Avisos (Des)Clasificados Vol I - Colección de cuentos de Cinosargo 2008

Page 1

CINOSARGO AÑO II

-

COLECCIÓN DE CUENTOS

AVISOS (DES)CLASIFICADOS VOL.I

Colección de cuentos de Revista Cinosargo periodo 2008


Editado en Arica- Chile 2010 Diseùo: Daniel Rojas Pachas y Milvia Alata Tejedo Cinosargo Š Daniel Rojas Pachas y Milvia Alata 2000-2010 Contacto: carrollera@gmail.com Web: www.cinosargo.cl.kz Cinosargo by Daniel Rojas Pachas y Milvia Alata Tejedo Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.0 Chile


NOTA (((DES)))CLASIFICADA La presente publicación de Ediciones Cinosargo lleva por título "Avisos (Des)Clasificados. Vol. I" y comprende una serie de narraciones, cuentos y microrelatos que fueron publicados en nuestra página web durante el año 2008. Iniciamos esta labor antológica anticipando nuestro tercer aniversario y como un debido complemento a los especiales de poesía y los libros que en todos los géneros hemos venido entregando durante la segunda mitad del 2009 y lo que va del 2010. Sin duda guardábamos una deuda enorme con la narrativa expuesta en nuestras páginas. Este libro viene a llenar ese vacío. Es por lo demás gratificante para nuestro medio cultural rendir un homenaje a nuestros colaboradores y a la calidad de su arte. Por ello pretendemos en este primer semestre concretar nuestros proyectos en papel lo cual no implica abandonar el espacio virtual que tanta gratificación y diálogo ha promovido por ello prometemos nuevas versiones de Avisos (Des)Clasificados. Por el momento ya estamos preparando el volumen II que incluye a los autores del 2009 y así sucesivamente pretendemos seguir creciendo con las ediciones venideras de nuestro espacio en la red. Gracias por su preferencia y gracias a la dedicación de quienes han emprendido esta aventura literaria confiando en nuestro profesionalismo y pasión por la escritura. Antes de cerrar este breve prólogo no debemos obviar algunas notas acerca de los autores que participan de la colección. De ellos podemos destacar además del talento y generosidad al compartir su arte, la multiplicidad de nacionalidades. Desde nuestros inicios en mayo del 2008 la revista logró establecer un nutrido intercambio con otras regiones de nuestro país, América y el mundo, ese afán sólo ha crecido con el devenir y esperamos que los lectores de esta publicación y de las entregas mensuales que hacemos de la Santísima y Cinosargo aprecien el espíritu de integración. Una de nuestras principales improntas lo cual implica trascender aquellos límites fantasmales y hasta cierto punto absurdos como las fronteras, la edad, la distancia y la muchas veces invocadas trayectorias que escinden las voces literarias. Como punto a nuestro favor destacamos el conjugar prosas de destacados escritores (premiados y con años de dedicación) junto con autores emergentes. Todos en un plano horizontal de retroalimentación. En síntesis tenemos muchos motivos para estar orgullosos de la labor que estamos realizando, sin embargo, sabemos que siempre podemos ampliar nuestro esfuerzo y seguir creciendo por el gusto y placer de crear. CINOSARGO TIENE LA PALABRA!!!!!!!!!!!!!!!! DANIEL ROJAS PACHAS MARZO DEL 2010



Narradores presentes en esta edición César Rozas ((Chile))) Carlos Morales Fredes ((Chile))) Víctor Sampayo ((México))) Roberto Flores Salgado ((Chile))) Patricio Barrios Alday (((Chile))) Nelson Gómez León ((Chile))) Daniel Rojas Pachas ((Chile))) J.Carlos de León ((México)) Gustavo Marcelo Galliano ((Argentina))) Wilfredo Carrizales ((Venezuela-China))) Daniel Pulido ((Colombia))) Ignacio Cardenal (((El Salvador))) Mauricio Cuadros ((Chile))) Amanda Espejo ((Chile)))


Caribe por Cesar Rozas

Publicado originalmente en Cinosargo el 17/06/2008 Mientras más observaba la fotografía, más recordaba o imaginaba que ese lugar existía, que alguna vez estuvo ahí, cuando era tan pequeño, que ahora no podía recordarlo, ese era su mayor impulso para seguir adelante, ese lugar magnífico cercano al paraíso. En el espacio todo era diferente, confuso y abrumador... prefería estar en la tierra, donde habían habitado alguna vez sus ancestros, antes del destierro, antes del colapso. Dónde estaremos ahora, dónde estaremos ahora. Eran las 0300, cuando un estruendo lo despertó, la nave comenzó a inclinarse hacia la derecha. Salió del cuarto hacia el hall, las luces rojas parpadeantes, el zumbido de las bocinas, un mensaje en la pantalla central diciendo: surrend now or you will regret it. Quedó estupefacto, sin saber qué hacer volvió a escuchar el mensaje... no lograba entenderlo, suponía que decía Tierra, pero en otro idioma, muy diferente. Se preguntaba por qué no podían identificarle, por qué no podían escucharle. Momentos después, pudo entrelazar las únicas palabras que conocía en otro idioma, que le contaba su abuelo, que decía en la fotografía: welcome the caribbean islands.

Las luces se apagaron y los zumbidos también. Saludó a la pantalla y sonrió, se sintió pavorosamente a salvo. Autor: Cesar Rozas Biografía: Cesar Rozas (Arica) Cuentista y narrador de los aspectos ocultos de su propia mente y la de los demás; tiene delirios de Balzac y fijaciones de escritor naturalista. El libro "Cuentos con Walkman" asi como su apelativo Guillermin o simplemente Guille, Don Guishe o Tristesse, siguen siendo un misterio. Amante del terror, la fantasía y la ciencia ficción. Vincula su trabajo de literatura con su carrera de Psicologo y las áreas del aprendizaje. Hijo prodigo del taller MAL y pequeño Dios en todas las instancias posibles. http://guillepapiro.blogspot.com/


El círculo del tiempo por Carlos Morales Fredes Publicado originalmente en Cinosargo el 03/06/2008

El círculo del tiempo, relato íntegro del Libro Malicia de Carlos Morales Fredes. Meneó la cabeza mientras recogía la pelota, para después mirar en dirección de las altas murallas rematadas en mallas metálicas. En numerosas ocasiones había devuelto pelotas a los niños, que suplicaban asomados por encima de la pared del colegio. Recordaba, inclusive, haber recogido una confeccionada con papel humedecido a fuerza de escupitajos, según sospechaba, y pegoteada con cinta adhesiva. Al devolverla a sus afligidos dueños, tuvo la certeza de que estos, enfrentados a la disyuntiva de recuperarla o hacer otra, optaron por esperar pacientemente la llegada de algún transeúnte. Él, claro esta. En otra oportunidad, cuando creyó haberse librado de la porfiada tarea, la persona requerida en esa ocasión, una mujer, acabo solicitando su ayuda, ya que por su condición no tenia la fuerza necesaria para superar la susodicha pared. La historia se repetía hasta la saciedad, sobre todo porque el lugar era paso obligado para llegar a su domicilio. No vio a nadie encaramado en las rejas y, además, no se apreciaba la clásica algarabía de los recreos; por el contrario, reinaba un gran silencio. De seguro fueron sorprendidos por algún inspector y obligados a reintegrarse a clases sin alcanzar a recuperarla. La recogió, y al hacerlo, la figura, el motivo decorativo que parecía contener, desapareció tras una suerte de sedimento suspendido. Más que pelota parecía una de esas esferas con la casita en medio de la nieve, y que al ser sacudidas, desaparecen en una tormenta blanca. Decidió devolverla en otra oportunidad. Si lo hacia ahora quedaría abandonada en el patio, a merced de algún inspector que, de hallarla, la confiscaría. En el trayecto alcanzó a distinguir a medias, la borrosa figura, pero finalmente concluyó que sólo estando inmóvil él y la esfera, seria posible ver en su interior. Después de algunas horas olvidó la pelota, ensimismado en su taller, lugar donde se encerraba durante largos periodos, por lo que al recordarla, acudió con curiosidad renovada al lugar donde la había dejado. Dentro de la esfera pudo observar, a simple vista, una imagen difusa, pero de indudables características humanas, y pese a que el sedimento se mantenía estático, la visión era borrosa aún, debido al desgaste de la superficie plástica, producto del uso.


Recordó los anteojos con los lentes de aumento incorporados; lo sacaban constantemente de aprietos, sobre todo cuando se trataba de trabajar con tornillos minúsculos, o soldar diminutos cables. Después de colocárselos, levantó con grandes precauciones la esfera hasta hallar el ángulo visual correcto, consiguiendo observar con meridiana claridad a un hombre idéntico a él en su interior, mirando a su vez una esfera, que sostenía en alto. Dentro de esa pequeña esfera, y gracias al lente de ampliación, alcanzaba a vislumbrar a otro hombrecito..., observando otra diminuta esfera, que sostenía en alto... Superado el estupor inicial, acudieron a su mente las lecturas sobre antiguos postulados de algunas sectas herméticas, tratando de establecer, mediante disparatados artilugios y extravagantes argumentos, la teoría de que el tiempo es circular y la vida una eterna repetición. Dejando inmediatamente de lado sus afiebradas reflexiones, tomo la esfera y enfiló en dirección al colegio con una idea fija: devolvería la pelota donde pertenecía. Para su fortuna estaban en pleno recreo, por lo que de una patada impulsó la pelota hacia el patio. Sabía que mientras se desplazaba por el aire, la esfera estaría multiplicando infinitamente el instante del puntapié.

Se alejó esperando que nadie prestara demasiada atención al balón, o lo pusiera bajo el escrutinio de alguna lente, rogando que los recreos fuesen más largos y las clases más cortas, aspiración ampliamente acariciada también por los demás rapaces, aunque con fines menos esotéricos que los suyos. Y sobre todo, deseando que durante esos largos recreos, la inagotable energía juvenil mantuviese en movimiento constante, si no perpetuo, el oscuro sedimento contenido en la esfera. Autor: Carlos Morales Fredes. Todos los derechos del texto son de propiedad intelectual del autor Carlos Morales Fredes. Biografía: Escritor afincado en Arica, publica periódicamente en la Estrella de Arica y es autor de las colecciones de cuentos Malicia 2005 y Ausenciando 2008 entre otros títulos editados por el grupo Rapsodas Fundacionales. Ha ganado la beca de creación literaria del Consejo de la Cultura y las Artes y una serie de reconocimientos a nivel nacional en la categoría de Cuentos.


Amor al Oficio por Víctor Sampayo

Publicado originalmente en Cinosargo el 23/06/2008

Me gusta observarte desde detrás de los árboles. Ni siquiera lo sospechas, pero te contemplo, acecho cada uno de tus ángulos, los memorizo y más tarde los dibujo con agonía bajo la soledad de mis sábanas… No obstante, después del final, las preguntas de siempre retumban contra tu eterno mutismo: ¿qué eres? ¿Quién fuiste? ¿Acaso aquél que te creó pudo descansar sus manos sobre tus cúpulas y gozarlas impunemente, hasta llegar a la saciedad, a la perfección? Lo maldigo y lo envidio, porque él consiguió imaginarte así: emergiendo para siempre de esa concha, sobre las olas de un mar inmóvil. Se deleitó con la promesa que ofrecías cuando aún estabas atrapada en la deformidad del mármol. Sin embargo, ahora él ya no importa. Sólo yo te gozo. Y por eso bendigo a las aves que se posan en tus hombros, en tu pelo, en tus manos, a pesar de que sé muy bien que te habrán de dejar inundada de mierda. Mejor. Mañana seré el primero en limpiarte, meticulosamente. Autor: Víctor Sampayo Biografía: Víctor Sampayo (Ciudad de México, 1976), es escritor y diseñador. Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, y del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha colaborado en diversas revistas literarias de México y Latinoamérica. El presente volumen de Los días incendiados, reúne una serie de relatos escritos entre 2001 y 2007, los cuales son publicados por vez primera. Desde enero de 2008 escribe el blog Rey Mono, con dirección electrónica en: www.victorsampayo.blogspot.com


La Frontera de mi corazón por Roberto Flores Publicado originalmente en Cinosargo el 27/06/2008 DEL LIBRO HISTORIAS LIMÍTROFES No estaban los autitos a pedal: día negro. En lugar de ellos una manada de cholos meaba, mostrando el pirulín como si nada. - Están acostumbrados, hijo, así es su cultura, no conocen la palabra “higiene” –dijo enojada mi tía. Yo tampoco sabía lo que significaba y casi me pongo a llorar porque podía ser indicio de que me estaba transformando en cholo. Cuando bajamos del colectivo, una tropa de tipos como pirañas se acercó pidiéndonos el salvo. Gritaban con las ganas de quien necesita ir al baño: - ¡Falta uno, a Tacna, falta uno! Mi tía los ignoró y caminó agarrándome la mano bien fuerte. Iba a las oficinas de los colectivos a Tacna. En una de ellas tenía un conocido. La avenida Juan Noé al llegar a Colón era un desorden interminable. Parecía basurero municipal, se olía un mal aire; había papeles y cajas en el suelo. Las cholas, acostumbradas, deambulaban como peces en el agua contando billetes, acomodando mercaderías, riéndose, hablando en otro idioma. También mascaban coca y escupían verde en el suelo. La oficina era la habitación de una casona antigua. El piso de madera gritaba en cada paso. Es más: por debajo se oían bichos que arrancaban y rasguñaban con locura. Ninguno de los dependientes se percataba de eso. O, tal vez sí, pero estaban habituados. Con que los guarenes no asomaran arriba, no se hacían mayores problemas. En las paredes, aparte de trizaduras y telarañas en cada recoveco, se ubicaban tres grandes fotos del Perú. En una aparecía un paisano de nariz grande y ojos entrecerrados de llamo pastando. Lucía un chuyo de muchos colores. Abajo decía “Cuzco” y más abajo “Foptur”. La foto que estaba detrás del escritorio desordenado del amigo de mi tía, contenía la imagen de unas ruinas, con feroces piedras, cuadraditas, perfectas, como muelas en mandíbula cerrada. En el tercer póster aparecían vistas de la selva, verde, aguada, húmeda, con animales feroces y hombre piluchos saliendo de chozas pequeñas y despeinadas. Don Amable Cuéllar salió empujando la cortinita de tiras plásticas que separaba la habitación lateral con la oficina. Vio a mi tía y el caracho tosco se le compuso en seco (la risa no hace milagros, pero por lo menos echa una ayudita). Se le acercó y le dio un beso en ambas mejillas.


Luego la embetunó con esos piropos que sólo los peruanos se atreven a decir, aquellos que les brotan del alma criolla - quizás sacados de los versos de los mejores valses- y se han clavado en el rincón más oculto de su corazón. A mi tía le brillaron los ojos y sonrió sonrojándose. Le dijo al caballero que me llevaba a conocer Tacna. - Pero mi reina, páseme sus salvos, yo les preparo un carro especialmente para ustedes. - No, no un carro –le dije- los carros se usan en la feria - Perdón, jovencito, en el automóvil... Mi tía rió. Salimos al umbral, observando la avenida que hervía en gente. Don Amable gritó: - ¡Hey, hermano, prepárate un carro para esta señorita! Después de caminar y tropezar con los bultos de las cholas, nos subimos alegres al gran carro de Batman: un Chevy Nova azul brillante como de los años sesenta. Los peruanos siempre fueron para mí negros y chuletudos, desde el control Santa Rosa hacia el norte. Esa imagen, sin embargo, no era para nada humillante. Los diarios y noticiarios se encargaban de perpetuarla y exaltarla en la figura del extraordinario Héctor Chumpitaz. Éste, siendo morocho, ruliento y de patillas tan grandes como sus proezas futbolísticas, provocaba verdadera devoción en la fauna femenina peruana. Pero él siempre mesurado, hablando en buen castellano sobre el futuro del fútbol peruano y que alcanzarían una buena ubicación en el mundial de España 82. Un tipo parecido a Chumpitaz nos llevó al centro de Tacna en su auto huevito. Doblando cada esquina lo que más había en las calles de esta ciudad eran cholas con sus críos colgando, autos huevitos, además de calles sin pavimentar y largos mercados de ambulantes en los que preparaban almuerzo en triciclos estacionados en charcos de agua mugrienta hasta decir basta. Los perros estaban es su salsa: se comían las tripas y las cabezas de gallina que las cocineras les lanzaban para que dejaran de fregar. Cuando pasamos el taco, dimos un par de vueltas en el centro hasta llegar a la avenida San Martín y el señor del colectivo nos dejó frente a la catedral. Mi tía se persignó ansiosa y me cruzó la calle diciendo: - Después rezaremos, hijito. Sacó su cámara. Luego ensayó tomas conmigo en movimiento. Yo en la avenida San Martín, yo en el borde de la pileta llena de monstruos, yo entre los cholitos que lustraban botas y agarraban carteras. Caminamos más arriba y en la plaza había una enorme cantidad de gente. Todos esperaban sacarse fotos bajo los pies de dos negros gigantes que sacaban más pechuga que pato de silabario. Éstos cuidaban choros, soberbios, milicos un arco más grande que la cresta, hecho de piedra ploma. Mi tía echó escupito en sus manos, y las secó en mi pelo. Arregló mi chaquetita marinera y me peinó con sus dedos. Luego tomó distancia, retrocedió con el ojo metido en la cámara, yo tieso, sin pestañear. Me lagrimearon los ojos. “Rápido tía”. Una mosca revoloteó. “¡No te muevas, hijo!” Un, dos, tres, momia es. Tieso. “¡Rápido tía!” La mosca en mi nariz. Arrugué mi cara. “¡Fuera cochina!”. Y mi tía: “¡Ya!”. Sonó la cámara y me enrabié con la mosca de mierda que arruinó el retrato de mi primer viaje a Tacna. - Hijo, ¡por qué estás enojado? ¿es que acaso no te gusta Tacna? Pensé que ella no entendía mis conflictos ni los enredos por los que atravesaba mi alma virgen, esta alma que ansiaba romper el prepucio aquí, en esta ciudad desconocida. “No ha sido sólo una mosca”, pensé. Ese rato me di cuenta que los peruanos poseían el mismo color de mi piel. Eran un poco parecidos a mí y no sé si me dio rabia. Al menos ese pensamiento no me fue indiferente.


En esa época yo subía al techo y construía antenas con alambre de cobre y tubos fluorescentes. No me gustaba mucho ver canales chilenos. Nunca fui tan ingenuo, algo olía mal en mi país. - No podemos estar tan bien - pensaba. Perú es cochino, hediondo, terroso y desordenado, pero honesto. En las noticias nacionales Pinochet inauguraba puentes y poblaciones o entrevistaban a un ministro que decía que con el Pem y el Pojh no existía cesantía, y todos felices. Válgame Dios que eso era muy raro porque en mi escuela los compañeros decían que apenas comían huevo revuelto con pan porque sus papás estaban sin pega. Ni hablar de las fotos de gente asesinada que algunas veces llevaban. Tacna era una ciudad real, como cualquier ciudad de este planeta, con pobres y ricos, mendigos y ricachones, no como en Chile. Según la tele, eso no existía. Por eso, creo, me fascinaba ver canales peruanos como Panamericana y TNP, pues las personas que aparecían en ellos era gente común y corriente, no puros rubiecitos como se mostraba en mi país. Nada de indios, como para que los contrarios al gobierno se enteraran de que después del 73 incluso la raza había mejorado. - No te enojes, hijo, debes comprender que Perú no está a la altura de nuestro país. A estos indios le falta un Pinochet – dijo ingenuamente mi tía. - Sí tía, el que nos sobra a nosotros. Otro Chumpitaz se nos acercó en un carrito “Donofrio” y nos ofreció helados de mango y chocolate. Mi tía se excusó. - Disculpe, no hemos cambiado pesos por soles, caballero. ¿Dónde podríamos cambiar? El negrito apuntó con su mano callosa. - Por allá, seño. Mi tía me tomó de la mano de modo chacal, rápida, con miedo. Noté que Tacna la ponía algo nerviosa. Yo empezaba a ponerme feliz. Cuando cruzamos la calle nos gritaron. Los choferes tocaron sus bocinas como condenados. Manejaban sus autos huevitos a lo bestia, sin respetar leyes, lanzando escupos a los policías, subiendo las ruedas sobre las veredas, metiéndose contra el tránsito. Era un show fenomenal. Mi tía se persignó y yo reí. Nos detuvimos frente a un kiosko de diarios. Todos éstos mostraban piluchas, mujeres a lo “Sabor latino”. Yo nunca había visto tanta mujer desnuda, con carnes blanquitas, mostrando el popín con calzoncitos de hilo y lentejuelas. Los cholos compraban y compraban. Mi tía, percatándose del descuido, me tapó rápido los ojos y yo dejé de soñar despierto. Me hice el leso, simulando mirar los álbumes de “Mazinger Z” y “Centella” que descansaban colgados en el mostrador. - Uff, hijo ¿ves? ¡Tanta lascivia y crimen! No es como en Chile. - Sí tía, en Chile todo lo hacemos en silencio.


El suelo de la Alameda Bolognesi era un verdadero espectáculo: piso amarillo, con blondas rojas, eterno, largo. Mientras uno caminaba parecía que éste corría como el palo central de un carrusel. Caminar por la avenida Bolognesi mareaba, sobre todo si uno reparaba en aquel juego visual enfermante, pero a la vez mágico. Ese paseo estaba atestado de cambistas vestidos de negro, con chaqueta de cuero y un bolsito con calculadora grande. La gente les preguntaba: “¿a cómo está el sol?” y ellos no respondían, sino que digitaban la cantidad y mostraban la pantalla de su calculadora. Así de profesionales. Pero antes de cambiar, había que preguntarle a uno y a otro para evitar engaños. - Ellos son expertos en agarrar comisión bruja- decía mi tía. - Tramposos y chuletudos- le respondía yo. Hablaban raro, ubicaban su bolsito negro bajo el sobaco (¡Uff!), su lápiz de pasta en la oreja, sacaban un fajo de billetes, se pasaban en dedo por la lengua y empezaban a contar. Mi tía cambió algo de dinero y luego nos dirigimos hacia “El pollo pechugón”. Mientras caminábamos, ella se percató de que un policía coimeaba a un chofer. Se notaba a simple vista. Se persiguió cuando mi tía lo miró. - ¡Cholo corrupto!- le gritó y volvió a gritar más fuerte al saber que el auto detenido tenía patente chilena. Desde afuera se veía un fierro que daba vueltas sosteniendo muchos pollos que se asaban. El olor delicioso se percibía desde lejos. Pasaban autos huevos frente a nosotros. Yo estaba ansioso; esos pollos me llamaban con su movimiento circular. Arriba del local se ubicaba un letrero con el dibujo de un pollo con pecho grande, así como los monstruos de bronce de la plaza San Martín, y en letras gigantes “EL POLLO PECHUGÓN”. Necesité un babero. Ya no aguantaba, tenía hambre. Pasamos luego de un rato, cruzamos la cortina de humo y un mozo morenito, birolo, popín parado nos dijo “bienvenidos”. Nos llevó enseguida a una mesa desocupada. Como si estuviese en Arica, mi tía saludó a varias señoras que almorzaban en el local. La mayoría eran amigas chilenas que aprovechaban estos feriados para pasear en Tacna. - ¿Cómo estás tú? Se te ve estupenda. ¿Has comprado tus telas? ¿No has probado los mangos que venden en el mercado? ¡Cosa más rica! Mi reina, tienes que ir a la Polvos Rosados, o al mercadillo Veintiocho, hay unas faldas tan lindas, unas que te hacen ver regia. Yo me entretuve viendo la tele que estaba en un rincón del salón. Había una marcha con mucha gente, todos aplaudían. Luego un periodista entrevistaba a un viejito que tenía apellido de perro: Belaúnde Terry. Él caminaba seguido de un choclón de gente que gritaba y aplaudía; lo tapaban con pancartas. Se dirigió al congreso, allí lo investirían presidente. Estaba muy contento. Hablaba que se iba a terminar la corrupción, la cesantía, la pobreza y la deuda externa. Y qué le habían dicho a la masa, ésta gritó como chancho borracho, como si con labia se compraran huevos. - Todo Lima ha salido a las calles –decía el periodista- a recibir a su nuevo presidente, el doctor Fernando Belaúnde Terry, bajo los sones del himno patrio. Sentí un cosquilleo. La tele mostró las imágenes de Lima con sus edificios coloniales, enormes, antiguos, hermosos, las plazas llenas de flores, pasto verde. Después la selva con sus ríos quietos, hirviendo en pirañas, animales salvajes (esos que yo sólo conocía en el zoológico de plástico que me regalaron para mi cumpleaños), Macchu Picchu, como en el póster de la oficina de don Amable.


No me di cuenta y estaba sentado en una de las mesas, frente a un platazo de pollo asado con papas fritas. Me olvidé de la tele y del viejito con apellido de perro. Mi tía, luego tomó mi vaso de vidrio áspero y vació una botella de bebida amarilla como pipí. Junté las letras: “Inka Kola”. Como buen niño, atiné con el refresco y puchas, era una gaseosa celestial, rica, deliciosa, un néctar divino, adiós Coca cola y Bilz. - ¡Ya, deja de tomar y almuerza, niño! Pedí a mi tía que me partiera el pollo en cuadritos, mientras picoteaba un par de papitas. Una vez que la tía hubo terminado, pinché con mi tenedor un trozo de pollo. Cuando me lo llevé a la boca, dejé de ser yo: todo mi cuerpo se transformó en estómago.

El dentista también usaba patillas grandes. Parecían el mapa de Sudamérica. También tenía rulos chiquititos. No era tan negro, pero le hacía algo de empeño, mientras me repetía: “No cierres la boca, respira por la nariz, escupe”. Rato después comenzó a sonar la maquinita con el sonido de un trompo cucarro. - Es un avioncito –dijo mi tía. - ¡Adónde, adónde! –respondí yo. - ¡Hey, hermano, no te muevas! –salió el dentista. Luego me agarró la cara y para sus adentros me dijo: “Infeliz, te dije que no te movieras”. La idea de llevarme al dentista fue de mi tía. Ella vivía quejándose de que la atención médica en Arica era un antro de ladrones con diploma. - Cómo no le aprenden a Perú que, siendo más subdesarrollado, posee muy buenas consultas médicas y a un precio razonable –decía. La muestra de ello era la boleta que facturaron en la botica: cuatro veces menos plata que en Chile. Mi abuelita al saberlo saltó en una pata y dejó de sentirse tan mal. Días antes del viaje me había dicho al oído, calladita, temblante, que ya no iba a tomar más pastillas para que no saliera tan cara su sobrevivencia. El avioncito cucarro dolía bastante y no sólo eso: hacía surgir un olor fétido a pescado que inundaba todo el lugar. Me dio la impresión que el polvillo que saltaba de las muelas cariadas se encargaba de producir el efecto, aunque al médico no le iba y venía, le daba lo mismo. Debió haberle revisado el hocico a medio millón de cholos, observado muchísimas muelas asquerosas, con hoyos, color a caramelo, como rocas, todo en su perra vida de dentista. Pero valía la pena, seguro. Con su sueldo no le faltarían ofertas matrimoniales. El dentista me pasó un poco de confort. Yo moví mis mejillas, enjuagando la saliva contenida, asquerosa, con sangre y polvillo de pescado. Escupí en el lavamanos redondo que ubicó como brazo accesorio del gran sillón, a un costado de mi rostro. Me recosté de nuevo. El doctor observó a mi tía, detrás de mí, yo a ella, rió y ¡zas! Vi la aguja del dentista en mi boca. La sacó rápido, casi desapercibida, era un clavo de hielo. Mis ojos lagrimearon.


“No tiíta, no estoy llorando –traté de decirle- es el dolor, nada más. No es que no sea hombre, ¿no te acuerdas con qué ojos miraba los diarios con mujeres calatas?”. Junté los párpados rápido. Las lágrimas se esparcieron hacia las orillas; no hubo modo de detenerlas. Siguieron el curso de mis arruguitas. “No me importa, qué tanto –traté de expresarle- como si fuera tan malo llorar. No te enojes conmigo, tía, no quise hacerlo, pero... fue tuya la idea de traerme al dentista”. Y con los ojos cerrados le grité silenciosamente al doctor: “Cholo infeliz, ahora me metes un fierro helado y agarras mi muela y mueves arriba y abajo”. No quiere salir la condenada. “Poco menos me ensartas tu gamba hedionda en el pecho y de un tirón me sacas hasta el alma”. La batalla arreciaba; el dentista ya no sabía para dónde tirar. Se enojó y arrugó más que pantalón de chofer. Se puso rojo, le corrió la gota al cholo y ¡Paff! Se fue de espaldas, chocó con su mesita de arsenales, cayendo de traste con el trofeo fétido y pequeño en sus manos. Salí de la consulta mascando un algodón en el huequito de carne que ocupaba la infeliz muela. Mi tía, sin embargo, insistía en que yo no había sido lo suficientemente valiente para resistir el martirio. - Ya no podrás ser militar cuando grande. Los militares son valientes y nunca lloran –dijo. - Ah, por eso - repliqué. En los vidrios de las vitrinas observé mi rostro. Mi mejilla estaba un tanto hinchada. Al reírme noté una de las primeras travesuras de la cruel anestesia: me dejó la boca doblada, chueca, y aunque me peñizcaba con los dedos, no había caso: la mejilla me colgaba como un bistec grueso. Dos cuadras más arriba, cerca de una plaza en la que existía un busto de un tal señor Vigil, descubrí la segunda travesura: mi chaquetita de marinero brillaba en baba. Claro, como no me daba cuenta si tenía la boca suficientemente cerrada la saliva hacía lo que quería. Esta vez se escapaba por el cachete muerto y colgaba dos litros por minuto. Mi tía esa vez no dijo nada. No tenía cómo relacionar “baba” con “militares” o “subdesarrollo”. Yo, sí pensé en la relación perfecta, pero mutis: no quise herir sentimientos. Las tardes en Tacna son tristes y heladas. No existe el ronroneo eterno de un mar cercano. No. Sólo el sonido del aire cordillerano que trae el olor de las parcelas que rodean la ciudad. Ese aire se mezcla con el humo de los triciclos que venden pollo, menudencias, papas doradas y maíz mote, en las calles cercanas a los mercados. Calles de tierra, llenas de hoyos, en las que abundan charcos y donde asombrosa y asquerosamente pasan la lengua ingenuos (quizá resignados) los perros quiltros que odian por el sector. Sentí hambre. El olor era rico, mi estómago valiente. - Mi boca es de lata - pensé - como las ollas de las caseras que revuelven a dos manos sus guisos vespertinos. En el bolsillo de mi pantalón despertaron un par de soles. Escuché sus gritos metálicos: “¡Gástame, gástame!” y yo, sumiso, sin oponer resistencia, empecé a obedecer a sus ruegos buscando, entre los popines y piernas de la multitud, una “gaseosita” como decían ellos, además de un platito de carnecita humeante que llenaran los huequitos de estómago vacío que me iban quedando. - Hijo, camina rápido, está anocheciendo –dijo mi tía. Yo me agarré de su chaqueta de cuerina; las manos de ella quedaron libres y buscaron calor en algún recoveco de sus prendas. Tuve miedo de insinuarle que podíamos arrimarnos a uno de esos triciclos humeantes para complacer y acallar a la multitud de mis tripas movilizadas. Mi tía no encajaría dentro del paisaje, sentada al lado de esos cholos feos, hediondos y grasosos o de paisanas sucias, desaliñadas, con sus mochilas de paños de colores en los que cargaban resignadas una tracalada de críos.


Mi tía no era para que anduviera comiendo en la calle. No. Era un poco pituquita, pero buena persona. Blanca, sureña, de más allá de Santiago. Yo fui el imbécil a quien se le ocurrió nacer en Arica. Por eso me acomodo sin gran escándalo a este paisaje desordenado y sucio, pero verdadero. Mal que mal mis rasgos y acento son casi peruanos. Digamos ariqueños. Para uno Perú quedaba a una hora de Arica, Chile a cinco. - Tía tengo hambre. Quiero comer en un carrito. - Pero, ¿estás loco? - Sí tía, ¿ahora puedo comer? - Si comes aquí te vas a enfermar... - Sí tía, quiero enfermarme, pero antes comer un par de anticuchos o guiso de pollo con arroz. - No, estamos apurados Ella quería hacerse pronto de sus pilchas. Le gustaba la ropa más que a los hombres, sobre todo aquí en Tacna, donde parecía que en la repartija de belleza, estos tipos habían llegado último. - Tía, estoy cansado, me duelen las piernas. ¿me puedes dejar donde tu casera? Costó un mundo convencer a la tía. El argumento que elaboré para salirme con la mía fue que era muy difícil que yo, un mojón chico y flacuchento, diera protección a una mujeraza de veinticuatro años y de bien proporcionada figura. Pero mi tía insistió en que no era buena que ella anduviera sola en la feria: algún malandrín podría asaltarla y robarle las cosas que iba a comprar, además del dinero. Si bien yo no le causaría miedo al asaltante, por lo menos le inspiraría lástima. Todos los delincuentes tienen madre. Son canallas pero no tanto como para atacar a una madre en presencia de su hijo. Estaba claro que ella era sólo mi tía, pero aún así confiaba que todo el mundo creyera que yo era su retoño, aunque no nos pareciéramos mucho. Al final, mi tía cedió a mis deseos. Yo creo que porque quería ir rápido a gastar sus monedas, no porque haya pensado que mis razones tenían más peso. La casera María Lourdes nos recibió con cariños. Eso sí que me baboseó toda la cara. Había comido salteña, una especie de empanada con carne, arvejas y papas. Me dejó ácido, mojado. - ¿Cómo está mi bella chilenita? - Bien, con la ayuda de Dios, caserita... - Y con la ayuda de Santa Rosa de Lima, mija. Y... ¿este chibolito? - Ah, es hijo de mi hermana y un ariqueño. Nuestro regalón. - El “engreído”. ¿No se sirve panetón, mamita? - Bueno, casera. La casera María Lourdes tenía una tienda de ropa interior y de guaguas. Casi no estaba sosegada pues apenas se sentaba, venía gente a preguntar por calzones, sostenes o piluchos, y ella se ponía de pie, como si fuese pecado atender a la gente permaneciendo sentada. Prendió la tele en colores marca Solid State (un lujo de pocos) y un guatón negro, que usaba una polera con cuello, manga corta, ajustada, psicodélica, picante, gritaba como un vendedor en feria popular frente a un micrófono de cabeza gigante. Mandó saludos a muchas ciudades de nombres chistosos. Me reí y la casera se incomodó. Luego trató de hilvanar explicaciones. Yo seguí viendo al singular Augusto Ferrando sin escuchar a la señora. Este cholo le copia a don Francisco- pensé - ese cabeza de chancho que también se burla de la gente pobre. Pero el cholo Ferrando era más ordinario: regalaba cocinas a parafina, lindano para los piojos, cajones funerarios.


En “Trampolín a la fama”, (versión desmejorada de “Sábados gigantes”) aparte de Ferrando, el animador, aparecía una gringa maceteada con cara de hombre, que hablaba como Tarzán: la “gringa Inca” a quien Ferrando molestaba como quería. También “Tribilín”, un negro flaco, de rulos, medio pánfilo. A veces discutía con el animador, casi se le iba en collera. Pero no. En “Trampolín a la fama” Augusto Ferrando era el rey, el ídolo. Él debía ganar en todas. Es más: para humillar a su coanimador, éste le decía que parecía Drácula por que le faltaban los dientes del medio. Ferrando, luego de un par de minutos, hizo parar la orquesta y contó una historia cebollera, sólo con acompañamiento de órgano. Hizo pucheros y matizó con gritos y voz temblorosa. La gente comenzó a llorar. Finalizó su sermón ungido con las siguientes palabras: - “Por eso, hermano, te ayudaremos y daremos una chompa de textil “Universal”, una bolsa de menudencias de avícola “Doña Chepa” y un anafre eléctrico, gentileza de feria “Dos de mayo”, en el jirón Gamarra” Con esas palabras, Ferrando se ganaba el favor de la gente, tanto que ésta de vez en cuando se desbandaba y bajaba de las graderías a abrazarle. Él, entonces, terminaba su discurso con un par de frases de falsa modestia. - “No, por favor, todos a sentarse, sólo estoy cumpliendo con un deber profundo. No me aplaudan a mí, aplaudan a estos cholos trabajadores que con mucho esfuerzo sobreviven en ésta, mi amada patria llamada Perú”. Una señora de canasto grande, me ofreció tamales, pastel de choclos y chicharrones. - Ahí tienes casera, un sol cincuenta. Me entregó una bolsa. En ella encontré unos trozos de carne quemada, dos papas, un poco de maíz frito, llamado “cancha”. - ¿No tiene una cucharita? - No, así no más, caserito, con los dedos es más rico. Rato después, mientras Ferrando presentaba en su programa a un desabrido cantante y la orquesta organizaba su bulla para incitar aplausos, apareció por los pasillos oscuros del mercado una peruana de trece años, hermosa como chilena, digna de salir en el ballet de “Música libre” del canal cinco. Su aparición coincidió con el estruendo de la fanfarria. Pasó frente a mis narices y saludó con beso a su abuela, la señora María Lourdes. - Mi amor, te presento a un amiguito de Chile. La niña miró hacia abajo, yo temblé ante su mirada. Me puse de pie, extendí mi aceitosa mano con rastrojos de cancha y chicharrón hacia la suya, blanca, y acerqué mi mejilla para conseguir un beso. Ella se corrió indiferente y dijo: - ¿De Chile? No parece. Primera patada en la guata. En ese segundo lamenté no haber nacido blanco. “Por qué cresta no le preguntarán a uno”, dije para mí. Luego nos sentamos y tragué la saliva acumulada tras el momento sorpresivo e incómodo. El golpe fue fuerte, “debo reponerme, le demostraré que lo de afuera no importa, como dicen los feos resignados”, proseguí en mi intimidad. - ¿Cómo te llamas? –le pregunté, para iniciar conversación. - Efigenia del Carmen –respondió, seca. - ¿Qué haces? - Estudio. Abuelita, dígale a este chileno que quiero ver tranquila el “Trampolín a la fama”.


VISITE LA SANTÍSIMA TRINIDA


AD DE LAS CUATRO ESQUINAS


Segunda patada en la guata. Mordí mis labios y parpadeé rápido para que las lágrimas que empezaban a aparecer no delataran mi vergüenza. “No debo llorar”, me dije, “mal que mal soy negro, pero chileno. Nosotros ganamos la guerra, no ustedes, cholas retamboreadas. Sigue viendo tu “Trampolín” y a tu galán Augusto Ferrando. No quiero ser tu amigo. La amistad de un chileno es demasiado para ti”. - Pero mi amor, no se trata así a un amiguito de Chile... “Trata de arreglarla, vieja fea. No puedes. No puedes borrar el daño hecho, el orgullo destrozado, la plancha garrafal que me he mamado en este rato. La mala digestión de mis chicharrones con papa y cancha. Me tratan así porque saben que soy chileno, aunque sea medio moreno. Y los chilenos les ganamos en todo; en la guerra y en el fútbol. Aunque me gusta ver canal peruano allá en Arica, con una antena de cobre que yo mismo hice, juntando plata propia, dejando de comprar por dos semanas las láminas del álbum de la Guerra del Pacífico y mis golosinas predilectas, eso no indica que quiera ser peruano, no”. Fue raro porque cuando pensaba esto mis ojos empezaron a lagrimear. Me acordé que mi padre era del altiplano. “Paitoquito feo”, le decían cuando chico en la ciudad. “Los paisanos nunca fueron chilenos”, vivían repitiendo mis compañeros en la escuela. ¿De dónde era yo, entonces? Pensé que yo no era como los chilenos que salían en la tele y eso me produjo más pena. Deseé olvidarme de todo. Anhelé retornar a Chile y fundar un nuevo país en mi habitación para evitarme estos conflictos que me hacían llorar. - Abuelita, mira, el “Tribilín” del programa se parece al chilenito. Esa fue la tercera patada en la guata. No resistí más y me puse a llorar fuerte, como la vez que me pegaron cuando metí a mi gato “Chamaco” en la pecera. Mi tía también lloraba mientras llegábamos en taxi al terminal terrestre. Le habían robado sus enaguas, faldas y los últimos soles que le quedaban. Sólo alcanzó a rescatar unos churrines rojos con los cuales comenzaba a secar sus ojos. Me abrazó. Pensó que yo derramaba lágrimas porque presentía que los malhechores la andaban rondando. Pero no. Yo lloraba porque dentro de mí luchaban dos naturalezas opuestas que no lograban conciliarse. Llegué a pensar que no tenía tierra, ni bandera, tampoco una nacionalidad. Eso me apenó en extremo. Busqué los pechos de mi tía y recosté ahí mi cabeza, esperando que el sueño viniera y me hiciera olvidar estos conflictos.


Cuando bajamos del taxi unos hombres con fajos de papeles en sus manos se disputaron nuestra atención. Gritaban: “¡Arica dos, Arica, dos!”. Me pregunté por qué en Arica estos mismos tipos alzaban sus voces diciendo “¡Tacna uno! ¡Tacna uno!”. Luego no quise buscar respuestas pues ya estaba cansado de todo. Encima del colectivo, mi tía me sentó en su falda y luego me dio un beso en la frente. Lloraba un poco. Me dijo: - Te traía un regalo. Una pelota Vinyball, pero se la llevó el ladrón. Yo la abracé y lloré más fuerte. Amaba las pelotas Vinyball, sus colores, su olorcito a plástico nuevo. Todos en el barrio tenían una, traída de Tacna o cambiada por ropa a una de las peruanas que gritaban por las calles de la población: “¡Casera, cambio cosas!” De ese viaje no recuerdo más. Sólo que desperté cerca de dos horas más tarde en la avenida Juan Noé, ahora oscura y con el sonido del mar como música de fondo. Mi tía me cargaba en sus brazos, buscando un colectivo que nos llevara nuevamente a casa. Autor: Roberto Flores Salgado DEL LIBRO HISTORIAS LIMÍTROFES Biografía: Nació en Arica en 1974. Estudió en la escuela de Música de La Serena. Es Licenciado en Educación por la Universidad de Tarapacá, Magíster en Educación (c) por la UMCE y Magíster en Literatura por la Universidad de Chile. Ha publicado "La calle es libre" (cuentos), "El Héroe" (novela), "Historias Limítrofes" (cuentos), "En días de invierno boliviano" (novela), "Palotes" (novela), "El Concierto del General" (novela) y "5027 pasos" (Neotexto). Las tres últimas en formato digital. Actualmente reside en Santiago, dedicado a la docencia, a la labor literaria y a la preparación de su defensa de tesis de magíster


LAS FOTOGRAFÍAS DEL "TANI" RODRÍGUEZ por Patricio Barrios. Publicado originalmente en Cinosargo el 22/06/2008

Primer Lugar Octavo Concurso de Cuentos para Escritores de la Primera a Cuarta Regiones. Universidad Católica del Norte. Antofagasta. 2000. El “Tani” Rodríguez, tapada su cabeza con una toalla blanca y cubierto su cuerpo con la bata de raso brillante y barato, avanzaba por el pasillo dando golpes al aire. No escuchaba ni los gritos, ni los aplausos, ni los silbidos del atiborrado gimnasio. Sus oídos estaban cerrados. Ya no quería escuchar nada. Toda su vida fue un escuchar constante a los demás. Y los demás eran demasiados. Demasiados como en esta noche. Sólo debían funcionar sus ojos, su mente, sus músculos y, sobretodo, sus puños. El cuadrado cercado por sus cuatro lados, el lugar más importante de toda su vida, profusamente iluminado se destacaba a unos cuantos metros de distancia. Levantó la segunda cuerda y con un rápido movimiento de cintura (el cuerpo respondía bien) pisó la lona blanca. Ya sentado en su taburete y con el protector dental llenándole la boca no escuchó las presentaciones. Se dio cuenta de que tenía que combatir cuando una exagerada y ondulante morena pasó por su lado con un gran cartel levantado con el número uno. No escuchó la campanada. Ya no quería escuchar nada. Sólo pelear y pelear para ganar. Los comentaristas del boxeo no saben dónde cresta están parados. Qué roun de estudios ni qué ocho cuartos, los que se estudian no quieren pelear y punto. Se me viene encima, tengo que protegerme, ¡putas, que pega fuerte!. Tengo que avanzar, tengo que ganar el centro del rin. Aquí me lo calzo, descuidó el mentón, ¡toma, recibe este apercat ¡chucha, el güeón rápido!... me cagó el hígado, apenas respiro, mejor retrocedo y me refugio en las cuerdas. ¡Eh, árbitro, está metiendo la cabeza! Ya me metió otro gancho, vamos cinturita mía, no me fallís, de aquí pa’llá, eso, bien tanito, aguanta tanito... ahora sí que me lo tengo que calzar. ¡Quédate quieto un rato, si no estái na’ jugando al luche!... ya vai a ver cuando te calce un aletazo ¡cresta, mi ojo! ¿de adónde sacó este güeón esa mano? ¡chucha, el otro ojo!... me quiere dejar ciego ¡ahhh! y también sin aire, protégete tanito, así, agárralo, agárralo, tanito, eso, ven pa’cá, eh, árbitro, demórate un poquito más en separarlos, ya cabréate, puh, no te movái tanto, déjame calzarte uno sólo, ven pa’cá ¿te asustaste? ¿pa’dónde te vai?... parece que terminó el primer roun. Tuvo que pelear desde pequeño por todo. Por la comida con sus ocho hermanos. Por su madre con sus padrastros alcohólicos de turno. Por las notas con los números de aritmética y con los ángulos de la geometría. Por su masculinidad la primera vez que cayó en la cárcel y lo quisieron sodomizar. Anda, cabrito, ya puh, suelta el culito, si es rico, si no te va a doler, después te toca a ti pitearte a otro, total somos de la misma carreta.


Por la propia mina, por la mina del otro, por el lugar en la cola para encontrar trabajo, por sobrevivir. Primero entre codazos y codazos para ganar una mejor posición en esa cola indigna, la única que no era precedida por el maldito letrero de “no hay vacantes” y, después, entre risas y carcajadas, los que le conocían se dieron cuenta que lo de “Tani” no venía por el “Tani” Loayza, por ser bueno para los puñetes. El encargado llamó tres veces: ¡Anastasio Rodríguez! Y este “Tani” que no quería asumir hasta que el hambre pudo más que la vergüenza y con un hilo de voz respondió “aquí, señor”. Y después pala y más pala, concreto más concreto, carretilla más carretilla, hasta que la espalda de puro caliente se le doblaba como el metal rojo del herrero. En la construcción de esos bonitos y espaciosos baños, de esos inmensos dormitorios en suite, de esas panorámicas terrazas en las que cabía un subsidio habitacional completo, hizo su antesala del gimnasio. Los viejos estucadores, a la hora de la choca, empezaban con la cantinela diaria de tráeme el tachito pa’ revolverle el hoyito. No importaba que por Anastasio le dijeran “Tacho”, pero lo de revolverle el hoyito le recordaba las bocas babosas y los penes erectos y hediondos de sus “protectores” de la prisión. Empezó a darse trompadas con todo el mundo y, de verdad, empezó a ser bueno para los puñetes. Entonces recuperó, legítimamente, el “Tani” otra vez. En esta segunda vuelta me lo tengo que calzar. ¡Cresta’etumadre, no seái maricón, me pillaste desprevenío! ¿Que hago acostado? Medias ni reluces... ¿que me están interrogando otra vez?... no, mi cabo, si yo no he vuelto a robar, revíseme, mi cabo, si estoy limpio... uno... dos... tres... cuatro... ¿Qué estái contando, árbitro güeón?... si yo estoy bien, mira mis ojos, si ya estoy de pie, mira como salto, toma, limpia mis guantes en tu camisa... y vos que estabai levantando las manos, toma maricón, pa’ que sepái que al tani no lo voltea cualquiera... putas el conchesumadre pa’duro ¡toma y toma! Retrocede güeón, ésta no me la ganái, ésta me la gano yo... ¡toma, toma! ¿pa’qué agarrái?... suelta, maricón suelta. Ya puh, árbitro... ¿que no estái viendo como mete la cabeza?... ¡cresta! ¿que no viste como me partió la ceja del cabezazo?... ¡suéltame!... ¿pa’dónde me llevaí?... si estoy bien... ¿y vos, quién soi?... si estoy bien, doctor, si fue cabezazo, doctor, gracias, doctor, sí puedo seguir peleando, doctor, no me duele, doctor, si éste tiene manos de lana, doctor, ya va a ver como me lo gano... ahora te quiero ver... no te arranquís... ven p’acá. Uno de los enfierradores le dijo que tenía buena pegada y que el trabajo le había dado músculos necesarios, lo convenció de que podía ser, con entrenamiento y humildad, un buen boxeador. Era la primera vez que alguien le reconocía algún mérito. Entonces, el “Tani” se fue a un gimnasio y allí empezó a darle duro al cordel, a la sombra, a la pera, al saco. Él no entrenaba para ser un buen boxeador, él entrenaba para ser campeón del mundo, para ganarle a todos y, de paso, ganarle a la miseria, al hambre, a los babosos de penes erectos y hediondos, a los letreros no hay vacantes, a las colas indignas, a los que querían revolver el “tachito”. Allí conoció a don Pinto, el enjuto, macilento e irascible entrenador, su entrenador, y a la Úrsula Pinto Aravena, la hija, preciosa mujer que, se lo prometió, tenía que ser “su” mujer. Nunca el “Tani” Rodríguez había tenido un objetivo claro en la vida. Ahora estaba la Úrsula, la “upa” como la llamaban, “upita” como él la soñaba. Redobló los entrenamientos, endureció más sus músculos en la misma proporción que se le ablandaba el corazón. Se había enamorado, no había vuelta. Upita, por usted yo sería capaz de dar la vida, déjeme ser su compañía, su perrito faldero, su gatito regalón. Mientras tanto, una pelea allí y otra por allá con rivales recién iniciados le empezaron a dar buena fama y las miradas especiales de su “upita”. Ya puh, póneme luego el protector que ahí viene la negra de nuevo con el número tres. La “upita” debe estar mirándome... ya casi no siento la ceja y... ¿qué hace éste yabeándome el mismo ojo?


Seguro que me quiere sacar por nocáu técnico, que el doctor pare la pelea, ya ve que no me puede ganar de otra forma... si aquí está el tanito puh, si después de esta pelea voy por el título nacional... yab, yab, yab, atájame este mamporro... te corriste justo... no importa, a la otra, yab, yab, yab ¡ay! ¿cómo me metió ese gancho? me va dejar el hígado pa’ la cagá... cintura tanito, cintura, muévete, muévete, como con la sombra, tanito, que no te pille, tanito, que no te agarre, tanito... uno... dos... tres... cuatro... ¡cresta! todo me da vueltas... cinco... seis... siete... ya, ya, ya, si estoy parao otra vez... toma los guantes, límpialos... ¡chucha, te manché la camisa!... y esa sangre es mi sangre... este güeón me abrió otra vez la ceja. No, parece que es la nariz, sí me cuesta pa’ respirar, vai a ver maricón, cualquiera no se queda así no más sacándole chocolate al tani... ¿pa’ que arrancaí? Ven, ven, que el tanito te quiere hacer cariñito, ven cómete este gancho... y ¿cómo estái con este apercat?... y chúpate este voleo... ¿que hacís en el suelo, güeón? ¿que estái tomando baños de sol?... párate maricón... suelta, suelta ¿pa’ que me llevai a mi rincón? ¿por qué no contaste más rápido, árbitro saquero? Fueron días felices para el “Tani” Rodríguez. De la constructora se dirigía rápidamente al gimnasio a darle duro al entrenamiento y después de la refrescante ducha se iba caminando con la envidiable compañía de su “upita”. Para encimar la alegría, había ganado su buen par de peleas y hasta había aparecido una pequeña foto suya en la página de deportes de un diario de circulación nacional. Pequeña pero no importaba. Estaban hablando de él, del “Tani” Rodríguez. Don Pinto, a las reprimendas de siempre, naturales con todos sus dirigidos, agregó una aversión especial por el “Tani”: pasaba mucho rato con la Úrsula. Pero no le importaba. Eran celos de viejo. Si a él también lo quería. Y cuando se casara con la “upita” se lo llevarían a vivir con ellos en la casa que construiría ya no para otros. No, éstas no pueden ser lágrimas, debe ser la sangre de la ceja que no me deja ver bien a la negra con el cartel que lleva el cuatro... porque es el cuatro ¿no?...Este don pinto como cauterizador vale callampa, no pudo parar la sangre, porque tiene que ser sangre, no pueden ser lágrimas... dije que nunca más iba a llorar... espérate, puh güeón, si todavía no estoy listo... ¿pa’ que atacaí desprevenío? putas, parece que me cagaste una costilla... espérate no peguís en la nuca... ¿no veís que estoy con una rodilla en el suelo?... uno... dos... tres... ¿vai a seguir, árbitro conch’etumadre? cuatro... cinco... ¡para, para! si ya estoy bien, si me faltó un poco el aire no más, ¿no veís que ni siquiera puse los guantes en el suelo, pa’ que los vaí a limpiar? ¡si será más güeón!... ya puh, ahora sí, sigamos peleando, me voy a ir un rato a las cuerdas pa’ recuperarme... no me sigái pegando en el mismo ojo... ¿no veís que me lo vai a reventar?... ¡chuchas! ¿quién me manda a hablar?... ahora me está pegando en el otro... ¡ay! cómo me entró ése en la guata y este otro en el hocico... me está sacando la cresta... ya puh, árbitro, pa’ qué separái tan rápido ¿que te están pagando?... uno... dos... tres... cuatro... cinco... seis... siete... ocho... don pinto... ¿acaso se acabó la pelea, don Pinto?... si pueo seguir peleando... ¡eso, don pinto!... siénteme un ratito, don pinto... póngame esa huevaíta en la nariz... así, don pinto... no ve como desperté al tiro... eso, don pinto, cúreme la ceja... sí, doctor, si puedo seguir, doctor, si no es nada doctor. Pero no duró mucho la felicidad del “Tani” Rodríguez. Fue despedido de la empresa constructora por peleador: Pero cómo no voy a pelear, jefe, después de todas las cosas que dijeron de mi upita... dijeron, jefe, que le decían upa porque a todos les decía chalupa y que era más fácil llevarla a ella a la cama que ganarme un roun a mí, al tani, por eso le pegué un combo en el hocico y le volé los dientes, jefe, y usted sabe que lo de upa viene por su nombre y sus apellidos, jefe, por úrsula pinto aravena, no se ría, jefe, si no quiere llevarse también un chopazo y quedarse sin dientes. Allí comenzaron, otra vez, las penas del “Tani”.


Su blando corazón fue atacado por los celos más grandes hasta que descubrió que la “upita”, su “upita” lo engañaba no con uno, con dos, con tres, con cuatro, no quiso averiguar más, (le parecía más un “conteo” de nocaut). Entonces, se dio al trago, a la vagancia, a las pendencias porque sí, y durmió en calabozos y olvidó el gimnasio. Don Pinto lo recogía y lo retaba y le insistía en la preparación para ese importante combate: gracias, don pinto, pero no vale la pena, yo la quiero, don pinto, la quiero pa’ casarme, don pinto. Nada le importaba sin la Úrsula y no pisó el cuadrilátero hasta que llegó el día de la pelea. Y allí estaba. No se preocupe, don pinto, guarde esa toalla, don pinto, no se le vaya a ocurrirle tirarla, don pinto, en el número cinco lo volteo, don pinto ¿qué? ¿que este es el número cinco? entonces ahora lo volteo, don pinto, míreme como lo finteo, míreme, don pinto -ojalá que me esté mirando la upita-, míreme como lo yabeo, don pinto, como usted me enseñó, don pinto, míreme como salto, don pinto, dígame si no me parezco al casiusclei, míreme, don pinto, míreme como lo enfurezco, don pinto, míreme como bajo los brazos y retrocedo... ¿qué, don pinto?... ¿dónde está, don pinto?... no lo veo, don pinto... uno... dos... tres... cuatro... cinco... sí, upita, yo también la amo, no tengo ná que perdonarle, upita, si hablaron de puro envidiosos no más, upita... seis... sí, si sé que estamos en el roun seis... siete... chuchas, me estoi yendo... no, ya me paré... sí, güeón... si estoi bien... sí, güeón, si pueo seguir peleando... sí, güeón, a pesar de la sangre... y de la ceja... sí, güeón, también de la nariz y de la boca... y de la oreja izquierda... sí, güeón, si lo que más me duele es el corazón. Con un tremendo dolor empezaba a asumir la predestinación de su vida. Había llegado al mundo sin ser deseado, pero, a pesar de los esfuerzos de su madre para evitar su nacimiento, habíase abierto paso a costa de llantos, gritos y golpes. De verdad no se había sentido querido nunca. A su madre tuvo que compartirla siempre con otros hombres, con otros hombres que no la compartían. No había tiempo para él, no había ganas para él, no había amor para él. Cuando sus hermanas empezaban a crecer cambiaban sus inertes muñecas de trapo por niños llorones que les mamaban la leche y el tiempo, por lo que tampoco las tenía para él, ni su tiempo, ni sus ganas, ni su amor. Sus hermanos, por otro lado, entraban y salían, se iban y se escondían, tratando de evitar a los otros hermanos de las hermanas que querían golpearlos porque las habían obligado a cambiar sus inertes muñecas de trapo por niños llorones que les mamaban la leche y el tiempo. Y a todos y a todas en la población les pasaba lo mismo. Por eso, cuando apareció deslumbrante Úrsula Pinto Aravena, deslumbrante porque no tenía niños llorones, se fue con todo, como en un combate cuerpo a cuerpo (como a él le gustaban los combates), a quererla, a amarla, a protegerla. Pero otra vez estaba solo, sin nadie que le entregara su tiempo, sus ganas, su amor. Y ya estaba aburrido de estar solo. Debo parecer maricón con tanta vaselina que don pinto me está echando en la cara... ahí viene la morena de nuevo... ya estamos en el seis... el seis es mi número de suerte... no voy a bajar los brazos... no lo voy torear... este condenado pega muy refuerte... ahí viene... putas, tiene la cara igualita que cuando comenzó y eso que le he puesto varios... mírame como me tenís...


si yo soy el que debería estar sacándote la cresta... si vos fuiste uno de los que me cagó con la upita capaz que la upita no me esté mirando a mí y vino pa’ ver a este güeón como me saca la chucha... upita, no te riái, por favor-... ¡epa! pasaste de largo, chuch’etumadre... eso, cánsate no más, ahora viene mi segundo aire... chúpate este recto... ¿no veís que yo también pego?... ¿pa’ qué retrocedís?... bien por la vaselina de don pinto, los guantes del güeón se refalan, no duelen nada... ¡chucha!... ése no dolió, pero me marió completo... y éste otro peor... se me están doblando las piernas... ven pa’cá p’agarrarme... déjame descansar un poquito... no seái maricón... si me vai ganando lejos... si no soy tonto... ¿vos creís que no veo la cara del árbitro, la cara de don pinto, tu cara, güeón... la cara de los jueces?... si ya me sentenciaron, gueón... te tendría que sacar por nocáu... te podría haber pegado un cabezazo o un puñete en las huevas o hasta un codazo, pero no pueden decir que el tanito es un tramposo o un mañoso del rin, la cuestión no es ganar o ganar a como sea... yo nunca me gané nada a la mala... a la upita me la gané con cariño, güeón... no sé cómo te la ganaste vos, conch’etumadre... ¿por qué te metiste con ella si sabíai que yo estaba metío ahí?... no me sigai cagando... ¿qué querís, güeon?... ¿lucirte?... si ya te la ganaste a la upita... déjame, por lo menos, llegar hasta la última vuelta... ven, güeón afírmame que me estoy cayendo, déjame abrazarte, pásame un poco de tu fuerza. Ya no quería ir al gimnasio, encontrarse con la Úrsula le hacía daño. Más mostrarse en esas condiciones, con sus ojos casi completamente cerrados, con cortes profundos en los arcos superciliares, con la cara hinchada y amoratada, con el corazón vacío. La derrota dolía y mucho. Había perdido nuevamente. Era un perdedor aunque quiso creer lo contrario. Las horas y las semanas que antes dedicaba a la mujer y a los entrenamientos las perdió en bares de mala muerte, contando historias falsas de falsos triunfos que terminaban siempre en explicaciones de tarjetas adulteradas de los jueces, en decisiones compradas del árbitro y en mano diestra levantada del rival de turno. Después, cuando se quedó sin un peso y sin borrachos que lo escucharan –siempre eran los mismos borrachos- se enclaustró en la pieza de la pensión barata que arrendaba y por la que debía no sabía cuánto. Lo peor es que nadie se dio cuenta de que ya no iba al gimnasio, de que ya no estaba en los bares, de que la dueña de la habitación lo echaba todos los días. ¿Cuál viene ahora?... parece que es el último... no importa, da lo mismo... ven, güeón... ganaste, conch’etumadre... aquí tenís mi cara... pégame, pero pégame fuerte... cágame de una sola vez... toma, aquí tenís mi guata... ábremela de un guaracazo... toma, aquí tenís mi pecho... clávale tu lanza pa’que de una vez por todas se muera también la upita... llévatela... soy muy poca cosa... no sirvo ni pa’ los combos... eso, pégame más... así, güeón... quiero irme de una vez por todas... dale... así... lúcete... tiras tus rectos... ¿pa’ qué seguís yabeando, güeón si ya no tengo guardia?... eso... ahora tu apercat... ahora un gancho... eso... lánzame un voleo, si no le voy a hacer el quite... eso... lánzalo, lánzalo... aquí está mi mandíbula... eso... así, así... no me agarrís... déjame solo... ¡chucha, me revolviste todo!... si parezco actor de cine cayendo en cámara lenta... que suavecita está la lona... déjenme acá, no más... pa’ qué contaí, güeón... levántale el brazo al tiro... si yo ya no doy más guerra... eso, amigo... empieza a apagar las luces... están muy fuertes... lo siento, don pinto... chao, upita.


Cuando la casera, cansada de golpear, llamó por ayuda para derribar la puerta y entraron a la cuadrada habitación lo encontraron colgando del cuello desde una de las apolilladas vigas del techo, vestido con su tradicional pantaloneta roja y sus gastados botines de boxeo. Sobre su cabeza una toalla blanca, blanquísima. Sus eternos guantes estaban sobre la pequeña mesa y sus manos lucían vendadas como antes o después de un combate. Curiosamente, no había fotografías de boxeadores famosos pegadas en las descascaradas paredes de madera. Ni uno sólo. En su lugar abundaban los viejos recortes de revistas y periódicos, que llegaban hasta la sucia cama y el piso de tierra, donde aparecían imágenes de apasionadas parejas de enamorados, de románticas escenas de recién casados y de protectoras y dulces madres abrazando y besando a niños que sonreían felices. Autor: Patricio Barrios Alday Biografía: Barrios Alday nacido en Arica en el año 1952 es un incansable estudioso de las identidades culturales de Chile, así lo demuestran sus estudios de Antropología Sociocultural en la Universidad Arturo Prat y su diplomado en Patrimonio Cultural y Natural, en la Universidad de Tarapacá, Arica, en 2001, además de las publicaciones en revistas especializadas como Aisthesis de la Pontificia Universidad Católica de Chile, del año 2000 con el trabajo “Dos Fiestas del Norte Grande: un Análisis en Relación a Tiempos, Presencias, Participación y Dualidad” y, desde luego, su relato novelado del año 2001, "Chinchorro, los que llegaron para no morir". Además es autor de las novela Secreto de Familia y la colección de relatos Las Albacoras de Juan Bautista.


Microcuentos de Nelson Gómez León. Publicado originalmente en Cinosargo el 22/06/2008

DEL TIEMPO A TRES VOCES Antes de morir, papá me regaló su reloj. Pasaron los años, y ahora mi hijo ve la hora de su abuelo. EL VIEJO ASTUTIDO Ante la imposibilidad de viajar alrededor del mundo, él se conformó dándose una vuelta de carnero. BUSCANDO EL OLVIDO Emerge desde la oscuridad y camina tras su sombra CRITICO DE FE Después que Moisés recibió las Tablas de la Ley, Aarón descubrió varias faltas de ortografía y guardó un respetuoso silencio. DE LA BOLSA DE PAPEL SALIÓ LA MANO DEL DESTINO Y Juan Pérez la estrechó. EN EL DESIERTO El caminante sudó hasta la última gota de su cantimplora. FIN DE FIESTA Cuando la mano negra soltó sus dedos apareció el baile y el canto. Y, al cerrar nuevamente el puño desapareció el baile, el canto y la libert. CUANDO DIOS SE VA DE FARRA Celosa por Él ausente, la Madre Tierra brinca, brama, y en medio de su furia sepulta a sus hijos. TERREMOTO La campana del pueblo tocó en arrebato, pero hoy no pudimos asistir. Todos estábamos muertos. Todos los derechos reservados: Nelson Gómez León. Biografía: NELSON GÓMEZ LEÓN (Santiago de Chile): Artesano, actor y escritor. En 1989 y l990 edita la revista "Raima". En 1990 presenta su libro de cuentos"Cuentos y Otras Hierbas" y "Pequicuentos", en coautoría con Iris Fernández Ángel. En 1991 lanza "Siete Voces de Arica", en coautoría con Iris Fernández Ángel; "Ideas Sobre el Cuento" y "Caja de Cuentos".En l992 publica "El Buscador", y dirige la publicación de la antología "Hacia Un Norte". En 1993 junto a su Exposición de Narrativa Ilustrada, entrega el libro "Kuentomancias y Mentíforas". En 1999 Norton Ediciones, con ocho mil ejemplares de tiraje, publica el libro "Cuentos chilenos para Niños", donde incluye un cuento suyo. El año 2002, junto a otros dos escritores, publica la antología "Tres Esperando la Lluvia". Sus trabajos aparecen en varias Antologías de Cuentos; también aparece en "Cartografía Cultural de Chile", "Diccionario de la Literatura Chilena", de Efraín Szmulewicz.



Cuento El Loco de Daniel Rojas Pachas Publicado originalmente en Cinosargo el 23/06/2008

Yo soy la Ira de Dios, el Príncipe de la Libertad y del reino de Tierra Firme y provincias de Chile. .. Hablan de mi personalidad con arrogancia. En esa lejana ínsula de señores finos y debilitados por el ocio de sus carnes, azotan mi nombre mientras engordan las caderas y arcas, a costa de nuestra cólera. Enriquecidos pese a evitar el cauce amazónico, la vertical pendiente, la abismal niebla y el reticente carácter del indio rebelde, estos salvajes no son lo que hemos querido creer, no son irracionales vástagos, abandonados en la estulticia. Sólo esperan su momento, llevan nuestras provisiones a fuerza de látigo... desde luego, han cargado en sus desnudos hombros a nuestras mujeres, a mi hija, el más preciado tesoro, sin embargo, al menor descuido flagelarán nuestros cuellos. Somos demonios en su mirar, los asesinos de su tierra, de su imperio piramidal. Mala sombra han traído a nuestros pasos los precursores, Cortés y Pizarro. Pobre cura castellano, amargamente ha bebido de la realidad. Pueden besar la cruz y arrodillarse con las manos juntas mirando al amplio azul, sin embargo odian el evangelio y nuestras palabras y aún así, yo me pregunto, reconocen ustedes príncipes, la carga que nos impone ser sus vasallos, oh caros reyes, aún al tanto de nuestros itinerarios, del oneroso tráfico de almas desde su imperio hasta esta arcadia que sólo nos embarga con promesas y emboscadas desde la lejana y exuberante selva. Por qué, con qué derecho abusan de la condescendía que albergamos hacia el brillo gastado de sus áureas imágenes, reyes de España, podrido linaje. Cómo osan describirme cual mosquito, segundón, hijodalgo sin mayor provecho que el sable… el valor dicen es una cualidad que no debe sobrestimarse, pues no hay caballero de la corona que carezca de esta. –Lope de Aguirre debes obedecer, someter tu ímpetu a la nobleza que te comanda, pues en ella reside la grandeza del reino de este mundo. Yo les insto a mirar su nobleza bajo el metal de mis pisadas, menos que barro, oh padres del cielo europeo, contemplen la gloria de mi rabia. Tengo la cabeza de su amado Ursúa en un cesto y he colocado en su lugar, regalado su precioso cetro a mi emperador al uso, Guzmán, mi títere providencial, su blasón es el cerdo y el afeminado pavo real. Oh ingenuos monarcas de esa oscura ciudadela, el comando de este barco ya no responde a sus timbres de cera y terrenos imaginarios para la loa de sus zapatos inmundos. La prueba viva de mis designios, se ceba con nuestras últimas provisiones, el magnánimo don Fernando de Guzmán ríe ignorante como ustedes. Se retuerce en el trono que he mandado fabricar a la medida de su gigante trasero, se sienta en un poder que no es más que una frágil apariencia, yo sostengo los hilos, la verdad última, el hierro candente que esgrimen nuestras trabajadoras manos. Esta empresa es producto de la lógica de aventureros, dementes, desesperados sin nada que perder. El Dorado no es suelo para castas antiguas, el Dorado es el destino de quienes tienen el valor de tomarlo al pulso de su sangre y fuego. Carta a Fernando II Dios Salve al Emperador de la Nueva Hispania Don Fernando de Guzmán


Esta gran vena sobre la cual flotamos parece una cárcel para nuestros sentidos, nos arrastra, nos empuja, reconocidos como intrusos por ella, por las sombras de los caníbales sus veloces pies y sus traidoras flechas que pasan inesperadas por nuestras cabezas sumergiendo a negros y blancos en el fondo del furioso cauce. Dos palabras se repiten constantemente como una maldición en la boca de nuestros esclavos, jíbaros, marañón, jíbaros marañón, jíbaros marañón, jibañon, mararos, mabajos, mararos, mabajos miraron, mabajos no se detienen, no tienen piedad de nuestros oídos, el sonido se entrevera, se vuelve ridículo inexpugnable, un galimatías que arremete perentorio contra nuestra débil cordura y cada vez más fuerte, implacable a medida que golpetean las silabas, rápido, temeroso, destructivo, rápido, jabaros, miraron, mabajos, mararos, mabajos, la tonada sin sentido, persecutoria se suma al trino de las aves y el silbado de los vientos que azota contra las nubes de cada árbol mas gigante que el otro y no podemos cerrar los ojos sin miedo a perder la noción del tiempo, no podemos ignorar nuestro destino, sólo mirar al frente, esperando que a la vuelta de esa curva verde que parece repetirse una y otra vez como la voz cáustica de los indios, este el reino bañado en oro. Pero no tenemos esa suerte, el paisaje continua como al principio. El cura dice que Dios esta castigando mi idolatra, mi ego asesino, el haber enviado esa carta a la corona, el escupir al rey. Patrañas, hemos perdido a la mitad de la expedición y el emperador, miserable Guzmán es una bestia insaciable, devora todo, ya llegara su momento, pero esto no es más que un giro de tuerca, ahora, sólo podemos seguir… en este desierto de musgo, en este infierno palúdico… escuchando la armonía de la demencia… Prolongándose desde la garganta, el canto de los siervos agazapados, su trino aun resuella estremeciendo mi columna, no puedo dejar amputadas en el pasado las amargas caras de los confiados a mi brazo, ni yo mismo puedo aceptar el clímax de la empresa, la amplitud, la anchura de la noche, del descanso atento a las emboscadas y el aire libre. Son un recuerdo pesado, el río de mi frustración, la infructuosa orilla que nunca llega, el caudal infinito de muertos que mi deceso no podrá apagar, por que ahora, hombre y naturaleza somos uno… -Aguirre ha llegado tu momento, levántate. –La luz lastima mis ojos, no reconozco las miradas, pero las voces, el acento, son los guardias de mi caída anunciando la venganza real. –Apura el paso, tu público espera. –Me conducen por el laberinto de cemento, afuera una turba grita, quieren sangre, una conclusión. En la palestra, el hombre del rey se pronuncia airado, grita a viva voz, enardece a los antropófagos de seda y modales cortesanos. Me condenan. -Lope de Aguirre se le acusa del severo crimen de lesa majestad, el precio a su comportamiento, será morir descuartizado y sus restos serán esparcidos en los territorios violados por su cruel tiranía, su cabeza será entregada a los perros del rey. ¿Tiene algo que declarar? –En un último estertor, con una furia animal, antes de que el mundo se cierre, la lección final, indómita, insalvable como el río que arrastra todo sin piedad reclama al universo -Yo soy Aguirre, yo soy la Ira de Dios, el Príncipe de la Libertad y del reino de Tierra Firme y provincias de Chile... Autor: Daniel Rojas P. - "El Loco" Arica 1 de Octubre del 2007 - Primer Lugar del Tercer concurso de Narrativa organizado por el Departamento de Español de la Universidad de Tarapacá Biografía: Daniel Rojas Pachas (1983) Escritor y Profesor de Literatura egresado de la Universidad de Tarapacá, reside en Arica-Chile donde ejerce la docencia universitaria y cursa el magíster en Ciencias de la comunicación en su casa de estudios. Actualmente edita la Revista Literaria virtual y editora Cinosargo. www.cinosargo.cl.kz Ha publicado los poemarios Música Histórica y Delusión en el 2006 y 2007 (autoedición) y Gramma en el 2009 con Editorial Cinosargo, en investigación ha publicado Realidades Dialogantes, un análisis pragmático de cinco novelas Latinoamericanas Generacionales, por el cual fue beneficiado el 2008, con el fondo nacional de fomento del libro que otorga el consejo nacional de la Cultura y las Artes de Chile. Actualmente su publicaciones aparecen periódicamente en revistas literarias nacionales e internacionales y ha sido seleccionado para formar parte de la Antología de poesía 2009, ediciones Jaguar de México. Más información en su weblog Personal: http://www.danielrojaspachas.blogspot.com


Milagro divino por J. Carlos de León Publicado originalmente en Cinosargo el 27/09/2008

[...] era como si cada noche durara varios siglos, de modo tal que, durante esta inmensidad de tiempo, bien podían haberse operado en la especie humana, en la tierra misma y en todo el sistema solar, las transformaciones más profundas." Daniel Paul Schreber Ella duerme, de lado, y desconoce todo lo que alrededor ocurre. Las ventanas de su habitación están cerradas. Es imposible que una línea de luz se filtre. Hay un silencio absoluto. Si algún sonido se produjera afuera del dormitorio nadie lo escucharía dentro, no sólo por los gruesos cristales, sino por los cortinajes. Lo único que se oye son las manecillas del reloj. Son las once y veinticuatro. Alguien abre la puerta despacio, y provoca un leve sonido al rozar con sus pies el pelo de la alfombra. Una mano tersa y alargada toca uno de sus hombros. Parece que sus uñas acaban de ser arregladas por la manicurista. Su cuerpo a excepción de su nuca está oprimido por el peso de las colchas, y al mismo instante ese punto de su hombro está oprimido también por el peso de esa mano fina y suave. “Linda, te esperan abajo”. Los dedos alargados dejan de tocarla, y vuelve a oírse el sonido de los pies al rozar la alfombra. La puerta queda cerrada. Una de sus mejillas reposa sobre el almohadón mientras alguien vino a inquietar su sueño. Un leve dolor en su oreja hizo que cambiara de posición. Sus piernas tenían temperaturas diferentes, las movió. Está despertando. Creyó haber oído algunas palabras. Estira sus brazos, descruza las piernas, junta las manos sobre el tórax, respira hondo algunas veces y abre los ojos. Cuando deja de moverse no escucha nada, pero algo recuerda: Erinia tal vez llegó a despertarla. Se cierran sus ojos luego de mirar la puerta y las ventanas, la cara del reloj y las manecillas. Antes de que el esputo empiece a moverse en su garganta, de que produzca ese silbido con que vuelve a dormir, escucha el rumor de gente proveniente de abajo. Y en ese mismo instante alguien golpea dos, tres veces desde el otro lado de la puerta, y regresa la mirada hacia el fondo negro de la habitación puesto que no hay luz pero advierte algunos reflejos, el pelo de la alfombra como de dos centímetros, aplastado con la forma de unos pies, sus pies, que marcó al acercarse a la cama, al rozarle el hombro y al salir del cuarto. Luego, nuevamente su voz, serena y desde lejos, a través de la rendija que dejó con la intención de que los ruidos del exterior la despertaran, cuando tocó tres veces en su puerta. Separa las manos que estaban encima de su pecho, tose, se apoya sobre la colcha y se sienta en la cama recargando parte de su espalda en la pared. Se sacude toda, los resortes rechinan, algunas voces han cesado, saltan del colchón algunas esferas de polvo. Baja, sube, ese movimiento desminuye lentamente y, al quedar quieta, intenta oír pero no oye nada. Atiende, piensa en sus oídos, pero no escuchas más. Cubre nuevamente sus ojos con los párpados. Entonces alguien abre la puerta por completo y choca contra el pequeño buró, y se produce un ruido estrepitoso, que inunda materialmente su cuarto, de pared a pared y de piso a techo; vuelve a mirar, mueve la cabeza para ver hacia la puerta, y descubre parte de la sombra que produce Erinia cuando se aleja. Se talla vehemente los ojos, y vuelve a escuchar el rumor de la gente abajo.


Oye de pronto un grito corto de tono grave. Arquea una de sus cejas, y enseguida arquea también la otra. Con claridad absoluta percibe voces reconocibles, o eso cree. Un grito provoca que cierre los ojos y separe los labios, pero con los dientes apretados. Tiene ganas de cerrar la puerta. Es indudable que no quiere levantarse, pero si ese tipo de incidentes se repite, o lo que sería mucho peor, crece, no podría volver a dormir. Encoge la pierna derecha y hace todo lo necesario para bajar de la cama y evitar ese ruido incesante; cuando oye que alguien corre al subir la escalera, y que después sigue corriendo por los pasillos y se acerca a su cuarto, deja de moverse y espera. Baja los párpados, agita la respiración adrede, mira por una abertura mínima entre sus pestañas, tiene la seguridad de que la cree dormida. La silueta de Erinia queda enmarcada por la puerta abierta. Se aproxima, se hinca junto a su cama, se inclina, deja ver su figura y en el mismo instante se incorpora. “¿Linda, qué pasa?, ¿por qué no bajas?”, susurra. Cuando inicia su segunda pregunta, “¿por qué no bajas?”, aprieta la mano derecha, formando el puño, toma vuelo y le da un golpe en el vientre. Aprieta los dientes, los párpados y resiste, sin producir algún sonido, excepto con el vientre al recibir su puño. Grita de nuevo, le jala el cabello, le araña la cara, y medio se asoma para ver otra vez bajo su cama, todo al mismo tiempo, y luego vuelve a hablarle: “Linda, por favor, baja, ya está todo listo”. Y se va sin cerrar la puerta. Abre los ojos, parece que escucha risas, pero sólo es su imaginación, porque la oscuridad le hace creer cualquier cosa; sin embargo los oye. A través de la puerta de entrada, de la única puerta, llega un poco de luz a su cuarto, a ras de la alfombra. Las huellas de los pies se ven más grandes por la sombra, sobre todo las de la última visita que hizo Erinia. Se oyen de nuevo las risas y su voz. No falta mucho para que suba a llamarle, y es conveniente evitar un nuevo altercado. Encoge las piernas, apoya las manos, endereza su tronco, saca los pies y los coloca sobre la alfombra. Retira las colchas, cierra los ojos y aprieta con los dedos, los vuelve a abrir, repite tres veces esa acción. Se levanta. Permanece de pie unos instantes y mira la puerta. Intenta toser, pero algo impide que lo haga: su lengua está pegada a la campanilla. Traga saliva, siente una flema que se desprende. Da tres pasos, coloca su mano sobre la manija de la puerta. Oye que Erinia sube la escalera. Cierra aprisa, regresa a la cama, toma una postura apropiada, separa menos de un centímetro las mandíbulas, junta los párpados, aunque no del todo, para ver por entre las pestañas sin que ella pueda notarlo. Respira hondo y ronca. Trata de no sobresaltarse con el golpe de la puerta, pero es inútil, y por estar viendo la puerta en el momento en que empieza a moverse, junta las rodillas y la cabeza y se tapa los oídos por inercia, buscando una protección instintiva. Ve cómo Erinia trata de mirarla. Advierte que no se acerca demasiado a la cama, que intenta tocarle el hombro pero no alcanza. “Linda, cuando gustes”, le dice quedo, como si supiera que está despierta; “Linda, por favor no demores”, y sale y deja abierta la puerta del cuarto. Entonces se levanta y va a su encuentro. Deja la puerta abierta cuando sale. Pronuncia su nombre en voz alta. Baja las escaleras oyendo aquellas voces. Cuando llega a estancia advierte que no hay nadie, sólo los utensilios clínicos y humedad en las paredes. Sobre la pequeña mesa de centro hay varias jeringas y vasos con un líquido de aspecto coagulado que provoca náuseas. Repite su nombre otra vez. Luego recoge el desorden. Sube. Pisa los escalones, haciéndolos sonar del mismo modo como los oía desde su cuarto. La puerta del dormitorio está cerrada; la abre. Las manecillas han girado varias veces. Las voces comienzan de nuevo. Las esferas de polvo tienen más centímetros de grosor. Se acerca, pone su mano sobre su hombro y dice: “Linda, te esperan, no tardes”. Biografía: J. Carlos de León. (Ciudad de México, 1981) Estudió en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Escribe cuento, crónica y ensayo. Sus textos han sido incluidos en diversas revistas de México y España, entre ellas Casal del tiempo, El universo de El Búho, Punto en línea, Homines, Y sin embargo magazine, Palabras Malditas, Revista Acequias y Comunicología de la UIA, y Revista Espiral; entre otras. A principios del 2008 obtuvo el Segundo Lugar en el concurso de cuento organizado por la EPCSG. Más información del autor en: http://fenomenoenoptico.blogspot.com/


LA CITA por Gustavo Marcelo Galliano Publicado originalmente en Cinosargo el 02/11/2008

Los golpes en la puerta fueron contundentes. Precisos. Potentes. Él se preguntó porqué no habría tocado el timbre. Comprendió entonces que ella sería muy especial. Tanto como él anhelaba. Tal vez algo chapada a la antigua. Pero nadie que golpea así una puerta puede ser desapasionada, pensó. Y esto lo excitó. Se apresuró a abrir. Antes de girar el picaporte, trató de alisarse el cabello con la mano. Sabía que ella vendría, pero el tiempo se escabulló más rápido que lo planeado. Remoloneó en la cama. Se demoró en la ducha. Y se inquietó ante la posibilidad que ella lo creyera un desconsiderado. Abrió la puerta y quedó perplejo. Ella lucía bellísima. Mucho más hermosa de lo esperado. Totalmente diferente a como él la imaginara. Quizás un poco más oscura. No de una oscuridad lúgubre. Una oscuridad intrigante. Pero no sería un obstáculo. Nunca la oscuridad lo ha sido. Tanta belleza para tan poco tiempo, quizás resultara excesivo, pero imposible de rechazar. Ello tampoco sería obstáculo. El vestido negro, bien ceñido al cuerpo, le sentaba de perlas, a pesar que las perlas más preciadas fueran las blancas y el vestido de brillante negrura. El detalle de los guantes de seda resultaba magnífico. Alta y delgada. Delicada y misteriosa. Se dio cuenta entonces que una gota de sudor le recorría la espalda. Una de aquellas gotas que se brotan tibias, pero se desbarrancan heladas. En la penumbra bajo el dintel, ella lo miró fríamente, a la vez ansiosa. Él hizo el ademán gentil para que entrase. Ella agradeció con una leve mueca, un movimiento de cabeza, e ingreso lentamente, desplazándose sobre sus tacos aguja. Pié delante del otro pié en cada paso. Ondulante. Sugerente. Él necesitaba ser un caballero diligente, a pesar de estar despeinado. Le invitó a sentarse, le ofreció una bebida. –“Diet”- escogió ella. Luego él la convidó un cigarrillo. Ella aceptó de buena gana. “Lástima que el tabaco mata”-, comentó él, algo nervioso. – “Ese es el secreto de su éxito”-, respondió ella, mientras exhalaba una boconada de humo que en espiral ascendente, se alejaba hasta estrellarse contra el cielorraso de yeso. - “Te deseo ahora” – exclamó ella sin cabildeos, sin dejar de mirarlo. Y su voz redobló seca y tajante en la sala, como convirtiendo un deseo en orden. - “Me halagas... pero terminemos el trago... aún es temprano” – respondió él. - “Nunca es temprano” – dijo ella con tono seguro. – “Simplemente es o no es. Y no me gusta perder tiempo en lo que no es”-. - “Vamos... dame la chance de unos minutos... luego me tendrás” – suplicó él, en tono calmo. Ella se incorporó del sillón y camino hacia él. Sus pasos no retumbaron en la sala. Se paró a su lado, y con una mano comenzó a acariciar sus cabellos, de por sí despeinados. Él suspiró profundamente. –“Veo que eres persistente, nada te detiene ¿verdad?”- murmuró mientras entrecerraba los ojos. Su respiración comenzaba a acelerarse. Su corazón pasaba del tranquilo paso al enérgico trote del centauro. - “Es mi esencia. Nada ni nadie me detiene cuando lo deseo. Jamás” – fue su lacónica respuesta. Y por un instante él pudo observar un dejo de nostalgia o remembranza en el duro rostro de ella. Pero solo fue un instante. Y los instantes se esfuman en la nada. - “¿Lo prefieres aquí... o en el cuarto?”- consultó ella ya impaciente, aunque con voz muy pausada, tranquilizante. Seguía penetrándolo con la mirada. Ella manejaba el juego. Cada lapso. Cada pausa. Ambos lo sabían. Él era pura adrenalina. - “En el cuarto, por supuesto”- respondió él.


– “Es más práctico, me gusta lo clásico” - “De acuerdo”, disparó ella, mientras el brillo de su sonrisa tornaba pícara la penumbra por un instante. Pero los instantes... Lo tomó entonces de la mano y se dirigió hacia el cuarto. Ella llevaba la iniciativa decididamente, a pesar de ser la primera vez que visitaba la casa. Eso le agradaba a él. Dejarse ser llevado, aunque sea por una vez, resultaba plácido. Al llegar la habitación, ella giró y se quitó los zapatos. Luego fue el turno de las largas medias de seda, descendiendo por sus estilizadas piernas. Y el enérgico trote del corazón de él se fue convirtiendo en imponente galope de semental en celo. Luego se acercó hasta que ambos cuerpos quedaran casi unidos, de pié. Y casi apoyando sus labios contra los de él, preguntó: -“¿En el piso o en la cama? ” -; Él sintió que la sangre hervía en las venas. Sintió como si estuviera desbarrancándose desde la cima más alta, hacia el abismo más profundo. Hacia una pendiente eterna. –“Creo... que... en la cama estaría bien...”, respondió él titubeante. Y esta vez no por metódico. Simplemente porque ya era hora. Y cuando es la hora, ya no debe abundarse en palabras. - “Eres un clásico... claro, eres un hombre. Las mujeres suelen tener más imaginación” – exclamó ella, mientras se quitaba los guantes de seda. Y el morbo del comentario hizo que él sintiera un hormigueo en el estómago. Su pecho era ya un corcel desbocado. - “¿Algo más antes de hacerlo? “ – preguntó ella mientras él se acomodaba en la cama, algo tenso, un tanto nervioso. Muy nervioso. - “Sí... dime tu nombre” - respondió él. - “No, ese deseo no es posible. Puedes llamarme como desees. Debo confesar que me excita ser llamada de tantas diferentes maneras. Pero no habrá posibilidad de negociación con esto. Usa tu imaginación”- reflexionó ella. - “De acuerdo... música entonces. Me encantaría escuchar de fondo una suave música”- dijo él. – “Dime el tema que prefieres y serás complacido” – consultó ella, mientras el vestido negro dejaba de ceñir y caía, dejando al descubierto su total desnudez. Bestial desnudez. - “El... el Ave María” – respondió con un dejo de vergüenza. “Eres un pervertido... y eso me fascina”- respondió ella, lujuriosa. Ya era tarde y cada minuto contaba, debía apresurarse. La música comenzó a poblar los silencios, muy tenuemente hasta perpetuarse plena, invadiendo de pentagramas y nostalgias el cuarto. Ella colocó su desnudez sobre la de él. Desnuda. Acarició su rostro. Besó sus párpados. Y él se entregó totalmente. Se dejó llevar. Libre ya de remordimientos y pecados se dejo llevar. Ya era hora. La hora. Hora de dejarse llevar. - “¿Estás preparado?” – preguntó ella haciendo alarde de tino y calma. “¡Claro, vamos pronto de una vez!” – fue la respuesta, que por primera vez demostró seguridad. Los labios de ella se posaron sobre los de él. Fue solo un instante. Un eterno instante. Como una succión apasionada. Ella humedeció su abismo en deseo. La noche fue testigo. Retraerse suavemente contra la soledad y embatir a fondo, contra el hastío. Entornar los ojos a lo que vendrá. Él se estremeció. Su cuerpo se convulsionó durante un breve lapso. Y fue entonces la hora. Luego del cimbronazo procedió la calma. Él se quedó quieto, muy quieto. En silencio y sin movimiento. Y comenzó a enfriarse lenta, continua, progresivamente. Ella se incorporó y se alejó de la cama. “Tarea cumplida” se dijo, mientras se dirigía hacia el baño. Se lavó los dientes tan blancos como perlas. Con el cepillo de él. Y se lavó las manos. Con el jabón de él. Luego de peinarse, se vistió y volvió a calzarse y colocarse los guantes. De seda. Plena. Ya era la hora de visitar otro cuerpo. Otra forma. Otra rutina. Antes de cerrar la puerta del cuarto, se dio media vuelta un instante para dedicarle una última mirada al cuerpo que fuera de él. Yacía tendido sobre la cama. En su rostro parecía reflejarse una mueca, mezclaba de sorpresa y tranquilidad. Sólo un cuerpo más, cuerpo ya sin alma. Inmóvil y pálido. Tan pálido. Ella cerró la puerta y se encaminó hacia el ascensor. Ya en descenso consultó en la diminuta agenda su próximo destino. No había tiempo que perder. -“No es tarea fácil la de ser Muerte”- se dijo, resoplando levemente, a sí misma. -“Nunca hay descansos”-. Se sintió apesadumbrada, pero así era ella. Perseverante. Eficiente y solitaria.Biografía: Escritor, poeta, docente universitario. Reside en Rosario, Santa Fe, República Argentina. Se desempeña como Corresponsal Especial de la revista internacional de Arte y Literatura Cañ@santa (Toronto, Canadá) y Columnista Literario de la columna de Cultura y Arte en RMC (Florida, USA).


HEMINGWAY Y LA TORTUGA MARINA por Wilfredo Carrizales Publicado originalmente en Cinosargo el 18/11/2008

Por los fuertes hombros del viejo Francisco corrían apresuradas gotas de un sudor tropical y viscoso. Llevaba consumida la mañana entera empeñado en reparar una avería localizada en el motor de su lancha pesquera. De un momento a otro vendría Hemingway, hediondo a gato y a ron y tabaco habaneros y le ordenaría echarse juntos a la mar y batallar contra las olas en busca de exquisitos peces. Francisco inspeccionó la inmensidad del cielo y la del mar: ningún rastro de posible turbulencia estaba presente. Rezó una corta oración y haló la cuerda del motor. El conocido rugido le informó que la avería había sido subsanada. Por la playa, un conocido corpachón se acercó cantando una melodía obscena. Hemingway se detenía un breve instante y el contenido de la botella de ron disminuía ostensiblemente. -¿Estamos listos, Francisco? -Listos, Papá Hemingway. La botella fue arrojada al fondo de la lancha, entre los cordeles, los arpones y las redes. Hemingway y Francisco empujaron la lancha hacia el mar, en donde ella flotó, conocedora. Los dos cubrían sus cabezas con sombreros de paja y las gaviotas les chillaban cerca. Se dirigieron rumbo al sureste: en esa época abundaban grandes peces que merodeaban por los islotes. Francisco era diestro con el arpón. Pronto la lancha se fue llenando de criaturas marinas. Hemingway ya se las imaginaba abrasándose sobre carbones encendidos. Bebió un largo trago de la botella de ron y se la ofreció a Francisco, quien sólo se mojó los labios. De improviso, una enorme figura pasó por un costado de la lancha. La más descomunal tortuga marina nunca antes vista por ninguno de los dos, nadaba a ras del agua, sin mucha prisa. Hemingway quedó absorto, admirándola. Francisco, sin perder tiempo, le arrojó el arpón con todas sus fuerzas y se lo hundió profundo en el lomo. La tortuga se sumergió, con impetuosidad, hacia las agitadas aguas internas, remolcando tras de sí a Francisco, cuya pierna derecha había quedado enredada por el cordel. Hemingway ni siquiera pudo lanzar una expresión de asombro. Simplemente quedó paralizado durante algunos minutos, mirando fijamente el punto por donde desaparecieron Francisco y la tortuga arponeada. La marea alta condujo a la lancha pesquera a su lugar de origen. En su interior brillaban las escamas de los pescados, tocados por una inusual resplandecencia lunar. Hemingway, borracho, pero lúcido, reflexionaba acerca de una posible estética de la muerte sorpresiva y súbita. Autor: Wilfredo Carrizales Biografía: (Cagua, estado Aragua; Venezuela; 1951) es poeta, cuentista, fabulador de textos breves, minicronista, actor monologista, sinólogo, traductor, editor, conferencista y animador cultural. Realizó estudios de la lengua china, clásica y contemporánea, y de historia y cultura de China en la Universidad de Peking (1977-1982). En diversas instituciones venezolanas (universidades, museos, casas de la cultura, ateneos) ha dictado cursos, charlas, talleres y seminarios sobre aspectos de la cultura china: filosofía antigua, pintura, poesía, literatura clásica, historia, etimología. Ha colaborado en importantes revistas y suplementos culturales de Venezuela. Desde junio de 1992 hasta agosto de 2001 fue el coordinador de Eventos Literarios y Publicaciones de la Secretaría de Cultura del estado Aragua, en Venezuela. De septiembre de 2001 a septiembre de 2008 ejerció el cargo de agregado cultural en la Embajada de Venezuela en la República Popular China. La casi totalidad de su obra permanece inédita (poemarios, libros de cuentos y crónicas).


¡OH, SUSAN! por Daniel Pulido

Publicado originalmente en Cinosargo el 18/11/2008

Susan acaba de llegar. Descarga su mochila de nylon sobre el piso de tierra de la casa de Isabel. Tres niñas la observan con curiosidad, Isabel trata de modelar una sonrisa aunque sus ojos no pueden ocultar la vergüenza de ofrecer a la recién llegada un lugar tan humilde para vivir durante la semana que la gringa planea estar con ellas. Susan sonríe también; para ganarse la confianza de la familia se pone en cuclillas y saluda a las tres pequeñas, les extiende una mano mientras con la otra busca en su mochila unos chocolates “Hershey’s” que ha traído para la ocasión. Las niñas, ante tan fastuoso regalo, sonríen con tímido entusiasmo. ¿A ver niñas, cómo se dice? – les reclama Isabel. ¡Graaaaciaaassss! - corean las cuatro. ¡Oh, no, no, no, de nada! - responde Susan mientras se incorpora. Isabel la conduce a su habitación, el mejor catre para la visitante, la mejor almohada, los mejores tendidos de cama. Flores de verdad en un florerito plástico sobre una mesa pequeña. El piso de tierra recién barrido y humedecido para aplacar el polvo. Isabel se ha esmerado en preparar esta habitación, sabe que le dejará la jugosa suma de 50 dólares por una semana. Así que ha levantado una pared con plástico estampado y ha fabricado una especie de puerta-cortina con un trozo de manta pintada con letras gigantes, en la cual se alcanza a leer: “VOTE PO…”. Además Isabel ha desocupado su propio ropero de dos cuerpos; su ropa y la de sus hijas la ha metido provisionalmente en cajas de cartón, el ropero lo ha puesto en la habitación de Susan, un mueble de madera, con espejo incorporado, provisto de cerradura su depósito principal. Inconscientemente Susan recuerda su cómoda habitación allá en Gettysburg y no puede evitar una contracción furiosa de su estómago de voluntaria de la iglesia Luterarana. Sacando fuerzas de flaqueza logra esbozar una mueca que pretende ser sonrisa. El cuarto es oscuro, huele a húmedo, el hirviente techo de cinc se puede tocar con la punta de los dedos sólo estirando el brazo. Una bujía amarilla pende de un cable, Isabel le enseña a la gringa lo fácil que resulta encender o apagar la luz enroscando o desenroscando la bujía. -

La dejo sola para que acomode sus cosas. Okey, muchas gracias doña Isabel.

Susan tira su equipaje sobre el catre, abre las puertas de los dos depósitos del ropero, abre su mochila y procede a acomodar sus cosas: pantalones, camisetas y gorras, predominantemente en colores caqui; botas de cuero, un pote gigante de protector solar en crema, champú y rinse, jabones antibacteriales, desodorante en barra, talco antihongos, cremas antialérgicas, loción repelente contra zancudos, tapaojos para dormir, ropa interior de algodón, pasta dental, enjuague bucal, cepillo dental de baterías, un pequeño botiquín provisto de medicamentos propios para tratar enfermedades tropicales, una bolsa de caramelos para regalar, toallas sanitarias, papel higiénico, chinelas nuevas, un par de mullidas e inmaculadas toallas, gotas para los ojos, para los oídos, un estuche con diversos instrumentos metálicos para el cuido de manos y pies, una navaja multiusos y un Nuevo Testamento pequeño de color azul oscuro. Seguidamente desenrolla su saco de dormir y lo tiende sobre el catre, saca su teléfono celular, le conecta los audífonos, y se refugia en su colección de música selecta mientras reflexiona en el lío en que se ha venido a meter por andar dándoselas de cristiana entre la feligresía luterana de su pueblo.


Isabel por su parte limpia de nuevo el mantel plástico que cubre la mesita de la cocina, presurosa reacomoda el juego nuevo de salero y azucarero, el porta servilletas, los vasos nuevos de vidrio, estampados con estrellitas de colores; verifica que el porta cubiertos plástico esté bien tapado para que no lo pateen las moscas ni las cucarachas. Repasa el suelo de la cocina con la escoba, revisa el arroz, remueve los frijoles, empuja los tizones entre el fogón, le da los últimos retoques a los trastes que cuelgan de la pared de ladrillo y se dirige, nerviosa, a la habitación de Susan para preguntarle si le gustan los frijoles fritos y si conoce o le gustaría probar la tortilla de maíz. Susan, debidamente entrenada con anticipación en Gettysburg por un misionero con experiencia, le dice que sí, que muchas gracias. Se levanta con dificultad del hueco del catre, busca su cámara digital y sale de su habitación dispuesta a iniciar el registro fotográfico de esta exótica aventura. Se dirige al patio, le toma fotos al cerdo amarrado, a los perros flacos, a las gallinas que la observan con curiosidad; pregunta amablemente por el servicio higiénico, Isabel petrificada le señala la letrina al fondo del solar. Una vez adentro del cuartucho, Susan traga grueso ante la pestilencia, con gran temor desenfunda sus nalgas rosadas dirigiéndolas hacia aquel hoyo que parece salido de una película de terror. Zumban moscas y mosquitos en la boca del excusado; venciendo la repugnancia que le enrojece y congestiona el rostro, la gringa se acurruca a medias y, cuidándose de no rozar siquiera su esmerado culo con el cemento curtido del excusado, deja salir un minúsculo chorro de orín y un diminuto, atemorizado e inodoro trozo de mierda. Acto seguido sale despavorida del lugar, escondida detrás una sonrisa escuálida se dirige a su cuarto, saca el jabón actibacterial y corre a la pila de agua donde se lava las manos con suma meticulosidad y abundante espuma. Las hijas de Isabel se han quedado observándola con insistencia y curiosidad, ella les sonríe, las niñas tratan de esconderse una detrás de otra, Isabel las reprende, no sólo por tímidas sino porque ya se han ensuciado, ya se han despeinado y ya tienen de nuevo el vestido, la cara y las manos negras de tierra. ¡Oh, no se preocupe doña Isabel, son unas niñas lindas! Gracias doña Susan, pero es que… ¡viera cómo cuesta que se mantengan limpias! ¿Puedo tomarles una fotografía? ¡Hay doña Susan, qué vergüenza!... ¡Vayan niñas a lavarse y peinarse, les voy a buscar unos vestidos limpios para cambiarlas! Mientras la familia se prepara para la foto, Susan se dedica a sonreír y saludar, agitando la mano, a todo el vecindario que la observa:: unos desde sus patios, otros desde las puertas o ventanillas de sus casas, otros desde la calle, otros desde la esquina de la pulpería mientras comentan y sonríen. Para disimular la incomodidad, Susan se aferra al botón disparador de su cámara digital y toma foto tras foto con desesperación. Isabel y sus tres hijas salen de nuevo, limpias y recién peinadas. Susan busca el mejor lugar, la mejor luz, les pide que se coloquen delante de un florecido palo de veranera. La familia rígida ante el ojo de la cámara, las sonrisas artificiales, tensas, Isabel atrás de sus hijas, extendiendo sus brazos sobre ellas; las niñas juntas, casi amontonadas, con los brazos caidos, sin saber qué hacer con ellos, ni con sus caras, ni con sus ojos; sólo la certeza de estar juntas enfrentando aquel artefacto monstruoso que capturará sus almas, su tiempo, sus mejores vestidos y semblantes. ¡A ver…sonrían…uno…dos…treeees…essssooo…! Una vez terminada la ceremonia, Susan retrocede la memoria de su cámara y pone de nuevo la imagen recién captada en la pantalla, se dirige orgullosa hacia Isabel y sus hijas y les muestra la fotografía. Todas sonríen como cavernícolas, Susan les pide posar para una foto más, la familia no dice que no; al fin y al cabo cincuenta dólares no llegan todos los días. Autor: Daniel Pulido, Noviembre 13 del 2008. Biografía: (Bogotá,1956), resido en Nicaragua desde 1984. He publicado tres libritos de cuentos: "CRONICAS PARA LA EDAD DEL HAMBRE" (2000), "Cuentos para leer en Familia" (2005) y "Asuntos del Barrio"


EL TOROGÓZ GORDO por Ignacio Cardenal Publicado originalmente en Cinosargo el 04/12/2008

Había una vez un torogóz muy gordo. Se había inflamado de tanto comer las sobras que en los platos desechables dejaban los estudiantes en la cafetería universitaria, y, con suma dificultad, se la pasaba brincando de mesa en mesa para engullir extraños bocadillos que le saciaran el hambre. Un día, el torogóz se sintió muy triste, pues a duras penas conseguía volar hacia su nido o hacia los jardines en los que prefería estarse. Sus alas esmeralda no podían con todo el sobrepeso que había ganado en semanas. -No, no es posible –pensó el torogóz-. Debo de hacer algo o nunca jamás podré remontar el vuelo. Tengo que buscar un mejor lugar en dónde alimentarme. Así lo hizo. El torogóz voló con grandes esfuerzos hasta la estatua de la diosa Atenea, en la que fue a posarse sobre el hombro izquierdo. Ahí, mientras descansaba de su fatigoso viaje, pensaba que había encontrado el lugar perfecto para cambiar de vida; justo al lado de la diosa de la sabiduría. Pero pronto se percató de los murmullos que le lanzaban los estudiantes: -Ve, ese torogóz maje cree que es el tecolote de la Minerva. -No –pensó el torogóz – Yo no puedo compararme con un tecolote. Si sigo aquí sentado la gente va creer que soy un pájaro que no soy: mi gracia son mis plumas. Además aquí hay muy pocos sitios dónde comer. Me voy. El torogóz emprendió nuevamente su trabajoso vuelo, no sin antes despedirse de la diosa de la sabiduría, a quien estampó un recuerdo desde las profundidades de sus entrañas en el hombro dónde se había posado. Primero descansó en un almendro, luego descansó en una palmera, después se posó a la sombra de un árbol de mangos y por fin se estableció en una viga de una casa donde se reunían los miembros de una organización de estudiantes, los cuales acogieron al torogóz de muy buena manera, colocándole agua en un recipiente y algunos trozos de fruta. -Creo que me quedaré por fin en esta casa –se dijo el torogóz-. Estos jóvenes aún se acuerdan de los animales de su tierra. Además sus pláticas se oyen muy interesantes. De este modo el torogóz permaneció por dos semanas en el local de la organización estudiantil, y durante ese tiempo comió fruta fresca y agua purificada; escuchando atentamente las conversaciones acerca de un señor al que llamaban Marx, y otro al que llamaban por un nombre más extraño de pronunciar aún. Pasaron los quince días y el ave volvió a sentirse incómoda en aquel lugar, pese a la buena comida y a los diálogos. -No sé por qué pero ya no me gusta esta casa –pensó el torogóz – Creo que no he bajado solamente de peso, sino también de conciencia. Estos nombres tan raros de pronunciar no van conmigo. Me voy.


Si bien era cierto que el pájaro había bajado algunos gramos de su grasa, no consiguió volar con completa libertad. Se dio cuenta que aún llevaba consigo mucha de la porquería que había comido de todas partes, en especial de las sobras de los platos desechables. Por fin llegó a una Ceiba, y permaneció ahí en silencio durante veinte días con sus noches, no sin esforzarse por no dejarse ver de los transeúntes de la facultad que se morían de risa al ver su perfecta redondez. En ese tiempo el torogóz aprendió finalmente lo que era ser un torogóz, y al final de sus veinte días y veinte noches de reflexión profunda se dijo: -Ahora sí que he bajado mucho de peso, y he aprendido mucho sobre lo que es ser torogóz. La lluvia me ha dado de beber, la brisa ha refrescado mi mente y las risas de los estudiantes me han templado las alas del carácter. Hoy debo volar. Y el torogóz, que antes había sido muy gordo, voló por encima de toda la capital, hacia regiones de bosques y árboles donde pudo encontrar aves semejantes a él, con las cuales compartió lo que era ser torogóz. Les enseñó a cómo surcar los cielos, a cómo mezclarse entre las nubes, y por supuesto cómo escoger la comida que sí nutría tanto el organismo como la esencia de torogóz. Una tarde, uno de los pájaros más jóvenes, mientras aprendía a volar por sobre el smog de la ciudad, preguntó al que antes había sido muy gordo: -Decíme amigo, y al final, ¿qué es ser torogóz? Y el otro respondió: -Es saber comer aquello que te dejará volar por sobre el cielo azul que tenés enfrente. Ignacio Cardenal Biografía: Naci en la ciudad de San Salvador, tengo actualmente 21 años y me dedico a estudiar literatura tanto como en producir mis propios textos. He contactado a la revista cinosargo para poder dar a conocer mis trabajos. Estoy siempre abierto a las críticas de mis lectores. _________________________________________________ *1 El torogóz es el ave nacional de El Salvador, escogida por caracterizar las cualidades hospitalarias y hogareñas del pueblo salvadoreño, debido a que esta ave convive como en una familia.


Desde las sombras por Mauricio Cuadros Publicado originalmente en Cinosargo el 10/12/2008

Dentro de la oscuridad que regala la noche y la ceguera que nos produce el dolor, mientras disponíame a descansar mis párpados con el sueño, y el retardo de mi conciencia era evidente, creí haber visto un demonio. Tenía una particular fealdad, que emanaba desde lo profundo de su alma y que se expresaba hasta en su rostro: mezcla de ira infinita y de tristeza, combinada con un vaho denso a descomposición espiritual. Al mirarlo, me aterré, ya que la poca luz que había no alcanzaba a destellar la totalidad de sus facciones corporales, pero con el sólo hecho de apreciar ese ambiente que lo acompañaba -a decepción y torturacomprendí que se trataba de un alma desolada y enrabiada. No podía ser más que un ángel malvado. No pude decir nada, ni siquiera para gritar en son de ayuda; sólo me dedicaba a observar a la criatura, y ella a mí: los dos parados frente a frente. El horror era tal, que sentía que mis ojos en cualquier momento se saldrían de su órbita, y que mi cuello, rígido, colapsaría y dejaría caer mi cabeza. Era un poco extraño, él parecía estar muy tranquilo, ya que solamente estaba parado, igual que yo. Sin embargo, de igual manera podía percibir en el ambiente algo fétido que se filtraba por mi nariz; no era un olor, sino “algo” insoportable que sólo pude aguantar debido al shock que me causó la impresionante experiencia y que me dejó inmóvil. Pensaba: "¿cómo puede existir una criatura tan horripilante como ésta?" "¿qué querrá de mí?" "¡¿me vendrá a buscar?!"...mientras trataba de mover mi brazo perplejo en ese entonces. Todo era inútil, ni mis dedos podían moverse; sin duda era la vez que más terror sentí, que ni siquiera mi cuerpo me respondió. Luego vino la desesperación. Pensé: " si no puedo moverme, no tendré cómo defenderme de lo que me quiera hacer este maldito espécimen. Si tan sólo pudiera mover mi brazo y alcanzar a prender la luz...". Curiosamente, más me inquietaba la inmovilidad de él que la mía; no sabía qué era lo que quería ni porqué actuaba de esa manera: tan pasivo y desconcertante a la vez. Ya mi corazón no podía latir con más fuerza, era como un bombo que resonaba dentro de mí y que se expandía por toda la habitación. En un pequeño lapso, pude moverme e incliné mi brazo en dirección al interruptor de una vieja lámpara, pero para sorpresa mía él también se movió, como en una acción idéntica; algo así como una coreografía ensayada. Un zumbido en mis oídos se escuchaba, agudo y punzante sonido, producto de la impresión y las palpitaciones extra que mi corazón hizo. Mi transpiración era inquietante, fría y excesiva, mientras el demonio introducía su mirada extraña pero a la vez familiar, en cambio que la mía, cada vez más taciturna, expresaba el miedo aterrante de verlo ahí parado enfrente, así que me quedé quieto y dejé a un lado mi intención de iluminar la habitación. La noche se hacía cada vez más negra. Pero de un momento a otro, pasé del miedo infinito al odio. Me cuestionaba cuál era su fin al estar parado enfrente, sin siquiera hablarme. Una ira me invadía por pensar en su horripilante existencia que contaminaba todo. Ya no le temía – fueron lapsos de segundo – más bien le llegué a aborrecer. Pero luego imaginé que esa ira escondida podría ser producto de alguna manipulación de este ente malvado, que no necesitaría mover un músculo para influir en mis actos y convertirme en uno de ellos.


Si, evidentemente, esta criatura no se movería sino hasta que yo lo haga. Podríamos estar ahí parados por toda la eternidad. Así que me armé de valor para acercarme a él y me encomendé a Dios. Dije: “Voy a moverme. Primero lo haré con extrema suavidad hasta hacerme la certeza que no me atacará”. En ese momento volvían los síntomas del miedo. Como era de esperarse, al primer paso que di el demonio hizo exactamente lo mismo. Ya lograba verlo cada vez menos, porque la luz natural de la luna comenzaba a extinguirse debido a las nubes que la cubrían, pero yo tenía la certeza que él permanecía exactamente en una línea recta frente mío, así que seguí con mi firme paso, pero lleno de incertidumbre y miedo, tal que me provocaba una gran sobreventilación. Esos momentos fueron caóticos: mientras más me acercaba, menos podía verlo; ya cuando sentía su presencia, la oscuridad imponía su negro manto que lo cubría todo, y por más que abría los ojos para poder apreciar algo de él, no podía. Llegué a sentirlo tan cerca que me dio la impresión que si daba un paso más me toparía con su rostro. La oscuridad nocturna marginaba todo intento de visibilidad, lo cual daba la sensación de estar en un agujero inmenso, internado en el vacío infinito, lleno de incertidumbre y terror. Ya no quería dar un paso más, las piernas me temblaban otra vez, era mayor mi instinto de supervivencia que sacarme la duda de qué haría este demoníaco ser al acercarme. Preferí hacerme hacia atrás y guardar la distancia que creía necesaria para estar tranquilo; una cobarde pero humana acción. Ya que no veía absolutamente nada, y guardaba una distancia respetable, por fin me decidí a hablar. “¡¿Qué es lo que quieres de mí?!” “¡¿Por qué no dices nada?!”, gritaba desesperadamente, mientras el eco de la habitación amplificaba y desfiguraba mi voz. Parecía como si ya no hubiera nadie en la habitación, que el ente de maldad se había marchado, pero ese ambiente perceptible, húmedo y tenebroso, seguía ahí, mezclándose con la oscuridad y provocándome un sentimiento de vulnerabilidad. Mas no aguanté y me tiré al suelo y largué a llorar; el ángel demoníaco con su sola presencia me vencía y no podía controlarme. Aparecía de nuevo la rabia y el deseo rebelde de saber quién era ese sujeto que me manipulaba con sólo estar parado. Por alguna razón (no sé si fue por entrega, desesperación o inconciencia) me paré del suelo para encender la luz de una vez por todas; ya me estaba volviendo loco debido a la tensión y el miedo que me causaba la situación. Al fin y al cabo, estaba completamente seguro que el demonio no hablaría, y además ni siquiera podía verlo. Me dirigí tanteando en la pared, hasta que di con el bendito interruptor que iluminaría y extinguiría la solemne oscuridad que nos había acompañado en todo el suceso, y que se hizo más presente al final. Pero ya era hora de llenar la habitación de visibilidad. En ese instante, el tiempo transcurría extremadamente lento y todo mi cuerpo experimentaba múltiples sensaciones. Curiosamente, al encender la luz, yo cerré mis ojos y, además, estaba de espaldas al demonio, pero al fin me decidí por inclinar mi cuerpo y abrir los ojos, ya era suficiente dejarme llevar por supuestos y ver claramente lo que estaba en frente mío. Abrí por fin los ojos, y la clara luz me recibió primero: en un principio me encandiló, pero cuando todo volvió a la normalidad y mis ojos estaban más sedientos que nunca de captar todo a su alrededor, vi…


Nunca olvidaré aquella noche en la que creí haber visto un demonio, una noche única. Los rayos del Sol, que se asomaban tímidos al amanecer, divulgaban con énfasis todo el contexto que la noche no fue capaz de darme; y cuando digo TODO EL CONTEXTO, hay que tomar cada palabra con sumo detalle, ya que, aparte de esclarecer mi vista, el sol reveló que mi pagana existencia no me hacía abrir los ojos a la realidad: mi rumbo era un caos total. La habitación estaba rodeada de innumerables barrotes de acero forjado, los cuales sólo dejan que pasen las luces divinas del sol y la luna. Es obvio que si me encuentro atrapado entre paredes de concreto y barrotes de acero, no me estoy refiriendo a una convencional habitación que hay en un hogar; más bien hablo de una habitación perpetua, de esas que nuestra sociedad dispone reservadas para hombres que no merecen de libertad. Hombres como yo. Desde las sombras, que gentilmente ofrece la cárcel, tengo que confesar que realmente vi un demonio, para mí uno de los más dolorosos, frívolos y tristes, pero a la vez uno de los más arrepentidos e impactados; el demonio más desconocido y familiar de todos… Esa noche cuando di la vuelta al encender la lámpara, me encontré con la criatura que más temor me ha causado: me encontré con mi propia imagen. Estaba enfrente de un gran espejo. No sé quién lo habría puesto allí. Autor: Mauricio Cuadros Biografía: Estudiante de cuarto año de licenciatura en Lenguaje y comunicación en la Universidad de Tarapacá. Arica –Chile. Escritor de poesía y narrativa.


SEPELIO por Amanda Espejo

Publicado originalmente en Cinosargo el 15/12/2008

Anoche sentí la muerte susurrar al costado de mi cama. Seguramente quería decirme algo... No sentí miedo. Y no lo sentí hasta comenzar a revisar una lista imaginaria con los posibles candidatos a merecer su inevitable abrazo. Allí, después de un rato de adormecidas divagaciones, caí en cuenta de que mi temeridad no era tal y que el sueño o presentimiento de la Vieja Parca, seguramente, era una premonición a mi persona, una invitación indelegable a revivir una de mis antiguas muertes. Ahí sí tuve miedo... pensé, seguramente, que allí estarías tú. Porque, más que seguro , que si de edad se trata , la finada no ha de ser otra que la vieja tía Cándida, con sus casi noventa años a cuestas, evento al que no podré excusarme de asistir por miedo a disgustar a los parientes que ya se fueron y esperan por ella... seguramente, ha de ser así. Seguramente aquél día, será cuantioso en personas el cortejo a desfilar por el viejo Cementerio General, hacia el Patio de las Esculturas, en la Tercera de Tilo, y más que seguro, yo iré sola – no es cosa de complicar a las generaciones posteriores – y marchando en apartado, seguramente, por temor a encontrarte entre tantos rostros vacíos de vivencias en común. Y entonces, más que seguro, mi prima, la Pilar se acercará a mí en un gesto tan típico de los de ella: tan cristiano y redentor que me será imposible rechazarlo y, en un dos por tres nos abrazaremos llorando – o casi – como corresponde, y ello, seguramente, llamará la atención de alguien más de lo que yo quisiera y, más que seguro que, entre aquellos, estarás tú. En ese temido momento, seguramente los árboles se quedarán pasmados ante el retroceso sin vergüenza alguna del tiempo, y el viento dejará de colarse entre sus doradas hojas por miedo a interrumpir tan delicado e inusual momento... y las tumbas, las tumbas que de por sí están quietas, se alinearán una a otra, codo con codo para mantenerse más quietas si es posible aún. Seguramente ni tú ni yo dejaremos ver el impacto de la mutua visión. Es más, trataremos de no reconocernos de buenas a primeras para no romper con las buenas costumbres. Porque más que seguro, que todas las fortalezas adquiridas a través de los años se derrumbarán en cosa de segundos y, entonces, nos saludaremos con una voz casi cordial y un beso frío en la mejilla remordiendo la rabia acumulada en más de veinte años. Será así, más que seguro, que tendré que descolgarme de tu rostro y centrar mi atención en tus pasos, en mis pasos, en los pasos cansados y frívolos del cortejo en general y no reptar por tu espalda mientras te adelantas para acompañar el féretro más de cerca. Para ti ha de ser difícil... lo sé, tú la querías tal vez, mucho más que yo. Entonces, una vez reconocidos y reencontrados tú y yo, ya no será posible la paz en el Viejo Mundo de los Recuerdos Rotos porque, por un simple resquicio del veleidoso tiempo se escaparán juntos nuestros clones de antaño. Y entonces, dime...¿qué haremos allí tú y yo completamente desnudos de ropajes y de las trancas adquiridas con el pasar de los años? Seguramente, me costará reconocerme... me veré tan fresca y vital como ya ni me recuerdo. Mi vientre, libre y sin complejos, con su suave curva al frente y no parapetado tras absurdos ropajes. Mi trasero loco saltando de alegría frente al calor de tus ojos y hasta mis senos, libres de amarras y prejuicios bailarán alborotados tu bienvenida y, más que seguro que acabaran atrapados entre tus labios y tus dientes, mordisqueados dulcemente con todo el amor contenido por tanto tiempo, y...


¿es que aquellas serán mis manos? Esas que, seguramente, recorrerán tu cuerpo con la misma fiebre de antaño, palmotearán tus nalgas y te abrirán las piernas para poder acogerte entero entre sus palmas. Siempre fue así... mi mano izquierda, su palma, la cuna perfecta para tu sexo y, más que seguro que no lo habremos olvidado y retozaremos felices recostándonos en cada tumba que se nos antoje, con los brazos abiertos para abrazar el sol y las piernas abiertas para abrasarnos por dentro, haciendo el amor de a poco, un poco en cada superficie, un tanto así y un tanto asa hasta practicar toda la agenda de posturas que solíamos coleccionar... Y entonces, dime... ¿cómo es que no nos ves? O acaso sí, porque vas demasiado envarado y sonrojado mientras se deposita el ataúd en el atrio. Si. Seguramente, ya nos viste, y ¿cómo no hacerlo? Estamos desquiciados y como nunca presos de antojos y desvaríos. Míranos, o mejor, no, no te voltees, porque ¡fíjate!, estamos allí, sólo cuatro tumbas al fondo haciendo el amor de pie, tú agarrado a mi espalda y yo asiéndome al jarrón de mármol despojado de flores secas. Seguramente no lo habremos olvidado... nos excitaba tanto hacerlo así, y reíamos, reíamos a medias entre lo gemidos calientes de cada empellón. Seguramente, aquél día no dejaremos de hacerlo, entonces, por dentro, rezaré fervientemente para que el sermón del cura pueda apagar los estertores de cada orgasmo. Créeme: no quisiera seguir mirándonos en un momento así pero, te juro... no nos recordaba así... y si los demás pudiesen vernos tal como nosotros lo haremos, más que seguro, pensarían que la muerta soy yo. Un perfumé de flores húmedas se expandirá por el aire mientras depositan los ramos y coronas sobre la tumba de tía Cándida y nuestras siluetas se irán esfumando de a poco entre el murmullo denso del ambiente. Todo parecerá volver a la normalidad - si es que es normal un silencio de más de dos décadas – y ya sin excusas, más que seguro, te acercarás a mí para la el momento culmine de la despedida, y será entonces que yo sentiré toda mi vida dependiendo del giro de tus palabras, de la supuesta pregunta que puedas conformar con ellas, y más que seguro que ahí estaré padeciendo, con el vientre apretado y el corazón desorbitado hecho un manojo de alas dentro del pecho. Seguramente, tú tratarás de conservar la calma – siempre lo hiciste - y tomarás aliento antes de abrir los labios y, con esa voz suave y agazapada que usabas para los momentos difíciles me dirás: ¿Y cómo está nuestro hi...? Y allí quedará todo, porque seguramente, ya no te acuerdas de su nombre... ¡Ignacio!, gritaré yo, ¡se llama Ignacio y es el hijo que espera hace más de veinte años por un gesto tuyo! Pero, presiento que todo será inútil, porque conociéndote, seguramente ni siquiera lograrás formular la pregunta que alienta mi eterna espera y yo, más que seguro, tampoco seré capaz de tocar el tema frente a ti, allí, en el terreno de las Almas Muertas, y tan muerta a la vez me sentiré, que tendré que colgarme de la cima de los árboles y mover con fuerza mis pies que, de tan estáticos, habrán comenzado a echar raíces como corresponde a los de una torpe muerta en vida, como yo. Mas que seguro, a estas alturas, nuestros clones se habrán hecho añicos ante la vergüenza de tu silencio cobarde y, seguramente, sus fragmentos de cristales rotos volarán por el cielo completamente extraviados hasta hacerse polvo y nube y rayo y agua y, por fin, volver a la tierra en forma de llovizna tenue. Puedo afirmar – y es con toda seguridad - , que nadie notará mis lágrimas en un momento como ese y libremente, aunque sintiéndome más vencida que nunca, me marcharé del recinto recriminándome una y mil veces por haber nombrado amor a una simple calentura. Amanda Espejo. - Quilicura / 5 Agosto / 2008 Cuento seleccionado para la revista ANCLA número dos, dedicado al erotismo. (No lo publicaron entero). Diciembre del 2008 Biografía: Escritora: narradora, poeta, ensayista, nacida en Chile. Desde hace cuatro años y medio en Quilicura - comuna en donde reside - junto a otros cinco poetas, participa en la creación y difusión gratuita de una revista para el discurso literario llamada La Mancha, en donde tienen cabida todos los que escriben ya sea en Quilicura, o en cualquier parte del país y sus alrededores.



Sin duda guardábamos una deuda enorme con la narrativa expuesta en nuestras páginas. Este libro viene a llenar ese vacío. Es por lo demás gratificante para nuestro medio cultural rendir un homenaje a nuestros colaboradores y a la calidad de su arte. Por ello pretendemos en este primer semestre concretar nuestros proyectos en papel lo cual no implica abandonar el espacio virtual que tanta gratificación y diálogo ha promovido por ello prometemos nuevas versiones de Avisos (Des)Clasificados. Por el momento ya estamos preparando el volumen II que incluye a los autores del 2009 y así sucesivamente pretendemos seguir creciendo con las ediciones venideras de nuestro espacio en la red. Gracias por su preferencia y gracias a la dedicación de quienes han emprendido esta aventura literaria confiando en nuestro profesionalismo y pasión por la escritura. Daniel Rojas Pachas


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.