Benito Juárez, detalles y destellos

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Benito Juรกrez detalles y destellos

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Carlos Gallardo Sรกnchez Compilaciรณn y notas

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Benito Juรกrez detalles y destellos Carlos Gallardo Sรกnchez Compilaciรณn y notas


Representante en Morelos del CEN del SNTE José Mendívil Zazueta Secretaria General de la Sección 19 del SNTE María Eugenia Ocampo Bedolla Director General de la Escuela Particular Normal Superior “Lic. Benito Juárez” Carlos Gallardo Sánchez Director de Finanzas de la Escuela Particular Normal Superior “Lic. Benito Juárez”

Jaime Domínguez Gómez Directora del Centro de Estudios de Posgrado “Lic. Benito Juárez García” Rocío Arias Pacheco Edición Carlos Francisco Gallardo Sánchez Diseño gráfico Érika Sánchez Captura de textos Marisela Madrigal / Mitzy Salgado Primera edición, 2006. Segunda edición, 2013. Copyright © Carlos Gallardo Sánchez, compilación y notas. Copyright © Los autores, por sus textos. Ejemplar no venal. Con base en el artículo 148 de la Ley Federal del Derecho de Autor, los textos reproducidos en esta obra son utilizados para fines de investigación literaria, sin alteración de la obra y citando las fuentes. Se prohíbe la reproducción total o parcial por cualquier medio sin el consentimiento escrito del titular de los derechos.


Índice Prólogo

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Juárez, el ejemplo

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¿Cómo era Benito Juárez?

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Frases célebres de Benito Juárez García

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Cargos públicos que ocupó Benito Juárez

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Lo que el viento a Juárez

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Qué es la masonería y por qué soy masón

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¿Juárez era ambicioso?

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Juárez, el de siempre

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Un acto liberal

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Un matrimonio ejemplar

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El regaño de Margarita

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Los hijos de Benito y Margarita

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En el duelo, la obediencia a la ley

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La prédica de la humildad

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La enorme modestia juarista

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La historia nos juzgará

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Le quitaron una pluma al gallo

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Víctor Hugo pide perdonar a Maximiliano

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Una princesa a los pies de Juárez

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El cadáver de Maximiliano

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Los ecos del triunfo liberal

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La frase inmortal

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Morelos, creación juarista y otras huellas

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Cuando lo nombraron Benemérito

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Ahí estaba Juárez

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Los últimos momentos de mi padre

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Prólogo

La trascendencia de los personajes que nos dieron patria pasa por análisis de toda naturaleza, conforme al color del cristal reflexivo con el que se les mira. En casos especiales, como el de Benito Juárez García, su impronta oscila entre el mito y la realidad, entre la anécdota anclada en los lugares comunes como el de su origen humilde, hasta la reflexión profunda sobre su influencia para la construcción de una nación donde el republicanismo fuese factor de cohesión social y equilibrio democrático. Mucho se ha escrito sobre el llamado Benemérito de las Américas. Las más de las veces exaltando sus virtudes individuales puestas al servicio del bienestar colectivo, aunque también cuestionando algunas causas y acciones que impulsó desde la primera magistratura de nuestro país en tiempos particularmente convulsivos. Más de la cuenta se ha revisado al juarismo, desde cualquier óptica sustentada de manera objetiva en la trascendencia que tiene por derecho propio, otorgándole el carácter de legado cívico patrimonial de las generaciones de mexicanos que abrevan en los hitos históricos donde fluye el anhelo reivindicador para existir soberanos, ajenos a los dogmas religiosos que en su momento castraron voluntades, así como dispuestos a exigir en los funcionarios públicos la premisa actitudinal de vivir en la justa medianía. Las crónicas juaristas son lecciones indelebles, didácticas por el mensaje formativo implícito en su construcción; alentadoras, en tanto que las interpretamos piezas relevantes

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de una trayectoria alimentada por el ejemplo que motiva y fortalece. Por ello, creemos, debe mantenerse la divulgación popular, accesible, interesante, de algunos pasajes donde Benito Juárez fue conformando, seguramente sin proponérselo, el simbolismo que hoy lo contextualiza, para tornarse ícono de los mejores valores cívicos que dan solidez al sentimiento de pertenencia que nos conjuga intencionalmente mexicanos. Juárez el hombre, el político, el héroe, da para eso y más. No fue, desde luego, el ser humano perfecto. Ciertamente cometió errores, pero su grandeza fue inmensamente mayor. Es en esa enorme veta donde anclamos la intencionalidad de la antología que tiene usted en sus manos: ofrecer citas textuales de autores que fijaron su interés y su emoción en la figura del amoroso esposo de doña Margarita Maza. La Escuela Particular Normal Superior “Lic. Benito Juárez” y el Centro de Estudios de Posgrado “Lic. Benito Juárez García”, instituciones vinculadas honrosamente con el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), consideraron pertinente reeditar esta obra para ponerla al alcance de todos quienes compartan la admiración y el respeto por uno de los principales protagonistas del devenir nacional, quizá el primero, que forjó una idea sólida del orgullo y la reciedumbre nacional. María Eugenia Ocampo Bedolla

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Juárez, el ejemplo

El legado de héroes como Benito Juárez traspone su condición humana y lo convierte en ejemplo a seguir. Ésa es su contribución para fortalecer el sentido de pertenencia a un país con rostro propio. La historia, el mito, leyenda y fábula de los grandes hombres son como el polvo a que se reducen las hojas y las flores, que mezclados a la gleba local, forma la arcilla con que se modelan los hombres del futuro. Los homenajes a Benito Juárez en este año que se le consagran, tienen y tendrán frutos ciertos. No hay mexicanos ya, desde el niño hasta el anciano, que no sepa y recuerde ahora, que entre el hombre blanco y el hombre cobrizo, entre el pobre y el rico no hay diferencias esenciales en lo que toca al espíritu. Todos por virtud del alfabeto, por razón de la perseverancia, pueden bajar de la montaña y escalar dignidades, obtener magistraturas y alcanzar fama, gloria y nombre inmortal. Los niños indios de todo el mundo, los huérfanos de la tierra, los esclavos, los negados de razón y de alma ya saben que de la nada se puede llegar a todo: que la acción vence al destino, que el amor a la justicia, a la independencia, a la libertad y a la patria, obra milagros. El pastor de ovejas puede llegar a pastor de hombres. Andrés Henestrosa, Los caminos de Juárez, Lecturas Mexicanas núm. 77, México, Fondo de Cultura Económica/Secretaría de Educación Pública, 1985, pp. 55-57.

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¿Cómo era Benito Juárez?

Sujeto a las más variadas interpretaciones, por lo que corresponde a la personalidad de Benito Juárez parece no haber grandes diferencias entre los estudiosos. La siguiente es una descripción no sólo de su apariencia física, también lo es de su comportamiento personal y público. Juárez no media mucho más de metro y medio. Al decir de algunos de sus biógrafos, no era un hombre carismático. Su fisonomía “hecha de líneas enteras, a planos fuertes y netos de bronce mate” era acentuada por sus características indígenas. Sus ojos de esmalte negro casi siempre se mostraban fijos y penetrantes. Era un hombre siempre reservado, poco conversador. Algún amigo suyo comentaba, antes de que se convirtiera en la gran figura de la política nacional, que detrás de su apariencia modesta y reservada, estaba un gran político. Se trataba de un líder sin carisma pero que acertó a imponer su personalidad. Algunos autores lo han descrito como un hombre hierático, impasible e impenetrable, idea alimentada también por su preferencia de usar vestimentas de colores oscuros. En contraste, leyendo su correspondencia, encontramos a un individuo de una gran ternura cuando habla de su esposa y de sus hijos, y de una enorme frialdad cuando se refiere a acontecimientos políticos. En don Benito, mostrar rigidez e inflexibilidad para los asuntos del trabajo político fue una regla de oro, resultado de su formación jurídica. En Juárez se funden las características de un personaje vigoroso pero sensible, a pesar de su apariencia de adustez. Es

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tenaz, perseverante y, sobre todo, de rectitud a toda prueba. Cuando murió, el Congreso otorgó una pensión a sus descendientes, pues nunca hizo fortuna en los cargos políticos que ocupó. Como muestra cabe citar su estado financiero hacia 1865. En esos años, su capital ascendía a diez mil pesos, el cual estaba en manos de su mujer que entonces se hallaba en Nueva York. La situación caótica en las arcas nacionales le impedía recibir sueldo alguno en su puesto de presidente. Con la intención de ayudar al mandatario, uno de los generales le entregó a su familia cierta cantidad de documentos cobrables. De inmediato don Benito mandó que fueran devueltos, pues consideró que una operación como aquella habría de resultar ruinosa para el herario. El presidente contaba como patrimonio con una serie de casas de alquiler en la ciudad de Oaxaca, así como una acción de mil pesos en el ferrocarril de Medellín. Esto, de ninguna manera constituía una fortuna. Es claro que se trataba de un hombre entre cuyas debilidades no figuraba la obsesión por el dinero. El tabaco sí constituía uno de sus placeres más gratos. Esta rectitud en sus principios, esta confianza en el triunfo de su causa, esa perseverancia para alcanzar sus objetivos y, sobre todo, esa serenidad característica, indispensable en un estadista, lo convirtieron en líder de la mejor generación que ha actuado en la vida política mexicana de todo el siglo XIX. Patricia Galeana de Valadés, Benito Juárez, Benemérito de las Américas, Biblioteca Iberoamericana, México, Rei, 1989, pp. 26-28.

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Frases célebres de Benito Juárez García

A lo largo de su participación en la búsqueda de un mejor destino patrio, Benito Juárez amalgamó en sus discursos una serie de frases que reflejaba la claridad con la que interpretaba el desempeño de los mexicanos anhelantes de un país digno y soberano. Destacamos algunas de esas frases: La adversidad nunca es suficiente para que desmaye aquel que defiende su patria y su derecho. Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz. Todo puede hacerse en bien de la defensa nacional, menos enajenar el territorio. La democracia es el destino de la humanidad futura; la libertad, su indestructible arma; la perfección posible, es el fin donde se dirige. Nada con la fuerza, todo con el derecho y la razón; se conseguirá la práctica de este principio con sólo respetar el derecho ajeno.

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Las naciones tienen que luchar hasta salvarse o sucumbir, cuando se intenta ponerlas fuera de la ley común y arrancarles el derecho de existir por sí mismas y regirse por voluntad propia. No deshonra a un hombre equivocarse. Lo que deshonra es la perseverancia en el error. Quien no tenga fe en la justicia de su causa, más le vale pasarse al enemigo. No es sólo la fuerza de las armas la que necesitamos. Necesitamos de otra más eficaz: la fuerza moral que debemos robustecer, procurando al pueblo mejoras positivas, goces y comodidades. Los gobiernos civiles no deben tener religión porque siendo su deber proteger imparcialmente la libertad que los gobernados tienen de seguir y practicar la religión que gusten adoptar, no llenarían fielmente ese deber si fueran sectarios de alguna. Que el enemigo nos venza y nos robe, si tal es nuestro destino; pero nosotros no debemos legalizar un atentado entregándole voluntariamente lo que nos exige por la fuerza. Malo sería dejarnos desarmar por una fuerza superior; pero sería pésimo desarmar a nuestros hijos, privándolos de un buen derecho que más valientes, más patriotas y más sufridos que nosotros, lo harían valer y sabrían reivindicarlo algún día.

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Los déspotas aborrecen la luz y la verdad. El que no espera vencer ya está vencido. Siempre tuerce los principios el que oscurece la verdad, para ocultar sus faltas en las tinieblas. Los hombres no son nada; los principios lo son todo. La independencia y la libertad, dos grandes bienes sin los cuales todos los demás son tristes y vergonzosos. A nadie he perseguido por sus opiniones públicas, ni una lágrima se ha derramado por mi causa. La paz es la primera necesidad del pueblo. Pero no hay que confundir indulgencia con debilidad. La instrucción es la primera base de la prosperidad de un pueblo, a la vez que el medio más seguro de hacer imposibles los abusos del poder. Contra la patria nunca tendremos razón.

Jorge Ganem Guerra (comp.), Esencia de Juárez. Frases, fechas y acciones, Cuernavaca, Instituto de Cultura de Morelos, 2006, pp. 91-104.

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Cargos públicos que ocupó Benito Juárez García

La formación de Benito Juárez como revolucionario, hombre público consumado, da cuenta del conocimiento que tenía de los problemas que padecía nuestro país. Toda esa experiencia le fue imprescindible para convertirse en líder de una generación de mexicanos que defendió la soberanía nacional. Las responsabilidades que desempeñó a lo largo de su amplia trayectoria fueron las siguientes: • Teniente de las milicias cívicas del estado de Oaxaca. • Regidor del Ayuntamiento de Oaxaca. • Capitán comandante de la 5ta Compañía del 1er Batallón de las Milicias Cívicas de Oaxaca. • Ayudante del comandante militar en Oaxaca, general Isidro Rojas. • Diputado al Congreso Local. • Profesor de derecho canónico e historia eclesiástica. • Magistrado interino del Supremo Tribunal de Justicia. • Juez de la Primera Instancia del Ramo Civil y de Hacienda. • Secretario general de gobierno (del gobernador general Antonio León). • Fiscal segundo del Supremo Tribunal de Justicia. • Diputado a la Asamblea Departamental. • Regente (presidente) del Supremo Tribunal de Justicia. • Representante por Oaxaca para reformar la Constitución de 1854. • Gobernador interino de Oaxaca. • Gobernador constitucional del estado de Oaxaca. • Director del Instituto de Ciencias y Arte de Oaxaca.

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• Profesor de derecho civil. • Secretario de Trámites, con el general Juan Álvarez. Secretario particular del general Juan Álvarez. • Representante por Oaxaca en el consejo emanado del Plan de Ayutla. • Ministro de Justicia, Instrucción y Negocios Eclesiásticos en el gabinete de Juan Álvarez (En esos días fue nombrado por el general Martín Carrera gobernador de Oaxaca, cargo que no aceptó por considerar ilegal el nombramiento). • Gobernador constitucional del estado de Oaxaca. • Ministro de Gobernación. • Presidente de la Suprema Corte de Justicia y vicepresidente de la República. • Presidente interino de la República. • Presidente constitucional de la República. • Presidente constitucional de la República, por decreto del 8 de noviembre que prorrogó el mandato con fundamento en el decreto del 11 de diciembre de 1861. • Presidente constitucional de la República. • Trigésimo Séptimo Gran Luminar Gran Maestro de la Orden del Rito Masónico Nacional Mexicano. • Presidente constitucional de la República hasta su muerte. Jorge Ganem Guerra (comp.), Esencia de Juárez. Frases, fechas y acciones, Cuernavaca, Instituto de Cultura de Morelos, México, 2006, p. 136.

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Lo que el viento a Juárez

Las anécdotas sobre la vida de Juárez también tienen un lugar especial en la historia. Son parte de la herencia que nos dejó y resaltan, sobre todo, al niño o al hombre que estaba destinado a figurar por su participación en la vida política del país. Una de esas anécdotas es la siguiente: A pesar de la miseria en que vivía Benito, no faltaba alguna felicidad. El domingo los niños del pueblo emprendían cacerías de conejos o de pájaros, y con suerte cazaban algún venado o bien se embarcaban en un bote de remos para pasear en la pequeña laguna cercana a Guelatao. Una tarde los sorprendió un ventarrón. Los niños abandonaron el bote y nadando ganaron la orilla; sólo Benito no abandonó la canoa y soportó la tormenta toda la noche en su frágil embarcación. A la mañana siguiente desembarcó sano y salvo, lo que dio lugar a un dicho usado hasta la fecha: “A mí me hizo lo que el viento a Juárez”. Al crecer sus hermanas se separaron del pequeño Benito. María Josefa se casó con Tiburcio López, de Santa María Yahuiche, y Rosa con José Jiménez, de Ixtlán. Fernando Benítez, Un indio zapoteco llamado Benito Juárez, México, Editorial Taurus, 2000, p. 20.

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Qué es la masonería y por qué soy masón

Benito Juárez practicó el rito masónico, en el que veía un código de conducta y honor, como él mismo lo explica en el siguiente texto: Empezaré diciendo que el significado de la masonería tiene muchas definiciones, pero según lo define el catecismo del aprendiz, es un hermoso sistema de moral o lo que es lo mismo, una asociación de hombres honrados, libres y de buenas costumbres, que buscan el perfeccionamiento de la humanidad. Es un sistema de moral dentro del que caben principios y creencias de los hombres amantes de la humanidad, del progreso y dotados de rectitud, de criterio y de buena voluntad. No es una religión, pero sí cuna de todas, ya que acepta a toda persona sin distinción de razas ni credos. Masonería, según la etimología de la palabra inglesa, significa “albañilería o arte de edificar”, pero los Edificios Masónicos, en vez de tener condiciones y fines materiales, cual es el arte de los albañiles, no son otra cosa que la edificación moral de todas las asociaciones por medio del trabajo y ejercicio de las virtudes por parte de los hombres que componen la Masonería. Esto es lo que yo he encontrado más cerca de lo que para mí es la Masonería.

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Ahora bien: soy masón porque me fascina su lema: “libertad, igualdad y fraternidad”. Porque se practica la filantropía, que ha sido mi meta antes de entrar en tan augusta institución, de la cual me siento satisfecho. Soy masón porque ser masón es ser amigo de los pobres y de los desgraciados, de los que sufren, de los que lloran y tienen sed de justicia. Soy masón porque se practica la tolerancia, se ejerce la caridad sin distinción de razas, creencias ni opiniones; se lucha contra la hipocresía y el fanatismo. Jorge Ganem Guerra (comp.), Esencia de Juárez. Frases, fechas y acciones, Cuernavaca, Instituto de Cultura de Morelos, México, 2006, p. 136.

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¿Juárez era ambicioso?

Uno de los rasgos fundamentales de Benito Juárez fue su elevada honradez tanto para no ambicionar riquezas, como para desempeñarse en los respectivos cargos que tuvo. De su desapego por los bienes materiales se da cuenta enseguida: ¡Se le acusa de ambición. ¿Ambición de qué? El poder no tuvo para él más que espinas, no amaba la riqueza, nunca la procuró; vivió pobre, no murió rico; no traficó con nada, no explotó su posición. Tampoco ambicionó la gloria, pues no hay una sola persona que pueda decir que tuvo esa vanidad, que aspira a los lauros para mientras viviese ni para cuando pasase a la historia; pues su único anhelo era “la satisfacción que produce una conciencia sin mancha y el fiel cumplimiento de una elevada y difícil misión”, según lo dijo en Chihuahua. En su concepto, no se le podía dar título más glorioso que el de buen ciudadano. ¡Y tuvo razón! ¿Fue ambicioso de dinero? Tampoco. En ningún sentido. Jamás hubo gobernante más probo ni más honrado. El 6 abril de 1861, en vista de las circunstancias aflictivas del erario, Juárez expidió el decreto siguiente: Considerando la necesidad imperiosa de introducir en los gastos públicos economías que faciliten la reorganización del erario, he tenido a bien decretar lo siguiente: Artículo único. La asignación anual de treinta y seis mil pesos que ha disfrutado el presidente de la República se reduce a treinta mil.

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No es así como procede el ambicioso. Juárez vivió siempre una modestia espartana, y su familia lo mismo. La economía era estricta sin llegar nunca a la avaricia. Rafael de Zayas Enríquez, Benito Juárez, su vida y su obra, 3ra edición, SEP Setentas núm. 1, México, Secretaría de Educación Pública, 1972, pp. 331 y 332.

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Juárez, el de siempre

Pasajes de la vida cotidiana por la que transitó Benito Juárez lo pintan como siempre fue: discreto, amigable y excesivamente modesto. Varios son los relatos que así lo describen, como el siguiente: Cuenta Guillermo Prieto que Juárez, en el trato familiar, era dulcísimo, cultivaba los afectos íntimos, su placer era servir a los demás, cuidando de borrar el descontento hasta del último sirviente; reía oportuno, estaba cuidadoso de que se atendiese a todo el mundo, promovía conversaciones joviales, y después de encender, callaba, disfrutando de la conversación de los demás, y siendo el primero en admirar a los otros. Jamás le oí difamar a nadie, y en cuanto a modestia, no he conocido a nadie que le fuera superior. Se me ocurren, entre otras, tres anécdotas que pintan el carácter de Juárez: Llegamos a Veracruz de noche: el señor Zamora tenía dispuesta una casa con lujo para las personas del gobierno; la sección correspondiente a Juárez, como era natural, era la mejor; pero la primera noche que nos quedamos allí, hizo el mismo señor Juárez un cambio ordenando que el señor Ocampo y yo quedásemos en sus habitaciones, y él pasó a las nuestras, que tenían inmediato el baño, porque lo mismo en Veracruz que en El Paso del Norte, se bañaba diariamente el señor Juárez, que era sumamente aseado.

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La jarochita que gobernaba la casa no supo de este cambio; así es que al siguiente día de nuestra llegada, pidió agua el señor Juárez y algo que necesitaba; la salida del hombre que pedía, a la azotehuela, su traza o lo que quiera, produjo enojo en la gobernadora de palacio, y le dijo: “¡Habrá impertinente! Sírvase usted si quiere”. Juárez se sirvió con la mayor humildad. A la hora del almuerzo llegó Juárez a ocupar su asiento; la negrita lo vio, reconoció al que en la mañana había creído un criado… y haciendo aspavientos y persignándose, salió corriendo. Juárez rió mucho, y Dolores fue conservada como excelente servidora. Recién llegado el señor Álvarez a México, el señor Juárez, que era Ministro de Justicia, concurría conmigo al Teatro Nacional, nuestros asientos estaban juntos. Una noche dilató Juárez, y uno de esos foráneos cerreros, de primera silla (así llamaremos a la levita), se apoderó del asiento de Juárez, se colocó el sombrero ancho entre las piernas, y se entregó, con su gran promontorio de cabellos a ver la ópera. Juárez llegó a la mitad del acto, se acercó al ranchero pidiéndole el asiento… –¿Pus que no he pagado?... Váyase el roto a buscar madre… Juárez se retiró a otro asiento; en el entreacto fue el acomodador a explicar su falta al ranchero, diciéndole que era del señor Ministro de Justicia la luneta… –¡Ave María Purísima! –dijo el ranchero poniéndose las manos en la cara –¡Ave María! ¡Pus buena la hice! Dirigióse el ranchero a satisfacer al señor Juárez, quien no permitió que se le molestara, y le suplicó que siguiera en

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su asiento; aquel ranchero, cuyo nombre no recuerdo, nos prestó, años después, muy importantes servicios entre Guadalajara y Colima. Andrés Henestrosa, Los caminos de Juárez, Lecturas Mexicanas núm. 77, México, Fondo de Cultura Económica/Secretaría de Educación Pública, 1985, pp. 75-76.

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Un acto liberal

Al asumir el gobierno de Oaxaca, Benito Juárez decidió romper con prácticas que consideraba innecesarias, como las ceremonias lujosas e incluso de carácter religioso, según lo narra el mismo: Era de costumbre autorizada por ley en aquel estado, lo mismo que en los demás de la República, que cuando tomaba posesión el gobernador, éste concurría con todas las demás autoridades al tedeum que se cantaba en la catedral, a cuya puerta principal salían a recibirlo los canónigos: pero en esta vez ya el clero hacia una guerra abierta a la autoridad civil, muy especialmente a mí por la ley de administración de justicia que expedí el 23 de noviembre de 1885, y consideraba a los gobernadores como herejes y excomulgados. Los canónigos de Oaxaca aprovecharon el incidente de mi posición para promover un escándalo. Proyectaron cerrar las puertas de la iglesia para no recibirme, con la siniestra mira de comprometerme a usar de la fuerza mandando abrir las puertas con la policía y a aprehender a los canónigos para que mi administración se inaugurase con un acto de violencia o con un motín si el pueblo a quien debían presentarse los aprehendidos como mártires, tomaba parte en su defensa. Los avisos oportunos que tuve de esta trama que se urdía y el hecho de que la iglesia estaba cerrada, contra lo acostumbrado en casos semejantes, siendo ya la hora de la asistencia, me confirmaron la verdad de lo que pasaba. Aunque contaba yo con fuerzas suficientes para hacerme respetar procediendo contra los sediciosos y la ley aún vigente sobre ceremonial de posesión de los gobernadores me autorizaba para obrar de esta manera, resolví, sin embargo, omitir la asistencia al

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tedeum, no por tener temor a los canónigos, sino por la convicción que tenía de que los gobernantes de la sociedad civil no deben asistir como tales a ninguna ceremonia eclesiástica, si bien como hombres pueden ir a los templos a practicar los actos de devoción que su religión les dicte. Los gobiernos civiles no pueden tener religión, porque siendo su deber proteger imparcialmente la libertad de los gobernados que tienen de seguir y practicar la religión que gusten adoptar, no llenarían fielmente ese deber si fueran sectarios de alguna. Este suceso fue para mí muy plausible para reformar la mala costumbre que había de que los gobernantes asistiesen hasta las procesiones y aún a las profesiones de monjas, perdiendo el tiempo que debían emplear en trabajos útiles a la sociedad. Además, consideré que no debiendo ejercer ninguna función eclesiástica ni gobernar a nombre de la Iglesia, sino del pueblo que me había elegido, mi autoridad quedaba íntegra y perfecta, con sólo la protesta que hice ante los representantes del estado de cumplir fielmente mi deber. De este modo evité el escándalo que se proyectó, y desde entonces cesó en Oaxaca la mala costumbre de que las autoridades civiles asistiesen a las funciones eclesiásticas. A propósito de malas costumbres había otras que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernantes como la de tener guardias de fuerza armada en sus casas y la de llevar en sus funciones públicas sombreros de una forma especial. Desde que tuve el carácter de gobernador abolí esta costumbre de sombrero y traje del común de los ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardia de soldados y sin el aparato de ninguna especie, porque tengo la persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de un recto proceder y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro. Tengo el gusto de que los gobernantes de Oaxaca han seguido mi ejemplo. Benito Juárez, “Apuntes para mis hijos”, en Antología de Historia de México, México, Secretaría de Educación Pública, 1993, pp. 252-253.

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Un matrimonio ejemplar

Benito Juárez encontró en Margarita Maza no sólo a la esposa y la madre de sus hijos, sino también a la compañera que entendió claramente el papel trascendente al que estaba llamado en bien de la República el ilustre oaxaqueño. De su vida matrimonial se da cuenta en la siguiente lectura: En el año de 1943, Benito Juárez contrajo matrimonio con Margarita Maza. Él tenía 37 años y ella nada más 17. Al casarse con Margarita, Juárez ya había vivido y se presentó ante ella con un pasado; con seguridad le habló claramente informándole de todo, y ella lo aceptó así, y así lo amó. Lo recibió sin preguntar nada, sin criticar, sin juzgar, porque sencillamente estaba enamorada. Para Margarita, Juárez fue el primer amor de su vida, para Benito, ella fue, al menos el segundo, pero con Margarita y sólo con ella, vivió el amor definitivo de su existencia. El matrimonio seguramente levantó revuelo entre la sociedad oaxaqueña, pues ¿cómo una señorita principal y de buena posición se casaba con un abogado indígena bastante adulto y casi miserable? No debe haber sido sencillo para ellos luchar y sobreponerse a los prejuicios, pero lo consiguieron. Cuando se le preguntaba a Margarita el porqué de su decisión de unirse a Benito, ella, juvenilmente, exponía sus razones de enamorada: “Sí, ya sé que es muy feo, pero también es muy bueno”.

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Fue un matrimonio ejemplar, a pesar de las tribulaciones que la vida les impuso. José Manuel Villalpando, Benito Juárez, Planeta de Agostini, México, 2002, p. 22.

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El regaño de Margarita

Ella, su esposa, cuando pudo estar a su lado, cumplió fielmente con su papel de compañera hasta en las circunstancias más cotidianas, caracterizadas por la confianza y el afecto, como se aprecia en la siguiente narración: Frente al espejo, un día Benito trataba inútilmente de ponerse la corbata, de repente observó que un mechón rebelde de cabello se realzaba con terquedad; aplazando la tarea de la corbata, tomó un cepillo y se peinó insistentemente hasta que la mata quedo aplacada; después volvió a la corbata, volvió hacer el nudo pero en cada intento fracasaba, no quedaba complacido con el resultado. Hasta que, ya impaciente, gritó: ¡Margarita¡, y al escuchar la voz de su marido, ella le respondió igualmente de fuerte: ¡Voy! En el espejo apareció entonces también la figura de la esposa, atrás del presidente de la República, que no atinaba a componer su atuendo personal. “Margarita, por favor, ¡esta corbata!”. Y ella, mientras hábilmente arreglaba los desperfectos, hacía uso de su derecho de esposa para regañar al marido: “¡Ay hijo!, ¡pero que inútil eres!”. José Manuel Villalpando, Benito Juárez, México, Planeta de Agostini, 2002, p. 144.

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Los hijos de Benito y Margarita

En su familia Benito Juárez depositaba un hondo cariño y una profunda preocupación. Errante por razón propia de su mandato, muchas ocasiones debió separarse de su esposa y de sus hijos. El siguiente relato describe las penosas situaciones por las que atravesó ante las desgracias que en su seno familiar se le atravesaron: Cuando Juárez comenzó su larga peregrinación en la época de los franceses, Doña Margarita, con todos sus hijos, lo acompañó hasta Monterrey, donde el 15 de agosto de 1864 la necesidad los obligó a separarse. Era preciso que la familia quedase a cubierto de las contingencias de la guerra, y que no continuase con la vida azarosa y trashumante que estaba Juárez obligado a seguir. Doña Margarita se dirigió a los Estados Unidos, y fijó su residencia en Nueva York, acompañada de sus hijos y de su yerno don Pedro Santacilia. Fruto del matrimonio de Juárez fueron sus hijos: Manuela, Margarita, Felicitas, Guadalupe, Soledad, Amada, Benito, María de Jesús y Josefa (gemelas), José, Francisca (que nació en Veracruz y su acta de nacimiento fue la primera que se inscribió en el registro civil, a raíz de expedida la ley relativa), y Antonio, que nació en Monterrey, en junio de 1864. De estos hijos murieron en temprana edad Amada, Guadalupe y Francisca, José y Antonio, estos dos últimos en Nueva York, durante la época más amarga y peligrosa de la vida de Juárez.

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Las tremendas desgracias de la familia hicieron honda herida en el corazón del amantísimo padre, sin abatir el ánimo del patriota. Juárez encontró en el fondo de su alma frases de tal naturaleza, que sirvieron de bálsamo para el alma de su noble esposa, y las cartas que se cruzaron en esos días de horribles pruebas, son un modelo de sentimientos encontrados y dan la medida de aquellos dos caracteres. Pocos saben lo que sufrió en silencio y la resignación de aquella matrona ilustre, recibiendo de continuo los golpes mortales que le asestaba la prensa al publicar las noticias de nuestros desastres, y al asegurar repetidas veces la captura de Juárez; y digo que pocos lo saben, porque doña Margarita no tuvo más que una avaricia, la única noble: la del dolor, que sólo quería para ella y que ocultaba hasta a los mismos suyos. Rafael de Zayas Enríquez, Benito Juárez, su vida y su obra, 3ra edición, SEP Setentas núm. 1, México, Secretaría de Educación Pública, 1972, pp. 319 y 320.

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En el duelo, la obediencia a la ley

Congruente con sus actos de gobernante, hasta en el ámbito familiar Benito Juárez cumplía con las obligaciones que la ley marcaba, tal como sucedió ante el infortunado deceso de una de sus hijas, que él mismo relató: En el año de 1850 murió mi hija Guadalupe a la edad de dos años, y aunque la ley que prohibía el enterramiento de los cadáveres en los templos exceptuaba a la familia del gobernador en el estado, no quise hacer uso de esta gracia y yo mismo llevé el cadáver de mi hija al cementerio de San Miguel que está situado a extramuros de la ciudad, para dar ejemplo de obediencia a la ley que las preocupaciones nulificaban con perjuicio de la salubridad pública. Desde entonces con este ejemplo y con la energía que usé para evitar los entierros en las iglesias quedó establecida definitivamente la práctica de sepultarse los cadáveres fuera de la población de Oaxaca. Rafael de Zayas Enríquez, Benito Juárez, su vida y su obra, 3ra edición, SEP Setentas núm. 1, México, Secretaría de Educación Pública, 1972, pp. 243 y 244.

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La prédica de la humildad

No renunciar a sus orígenes fue uno de los principios inmutables en Benito Juárez. Hombre que supo esforzarse para escalar puestos importantes inculcaba en su familia el respeto a la dignidad de las personas independientemente de su condición económica, como se aprecia en el siguiente relato: Cuéntase que un baile que le dieron en Oaxaca, cuando Benito Juárez era gobernador del estado y al que concurrió con su familia, un joven estudiante, humilde, invitó a la señorita Manuela, primogénita de Juárez a que bailara con él. La joven se excuso pretextando que esa noche no bailaría. Juárez desde su asiento observó la escena. Poco después Manuela Juárez se levanto a bailar con otro caballero, éste sí, rico y elegante. Pero su padre le salió al encuentro, le recordó lo dicho al estudiante, y significó a su hija que mientras no bailara con aquel a quien injustamente había desdeñado no le permitiría hacerlo con ninguna otra persona. Accedió la señorita Juárez, fue don Benito en busca del estudiante y en nombre de su hija le suplicó que bailase con ella: había cesado el malestar que le impidió bailar con él. Vuelta a su lugar Manuela, el padre se le acercó y le dijo: —Te negaste a bailar con el estudiante pobre, humilde y modestamente vestido pero aceptaste hacerlo con el estudiante rico y apuesto. No olvides la oscuridad de mis orígenes, mi cuna, mi orfandad y mi pobreza. Recuerda que a no ser por la perseverancia y el estudio, yo no ocuparía el cargo que

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ahora ocupo. ¿Quién sabe lo que ese pobre estudiante podrá llegar a ser en el futuro? Hoy no sabemos lo que podrá ser mañana el hombre más oscuro— concluyó el señor Juárez. Andrés Henestrosa, Los caminos de Juárez, Lecturas Mexicanas núm. 77, México, Fondo de Cultura Económica/Secretaría de Educación Pública, 1985, pp. 72 y 73.

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La enorme modestia juarista

La discreción de Juárez en su comportamiento personal fue una de las virtudes que siempre se le reconoció. Nunca buscó el lucimiento individual y anteponía a sus merecimientos la disposición para colaborar en los compromisos que adquiría. Y aquí se presenta un episodio de la vida de Juárez, insignificante al parecer, pero que da la medida de su modestia y de su patrimonio. Cuando llegó a Acapulco, el cuartel general de don Juan Álvarez se encontraba en Texca. Don Diego Álvarez, hijo del caudillo suriano, fue a Acapulco, en comisión de servicio, y se hospedó en casa de don Mariano Miranda, donde le avisaron que un señor desconocido preguntaba por él. El desconocido era un caballero de exterior humilde, vestido de negro, de modales finos, pero que no revelaba ser el personaje que después apareció. Dijo su nombre, en el que no se fijó don Diego, le preguntó por el general, y le suplicó lo llevase a su lado, “porque sabiendo que aquí se peleaba por la libertad, había venido a ver en qué podía ser útil; éstas fueron sus palabras textuales”. Don Diego condujo al desconocido al campamento, sufriendo en el camino las consecuencias de una espantosa tormenta. “Ocioso es decir que estando nosotros desprovistos de ropa para el recién llegado, no sabíamos qué hacer para remediar la ingente necesidad que sobre él pesaba: hubo de usar, pues, el vestuario de nuestros pobres soldados, esto es, algún calzón y cotón de manta, agregando un cobertor de la cama del señor mi padre y su refacción de botines, con lo que, y una cajilla de buenos cigarros, se entonó admirablemente. Por lo demás, el

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señor mi padre, que tuvo gusto en recibir a un colaborador espontáneo en la lucha comenzada contra el dictador Santa Anna, estaba en la misma perplejidad que yo, y al ofrecerse él a escribir en Secretaría, repitiendo que ‘había venido a ver en qué podía ayudar aquí, donde se peleaba por la libertad’, se le encomendaban cartas de poca importancia, que contestaba, y con la mayor modestia las presentaba a la firma. Pasados algunos días, llegó un extraordinario de México, participando el movimiento de aquella capital, y como el primer pliego del paquete viniese rotulado ‘Al señor licenciado don Benito Juárez’, se lo presenté diciéndole: Aquí hay un pliego rotulado con el nombre de usted; ¿pues qué es usted licenciado? Me respondió afirmativamente, y entonces le dije: ¿Con que es usted el que fue gobernador de Oaxaca? ‘Sí, señor, me contestó’. Y sofocado yo de vergüenza, repuse: ¿Por qué no me había dicho esto? ‘¡Para qué!, repuso: ¿qué tiene ello de particular!’”. Aquí vemos no sólo al hombre modesto, sino también al hombre de disciplina, que sabe mandar cuando le toca el mando, y sabe obedecer cuando es subalterno; y, sobre todo vemos al patriota dispuesto a prestar sus servicios en el rango en que pueden ser utilizados, aunque sea como último escribiente. Y así pensó siempre. Yo recuerdo haberlo oído decir, cuando estaba en el pináculo de la gloria, que todo ciudadano estaba obligado a servir a la patria en el puesto que fuese designado; y que, cuando él dejase de ser presidente, si se le necesitaba en un puesto humilde, aunque fuese el de portero de un ministerio, allí iría a prestar sus servicios. Rafael de Zayas Enríquez, Benito Juárez, su vida y su obra, 3ra edición, SEP Setentas núm. 1, México, Secretaría de Educación Pública, 1972, pp. 87 y 88.

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La historia nos juzgará

Antes de aceptar definitivamente la corona, tuvo Maximiliano la peregrina ocurrencia de hacer que don Jesús Terán escribiese, en su nombre, una carta a Juárez, llamándolo a la conciliación. Juárez la contestó en los términos siguientes: Monterrey, mayo 28 de 1864. Muy respetable señor: Me dirige usted particularmente su carta del 22 de pasado, fechada a bordo de la fragata Novara; y mi calidad de hombre cortés y político me impone la obligación de contestarla aunque muy de prisa y sin una redacción meditada, porque ya debe usted suponer que el delicado e importante cargo de presidente de la República absorbe casi todo mi tiempo, sin dejarme descansar de noche. Se trata de poner en peligro nuestra nacionalidad, y yo, que por mis principios y juramentos soy el llamado a sostener la integridad nacional, la soberanía y la independencia, tengo que trabajar activamente, multiplicando mis esfuerzos, para corresponder el depósito sagrado que la nación, en el ejercicio de sus facultades, me ha confiado; sin embargo, me propongo, aunque ligeramente, contestar los puntos más importantes de su citada carta. Me dice usted que, abandonando la sucesión a un trono de Europa, abandonando su familia, sus amigos, sus bienes, y lo más caro para el hombre, su patria, se han venido usted y su esposa doña Carlota a tierras lejanas y desconocidas sólo a corresponder al llamamiento espontáneo que le hace un pueblo, que cifra en usted la felicidad de su porvenir.

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Admiro positivamente, por una parte, toda su generosidad, y por otra parte ha sido verdaderamente grande mi sorpresa al encontrar en su carta la frase: llamamiento espontáneo, porque yo ya había visto antes que cuando los traidores de mi patria se presentaron en comisión por sí mismos en Miramar, ofreciendo a usted la corona de México, con varias cartas de nueve o diez poblaciones de la nación, usted no vio en todo eso más que una farsa ridícula, indigna de ser considerada seriamente por un hombre honrado y decente. Contestó usted a todo eso exigiendo una voluntad libremente manifestada por la nación, y como resultado de sufragio universal: esto era exigir una imposibilidad; pero era una exigencia propia de hombre honrado. ¿Cómo no he de admirarme ahora viéndolo venir al territorio mexicano, sin que haya adelantado nada respecto a las condiciones impuestas; cómo no he de admirarme viéndole aceptar ahora las ofertas de los perjuros y aceptar su lenguaje, condecorar y poner a su servicio a hombres como Márquez y Herrán, y rodearse de toda esa parte dañada de la sociedad mexicana? Yo he sufrido, francamente, una decepción; yo creía a usted una de esas organizaciones puras, que la ambición no alcanzaría a corromper. Me invita usted a que vaya a México, ciudad adonde usted se dirige, a fin de que celebremos allí una conferencia, en la que tendrán participación otros jefes mexicanos que están en armas, prometiéndonos a todos las fuerzas necesarias para que nos escolten en el tránsito y empeñando, como seguridad, su fe pública, su palabra y su honor. Imposible me es, señor, atender a ese llamamiento: mis ocupaciones nacionales no me lo permiten; pero si en el ejercicio de mis funciones públicas yo debiera aceptar tal intervención, no sería suficiente garantía la fe pública, la palabra y el honor de un agente de Napoleón, de un hombre que se apoya en esos afrancesados de la nación mexicana, y del hombre que

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representa hoy la causa de una de las partes que firmaron el Tratado de la Soledad. Me dice usted que de la conferencia que tengamos, en el caso de que yo la acepte, no duda que resultará la paz y con ella la felicidad del pueblo mexicano, y que el Imperio contará en adelante, colocándome en un puesto distinguido, con el servicio de mis luces y el apoyo de mi patriotismo. Es cierto, señor, que la historia contemporánea registra el nombre de grandes traidores, que han violado sus juramentos y sus promesas; que han faltado a su propio partido, a sus antecedentes y a todo lo que hay de sagrado para el hombre honrado; que en estas traiciones, el traidor ha sido guiado por una torpe ambición de mando a un vil deseo de satisfacer sus propias pasiones, y aun sus mismos vicios; pero el encargado actualmente de la Presidencia de la República, salido de las masas oscuras del pueblo, sucumbirá (si en los juicios de la Providencia está determinado que sucumba), cumpliendo con su juramento, correspondiendo a las esperanzas de la nación que preside, y satisfaciendo las inspiraciones de su conciencia. Tengo necesidad de concluir por falta de tiempo, y agregaré sólo una observación. Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de sus bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgará. Soy de usted seguro servidor. Benito Juárez. Rafael de Zayas Enríquez, Benito Juárez, su vida y su obra, 3ra edición, SEP Setentas núm. 1, México, Secretaría de Educación Pública, 1972, pp. 253-255.

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Le quitaron una pluma al gallo

En su largo peregrinar por el país, defendiendo en medio de las adversidades el gobierno que representaba, la firmeza de carácter de Benito Juárez siempre se hacía patente. Un pasaje acontecido en Jalisco así lo comprobaba. La noticia de esa derrota llegó en breve a la capital de Jalisco y sirvió para alentar a los reaccionarios que allí había y para decidir al teniente coronel graduado don Antonio Landa a rebelarse contra Juárez. Landa mandaba 200 hombres del 5to Batallón de Línea, que había quedado, en compañía de varios piquetes, guarneciendo la plaza. Dice don Guillermo Prieto (Lecciones de historia patria) que cuando llegó el parte de la derrota de Salamanca (día 12 de marzo) estaba Juárez en junta de ministros. Al saber la noticia “todos quedaron en profundo silencio. Juárez, sin titubear, dijo: Han quitado una pluma a nuestro gallo”, y dio instrucciones a Prieto para que redactase un manifiesto. Al día siguiente (el 13) se pronunció Landa y fueron aprehendidos Juárez y sus ministros, quienes quedaron confinados en el palacio de gobierno. La fanática soldadesca que custodiaba a los ilustres prisioneros, al mando del teniente coronel Filomeno Bravo, y exaltada por una imprudencia cometida por el temerario coronel liberal Miguel Cruz Aedo, resolvió fusilarlos. Aquí conviene dejar la palabra a Guillermo Prieto, héroe de aquel episodio, quien refiere el caso en un artículo que mucho ha circulado en la prensa.

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“El jefe del motín (Bravo), al ver la columna (de Aedo) en las puertas de palacio, dio orden para que fusilen a los prisioneros. Eran ochenta por todos. Una compañía del 5to se encargó de aquella orden bárbara. Una voz tremenda, salida de una cara que desapareció como una visión, dijo: ¡Vienen a fusilarnos! Los presos se refugiaron en el cuarto en que estaba el señor Juárez; unos se arrimaron a las paredes, los otros como que pretendían parapetarse con las puertas y con las mesas. El señor Juárez avanzó a la puerta; yo estaba a su espalda. Los soldados entraron en el salón… arrollándolo; a su frente venía un joven moreno, de ojos negros: era Peraza. Corría de uno a otro extremo con pistola en mano, un joven de cabellos rubios: era Moret (Pantaleón). Y formaba aquella vanguardia don Filomeno Bravo, gobernador de Colima después. Aquella terrible columna, con sus armas cargadas, hizo alto frente a la puerta del cuarto… y sin más espera, y sin saber quién daba las voces de mando, oímos indistintamente: ¡Al hombro! ¡Presentes! ¡Preparen! ¡Apunten…! Como tengo dicho, el señor Juárez estaba en la puerta del cuarto; a la voz de ¡Apunten! se asió de la puerta, hizo hacia atrás su cabeza y esperó… Los rostros feroces de los soldados, su ademán, la conmoción misma, lo que yo amaba a Juárez… yo no sé… se apoderó de mí algo de vértigo o de alguna cosa de que no me pude dar cuenta… Rápido como el pensamiento, tomé al señor Juárez de la ropa, lo puse a mi espalda, lo cubrí con mi cuerpo… abrí mis brazos… y ahogando la voz de ¡fuego! que tronaba en aquel instante, grité: ¡Levanten esas armas! ¡levanten esas armas! ¡los valientes no asesinan…!, y hablé, hablé. Yo no sé qué hablaba en mí que me ponía alto y poderoso, y veía, entre una nube de sangre, pequeño todo lo que rodeaba; sentía que lo subyugaba, que desbarataba el peligro, que lo tenía a mis pies…Repito que yo hablaba y yo puedo darme cuenta de lo que dije… A medida que mi voz sonaba, la actitud de los soldados cambiaba… Un viejo de barbas canas que tenía enfrente, y con quien me encaré diciéndole: ¿Quieren sangre? ¡Bébanse la mía …!, alzó el fusil… los otros hicieron lo mismo… ¡Entonces vitoreé a Ja-

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lisco! Los soldados lloraban, protestando que no nos matarían, y así se retiraron como por encanto… Bravo se puso de nuestro lado. Juárez se abrazo de mí… mis compañeros me rodeaban, llamándome su salvador y el salvador de la Reforma… mi corazón estalló en una tempestad de lágrimas…”. Rafael de Zayas Enríquez, Benito Juárez, su vida y su obra, 3ra edición, SEP Setentas núm. 1, México, Secretaría de Educación Pública, 1972, pp. 112-115.

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Víctor Hugo pide perdonar a Maximiliano

Víctor Hugo, el gran escritor francés, autor de la inmortal obra Los miserables, y además defensor de la soberanía de los pueblos, abogó infructuosamente, junto con otros personajes, por la vida de Maximiliano, después de ser condenado a muerte en Querétaro. El siguiente es un fragmento de la carta que envió a Benito Juárez: Que el criminal quede estupefacto al ver que la parte que le hace sagrado es la parte por la que no es emperador; que el príncipe, que se cree superior al hombre, aprenda que encierra la miseria de príncipe y la majestad de ser hombre. Juárez, haced que dé la civilización ese paso intenso, abolid, en todo el mundo, la pena de muerte. Que el mundo presencie el siguiente prodigio: la República tiene en su poder un asesino, que es un emperador; en el momento de matarle comprende que es un hombre; se le deja en libertad y le dice: “Eres un hijo del pueblo como los demás. ¡Vete!”. Ésa sería, Juárez, vuestra segunda victoria: es soberbia la de vencer a la usurpación, pero la de perdonar al usurpador es sublime. A los reyes que tienen llenas las prisiones, cuyos cadalsos oxidan los asesinatos; a esos reyes que castigan con destierros, con presidios y con Siberias; que oprimen a la Irlanda,

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a la Creta; a esos príncipes que obedecen a los jueces, a esos jueces que obedecen a los verdugos, a esos verdugos que obedecen a la muerte, a esos emperadores que con tanta facilidad cortan la cabeza al hombre, enseñadles cómo se perdona la cabeza a un emperador. Sobre todos los códigos monárquicos que gotean sangre, abrid la ley de la civilización, y en la más santa página del libro supremo, que ponga el dedo de la República sobre este mandamiento de Dios: “No matarás”. Estas dos palabras encierran el deber, y vos lo cumpliréis. Que se salve el emperador, ya que el libertador no pudo. Hace ocho años, el 2 de diciembre de 1859, tomé la palabra en nombre de la democracia para pedir a los Estados Unidos la vida de John Brown y no pude conseguirla. Hoy pido a México la vida de Maximiliano. ¿La conseguiré? Sí, quizá se haya salvado a estas horas y Maximiliano deba la vida a Juárez. Pero ¿no se le ha de castigar? Maximiliano recibirá el castigo de vivir “por gracia de la República”. Víctor Hugo La restauración de la república, primer centenario, México, 1967, pp. 96 y 97.

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Una princesa a los pies de Juárez

Zamacois, en su Historia de México, hablando de la escena ocurrida entre la hermosa princesa Salm Salm y el presidente, dice: Temblando y sollozando cayó de rodillas a los pies del presidente, y con ardientes palabras, dictadas por el sentimiento del corazón, imploró piedad para el sentenciado Maximiliano, con la elocuencia que presta el dolor. Don Benito Juárez hizo esfuerzos para alzarla; pero la afligida princesa abrazó sus rodillas y dijo que no se levantaría hasta que no le concediese la gracia que le pedía. El lenguaje de la hermosa dama era tierno, conmovedor. Don Benito Juárez y don José María Iglesias parecían conmovidos: “Señora, le dijo el presidente en voz baja y triste, me causa verdadero dolor el verla a usted de rodillas; mas aunque todos los reyes y todas las reinas estuviesen en vuestro lugar, no podría perdonarle la vida; no soy yo quien se la quita; son el pueblo y la ley los que piden su muerte; si yo no hiciese la voluntad del pueblo, entonces éste le quitaría la vida a él, y aun pediría la mía también”. Rafael de Zayas Enríquez, Benito Juárez, su vida y su obra, 3ra edición, SEP Setentas núm. 1, México, Secretaría de Educación Pública, 1972, p. 278.

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El cadáver de Maximiliano

Sólo por la vía diplomática, que implicaba obligar a Francia a solicitar los restos de Maximiliano y en consecuencia reconocer a Benito Juárez como legítimo presidente de México, el cadáver del malogrado príncipe europeo pudo retornar a Europa. También terminó entonces el lío del gran cadáver. Don Benito le informó a Francisco Zarco sobre la llegada de “un buque a Veracruz”, que venía “a recoger al muerto”, al “filibustero de regia estirpe”, a los despojos del güero Maximiliano. Comandaba el buque el almirante Guillermo de Tegetohff. El día 3 de septiembre don Guillermo se presentó al ministro de Relaciones Exteriores quien le dijo que mientras no se le reclamase oficialmente, el difunto permanecería en México, embalsamado y guardado “con el decoro que merece por sentimientos naturales de piedad”. Don Guillermo solicitó la reclamación oficial. Obtenida ésta, cruzó con su cadáver por calles y plazas íngrimas y solas. Era, como dice don José Fuentes Mares, un día 13 que recordaba otros días 13: cuando Carlota Amalia se embarca para Europa, cuando Max se encierra en Querétaro y cuando, cogido allí, lo sentencian a muerte. Max había sospechado, con razón, que el número trece tenía muchos quereres con su imperial persona. Luis González, Historia de México. Liberalismo triunfante (1867-1911), México, Editorial Eclalsa, 1977, p. 12.

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Los ecos del triunfo liberal

Diversas fueron las reacciones a escala internacional que produjó la victoria liberal sobre los conservadores y sus aliados extranjeros. Su líder, Benito Juárez García, recibió el saludo solidario de personajes ilustres y de países hermanos, como en seguida lo explica un historiador ruso: El pueblo mexicano vencía así después de una contienda larga y penosa. De todos los confines del mundo llegaban mensajes de felicitación a los patriotas de México. Víctor Hugo decía al presidente Juárez: “Se ha igualado usted a John Brown. La América contemporánea tiene dos héroes: John Brown y usted. Gracias al primero ha muerto la esclavitud; gracias a usted ha renacido la libertad. “A México le ha salvado un principio y un hombre. El principio es la República; el hombre, usted. “Por cierto, ésa es la suerte que espera a todos los partidarios de la monarquía: terminan fracasando: toda usurpación comienza con un pueblo y termina con un Querétaro”. Por otra parte, el gran revolucionario italiano Garibaldi recibió calurosamente la victoria de los mexicanos: “¡Salve valeroso pueblo de México! —escribía—, ¡Yo envidio tu constante y enérgica bravura para arrojar de tu bella República a los mercenarios del despotismo! ¡Salve, oh Juárez! Veterano de la libertad del mundo y de la dignidad humana, ¡Salve!... El pueblo italiano te envía un saludo de corazón y un recuerdo de gratitud por haber revolcado en el polvo a un hermano de su opresor”.

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El gobierno de México y Juárez personalmente recibieron felicitaciones de las organizaciones sociales de Estados Unidos, Canadá, de una serie de países europeos y latinoamericanos. Los gobiernos de varios países latinoamericanos felicitaron oficialmente al gobierno mexicano. En Perú y Uruguay se crearon medallas especiales en honor a Juárez. El pueblo mexicano había derrotado a los invasores europeos, defendiendo así su independencia y soberanía… A. Belenki, La intervención extranjera en México 1861-1867, México, Ediciones de Cultura Popular, 1972, p. 203.

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La frase inmortal

Al triunfo de la República en contra del invasor francés, el discurso que Benito Juárez pronunció el 15 de julio de 1867 desde el balcón del Palacio Nacional, en la Ciudad de México, contenía la frase que a la postre se volvió inmortal y que refleja todavía el pensamiento soberano del ilustre oaxaqueño. El paso firme se imponía, la emoción que por momentos lo hacía flaquear, ahora lo impulsó a seguir adelante. El pueblo, la historia y el compromiso personal lo obligaban a responder con entereza y seguridad a las circunstancias. Cruzar el portón al que tantos y tantos habían traspasado en múltiples golpes de Estado y tomas de posesión, ahora tenía un significado distinto. Los trabajadores de Palacio lo saludaban en su camino al balcón central. Al dirigirse a la multitud que, si bien no lo oía, sí podía verlo, decidió que era el momento de los agradecimientos, los compromisos y la unión: “Mexicanos, el gobierno nacional vuelve a establecer su residencia en la ciudad de México, de la que salió hace cuatro años. Llevó entonces la resolución de no abandonar jamás el cumplimiento de sus deberes, tanto más sagrados cuanto mayor era el conflicto de la nación. Fue con la segura confianza de que el pueblo mexicano lucharía sin cesar contra la inicua invasión extranjera en defensa de sus derechos y de su libertad”. Tenía que hacer énfasis en la lucha que los mexicanos habían decido emprender: “Lo han alcanzado los buenos hijos de México combatiendo solos, sin auxilio de nadie, sin recursos ni elementos necesarios para la guerra”. Insistía en darles las gracias por los esfuerzos hechos:

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“En nombre de la patria agradecida tributo el más alto reconocimiento a los buenos mexicanos que la han defendido y a sus dignos caudillos”. Era imperativo, a toda costa, recuperar la unidad: “No ha querido, ni ha dicho antes el Gobierno, y en menos debiera en la hora del triunfo completo de la República, dejarse inspirar por ningún sentimiento de pasión contra los que lo han combatido”. De ahí a lo que sería, tal vez sin proponérselo, su frase por antonomasia, por la que será recordado siempre: “Mexicanos: encaminemos ahora todos nuestros esfuerzos a obtener y consolidar los beneficios de la paz […] Que el pueblo y el gobierno respeten siempre los derechos de todos. Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. Guadalupe Lozada León, “La crónica de un día: 15 de julio de 1867”, en Revista de historia, arte y literatura, México, núm. 49/50, pp. 17 y 18.

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Morelos, creación juarista y otras huellas

La presencia de Benito Juárez en el estado de Morelos está ampliamente documentada. Su paso por este solar patrio y su presencia histórica van desde su participación dentro del movimiento sureño que condujo Juan Álvarez con el Plan de Ayutla, hasta el propio decreto de creación de nuestra entidad federativa. El texto siguiente narra tres acontecimientos relevantes en los que la influencia del hombre ilustre de Guelatao fue determinante. 1. En el caso de Morelos, saber que aquí detuvo su camino por algún tiempo y después se llevó el recuerdo de su gente y de sus anhelos, es motivo de infinito orgullo. Y si de huella juarista tendríamos que hablar, en la memoria histórica de los morelenses está grabado con letras de oro el siguiente decreto, promulgado el 17 de abril de 1869: Benito Juárez, Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, a todos sus habitantes sabed: Que el Congreso de la Unión ha tenido a bien decretar lo siguiente: El Congreso de la Unión decreta: Artículo único. Queda definitivamente erigido en estado de la Federación, con el nombre de Morelos, la porción del territo-

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rio del antiguo estado de México, comprendida en los distritos de Cuernavaca, Cuautla, Jonacatepec, Tetecala y Yautepec, que formaron en el Tercer Distrito Militar, creado por decreto de 7 de junio de 1862.

2. Como podrá apreciarse, los días de Juárez en Cuernavaca como puntal del edificio patrio que empezaba a construirse, se distinguieron por su intensa dinámica, ya evitando agudizar la crisis ministerial, ya comunicándose con los gobernadores de los estados para ponerse a su disposición como secretario de Justicia, o incluso atendiendo comisiones particulares que Juan Álvarez le encomendaba. Una de esas responsabilidades consistió, según lo relata Manuel Mazari Puerto en su Bosquejo histórico del estado de Morelos, en atender una solicitud presentada por gente de Jojutla, relacionada con la adjudicación de terrenos ocupados por la iglesia de La Asunción, “frontera a la plaza de Tetecalita y que se les cedieran las tierras del barrio del mismo nombre, por haberse éste despoblado a causa de una epidemia de cólera morbus, en 1833”. Los buenos oficios de Benito Juárez permitieron un fallo favorable para los solicitantes. Por este hecho, cuando Jojutla recibió la categoría de ciudad en 1873, se decretó de igual modo llamarle Jojutla de Juárez. 3. Cuando el 11 de diciembre de 1873, siendo gobernador Francisco Leyva, la legislatura estatal decretó elevar la villa de Tetecala a la categoría de ciudad y denominarla Tetecala de la Reforma, el argumento de la tradición oral fue definitivo para otorgarle tal distinción. A 18 años de la época en que Juárez pudo haber estado en esa población, era sumamente difícil rechazar por no cierta dicha versión. El prócer de la Reforma ya había fallecido, pero muchos de sus contemporáneos permanecían con vida, Leyva, entre otros, y su testimonio de ese

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significativo hecho seguramente era congruente con la realidad. Quizá por ello el dictamen correspondiente fue aprobado sin discusión alguna, “en lo general y en lo particular por unanimidad en votación nominal”. Desde entonces ese municipio lleva orgulloso el nombre de Tetecala de la Reforma. Carlos Gallardo Sánchez, Benito Juárez, la presencia de su paso, la vigencia de su huella, Cuernavaca, Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación sección 19, 1996, p. 56.

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Cuando lo nombraron Benemérito

La admiración por la gesta heroica de Benito Juárez le valió el reconocimiento de varios países hermanos, entre ellos Colombia y la República Dominicana, de cuyos congresos recibió título de Benemérito de las Américas. Al extinguirse su vida el 18 de julio de 1872, a los 66 años se había convertido en un verdadero mito. La admiración por su firmeza en la defensa de sus principios liberales y de la soberanía nacional, traspasó las fronteras de México. En 1865, el Congreso de la República de Colombia le rindió un solemne tributo en reconocimiento a su lucha contra el imperialismo francés; el 11 de mayo de 1867 el Congreso colombiano lo declaró “Benemérito de las Américas”; el Congreso constituyente del Perú le concedió una medalla de honor. Todavía en 1872, el gobierno de la Provincia de Buenos Aires creó un distrito político y lo bautizó con su nombre. En Estados Unidos de América su vida despertó tan grande interés, que el periódico neoyorquino La Voz de América decidió publicar anónimamente, en dos números de julio de 1966, su biografía escrita por Anastasio Zerecero. Josefina Zoraida Vázquez, Juárez, el republicano, México, El Colegio de México, 2005, p. 8.

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Sesión del Congreso Nacional Dominicano El diputado Madrigal tomó la palabra y dijo: que se ponía en conocimiento de la Cámara la plausible noticia recibida últimamente de que Juárez acaba de conseguir un espléndido triunfo, dando un golpe de muerte al imperio en mala hora fundado en México; que el presidente Juárez por este hecho se hacía acreedor a los vítores de toda la América, puesto que destruyendo para siempre la preponderancia de Europa en ese Hemisferio, mataba cuantas esperanzas de dominio pudiera ésta abrigar a lo sucesivo; que al llamar la atención de la cámara sobre este hecho, era con el objeto de que el Congreso Dominicano por su parte, aclamase a Juárez Benemérito de la América; que la República Dominicana estaba en aptitud para ello y podía tomar la iniciativa, dando así el ejemplo a las demás repúblicas, sus hermanas, que quisieran mostrar su simpatía por la causa de la libertad de México, a la que no dudaba debía seguirse la de toda la América de uno a otro extremo. A invitación de la Presidencia, que puso de manifestó la identidad de causa en que se hallaban México y Santo Domingo, la Cámara toda se puso de pie en honor del presidente Juárez, aplaudiendo de este modo el triunfo de la causa republicana en México. José Manuel Villalpando, Benito Juárez, México, Planeta de Agostini, 2002, p. 140.

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Ahí estaba Juárez

La causa liberal, enarbolada por Benito Juárez y un grupo de notables mexicanos, llamó la atención de propios y extraños. Su firmeza para conservar en México la vida republicana fue admirada y respetada más allá de las fronteras nacionales, como lo escribió en su tiempo Justo Sierra: Pero la República vivía, Juárez la representa ante el mundo, el mundo lo veía, y cuando el gran grama imperial mexicano parecía llenarlo todo con su esplendor, bastaba la presencia de Juárez para hacer comprender que todo era efímero, que iba pasar y a hundirse en no sé qué espantoso naufragio aquella barca de oro de príncipe artista que venía en pos de un poema y se encontraba con la faz de bronce de la tragedia clavada en su horizonte. Gracias a esta decisión, a este empeño de no ceder, de no aparecer cediendo nunca, cuando llegó la hora fatídica del fin de la guerra de secesión, el coloso americano que se irguió ante el gran atentado de México, pudo decir: “la República Mexicana, vive, ahí está”. Ahí estaba Juárez. Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, Editorial Porrúa, 1974, p. 448.

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Los últimos momentos de mi padre Ante el irremediable final del Benemérito de las Américas, producto de una dolorosa enfermedad, su hijo, Benito Juárez Maza, quien lo acompañó en esos momentos aciagos, describió la agonía del hombre que había consolidado la República Mexicana. Desde el fallecimiento de mi madre, la señora doña Margarita Maza, mi padre se abatió profundamente, al grado que no obstante su reconocida energía y su afán por disimular todas sus emociones a sus hijos, no le fue posible cumplir sus propósitos. El día 20 de marzo de 1872, al terminar una conversación con el lic. Emilio Velasco, sufrió mi padre el primer ataque y se desplomó en un sillón… La familia lo atendió esmeradamente, y cuando volvió en sí, debido a los oportunos auxilios que le suministramos, mi padre no se daba cuenta absolutamente de lo que le había pasado. Después de ese primer ataque, continuó siendo víctima de otros ataques parecidos, hasta el 17 de julio del mismo año, por la noche, en que comenzó a agravarse. Yo, dijo el hijo del ex presidente Juárez, dormía en la misma recámara, precisamente junto a su cama. La noche del 17 al 18 de julio, mi señor padre comenzó a agravarse; esa noche la pasó con intermitencias varias, y era tal la fatiga, que me incorporé varias veces alarmado. Sólo por no contrariar la

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orden de mi padre, permanecí en silencio, sin poder conciliar el sueño. Al amanecer me levanté con cautela, avisé a mi hermana Manuela lo que pasaba, para que fuera a ocupar mi sitio al lado del enfermo. Mandé a ensillar mi caballo y me dirigí a escape al rancho de San Fernando, contiguo a Popotla, en busca del doctor don Ignacio Alvarado, que era el médico de cabecera de nuestra familia. Entre ocho y media y nueve de la mañana del 18 llegamos a mi casa el doctor y yo; éste reconoció a mi padre, recetó e indicó lo conveniente que sería para el establecimiento de salud que no concurriera ese día al despacho presidencial. Mi padre atendió la prescripción facultativa y permaneció en su escritorio toda la mañana rodeado de todos sus hijos, exceptuando a mi hermana Felicitas, que estaba ausente del país. No obstante su enfermedad, recibió a varias personas de su estimación, entre ellas a los señores generales don Ignacio Mejía, Ignacio M. Alatorre y Pedro Baranda. Tomó alimento como de costumbre, y a las cuatro de la tarde manifestó deseo de recostarse, porque sentía gran opresión en el pecho. Como si sobre él le pasara un carro y el dolor agudo en el corazón. Se recostó efectivamente, y con el ansia que parecía sofocarle, se llevó la mano al pecho diciendo: “Siento que me aplastan”. Continuaba mi padre recostado cuando se presentó nuevamente el señor gral. Mejía, secretario de la Guerra, le dio cuenta de los asuntos pendientes de gran urgencia, y con este general fue con el último que habló. El dr. Alvarado permaneció a la cabecera del enfermo, y notando que la angustia continuaba con más fuerza, resolvió de acuerdo con la familia, citar una junta de médicos, a la

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que concurrieron el dr. Gabino Barreda, el doctor don Miguel Jiménez y otro médico distinguido. Instalados los facultativos, reconocieron con escrupulosidad al paciente, dieron su pronóstico, de acuerdo: ¡muy grave! y formularon con cierto desaliento. Al oscurecer de ese día fue atacado de síncopes frecuentes, y lo hacíamos volver en sí aplicándole violentos revulsivos en el pecho y en el vientre. Desde que los síncopes se iniciaron con tal frecuencia, ni nosotros ni los médicos nos separamos del lado de mi padre; mis hermanas y yo estábamos profundamente conmovidos en aquellos momentos de terrible angustia. Acababa yo de retirarme de la cabecera del señor mi padre cuando vino el síncope fatal, y entonces el señor don Pedro Santacilia, que estaba presente, me hizo volver a la que pronto sería cámara fúnebre. Como inspirado por una intuición suprema, me incliné hacia mi padre y deposité en su frente un ósculo postrero. Mi padre abrió los ojos, que había tenido cerrados, me dirigió la última tierna mirada, y aquellos párpados se cerraron para siempre… En aquellos instantes supremos de dolor para nosotros, el reloj de la basílica marcaba las once y media de la noche. René Gastón Hernández Santiago, Juárez, de la vida transitoria a la inmortalidad, Xalapa, Artes Gráficas, 1999, pp. 51 y 52.

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Esta edición de 1000 ejemplares se terminó de imprimir el 18 de julio de 2013, en los talleres de Navegantes, Pascual Ortiz Rubio núm. 40, Col. San Simón Ticumac, Del. Benito Juárez, México, DF, 03660.



Los relatos juaristas son lecciones indelebles, didácticas por el mensaje formativo implícito en su construcción; alentadoras, en tanto que las interpretamos piezas relevantes de una trayectoria alimentada por el ejemplo que motiva y fortalece. Por ello, creemos, debe mantenerse la divulgación popular,

accesible,

interesante,

de

algunos

pasajes donde Benito Juárez fue conformando, seguramente sin proponérselo, el simbolismo que hoy lo contextualiza, para tornarse ícono de los mejores valores cívicos que dan solidez al sentimiento de pertenencia que nos conjuga intencionalmente mexicanos.

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