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LOS CAIFANES
Extractos de un texto de Emilio García Riera
La Cultura en México, suplemento de Siempre Ciudad de México, 17 de agosto de 1967
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Republicada en Cinematográfica Marte. Historia de una empresa fílmica sui géneris
Rosario Vidal Bonifaz, Cineteca Nacional, 2017
Vale la pena interrumpir mi semana de trabajos de arqueología cinematográfica para hablar de esos caifanes que Juan Ibáñez hizo aparecer ante el desprevenido público popular del cine Ajusco, por una parte, y del ya predispuesto grupo de espectadores que vimos en los Estudios América, cuna del filme, por la otra. La reacción fue muy positiva en ambos lugares.
La primera escena de la película nos muestra una reunión entre snob y popoff, con todo y sus personajes reconocibles, muy visibles en la Zona Rosa. Uno piensa de inmediato que esto ya lo vio en varias cintas del primer concurso experimental y se dispone a lo peor. Después, Julissa y Álvarez Félix se dizque se divierten con escarceos eróticoneuróticos que uno también ya se sabe. Pero, de pronto, aparece tras el cristal del coche el primer caifán, dice algo así como “¿qué jais de la baraña?” y se siente que algo violento, auténtico, duro y conmovedor ha interrumpido la película para poner las cosas en su lugar y para valorar, incluso, esas primeras escenas que nos hicieron temer una nueva Alma pura [1965]. Después, el evidente talento de Juan Ibáñez se muestra incapaz de renunciar a ciertas tentaciones por las que unas escenas se alargan demasiado en detrimento del ritmo, por las que un “fellinismo”, por fortuna epidérmico, cubre de maquillaje excesivo los rostros populares, caricaturizándolos hasta hacerlos irreconocibles, por las que ese mismo fellinismo provoca la aparición súbita de personajes tan insólitos como innecesarios, por las que los conceptualismos del diálogo intentan suplir la reflexión que sólo al espectador corresponde. Pero todo esto acaba importando un puro y celestial bledo ante la fibra de una realización que comunica a los caifanes la verdad y la intensidad capaces de hacer que la película se prolongue en nuestro espíritu, al grado que la relación que se nos obliga a establecer con los personajes compromete en alguna medida nuestra visión de las cosas. No es cómodo ni fácil captar tal relación, como no lo es para el Álvarez Félix de la película.
¿Cuántos personajes vivos, comprometedores, nos ha propuesto el cine mexicano? La enumeración es fácil: los de Buñuel, algunos de Fernando De Fuentes, los tarahumaras y tiburoneros de Alcoriza, el sáyago de Arturo Ripstein, el ladrón de Alberto Isaac y, ya en la órbita de los aciertos involuntarios, uno que otro villano (Inclán, Acosta) en una que otra cinta y los que, gracias a la personalidad de David Silva y de Pedro Infante, trascendieron las intenciones de Alejandro Galindo e Ismael Rodríguez. Creo que es todo un conjunto de casi tres mil películas sonoras mexicanas: Pero Los caifanes de Ibáñez tiene además la virtud de remitirnos a la realidad cotidiana, a nuestro contacto diario con unos seres que tendemos a convertir en sombras y que, sin embargo, expresan aquello sin lo que un personaje se hace imposible: una filosofía de la vida.
Una filosofía de la vida no es, naturalmente, la verdad de la vida, ni siquiera la verdad de Ibáñez. Pero la filosofía de los caifanes se hace posible en la medida en que lo primero de lo que tienen conciencia es de sus imposibilidades.
Esa conciencia de lo que no se puede hacer y lo que no se puede ser es la que permite a los caifanes una actuación en consonancia con sus necesidades; es la actuación que los mantiene vivos. La aventura sólo es posible dentro de unos límites prefijados: conciencia de los límites que trae consigo la parálisis. Si Álvarez Félix y Julissa no nos parecen tan vivos como los caifanes, sería injusto atribuir tal hecho a su incompetencia como actores o a la de Ibáñez como director. Álvarez Félix y Julissa se pierden en sus inútiles juegos eróticos porque no tienen idea de a dónde quieren llegar, porque desconocen sus imposibilidades, porque a fuerza de sentirse libres, han perdido de vista un sentido de las cosas. El personaje de Álvarez Félix me parece singularmente bien concebido porque representa por paradoja, la ausencia, la imposibilidad de personaje. En su agresión a los caifanes (éstos actúan; él agrede) no es dado encontrar necesidad o estupidez, ni siquiera falta de argumentos. Lo que hay es una total imposibilidad de asirse a una filosofía de la vida capaz de oponerse a la muy contundente lógica de los caifanes.
Al margen de la mayor o menor habilidad técnica de Ibáñez, es esa dialéctica de sus héroes la que da toda su riqueza al filme. Y se expresa formalmente en la oposición de ambientes, vestimentas, ob- jetos y, sobre todo, presencias. En ese orden cabe señalar un acierto muy considerable: la elección de los actores, sobre todo la de los caifanes. Los cuatro provienen, según parece, del teatro universitario. Se buscaría sin encontrarlos cuatro actores conocidos que dieran a los caifanes la presencia, la autenticidad que han sabido prestarles el excelente Sergio Jiménez, Ernesto Gómez Cruz, Eduardo López Rojas y Óscar Chávez. La fotografía a colores de Fernando Colín es sorprendente y uno terminará preguntándose: ¿Quién fuera de México, les creerá a Juan Ibáñez o al joven productor Mauricio Wallerstein que esa película se realizó en seis semanas y con menos de cien mil dólares, es decir, con un millón de pesos?
Los caifanes pueden derrumbar de una vez por todas los precarios mitos que mantienen al cine mexicano en su triste condición. Si esos mitos caen, si la renovación se hace efectiva, no dudo que en la primera línea de una nueva generación de realizadores estará Juan Ibáñez y en ella le acompañarán, por lo que hasta ahora hemos visto, Arturo Ripstein, sin duda el más conocedor de su oficio; Alberto Isaac y Juan José Gurrola.
Entrevista A Juan Ib Ez
Extractos de una entrevista de Beatriz Nevares Reyes a Juan Ibáñez
La Cultura en México, suplemento de Siempre Ciudad de México, 7 de diciembre de 1966
Republicada en Cinematográfica Marte. Historia de una empresa fílmica sui géneris
Rosario Vidal Bonifaz, Cineteca Nacional, 2017
Pero en definitiva, ¿qué son los caifanes? ¿Qué es un caifán? −hago la pregunta a Juan Ibáñez en el despachito que tiene en Arcos Caracol–
Caifán es un sujeto que tiene cierta preeminencia entre sus prójimos. La palabra tiene muchas connotaciones, según el caso. Caifán es un gigoló, es un individuo apto, abusado, un sujeto bien vestido, un jefe de palomilla. El caifán se produce en los barrios, pero también en el mundo burgués. Es más frecuente, sin embargo, en los primeros.
Me he ido formando la imagen del caimán mientras Ibáñez habla. Yo les he visto en los toros, en las esquinas de la Guerrero, las noches de sábado y en las colas de los cines de segunda. Sujetos muy orgullosos de su prestigio local, amigos del relajo, dueños de un vocabulario incomprensible, como el del que sorprendió en la película a la pareja de jóvenes apretados.
El caifán -continúa explicando Ibáñez– es en realidad un tipo de picaresca. Nosotros, ¿sabes?, tratamos en realidad de poner en circulación la picaresca mexicana, que durante tanto tiempo ha estado oculta detrás de máscaras, tonos y giros y palabras que no nos pertenecen. El vocabulario del mexicano, el que suele usarse en nuestros teatros, no es deveras nuestro. Es postizo. La mayoría de nuestros actores sólo son buenos cuando representan a perso- najes inauténticos. Las voces de la calle, las que andan en boca de los pícaros, jamás se lanzan hacia afuera. Nuestro pueblo no está habituado a comunicarse. Siente como si no poseyera un instrumento idóneo de comunicación. Lo tiene, pero lo menosprecia. Hace lo posible para no sentir que lo tiene. Las expresiones que pueden ser verbales, mímicas, o concretarse en un simple silencio, andan lejos de toda manifestación artística. Quien hace teatro, cine, literatura, no las capta. El pueblo las usa, pero sin que lleguen a trascender.

Es decir, que México es un país que renuncia a presentarse con su rostro verdadero ante los demás. Parece absurdo. Hemos querido desenterrar todo ese mundo riquísimo de formas de expresión. El albur por ejemplo no es un juego absurdo de palabras. Cuando alguien dice un albur trata de manifestar un especial estado de ánimo, una emoción o una reacción. Eso que trata de manifestar es tan propio, tan de nuestro pueblo, tan de ese sujeto que inventa el albur en cualquier conversación de cervecería, que no existe cliché de ninguna especie que pueda servir. Para una emoción nueva es preciso contar con fórmulas inéditas. El universo del albur está siempre en formación, siempre naciendo del subsuelo de los personajes de nuestra picaresca. Personajes que construyen su lenguaje a medida que hacen algo o sufren la acción de alguien. ¿Tú crees que cuando alguien dice “me lleva la tristeza” quiere indicar en efecto que un ser llamado “tristeza” se apodera de él y lo conduce a alguna parte? No. Evidentemente hay otra cosa. “Me lleva la tristeza es una forma de denotar toda una situación anímica que no podría denotarse de ningún otro modo.
Me has dicho que los personajes de la película le pertenecen a la picaresca. ¿Qué sentido tiene esta afirmación? Se trata de una línea derivada de la picaresca española. En México tenemos todavía tipos del Guzmán de Alfarache. Sobrevive
El Periquillo. Para verlo no tienes más que asomarte a cualquier esquina. Si en España este género ya ha dejado de tener vigor, en nuestro país se sigue dando. Es necesario, en consecuencia, rescatarlo. Hacer picaresca.
¿Qué relación tienen personajes como Cantinflas con esta búsqueda de nuestra expresión auténtica o con la pérdida de esa expresión? Cantinflas, Clavillazo y Roberto Soto Mantequilla en sus tiempos fueron exponentes de nuestro “pelado”, es decir de nuestro pícaro. Lo que pasa es que luego se han “aburguesado”. La más reciente cinta de Cantinflas −y varias anteriores− lo hace aparecer como un señor y el señor es el contrario al pícaro, consustancial a él, pero diametralmente diferente. Me explicaré. Quiero decir esto: en toda la literatura picaresca, en la española lo mismo que ciertas obras de Molière, el pícaro, que es casi siempre el criado, no podría explicarse sin la presencia del amo. El pícaro se sostiene del amo. Se apoya en él, lo comprende, lo hace objeto de sus burlas y artimañas. Sin el amo dejaría de ser lo que es, porque no tendría campo en donde ejercitar su picardía. Pero esto no significa que en algún momento pueda convertirse, él mismo, en señor. Esto equivaldría a una autodestrucción. Cuando el pícaro se “aseñorita” deja de parecerse a su propio modelo. Creo que es lo que ha sucedido con Cantinflas. Ha obedecido al cliché y ahora se ha vestido de smoking.
¿En la película aparecen el pícaro y el señor? Claro. Carlos Fuentes y yo nos dimos cuenta de que de la contraposición de los dos saldría el conflicto dramático. De su convivencia es de donde parten todas las líneas argumentales del gran teatro del Siglo de Oro. Los caifanes pobres de la cinta toman contacto, como te expliqué, con los caifanes ricos.
¿Cómo se las arreglaron Carlos y tú para escribir este argumento? Carlos tenía mucha experiencia y muchas notas. Desde que hizo La región más transparente se fijó en el problema de la expresión del mexicano y anduvo por los barrios sorprendiendo conversaciones y conversando con los caifanes. Nos reunimos en Italia y ahí trabajamos en el argumento. Me vine a México y hemos seguido juntos la tarea, por carta. Nos entendemos muy bien. Los dos sabemos cuál es el objetivo.

LOS CAIFANES: LA RESTAURACIÓN DE UN CLÁSICO
Dirigida por un muy joven Juan Ibáñez en 1967 y realizada por la compañía productora de cine alternativo Cinematográfica Marte, Los caifanes es considerada uno de los clásicos mexicanos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Entre otras cuestiones, mostró las complejidades sociales que enfrentaba el México de la década de los 60, atravesada por profundas transformaciones culturales que se reflejan en una trama poética, delirante y sinfónica que rinde tributo a una generación, una ciudad (la Ciudad de México) y el espíritu de un país propulsado hacia una nueva época. Con guion de Carlos Fuentes y el propio Ibáñez, y la partición de una pléyade de actores y personajes para quienes la película funcionó como una inmejorable carta de consagración (Julissa, Ernesto Gómez Cruz, Óscar Chávez, entre otros), Los caifanes, además, adelantó de alguna forma el escenario que condujo a uno de los momentos más trascendentes de la historia mexicana del último siglo: los acontecimientos de 1968.
Filmada en cinco episodios de diciembre de 1966 a enero de 1967, el primer largometraje dirigido por Ibáñez –antes había realizado el mediometraje Un alma pura (1965)– fue rodado en los Estudios América y en locaciones de la capital como la Plaza de Armas, el Monte de Piedad, el Palacio del Ayuntamiento, la Catedral Metropolitana y la fuente de la Diana Cazadora. Aunque la película fue criticada en su momento de estreno por algunos sectores conservadores del país por considerarla una imagen “negativa” de la juventud mexicana,
Los caifanes se convirtió en un importante éxito de taquilla (con siete semanas en cartelera) y en un precedente fundamental para un cine contracultural que en las siguientes décadas exploraría los márgenes y las profundidades sociales de nuestro país.
El 20 de junio de 2017 la Cineteca Nacional recibió 20 rollos de material negativo de imagen y sonido en 35mm de Los caifanes, propiedad de la productora mexicana clásica Cinematográfica Filmex S.A. de C.V. El Laboratorio de Restauración Digital Elena Sánchez Valenzuela revisó y comparó los materiales recibidos con algunos que la propia Cineteca alojaba sobre la película en sus bóvedas. En total, se inspeccionaron 31 rollos, la mayoría en 35mm, de los cuales muchos presentaban defectos derivados del tiempo y el uso, como roturas o trozos de pegamento adheridos a la superficie de la película, marcas impresas de polvo, rayas y cambios de luz. Para su lavado, y con el fin de eliminar las deficiencias superficiales, los materiales fueron enviados a los Estudios Azteca Churubusco antes de su digitalización en Cineteca Nacional.
El proceso de digitalización dio inicio a finales de junio de 2017 e incluyó la intervención de más de 138,000 cuadros, tratados por un equipo principal de restauración de tres personas a lo largo de cerca de diez semanas de trabajo. El sonido también fue restaurado a través de sistemas digitales que corrigieron problemas como el hiss y la variación de volumen.
Créditos iniciales (Negativo)
Luz roja en el rollo 8 de la versión original
Créditos iniciales (Positivo) en versión restaurada
Corrección en versión restaurada