrada por todos los contribuyentes» 93 . Y este servicio ha de concebirse y efectuarse en el marco del interés general y del bien común, dejando atrás tanto el recelo como la desconfianza cuando carecen de justificación, cual acontece en la gran mayoría de contribuyentes, que cumplen regularmente sus obligaciones fiscales bajo la égida de la buena fe. En su caso, habrá de quedar para la minoría con patologías fraudulentas la adopción de posicionamientos adecuados a tales casos. 93 TIPKE, CLAUS: Moral tributaria del Estado y de los contribuyentes, Marcial Pons, Madrid, 2002, pg. 81.

Referido a la Administración pública en general -entre la que se halla la Administración tributaria- tiene escrito GONZÁLEZ PÉREZ, que nos ofrece un panorama nada alentador, y, a medida que se agiganta y proliferan sus tentáculos, se hace más fría, más inhumana, más despiadada e implacable. Afirma al respecto que «incluso en aquellos de sus servicios en que más necesarios son el calor humano y la compresión, el administrado se encuentra solo, desamparado, desasistido, aun cuando esté rodeado -en los casos en que lo está- de unos excelentes medios materiales al servicio de la más depurada técnica. Se tiene la sensación de que nos enfrentamos con una gigantesca máquina servida por robots, que lo puede todo y lo destruye todo, hasta las más elementales relaciones humanas. Humanizar esas relaciones, hacer que esas relaciones vuelvan a ser relaciones entre hombres, es tarea de todos. Actuando con la lealtad, honestidad y confianza que los demás esperan de nosotros. Que es, en definitiva, lo que el principio de la buena fe, exige» 94 . 94 Ob. cit. pg. 285 ( in fine) y 286. El propio autor escribe: «Los que acceden a un cargo público no deben olvidar que lo hacen para servir a los intereses colectivos, y, en definitiva, a esos administrados que, de una u otra forma, acuden a la Administración pública. Por lo que no pueden prescindir de los hábitos, costumbres y modo de vivir de éstos. Y, al interferir su actividad, han de procurar hacerlo en el momento y forma que resulten menos gravosos» ( Ib. id. pg. 286).

Y GÓMEZ GONZALVO en similar línea hace observar que «la Administración tributaria se rige por su propia normativa y por sus propios principios, debido a sus especiales características. Condicionada por la permanente e imperiosa necesidad de recaudación y por el temor ancestral a una caída o disminución de la misma, lo que determina una resistencia numantina a cualquier cambio o avance que pueda significar una mayor garantía para el contribuyente, si ello pudiera comportar o temer una disminución de los ingresos» 95 . 95 GÓMEZ GONZALVO, Juan Francisco: «Presunción de inocencia y buena fe del contribuyente». Revista Técnica Tributaria, núm. 42, julio-septiembre 1998, pg. 64.

3.2.3- Elenco, a título indicativo, de actuaciones administrativas en las que puede no prevalecer la buena fe

Ya he dicho páginas atrás que la Administración tributaria cabe que pretenda entender que en el marco de sus

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Página 20 de 23 potestades y derechos es suficiente que impere el principio de legalidad, al que se halla sometido, por lo que al entenderlo así el principio de buena fe queda un mucho extramuros, ya que es suficiente que se ciña a aquél. Mas, conforme tiene dicho la doctrina y reconocido la jurisprudencia -de la que es pálido reflejo la parte de este trabajo dedicada a realizar una síntesis- el principio de buena fe tiene plena cabida en el Derecho público y, por tanto, en el Derecho tributario. Ciertamente, sin la más remotísima idea de sugerir o insinuar siquiera que la Administración tributaria soslaye el principio de legalidad, es lo cierto que con independencia del mismo y, si se quiere, en otro plano absolutamente compatible con aquél, aflora y fluye no sólo la conveniencia, sino la necesidad de que en las relaciones tributarias impere el principio de buena fe 96 . 96 Pero cuidado, que sea auténtica buena fe, no la publicada como noticia de un concejal dimisionario de un Ayuntamiento relacionado con un «affaire» inmobiliario, según el que su actuación ha sido «éticamente incuestionable y estéticamente intachable», pues, «todo el mundo sabe que lo que es legal es ético, negarlo es actuar de mala fe» (La Vanguardia. Barcelona, 31 de agosto de 2004).

Sin afán exhaustivo, sino meramente indicativo, se menciona un haz de supuestos en los que afloran dudas, al menos, de que las actuaciones se hallen concebidas al pleno amparo de la ética 97 y de la buena fe, si bien, antes ha de indicarse que en la propia LGT, no obstante explicar en su preámbulo que entre los objetivos principales está, como ya ha sido dicho antes, el de reforzar las garantías de los contribuyentes y la seguridad jurídica, sin embargo dado su contenido, hay que convenir que entre el dicho y el hecho dista un gran trecho. 97 Referido a la ética pública, RODRÍGUEZ-ARANA MUÑOZ, la considera «esa señal identificadora de la función pública que se caracteriza por el «servicio público» o más gratificante, por el servicio al público, que son dos manifestaciones de la misma disposición general en la medida que se orienta a la conciencia del bien común». Prólogo a la obra: La ética en el servicio público, Ministerio de Administraciones Públicas, Madrid, 1997, pg. 12.

Como ya subrayé en un trabajo publicado un año atrás 98 , se ha avanzado bastante menos de lo que cabía esperar después de reiteradas manifestaciones oficiales que parecían motivadas por la voluntad política de evolucionar hacia un auténtico reconocimiento del contribuyente como ciudadano con plenitud de derechos, pero las expectativas se quedan ahí sin convertirse en realidad. En efecto, se sigue en la órbita de la prevalencia administrativa tradicional en un ambiente de atmósfera viciada por la influencia de criterios deformantes de la realidad, que, bajo la excusa del interés general y del interés público socavan principios constitucionales que como el de seguridad jurídica, entre otros, tan indispensables son para garantía de los derechos ciudadanos. Ejemplo de ello es el establecimiento de plazos a los que ha de ajustarse la Administración tributaria, pero que si los incumple no está prevista reacción jurídica alguna. Otro tanto cabe decir de la injusta exigencia de intereses de demora en los supuestos de estimación parcial de resoluciones y recursos contra actos administrativos dictados indebidamente. Igualmente la «gracia» a modo de censurable privilegio a que equivale conceder a la Administración un período de seis meses para efectuar las devoluciones que procedan sin devengo de intereses de demora, en abierto contraste con la exigencia para el contribuyente del pago de dicho interés, a partir del vencimiento del plazo voluntario sin más y, así, sucesivamente 99 . 98 «Acerca de los derechos y garantías de los contribuyentes en el Proyecto de Ley General Tributaria», Impuestos, núm. 20, octubre, 2003. 99 Ob. cit. pg. 37.

Cierto podrá decirse que esto es obra del legislador encarnado en el Poder legislativo, cuyos miembros han sido elegidos por sufragio universal, por lo que carecería de sentido introducir valoraciones atinentes a la buena fe. Lo que digo es que, buena fe aparte, la LGT, norma básica en la regulación de las relaciones jurídico-tributarias, que declara pretender el reforzamiento de las garantías de los contribuyentes, la realidad es que dista de conseguirlo. Siendo así, es la propia LGT la que facilita cauces de superioridad y de dominio a la Administración, que, sin violentar posicionamientos administrativos de buena fe, son susceptibles de generar consecuencias similares a las que resultan de la ausencia de la misma, posiblemente porque todavía prevalece o al menos subyace el objetivo recaudatorio. Con razón se lamenta TIPKE -bien que referido a Alemania- que «por regla general, las leyes tributarias son elaboradas por los funcionarios del Ministerio de Hacienda» 100 . 100 Ob. cit. pg. 82. Este mismo autor, en cita de J. H. PAPIER escribe: «El aumento de recaudación no puede ser el estímulo ni la medida del rendimiento del funcionario de Hacienda. Su ideal ha de ser, más bien, el de tutelar el Derecho tributario» ( ib. id. pg. 89).

Pues bien, con independencia del posicionamiento de la LGT, entre los supuestos susceptibles de generar vacilaciones atinentes a la buena fe, o algo parecido, en las actuaciones de la Administración tributaria, cabe citar: Los requerimientos administrativos de solicitud de documentos que ya han sido presentados con anterioridad y obran en poder de la Administración requirente. Los requerimientos de personación en plazo inferior al establecido en las normas. Los embargos efectuados sin previa notificación al contribuyente cuando éste ha cambiado de domicilio y lo ha notificado, en tiempo y forma, a la Administración. El rechazo o no aceptación de documentos tributarios presentados por el contribuyente en la Delegación territorial pertinente, con la excusa de que no deben presentarse allí sino en una de las Administraciones del propio territorio. La emanación de resoluciones sin motivación alguna. El apremio de deudas prescritas.

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La resistencia a recoger en las diligencias extendidas por la Administración, las manifestaciones de los interesados, cuando lo correcto sería informar de su derecho a los mismos. El envío de requerimientos de personación al sólo efecto de interrumpir la prescripción, dando lugar a las llamadas «diligencias-argucia», de las que se han hecho eco, incluso, algunas sentencias del Tribunal Supremo, entre ellas, la reciente de 3-2-2003. La tardanza «sine die» en dictar resoluciones administrativas más allá de los plazos establecidos, así como la ausencia de resolución que da lugar al silencio administrativo negativo. El apremio de deudas tributarias sin constarle a la Administración la fecha en que fue notificada al contribuyente la providencia de apremio. La solicitud por la Administración, en los procedimientos de comprobación limitada, de presentación de los libros de contabilidad. Los requerimientos en épocas vacacionales que han de ser atendidos en plazo breve si se quiere evitar la caducidad. La aplicación del método de estimación indirecta de bases siendo posible el de estimación directa. El libramiento de liquidaciones tributarias y su notificación al contribuyente requiriendo su pago, a sabiendas de que se ha producido la prescripción del correspondiente derecho de la Administración. La resistencia a dejar constancia en las comprobaciones limitadas de que no procede regularizar la situación tributaria como consecuencia de dichas comprobaciones. La escasísima propensión de la Administración a admitir que el contribuyente haya efectuado una interpretación razonable de las normas aplicadas. La propuesta de regularización de la situación tributaria en cuantías distintas según que la misma sea aceptada o se muestre disconformidad. Los requerimientos en día y hora determinados que resultan frustrados por ausencia del requeriente. La insuficiencia de plazo que en algunas actuaciones, bien que minoritarias, se fija en requerimientos para aportación de nueva documentación, v. gr. facturas de los últimos 4 años de determinadas operaciones por el prurito del funcionario de mantener una actitud prepotente, por más que se alegue que no será posible cumplirlo en tan corto plazo. Las resoluciones que, habiéndose presentado alegaciones en tiempo y forma, carecen de toda motivación y ni siquiera mencionan dicha presentación. La inmovilización jurídica o embargo de bienes del contribuyente en valor dinerario muy superior y desproporcionado con el importe de la deuda tributaria. El embargo de una cuenta bancaria que trae causa de una deuda tributaria claramente prescrita. El apremio motivado por aplazamiento de pago solicitado, correspondiente a una liquidación con deuda tributaria de gran cuantía debidamente recurrida, en la que al no poder disponer del aval o avales bancarios por la premura de tiempo, se solicita dicho aplazamiento, si bien antes de terminar el plazo para la presentación de la documentación requerida para resolver dicho aplazamiento, se solicita suspensión de la ejecución con presentación de los avales que posteriormente pudieron obtenerse, con obvia renuncia del aplazamiento. Las dificultades para que la Administración extienda acta de comprobado y conforme como desenlace de una comprobación ilimitada en la que no procede propuesta alguna de regularización. La secular propensión a interpretar el ordenamiento tributario con criterio recaudatorio. La ausencia del debido respeto y consideración en el trato con el contribuyente. El hábito indiscriminado de embargar todas las cuentas bancarias del contribuyente en la misma cuantía del importe de una sola deuda tributaria, inmovilizándose el duplo, el triple o el cuádruple o más de dicha deuda, sin que la Administración proceda de oficio a anular los embargos múltiples. La denegación de las solicitudes de indemnización de la parte proporcional del coste del aval o avales presentados para la suspensión de ejecutividad en reclamaciones administrativas, en los supuestos en que las resoluciones son parcialmente estimatorias (bien que recurridas en la parte no estimada), con el falso pretexto de que no se trata de resoluciones firmes, siendo obvio que la parte estimada y no recurrida es firme. Además, ¿para cuando espera la Administración aplicar el principio «reformatio in peius»? Las dificultades poco menos que insuperables para que prospere la solicitud de apertura de expediente sancionador a requerimiento del contribuyente, so pretexto de que sólo puede formular queja ya que entre los derechos del contribuyente de la derogada LDGC y en la LGT no figura el artículo 35 de la LRJ-PAC, de 26 de noviembre de 1992 ( RCL 1992, 2512, 2775 y RCL 1993, 246) , que con la rúbrica «Derechos de los ciudadanos» el apartado j) establece el derecho: «A exigir las responsabilidades de las Administraciones Públicas y del personal a su servicio, cuando así corresponda legalmente», con lo que el contribuyente pierde, al menos ceñido a este caso,

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Página 22 de 23 la condición de ciudadano y, por exclusión, retorna a la de súbdito. La negativa a devolver los avales bancarios aportados para la suspensión de ejecutividad en reclamaciones administrativas contra liquidaciones tributarias, siendo que las resoluciones anulan las respectivas liquidaciones y ordenan practicar otras en los términos contenidos en las mismas, ya que mientras no se practiquen y notifiquen las nuevas liquidaciones no existe deuda tributaria y por tanto nada ha de garantizarse, por lo que la devolución de los avales resulta obligada. La negativa a indemnizar el coste de avales presentados (en garantía para la suspensión de la ejecutividad de liquidaciones tributarias recurridas), por el período que media entre el término de la vía administrativa en la que se desestimó la reclamación y, la interposición del recurso contencioso-administrativo con posterior sentencia estimatoria, aduciendo para dicha denegación que durante el indicado período (dos meses aproximadamente) «la garantía permanece afecta al cobro de la deuda pero no surte efectos suspensivos» (¿…?). El cambio de criterio cuando éste ha sido reiteradamente confirmado por la propia Administración, lo que todo apunta hacia los actos propios 101 . En este orden de cosas GONZÁLEZ PÉREZ indica: «En España, podrían citarse en la actividad de la inspección tributaria, los criterios reiteradamente mantenidos durante ejercicios. Aun cuando tales criterios fuesen legalmente discutibles, parece evidente que el principio de buena fe impone su mantenimiento, tanto frente al mismo contribuyente, como frente a otros contribuyentes. Es más, en la práctica española, el apartamiento de los criterios de inspección tributaria se ha adoptado en más de una ocasión como reacción frente a actitudes que nada tienen que ver con las relaciones tributarias, lo que podría dar lugar a desviación de poder» 102 . 101 «La teoría de que nadie puede ir contra sus propios actos -dice la STC núm. 27/1981, de 13 de agosto ( RTC 1981, 27) -, ha sido aceptada por la Jurisprudencia, al estimar que lo fundamental que hay que proteger es la confianza, ya que el no hacerlo es atacar a la buena fe que, ciertamente, se base en una coherencia de comportamiento en las relaciones humanas y negociales». 102 Ob. cit. pg. 224.

Los embargos improcedentes o como puntualiza PALAO TABOADA, «los excesos cometidos por la Administración en el embargo de cuentas corrientes, con falta de respeto en ocasiones de los límites y exclusiones a la embargabilidad» 103 . 103 PALAO TABOADA, Carlos: «La posición del contribuyente frente a la Administración tributaria» ( BIB 1994, 123) , Crónica Tributaria, núm. 69/1994, pg. 53.

Podría continuar, pero ya he dicho que se trata de un muestrario a título indicativo. En absoluto exhaustivo, pues, si bien ha sido extraído de la casuística tributaria, ésta, es mucho más rica, compleja y de extensión casi inabarcable. Con todo y para terminar, formulo el siguiente interrogante. ¿Porqué en materia tributaria la Administración pierde tantos contenciosos? 4- Conclusión

Si a lo que realmente aspira y lo que pretende la nueva LGT ( RCL 2003, 2945) es reforzar las garantías de los contribuyentes y la seguridad jurídica, conforme explica en su preámbulo, en línea con el propósito de la derogada LDGC de profundizar en la idea de equilibrio de las posiciones jurídicas de la Administración y de los contribuyentes con la finalidad de mejorar sustancialmente la posición jurídica de éstos, no parece que la eliminación de la presunción de buena fe en la actuación de los contribuyentes ínsita en el artículo 33 de la derogada LDGC ( RCL 1998, 545) facilite tan plausibles objetivos, antes bien puede entenderse que lejos de avanzar viene a representar un freno cuando no un retroceso. En estas páginas, después de recoger una síntesis de la evolución normativa de la buena fe como concepto técnico-jurídico y de la expresa incorporación al ordenamiento del principio de buena fe que refuerza su nexo ético, ha sido contemplada y analizada la significación del principio de la buena fe en el ámbito tributario que, a tenor de la indagación realizada, ha de estimarse relevante, con todo y teniendo en cuenta la significación que adquiere la sujeción y el cumplimiento de la ley en este marco, toda vez que una cosa no empece la otra. En efecto, en las relaciones tributarias intervienen personas, sean funcionarios por una parte o contribuyentes por otra, que si bien por imperativo constitucional han de someterse a la ley y al Derecho, ha de admitirse, salvo obnubilación perturbadora, que en las actuaciones consecuencia de dichas relaciones resta un ámbito en el que, sin perjuicio del estricto cumplimiento de la ley, adquiere relevancia y notoriedad el talante y la actitud de los sujetos intervinientes, de suerte que según sea el mismo discurrirán las actuaciones que pueden ser de variopinta casuística dentro de una amplia gama que va desde la más exquisita cortesía en términos del artículo 7.2 del Reglamento General de la Inspección de los Tributos de 1986 ( RCL 1986, 1537, 2513, 3058) o del debido respeto y consideración del artículo 34.1.j) de la LGT, hasta el polo opuesto cerca del que resulta innecesaria, por obvia, mayor concreción. Pues bien, en el marco de tales actuaciones es en el que la conducta y el comportamiento se sitúa en plano destacado en relación con el principio de la buena fe en tanto que principio general del Derecho y, como tal, informador del ordenamiento jurídico. Es así que, en rigor, ha de ser tomado en consideración y respetado en el seno de las relaciones jurídicas sean de Derecho privado o de Derecho público sin perjuicio del cumplimiento de la ley y totalmente compatible con ésta, ya que la sujección de los ciudadanos y de los poderes públicos abarca la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico (art. 9.1. CE [ RCL 1978, 2836] ), y, en términos del artículo 103.1 la Administración se halla sometida plenamente a la ley y al Derecho. Por ello, no es suficiente el mero

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Página 23 de 23 cumplimiento de la ley, es necesario también el sometimiento al Derecho y es aquí donde brilla el principio de la buena fe, que tiene un amplio marco operatorio no sólo en el Derecho privado sino también en el Derecho público y, dentro del mismo, en el Derecho tributario. En razón del gran número y frecuencia de relaciones jurídico-tributarias, hasta el punto de ser posiblemente el ámbito jurídico que más genera, o, al menos, en el que mayores sensibilidades puedan aflorar, el principio de la buena fe se erige en obligado punto de referencia. De ahí que resulte escasamente comprensible la intencionada exclusión en la LGT, estando tan necesitadas como están las relaciones tributarias de desenvolverse en la órbita de la buena fe, haciéndose notar por ello la ausencia de su mención cual ha sido indicado en estas páginas y ejemplificado con un ramillete de ejemplos, que, en el menos malo de los supuestos, enturbian y por tanto perturban el normal desarrollo de lo que podría llamarse convivencia social tributaria. En definitiva, la exclusión de la referencia a la presunción de buena fe del contribuyente y, sobre todo el silencio acerca del principio de la buena fe, no puede anotarse, ni siquiera benévolamente, como un acierto de la nueva LGT. 12 de enero de 2010

© Thomson Aranzadi

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