El cazador y el soñador

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EL CAZADOR Y EL SOÑADOR (Milagro de Navidad)

Tercer Libro de N avidad

DEPARTAMENTO

DE INSTRUCCION

PUBLICA

DIVISION DE EDUCACION DE LA COMUNIDAD PUERTO RICO— 1960 SEGUNDA

EDICION - 1B87

TERCER A

EDICION- 11374

CUARTA EDICION - 197B


Escribió y editó este libro: René Marqués Hizo el diseño gráfico e ilustró: Rafael Tufiño Portada Antonio Maldonado


El Cazador y el Soñador (Milagro de Navidad)

I Por el camino polvoriento, avanzaban. La Señora iba a caballo y era éste pequeño, de pelaje negro y reluciente, ojos muy vivos y mirada buena. Fuerte en su poca alzada de caba­ llo puertorriqueño, capaz de arrestos de viveza, pero manso ahora, pausando sus movimientos para atenuar la incomodidad del viaje a la Señora y para acompasar al suyo el paso del Esposo. El Esposo de la Señora caminaba junto al caballo puerto­ rriqueño. Camisa y pantalón blancos, en el cuerpo alto, destaca­ ban nítidamente su figura contra el paisaje del atardecer. La cabeza erguida, de corte hermoso y cabellos largos; el rostro


armonioso, enmarcado por barba luenga y rizada; los ojos muy grandes, como si fuesen capaces de contener al mundo; y sere­ nos, como si las durezas del mundo no pudieran perturbar su bondad. Dicen los viejos libros que tipos así vivieron en épo­ cas remotas en un lugar llamado Nazaret. Pero el Esposo de la Señora no sale de un libro viejo, ni vive en épocas remotas, ni está en un lugar de nombre Nazaret. Avanza junto al caballo puertorri­ queño por el camino, bajo un sol que busca el descanso tras las montañas, su mano izquierda-mano fuerte y curtida artesano, con olor a maderas recién labradas: caoba y cedro de bos­ ques nuestros—sostiene un bastón alto, casi un cayado (improvisado, es probable, con una rama nudosa y seca que no florecía más). La cabeza del Esposo se vuelve ocasionalmente hacia la Señora, con cierta inquietud en su mirada, como si quisiera cerciorarse de que ella puede soportar la fatiga de tan lar­ go peregrinar. La Señora cabalga con ambas pier­ nas sobre el costado izquierdo de su montura, como lo hacían las mujeres de otros tiempos, sentada sobre una salea blanca que alivia un tanto la dureza del cuero de la silla de montar. Cubre su cuerpo frágil, de pies a cabeza, un manto gris de tela gruesa de algodón, prenda antigua que horas antes la protegió del sol abrasador y ahora del airecillo frío que viene de la montaña, ocultando el rostro casi en su totalidad.


Sólo sus manos están desnudas: manos finas, gráciles, sua­ ves, con algo de gacelas o de palomas. La derecha sostiene la brida tosca de soga, la izquierda reposa sobre el pecho, a modo de broche para cerrar el manto, pero sin esfuerzo ni crispación alguna, como descansando allí El Esposo de la Señora a pie y la Señora montando el caballo de crin negra y reluciente, avanzan a paso lento por el largo camino polvoriento.


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cuerpo porque está en acecho. Y es natural que lo esté porque es Pedro, el cazador. Aunque no sepa él que en lenguaje antiguo Pedro quiere decir "piedra”, y que la piedra ha sido base o fundamento de cosas que han enaltecido al hombre: un templo, una escultura o un pozo de agua pura en el camino de Samaría, muy lejos de Jerusalem. Sólo sabe que en sus manos hay una honda y que la honda tiene como proyectil una pequeña piedra, y que la piedra pequeña, lanzada por la honda en tensión, debe fatalmente herir o matar. Al lado de Pedro está Juan, su amigo inseparable, el soñador. De rodillas, mira también a lo alto. Los músculos de


su cuerpo frágil están tensos, pero por motivos distintos, que no entendería Pedro, el cazador. Quizás tampoco sepa Juan que en lenguaje antiguo su nombre quiere decir "Dios es bondad” y que en épocas y tierras remotas otro de igual nombre descansó su cabeza en el pecho misericordioso de uno que dijo ser hijo de Dios. Y por decirlo, fue crucificado. Y aquel Juan, tiempos después de la crucifixión del hombre de pecho acogedor, escribió algo que sigue estremeciendo a la Humanidad: En el principio no fue la materia, sino el Verbo. Y quiso decir que en el principio fue la palabra y que la palabra es espíritu y que el espíritu triunfará siempre sobre la materia, como la luz triunfa sobre las sombras. Nada de ello sabe este soñagr ^ c j }*)J0 dor también de nombre Juan, jjofae . con sus nueve años ya cumplidos, de rodillas en la tarde, mirando hacia lo alto, junto a Pedro, el cazador. Sólo sabe que siente una a aS 3 R ° c 1 mezcla extraña de fascinación y horror por el acto inevitable que va a presenciar. Entiende que la honda lanzará la piedra para herir o matar. Y él odiará el acto que ejecutará Pedro, pero a Pedro no lo podrá odiar. Porque, comprende o, por lo menos, intuye que está en la naturaleza de Pedro herir o matar. Y él, Juan—cuyo nombre no quiere decir "Dios es poderoso” , sino "Dios es bondad” —nada puede hacer para cam­ biar la naturaleza de un hombre. Y así, Juan, paralizado por una mezcla angustiosa de temor, dolor y compasión, espera el acto inminente, irremediable, fatal. La honda está en tensión en las manos de Pedro. Súbitamente, la piedra sube verti­ ginosa, casi vertical, tronchando algunas hojas del ramaje, silenciando el trinar de las aves que des­ pedían al sol. Y de lo alto surge un cuerpo diminuto, deseen-

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diendo inerte, que va a caer a los pies del cazador. Juan observa la tórtola herida en manos de Pedro. Es sólo un pájaro, y tan pequeño, piensa. Pero el cuerpo gris está empapado en sangre, la vida se escapa de ese cuerpo. (¿Por qué destruir la vida antes del tiempo fijado por su creador?) La mano de Juan se tiende hacia la tórtola herida. Y en ese mismo instante, una sombra cae por igual sobre la mano misericordiosa de Juan y la tórtola herida en manos de Pedro. El cazador y el soñador alzan la vista sorprendidos. La sombra que sobre ellos se proyecta es la del cuerpo de la Señora. Está allí, a lomo del caballo puertorriqueño, junto al Esposo a pie, detenidos ambos en el camino, a cuya vera, en el boscaje, permanecen in­ móviles los niños. El sol, descendiendo hacia su ocaso, hiere las espaldas de los peregrinos dando a sus figuras un halo extraño y misterioso. Las manos de la Señora se tienden hacia los niños. Surge entonces del cielo y de la tierra una melodía armoniosa, una música jamás oída, como si hablara la Señora y su Verbo, su


palabra, fuese esa armonía que llena ahora el Universo. Pedro, el cazador, mira sin oir, estupefacto. Juan, el so­ ñador, mira y oye. Y comprende al fin. Aunque las palabras no se pronuncian, la voz del Universo, surgiendo de la Señora, entiende él que dice: Dejad libres las aves del Cielo porque son las creaturas favoritas del Señor, mi Hijo. Iluminado, Juan toma la tórtola herida de las manos de Pedro, se acerca al camino y ofrece a la Señora el avecilla gris. Esta acoge la tórtola entre sus manos, tan suaves y finas, y con gesto tierno la acerca a su rostro oculto bajo el manto gris. ¿La besa o le insufla nueva vida? No lo sabe Juan. Pero la Señora eleva sus manos al cielo, abriéndolas, y la tórtola, que él vio ensangrentada, moribunda, en manos del cazador, no muestra ya mancha alguna de sangre en su plumaje y, libre, alza el vuelo bajo la luz del atadecer. La Señora y su Esposo prosiguen lentamente su marcha por el camino polvoriento. Con ellos se aleja, hasta extinguirse, la armonía musical del Universo. Pedro, absorto se ha acercado a Juan, de modo que el cazador y el soñador están ahora a la orilla del camino, inmóviles, observando cómo se alejan los peregrinos. El cazador al fin baja la vista y mira pensativo la honda en sus manos. Aunque no hay piedra en ella la pone, automática­ mente, en tensión. Juan observa la perplejidad de su amigo, y sonríe. Sabe que Pedro no ha comprendido del todo, pero espera que un día comprenderá. Apoyando su mano en el hombro del cazador, le indica que es hora del regreso. Ambos salen al camino e inician la marcha. Pero Pedro no puede


evitar volver la cabeza para observar una vez más las figu­ ras de la Señora y el Esposo que se pierden a la distancia. Por el mismo y largo camino polvoriento se alejan entre sí, en direcciones opuestas, los dos niños y los dos peregrinos. Juan y Pedro se orientan hacia el Norte, la Señora y su Esposo se dirigen al Sur.

III A la vera del camino se yergue la pequeña casa campesina. A la derecha de la casa, cerca del camino, hay una estructura rústica, con ancha puerta de dos hojas, que sirve de almacén para los frutos de la tierra y que protege también de la intemperie los aperos de labranza. La puerta del almacén a esa hora de la tarde permanecía cerrada. A la izquierda de la casa, hacia el fondo, no lejos de la cocina, hay un pequeño cobertizo techado de paja. El Anfitrión, estaba bajo el cobertizo, pre­ parando el lechóncillo que había sacri­ ficado en las primeras horas de la tarde. La vara para el tradicional asado des­ cansaba, vertical, en una esquina. El Anfitrión sentía regocijo en su corazón ejecutando las tareas prelimi­ nares. El lechoncillo, limpio de su grueso pelaje, yacía sobre una ancha tabla a modo de mesa de trabajo. Las manos expertas y diligentes del Anfitrión lim­ piaban el interior del cuerpo, extrayendo


cuidadosamente las entrañas. No sabía él que su nombre— Anfitrión—en lenguaje antiguo quiere decir "el que tiene convidados a su mesa". Sólo sabía que mañana su pequeña casa rebosaría de parientes y amigos que vendrían a participar del suculento asado. Sabía también que sus padres y los padres de sus padres habían celebrado las mismas fechas con igual sentido de generosidad que él mismo. Y deseaba que sus hijos tuvieran también la oportunidad de practicar las virtudes de sus antepasados. Pero de ello no estaba seguro. Porque tenía la impresión de que su mundo había empezado a achicarse a tal modo que la generosidad apenas si parecía posible. No sólo-se empequeñecían las cosas materiales —la casa, más moderna y sólida sí, pero más pequeña e inhospitalaria; la poca tierra, más reducida aún, y más abandonada e inhospitalaria, además—sino que también se empequeñecían las cosas del espíritu. La vida en cierto modo era en estos tiempos más fácil, más cómoda, pero las exigencias


de vivir tan fácilmente eran más difíciles y laboriosas para el alma. A él mismo le parecía sentir en ocasiones que sus actitudes, por contagio, no eran las que hubiera deseado para vivir en armonía con los hombres, la tierra y Dios. Se sorprendía a menudo preocupado en demasía por las exigencias del mundo físico. Entonces se preguntaba si dentro de sí no se estaría rompiendo el equilibrio que antes lo mantenía cerca de Dios. Y le angustiaba pensar que eso mismo, en grado quizás mayor, lo estuvieran experimentando sus hijos, menos apegados que él a la tierra, más ilusamente fascinados por el mundo material de la ciudad. Pero hoy, en vísperas de la celebración, desechaba sus angustias para que nada turbase las horas de alegría familiar que se avecinaban. Era preciso vivir, por lo menos durante algunas horas, la ilusión de que el mundo aun conservaba su equilibrio, de que las sombras no triunfarían sobre la luz, de que la materia no lograría ahogar las cosas del espíritu. Alrededor del Anfitrión se movía su familia: el Hijo y la Hija, adolescentes aún; la Esposa, vivaz y sonriente; la Abuela, en cuyo rostro setenta años habían labrado infinitos surcos de sabiduría y comprensión. Iban y venían de la cocina al cober­ tizo, trayendo vasijas, agua caliente, especies olorosas para adobar el lechoncillo que al día siguiente asarían según un secular ritual. Realizaban sus pequeñas tareas con entusiasmo y alegría, pero sin prisas. Y había en los movimientos de cada uno, y en el movimiento de conjunto de todos, una armonía casi musical, como si se reflejase así el amor, la unión y la comprensión de la familia y el Anfitrión. Por el largo camino polvoriento que cruzaba frente a la casa, avanzaban los peregrinos. La noche era ya inminente aunque aún el cielo se encendía con las luces espectaculares del crepúsculo tropical. El Esposo había creído que les sería posible alcanzar el próximo poblado para pernoctar allí, pero no podía apresurar el paso por el estado de la Señora. No vislum­ braba pueblo alguno a la distancia y las pocas casas a la vera


del camino mostraban sus puertas tenazmente cerradas. Pero al fin surgía ante los ojos del Esposo una casa con sus puertas abiertas, habitada, sin duda, pues el terreno que la circundaba estaba recién labrado, los alrededores bien cuidados y de la cocina salía un humillo vivificador. Pasaron los peregrinos frente a la casa y se detuvieron al ver a la familia. El Esposo echó a andar en dirección al cober­ tizo. La Señora, sobre el caballo manso, quedó a la espera, inmóvil en el camino. —La paz de Dios sea contigo y con los tuyos. El saludo poco usual en la voz desconocida, sorprendió a la familia. Todos se volvieron y observaron con curiosidad la figura noble del Esposo de la Señora detenida frente al cobertizo. —Buenas tardes—dijo el Anfitrión. Y limpiándose las manos, dio unos pasos hacia el forastero—. Usted dirá en que podemos servirle, señor. El peregrino expuso su solicitud. Era harto sencilla, pero había algo ceremonioso en la voz y algo como de liturgia en los gestos que desconcertaron al Anfitrión. Una dignidad muy grande, una especie de noble altivez se permeaba a través de la apariencia humilde y la modesta petición del forastero. El Anfitrión observó los pies descalzos, cubiertos de polvo, contrastando notable­ mente con la hermosa cabeza de cabellos largos. Y luego, allá en el fondo, la figura inmóvil y silenciosa de la Señora, envuelta en un amplio manto gris. —Vea usted mi casa, señor. Es muy pequeña. Y mi familia, véala usted, resulta bastante numerosa para la casa. No tene­ mos comodidades, realmente.


Se sentía culpable de hablar así, pero se consolaba pensando que no mentía. Era cierto que la casa resultaba poco hospitalaria. Razón por la cual su familia no aprobaría albergar a dos ex­ traños. Y, sin embargo, experimentaba una gran desazón anté la mirada límpida del peregrino. —El almacén está casi libre en esta época del año. Había hablado la Abuela. Se acercaba, con gesto vivaz al Anfitrión, y había en su voz un tono de velado reproche. La Esposa, acercándose también, apoyó las palabras de la Abuela. —Nos tomaría muy poco limpiar el almacén y acon­ dicionarlo como albergue.


—Hay una cama plegadiza que no está en uso—afirmó el Hijo. —Y mantas y sábanas limpias disponibles—añadió la Hija con decidida voz. El Anfitrión dudó mirando al forastero, pues no creyó que aquel aceptaría como albergue una humilde estructura dedicada a almacenar frutos de la tierra. Pero el rostro del Esposo de la Señora se iluminó como si la luz del crepúsculo emanara de él. —Dios ha de premiar tu noble hospitalidad y la de tu buena familia— , dijo. Y el Anfitrión experimentó un goce indecible en lo hondo de su corazón porque la hospitalidad no estaba m uerta del todo en el seno de su familia y porque él mismo, a pesar de aquel mundo empequeñecido en el espíritu, disponía de generosidad suficiente para ofrecer algo humilde que otro hombre aceptaba con gesto de gratitud. La materia perecedora no podría, después de todo, ahogar al espíritu, ni la luz sucumbir ante el avance de las sombras. La tierra mía—pensó—aún puede ser hospitalaria, y mi corazón no se perderá ante Dios.

IV Sobre una loma limpia de arboles, ante un paisaje hermoso y bajo un cielo encendido de rojo, no lejos ahora de sus respec­ tivas casas orientadas hacia el Norte, estaban inmóviles los dos niños.


Pedro, el cazador, yacía de espal­ das sobre la yerba, sus ojos abiertos, fijos sin ver la inmensidad del cielo. Juan, el soñador, sentado junto a él, una brizna de yerba entre sus labios, pensativo, ensimismado frente al hori­ zonte lejano por donde la luz iba a caer. El mundo adquiría un tinte fugaz de oro viejo porque era el ins­ tante melancólico del "sol de los muertos” en la montaña. Juan buscaba en el paisaje algo que él no habría podido explicar o

definir, algo que emanando de esa naturaleza hermosa, com­ pletara lo que aún sabía trunco en el alma de Pedro. Era casi doloroso su esfuerzo de escrutar tan intensamente la leja­ nía, de pedir de ella ese algo que no podía explicar. De súbito, en el instante mismo en que las sombras de la noche triunfaban sobre la luz agonizante, surgió el sonido misterioso. Juan, sobresaltado, se puso en pie. Oía una voz que podía ser humana, voz de mujer, quizás, emitiendo una nota musical larga, lejana, extraña, como él no la oyera jamás. De dónde surgía, era difícil precisarlo. Tuvo la impresión de que la voz emanaba, no de un punto definido, sino de todas partes, como si el paisaje, desde el más lejano horizonte hasta la loma misma, emitiera la voz musical. Juan miró hacia Pedro. Era obvio que éste nada había oído.


Permanecía de espaldas sobre la yerba, sus ojos cerrados ahora, dormido quizás. Y el silencio, sólo roto por algunos coquíes que afinaban sus voces para la sinfonía nocturna, había vuelto a prevalecer en la montaña. Desconcertado, Juan se sentó de nuevo. Recostándose a medias, apoyó el peso de su cuerpo sobre el codo izquierdo. El movimiento le hizo alzar la vista. Y tuvo un sobresalto. Al cielo, ya oscurecido, lo rasgaba un cohete luminoso que cruza­ ba de Norte a Sur, mientras volvía a escucharse la nota lejana, musical y misteriosa. Se incorporó y sacudió a Pedro bruscamente. Ambos de pie, fascinados, observaron el fenómeno. El cohete, empezando a descender hacia el Sur, rompióse de pronto en lluvia de estrellas blancas. Y en el punto donde al descender se iban extinguiendo las estrellas, surgió un resplan­ dor también blanco, brillante, inexplicable. Pedro, el cazador, aturdido, confundido, trataba en vano de encontrar una explicación racional a lo que veían sus ojos, cuando Juan, el soñador, señaló a otro punto de la campiña ahora en sombras. Y es que una hilera lejana de hachos encen­ didos se dirigía en dirección Sur. Y descubrieron otra, y otra, hileras de hachos encendidos en manos campesinas que se movían desde puntos diversos, convergiendo hacia el lugar misteriosamente iluminado allá, en la lejanía del Sur. Juan supo, o intuyó, que había una esperanza nueva en el Sur. Y, agarrando al cazador por un brazo, le arrastró loma abajo, hasta que desaparecieron ambos en las sombras del paisaje orientándose hacia la luz.


Llegaban de puntos lejanos, a pie o a caballo, llevando algunos hachos encendidos, trayendo todos presentes de la tierra: maíz en mazorca con pureza dé oro, racimos de plátanos intensamente verdes, sacos de café, ramos de flores, santos de palo policromo, panales de miel, abundancia de frutas, purrones de leche, yerbas olorosas, suave y blanco algodón; colmadas las manos generosas de ofrendas humildes, modes­ tas, valiosas. Se aglomeraban ante la puerta de par en par abierta del


almacén convertido en albergue, de cuyo interior surgía aquel resplandor extraño que no era la luz amarillenta y pobre de los bombillos eléctricos, sino luz rica y blanca de origen des­ conocido, sin explicación posible para el hombre que se ha olvidado de Dios. En el interior estaba la Señora reclinada en un ture. Las manos arrugadas de la Abuela peinaban con suave ternura los cabellos sedosos y negros de la Señora. Porque ésta tenía el manto ligeramente echado hacia atrás y su cabeza y su rostro eran visibles por primera vez. Contaría quizás diecinueve años y su rostro ostentaba esa hermosura precoz de las mujeres del trópico salidas apenas de la pubertad. El cutis, terso, límpido, no tenía el color pálido de las nieves, sino el tinte encendido de ciertas frutas del país doradas generosamente al sol. Aunque había en la sonrisa hermosa la inocencia de una niña, en los ojos negros, grandes y almendrados se reflejaba la dulce madurez de la esposa joven que asume a plena conciencia,


ante la tierra y el cielo, la maternidad. El manto gris, de tejito tosco en el exterior, estaba forrado en su in­ terior de acariciante seda azul. E ntre­ abierto ahora, dejaba en parte al descubierto el traje blanco de fina tela de algodón. La Abuela, concluida la tarea de peinar el cabello sedoso, colocó de nuevo el manto sobre la cabeza de la Señora. Y se acercó la Hija y entregó a la Señora un coco de leche recién ordeñada y un pañuelo blanco. Ella sonrió agradecida, bebió unos sorbos, se limpió los labios con el pañuelo blanco y ofreció la rústica vasija a su Esposo. El Esposo de la Señora estaba de pie, junto a ella, apo­ yándose en el cayado, que había florecido milagrosamente. Tomó sonriendo el coco de leche, bebió unos sorbos y lo pasó al Hijo del Anfitrión que esperaba a su izquierda. Al fondo se veía la cama plegadiza, armada y vestida con sábanas blancas, un tanto ajadas éstas, porque la Señora había yacido en ellas. Mazos fragantes de pacholí colgaban del techo, aperos de labranza se habían arrinconado junto a la pared de la derecha y por la ventanuca, curiosa, asomaba su cabeza mansa una vaca. Todo olía a limpio y había en el aire temblor de vida nueva. El Anfitrión se acercó trayendo una improvisada cuna, pequeña y baja. Hincando su rodilla en tierra, colocó la cuna, cuidadoso, a los pies de la Señora. La Esposa del Anfitrión ya había arreglado al Niño y lo traía, meciéndolo, en sus brazos. Lentamente se arrodilló frente a la Señora y con infinito amor colocó al Niño en su cuna. Todos sonrieron, e invadió el aire una música armoniosa como si mil ángeles cantaran un himno triunfal. Y sonrieron también los hombres, mujeres y niños—de


pie unos, de rodillas otros—que desde la puerta abierta observaban. Entre ellos se abrían paso, jadeando, Juan, el que soñaba y Pedro el cazador. Estupefactos, miraron a la Señora y a su Esposo reconociéndolos como los peregrinos de la tarde. Sus miradas se detuvieron luego en la cuna, descubriendo al Niño. Y Juan oyó la música armoniosa y comprendió. Con sonrisa feliz, apretó el brazo de Pedro, y dijo: —Es lo que buscábamos, cazador.— Y Pedro empezó a oir también la música de triunfo, y a comprender.


VI Por el camino polvoriento, envueltos en las sombras de la noche, guiados sólo por la luz blanca que resplandecía tan extrañamente, avanzaban tres jinetes. Sus vestiduras eran de otra época, en seda azul y roja y blanca y amarilla, como personajes de algo soñado o lejana­ mente sucedido quizás. Y al aire flotaban sus mantos cortos y sus cabezas lucían coronas que parecían de oro. Calzaban sus manos campesinas guantes blancos y eran como tres figuras policromas talladas en madera blanda por otras manos campe­ sinas. Y esta impresión se debía más que nada a que sus rostros enmascarados eran iguales, como si los tres luciesen la misma máscara de idéntica expresión. Y debía ser así pues su identi­ dad no importaba. Podían llamarse Melchor, Gaspar o Baltasar, o Julio, Rafael y Emilio, no importaba.


De dónde procedían, importaba menos: del Norte, el Este, o el Oeste, de Río Abajo, Sábana Grande o Los Picachos, no importaba. Su color y condición, su religión y ciencia tampoco importaban. Eran en aquel instante el Hombre de la Isla, la Humanidad puertorriqueña toda. Y así llegando ante la estructura rústica, abandonaron sus monturas. Se abrieron paso entre la m ultitud y entraron al recinto iluminado llevando sus presentes: una bandeja de paja tejida cubierta con tapete de hilo, una tinaja pequeña de barro y un cofre tallado en cedro oloroso del país. Se les vio avanzar hasta el Niño y ante el detenerse. El enmascarado del manto amarillo alzó el tapete de hilo bordado mostrando el contenido de la bandeja de paja que en sus manos llevaba: y pudo verse que era pan indio o casabe lo que la bandeja de paja contenía. El del manto azul vertió litúrgica­ mente una porción del contenido de la tinaja de barro: y pudo verse que era agua fresca y pura lo que la vasija contenía. El del manto rojo abrió su cofre de madera tallada y, tomando una porción de su contenido, la esparció ceremoniosamente sobre el suelo: y pudo verse que era tierra puertorriqueña lo que el cofre de cedro contenía. Alzando los tres al Cielo sus ofrendas, las depositaron a los pies del Niño. Y como si esa fuese una señal convenida, todos avanzaron para ofrecer sus presentes. Pero ahora los otros apartaban a Pedro y a Juan porque eran muchos los que traían presentes y poco el espacio para contener a la multitud. Juan se sintió descorazonado y palpóse las ropas buscando algo que ofrendar al Hijo de la Señora pues nada había traído en verdad. Sólo descubrió una pequeña medalla de plata que atada a un tosco cordoncillo pendía de su cuello. Con gesto impulsivo quitóse la medalla la besó suave­ mente y tomando por un brazo a Pedro, se acercaron ambos a la cuna donde descansaba el recién nacido. Juan se arrodilló y con sonrisa alegre depositó la medalla junto a la cuna. Levantándose luego, miró a Pedro que se sintió turbado porque sus manos estaban vacías y nada tenía que ofrecer. Pero, de pronto, Pedro recordó. Y metiendo la


mano al bolsillo, sacó la honda, su único tesoro de cazador. De rodillas, fue a rendir su arma, depositándola a los pies del Niño. Y esta vez fue el Niño, el propio Niño, quien sonrió. Y Pedro supo que todo era armonía en su alma y que se había acercado por vez primera a Dios. Sintió la mano de Juan en su hombro y al volverse le asombró comprobar que la sonrisa de Juan era en ese instante idéntica a la del Niño. Se sintió feliz y a punto de llorar, avergonzado un poco, luchando por contener las lágrimas. —Llora, Pedro. No le temas al llanto—le decíala son­ risa de Juan. Lloró de felicidad Pedro, el que había sido cazador, y el llanto cayó sobre su propia alma ya completa, colmada, dándole vida nueva en aquel lugar del Sur. Afuera la noche era estrellada y la humanidad campesina entonaba el primer canto de Navidad.


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TERCE R L I B RO DE N A V I D A D


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