¿Pasamos el año? Las calificaciones no son ejemplares. Se cierra el año con una ilusión de paz y otra de riqueza pero con tres materias perdidas: una nota reprobatoria en transparencia, otra nota reprobatoria en respeto por la dignidad de las personas y otra tercera nota reprobatoria en autocuidado de la propia geografía. La asignatura de la paz la llevamos perdida desde hace cincuenta años, según el cálculo más conservador. Pero ahora, con un nuevo curso de optimismo, Alejandro Angulo Novoa, S.J.* esperamos pasar el examen. Ojalá esta esperanza no se evapore en medio de la restitución de tierras y reparación a las víctimas del despojo institucionalizado por la costumbre (fuerza), que no por el derecho. Los acontecimientos que observamos en todos los lugares donde se intenta reparar el robo de tierras no son, para nada edificantes. En bastantes lugares parecería que viene más de lo mismo: fraudes y balas. Y, sin embargo, esa restitución de lo mal habido y la inclusión de esas poblaciones dentro del flujo de la vida económica nacional es el único signo eficaz de que pueda pensarse un país pacificado y pacífico. Aunque esto lo hayan repetido y lo sigan repitiendo todos los estudiosos, el proceso no aparece todavía muy claro, y las voluntades políticas y económicas de cada localidad tienen muchas reticencias, por decir lo menos, cuando no se declaran abiertamente hostiles a la contrición del corazón, la confesión de boca y la satisfacción de obra. En este último caso de franca impenitencia el único futuro inmediato seguirá siendo la guerra. Volveremos a perder esa materia. ¿Para siempre? Tal vez. Transparencia tampoco ha sido el fuerte de nuestro comportamiento nacional. Pero ahora es bien notorio que nuestro desempeño va de mal en peor desde que la evolución del país mezcló el narcotráfico a la economía y a la política. El enriquecimiento rápido en el mercado de los estupefacientes, combinado con su ilegalidad y condimentado con el clientelismo tradicional que medra explotando la pobreza rural y urbana, tiene efectos deletéreos sobre la conciencia de las personas y, por lo mismo, sobre sus relaciones. En primera instancia introduce la mentira que desvirtúa el lenguaje y bloquea la comunicación entre las gentes. Cuando la palabra se devalúa, desaparece la confianza. La desconfianza concibe el miedo de ser atacado y engendra la autodefensa. Como dicen los matemáticos, disminuye la racionalidad colectiva en proporción directa con el aumento de la racionalidad individual. O como dicen los moralistas, aumenta el vicio del egoísmo tanto cuanto disminuye la virtud de la solidaridad. Sin importar cómo la definamos, todos sentimos que la corrupción se ha salido de sus justas proporciones y que, como es lógico y apenas justo, perdimos el examen de transparencia. La disciplina de la dignidad humana es otra víctima de nuestra desaplicación. El reconocimiento y respeto de los derechos humanos, esa asignatura en la cual todos los gobiernos reciben, por lo general, calificaciones deplorables, en nuestro país perdió el año. El gobierno colombiano, como lo ha documentado nuestra revista Noche y Niebla, ha reprobado ese curso y ha merecido calificaciones muy bajas en los últimos veinte años. Todavía hoy no pasamos el examen. Más aún, la calificación de la Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas nos ha evaluado muy por debajo de la nota aprobatoria, al atribuir las ejecuciones extrajudiciales (“falsos positivos”) a una política estatal. En otras palabras, ha confirmado lo que dije más arriba sobre la prevalencia de la mentira en las relaciones sociales colombianas. Pero aquí al engaño se suma el agravante de que las mentiras de los “falsos positivos” son múltiples: reclutamiento juvenil forzado o fraudulento, homicidios a sangre fría y engaño a la opinión pública.
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