LA MONTERÍA
No es primavera para amapolas pero hoy el monte se torna rojo en pleno invierno y se llena de trofeos que van cayendo para ser
exhibidos orgullosamente por los tiradores mientras detallan su gesta. Mimetizados con el campo, todos de verde y marrón, e impregnados de humo y ceniza, hacen corro desde muy temprano mientras comen las bastas migas campechanas que las mujeres hicieron desde temprano. Con las botellas de vino que comparten a pico bajo el brazo, los monteros esperan con paciencia que se anuncien los números del lugar desde donde podrán disparar. “¡ A ver si toca
un puesto de querencia, que esté bien cerquita para que no se escape nada ! ” Repasan las reglas, se pide por la paz entre compañeros y comienzan la jornada en pareja con una sola arma desenfundada.
La caza del ciervo, el gamo y el jabalí está permitida en La Mancha desde principios de octubre hasta finales de febrero y, a pesar de las incesantes lluvias de este invierno, las predicciones meteorológicas esta vez parecen acertadas y me atrevo a hacerle frente al frío para vivir un domingo soleado de cacería. Cinco corzos se nos cruzan camino al coto y nos miran detenidamente meneando sus rabadillas. También lo hace un ciervo. “Mira que candil
tiene, macho… una luchadera que le llega a las palmas. Mira como va! ” Hay bonitos trofeos para cazar y los monteros se emocionan: “¡ Va a ser
un monterión !” Hombres escondidos y al acecho que aguantan la respiración, podencos que responden al silbido de los perreros peinando cada centímetro del paraje, y piezas cándidas e inexpertas que corren velozmente entre los matorros, son actores de un silencioso espectáculo de varias horas. El
tedio se interrumpe de vez en cuando por algún estampido de fuego o cuando un par de guarros se tiran abajo buscando la huida. Las caras de duelo en la casa frente a las piezas son indiscutibles pero se ha enseñado a superarlo desde la infancia, lo contrario es un signo de debilidad. Un niño se asusta y corre a los brazos de su madre: -¡Están muertos! -dice, y ella le consuela afirmando que no pasa nada. Una decena de niños observan con detalle y en silencio cada presa que llega y furtivamente les azuzan con palos o con los pies. Otros juegan a pintarse con las vísceras despojadas. Con el instinto del hombre rudimentario quien busca complacer su cuerpo, los cazadores se reúnen luego para celebrar la buena jornada comiendo un plato de judías con chorizo, buen vino y cerveza, también naranjas y rosquillas. Por supuesto, el ineludible trago de escocés no falta. Manos y mangas ensangrentadas de diestros ejecutan con
habilidad el arte del desuello en un hermoso escenario natural; el morro es para el cazador, el resto de la pieza para el dueño del coto. La madrugada siguiente, una gran nevada extemporánea dificulta la entrada a la reserva. La nieve esconde la sangre que había quedado sobre el césped; los monteros preparan la carne y la atesoran; pequeños jabatos han quedado indefensos en el apacible paisaje de los montes toledanos hasta octubre, cuando vuelve a cerrarse la veda.