Nava Hermosa
A MODO DE PRÓLOGO
Encarna se acerca sigilosamente y me cuenta que esa casa que
fotografío lleva cerrada diez años, desde que su dueño murió al
ser golpeado por un coche mientras cruzaba una calle de su pueblo. “No tenía dolientes... ¿Lo conociste?”, me pregunta, curiosa de que yo esté haciendo una foto justo a esa casa. “No”, le respondo,
hablo un rato con ella y la convenzo para hacerle un retrato…
Estoy en La Mancha, tierra de personajes descritos como toscos
y coléricos por Cervantes y como serios y esquivos por folcloristas
españoles, y quedo desconcertada con la amabilidad y dulzura de esta mujer que sin pudor me cuenta esa corta pero triste historia. Esta planicie natural en el centro de España, a muy pocas horas
de Madrid, no tiene límites, salvo los históricos e idiosincráticos, y ocupa una parte de las provincias de Albacete, Ciudad Real,
Cuenca y Toledo. Me llama la atención la voluntaria y orgullosa
autodiscriminación de sus habitantes y planeo mi periplo de visitas
por algunos de sus pueblos con la intención de fotografiarlos y conocer la naturaleza de la gente que los vive.
A pesar del helado viento de enero, Paco, Antonio y María Dolores se reúnen consecuentemente detrás de la iglesia de El Toboso todos
los domingos del año. Los retrato y me piden que vuelva… Galdós describió este pueblo, que hoy suma 2.000 almas, como “alegre, destartalado y grandón, de una irregularidad deliciosa”. Yo lo encuentro ancho, ordenado y limpio.
En La Puebla de Almoradiel conozco a Ángeles. Me invita a su casa y está encantada de que yo la retrate. Fue pastora desde niña y nunca ha visitado Madrid. Ni siquiera se enteró de los pormenores de la Guerra Civil, sólo de aquello que la afectaba muy de cerca sin entenderlo, pero
me aclara que es “de derechas”. Se viste de fiesta con la típica mantilla, se cambia las desgastadas pantuflas azules por unas negras y me enseña sus medias hasta la rodilla para que salgan en el retrato.
A Mariano y a Mísere los conozco cuando voy a Navahermosa. Fue-
ron agricultores toda su vida, pero ahora están débiles para trabajar y han vendido las tierras. No sienten la necesidad de ir a Madrid, pero
están al tanto de todo lo que allí sucede a través de un enorme televisor de pantalla plana que preside el salón de su pequeña casa. Me mues-
tran orgullosos las fotos de sus hijos y me hablan de sus hermanos que
viven cerca de la iglesia en el mismo pueblo. Mariano sale a avisarles que les haré fotos —no puede usar el teléfono porque su sordera se lo
impide—. En pocos minutos, Juan y Raimunda me esperan vestidos de domingo con cervezas y galletas: Juan me muestra sus gallinas, Raimunda sus joyas. Y me invitan a comer…
Nava Hermosa, nace de mi primera incursión en estos poblados manchegos, de personajes sencillos, orgullosos de sus tradiciones y
amables, a pesar de su fama de esquivos. Pueblos que luchan no sólo
contra la crisis económica de estos años sino contra el olvido, y muchas veces el abandono, que han sufrido ya miles de pueblos de España,
provocados por acciones políticas centradas en el desarrollo urbano y que originan, a su vez, migraciones y posteriores hacinamientos en las grandes ciudades.
De entrañables habitantes que me ofrecieron hospitalidad y
cordialidad, a la vez que enigma y nostalgia, Navahermosa suscitó mi interés por hacer un registro fotográfico y narrativo de esta
entrañable comunidad y su forma de vivir, desde mis vivencias como forastera.
Claudia Leal
BUSCANDO UN PUEBLO
Soy la única mujer en el bar Cibeles. Pido una Coca-cola Light
solo por pedir algo y sonrío a los presentes: seis obreros con buzos manchados de polvo que toman un café o un pacharán y me miran alternadamente con el rabillo del ojo, y un señor mayor que me observa sin disimulo… Es martes, y después de dos horas de carreteras casi perfectas y recién asfaltadas, entre tractores, fábricas de muebles y dientes de león que con su amarillo embellecen el camino, llego a un pueblo solitario y caliente a pesar de estar en una primavera excepcionalmente fría y lluviosa. Una receptiva asistente de alcaldesa, quien me mira dudosa, me da la bienvenida, y un jovencísimo delegado de cultura vestido con pantalones de trotar, que estrena cargo, me cuenta sobre las próximas fiestas de mayo. Doy una vuelta por el desolado pueblo y hago algunas fotos antes de
entrar al bar de la Avenida Generalísimo (se refiere a Francisco Franco; los habitantes no se ponen de acuerdo para cambiarle el nombre). Frente al bar, dos marroquíes esperan no sé qué en el pequeño puente del arroyo que divide la Generalísimo. Recuerdo entonces unas palabras de la chica del ayuntamiento: «Los pocos inmigrantes que
tenemos en el pueblo se han quedado sin trabajo porque los aserra-
deros han cerrado por la crisis, ¿sabes?». A los pocos minutos los
abandono, quizás intimidada por esas curiosas miradas a una forastera, pero con la invitación abierta para volver y hurgar…
P R I M AV E R A o U N P U E B L O QUE SE DESPUEBLA
En la cuarta semana del equinoccio de primavera, un sábado hú-
medo y frío, decido volver al pueblo. Una inesperada borrasca cubre la mitad de España y el cielo lleva hoy un espeso velo gris. A pesar de la lluvia, me acoge un hermoso camino y aparco en la orilla para registrarlo… También a las fincas medievales y a las mueblerías abandonadas en el camino, sin protección y a su propia suerte, junto al forraje amarillo, los olivos y las jaras. Esta comarca al borde de la montaña ha padecido el trastorno de las despoblaciones y repoblaciones. A mi llegada, un extraño remix, que pasa de las florituras de Manuel Carrasco a Lady Gaga, suena en la radio y me hace pensar en el afán de estos pueblos por modernizarse y parecer ciudades afianzadas… Las calles están solitarias de nuevo. Enseguida me viene a la cabeza un texto de Abel Hernández en El caballo de cartón:
«… Y abundan las jornadas en blanco, en las que se impone el silencio o la pereza. Una de las características del pueblo era la rutina. Casi nunca pasaba nada. Los acontecimientos se repetían monótona y milimétricamente año tras año». La lluvia y el frío esconden a sus habitantes, que cierran sus refugios a cal y canto. Nieves, en cambio, deja abierta la puerta de su heladería y me sirve de refugio. También a Ramón, quien me cuenta que ha tenido que cerrar una de sus fábricas de muebles a causa de la crisis, y a José, quien hoy está aquí visitando a sus padres porque en Madrid es puente por el levantamiento contra la ocupación napoleónica hace doscientos años. Con el agua que cae, la piedra de las casas se desnuda y se deja ver en su original esplendor, escondido por el liso cemento que remeda las de la capital. Algunos tejas dejan colar hilos de agua; una ventana rota me invita a mirar. No hay nadie: la gente se ha mudado a casas nuevas, unas calles más allá.
la romer í a
Las mesitas de afuera de la heladería son el salón de la casa de Nie-
ves, Jesús y las niñas. Cada cinco minutos se sienta alguien distinto a conversar… Ha pasado una semana y ahora todos los abrigos y
paraguas sobran. Nieves sube corriendo a su casa a buscar la falda que bordó durante dos años a su pequeña hija Ruth para mostrármela orgullosa; es la primera vez que la niña baila una jota con el traje típico del lugar. Ruth me enseña cómo sonar las castañuelas y su hermana mayor la corrige mientras me aclara que a ella lo que le gusta es bailar
hip-hop porque es lo que está de moda. Me tomo un Trina limón bien frío y decido recorrer el camino hasta la ermita donde, vestida de flores de plástico, se hospeda Nuestra Señora de la Gracia durante todo el año. Es el segundo domingo de mayo, cuando los mayordomos de la Virgen se dedican a pintar
este recinto y le obsequian un traje de flores de verdad. El domingo empiezan las fiestas por la romería, para la que todos en el pueblo se preparan durante el año. Una leyenda cuenta que un día caliente y seco del siglo xviii los fieles a la Virgen de Gracias de este pueblo y los de la Virgen del pueblo vecino «entonaron cánticos y súplicas bajo un sol radiante
pidiendo terminara la sequía que se había prolongado durante años causando la muerte entre la población y sus ganados. Serpenteaban por los caminos que les llevarían a un lugar común donde reunirse. En ese momento desapareció el sol y toda la sierra se oscureció. La tormenta se desencadenó furiosa y los cielos se abrieron cubriendo la tierra de agua. Nadie abandonó el lugar y los fieles de ambos pueblos se agruparon en torno a las imágenes en un abrazo común y daban gracias a gritos por tan milagroso regalo recibido por intercesión de la Virgen. Allí mismo hicieron votos de volver anualmente haciendo
una fiesta a la Virgen alrededor de la cruz y desafiando al tiempo que el cielo quisiera obsequiarles» (Ventura Leblic García, Leyendas navahermoseñas y sus escenarios históricos). La ermita permanece cerrada todo el año. Los adolescentes se juntan aquí para “hacer botellón” y verse a escondidas, y el alcalde, en claro afán de atraer turismo rural pero sin victoria alguna, ha hecho construir un camping en las cercanías. «Mercedes ya lo ha cerrado
la semana pasada —me cuenta Nieves—; se ha aburrido de estar sola y se va…» La cesta de baloncesto yace en el suelo; el monte ha hecho lo suyo apoderándose de las cabañas; un gran cartel evita que se traspase el lugar... El domingo empezará la romería y sacarán a la Virgen ya vestida de claveles y rosas. El pueblo ha dispuesto festejos en su honor. El hombre del tiempo dice que nos tocará el lado amable de la prima-
vera; la Virgen tendrá una nueva acompañante… «Ayer bajé a la
feria (de San Pedro), que es uno de los días más esperados del año» (Abel Hernández, El caballo de cartón).
V I N A G R E , Á ngel , benito , la procesión y la poda
De Madrid viene Miguel todos los años con sus primos y hermanos a montar las atracciones que desdibujan el plano del burgo. Ya son
pasadas las 2 y el pueblo está vestido de fiesta. Logro darle una vuelta a la calle, interrumpida por el tiovivo, y entre mesitas desordenadas en las calles, bajo mi equipaje. Juanma ha guardado para mí un espacio en su hostal y, apuntando mi nombre en su cabeza, me da la llave y me pregunta si voy a comer… Hay siete huéspedes en Los molinos, pero en el comedor hay que esperar. Las celebraciones han comenzado; ya el magistrado ha dado el pregón y se han disparado los petardos. Se ha coronado a las romeras y se ha dado flores a las abuelas centenarias, y esta vez las 4.500 personas censadas en el pueblo sí están aquí —al menos la mitad— y se
hacen notar abarrotando las calles. Cada uno tiene algo que hacer, aunque sea beberse un chupito de anís en el Cibeles, aunque sea ver bailar una jota a la hija o saludar al que nunca está y vuelve para las galas. Allí conozco a Vinagre, Ángel y Benito Iscales. Sin tapujos, me detallan leyendas y pormenores de sus vecinos y van preguntando al que pasa con su dejo peculiar: «¿Fais a la fiesta e la plaza?». Todos tienen mote, a todos les da vergüenza decir el suyo, pero no el de los otros; al final todos lo confiesan y relatan su origen: el del mote de su padre, que es el mismo de su abuelo, porque los motes en este pueblo se heredan. De repente, una lluvia intermitente comienza a amenizar las fiestas. La gente se queja del agua, sin acordarse de que sus ancestros pidieron a la Virgen que esto pasara cada tercer domingo de mayo, y vuelve a refugiarse en sus casas, en las que ahora también me meto yo. Pero para la procesión no es posible esconderse. Con paraguas
y sombreros, los celebrantes suben lentamente por la calle Milagro acompañando a la imagen entre encinas y pinos; luego rezan, beben y distraen el hambre con algún bocata de ibérico o comen en familia al volver al pueblo… A David, el delegado de cultura, no le toca cumplir hoy su rol en la Municipalidad; hace una pausa a la juerga con sus amigos, que concursan con la carroza flamenca, y me saluda con dos besos. Milagros, la chica del Ayuntamiento, hace lo propio cuando me la encuentro bajando de vuelta al pueblo entre las encinas. Disfrazada de cavernícola, me dice que su niño, que viene con ella, está cansado de andar y me exhorta a seguir mi camino pues ella debe esperarlo. Un gran marco en el garage de Mariano Apolinar acoge más de cincuenta fotos y él me las enseña con orgullo. Son de él y de Conchi y recogen momentos joviales de sus vidas. Junto al marco y al coche,
un alambique de bronce, vasijas de cerámica, herramientas de madera. Es la casa de los Apolinar, casualmente en la calle Venezuela, donde están invitados a comer algunos amigos para celebrar la romería. Me encuentro con ellos bajando de la ermita y me convencen de que suba al coche y los acompañe yo también.
—El peral y el granado dan frutas en julio— me advierte Conchi cuando entro al patio… En cambio el cerezo está cargado y sus frutos podrán recogerse pronto. El cuidado patio está inundado de un agradable aroma a azahar y de esa suave luz que ofrecen la nubes cuando se anteponen al sol, por lo que aprovecho para disparar mi cámara ante Jacinto y Mariano El liebre. Un olivo, rosas, geranios, hortensias... No ha ganado el concurso de patios, pero se intuye que lo cuida con mimo. Mariano Apolinar prepara un aperitivo con lo mejor de su producción anual: «Las aceitunas están sin cocer, ¿eh?» —me advierte, lo que entiendo como que son mejores de esa manera. La caldereta
de cordero de ayer que gana de un día para otro, el conejo que está recién preparado y los chipirones rellenos esperan en la mesa, acompañados de lechuga, tomates, aceitunas del huerto y un delicioso vino casero «Tú, toma de este —me dice Conchi—, el del año pasa-
do, que salió dulce, es para las mujeres; el de este año, para los hombres». Yo prefiero el de los hombres pero las complazco probando el que está dulce. Un alambique sobre la chimenea, que está encendida impregnándonos del típico olor a leña, y un gran tinajón de arcilla, con el exquisito caldo de uvas y su ollejo, presiden la habitación. La mesa es un delicioso festín que comparto con ocho alegres comensales que compiten, entre platos, con chistes de doble sentido y juegos de palabras, para celebrar la romería:
Si me das el perejil que tienes en tu arreate,
yo te daré longaniza de mi guarro cuando mate. Maria Dolores se avergüenza y calla, me mira con sonrojo buscando mi opinión y censura a Jacinto tocándole con disimulo por debajo de la mesa; Conchi y Leo se encargan de que probemos todo lo que hay sobre el fogón, y María me cuenta acerca de su entonces ajetreada vida en Madrid antes de venirse, hace casi diez años, a la tranquila Navahermosa, donde vive feliz, me dice, con su gracioso marido, Juan El pulga. A la caldereta y el conejo les siguen la fruta, el helado, el café, el licor de orujo del alambique de Mariano, el limoncello casero… El festín se interrumpe a las 6. Hay que subir a la ermita para acompañar a la Virgen de vuelta a la iglesia. En el pueblo el café se alarga, también los chupitos...
Pronto los mayores se irán a dormir, los jóvenes a bailar al son de las discos. Por mi ventana entran los murmullos de la gente en la calle hasta el amanecer. Temprano por la mañana me espera El teresino en el Cibeles para llevarme a la poda de olivos. Una treintena de hombres del pueblo se toman su respectivo trago de anís mañanero mientras esperan la caravana de 4x4 que se encamina al El palomar, encabezada por la alcaldesa y las dos concejalas, que son el jurado del concurso: cuarenta minutos para podar tres olivos. Cojines se gana la pata de jamón por veterano; Luis, la motosierra por ser el mejor, y José, un pato de peluche por ser el más joven, mientras Benito Iscales prepara un gazpacho campesino en la típica hortera de madera, y Mariano el Liebre, un cocido castellano sobre leña. Los degusto, pero ya tengo que irme y me despido de todos con la promesa de volver.
Dejo la fiesta en su apogeo y a este pueblo de entrañables habitantes, pero será corto el lapso: ávidos de compartir y curiosos de esta forastera, me esperan en sus casas a la vuelta, para ir de cacería, ver los corzos desde las ruinas del castillo que quedan en las afueras o, simplemente, para un café. A mi vuelta, miro con encanto el campo coloreado de rojo, está lleno de amapolas.
U na M E T A M O R F O S I S
Juanma me sirve el menú y se acuerda de que mi café es un ameri-
cano sin azúcar. Su mujer me cuenta que tiene el sueño de decorar
la pared de la escalera con los retratos de sus cinco hijas y me ofrece retribución. Nunca ha podido realizarlo porque los fotógrafos del pueblo los hacen en el estudio con luces y maquillajes y no es lo que ella quiere… Sus hijas asienten, pero me dicen que hoy no están en condiciones para el retrato, igual que Ana, quien me explica su negativa diciendo que es que lleva puestas «las zapatillas de andar por
casa»… «Es que las mujeres en este pueblo son muy presumidas» me dice Juan, avergonzado, levantando las cejas. Son los primeros días de junio. El verano ha entrado temprano, pero con toda su intensidad, y el camino al pueblo se ha transformado en pocas semanas. Ya no hay amapolas, ni dientes de león, ni los mora-
dos tréboles de prado y en su lugar quedan palitroques secos que, juntos y de lejos, dan la idea de gran estera… Paquetes de cebada y trigo apilados en lo llano confirman que se ha recolectado el alimento para el ganado. Voluntarios entusiastas de los días de sol me acompañan en bicicleta por la orilla de la carretera. La heladería de Nieves está en la Generalísimo, en el corazón del pueblo, y hoy, a pesar de los 32 grados, tiene ocupadas todas sus mesitas. Nieves les ha comprado zapas nuevas a las niñas y Ruth sale con ellas puestas para enseñármelas. Agustín, Quique y David, el delegado, charlan sobre las competencias deportivas del verano... Son las 4 de la tarde y el resto del pueblo está vacío. En las calles solo se escuchan las campanadas de la iglesia a la par del craqueteo de las cigüeñas en sus nidos de 30 kilos y de los televisores tras las puertas con la última serie colombiana. Van saliendo los hombres de sus casas
a tomar el aire o el chupito en el bar, con los amigos, y algunas mujeres, vestidas de negro o gris, salen de la iglesia en grupo. Me miran con curiosidad y aceleran el paso observándome sesgadamente y exudando pudor. No me apetece intimidarlas, así que paso lentamente a su lado y me limito a mirarlas con soslayo y a darles un saludo. Toco la puerta de los julepe en la calle Canalejas y solo responde el perrito que chilla. «Defen star ca su padre» me dice Valentina, quien se refresca con la escasa brisa de la tarde, sentada y descalza en el borde de la acera. Coge con vergüenza sus zapatillas, intentando ponérselas cuando me ve, pero como no le doy importancia y le celebro las rosas de su jardín, no insiste en su cometido. En el puente del río sin cauce (realmente es un canal que guía al agua cuando llueve) están sentados, como cada vez que vengo, Abdelah y Hassam. Les pregunto si trabajan en el locutorio que está al cruzar y lo niegan tímidamente, moviendo la cabeza y añadiendo que la crisis
tiene mal a mucha gente del pueblo. «¿¡Cómo fan a trabajar si casti-
llalamancha les paga a cada uno por baja laboral!? ¡Les shega hasta pa mandale a la familia!» me comenta El teresino con visible enfado y con su acento peculiar que cambia uves por efes.Y continúa su queja sentado con su chupito en el Cibeles. La luz se despide de mí antes que yo del pueblo. Digo adiós a los que siguen bromeando en Nieves. Vicente promete enseñarme el huerto que él mismo ha cultivado ufanamente a pesar de su ceguera, y Jesús, que tendrá su pelo corto y desempolvado para un retrato en su marmolería… Al llegar a Madrid recibo un mensaje: «hola espero que
hallas lle gado bien buenas noches escribeme un guassa cuando vuelvas al pueblo».
L a mancha tiene que verse amarilla
Es el día más caliente del año, pero en este pueblo hay mercadillo
como cada martes. Había dejado todo preparado la víspera para
salir temprano, pero mi salida tarda. Saco de la nevera dos manzanas y una botella de agua y en cinco minutos me topo con autobuses repletos de vacacionistas que van en fila por la M30, pero hay que hacerles frente. También al viento, que empuja ferozmente bajo el puente de Illescas. En la esquina de la Generalísimo con la calle Molinos está El picho-
te; lo saludo y le doy el retrato en su Land Rover. «¿Cuánto te debo, niña?» No se cree que es un regalo y me cuenta emocionado que esa fue la última vez que logró encenderlo. También Vinagre se ríe al verse con su “gorrilla” el día de la poda y enseña su retrato a los transeúntes.
Domingo es de Torrijos y vende telas, manteles y cortinas. Julián viene de Polán y es comerciante de frutas y hortalizas en todos los pueblos de Toledo, pero solo en el mercadillo de Pozuelo de Alarcón vende hasta mangos y kiwis. Asegura que ninguno de los que comercian en el mercado son del pueblo, pero María sí lo es y aprovecha para ofrecer los pimientos y patatas de su huerto en la puerta de su casa. Mujeres y niños que están de vacaciones pululan por esta calle que ahora es mercado. Miloud viene a este rastro para comprar frutas con su amigo Larbi, y me relata en mal castellano que hace cuatro años vino al pueblo para trabajar en la construcción y como jornalero recolectando olivas, pero que ahora no tiene ocupación, por lo que piensa volver a Essaouira, su ciudad natal. Del gobierno español recibe una pensión por el paro, pero sabe que en su país hay ahora oportunidades y que «aquí se va todo pagando impuestos». En
medio de la charla, un par de mujeres que pasan nos miran con el rabillo del ojo. Junto al puente del río sin cauce siguen, como cada vez que vengo, Abdellah y Hassam, esta vez bajo la negra sombra de un árbol. Abdellah vive en la Calle de Ruiz de Alda desde hace siete años:
«Donde está el letrero verde grande», lo señala. Llegó para hacer trabajos de labriego después de pasar tres años en Cuenca y ha querido alguna vez volver a su Beni Méllal, pero sus hijos «ya son
de aquí y no quieren irse» me dice. En la cúspide de la temperatura y con el estómago queriendo ser complacido, la gente corre a sus refugios y abandona las calles. Por cuatro horas el pueblo queda desolado, los jóvenes se van a la piscina municipal, y los mayores se sientan a ver el telediario y la novela, que suenan casi al unísono por las sofocantes y estrechas
calzadas. En Nieves se refugian algunos, y en el bar Cibeles el padre de Carepán y sus amigos juegan a los naipes. Jesús me recibe en la marmolería para enseñarme su trabajo, enseguida reconozco el material de las espléndidas casas nuevas del pueblo y observo que ha desempolvado su pelo, pero no deja que lo retrate. Antoño, al contrario, posa para mí en su taller de forja, un arte que aprendió de un gran maestro de la zona. Hace calor pero aún así accedo a subir la cuesta hacia el huerto de Vicente, enclavado en una loma de los Montes de Toledo. «Los mayores del pueblo hacen su huerto cuando se jubilan, por eso en Navahermosa nunca nos faltarán tomates, pimientos, berenjenas...» me cuenta Nieves mientras señala el protegido sembradío rodeado de cordeles. Vicente trae su pony tirándolo con una cuerda con mucha seguridad, pues se conoce al dedillo cada centímetro de
su tierra pese a su invidencia, les hago un retrato a ambos y luego me asomo por el bordillo de la loma: el paisaje del pueblo desde arriba, hoy amarillo, alegra la vista. Con el movimiento del Lorenzo la tarde se refresca. Son las 7 y media y los jĂłvenes colman las plazas para jugar y bromear con sus motos y sus blacberris. De los de la Plaza de la Concordia, solo Sandra vive en el pueblo, los demĂĄs vienen a disfrutar del asueto con sus abuelos. Se tapan con las manos o con los cascos haciendo el amago de no querer ser fotografiados, pero al final consienten y posan. En el Cibeles me reconoce Manolo Telesforo; le hice un retrato el dĂa de la poda y quiere verlo. Cerca de la caballeriza tiene un huerto donde intenta, como todos, cultivar sus propios tomates, calabacines y pimientos, y allĂ me ofrece una cerveza. Trata de convencerme de que, a pesar de su aspecto desordenado, tiene
propiedades pero no perras, y me dice que le gusta regalar lo que cultiva. Chelo llega enfadada de trabajar y no permite ser retratada, pero se sienta conmigo en la mesita de afuera a contarme que Manolo le ha dejado la comida fría en la mesa «por estar todo el
día en el bar…» y hace una seña con sus dedos pulgar y meñique como de estar bebiendo de un botellín: «Es que las mujeres te-
nemos que quedarnos en casa guisando y fregando y si digo que quiero salir…».Tuerce la boca y luego le da una calada a su cigarro. Pone las llaves del coche sobre la mesa y le dice a Manolo que vuelva rápido cuando me lleve. Dejo la bolsa con tomates y calabacines que me regala Manolo en el hostal y vuelvo a la terracita del Cibeles, donde incluso se queda Manolo Telesforo. Hasta pasada la medianoche, todavía de 32 grados, se aglomeran los vecinos en las improvisadas terrazas sobre la Generalísimo (antes Avenida José Antonio, por Primo de Rivera). Mientras
José Luis, ex funcionario de un banco del centro de Madrid, adjudica la crisis del pueblo al nuevo gobierno, Eusebio, capataz de la finca vecina del sirio «amigo mecenas de las cacerías del
Rey», niega con la cabeza y calla. Ahora sí hay vida en las calles de Navahermosa… A las 9 de la mañana suenan las campanas de la iglesia, como lo hacen cada hora. El pueblo está en silencio y esos nueve ecos tempraneros me recuerdan las vacaciones de mi niñez en aquel pequeño pueblo de los Andes. Así que, luego de mi americano y mi cruasán, el infaltable giro de despedida lo doy hacia la iglesia. Afortunadamente, encuentro sus puertas abiertas; las «adoratrices» se han puesto de acuerdo para limpiar el recinto hoy y, para mi alegría, esta vez las mujeres no se esconden, ni se tapan, ni se enfadan. Limpian con devoción y cariño y se muestran sin recato
y con simpatía cotilleando delante de mí, sin dejar de preguntarme en qué revista van a salir. Guillermo, que está aquí porque se aburre, me pide que le haga un retrato; lo mismo Maricarmen, quien me da su dirección para que la visite; y Milagros, con gran sonrisa, me invita a venir este sábado a ver la boda de Víctor y Natalia y se despide apurada pues le quedan cosas por hacer. Las monjas cierran las puertas de la iglesia; ya ha quedado impecable para recibir a los fieles y a los nuevos contrayentes, y las mujeres desaparecen lentamente por las callejuelas amarillas. Igual que yo, que comienzo mi retorno por la carretera, amarilla también... En verano, La Mancha tiene que verse amarilla desde arriba; el calor inclemente de por estos lares quema hasta la tierra que se hace polvo, y el paisaje se torna amarillento: pasto amarillo, casas amarillas, carreteras amarillas.
L A F I E S TA PA R A L O S M U E R T O S
«Tú tienes que ser hija de Ventura » me dijo Carmen en el cementerio
cuando me vio tan interesada en ese ritual fantástico de todos los comienzos de noviembre. Yo sabía que Ventura es el cronista del pueblo, pero me limité a sonreír y a negarlo con la cabeza. «Ella vino a La Romería, yo
me acuerdo de ella» le dice su marido. En seguida, Carmen se me acerca y me señala un espacio de tierra húmeda sin lápida, encabezado por un altar con una lista inscrita sobre bronce. «Son los muertos de la guerra —dice—, se supone que están aquí — y apunta su dedo al suelo que estamos pisando —si puedes leer los nombres…, yo ya no los puedo leer». No los puede leer porque ya no hay luz; el otoño se ha convertido inesperadamente en invierno y ahora oscurece pronto. Leo los nombres, castizos, un par de «desconocidos» y una nota al pie: «Junto a los
nombres relacionados descansan más personas que no están registradas». La jornada ha sido larga y ellos se marchan con dos o tres personas más que les esperan… Juan, en cambio, llegó al cementerio temprano en la mañana a ver las tumbas de sus hermanos y padres; no las limpia, pero se queda a hablar un rato con ellos. Ha pedido permiso en la iglesia para no ir a misa de 4 y asi poder cuidar de su mujer Raimunda, quien ha caído en cama durante el verano. Me topo con él a mediodía y me invita a verla… Están contentos de tener visita en casa, pues ha venido también su hija María. Raimunda me da diez besos seguidos en la mejilla mientras comenta que no me ve desde que yo era pequeña, mientras Juan le calienta el caldo con fideos y echa grelos a las gallinas. El día de los muertos en este pueblo es un día de alegría y de reencuentros familiares. Cientos de personas se mueven en el cementerio
cargadas de flores, velas y trapos, y en familia se dedican unas horas a acicalar los grises mármoles y a rellenar de ofrendas florales los envases de porcelana pintados a mano, al mismo tiempo que hablan a sus difuntos u oran por el descanso de sus almas. El cementerio es una algarabía y más que luto y llanto se siente gozo. La gente ríe, se saluda, conversa. Una niña mimada llora y se avergüenza al verme; los hombres se aburren, pero esperan pacientemente que las mujeres arreglen las tumbas de sus madres; una mujer llora con el recuerdo —me cuenta que el chico de la foto de la derecha murió en un accidente de tráfico—; y luego se carcajea de sí misma; los niños aprenden a rezar; las velas juegan porfiadas a apagarse. En un pueblo tan pequeño es difícil pensar que la gente no se cruza por las calles, por lo que intuyo que los parientes vienen de otros recintos, especialmente para este día, como en La Romería; pero sí, parece que donde se cruzan es en el cementerio. El hostal de Juanma está colmado como cada vez que hay fiesta; él hace una pausa en su ajetreo y me saluda con dos besos. En
Los molinos se juntan para comer o tomar una caña, o para intercambiar los feisbuk… Los últimos visitantes al camposanto han estirado el día y se quedan allí hasta que anochezca. Un viento frío e impertinente se levanta tumbando floreros y sofocando velas, y me espanta a mí y a otros tres con su fuerza sutil. El invierno nos recuerda que ha llegado antes de lo previsto y los muertos nos advierten que están allí. Sus fastuosas losas ya están limpias y aguantarán un año más la espera de aquellos que adeudan visitarlas. Acomodo mi pelo y mi bufanda que han desordenado el viento, cierro bien mi abrigo y me voy…
la monter í a
No es primavera para amapolas pero hoy el monte se torna rojo
en pleno invierno y se llena de trofeos que van cayendo para ser
exhibidos orgullosamente por los tiradores mientras detallan su gesta. Mimetizados con el campo, todos de verde y marrón, e impregnados de humo y ceniza, hacen corro desde muy temprano mientras comen las bastas migas campechanas que las mujeres hicieron desde temprano. Con las botellas de vino que comparten a pico bajo el brazo, los monteros esperan con paciencia que se anuncien los números del lugar desde donde podrán disparar. “¡ A ver si toca
un puesto de querencia, que esté bien cerquita para que no se escape nada ! ” Repasan las reglas, se pide por la paz entre compañeros y comienzan la jornada en pareja con una sola arma desenfundada.
La caza del ciervo, el gamo y el jabalí está permitida en La Mancha desde principios de octubre hasta finales de febrero y, a pesar de las incesantes lluvias de este invierno, las predicciones meteorológicas esta vez parecen acertadas y me atrevo a hacerle frente al frío para vivir un domingo soleado de cacería. Cinco corzos se nos cruzan camino al coto y nos miran detenidamente meneando sus rabadillas. También lo hace un ciervo. “Mira que candil
tiene, macho… una luchadera que le llega a las palmas. Mira como va! ” Hay bonitos trofeos para cazar y los monteros se emocionan: “¡ Va a ser
un monterión !” Hombres escondidos y al acecho que aguantan la respiración, podencos que responden al silbido de los perreros peinando cada centímetro del paraje, y piezas cándidas e inexpertas que corren velozmente entre los matorros, son actores de un silencioso espectáculo de varias horas. El
tedio se interrumpe de vez en cuando por algún estampido de fuego o cuando un par de guarros se tiran abajo buscando la huida. Las caras de duelo en la casa frente a las piezas son indiscutibles pero se ha enseñado a superarlo desde la infancia, lo contrario es un signo de debilidad. Un niño se asusta y corre a los brazos de su madre: -¡Están muertos! -dice, y ella le consuela afirmando que no pasa nada. Una decena de niños observan con detalle y en silencio cada presa que llega y furtivamente les azuzan con palos o con los pies. Otros juegan a pintarse con las vísceras despojadas. Con el instinto del hombre rudimentario quien busca complacer su cuerpo, los cazadores se reúnen luego para celebrar la buena jornada comiendo un plato de judías con chorizo, buen vino y cerveza, también naranjas y rosquillas. Por supuesto, el ineludible trago de escocés no falta. Manos y mangas ensangrentadas de diestros ejecutan con
habilidad el arte del desuello en un hermoso escenario natural; el morro es para el cazador, el resto de la pieza para el dueño del coto. La madrugada siguiente, una gran nevada extemporánea dificulta la entrada a la reserva. La nieve esconde la sangre que había quedado sobre el césped; los monteros preparan la carne y la atesoran; pequeños jabatos han quedado indefensos en el apacible paisaje de los montes toledanos hasta octubre, cuando vuelve a cerrarse la veda.
campo P L A T E A D O y A R A YA S
Andrés y Félix comparten un termo de lentejas, media botella de
vino y una barra de pan sentados en la hierba. Me invitan a una tajada de su veraniego melón cantalup que han traído de su huerto y acepto.
Laika nos acompaña lamiendo las cáscaras que van quedando en el malezal y el hueso de rabo de las lentejas. Han estado batiendo olivos desde temprano y sus cuerpos piden reponerse. Rubén también pero él prefiere cambiar su atuendo por uno deportivo y se va a correr por el campo en su descanso. La carretera me acoge despejada desde Madrid a pesar de las amenazas de niebla, y el sol dibuja rayas largas con los cipreses sobre el asfalto y sobre mi cara acalorada. Me quito la bufanda como puedo. Tres hombres exageradamente abrigados que cruzan el puente de Getafe me recuerdan que hace frío afuera; miro el termómetro y
descubro que estamos a temperatura de congelación… Es invierno y las aceitunas están listas para ser prensadas y, aunque este año son pequeñas por falta de agua, hay que dejar las ramas limpias para los próximos frutos. En la cooperativa, filas de furgonetas y tractores esperan para descargar la recolecta de hoy hasta que cae el sol.
«—Si nos dieran aunque no fuera más que una perra gorda por cada olivo que podemos contar...» (Antonio Ferres, Tierra de olivos). Andrés Mangas heredó el mote de su abuela: una manga de camisa cosida por el lado de la sisa le servía a Doña Mangas de monedero cuando le pagaban en la mercería, y ella la llevaba consigo al mercadillo cada vez que salía a hacer la compra. En cambio, el olivar lo heredó de su padre, y Félix — Mangas también— está dispuesto a conservarlo pues, aunque se ha ido a Toledo a trabajar para una empresa de telecomunicaciones y sabe que hoy ya no se puede vivir
de vender olivas, disfruta mucho el campo y cada vez que puede viene a su casa de Navahermosa al lado del arroyo sin cauce. —No
hables de política, papá— le dice a su padre cuando, entusiasmado por mi interés, Andrés me cuenta que este es un pueblo olvidado, a pesar de estar tan cerca de la capital. —Toledo es la ciudad más bella
de España, ¡es un montón de culturas juntas en un mismo lugar! y, mírala, ¡qué pobre es! —continúa Andrés—, porque no les interesa, claro…, — y mueve la cabeza indignado. El pueblo está más agitado que lo normal a pesar de las frías calles. Corrillos de personas se agrupan cerca de la iglesia, allí donde se dejan ver los halos de luz caliente. Benito El lecherito se acerca a saludarme afablemente cuando me ve, también lo hace Eusebio, quien me cuenta susurrando: —Un vecino ha fallecido esta
mañana, no creo que lo hayas conocido, —y uno a uno se acercan a la iglesia sus “arrimados” compungidos a verle por última vez. Una
fila de vecinos con velas y el rostro bajo suben hasta el cementerio por la calle Moralillos siguiendo a la carroza cubierta de flores, mientras grupos de niños, estrenando gorros y bufandas de lana, bajan corriendo casi sin mirar al son de los tradicionales y vivaces villancicos que suenan desde los altavoces del Ayuntamiento. Los Reyes Magos han citado hoy a los más pequeños en la plaza porque han llevado las cuentas de quién lo ha hecho bien y quién mal durante el año, y los niños hacen fila esperando el veredicto. Me invitan al roscón con chocolate, pero huyo de la oscuridad y la fría noche, pensando siempre en volver para no arrinconar en mi memoria a esta gente afectuosa, enamorada de su pueblo... El campo sigue siendo de un verde plateado, pero el sol, que caía oblicuamente y nos pintaba a todos de rayas, se ha escondido hace rato. Al alba, el pueblo recogerá el aceite; también recogerá las luces de colores de las calles, antes de que los visite de nuevo la implacable nieve del helado febrero.
E s ta p ub l i c ac i ón , q ue c on s ta
de 5 0 0 e j e m p l a r e s n u m e r a d o s, s e i m p r i m i ó e n l o s ta l l e r e s
de G r á f i c a s pa l e r m o, M a dr i d e n f e b r e r o de 2 0 1 4 Ejemplar nº
/500.
Gracias a Néstor L eal por la corrección de los textos y por su estímulo e inspiración, fundamentales para mí. Gracias especiales a Car los De Castro, Ricardo Peña y Lisa Blackmore por su apoyo y confianza incondicionales en este proyecto. Gracias a Karen y Jenny por su compañía en el camino. Gracias también a Juan, Raimunda, Ruth y Judith, Nieves madre y Nieves hija, Antoño, V icente, Jesús, Paco El paraca, los Avispa, Alf redo V inagre, Domingo Pichote, Raúl, Q uique, Manolo y Chelo Telesforo, Maricarmen Caete, Milagros y David (del Ayuntamiento), Carmen, Benito Iscales, Ismael, Mariano Caradealcuza, Mísere y Juan Antonio, Juanma, Angel Carepan, Dionisio El teresino, Ángel Mínguez, Valentín Puñales, Miguel El conejo, V irginia, Verónica, Ágatha, Patricia, Juan Car los, Ana y las niñas, Mariano y Cintia Cartones, Marisol, Nico, Luis y Mar y Julepe, José Luis El perjuicio, Mariano El liebre y L eo, Jacinto y María Dolores, Mariano Apolinar y Conchi, Juan El pulga y María, Juan y V icente Pier res, Daniel Palero, Fernando El alguacil, Alejandro Cojines, Pablo El molinero, José Luis El moreno, Julio Car retero, Julián El mono, Pablo El maestro, Ángel Calatra, Antonio, Pedro Iscales, L eti, Noe y Elsa, Agustín, Marina, Eusebio, José Luis y Maribel, Abdelah, Hassam, Miloud, José Antonio Rocky y Kalid, Petri y Félix (de la Cooperativa), Andrés y Félix Mangas, Rubén, el grupo de la montería y todo el pueblo de Navahermosa, sin cuya colaboración no hubiese sido posible la realización de esta publicación. D i s e ñ o g r á f i c o : C l audi a L e a l C op y r ig h t ISBN