El Festín en el Paraíso

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El Festín en el Paraíso Tomás Fernández Díaz


El Festín en el Paraíso © Tomás Fernández Díaz Editado por La Calaquita en Diciembre 2014 - Santiago de Chile http://lacalaquitaediciones.tumblr.com/ Contacto Editorial: lacalaquitaediciones@gmail.com Impreso en July. Sargento Aldea 446, Santiago Centro. Confeccionado en los Talleres de La Calaquita


El Festín en el Paraíso



Los supermercados son lugares despreciables y malsanos. La gente no suele reparar en ello porque están engañados, dejándose llevar por el ritmo frenético del consumo, llenando el carrito con cuanta mierda les sea posible pagar para luego marcharse. En verdad huyen, aunque no se den cuenta, incluso aunque crean que lo están disfrutando: huyen porque esos cielos tan altos hacen daño, el olor a carne y comida descompuesta enferman tus ideas, las luces frías hacen mella en el espíritu y el frío en los corredores de los postres y yogures te coagulan el alma, te entumecen el cerebro. Yo lo sé porque trabajo en uno y desde que lo hago -hace dos meses- soy incapaz de comer esos flanes envasados. Me saben a pescado y a comida para perros. Ni hablar de los platos preparados, ¡por favor! Jamás coman esa porquería.

No importa qué tan limpios y asépticos se vean o en qué barrio remilgado se encuentren. Así como en las mejores familias se puede encontrar a la abuela senil que se caga encima o al tío pervertido; los supermercados siempre están llenos de mugre y pestilencia edulcorada, camuflada en envases vistosos y puestos en aparadores bajo gigantografías de gente linda que no existe. Debo aclarar que yo no trabajo en uno de los lindos y refinados, sino en uno de los feos y pobres, destinado a gente fea y pobre, ubicado en un barrio de las mismas condiciones; por lo que no hay gigantografías de gente linda ni de ningún tipo, ni los cielos son tan altos, aunque igualmente nocivos. De modo que aquí la miseria es más evidente y más difícil de disimular. Las sucesivas manchas forman una pátina marrón que se condensa donde se encuentran el suelo beige agrisado y los muros amarillo de Nápoles, sobre la que se pegotean el polvo y las pelusas. Es una mugre imposible de quitar, pues los traperos no logran dar con ese ángulo. Una vez un empleado, Juan, se puso a quitarla con un cuchillo parrillero. Funcionaba, pero al darse cuenta que tendría que hacerlo por todo el perímetro del mini súper, desistió.


La situación de este establecimiento siempre me hace pensar en los cumpleaños de la niñez, con los platos de cartón desbordantes de suflitos de un naranjo rabioso repartidos sobre una mesa llena de imperfecciones y quemaduras de cigarrillos, que quedan ocultas bajo un mantel plástico de ratoncitos felices con los colores enfermos y desfasados de una mala impresión, los gorros cónicos igual de tristes, los pelotones de serpentina enmarañada, el chaleco de lana azul marino con un mono de nieve bordado (el absurdo regalo de la tía, la estrella de la velada). Aquí, los medios de disimular y engalanar la podredumbre son semejantes y todos contribuimos a ello. Comencé como reponedor externo, pero en verdad mi tarea se extiendió a una serie de otras labores “secretas”. Cambio la fecha de caducidad de algunos productos ya vencidos, recorto los bordes resecos y oscurecidos de los quesos y jamones y los tiro en la cubeta donde se prepara la pichanga, (¡cómo se vende ese producto en esta parte de la ciudad!), de esta forma, los productos vuelven a ser blandos y tiernos por el efecto del vinagre. También inyecto agua hervida a los trozos de cecinas y a las carnes para aumentar su peso, retiro la carne que ya empieza a tomar un color verde gris y la llevo a la máquina en la que se convertirá en “molida especial”; limpio las heces de ratón de la bodega, saco sus cadáveres de las trampas y coloco los cebos en otras. En una ocasión hasta hice de nochero, pues el encargado había sido víctima de una diarrea que lo tenía anclado a la taza del water (de seguro comió ese pastel de papas que yo no le daría ni a mi peor enemigo). Allí, en medio del silencio de la noche, las ratas hacen de las suyas y se les puede oír en todos los rincones, con el tintineo desagradable que hacen sus diminutas garritas al rascar el metal. Me puse a fantasear que aquella noche, las ratas cobrarían su venganza y todas en grupo, se abalanzarían sobre mí y me devorarían hasta dejarme convertido en un montón de huesos cubiertos de sangre, pedazos de músculo desgarrado y grasa amarilla, como en una película de terror de clase B. Estaba sumido en esos pensamientos, cuando de repente vi un gran roedor oscuro cruzar el pasillo. Se detuvo y se levantó en sus patas traseras, se acicaló los bigotes, se pasó sus manecitas rosadas por la cara y los ojos y se quedó mirándome con la cabeza inclinada. Yo lo miré


con compasión y le dije “no es nada contra ti y los de tu especie, sólo hago mi trabajo, me gano la vida” y él siguió su camino con total naturalidad, sin demostrar ni un asomo de miedo, como si me considerara uno de los suyos. Llevo un par de semanas saliendo con Tamara, una cajera con pelo teñido de color rojizo. Es una chica simpática y coqueta, ni gorda ni delgada, con lentes de marco grueso. Ella lleva casi un año aquí, así que supongo que está más acostumbrada a este submundo horroroso e inmisericorde, apartado del tiempo y de la vida real. A veces me pregunto si estar encerrado aquí de ocho a diez, ha contribuido a formar la impresión que tengo de ella. Cuando recién llegué, me pareció una muchacha totalmente intrascendente, la mujer más común que se pueda imaginar. Hasta poco agraciada. Pero con el paso de los días, me cautivó su mirada, su sonrisa dulzona, su piel morena. Hasta el vientre un poco abultado sobre el cinturón de su pantalón me provocó un cierto encanto. Cuando nos veíamos fuera de las horas de trabajo, volvía a mi primera apreciación y hasta me resultaba un tanto desagradable. ¿Era ese mundo acotado, iluminado por esa luz fría, el contacto con toda esa chusma idiota, los olores a descomposición y a químicos entremezclados; ese contexto infernal, lo que me hacía encontrarla bella? ¿Acaso dentro y fuera de ese lugar, yo mismo era una persona diferente? En la primera cita fuimos a comer a un restaurante chino, luego bebimos cervezas en un bar y la embriaguez me convirtió, en parte, en el “otro” del supermercado. Nos besamos de manera apasionada en el paradero de micro y el deseo movido por el alcohol se mezclaba con el desagrado que me provocaba en un principio su aliento, lo que como resultado, me impulsaba a actuar con brusquedad, con violencia, como si quisiera matarla al mismo tiempo que amarla. Chocaron nuestros dientes mientras le apretaba la cara con fuerza y ella me detuvo con una sonrisa ebria embutida en la cara. Me dijo que fuese más despacio. A nuestros pies, un gordo perro negro retozaba en el suelo. Era el Cholo, uno de los tantos perros vagabundos asiduos a la salida trasera de la bodega del supermercado, donde se dan un festín con la comida que ya está demasiado


descompuesta como para poder maquillarla y reacomodarla en un producto de apariencia fresca y apetitosa o siquiera comestible. Llegó su micro y al levantarse me dio un último beso y me apretó la entrepierna, disimulando la maniobra en el punto de apoyo para ponerse de pie. En el trayecto a mi departamento, se me fue pasando la embriaguez, mi lengua fue recuperándose del entumecimiento y empecé a sentir de manera más intensa, el regusto amargo de la cerveza y de la saliva de Tamara. Cuando llegué a mi departamento, me tiré sobre mi cama, más con la idea de que había estado excitado, que con una excitación real y empecé a masturbarme. Pero no pude acabar. Los días siguientes transcurrieron sin novedad, entregado de lleno al embrutecimiento de mis tareas. De todas, mi favorita era la de recortar los jamones. Había algo de artístico en ello: debía cortar las puntas y vértices que se ponen de color rojo oscuro y resquebrajadas, con mucha habilidad, procurando mantener la forma original de la pieza, de bordes redondeados. Luego tomaba una gran jeringa con agua hervida algo de sal y un chorrito de cloro y comenzaba a inyectarlo. A una sola pieza de jamón podía introducirle casi un litro de solución acuosa, lo que no sólo aumentaba su volumen, sino que camuflaba el regusto nauseabundo, disipaba esa baba densa y transparente que comienza a aparecer al cortarlo y lo hacía lucir más fresco. Me sentía como un artista, como un cirujano plástico atendiendo a pacientes en forma de bloques rosados de carne procesada. El que estaba recomponiendo la mañana del jueves llevaba más de dos semanas de vencido y ya ninguna inyección lo hacía mejorar, por lo que decidí ir a hablar con mi supervisor. Rodolfo, un calvo de gafas, de metro cincuenta y cinco de estatura, me dijo con su tono inquisitivo y sus ínfulas de grandeza, que fuera creativo y que por último, si nada de ello daba resultado, le pidiera consejos a Juan. Fui donde él y me llevó de vuelta a la bodega, con su paso desarmado y su espalda informe de ameba. No pude evitar relacionarlo con uno de los jamones: el muchacho de bigote incipiente, marcas de acné y una gorra sebosa que jamás abandonaba su cabeza, parecía no poseer estructura ósea. Según sabía, Juan llevaba mucho tiempo trabajando allí y tal vez eso había modificado su apariencia: aparte de su contextura de manatí, tenía un rostro de una edad imposible de precisar. Me explicó con su semblante inexpresivo y sus ojos desviados, que llegado ese momento en el que nada daba resultado, el jamón cocido pasaba a convertirse en jamón acaramelado. Tomó un manojo


de azúcar y lo esparció sobre la superficie. Luego enchufó una plancha de ropa a un alargador parchado con cinta aislante y comenzó a deslizarla sobre el trozo de “carne”. Salió un agradable olor a caramelo y el azúcar blanco se volvía de un atractivo color marrón transparente y brillante. Me entretuvo la idea de hacer eso, así que lo detuve de inmediato y le dije que yo continuaría. Antes de irse, me indicó que debía esperar que la capa de caramelo endureciese y continuar en cada una de las caras restantes. Quedé tan orgulloso de mi jamón acaramelado, que no quería que lo llevasen al mostrador de cecinas. Quería que lo pusieran en un plinto y lo exhibieran en una muestra de arte contemporáneo.

En este último tiempo, Tamara y yo intercambiábamos miradas lascivas y charlábamos temprano en la mañana, mientras fumábamos cigarrillos. De nuevo me parecía atractiva, me cautivaba su risa y sus gestos. Su nariz un tanto curva me fascinaba, al igual que un colmillo ligeramente desviado en su boca de labios carnosos. Una de esas tantas mañanas, en las que sólo hay un par de cajas registradoras abiertas para los alcohólicos temblorosos y las viejas montepiadas que no tienen nada mejor que hacer, Tamara me llamó de manera socarrona con un dedo a modo de gancho. La seguí por los corredores, como un pez que ha mordido la carnada, por la trastienda hasta el baño para funcionarios en mal estado. Me metió allí, cerró la puerta y comenzó a besarme con pasión. Yo me dejé llevar por sus besos, realmente excitado. Pronto deslizó su mano en mi pantalón, desató el cinturón con torpeza, abrió el botón, bajó el cierre e introdujo su mano. Comenzó a masturbarme y yo estaba tan duro como una de las cortezas descartadas del jamón añejo. De inmediato se arrodilló y empezó a chupármela. Tal era mi agitación y tal era su fogosidad y la experticia de su técnica, que a los pocos


segundos sentí que iba a terminar. Se lo hice saber, frenando su cabeza por los costados teñidos de rojo, pero ella no se detuvo; al contrario, aumentó la velocidad y el fervor, de modo que terminé eyaculando en su boca. Entre los espasmos y la sensación de ingravidez que provoca el éxtasis sexual, pude ver por un instante, a través de la ventanilla, como Juan vaciaba en el suelo del patio trasero, una caja llena de restos de comida putrefacta que un montón de perros gordos de colas batientes (entre ellos el Cholo), se disputaban con ferocidad. Un par de vagabundos andrajosos los observaban apoyados en la pared, riéndose de ellos. Luego volví mis ojos a la dulce Tamara, que se tragaba mi semen con un gesto solemne y dolorido, como quien recibe la hostia en su boca y me devolvía una sonrisa melosa y avergonzada. Siguió sosteniendo mi pene entre sus dedos de uñas cubiertas de esmalte negro carcomido, examinándolo y dándole besos amorosos hasta que ya estuvo flácido y lo volvió a guardar en el calzoncillo con delicadeza. Se puso de pie algo turbada, con las manos cruzadas bajo el vientre y la cabeza gacha, turbada, sin saber qué hacer. Intuí que deseaba besarme, pero debía pensar que me parecería algo asqueroso. No era así, yo también quería hacerlo, así que la tome de la nuca y le di un gran beso. Cuando uno se deja llevar por la pasión y adelanta cosas en su mente tiende a idealizarlas, pero la realidad sensible se encarga de ponerte en tu lugar: sentir el sabor amargo y ferroso de mi propio semen en su boca no fue nada agradable. Aun así la abracé con ternura y agradecimiento. Caminamos lentamente por la bodega, sumergidos en un silencio incómodo como si fuéramos dos cubitos de fruta atrapados en densa gelatina roja (a 430 pesos el pote). A nuestras espaldas, se sintió el ruido metálico de la puerta que daba a la calle y al voltearme, pude ver la figura informe de Juan y reparar en su rostro. Me miró sin mirarme, con sus ojos de pupilas disidentes y esbozó una sonrisa blanda y enferma. Tamara no se volteó y continuó caminando. La seguí a unos metros de distancia y vi que cogió una bebida energética de una heladera, de seguro, para sacarse el mal sabor de la boca. Dicen que esa es una ventaja de trabajar en un supermercado, que puedes robar a destajo, pero como dije en un principio, a mí todo lo que se encuentra aquí me parece repugnante. Es muy común que la gente perciba el “olor a hospital”, pues bueno, me sucede lo mismo: todo aquí me huele a supermercado, a putrefacción engalanada y a cloro.

Rodolfo, el supervisor, nos conminó a todos a su despacho. En el muro


ocre a su espalda, colgaba un calendario con la foto de un lustroso pastor alemán. Intenté imaginar la historia de aquel perro ¿Habría asistido a un casting para ser elegido? ¿Cuánto dinero habrán recibido sus dueños por la foto? ¿En qué país vivirá? ¿Estará vivo siquiera? Como fuese, de seguro había sido un perro feliz, eso se dejaba entrever en el destello de sus ojos y el resplandor de su pelaje. Qué diferentes eran los destinos de unos y de otros animales: uno inmortalizado en un retrato y otros comiendo los desechos del desecho, la mierda de la mierda que les arrojaban por lástima. No pude evitar compararlo con el Cholo, con su pelo ralo interrumpido por pelones y por parches oscuros de chicles pegados sobre su lomo (¡hay idiotas desalmados que se los pegan por diversión!). Estaba perdido en estos pensamientos cuando noté, desde abajo, el rostro inquisitivo del supervisor, desde sus 155 centímetros de estatura. -Y bien ¿Qué hay de ti? ¿Aceptas? -Supongo –respondí de inmediato y sin tener idea de lo que hacía. -Muy bien, ¡excelente! –se regocijaba Rodolfo, sobándose las manos como villano de caricatura- ¿Alguien más? -¡Yo! –dijo Tamara al tiempo que daba un saltito al frente con la mano en alto y mirándome con una sonrisa disimulada de niña que ha cometido una travesura. -Perfecto. Ahora todos ustedes, manga de zánganos –dijo el enano apuntando al resto de los empleados- sepan que se acaban de perder el doble del salario de una jornada normal. Esa es la recompensa por pasar el 31 acá, sacrificando a sus familias y sus vidas íntimas, como estos jóvenes voluntarios, llenos de ímpetu y deseo de superación.

Pronto comprendí que me había ofrecido a realizar el turno de la


noche del 31 de diciembre, que pasaría de un año a otro en ese infiernillo detestable. Pero mirando el lado amable de aquello, tampoco era que hubiese tenido un gran panorama y al menos estaría junto a Tamara. El turno de Año Nuevo tenía sus cosas buenas. Era como uno de los pasteles del mostrador: no estaban mal, bueno sí, eran horribles, pero al menos eran convenientes, tan baratos que un billete alcanzaba para comprar una docena para atragantar a una docena de niños estúpidos, para dejar contenta a una obesa anclada a un carrito motorizado o, en el peor de los casos, para arrojarlos a los autos desde un puente y ver como se estrellaban. El supermercado cerraba oficialmente a las 21 horas los días 24 y 31 de diciembre, a diferencia de las demás cadenas que cerraban a las seis y treinta. Rodolfo nos estrujaba hasta la última gota. En el lapso de las 18 a las 21, todo lo que se vendía era alcohol y helado de piña. Allí quedamos Tamara y yo cerrando las cajas a las 22 horas del 31 de diciembre. A pesar de que estábamos oficialmente cerrados, debíamos pasar toda la noche de guardia, pues el guardia oficial tenía licencia por fractura de tibia, accidente laboral (se resbaló con un trozo de grasa podrida en el pasillo 3). El turno se instauró desde hace un par de años, debido a que aquel 31, una turba de alcohólicos rabiosos tiró la reja metálica, se corrió la voz y una ola de bestias saqueó el local por completo. Eso nos contó Juan con su cara contrahecha, blanda y tostada como esculpida en dulce de membrillo. Estábamos allí Tamara y yo, sumidos en un silencio incómodo, como si fuésemos extraños, eso a pesar de que antes se había tragado mi semen. Es que aquella era una noche extraña: estábamos allí dentro, como fuera del tiempo y fuera se sentía el murmullo de los borrachos, de los vagabundos y de la gente celebrando. Parecía que esperábamos el fin del mundo en un búnker y que allá, en la distancia, todos se retorcían de miedo, desesperación y éxtasis. Quizá eso nos convertía en extraños, quizás el paso de un año a otro nos devolvía al punto cero de nuestras existencias y de todas las existencias, nos convertía en el Adán y la Eva en el Paraíso del Ahorro.


Ya no sabía qué quería Tamara, tenía el rostro hecho un nudo compungido. No sabía si quería que la abrazase, si me deseaba o le resultaba repugnante, todo era igualmente probable. Ni sabía cómo sentirme yo mismo ni lo que quería. Ya nada era como antes: estar solos allí, en esa situación excepcional, a la espera de algo desconocido, nos había convertido una vez más, en otros. Caminamos como niños ociosos por los pasillos, por las estanterías vaciadas de alcohol. Rezagada, en el fondo, encontramos una botella olvidada de ron. Salía un pirata espantoso en la pegatina, lo que hablaba de la calidad deplorable del brebaje. Tamara la tomó con una mano e hizo un gesto de invitación desganada con la otra y con una de sus cejas medio arqueada por sobre el horizonte marrón oscuro de sus anteojos. Yo le devolví un gesto similar de “bueno, qué más da”. Hacía un calor horrendo allí dentro, algo debía andar mal con el aire acondicionado, así que nos sentamos encima de los contenedores de congelados a beber el destilado. Ni siquiera nos molestamos en mezclarlo con cola, en buscar unos vasos, en tomar un par de hielos, eso a pesar de que estaban muy cerca, justo debajo de nuestros traseros. Aquello era cosa de emborracharse y anularse, no de pasarla bien. Sin embargo, cuando el alcohol nos golpeó el cerebelo, empezamos a divertirnos y a hablar más, aunque en una lengua traposa y estúpida. Le saqué la estúpida gorra roja del súper y liberé su cabellera roja del moño que la oprimía. Le rasgué los botones de la blusa institucional hasta dejar entrever sus pechos tostados como dos flanes de caramelo envasados en el encaje negro de su sujetador. Pronto estábamos desnudos en el pasillo de los lácteos, fornicando de pie y desde atrás, dando la cara a los yogures. Tamara se afirmaba al borde de la estantería y los envases en fila daban tumbos y saltitos, nos miraban con sus diseños de colores vistosos, nos adoraban como a un par de dioses paganos. Tomé un yogur de vainilla y lo reventé encima de la cabeza de Tamara. El contenido amarillo lechoso cayó pesado, dejando motas esparcidas sobre su pelo rojizo. Saqué una mano de una de sus caderas blandas y comencé a embadurnarle el yogur en el cabello y en su cara. Ella gemía y se reía y se esparcía ella misma el yogur sobre el rostro bajando por el cuello y por sus pechos. Se dio media vuelta con sendos yogures de frambuesa y me los estrelló, uno en la cara y otro en el pecho.


Nos quitamos el yogur lamiéndonos, no como un acto erótico –ya habíamos acabado, el deseo estaba en fojas cero-, sino más bien como perros, como animalillos tontones que se acicalan. La embriaguez amenazaba con disiparse, lo que sin duda era terrible: volveríamos a sentirnos ajenos e insoportables. El búnker que había sido el minisúper era ahora un desierto aterrador. No había ya nada allí que nos interesara, mientras el fragor aumentaba en la calles y se filtraba por las cortinas metálicas como un murmullo bullente de vida. Nos arrastraba como un canto de sirenas, nos susurraba al oído, por los altoparlantes en los costados de los corredores: “Salgan de allí, de ese falso refugio, el mundo acabará de todos modos. Entréguense a la última de las orgías, fundan sus cuerpos a la espera del Armageddon, no se conformen con ser trozos de carne atrapados en plástico transparente y vuelvan a ser polvo de estrellas”. Miré a Tamara y ella me dijo decidida: salgamos. Era como si hubiese escuchado la misma sentencia que yo, exactamente las mismas palabras. Atravesamos el pasillo y la bodega hasta la puerta trasera y quitamos el seguro. Tras el repiqueteo del pasador hubo un instante de hondo silencio. Abrimos la puerta y un hedor a repugnante carne asada nos golpeó la cara. Salimos al exterior y encontramos un par de vagabundos alrededor de un fogón…








Era un proceso calculado que tardaba meses de preparación. Los vagabundos se dedicaban a engordar a los perros callejeros con las sobras putrefactas del Súper. Los criaban como ganado y luego, en fechas de festejo, los asesinaban y faenaban allí mismo, en el callejón que daba a la salida de la trastienda, con cuchillos oxidados y herramientas hechizas. Luego les quitaban el pelo con agua hirviendo o con sopletes. Su carne era fétida, por lo que una vez despostados y troceados, introducían los pedazos en bateas plásticas con vinagre, aliño completo, ají, ajos, cebollas y sal y los dejaban macerar por al menos una noche. La noche del banquete, eran asados directo a las llamas de retazos de madera encendidos con bencina o cocinados sobre improvisadas planchas de latón. Llevaban haciéndolo por años. Esa era su manera de celebrar, ese era su festín. Juan me contó todos estos detalles con su tono invariable, lento y pegajoso como el andar de un caracol. Mientras hablaba, se me retorcía de nuevo el estómago. Sentía que desde allí se abría un abismo, un agujero negro que succionaba mi juicio y mi cordura. Aquello era sencillamente demencial. Le pregunté lleno de espanto a Tamara si ella sabía todo aquello. Me dijo que hasta entonces, pensaba que sólo era un mito, una leyenda urbana y que aquella noche había estado tan ebria que hubiese comido un pedazo de mierda servido en un plato o ensartado en un pincho. Al parecer para ella no era la gran cosa. ¡Dios! ¡Si habíamos comido carne de perro! No podía quitarme de la cabeza esa pila de cabezas y patas de perro arrumbadas. El horror en ocasiones actúa como una inyección que afila los sentidos, por lo que pude ver esa escena grotesca con tanto detalle que incluso reparé en la cabeza cercenada del Cholo, con sus ojos vidriosos opacados por el polvo y su boca entreabierta, con la lengua morada y colgante. Desde el 2 de enero que ya no trabajo en el mini súper. Ni siquiera le presenté mi renuncia a Rodolfo, no tenía ningún interés en ello. Sin embargo, fui a despedirme de Tamara, puede que hasta de Juan. Había llegado a sentir por ellos, una extraña forma de amor. Llegué allí y me detuve desde afuera. La observé varios minutos sin que ella lo notase, a través del vidrio poblado de los reflejos blancos del sol. Su imagen filtrada por esta nebulosa, su aspecto desecho y la resignación en su rostro, me hicieron pensar en la Virgen María. También me hizo imaginar una mañana soleada de domingo en la que no hay nada que hacer más que admirar sin fe algún suceso insignificante: ver el polvo flotando en el aire, irisado por efecto de un filo de luz, escuchar


el zumbido de una mosca mientras se golpea contra una ventana, leer la literatura estampada en un envase vacío de papas fritas. Entré al Súper, cogí media docena de pastelillos del mostrador y me puse en la caja de Tamara. Tras esperar mi turno por un par de minutos le extendí la bandeja de plástico transparente. Ella la cogió sin mirarme, la pasó por el laser con un desgano sublime y musitó el precio con voz de radiograbadora averiada. Le extendí el billete, no esperé el vuelto ni la boleta y me fui, hui metiendo los pastelillos en una bolsa amarilla con letras rojas sobre la marcha. En las afueras había un vagabundo pidiendo limosna. Hedía a cebollas y damascos podridos. Me miró con sus ojos amarillentos inyectados de sangre y me dijo algo que no me esforcé en entender. Por un instante pensé en regalarle los pasteles, pero no lo hice. En vez de eso me fui caminando hasta la parada de micros y allí los arrojé al basurero. Tomé el autobús con dirección a la casa de mis padres. Así acababa mi absurda aventura, mi rebeldía adolescente, mi orgullosa afrenta, mi modo de castigarlos y humillarlos. Parece que uno está siempre condenado a ser un observador, un turista de los innumerables paisajes, las infinitas realidades que existen. Todos somos en algún grado, testigos indolentes de los horrores y las injusticias de este mundo y no hay mucho que podamos hacer al respecto. Quizás lo más honesto sea cultivar una vida sencilla y austera, domesticarse con pequeños rituales diarios (garabatear en una hoja de papel, hacer la fila en el banco, juguetear con los granos de sal esparcidos sobre la mesa, aprender a hacer contorsiones con la lengua), festejar y embriagarse de vez en cuando, amar a alguien con tibieza y esperar que el tiempo escurra como un escupitajo sobre la pared. El lunes próximo iré a la facultad a iniciar los trámites para reanudar mi carrera de Derecho y ser, al fin, un gran abogado como mi padre.



Los supermercados son lugares despreciables y malsanos. Yo lo sĂŠ, porque trabajo en uno.


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