El niño y su mundo

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DIVISION DE EDUCACION DE LA COMUNIDAD DEPARTAMENTO DE INSTRUCCION PUBLICA


INDICE PAGINA

EL MUNDO Y YO

3

LA CUCARACHITA MARTINA Y EL RATONCITO PEREZ, cuento

5

EL LAGARTO ESTA LLORANDO

12

IDILIO DE LOS MONITOS, poema

13

LA REINITA CHARLADORA, cuento

14

LOS PATITOS DEL CORRAL, poema

.

25

EL COLIBRI Y LA ROSA, poema

26

FABULA DE ESOPO

27

COLLAR, cuento

28

UNA HISTORIA, poema

35

EL ANGEL DE LA GUARDA, poema

3¿

¿CON QUE PRODUCEN LAS ABEJAS SUS ZUMBIDOS?

37

LA HORMIGA, LA PALOMA Y EL CAZADOR

37

CHIRRIQUITICA, cuento

38 , 46

CANCION DE LA RANITA VERDE MAR, poema ¿POR QUE NO DEBEMOS PESCAR PECES CHIQUITOS?

47

UN AMIGO DE LOS ANIMALES

48

EL LOBO DE AGUBIO

49

ROMANCE DE DON GATO

54

I E C T U R A

PARA

NIÑOS

Y

A D U L T O S

y Este es otro libro para el pueblo publicado por la División de Educación de la Comunidad del Departamento de Instrucción Pública. Aunque es un libro que divertirá a los mayores ‘'El Niño y su Mundo” está dedicado muy especialmente a los niños de nuestros campos puertorriqueños. Esperamos que padres, hijos y nietos se regocijen con su lectura. Los niños vivirán en él sus experiencias de hoy. Los padres y los abuelos revivirán en él sus experiencias de ayer. ¿Por qué? Porque para los mayores la época de la infancia no muere nunca. Los años infantiles fue» ron las raíces de la vida adulta. Recordarlos es volver a vivirlos un poco. “ El Niño y Su Mundo” , por lo tanto, es lectura de ayer y de hoy.


Y o no estoy solo. Estoy en el mundo. Y en el mundo hay *

cosas grandes y pequeñas que tienen vida como la tengo yo. Viven los otros niños de mi edad. Viven las personas ma­ yores.

Viven las plan-tas.

Viven los animales.

i

Y o tengo vida. Pero la flor también tiene vida. Y tiene vida la hormiga Porque Dios no sólo me dió vida a m i

Se la dió también

a las plantas. Se la dió a los animales. La vida es un milagro de Dios. Pero ese milagro no lo hizo Dios para mí solo.

Lo hizo para el coquí.

para la flor de majagua.

Y para el pitirre.

Y

Y para la mata de plátano.

Porque mi vida me la dió Dios, yo la respeto. Pero como la vida Dios se la dió también a otros, yo respeto la vida de los de­ más. No importa que sea la vida de una persona, de una planta o de un animal. Plantas, animales, personas; todos somos hijos de Dios. T o­ dos nos parecemos en una cosa: en que vivimos. La vida me une al ruiseñor. Y a la hormiga. Y al perro. Y"*a la palma de coco. Y a la flor del cupey. Este milagro de la vida es tan grande que aún cuando cierro le» ojos hago vivir a otros seres. Cuando pienso o cuando sueño


w

mi mundo sigue viviendo. Y hago que la vida de plantas y ani­ males se parezca a la mía. Y hago que hablen las flores. Y hago que hablen los animales. Y le doy vida a otros seres que no son ni personas, ni plantas, ni animales. D oy vida en mi mente a las hadas, a los ángeles, a los duendes. Esos seres que viven en mi mente sólo yo los entiendo. No lo^ entenderán quizás los mayores. Por eso entiendo los cuentos.

Pero yo sí los entiendo. Y los poemas de animales

que hablan. Por eso entiendo a Francisco de Asís dominando al lobo. Y me da mucha pena la desgracia del Ratoncito Pérez. Y me alegra la boda de Chirriquitica. Por eso todo lo que tiene este libro es parte de mi mundo. Del mundo real que vive a mi al­ rededor. O del mundo de sueños que yo hago vivir en mi mente. Este es mi mundo. No estoy solo en él. Y o tengo vida. Pero también tiene vida la hormiga. Y el coquí. Y la flor del flamboyán. La vida me une a todo lo que me rodea. N o estoy solo en el mundo . • •


LA CUCARACHITA MARTINA Y EL RATONCITO PEROZ (Adaptación puertorriqueña de un cuento muy viejo) Había una vez una cucarachita muy trabajadora y muy limpia que vivía so­ la en su casita. Se llamaba Martina. Y te­ nía fama en el barrio de hacer unas so­ pas de cebolla como para chuparse los dedos. Una cucaracha que sabe hacer sopas de cebolla no se da todos los días. Y por eso Martina tenía muchos pretendientes. m

Pero ella no se ocupaba de esas cosas. Aunque, eso sí, apreciaba muchísimo a un vecino suyo: el ratoncito Pérez. Pues bien, estaba un día Martina ha­ ciendo la limpieza del batey, cuando vió algo que brillaba en el suelo. Dejó la es­ coba y se acachó para coger la cosa que tanto brillaba. ¿Qué creen ustedes que era? Un centavito nuevo y reluciente. Para una cucaracha encontrarse un centavo es igual que para nosotros encontramos el tesoro de Cofresí. Por eso Mar­ tina se puso contenta. Y empezó a cavi­ lar lo que compraría con el qentavito. Pensó en comprar dulces. Pero le co­ gió miedo a una indigestión.

Pensó en

comprarse unas pantallas. Pero como no

\


tenía orejas rechazó la idea de las pan­ tallas. Fué a mirarse al espejo. Y vió lo mucho que le brillaba la nariz. ¡Claro! Necesitaba polvos para la cara. Y así fué como la cucarachita Martina se compró una gran caja de polvos de arroz.

i

Esa tarde Martina, después de dejar la casa limpia como un dije, se sentó a la entrada de su vivienda. Se había em­ polvado de lo lindo. Se había puesto tan­ to y tanto polvo que parecía lo que era, una cucarachita Martina. A nosotros nos da gracia ver a una cucaracha empolva­ da. Pero los pretendientes de la cucarachita la encontraron más bonita que nun­ ca. Y se acercaron para proponerle ma­ trimonio. Primero vino el Torito. 'Y dijo: — Cucarachita Martina, ¡qué linda es­ tás! Y ella muy modesta contestó: — Como no soy bonita, te lo agradezco más. Y el Torito muy zalamero preguntó: — ¿Te quieres casar conmigo? En vez de contestar la cucarachita preguntó: — A ver, ¿qué haces de noche? Y el Torito respondió:

— ¡Muuul ¡Muuul


— ¡Ay, no, Torito, que me asustarás! El Torito se retiró muy cabizbajo. Y vino el Perrito. Y el Perrito dijo: — Cucarachita Martina, ¡qué linda es­ tás ! — Como no soy bonita, te lo agradezco más. — ¿Te quieres casar conmigo? — pre­ guntó él Perrito. — A ver, ¿qué haces de noche? — pre­ guntó ella. — ¡Gua, guau, guau! — ladró el Perri­ to. — ¡Ay, no, no; que me asustarás! Y el Perrito se alejó con el rabo entre las patas. Entonces vino el Gallito. Y el Galli­ to dijo: — Cucarachita Martina, ¡qué linda es­ tás! — Como no soy bonita, te lo agradezco más. — ¿Te quieres casar conmigo? — A ver, ¿qué haces de noche? — ¡Quiquiriquiiii! — cantó el Gallito. — ¡Ay, no, no; que me asustarás!— dijo Martina. Y el Gallito se fué cantando bajito. Y vino el Chivito. Y elNChivito dijo: I / 1/

4t


■—Cucarachita Martina, ¡qué linda es­ tás? — Como no soy bonita, te lo agradezco más. — ¿Te quieres casar conmigo? — A ver, ¿qué haces de noche? — pre­ guntó ella. — ¡Bee, beee! — gritó el Chivito. — ¡Ay, no, no; que me asustarás! Y el Chivito se fué llorando por las calabazas que le había dado la Cucarachita Martina. Estaba ya obscureciendo cuando pasó por allí el Ratoncito Pérez. A Martina le dió un vuelco el corazón. ¿Le diría algo el Ratoncito Pérez? Y el Ratoncito Pé­ rez se turbó todo cuando vió a su vecini-

ta sentada a la puerta. Porque era muy tímido. Pero en verdad estaba tan linda la cucarachita con su cara empolvada que el ratoncito no se pudo contener.

—Cucarachita Martina, ¡qué linda es­ tés! — Como no soy bonita, te lo agradezco

más. — ¿Te quieres casar conmigo? — A ver, ¿qué haces de noche?

— ¡Dormir y callar! ¡Dormir y callar! — dijo muy humildemente el Ratond-


to Pérez. — Pues contigo me casaré yo — gritó la Cucarachita Martina. Y así fué como esos dos vecinitos se comprometieron. Y al día siguiente se casaron. Y' vivieron muy felices. Pero... Sólo una cosa apenaba a la Cucarachi­ ta Martina. Y era lo goloso que había resultado ser su marido. El pobre Raton­ cito Pérez siempre se estaba metiendo en líos por lo lambío que era. La Cucarachita estaba cansada de decírselo: — Ten

cuidado, maridito, que cual­

quier día vas a pasar un susto. Y el susto vino. ¡Y qué susto! Su mujer le había dicho que no se acercara a las ratoneras. Pero el Raton­ cito olió el queso y perdió la sesera. Se fué derechito a la ratonera que había puesto un campesino en su tala. Calcu­ ló que cogiendo el cantito de queso muy aprisa podría escapar. Pero calculó mal. Porque por mucha prisa que se dió, la ratonera de cantazo cayó como una bom­ ba atómica y le pilló el rabito. La Cucarachita Martina se fué a vol­ ver loca cuando vió a su marido sin ra­ bo. Pero luego se consoló pensando que aquel susto le serviría de escarmiento.


¡Eso se creía ella! ¿Cuándo han visto ustedes que un ratón escarmienta? ¡Y mucho menos si es casado! Está visto y requetevisto. Los maridos que no obedecen a sus mujercitas llevan las de perder. Y el Ratoncito Pérez lo perdió todo.

¡Todo!

¡Hasta la vida!

La cosa pasó así: Un día la Cucarachita Martina tuvo que salir de compras. Tenía puesta la olla en las tres piedras del fogón. Por­ que estaba haciendo una de sus famosas sopas de cebollas. Pues bien, antes de salir le dijo a su marido: — Maridito, menea la olla con la cu­ chara de palo. Pero ten cuidado. No te acerques mucho al fuego, que te puedes quemar. El Ratoncito Pérez prometió menear la olla con mucho cuidado. Y despidió a su mujercita con un beso en la frente. Pero cuando le tocó menear la olla sin­ tió un olor tan rico y tan rico a sopa de .. i cebollas, que no se pudo contener. Se trepó en la olla caliente y quiso pescar una cebolla que ya estaba doradita. Sí, sí. ¡Cualquiera pesca en agua hirviendo! El Ratoncito Pérez dió un resbalón y ¡zás! cayó de cabeza dentro de la sopa.


Al poco rato llegó la Cucarachita Mar­ tina con su paquete de compras. Como no vió a su marido por ninguna parte creyó que había ido un momento a la letrina. Y se puso a atender la sopa. Pe­ ro cuando Martina fué a menear la olla con la cuchara de palo... ¡qué dolor sin­ tió! Vió a su pobre marido, al lambío de su marido, flotando muertecito en la so­ pa hirviendo. ¡Pobre Cucarachita Martina!

A sus

gritos vinieron los vecinos. Y esa noche celebraron el velorio del Ratoncito Pé­ rez. La viuda estaba inconsolable. Ni si quiera se puso polvos de arroz en la cara. Y los vecinos cantaron al son del cuatro:

El Ratoncito Pérez Cayó en la olla La

Cucaracha Martina

Lo canta y lo llora.


r

El lagarto está llorando la lagarta está llorando. El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos han perdido sin querer su anillo de desposados, ¡Ay, su anillito de plomo, ay, su anillito plomado! Un cielo grande y sin gente monta en su globo a Ioí pájaros.

El sol, capitán redondo, lleva un chaleco de raso ¡Miradlos qué viejos son! ¡Qué viejos son los lagartos! ¡Ay, cómo lloran y lloran, ay, ay, cómo están llorando! Federico García Lorca


IDILIO

DE

LOS

MONI T OS

La mónita Triqui-triqui y el monito Triqui-trac se paseaban una tarde por un viejo manantial. La mónita dijo alegre: — Y o te quiero, Triqui-trac. Y el monito le responde: — Y o te quiero mucho más. Suspirando se alejaron de aquel viejo manantial a mónita Triqui-triqui y el monito Triqui-trac. Por el camino florido la brisa cantando va el romance


LA R E I N I T A CHARL ADORA Erase una vez que vivía en un campo de Lares, un mucha­ chito llamado Héctor José.

Tenía siete años de edad y era

alegre y muy bueno. Amaba mucho a sus padres y a sus herma­ nos mayores.

Un día, su hermana le trajo de la capital un libro muy bo­ nito. Era un libro de hadas y duendes. Héctor José, loco de alegría, besó a su hermana y corrió a tenderse bajo un árbol de mango a leerlo. En sus páginas había estampas de hadas. Eran bellísimas niñas y mujercitas con alas transparentes. Cada una de ellas tenía una varita de oro con una estrella en la punta. Los duendes eran hombrecitos muy pequeños, con barba larga que les llegaba hasta las rodillas. De repente el niño cerró el libro. Se le había ocurrido una idea. ¿No habría hadas y duendes en el monte?

¡Seguramente

que entre las flores y los cafetos deberían estar las hadas es­ condidas! Se levantó y miró en dirección de su casa. No había nadie mirándolo. Corrió por el caminito, entre las amapolas, y llegó a lá cerca. Era una alambrada con púas. Se coló entre dos alambres con tan mala suerte que el pantalón se enganchó en una púa. ¡Pobre pantalón nuevo!

Pero Héctor José no se detuvo.

¡No,

señor! ¡Tenía que encontrar las hadas! Caminó mucho. Pasó por quebradas saltando por las pie­ dras. Pasó junto a los altos capas. Caminó por entre los bohíos de sus amigos campesinos. Buscaba por todas partes, pero no encontraba a las bellas mujercitas con alas. Oyendo el canto de un zorzal se apartó del camino y se metió dentro del monte. Guiado por el trino del pajarito llegó


a un

claro.

Una

quebradita

bajaba

entre grandes piedras cubiertas de lama. Los árboles no dejaban pasar el sol, y el sitio era muy fresco.

Cansado, Héctor

José se sentó en una piedra, al borde de la quebrada.

Abrió el libro y miró las

estampas de nuevo. ¿Dónde estarían escondidas las hadas? — ¿Cómo te llamas? Al oír la pregunta Héctor José saltó de su asiento. ¿Quién le hablaba? Buscó con la mirada y no vió a nadie. — ¿Cómo te llamas? ¿Qué?-. ¿Te comieron la lengua los ratones? Héctor José sintió ga­ nas de echar a correr.

Oía

una voz, pero no podía ver a nadie. Juntando valor pregun­ tó suavemente: — ¿Dónde estás? — Aquí. . . ¿no me ves? Aquí arriba . . . Héctor José miró en di­ rección a lá voz, hacia un ✓ árbol de toronjas y v ió ... ¡una reinita!

Acercándose

al palo preguntó con voz temblorosa:


— ¿Tú eres la que me hablas? — Y o misma. . . y no estoy acostumbrada a que me ha­ gan esperar tanto. Héctor José se fijó bien y vió que la reinita tenía una corona de flores en la cabeza. Héctor José se acercó a ella.

La reinita dió un salto atrás

y dijo: — No te acerques más sin hacer una reverencia. A las rei­ nas como yo se nos saluda. , Héctor José había leído sobre ésto, y doblando la rodilla, se inclinó ante la reinita. — Así es mejor, jjum ! Ahora puedes acercarte, Héctor Jo­ sé. El niño se acercó un poco más. — ¿Cómo sabes mi nombre? — Tontillo. .,, yo lo sé todo. Sé que vives en una casa grande de tablas, que eres bueno y que andas buscando hadas. Al oirla, Héctor José sacó el libro, que tenía escondido tras la espalda, y se lo enseñó. • — ¿Tú no sabes dónde hay hadas? — Aquí no hay hadas — repuso ella orgullosa — ésas son de otros países. *— ¡Oh! —* repuso Héctor José con tristeza. La reinita miró al niño y sintió pena.

Acercándose más a

él le dijo: • — Pero hay el reino de las aves y las flores. ¿Quieres verlo? El niño asintió lleno de alegría.

Ella entonces dijo:

— Pues, bien, espérame aquí, que vengo ya mismo. No te vayas, ¿ah? Héctor José la vió alejarse volando entre los árboles. ¡Cuan­


do él contase en su casa lo que le había pasado! ¡Una reinita que hablaba y tenía corona! Al rato, la vió venir trayendo en su pico una fruta peque­ ña y roja. — Toma — dijo poniéndola en la p :edra —

ésta es una

bayita de café mágico. Chúpala. Héctor José tomó la bayita y la llevó a la boca.

¿Qué le

pasaría? Al chuparla, notó una sensación muy rara. Le parecía que la reinita se iba hacien­ do

más

grande.

grande, ¡Uy!

grande,

¡pero era

él que estaba tan chiquito como ella!

La bayita lo

había hecho ponerse pequeñito.



— Ahora puedes venir conmigo al reino de las aves y las flores. Y acto seguido, lo invitó a montarse sobre ella. Héctor José lo hizo así. ¡Qué alegría!

¡Volar sobre una reinita!

¡Quién

lo iba a creer! Volaron mucho y al fin la reinita descendió en un bellísi­ mo jardín. Héctor José abría los ojos de admiración. Vió un gran bohío de cristales en el centro de un pueblo. Todas las casitas eran de flores y cristales. Por las calles vió calandrias, medio-pesos, manchangos y ruiseñores.

Todos vesti­

dos con telas de plumas de muchos colores. Los machangos lle­ vaban espadas y gorras coloradas. Debían ser los soldados. Vió muchas flores caminando por los parques. Margaritas, lirios, glo\ rias de la ipañana, pensamientos. ¡Muchas, muchas! ¡Héctor Jo­ sé se reía de puro contento! La reinita se posó en la plaza frente al bohío. Desde lo alto del bohío un bien-te-veo vestido como un capitán gritó: — ¡Bien-t^-veo, reina amada! Un ruiseñor mayordomo salió inclinándose ante la reinita: — ¡Majestad! — Este es Héctor José, un niño bueno. Viene a visitarnos. Prepárale una habitación junto a la mía. Héctor José se volvió a ella y le dijo: — Pero yo tengo que regresar hoy mismo. Mi mamá me estará buscando. — Muchacho, los días en el reino de las aves y las flores son minutos en tu casa. No te apures. Consolado por estas palabras, Héctor José aceptó quedar­ se. Entraron al bohío que por dentro brillaba como el sol. Héc-



tor José pasó la mano por una de las paredes y probó el deda ¡Era de azúcar! Con disimulo arrancó un pedacito y se lo comió. Esa noche las aves y las flores dieron un baile en honor de Héctor José. ¡Qué mucho gozó! Vió bailar a cotorras con ma­ changos, y zorzales con calandrias; jazmines con maracas, ama­ polas con lirios, rosas, gardenias, claveles, geranios. . . ¡Oh! ¡Qué muchas flores bellas! Cantaron muchas aves. El dulce ruiseñor, la picoreta ca­

landria, el bravo pitirre, el alegre gorrión. ¡Se repartieron dulces y jugos de flores! Héctor José no cabía en tí mismo de gozo! ¡Todos lo querían y lo besaban!

¡Qué feliz eral

Así pasaron días y semanas. Las aves montaban a Héctor José y lo paseaban por el reino.

Todo era risa, alegría y amor.

Pero a Héctor José le hacían falta sus padres y un día fué donde la reina y le dijo:

— Reinita, reinita, yo quiero ver a mamá.

\


Ella lo miró y repuso: -— ¿No eres feliz aquí? -— S í. . . pero quiero ver a mamá y a papá. A la reinita no le gustó que Héctor José quisiera irse. Ella le había cogido mucho cariño. Pero sabía que a los nmos les hacen falta sus papás. — B ien. .

volverás a tu casa.

— Y . . . ¿podré venir aquí otro día? La reinita lo miró con tristeza y dijo: — Eso no es posible. Los humanos sólo pueden venir una vez aquí. Al oirla Héctor José sintió ana gran pena. — Pero — añadió la reinita — a mí me verás siempre en el monte. Y también a los demás: las flores, los pitirres, los rui­ señores. Lo único, que no te podremos hablar. Pero tú ya sabes que nosotros vivimos como ustedes. Ahora tú puedes decirle a todos tus amiguitos que nos traten bien. Que no nos tiren con

piedras, ni hondas.

Que no maten las flores.

no podemos hablarles.

Que nosotros

Pero trinamos canciones para ellos, y

las flores dan perfumes en vez de palabras. Así que tú serás como un embajador nuestro.

Para que nos defiendas . . .

¿Sí?

Héctor José asintió lleno de alegría. Se sentía muy impor­ tante. La reinita buscó una bayita verde de café y se la dió al niño diciéndole: -— Chúpala y volverás al monte otra vez. El niño abrazó a la reinita que lloraba de pena y chupó la bayita mágica. Tuvo una sensación rara y de pronto todo se bo­ rró ante él. Sintió unos brazos grandes que lo sacudían. Y oyó mu­ chas voces. Abrió los ojos y vió a sus padres frente a él. Miró


X

a sus hermanos co i/ jachos encendidos. Se dió cuenta que esta­ ba en el claro del monte donde había hallado la reinita. La madre lo abrazaba llorando y riéndose a la vjsz.


— ¡Gracias a Dios!

Creíamos que te

habías perdido. — No, mami.

Si yo estaba en el rei­

no de las aves y las flores. — Estabas dormido aquí, Héctor— re­ puso uno de sus hermanos. — No. Y o salí a buscar hadas y me hallé una reinita... Entonces Héctor contó la historia. Sus padres no respondieron, pero lo tomaron en brazos pa­ ra conducirlo a la casa. Héctor José pensaba si todo habría sido un sueño. De reipente oyó un dulce trino. Miró hacia arriba, y a la luz de los jachos vió una reinita cantando. ¡Una reinita cantando de noche! — Mírala, mami... mírala —

gritó alegre. — Allí... allí—

La madre vió la reinita en un árbol. Y no supo bien si fue el destello de los jachos o el reflejo de la luna entre las hojas, pero habría jurado ver algo en la cabeza de la reinita.

Sí, una

corona de flores con gotas de rocío temblando como diamantes.


"Cto/aUw»JsJlZWL ¡Pirulín!

¡Pirnlán! Los patitos del corral, en hileras ya se van, muy contentos a nadar, a la charca de cristal

¡Pirulín! ¡Pirulán! El gallito catalán con los patos no se va, porque dice

¡Pirulín! ¡Pirulán!

que jamás

Vamos todos

él un baño

a cantar

tomará.

con los patos del corral, que se fueron a nadar, a la charca de cristal.


EL COL I B R I Y LA ROS A Treinta llevaron al cerro besos de pitiminí y sesenta por el suelo esperanzados por tí. Colibrí, colibirí, ya la rosa no está aquí.

Un vientecito agorero se la llevó porque sí, P o r

Carmelina Vizcarrondo

íya tu pico aceitunado no tendrá su carmesí!

Cíen pétalos por el aire \

volaron sólo por tí. Diez cayeron en la fuente ahogando su frenesí. Colibrí, colibrí, ya la rosa no está aquí.

Un vientecito agorero se la llevó porque sí.


Esopo fué un escritor griego que vivió 500 años antes de Cristo. En esa época los griegos creían en muchos dioses. Uno de éstos era Hércules, dios de la fuerza.

EL CARRET E RO Y HE RCUL E S Un carretero griego a quien su vehículo se le había atascado en un estrecho camino, elevó sus plegarias al cielo, pidiendo a Hércules, dios de la fuerza, que bajara a ayudarle. El dios contestó así: — Empuja el carro, coloca unas piedras debajo de la rueda para que ésta pueda salir del hoyo, y entonces bajaré yo a ayu­ darte. Hizo el carretero lo que Hércules le aconsejaba y en efec­ to, a los pocos momentos, sin ayuda de nadie, lograba sacar el carro del atasco. S in

la ayuda propia , de nada sirve pedir ayuda a los dioses.


COLLAR Collar y yo éramos como dos hermanos. Nos criamos jun­ tos. Lo trajo papá a casa, cachorrito, cuando yo tenía cinco años. Desde entonces, mi “sombra* y yo, como decía mamá, éramos inseparables. “Panchito, vente a comer”, decía ella. Y allá íbamos Collar y yo a sentamos en nuestro rincón en la cocina. El comía de mi plato cuando creía que había esperado demasiado su ración. Y o lo regañaba, no porque me molestara* su atrevimiento, sino para tener Contenta a mamá. Porque mamá se ponía que picaba con las cosas de mi perro. “Mira, muchacho, ¿cómo vas a dejar que ese chingo te dañe la comida?”— gritaba ella.

Pero mi perro no era ningún chin-

gp. Y o lo encontraba mejor que alguna gente. Era un gran amiga


Cuando salíamos para el monte se iba adelante rastreando, paraba las orejas, y pegaba carrera persiguiendo algo. Escarbaba como loco entre las raíces cuando hallaba una cueva de ratas. Y metía la nariz olfateando la presa. Y o lo azuzaba y él respondía con gruñidos y caracoleos. A veces yo aprovechaba que él estuviera entretenido bus­ cando entre las cepas de matojos. Entonces me le escondía en el bejucal donde me quedaba quieto, como muerto. Al momento sentía sus pasos por la vereda. Pasaba de largo por donde yo es­ taba, pero volvía a buscarme. Al descubrirme, sus alegres ladridos y el meneo de su cola decían más que todas las palabras. Una lástima que mi perro no hablara. ¡Me hubiera dicho tantas cosas! Nos bañábamos juntos. Se tiraba al charco primero. Y en lo que me quitaba la ropa ya estaba él a mi lado, sacudiéndose de aquel primer chapuzón. En ocasiones yo za m bu llí hondo. Y sin que él se diera cuerva me ocultaba detrás de una peña, entre los jun cor y el jengibriflo. Collar se quedaba nadando un rato esperando mi salida. Pero después voh*'a a la orilla. Daba un par de carreras deses­ peradas, ladrando. Se tiraba al agua de nuevo y me buscaba por todo el charco. Había perdido mi rastro y cansado, salía a la ori­ llaba aullando que daba pena. A mí entonces me remordía tanto mi proceder que buscaba contentarlo. Metía la mano en* las piedras y casi siempre agarra­ ba una buruquena o un camarón. Con un grito de alegría se lo lanzaba a la arena. Collar cruzaba el charco, me ponía las pa­ tas sobre el pecho, y trataba de lamerme el rostro. Luego se de­ dicaba a jugar con el camarón en la arena, cucándolo y huyendo a saltos.

\


Una vez una buruquena le dejó una de sus palancas pega­ da al hocico y él chilló de dolor. Yo traté de ayudarlo, partiendo la palanca con mis dientes. Alguien que nos hubiera visto habría dicho que estábamos besándonos. Así éramos Collar y yo. Pero Collar no era mi único amigo. Y o tenía otros amigos a quienes visitaba. Mi San Pedro vivía en la barranca frente a casa. Allí tenía su cueva donde anidaba y de la que salía un par de veces al día para ayudarnos en la tala. “Pri-pri”, decía el San Pedro desde el gancho donde se para­ ba a velar los gusanos que se comían nuestro maíz y nuestros gan­ dules.

A veces yo lo confundía, al oirlo, con el jui bobo que no

salía de la varilla seca del naranjo. “Pr:-i-pri-i-pri-i” decía por su parte el bobito, comemimes. Yo me le acercaba y cuando ya iba a tocarlo, él volaba, daba una vuelta, y volvía de nuevo a la rama. Aquella era su manera de ca­ zar insectos y de ayudarnos. El jui bobo y el San Pedro eran los obreros más listos de la parcela. ¡pobre cosecha!

Si no hubiera sido por ellos,

\

Mi zumbador no se quedaba atrás. ¡Tan pequeñito y tan dispuesto! Recuerdo la pela que le dieron a Don Guaraguao en­ tre él y el pitirre. El guaraguao cayó al gallinero en medio de los pollos que huyeron en todas direcciones. Mi gallito camagüey se quedó en el medio y miró al intruso con ojos asustados. Como si hubiera visto una culebra. El guaraguao se le tiró encima con sus garras y mi gallito le dió pelea. Y o no quería que pelearan y le di un azote al guaraguao con una rama de guamá. Cuando alzó el vuelo, el pitirre le salió detrás. “Pitirr-pitirr” cantaba mientras lo picaba por el lomo y


le entorpecía la fuga. Entonces vi una cosa chiquitita que atacaba al guaraguao por debajo de las alas. Parecía una mariposa, pero se movía más ligero.

Era mi zumbador.

No estuve seguro hasta que lo vi re­

gresar triunfador a su nidito en el chino. No había duda# de aue mi camagüey tenía dos buenos amigos, ¡y bastante que los ne­ cesitaba! Pero un día nos dimos cuenta que el gallinero estaba mer­ mando y no sabíamos la causa. A cada rato las gallinas cacarea­ ban azoradas y los pajaritos revoloteaban asustados. Collar y yo


dábamos vueltas por los cafés sin lograr ver nada.

Pero lo cierto

era que nos estaban faltando los pollos. Otro día vimos que en los chinos había un plumero.

Plu­

mas color canela, pardas. Tuve mis sospechas y fui a ver el nido de la perdiz que estaba echada en el tronco viejo. Allí estaban los pichones, boquiabiertos, esperando a sus padres que no vol­ verían ya. Estaban emplumando y cebados como bolitas. No ha­ bía duda. El que había matado a los padres de las perdicitas era el mismo que nos robaba los pollos. Collar había comenzado a rastrear las huellas desde el plu­ mero y, como de costumbre, iba gruñendo y chillando mientras olía la hojarasca. Y o seguí detrás de él. Dió vueltas y revueltas hasta que se adentró en el monte.

En las pomarrosas descubrió

una cueva de boca ancha. Collar empezó a escarbar sin cesar. Y o me di cuenta de que la cueva tenía otra salida y me puse a ta­ parla con pedazos de palo y hojarasca. Allí dentro estaba el ani­ mal que se había comido las perdices. Collar cavaba con sus uñas desesperadamente y resoplaba cada vez más fuerte. Entonces soltó un chillido. De dentro de la cueva algo le había arañado el hocico. Pero Collar era valiente y siguió escarbando. De momento tiró la zarpa y se trajo algo agarrado. Era una mangosta. Salió otra de la cueva y le mordió el hocico. Collar, de un manotazo, la tiró adentro y siguió la lucha. Y o estaba loco por ayudar a mi amigo, pero no podía. La cabeza jde Collar ocupaba toda la entrada y mi ayuda no le servía de nada. En pocos minutos Collar venció a las dos ardillas. Y o estaba orgulloso de mi perro. De regreso cogí las perdicitas y me las llevé para casa. Como estábamos en la cosecha de chinas me sería fácil criarlas con las semillas. Durante los días que siguieron Collar se convirtió en un


verdadero cazador de ardillas. Cuando menos yo lo esperaba salía disparado de mi lado. Al rato sus ladridos de triunfo me avisaban que había vencido a otro de sus enemigos.

El gallinero progresó. Los pajaritos se veían más conten­ tos. El zorzal, con su nidito de bruscas en el palo de panas, se ti­ raba sin temor al suelo a buscar gusanos y semillas. Las calan­ drias, en su hamaquita colgada de las pencas de la palma, canta­ ban su más linda canción El cau-cau de la pájara boba se oía más a menudo en los camaseyes. Los pájaros carpinteros charlaban su qué-que-re-qué en los palos viejos. Las reinitas volvieron a comer del azúcar que yo les ponía en las tapitas. Y mis perdicitas co­ rreteaban por el batey.

Y se paseaban por los cafés con las gá-

llinas, que no alcanzaban- a picarlas. Pero una mañana no cantó el zorzal, ni silbó la calandria, ni gorjeó el bienteveo. Las gallinas se levantaron cacareando, azo­ radas, como anunciando algo. Y o me tiré del catre primero que los demás, como de costumbre. Pero al abrir la puerta no encon­ tré a nad;e que me saludara. \ -k

“ ¡Collar! ¡Collar! ¡Collar!” — grité. Mi perro, mi amigo, no respondía a mi llamada. “ ¡Collar! tando.

¡Collar!” “ ¡Collar!

Corrí al batey.

Di la vuelta a la casa.

Lo busqué por todos lados. Corriendo. Gri­ ¡Collar!”


Y entonces, lo vi. Lo vi tendido en la grama húmeda, su boca espumosa, sus ojos vidriosos. Recordé su pelea con las ardillas. Comprendí que había muerto de rabia. El había acabado con las ardillas, pero había dado su vida en cambio. M e arrodillé a su lado y le pedí a Dios que me diera valor para enterrarlo. Hice una sepultura al lado del batey donde tan­ tas veces jugamos juntos. Y me puse en el alma estas palabras: “Aquí, en mi corazón, está Collar, el mejor de los amigos”. No pude menos que llorar su partida como también la Doraron nuestros amigos los pájaros.


UNA H I S T O R I A Oculta en el corazón de una pequeña semilla, bajo la tierra, una planta en profunda paz dormía.

— ¡Despierta! — el calor le dijo. — ¡Despierta! — la lluvia fría. La planta que oyó el llamado, quiso ver lo que ocurría, se puso un* vestido verde y estiró el cuerpo hacia arriba.

De toda planta que nace esta es la historia sencilla.

P o r :

M a n u e l

F e r n á n d e z

J u n c o s


EL ANGEL DE LA GUARDA El Angel de la Guarda tiene un ala en el cielo y otra en tu alma, ninito bueno, y otra en tu alma. Suspendidos al viento cuerpo y mirada, niñito bueno, cuerpo y mirada. Pregúntaselo al árbol y a la calandria y a las flores silvestres, y a la encantada, niñito bueno,

Y verás si te dicen

y a la encantada.

lo que te cuento, que el Angel de la Guarda I v mima tus sueños, n iñ ito

b u e n o ,

mima tu sueño. El Angel de la Guarda niñito bueno, ¡tiene un ala en tu alma y otra en el cielo!

P o r

C a r m e lin a

V iz c a r r o n d o


¿C O N QUE PR O D U CEN

LAS ABEJAS SUS Z U M B ID O S ?

El zumbido de las abejas y de otros muchos insectos lo producen sus alas. Las abejas frotan un ala contra la otra hasta que producen ese sonido que nosotros llamamos zumbido. El movimiento de las alas es rapidísimo; tan rápido que no pode­ mos verlo. al moverse.

Pero sí podemos oír el sonido que producen las alas Ese es el zumbido.

LA HORMIGA, LA PALOMA Y EL CAZADOR Habiéndose caído una hormiga en el agua, se hubiera aho­ gado si una caritativa paloma no le hubiese echado desde un árbol una rama. Así pudo la hormiga salvarse. Llega en ésto un cazador y prepara su arco para tirar a la paloma. La pobre hor­ miga, viendo el peligro que corre su bienhechora, ^se adelanta y da un fuerte picotazo en el pie al cazador. El picotazo obb.gó al cazador a volver la cara y dejar caer la flecha. Al ruido que hizo la flecha al caer advirtió la paloma el peligro, y escapó. A m o r

o o n

a m o r

s e

p a ¿ a .


CHI R R I QUI T I CA (Adaptación de un cuento europeo) Erase una vez y dos son tres que vi­ vía una viejecita en un país lejano. Es­ taba siempre sola porque no tenía hijos ni parientes. Una vez fué donde un ha­ da para pedirle que le diese alguien que la acompañara. Cuando el hada la oyó le dió un gra­ nito de arroz y le dijo que lo sembrase. Y que esperara a ver lo que ocurría. La viejecita le preguntó qué iba a suceder, pero el hada no quiso decirle. La viejecita corrió a su casa y sembró el grano de arroz. Pasados dos días, del granito salió una mata con un bellísimo capullo aún Cerrado. Cuando la viejecita lo vió dijo: — Pero ¿cómo me va a dar compañía un capullo de rosa? Y

ante su asombro el capullo se

abrió y apareció sentada en el medio del mismo una hermosa niña. Tan lin­ da era que la viejecita lloró de alegría. La niña era más chiquita que una mari­ posa y por eso, por ser tan chiquita, la llamó Chirriquitica. La viejecita le preparó una cama con una cáscara de nuez llena de pétalos de


rosa. Luego, para que se divirtiera, le co­ locó en un plato lleno de agua una hoja de tulipán para que se pasease en ella. ¿Saben lo que Chirriquitica usaba como remos? ¿A que nadie lo adivina?

¡Dos

agujas de coser! La viejecita y Chirriquitica vivieron muy felices. Se querían mucho. Y se en­ tendían bien. Pero el tiempo pasó y Chi­ rriquitica sintió deseos de conocer la vi­ da. Y de conocer el mundo. Tenía ansias de aventuras. Por eso Chirriquitica habló con la vie­ jecita y le dijo lo que deseaba. La buena mujer sintió pena de perder a su hijita. Pero comprendió que los jóvenes no pue­ den vivir atados para siempre a los vie­ jos. Y le dió permiso para conocer mun­ do. Chirriquitica salió de su casa muy de madrugada. Anduvo por el bosque un buen rato. Al llegar a una charca se en­ contró a un señor sapo que la saludó muy amablemente: — Linda niña, — dijo el sapo — es­ toy buscando novia. ¿Quieres casarte conmigo? Chirriquitica

contestó

pero con mucha firmeza:

con

cortesía,


— Muchas gracias, señor Sapo. No es­ toy en edad de casarme. Voy a conocer el mundo. Y acabando de decir esto Chirriquitica saltó a una hoja que flotaba en el agua. La hoja se alejó de la orilla. Pero luego se quedó quieta en medio de la charca. — ¿Cómo llegaré a la otra orilla? — pensó Chirriquitica — Si yo no sé nadar. Pero enseguida notó que unos pececitos dorados se acercaban a la hoja y la t

empujaban con sus hociquitos. Así fué i navegando Chirriquitica en la hoja em►. pujada por los pececitos dorados. Y sa­ lió navegando de la charca y entró en un río. Allí los pececitos se despidieron. La corriente siguió arrastrando la hoja que le servía de botecito a Chirriquitica. Has­ ta que la hoja se atascó entre unos be­ jucos. Fué allí donde Chirriquitica pasó tre­ mendo susto. Porque un escarabajo vino a sacarla de la hoja y se la llevó por los aires. Pero el escarabajo no tenia malas intehciones.

La

llevó

a su

nido y le pre­

guntó si quería casarse con él. — Soy muy joven para Casarme — contestó Chirriquitica. — Quiero conocer


el mundo. Las escarabajas. hermanas del esca­ rabajo, hacían

burla de

Chirriquitica

porque sólo tenía dos piernas y no tenía antenas como ellas. Tanto se burlaron de la pobre niña que el escarabajo deci­ dió dejarla en libertad. Cogiéndola de nuevo voló con ella y la abandonó en la yerba. La linda niña se preparó una casita entre unas violetas que crecían en el pra­ do. Chirriquitica era muy feliz en su nue­ va casita.

Todas las mañanas cantaba

alegre saludando al sol. Y las flores do­ blaban sus cabecitas para acariciarla. Así pasó todo el verano bebiendo el jugo de las flores y tomando del rocío de la mañana.

Pero llegó el invierno.

En

aquel país caía nieve. Las flores y los ár­ boles se secaron. Y Chirriquitica tembla­ ba de frío. No encontraba un lugar para abrigarse. Al fin halló una cueva en la tierra y allí se metió. jCuál no sería su asombro al ver a una vieja ratita que barría el piso de la cueva con su escobita! Chirriquitica le pidió un poco de comida. Hacía muchos días que la pobrecita no comía nada. La Ratita, que era m uy buena, se la dió y le pidió que se quedara con ella hasta que


í

' f

I

pasara el invierno. La niña ayudaba a la ratita, limpiando y barriendo la cueva. Y era feliz. Cierto día vino a visitar a la ratita un vecino, el señor Güimo. Era muy viejo y estaba casi ciego. La ratita le pidió a Chirriquitica que cantara algo para alegrar al señor Güimo que siempre se estaba quejando. La niña cantó tan lindo que el señor Güimo se enamoró de ella. Así se lo dijo a Chirriquitica, pero la niña no que­ ría casarse con el señor Güimo. La ratita le dijo que el señor Güimo era muy rico y que mejor marido no encontraría. “ ¡Qué empeño tiene la gente en ca­ sarse!” —- pensó Chirriquitica. Primero fué un sapo, luego un escarabajo y aho­ ra el señor Güimo. En seguida el güimo y la ratita dijeron que la boda sería a fines del verano próximo. ¡Qué triste es­ taba Chirriquitica! ¡Tendría que casarse con el Sr. Güimo! Era bueno el señor Güimo. Pero demasiado viejo para ella. Pasó el tiempo. Un día Chirriquitica caminaba por una galería de la cueva cuando

se encontró con

un ruiseñor

muerto. El ruiseñor estaba casi enterrado en la nieve. ¡Qué pena le dió ver al pa­ jarito muerto!

Tenía las plumas muy


suaves y aún muerto era lindo de a verdad. Chirriquitica se acercó para darle un beso. Y ¡oh sorpresa! en el pechito del pajarito sintió latir muy suave el cora­ zón. ¡No estaba muerto! La niña corrió a buscar hojas y pajas para cubrirlo y darle calor. Poco a poco el pajarito fué abriendo los ojos y dió las gracias a la niña por salvarlo de la muerte. No pasó mucho tiempo antes que el pajarito co­ menzara a trinar. Todas las noches Chirriquitica corría a su lado para oirle cantar. Pasó así el invierno y la boda con el señor Güimo se acercaba. Para mayor pena de Chirriqui­ tica el pajarito se despidió, pues tenía que volar por los campos con sus otros compañeros, ¡Qué día tan triste para la pobre Chirriquitica! Antes de irse el pa­ jarito la invitó a que se fuera con él. Pe­ ro la niña pensó que sería desagradecida con la ratita que tan buena era con ella, y decidió quedarse. Pasó la primavera y llegó el verano. Chirriquitica se preparaba con mucha pena para la inevitable boda con el señor Güimo. ¡Qué otra cosa iba a hacer! Un día en que más triste estaba la ni-


ña oyó el canto de un ave a la entrada de la cueva. Cuando salió a ver qué era, ¿ a

que no saben quién estaba allí? Sí, el

mismo Ruiseñor que ella había salvado. Llorando Chirriquitica le contó sus pe­ nas. Le dijo que pasaría su vida encerra­ da en una cueva oscura con el Sr. Güimo sin ver el sol, ni las flores, ni los pájaros. El pajarito enseguida la hizo que se su­ biera en su lomo y amarrándola con el cinturón se remontó por los aires. El pájaro atravesó mares, cruzó paí­ ses, pasó por encima de montañas y mon­ tes altos. Y al fin llegó a una isla muy bonita, llena de árboles y flores. Chirriquitica, al ver una tierra tan linda, le preguntó al pajarito qué era aquello. El le dijo que en ese país nunca hacía frío y que siempre había flores. — Ese país tan lindo se llama Puer­ to Rico — dijo el pajarito mientras des­ cendía. La niña lo miraba todo muy asombra­ da. De pronto vió un hermoso jardín de bellas flores. El pajarito bajó, colocán­ dola sobre una blanca margarita. ¡Cuál no sería el asombro de Chirriquitica al ver que las amapolas, lirios y azucenas hablaban y reían! ¡Y los pájaros también!


Entonces se fijó en un hermoso joven pequeñito como ella y que llevaba una azada de cristal. Era el jardinero de aquel jardín. El joven se acercó a Chirriquitica y i le ofreció su azada, pidiéndole que fuera su esposa, pues era la más bella criatura del mundo. ¡Qué distinto era todo aque­ llo! Ahora sí que a Chirriquitica le die­ ron ganas de casarse. Elena de alegría Chirriquitica tomó la azada que le ofreció el joven. Dos reini­ tas se acercaron a ella y le prendieron en la espalda un par de alitas lindas para que pudiera volar de flor en flor. Chirriquitica y el joven jardinero se casaron. A las bodas asistieron todos los animalitos del monte cercano. También vino el ruiseñor que cantó para los jóve­ nes esposos. Chirriquitica y su marido vivieron muchos años felices y tuvieron muchos hijitos. Los hijitos eran tan pequeños co­ mo granos de arroz. ¡Y cuento acabao y arroz con melao! ¡El que se quede sentao, se queda pegao!


CANCION DE LA RAN1TA VERDE MAR El viento dijo a la rana del estanque verde mar: — ¿Por qué siendo tan hermosa no vas al bosque a bailar? — No tengo ropas de seda, ni siquiera un delantal, ni sombrilla que me cubra del fuerte sol tropical. — No me cuentes tus tristezas verde flor del cenagal, que con lirios de la luna bordaré tu delantal La rana dijo sonriente: — No te puedo acompañar, porque tengo en estas aguas las dulzuras del hogar.


«

¿PORQUE NO DEBEMOS PESCAR PECES CHIQUITOS? La carne de los peces es un buen alimento. Pero en nues­ tros ríos no hay muchos peces. Debemos, pues, proteger los que hay para que luego tengamos muchos. ¿Cómo? Pues no matan­ do los peces pequeños. Los peces pequeños son los que crecen para poner huevoj y criar nuevos peces. Si no les damos oportunidad a los peces chiquitos a crecer y a multiplicarse, no tendremos pesca. El pez que ha crecido y ha criado hijos es el pez que mejor sirve para nuestro alimento. Lo mismo que le pasa a los peces de río le pasa a los peces de mar. Necesitan tiempo para crecer y multiplicarse. Vamos a dejarlos crecer para que nos den más peces y más carne de pes­ cado.


m ¿ fia « íío En el siglo trece vivía en Asís, ciudad de Italia, el hijo de un riquísimo comerciante. Llamábase Francisco. Estaba enteramente dado a la vida de placer. Hízose famoso por su gran despilfarro. •< Mas he aquí que llegó al corazón de Francisco una voz del Cielo. Desde el momento en que Francisco oyó la voz decidió dejar su insensato comportamiento. Determinado a servir fielmente a Cristo, hizo trizas sus ricos vestidos y empezó a vivir como men­ digo. Este joven convertido fué luego San Francisco de Asís. Su amor a Dios incluía el amor a la hermosa tierra, hecha por Dios. Y el amor a sus criaturas. Odiaba la crueldad. Predicaba a la gente el amor a “nuestros hermanos los pájaros”. Hablaba del viento tratándole de “hermano”. Y a la lluvia la llamaba “her­ mana”. Lo que más nos hace recordar a Francisco de Asís es su en­ señanza de n*o tratar nunca con crueldad a ningún animal. El de­ cía que debíamos considerar a los animales como hermanos en la creación. Y predicaba el amor de Dios en toda criatura viviente.


En el tiempo en que San Francisco vivía en la ciudad de Agubio, apareció un grandísimo lobo terrible y feroz. El cual lobo no solamente devoraba a los animales, sino también a los hom­ bres. Todos los ciudadanos estaban con mucho miedo, porque fre­ cuentes veces se acercaba el lobo a la dudad. Por miedo de este lobo nadie se atrevía a salir del lugar. Por lo cual San Francisco, compadeciéndose de los hombres de aquella tierra, quiso salir al encuentro de este lobo. Y hacien­ do el signo de la Cruz salió fuera del lugar c o a sus compañeros. Y como los demás dudasen en seguir adelante, San Francisco tomó el camino hacia el lugar donde estaba el lobo.


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Y he aquí que muchos ciudadanos vieron cómo el dicho lobo hizo frente a San Francisco con la boca abierta. Y, acercándose a él, San Francisco llamóle y di jóle: — Ven aquí, hermano lobo; te mando de parte de Cristo que no me hagas mal a mí ni a persona alguna. Y es admirable cosa cómo inmediatamente después que San Francisco habló con dulzura el lobo terrible cerró la boca. Y vino mansamente como un cordero y echóse a los pies de San Francis­ co. Entonces San- Francisco le habló así: — Hermano lobo, haces mucho daño en estos lugares y has cometido grandísimos males. Has matado a las criaturas de Dios. Y no solamente has matado y devorado a las bestias,’ sino a los hombres, hechos a imagen de Dios. Todo el mundo clama y mur­ mura contra ti. Y toda esta tierra te es enemiga. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer la paz entre ellos y tú, de modo que no los ofendas más. Quiero que te perdonen toda ofensa pasada, y que ni hombres ni perros te persigan más.

1

Dichas estas palabras, el lobo, con* movimientos de la cola y las orejas, parecía aceptar lo que San Francisco decía. Entonces San Francisco dijo: — Hermano lobo, pues que te place hacer y conservar esta paz, te prometo que haré darte el sustento* mientras vivas. De manera que no padezcas más hambre. Porque sé muy bien que es por el hambre que haces tanto mal. Pues que te consigo esta gracia, quiero, hermano lobo, que me prometas no molestarás más a ningún hombre ni animal alguno. ¿M e lo prometes? Y el lobo, inclinando la cabeza, dió evidentes señales de que prometía.

Y San Francisco dijo: — Hermano lobo, quiero que me des fe de esa promesa para

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que me pueda fiar de ella. Y extendiendo San Francisco la mano para tomar juramen­ to, el lobo levantó lg pata de delante y mansamente la puso sobre la mano de San Francisco. Entonces San Francisco dijo: — Hermano lobo, te mando en« nombre de Jesucristo que ven­ gas conmigo, sin duda de nada, y vayamos a sellar esta paz en nombre de Dios. Y el lobo, obediente, se fué con él como un cordero manso. Y enseguida esta noticia súpose por toda la nación. Las gen­ tes todas, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, acudieron a la plaza para ver al lobo con San Francisco. Entonces el pueblo, a una voz, prometió alimentar al lobo.

Y el lobo vivió varios años en Agubio. Entrábase mansamen­ te por las casas, sin hacer mal a persona alguna y sin que a él, le fuera hecho daño alguno.

Y fué alimentado cortásmente por las

gentes, y así andaba por el lugar y jamás le ladraba un perro. Por fin, al cabo de los años, el hermano lobo se murió de vie­ jo. De lo cual doliéronse mucho los ciudadanos, porque viéndole andar tan manso por la ciudad le habían tomado gran cariño.


ROMANCE D?D*GATO

í Estaba el señor Don Gato en silla de oro sentado, calzando media de seda

f

y zapatico calado, cuando llegó la noticia que había de ser casado con una gatita rubia hija de un gato dorado, Don Gato, con la alegría, subió a bailar al tejado; tropezó con la veleta, y rodando vino abajo; se rompió siete costillas y la puntica del rabo.

Ya llaman a los doctores, sangrador y cirujano;


unos le toman el pulso, otros le miran el rabo; todos dicen a una voz: — ¡Muy malo está el Señor Gato!

»

A la mañana siguiente ya van todos a enterrarlo. Los ratones, de contentos, se visten de colorado; las gatas se ponen luto; los gatos, capotes pardos, y los gaticos pequeños lloraban: ¡miau! ¡miau! ¡miau

C A ttfc PESCAPO

Ya lo llevan a enterrar t

por la Calle del Pescado. ¡Al olor de las sardinas Don Gato ha resucitado! Los ratones corren, corren.

Ya los persigue Don Gato.


Editor René M arq u és Escritores

J. L V iv a s M a ld o n a d o Dom ingo Silás René M arq u és Diseñador gráfico Lorenzo Hom ar Dibujantes Lorenzo Homar

José M eléndez Contreras Francisco Palacio« Félix Bonilla José M . Figue roa Eduardo Vera Une G erm án C ajigas




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