LA HERMANDAD DEL TURBANTE JBT La noticia fue devastadora para mí. Acababa de cumplir 35 años y todos mis sueños se hicieron trizas cuando me confirmaron la noticia de que tenía cáncer de mama. Me sentía flotando en una nube y observaba desde arriba como mi médico tratante me explicaba con gráficos cuál iba a ser mi tratamiento. De repente toda mi vida futura se resumía a estadísticas y probabilidades. –Estamos empezando una guerra donde las batallas se irán ganando una a una –me dijo el doctor–. Como te expliqué, la quimioterapia es efectiva en el 85% de los casos –“¿estaría yo dentro de este grupo o dentro del 15% restante?” me preguntaba en silencio– pero debemos empezar cuanto antes – sentenció. No me daba alternativas ni tiempo para asimilar la noticia; debía hacerlo ya y sin dilaciones. Cogió el teléfono y coordinó el inicio de mi tratamiento para el día siguiente. Me recomendó acudir temprano, porque la atención era por orden de llegada. Me dio una receta donde figuraban las drogas que conformarían el coctel que iba a recibir gota a gota por al menos cuatro horas. Pasé la noche sin dormir, recordando una y otra vez las palabras del doctor. El miedo a la muerte me atenazaba la garganta –imagino que al igual que a todos los que se encontraban en una situación similar–.
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A las 7:30 de la mañana era la primera en la recepción del centro de quimioterapia. Registraron mis datos, me pidieron la receta y me invitaron a sentarme en un cómodo sillón reclinable, mientras preparaban el coctel. Estando allí, vi llegar una a una a otras mujeres que entraban sonrientes, se saludaban unas a otras y trataban con familiaridad a las enfermeras y auxiliares presentes. Pasaron a mi lado, me dijeron hola y se dirigieron hacia los otros sillones, disponiéndolos en semicírculo para proseguir su conversación. Al rato se acercó una enfermera con un suero que colgó de un soporte que tenía un extraño aparato adosado –después supe que se llamaba bomba de infusión–, y me comentó que ella sería la encargada de regular el goteo con el que recibiría mi tratamiento. Me colocaron la vía en el brazo izquierdo, me cubrieron las piernas con una manta y me dijeron que las llamara si necesitaba algo. Cerré los ojos y me puse a pensar en mi vida futura: “¿superaría el cáncer?, ¿estaría preparada para morir si no daba resultado?”, sólo nubes negras se cernían sobre mi futuro. Al poco rato abrí los ojos, pues tenía la sensación de ser observada por alguien y, efectivamente, una de las mujeres sentadas en el semicírculo me estaba mirando. Al darse cuenta de que yo también la miraba, levantó la mano en señal de saludo y me sonrió, para volver luego a su conversación. Había llevado un libro para leer en esas horas interminables, pero la verdad es que, en todas esas horas, no pasé de la segunda página. Yo que amaba la lectura no podía concentrarme.
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Terminada la infusión, el frasco me fue retirado y me entregaron una tarjeta donde constaban las drogas del tratamiento, el tiempo de administración y la fecha y hora de la siguiente quimio. Me dieron medicinas para las náuseas y me mandaron a casa. A la semana siguiente, regresé para la segunda dosis pero esta vez llegué después del grupo de amigas que había visto la semana anterior. Una de ellas se me acercó, mientras las demás acomodaban los sillones como la vez pasada. –Hola soy Elisa. –Yo soy Camila –contesté casi con un hilo de voz. –¿Eres nueva en estos menesteres? –me preguntó Elisa con una sonrisa. –Así es –contesté mirándola fijamente, sin dejar de preguntarme cómo podía estar tan tranquila y sonriente teniendo una enfermedad tan seria. –No te preocupes –me dijo–, no te voy a cansar con mi conversación. Solo quería darte la bienvenida y decirte que cuándo tú quieras, cuándo te sientas lista para hablar, serás bienvenida a la “Hermandad del Turbante”. –¿“Hermandad del turbante”? –pregunté y al dirigir la vista hacia el grupo que se encontraba sentado a lo lejos me percaté que todas lucían la cabeza cubierta por turbantes, excepto Elisa que tenía cabello. Ella siguió el trayecto de mi mirada y riendo prosiguió. –Veo que ya te diste cuenta. Tarde o temprano se te caerá el cabello por la quimio, pero lo más importante es lo que tú vayas a hacer al respecto. Puedes
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aislarte del mundo y sumirte en la pena y en las lamentaciones o cubrir tu cabeza con un pañuelo, un turbante o una peluca y seguir adelante, viviendo el día a día y dando gracias por eso. Yo uso peluca porque el pañuelo no me queda bien y el turbante me hace ver la cara de papa –dijo riendo, para luego acercarse a mi oído y susurrarme un secreto: –Le pusimos ese nombre porque suena misterioso, ¿no te parece? Además están de moda las novelas turcas. Bueno te dejo, allí viene tu coctel –me dijo señalando a la enfermera que se acercaba. El procedimiento fue similar al anterior pero esta vez dejé de pensar en mí y en mi problema, y me dediqué a observar al grupo de amigas. Ya no era una conversación general. Una de ellas leía un libro en voz alta, mientras las demás escuchaban en silencio y una tejía una chalina. Me llamó la atención que en este turno de quimio no hubiera hombres y se lo comenté a la enfermera cuando se acercó a retirarme el suero. –Lo que pasa es que los hombres prefieren recibir la quimio en silencio, oyendo música o leyendo, y se quejaban de que las mujeres eran muy parlanchinas, así que decidimos separarlos. “Misterio resuelto”, pensé. A la tercera sesión no pude más con mi curiosidad y me acerqué a ellas. –Hola soy Camila. –A mí ya me conoces —dijo Elisa–. Ellas son Carla, Mary, Rosi y Micaela. –Hola –contestaron ellas al unísono.
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–¿Ya estás lista? –me preguntó Rosi, mientras acercaba un sillón hacia el semicírculo y me invitaba a sentarme en él. –Sí –contesté luego de sentarme–, pero en realidad lo que me ha motivado acercarme es la curiosidad. ¿Cómo pueden estar tan tranquilas sabiendo que tienen cáncer? –Mira –me dijo Carla–, todas hemos pasado por lo mismo que tú. Hemos tenido que superar un periodo de duelo, de pérdida, ya sea de la salud o de proyectos en los que pensabámos embarcarnos pero que ahora ya no tienen mucho sentido. Luego, de rabia porque no te explicas por qué tenía que pasarte esto a ti, pero en esos momentos hemos tenido el apoyo de Elisa, que es la más veterana del grupo, y gracias a ella hemos podido ir aceptando nuestra realidad y mejorado nuestro ánimo. Ella nos fue reuniendo una a una, sin forzarnos a aceptarla, pero contagiándonos su alegría de vivir y haciendo más tolerable todo el proceso. No solo nos reunimos para conversar, sino también hemos formado un club de lectura y de manualidades donde tejemos ropones, chompas o chalinas para enviarlos a lugares alejados de la sierra donde los niños están pasando frío. Eso nos hace sentirnos útiles, lo que es muy importante. Pero al margen de todo ese quehacer, hemos forjado una amistad que se mantiene fuera de estas paredes. Cuando no estamos en tratamiento, vamos al cine, al teatro o a tomar un lonchecito; en fin, cualquier cosa que nos alegre el día. Para pertenecer a la Hermandad debes solicitarlo y prometer cumplir las reglas de oro. –¿Reglas de oro? –pregunté intrigada.
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–Son reglas muy simples –prosiguió Elisa–, pero son la base de nuestra hermandad. Te las puedo resumir: uno, alejar de nuestras vidas la autocompasión; dos, tratar de ser útiles para el prójimo; tres, cumplir nuestro tratamiento; cuatro, apoyarnos siempre; y la quinta regla puede parecer un poco extraña pero es “no asistir al velorio de ninguna de los miembros de la Hermandad”. –Ya lo creo que parece extraña –dije– pero imagino que debe haber alguna razón para ello. –Así es –contestó Elisa–. Queremos recordarnos tal y como éramos, y no guardar como último recuerdo la imagen de un cuerpo inerte. –Creo que la quinta regla tiene sentido –comenté. –Bueno –dijo Elisa–, ¿quieres pertenecer a la Hermandad? Si es así debes poner tu mano derecha sobre el corazón y prometer cumplir las reglas de oro. Así lo hice y recibí un fuerte abrazo de cada una de ellas a modo de bienvenida. Desde ese momento, empecé a formar parte de la Hermandad del Turbante y sin quererlo se me hizo más llevadero el tratamiento. Cuanto este terminó, quedé en observación, debiendo hacerme análisis y controles periódicos. Seguía en contacto con los miembros de la Hermandad y nos reuníamos con cierta frecuencia. Una tarde habíamos quedado en encontrarnos para ir al teatro y llegamos todas menos Elisa. Tratamos de ubicarla pero su celular no contestaba y como ya teníamos las entradas compradas decidimos asistir a la
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función y tratar de ubicarla al salir, cosa que no pudimos lograr. Nos fuimos cada una a su casa con un mal presentimiento en el corazón. Al día siguiente Rosi nos llamó para decirnos que Elisa había fallecido. Un hermano de ella le había llamado para comunicarle la noticia. Le contó que, siguendo la voluntad de su hermana, no tuvo velorio y su cuerpo fue cremado. Antes de terminar la llamada, quedó en llevarle una carta que Elisa le había dejado encargada para ella. Rosi nos prometió que apenas la tuviera en sus manos, nos reuniéramos para leerla y así lo hizo. Tres días después nos juntamos en la casa de Rosi. Cuando nos abrió la puerta, vimos una mesa donde había colocado un jarrón con rosas amarillas, una foto de Elisa y una vela encendida que dejaba escapar un aroma a canela y manzana. –El sobre grande estaba dirigido a mí –dijo– y dentro venían instrucciones de cómo arreglar la mesa que están viendo. Contenía además una carta dirigida a la “Hermandad del Turbante” que es la que vamos a leer ahora, pero esperen un momento a que sirva el vino antes de que nos sentemos a leerla. Y procedió a llenar las copas que se encontraban en un azafate. Una por una fuimos tomando una copa y nos sentamos mirándonos a los ojos y pensando en el enorme vacío que había dejado la partida de Elisa. Micaela tomó la palabra: –Creo que Rosi debe ser quien lea la carta. Después de Elisa, ella es la más antigua del grupo.
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Todas asentimos en silencio. Rosi nos mostró el sobre dirigido a la Hermandad con una nota que decía “para ser leído con una copa de vino en la mano”. Abrió el sobre y leyó: “Queridas amigas, si están reunidas leyendo esta carta, es que ya yo habré partido. En los últimos meses sentí que estaba perdiendo la batalla y con ella la guerra, pero no quise deprimirlas. Cada una tiene más que suficiente con sus propios problemas. Quiero agradecerles por su amistad. La “Hermandad del Turbante” fue para mí, a lo largo de los años, un motivo para vivir. En todo este tiempo, he visto partir a otras amigas que compartieron conmigo y me ayudaron a sacar fuerzas para seguir adelante. Ahora me tocó a mí, pero quiero pedirles que la Hermandad continúe. He visto cómo, gracias a ella, ustedes se han hecho más fuertes y solidarias. La misión que me impuse en su momento debe continuar y ustedes son las encargadas de hacerlo. Si han seguido mis instrucciones, deben tener una copa en sus manos. Les pido que hagan un brindis por la vida y por la “Hermandad del Turbante”, y continúen con el trabajo que empecé”. –Eso es todo –dijo Rosi–. ¿Seguimos adelante con la Hermandad? –preguntó levantando su copa y al ver que todas asentíamos sin palabras por el nudo en la garganta que nos impedía pronunciarlas, dijo simplemente: “¡salud!”.
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