Cuando era jovencito, escuchaba una canción de Silvio Rodríguez que se titula “¿A dónde van?”, y comenzaba diciendo “a dónde van las palabras que no se quedaron…” La canción juega con la idea de que quedan flotando eternas, como prisioneras de un ventarrón. La fantasía de Rodríguez inspiraba la mía – como acontece con todo arte, inspirador de la fantasía y la poética del espectador-, e imaginaba destinos distintos. Palabras amorosas que se transformaban en tiernas caricias, palabras tontas que se chocaban contra una pared, palabras tristes que se transformaban en gotas que como lágrimas rodaban por los cristales de una ventana, palabras alegres que eran guirnaldas que adornaban la fiesta, palabras de aliento que eran vientos inflando las velas de los mejores propósitos… Pero siempre “palabras”. Necesarias, inevitables, poderosas, redondas, punzantes… siempre palabras. Una vez escuché que en las Islas Salomón, en el Pacífico Sur, la tradición oral fue transmitiendo de generación en generación los valores culturales de dichas islas, como sucede usualmente. Dentro de este legado cultural, se transmitió la manera de talar un árbol. Así, cuando un árbol es demasiado grande para ser talado con un hacha, los nativos lo hacen caer a gritos. La comunidad se reúne en torno del árbol, los leñadores se suben a él, y todos, al amanecer, de pronto, le empiezan a gritar con todas sus fuerzas. Maldiciones de todo tipo durante treinta días. Según ellos, esos gritos matan el espíritu del árbol hasta que éste se cae derrumbado. Claro, podemos hablar de la ingenuidad del pensamiento fantástico primitivo, contando nosotros con la ingeniosa tecnología actual. Sin embargo, recuerdo también a mi abuela hablándole cariñosamente a sus plantas y logrando de ellas las más hermosas floraciones. Y mi abuela no era “primitiva”. Pero también me encuentro gritándole a mi computadora cuando funciona con una lentitud que me exaspera, o escucho a otros gritándole a sus autos cuando no funcionan, o a la escalera cuando alguno se tropieza con ella… Y lo peor, nos descubro gritándonos entre nosotros. Constato que darle patadas al auto, no sirve para encenderlo, solo para abollarlo y que darle gritos al otro, no soluciona nada, solo lastima y denigra. Y pienso, que tal vez los ancestros de las islas Salomón tenían razón y las palabras hostiles y los gritos, tienen el efecto de matar el espíritu de los seres vivos. Y tal vez, tenía razón mi abuela, y las palabras amorosas, tienen el efecto de SIGUE EN PÁGINA 3