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Testimonio literario de Juan Calzadilla AÑO 7 / NÚMERO 341 DOMINGO 28 DE MAYO DE 2017
Dancer, de Mark M. Mellon
Cultura sometida, cultura liberada
I
Q
uienes en el seno de la Asamblea Constituyente de 1999 vivimos la experiencia de escuchar, sentir, estudiar y evaluar las múltiples manifestaciones, inquietudes, observaciones y propuestas de numerosos compatriotas y colectivos, incluyendo gran parte del denominado país cultural, no podemos menos que manifestar nuestra preocupación por lo que ha venido ocurriendo en algunas instancias del gobierno revolucionario, especialmente en estados y municipios cuyos Consejos Legislativos, Gobernadores, Alcaldes y otros funcionarios con poder de decisión parecen desconocer, ignorar o relegar la primordial significación de los derechos y bienes culturales consagrados en la ley fundamental aprobaba por nuestro pueblo en jornadas memorables. Un constante andar por el país durante estos dieciocho años, participando en foros, conversatorios, lecturas y encuentros, me han persuadido de que apenas una lúcida minoría de funcionarios estadales, y hasta de dirigentes nacionales, está realmente convencida de la importancia de la acción cultural como elemento transformador de las mentalidades, única manera de forjar cimientos perennes e inquebrantables en la sociedad que queremos. A tal punto abunda la confusión en tal sentido, que a menudo se tiene por acto cultural lo que no pa-
sa de simple diversión o jolgorio, y se invierten en ello —a la manera de otros tiempos— recursos que se niegan o escamotean a instituciones de cultura. O se tienen y se suele etiquetar a las artes (especialmente las expresiones musicales y plásticas) como únicas de la cultura, obviándose el resto de los saberes y disciplinas humanísticas. O se siguen destinando recursos no a las esencias sino a lo no urgente, como cuando en tiempos de bonanza se construían sobredimensionados estadios de fútbol y no pocas obras de carácter suntuario (a lo que nadie podría oponerse si privara el mismo criterio en los ámbitos culturales, educativos y científicos), mientras las casas de cultura y recintos similares (teatros, bibliotecas, salas de cine, museos, galerías, librerías) padecen en buena parte, donde existían o existen, la mengua de la indiferencia o la desidia, al punto de colocar en peligro valiosos inventarios del patrimonio artístico, incluyendo el arquitectónico, del país. Por supuesto que no es difícil encontrar, en Caracas y en algunos estados, importantes obras e iniciativas que no pueden, desde luego, soslayarse y constituyen parte sensible de lo anhelado. Han sido generadas por voluntades revolucionarias que lograron crear, rescatar y proteger ámbitos y expresiones extraordinarias, algunas de ellas, sin embargo, hoy tan desamparadas que de no mediar el apoyo y la acción continua de quienes están obli-
gados a ampararlas quedarán como efímeros operativos en el gran mar de operativos en que cierta parte de la burocracia, sin visión de futuro, ha sumido a la función pública. Estas carencias, omisiones y equívocos no pueden ser consideradas como manifestaciones de mala fe o frívola ignorancia. Son de larga data y sus orígenes cabalgan sobre cinco siglos de dominación política, económica y cultural.
II Si me preguntaran por la música o la culinaria o las formas tradicionales de cohabitación en algunas regiones del país, las islas de Margarita y Coche por ejemplo, o las de su vecino continental el estado Sucre (para sólo nombrar territorios de nuestro oriente), podría enumerar un copioso inventario de prodigios. Pero si indagaran por las de Anzoátegui o Monagas, territorios petroleros cuyas economías desplazaron como en un incesante aluvión no sólo sus formas seculares de producción sino sus propias tradiciones culturales, no sabría qué decir. Pues de existir, si existieron como presumimos, fueron sepultadas por lo que Rodolfo Quintero llamó la «cultura del petróleo». Sigue›››