Nuestros hijos

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N U E S T R O S HIJOS Este Libro Pertenece a:

DEPARTAMENTO DE INSTRUC CIO N PUBLICA D IVISIÓ N DE EDUCACIÓN DE LA CO M UNIDAD PUERTO RICO — 1966


ÍNDICE Introducción

3

Don Lole quería un nieto

7

Aguinaldo

15

A la mujer que va a ser madre

16

Los antojos de Filomena

18

Canción de cuna

23

Cuando nazca el bebé

24

Una visita oportuna

27

Cuentos

32

No hay mal que por bien no venga

34

Servicio médico gratis

40

Servicio para embarazadas

41

Guanina, la princesa india

44

Juanito va a la escuela

46

El Rondo o juego del hermano Bartolo

51

Su hijo lisiado puede ser como los demás

53

La equivocación de don Pepe

58

Canción vieja, Tarde de Mayo

65

Adivinanza

65

Esquimales

66

La fiesta de cruz

67


¿7

H *

I N T R O D U C C I O N

I

EL MUNDO DE NUESTROS HIJOS Sembramos arbolitos y los vemos crecer. Y tratamos de verlos crecer del modo que a nosotros nos gusta. Y en ocasiones, si' el arbolito está un poco torcido, tratamos de enderezarlo. A veces el árbol crece tal como queremos. A veces el arbolito no resiste nuestros esfuerzos para enderezarlo y se troncha, se rompe. Y es que hay árboles flexibles, árboles que pueden enderezarse con fa-


cilidacl. Pero también hay árboles vidriosos, árboles que se rompen porque no nacieron para ser tratados por la fuerza que nosotros queremos imponerles. l eñemos hijos y los vemos crecer. Y tratamos de verlos crecer del modo que a nosotros nos gusta. Y en ocasiones, si el niño parece desviarse del molde que nosotros queremos imponerle, tratamos de ajustarlo al molde por la fuerza. Por la fuerza de nuestra voluntad, por la fuerza bruta de nuestras manos. Pero el niño es un árbol vi­ drioso. Y la fuerza, la fuerza impuesta por nosotros, no logra ende­ rezarlo. La fuerza puede en cambio hacer que algo muy delicado y vidrioso se rompa dentro del alma del niño. Y si esto ocurre, el ni­ ño será para toda su vida un árbol tronchado. ¡Cuántos árboles tronchados hay dentro de nosotros, los adul­ tos de hoy! ¡Qué mucho deseamos a veces que nuestros padres hu­ bieran comprendido mejor nuestro mundo infantil, el mundo de nosotros cuando éramos niños! Porque nuestros padres y nuestros abuelos, de buenísima fe, desearon hacer de nosotros hombres y mujeres de provecho. Pero en ocasiones, con su severidad y sus exigencias, con sus moldes estrechos donde querían meternos, con la fuerza violenta con que querían enderezarnos, nos hicieron daño. No el daño de un chi­ chón o de un cantazo con la vara caliente. Ese daño es superficial y se pasa pronto. Pero sí el daño de romper algo invisible dentro de nosotros. No era el golpe lo que habíamos de lamentar. Pero sí lo que había detrás del golpe. Lo que nos pareció injusticia, o crueldad innecesaria, o severidad extrema, o falta de cariño y de comprensión hacia nosotros que éramos entonces niños como lo son hoy nuestros hijos. Ese resentimiento que no podíamos decir en voz alta porque nos hubiera costado un castigo mayor, éso fue lo que quedó dentro de nosotros. ¡Cuántos arbolitos se troncharon en nosotros que éramos niños en aquella época! Quizás nunca nos dimos cuenta. Pero un resen­ timiento de niño puede convertirse luego en rencor, más tarde en odio, más tarde en algo terrible, en un crimen quizás. En las cárce­ les hay muchos hombres que fueron niños desgraciados. Los peleo-


lies de barrio nunca tuvieron una infancia feliz. Los hombres que hoy perturban nuestra paz; los cpie odian y matan, los que hacen las guerras, los crueles y los injustos, es casi seguro que son así porque sintieron cuando niños que alguien rompía dentro de ellos, con la fuerza bruta, algo muy delicado y vidrioso. El mundo de nuestros hijos es un mundo complicado. Sin em­ bargo, es el mismo mundo nuestro de t uando nosotros éramos niños. ¡Pero "han pasado tantos años! Ya no lo conocemos. Ya sólo nos es familiar el mundo de las personas mayores, el mundo de los adultos, en donde hace tiempo encajamos. Es preciso recordar. Es preciso reconocer el mundo infantil. Y si no podemos recordar y nos parece distinto, entonces es preciso empezar a conocer de nue­ vo ese mundo de los niños. Porque ese mundo es el mundo de nuestros hijos. Y nuestros hijos son la mayor responsabilidad que Dios nos dio aquí en la tierra. Este libro trae a nosotros cuentos, poemas, información y na­ rraciones relacionadas con el mundo de los niños y de los padres. En este libro nadie nos dir.á cómo hemos de tratar a nuestros hijos. Cada padre tiene su propia conciencia. Y cada niño es un ser con sus problemas personales. Y esos problemas nadie los conoce mejor que sus propios padres. Lo único que este libro podrá quizás lograr será despertar mayor interés en nosotros, padres y madres, hacia ciertos aspectos del mundo de la infancia. Porque nosotros, los padres, a veces creemos que cumplimos nuestro deber dándoles a nuestros hijos comida y albergue. Y preparándolos como mejor podamos para (pie luego se ganen la vida. Pero si pensamos un poco más, nos damos cuenta de que esa es sólo una parte muy pequeña de nuestra misión. Hay cosas tan importantes, o más quizás, para la felicidad de un niño. Cosas que harán la felicidad del hombre (pie él será en el mañana. ¿Qué cosas? Está la religión que tenemos el deber de enseñar a nuestros hijos. Está la recreación y distracción a que tiene derecho un niño. Está el cariño, la tolerancia y la comprensión que el niño o la niña debe encontrar siempre en nosotros. Está el sentido de lo bello, de


lo bonito, de lo artístico que debemos fomentar y alentar en la infancia. Está la imaginación de los niños con sus cuentos y sus fantasías que debemos respetar porque es para ellos un tesoro muy valioso. Está la salud que debemos conservarles. Las necesidades de su alimentación que debemos conocer mejor. Los hábitos de aseo y limpieza que debemos inculcarles. En fin, cosas grandes y pequeñas, pero importantes todas en la vida de un niño. Vamos a leer este libro y vamos a ver qué es lo que él nos sugiere a cada uno de nosotros en relación a nuestros hijos.


DON LOLE QUERIA UN NIETO

Don Lole no se había casado nunca, pero siempre soñó con tener un nieto. Un nieto que fuera como él: alto, fuerte, bueno y trabajador. El ya estaba entrado en los setenta y mantenía su sol­ tería como un tributo a su primer e inolvidable amor. —Nos díbamos a casal pa Pascuas y to se queó en ná. Lo tenía­ mos to preparao y la víspera le entraron unos gómitos de sangre que la ejaron blanca como un percal. A los dos días la llevamos a enterral. De entonces pa’cá ha llovío mucho, pero nunca he vuelto a ponel mis ojos en rostro de mujel, como pa enamorarla. - José escuchaba atento las palabras de Don Lole, su padre de crianza, y aunque ya había oído la misma triste historia de labios de su preceptor, cien veces antes, ahora tenía motivos para estar embelesado. Le daba vueltas hacía rato a la idea de casarse y todas las energías de sus veinte años iban enderezadas hacia un solo obje-

'


tivo. Levantar luí hogar y procrear familia. Y, atajando a don Lole en su nostálgico relato, respondió: —Pero a mí no me va a suceder eso que le pasó a usted, Don Lole. Ya yo di los pasos del certificado médico. María está como corozo. Nos examinamos en el Centro de Salud del pueblo, antier. Padre e hijo de crianza entraron en los detalles de la boda. Desde hacía tiempo José venía preparándose. El era metódico y económico. Conoció a María en la escuela del barrio y aprendió a quererla con devoción. Ella era bonita, limpia, inteligente y hacendosa. Cuando se graduaron de noveno grado empezaron a hacer planes para el futuro. Los padres de María miraban con agrado aquellas relaciones (pie parecieron mantenerse en el plano de una sana amistad durante varios años. José visitaba a María en su hogar en los atardeceres, y María, de vez en cuándo, subía a la loma hasta casa de Don Lole, acompañada de su mamá, los domin­ gos. Mientras tanto, el sueño acariciado de tener un nieto iba co­ brando fuerzas en la mente de Don Lole. A fuerza de doblar el lomo sobre la ñamera, metiéndole el pecho a la zafra y cogiendo café como un desesperado', José fue acumulando una centavería que invirtió en tablas, clavos y zinc. Aprovechando los ratos por las tardes, con madera rolliza del mon­ te, José fue levantando, en su altozano, la pequeña pero sólida estructura que luego habría de ser el hogar de sus sueños. Don Lole que le ayudaba le decía: —Muchacho, pa qué matalte tanto, si tú tienej mi casa que ej tuya. —No, padre— contestaba José. —María también quiere que nos vayamos a vivir con los viejos; pero usted lo sabe, padre: el que se casa... para su casa. Y se reía de su propia ocurrencia. Las bodas de José y María fueron un acontecimiento en el barrio. Don Lole y su consuegro, don Bauta, se dieron la noble aquella noche, pero María y José observaron una digna compos­ tura, atendiendo a los invitados, sus mentes puestas en la seria empresa que acababan de iniciar. Como muy bien les dijera DoiV Juana a ambos: —Mis hijos, ustedes tienen la vida por delam V ut


hemos sío felices polque hemos sabio llevalnos bien. Ustedes son buenos los dos y saludables. Recuelden que el matrimonio es un lazo sagrado y que cacual cosecha lo que siembra. María y José no echaron en saco roto los consejos de la sue­ gra. En su nido de amores en el cerro hubo besos y risas y tra­ bajo. José era madrugador desde muchacho y a María le encan­ taba oir el silbido de las calandrias y de los zorzales cuando rom­ pían los claros del día. Los dos eran una pareja ideal para em­ prender esa tarea dura, honrosa y agradable que es el matrimonio: sólida base sobre la cual descansa toda la armazón de nuestra sociedad. Cuando José regresaba del trabajo en las haciendas vecinas, María lo esperaba anhelante y entrambos se dedicaban a cuidar el conuco cuyos brotes rodeaban la rústica casita. Una tarde, María,


entre azorada y gozosa, le susurró algo al oído a José mientras desyerbaba las yautías con su ayuda. José la miró fijamente, per­ plejo, y alcanzó a tartamudear: —No me digas tú, que. . —Sí—otorgó ella. Cogidos de la mano subieron el repecho y se sentaron en la banqueta a hacer planes para el que vendría. Ambos habían sido socios 4-H. Ella sabía coser muy bien y le mostró a José una serie de cosas, obra de su ingenio y laboriosidad, mientras se quedaba sola en la casa: camisitas, fajas, abriguitos, botines, pañales . . —Cuando vayas al pueblo me compras unas frisitas y unas toallitas. —Mañana mismo vamos. De una vez te voy a llevar al Centro de Salud para que te examinen. La muchacha que está a cargo del laboratorio es muy buena y el doctor es muy atento. Desde aquel día, José y María se dedicaron en cuerpo y alma a la tarea de prepararle el camino a la criatura que habría de llegar.


Ella visitaba el Centro de Salud a menudo y la enfermera de la Unidad de Salud Pública asomaba de vez en cuando su rostro simpático por la casita de la loma para orientar a la joven pareja. María hacía todo el ejercicio que podía al aire libre, al sol, sin fatigarse. José se encargaba de que no hiciera trabajos pesados que pudieran malograr la cría. Ella caminaba dos o tres kilómetros dia­ rios llevándole la parva y el almuerzo al trabajo, y cuando regresaba a la pieza se tiraba en el catre a descansar un buen rato. Le gusta­ ba más el catre de José que su propia cama porque le olía a él, al padre del hijo que llevaba en sus entrañas. Una noche, alborozada, despertó a José: —Mira, toca aquí ...Sí, aquí... ¿Lo sientes?— José, poniendo la mano sobre aquel vientre fecundo, sintió los brinquitos de aquella criatura en formación, y se sintió orgu­ lloso de ser padre. Tanto José como María llevaban una vida sana, metódica y sobria, que se reflejaría en la vida futura de aquella promesa que era carne de su carne. Porque la felicidad o la desgracia de los hijos la labran los padres antes del hijo nacer. De padres sa­ ludables, hijos saludables. De padres angustiados, hijos angustia­ dos. De padres viciosos, hijos enfermizos. Y la armonía o las de­ savenencias hogareñas se reflejan en el carácter del que está por nacer. Así se lo decía Don Lole cuando se acercaba al palomar de sus hijos. —Jay que tenel cuenta con lo que se ase y con lo que se dise. Polque to eso va en mengua o en adelanto a la criatura que ni joye ni ve pero que to lo arresibe en el vientre e la mai. Siguiendo los consejos de la enfermera, María bebía agua en abundancia y comía todas las frutas que encontraba a su alcance para estar al corriente. Conociendo los valores de los minerales y de las vitaminas y sus efectos saludables en la formación del bebé, José buscaba la forma de que nunca faltaran en la casa un cuarti­ llo de leche, huevos y hortalizas, preferiblemente las verdes y ama­ rillas. El que siempre fue un buen socio 4-H comprendía ahora mejor que nunca las bondades del programa de siembras y de la


crianza de animales en el hogar. Su despensa estaba siempre bien aprovisionada, con poco sacrificio personal. Como María iba engordando mucho y le crecía la cintura, necesitó ropa apropiada, holgada y cómoda, y zapatos de tacón bajo. José vivía enamorado de su mujer, ahora más que nunca que se veía lozana y hermosa en sus batas de maternidad, com­ pletamente suelta, sin faja alguna. Pero del séptimo mes del em­ barazo en adelante, José no se atrevió tocar a María. De noche, al acostarse, la besaba con devoción en la frente, y se tiraba aparte, en su catre, como todo un dechado de virtudes: el médico del Centro de Salud se lo había aconsejado. Un día se acercó a la casa Doña Caya, la curandera del ba­ rrio, comadrona sin licencia, para hablar con María. Venía a traer­ le un azabache para librar al nene del mal ojo. Dijo que la cría sería varón porque la barriga era “puyúa” y había un lagartijo en la solera del cuarto — y le aconsejó a la futura madre unos “baños de asiento’’ y “ un santiguo en cruz” .


José que estaba por allí cerca oyendo, la atajó, midiendo sus palabras: —Oiga, doña Caya, puede que el nene sea varón. Cuando nazca se sabe si el médico o usted tiene razón . . . El azabache . . . Que la mujer se quede con él si quiere, pero ni ella ni yo cree­ mos en mal de ojo. Lo del santiguo, no le digo ná; aunque pa mí es pura pamplina; pero en cuanto a los baños de asiento, nonina. —Sí, doña Caya, la enfermera me dijo que los “baños de asiento” me podían hacer daño. Yo me baño diariamente con agua templada— apuntó María. Doña Caya se fue bastante disgustada de la casa porque José le dijo cpie él iba a traer una comadrona auxiliar con licencia para que atendiera a María. Y una madrugada en que José se levantó más temprano que nunca, cantándole a los luceros, María empezó a quejarse, a que­ jarse mucho. José entendió la señal y sin decir palabra, ensilló la yegua y partió como un celaje en busca de doña Tomasa. Al pasar por casa de Don Lole le gritó:


—Viejo, esté pendiente. Voy en busca de la comadrona.— —Vete con Dios, mijijo.— Cuando regresó José, con Doña Tomasa, la comadrona au­ torizada, Don Lole estaba en el batey, en guardia, pendiente de la parturienta. Ya había ido al higüero, le había torcido el pezcuezo a una pollanca, había puesto el agua a hervir y había des­ plumado el ave. Al oír sus pasos en la cocina, María se había sentido protegida. Doña Tomasa no pasó mucho trabajo. Cosa natural, pues María había estado yendo religiosamente a las Clínicas Prenata­ les y luego de los exámenes de la orina y de tomarle las medidas pélvicas, el doctor le había anticipado un parto feliz. Al cabo de un rato, luego de su llegada, se oyó el “ uerre” , “ uerre”, “ uerre” de la recién nacida. Cuando José entró al cuarto, ya la partera le había echado unas gotas de nitrato de plata en los ojos a la criatura, la había fajado higiénicamente, y ésta entreabría sus grandes ojos a la luz de un sol alegre que se filtraba por una ren­ dija. María, rendida, tenía la aureola de una santa y José, una canción en el corazón. —Don Lole, es una chancletita. Venga pa que la vea.— Entre amoscado y contento entró el viejo al aposento don­ de tres generaciones se daban cita y musitó al ver la rolliza criaturita, moviéndose lozana, al lado de la madre: —Ta bien mi ñeta, que Dios la bendiga. En, el otro tal vez venga varón . . .— Y se echó a reir de buena gana.



A la Mujer Que Va a Ser Madre 1— Alégrate. Y no temas. El parto es acto de vida y de esperan­ za. No temas a la maternidad. El parto es cosa natural. Alé­ grate. Tu alegría de ser madre se reflejará luego en la ale­ gría del hijo de tus entrañas. 2— Visita la Unidad de Salud Pública tan pronto como sospe­ ches que vas a ser madre. El médico y la enfermera te acomsejarán y te ayudarán. Ese es un servicio gratis para ti. Apro­ véchalo. El médico y la enfermera de la Unidad de Salud Pública son tus amigos. Sus servicios son para ti. Aprové­ chalos. 3— Consérvate limpia y saludable. Así tu hijo nacerá saludable. Y aprenderá a ser limpio como tú. 4— Aliméntate lo mejor que puedas. Toma leche y come fru­ tas. Así tu hijo te nacerá fuerte. Debes darle a tu cuerpo los alimentos que tú necesitas y los que necesita el hijo que llevas en tu vientre. Aliméntate lo mejor que puedas. La leche y las frutas te ayudarán a tener una buena alimentación. 5— Duerme y descansa más de lo corriente. Mientras tú duer­ mes, y descansas, va cogiendo fuerza y vida el hijo que te va a nacer. No lo olvides. Duerme y descansa lo más que pue­ das durante los nueve meses antes del parto. 6— Cuando cumplas siete meses de embarazo, no te acueste con tu marido. Es por el bien tuyo y del hijo que te va a nacer. Es por tu salud y por la salud de tu hijo. Habla con tu marido sobre ésto. El sabrá comprender. Y sabrá cooperar contigo por el bien del hijo de ambos. Esa es parte de su respon­ sabilidad como padre. Después del séptimo mes la mujer y el hombre no deben tener relaciones de esposa y esposo. Si­ gue los consejos del médico y de la enfermera. Son consejos buenos para tu salud y para la salud de tu hijo. 7— Habla con tiempo con una comadrona autorizada para que te atienda en el parto. Recuerda que es un momento impor-


tantísimo de tu vida y de la vida de tu hijo. No entregues tu salud y la de tu hijo en manos de una persona que no está autorizada. Ese es el mayor peligro que tiene un parto. El no ser atendido como debe ser. Tu marido y tú deben estar seguros de que la comadrona que va a atender está au­ torizada a ejercer su profesión. Una comadrona autorizada tiene licencia. Tú o tu marido deben ver esa licencia para estar seguros de que la comadrona puede atenderte como es debido. 8— Prepara todo con tiempo para el nacimiento de tu hijo. Haz planes para que todo salga como debe ser y no haya carre­ ras innecesarias a última hora. Consulta con tu marido. Haz los planes con él. Haz que él sienta su responsabilidad de padre en estos preparativos del mismo modo que tú sientes tu responsabilidad de madre. Así los dos compartirán mejor y comprenderán mejor todo lo relacionado con el hijo que va a nacer. El nacimiento de un hijo no es cosa de la madre solamente. Es cosa del padre también. Y de los hermanitos mayores si los hay. En, fin, es cosa de toda la familia. Todos deben cooperar y ayudar. Es un acontecimiento que afecta a todos. 9— Prepara tu casa para la llegada del hijo. Recuerda que todo debe estar siempre lo más limpio posible. Tu hijo no apren­ derá a ser limpio si nace en una casa sucia. Abre puertas y ventanas para que entren el sol y el aire puro. Y ten prepa­ rada la ropita del bebé. Y los biberones. Y la cuna o el coy. Organiza el trabajo de la casa de modo que durante el parto y después del parto, durante esos primeros días en que no podrás levantarte, todos en la casa sepan lo que tienen que hacer. Y espera con alegría y confianza el momento en que Dios ha de bendecirte con la emoción inmensa de ser madre.


LOS ANTOJOS DE FILOMENA

Filomena estaba encinta otra vez. Y con una mala barriga de esas que hay que hacerle el funche aparte. Al pobre Inocencio ya le habían entrado los “calofríos”, aquellos “espelucos” que le daban cada vez que por náuseas de su mujer se enteraba de que estaba embarazada. Filomena estaba encinta por décimocuarta vez. En sus doce años de vivir con Inocencio había malogrado dos ve­ ces: se le habían muerto cuatro hijos y le quedaban siete mocosos, enclenques y desnutridos.


Inocencio y Filomena creían haber tomado muy al pie de la letra el bíblico “creced y multiplicaos’%Pero en verdad, que no crecían mucho el montón de muchachos con sus bracitos como palillos. El caso es que lo que más preocupaba a Inocencio no era precisamente los muchos muchachos. Ya para eso no había reme­ dio. Bien pudo haberlo pensado antes. Lo que le martirizaba ahora, lo que lo sacaba de quicio era otra cosa. Sí, los “antojos” de Filomena. jY qué antojos! Desde primeriza, le comenzaron los caprichos y de ahí hasta el sol de hoy. “Ay, yo me comería unas gunditas de aquellas que se daban en la pieza de la Ceiba!” Y allá remontaba Inocencio esparciendo malezas y tumbando zar­ zas, para complacer a su costilla. “ ¡Ay, qué olor a piñas! ¿Chqnchito, tú me tienes algunas?” Y allá partía el hombre y no des­ cansaba hasta poner en sus faldas la codiciada fruta. “ Me come­ ría unas panitas de grano . . .” No hacía más que insinuarlo, cuando el heroico mortal iba camino del monte o del mercado para júbilo de la antojadiza. Se cuentan y no se acaban los tor­ mentos de Inocencio y las campañas que libró por no ver malogar las crías con que Filomena tan a menudo lo obsequiaba. Porque Inocencio creía a pie juntillas lo que su mujer le decía, cosa que era una “escritura” entre los vecinos. “Si me niegas lo que te pido, te van a salir orzuelos.” o “ Mira que el nene me va a salir “eslembao” si no rtie como esos melocotones pronto” . Sus dos abor­ tos se los atribuyó Filomena, con índice acusador, a negligencia de su marido en complacer sus caprichos, cuando en realidad uno fue producido por un resbalón en la vereda del pozo y el otro por una fuerza mal hecha. Hasta que un día lluvioso, en su anterior embarazo, Filo­ mena se antojó de comer una pana nueva cuando los palos no tenían ni gatos. Inocencio, para que ella no se “achismara”, se es­ meró en cumplir sus reales dictados encaramándose al cucuru­ cho del palo dando de ¡cataplúm! con su estropeada humani­ dad al suelo. Resultado: un brazo roto y el cierre de la temporada de antojos.


Por eso ahora Inocencio sentía “calofríos y espelucos”. Y sin consultar a su consorte, se fue donde el maestro de escuela, le contó sus cuitas, y éste le arregló una visita de la enfermera de la Unidad. Al día siguiente, la enfermera se presentó en su casa. “ ¡Qué muchos nenes! Y veo que esperan otro”. Entonces empezó a ha­ blar de lo importante que era para el niño que la madre estu­ viese saludable. “ La salud del que va a nacer depende de la salud de la ma­ dre. Por eso usted debería visitar el Centro de Salud a menudo. Allí el médico y las enfermeras le atenderán complacidos.” “ Y aliméntese bien. No venda los huevos de sus gallinas. Uselos. Y tome leche siempre que pueda. Si usted fuma, deje el cigarrillo durante el embarazo. Evite las comidas muy condimen­ tadas. Afecta a la criatura.”


Inocencio se movía intranquilo porque la doñita aquella no tocaba el punto que a él más le interesaba: los antojos de Filo­ mena. La enfermera continuaba — “Para las náuseas, por las ma­ ñanas, cómase galletitas saladas.” Filomena tragaba en seco. —“Y sobre todo manténgase lim­ pia,” continuó la visitante.— “Además no crea todo lo que la gente dice. Es natural que a veces usted siente deseos de comer algo porque su organismo lo apetece ” El rostro de Filomena se iluminó de esperanza. Inocencio tosió y miró fijamente a la joven enfermera como queriendo in­ dicarle algo. “ . . . pero no es cierto que eso haga malograr la cría. Son me­ ros caprichos que pueden evitarse con una buena alimentación. Si usted se alimenta bien su bebé nacerá fuerte y robusto.” Ya en la puerta para despedirse les dijo, con una sonrisa: “ Ustedes han estado viviendo como marido y mujer doce añoss. Ya es tiempo de que se casen.” Ambos quedaron en ir al pueblo y verse con ella para que les ayudara a arreglar los papeles del matrimonio.


Cuando la enfermera se perdía ante un recodo del atajo Filomena le dijo a su marido: “ ¡Adiós, cará Chenchito, como que se me ha quitado el an­ tojo de comer panas nuevas.” Inocencio suspiró aliviado, pero Fi­ lomena añadió: “Cuando vayamos a casamos me compras la latita de galletas salaítas que dijo la niña. ¿Sabes, mijo?


CANCIÓN DE CUNA Se enojó la luna, se enojó'el lucero, porque esta niñita riñó con el sueño. Duérmete, niñita, para que la luna te traiga un dorado racimo de uvas. Duérmete, niñita, para que el lucero te haga una almohadita de albahaca y romero.


Cuando Nazca el Bebé

1— Alégrate, mujer. Has recibido una bendición del Cielo en tu

hijo. No importa que éste sea el primero, el segundo o el úl­ timo. El milagro de la maternidad siempre es hermoso. Alé­ grate y prepárate a alegrarle la infancia a ese nuevo hijo. En todo lo que te sea posible. Que para una infancia ale­ gre tu hijo no necesita dinero ni lujos. Lo que sí va a ne­ cesitar es salud, comprensión. Cariño tendrá de sobra. Que para algo Dios te hizo madre. Pero comprensión va a nece-


sitar mucha. Porque un bebé es un ser indefenso al que es muy difícil comprender del todo. 2— Ocúpate de que inscriban a tu hijo o a tu hija a tiempo y de acuerdo con la ley. Cuando él o ella sea mayor algunos de sus derechos dependerán de la forma como quedó ins­ crito en el Registro Demográfico. Y al ponerle nombre tra­ ta de ponerle un nombre sencillo, claro, simpático. No te esfuerces en buscar nombres raros o distintos. Los nombres españoles que usaron nuestros abuelos siguen siendo tan bue­ nos como siempre. Cuando sea grande probablemente tu hijo agradecerá más el llamarse “José” o “ Pedro” cjue el tener un nombre demasiado raro o demasiado distinto. 3— Cuídate mucho después del parto. Y tan pronto puedas, a la cuarta o quinta semana, ve a la Unidad de Salud Pública y lleva al bebé contigo. El médico te examinará y exami­ nará a tu hijo. Sigue sus consejos. Recuerda que el médico y la enfermera son buenos amigos y leales servidores de tu hijo. Aprovecha sus consejos y sus servicios. Tanto el médi­ co como la enfermera de la Unidad de Salud Pública están ganando su dinero para prestarles servicios a tus hijos y a ti misma. Aprovecha esos servicios. Son gratis. Sigue sus conse­ jos. Son buenos consejos para tu salud y para la salud de tu hijo. 4— Si en tu barrio hay Estación de Leche aprovecha sus servicios para alimentar a tu bebé. Pero recuerda que no hay leche mejor para un bebé que la leche de la madre. Si estás sana, y si el médico no te dice lo contrario, alimenta a tu hijo con tu propia leche. 5— No descuides tu aseo y el aseo de tu hijo. El aseo, la limpieza, es parte importante de la salud, tanto de un niño como de un ( adulto. 6— Tem paciencia con tu hijo. No lo castigues innecesariamente.

Trata de comprender sus necesidades. Las cosas corrientes que tú sabes él las ignora. Y le cuesta mucho comprenderlas. Ten paciencia. Ya él irá aprendiendo poco a poco. Aprende tam-


bién tú a saber por qué llora, qué cosas necesita, qué es lo que quiere decir en su traba-lenguas. 7— Ten cuidado con las enfermedades del bebé. Cuidado con las diarreas: no se curan con yerbas ni con guarapitos. Tampoco se curan con sobos. Estas cosas pueden quizás aliviar momen­ táneamente al niño. Pero curarlo no. La diarrea en el bebé puede ser una cosa muy peligrosa. Llévalo al médico. Llévalo a la Unidad de Salud Pública. No te fíes pensando que la dia­ rrea se debe a que el bebé está empezando a echar los dientes. Los dientes nada tienen que ver con la diarrea que el bebé tenga. Llévalo al médico o a la Unidad de Salud Pública. Y házlo a tiempo. 8— El bebé, además de buena alimentación, de aire puro y de aseo personal, necesita distracción. El bebé necesita jugar. Juega con él. Déjalo jugar. Pero está pendiente para que no juegue con cosas que pueden ser peligrosas: herramientas, fós­ foros, quinqués, cuchillos. Tú y tu marido deben compartir las alegrías del juego con el bebé. Pero deben también velar porque el niño esté protegido contra peligros de los cuales él no sabe aún defenderse. Cuidado con las mordidas de rato­ nes, ardillas, cerdos, perros. Cuidado con los picotazos de las aves. Hasta que aprenda a valerse por sí mismo tu bebé nece­ sitará de vigilancia para que pueda vivir seguro y libre de peligros.


UNA VI SI T A OPORTUNA ANA se alegró mucho cuando vió acercarse a su casa a su prima Carmen. Desde mucho antes de Ana haber dado a luz el nene, su pri­ ma no venía a visitarla. Hacía ocho años que Carmen se había casado y desde entonces había ido a vivir con su esposo al barrio Ciénaga Alta. Ya Carmen tenía un nene de siete años que estaba en la es­ cuela. En todo ese tiempo había venido a visitar a su prima Ana dos o tres veces. El barrio Ciénaga Alta queda algo distante de Palma Sola y hay que subir algunas cuestas muy empinadas para llegar de una casa a otra. Ana se había casado con un muchacho de su barrio. Habían construido una casita en la finca del padre de su esposo y allí vivían. Hacía poco más de cinco meses que había tenido su pri­ mer nene. Aquel día pues Ana sintió un alegrón muy grande cuando vio que su prima venía camino de su casa. La esperó en la puerta desde que la vio a lo lejos cuando bajaba la cuesta del mangó. Tenía el nene en los brazos para que Carmen lo viera. —¡Carmen! ¡Dichosos los ojos que te ven! Por fin, ya yo creí


-H ija, es que desde que abrimos el negocito Pablo ni yo te­ nemos tiempo para nada. Imagínate, él trabajando en la finca y yo atendiendo el negocio. Además esas cuestas matan gente, chica. Oye, pero qué mono está el nene. Y está grande para cinco meses. —Si lo hubieras visto cuando nació, parecía un muñequito. Bueno Carmen, por lo que me han dicho llevas tu hijo muy bien criadito. Estarán muy orgullosos de él. —Nos sentimos muy contentos con Marquitos. Yo lo he criado con cuidado. Mira Ana, nosotros los pobres lo que más debemos tener con nuestros hijos cuando estamos criando, es cuidado. Es muy importante. —Carmen, cuéntame. Quiero que me digas muchas cosas de esas que tú has aprendido para criar bien tu nene. Como yo soy primeriza, tú sabes. —Pues mira, lo que he hecho lo he ido aprendiendo en las conferencias que dan algunos días de la semana en la Unidad de Salud Pública. Son muy interesantes y enseñan mucho. Ni tú ni ninguna madre que está criando debe perdérselas. —Eso me han dicho. Por aquí yo he visto bajar a Lola unas cuantas veces con la nena más chiquita cuando va para la Unidad. Ella me ha dicho que yo también debo ir, pero... qué sé yo. Tú sabes cómo nos crió mamá a nosotras, sin nada de eso de Unida­ des ni médicos. —Ana, los tiempos cambian. Por no haber antes las facilidades que hay hoy, es que se morían tantos niños. Mientras nosotras teníamos suerte de criarnos, había miles que se morían por no haber las atenciones y facilidades que hoy tenemos. T ú no debes dejarte llevar por eso. —Bueno, ¿y tu no encuentras grande al nene para cinco meses? —Sí, creo que está muy bien. De ahora en adelante es que tie­ nes que tener cuidado con él, Ana. Tú también debes cuidarte. —Mira, yo ahora como más que nunca, salí del parto con una canina terrible. Además, como estoy criando me tomo una mgdta todos los días.


Mira Ana, a ti te pasa como a muchas madres que cuando están criando le dan demasiado importancia a la malta. La malta es buena pero no alimenta más que la leche. También a mí me decían que una daba más leche cuando estaba criando si tomaba malta. Yo aprendí que eso no es cierto. El dinero que gastas en malta lo debes de gastar mejor en leche que alimenta más. —¿Y qué tú le dabas a tu nene cuando tenía la edad de éste? —Todavía yo le daba el pecho. También le daba jugos de chi­ na y de toronja. Los jugos de frutas del país son mejores que los enlatados. Muchas madres pobres gastan sus chavos en jugos de peras y melocotón de latas para sus niños y fíjate tú Ana, con esos mismos chavos pueden comprar chinas o toronjas que son más alimenticias.

—¿Y no le dabas otros alimentos? —Sí, le daba avena colada. Le encantaban las sopitas de cala­ baza y de papas. Oye, y todavía la calabaza es mejor que las papas. Esto también yo lo variaba dándole purés de yautía o de ñame. Algtmas veces también le daba harina de maíz con leche. —¿No le dio diarreas alguna vez? —Sí, pero yo lo llevaba adonde el médico enseguida. Yo nunca traté de cortarle las diarreas a Marquitos con guarapillos. Las en­ fermedades del estómago en los niños son muy delicadas y lo mejor es llevarlos donde el médico enseguida. El médico es el que ha estudiado y sabe de esas cosas. Todos los años mueren niños por estar las madres probando con remedios caseros o de curanderos cuando sus hijos se enferman. No es tan difícil hoy ver un médico enseguida que se enferma un niño, tú lo sabes, Ana. —Pues mira, Carmen, en estos días éste ha estado malito del estómago. Ha tenido diarreas y de noche le duele la barriguita, pero como está empezando 3 echar los dientes, tú sabes No, Ana, no, tú estás equivocada, esas diarreas y ese dolorcito


WOR

VISI aoo

de barriga no son porque el nene esté echando los dientes. Así cree mucha gente, pero eso no es verdad. Muchas madres no le dan importancia a esas cosas cuando sus hijos están echando los dientes y por eso se mueren tantos niños así chiquitos. Yo te acon­ sejo que lo lleves donde un médico que lo vea. —Pues chica, como a mí me habían dicho que se le cortaban con un purgantito de maná. —No, hija, esas cosas es mejor consultarlas con el médico y que él recete la medicina que él cree que conviene. Si yo le hubie ra ido a hacer caso a la gente cada vez que Marquitos se me enfer maba yo creo que me lo hubieran llevado para el cementerio hace rato. —¡Cuánto te agradezco que me lo hayas dicho! ¿Y Pablo, piensa como tú de estas cosas? —Claro, Pablo era el primero que se preparaba para llevar el nene donde el médico cuando algo le sucedía. En eso sí que con Pablo no hay quien pase. El, como yo, oía todo lo que nos decían que le diéramos al nene cuando se enfermaba, pero a todos les contestaba con un ¡ujum!, y luego me decía que nos preparáramos para llevar el nene donde el médico. —A la verdad, Carmen, que quien ha criado un hijo como tú has criado a Marquitos tiene que saber de estas cosas. Yo hija, como


no salgo de aquí nunca y últimamente vienen aquí tan pocas visitas, figúrate. . . —Pues es bueno que aprendas estas cosas. El nene no tiene aho­ ra nada más que cinco meses así es que te falta mucho todavía. —Bueno, Carmen, hemos dado una gran lata. Pero una lata que yo necesitaba. Déjame prepararte una taza de café y de una vez voy a prepararle el biberón al nene. —Vamos, que yo te voy a ayudar. Así le doy tiempo a Pablo que fue a ver la novilla que tiene en casa de don Juancho. El que­ dó de recogerme cuando bajara. —¿Entonces no te quedas esta noche acá? —No, de ninguna manera. Mamá está sola con Marquitos y se estará volviendo loca en el negocio. Tenemos que irnos hoy mismo. Las dos se fueron a la cocina donde prepararon el café. Carmen aprovechó para decirle a su prima que no debía darle el agua a su nene si antes no la habían hervido a pesar de que Ana le dijo que el agua que le daba era del tiempo. —Si quieres seguir mis consejos, le dijo Carmen, debes hervir toda el agua que le des al nene. Anocheciendo salieron Carmen y su esposo de en casa de Ana. Pablo había pasado a recogerla como había quedado. Por el camino Carmen pensaba que había hecho muy bien en venir a visitar a su prima. Por su parte Ana le contó a su esposo cuando éste llegó todo lo que le había explicado su prima. Ella iba a seguir los consejos que Carmen le había dado pues quería tener un niño sano y salu­ dable como el de ella. Aquella había sido en verdad una visita muy oportuna.


¡Cuentos que repiten sencillas madrinas muy bajo a los niños cuando no se duermen, y que en sí atesoran del sueño poético el íntimo encanto, la esencia y el gérmen! ¡Cuentos más durables que las convicciones de graves filósofos y sabias escuelas, y que rodeásteis con vuestras ficciones las cunas antiguas de las bisabuelas! Fantásticos cuentos de duendes y hadas, que pobláis los sueños confusos del niño, ¡el tiempo os sepulta por siempre en el alma y el hombre os evoca con hondo cariño! José Asunción Silva


LA RONDA DE LA LUNA Luna, Luna, Luna: Mira nuestra ronda, blanca como tú como tú redonda.

Luna^ Luna, Luna: ¿juegas a la ronda? ¿Sabes la canción de la Infanta blonda?

¿Conoces la historia de Caperucita? Oye, niña Luna, ¿tienes madrecita?

Dile que esta noche tú quieres jugar. ¡Raja, y con nosotros ven pronto a cantar! Gastón Figueiras

NO HA MUERTO LA PÁJARA PINTA ¿Qué se haría la Pájara Pinta que cantaba en los verdes limones? ¿Moriría de pena la pobre? No, no ha muerto la Pájara Pinta; está enferma la pobre, porque ya los niños la han abandonado y no cantan las viejas canciones. No, no ha muerto la Pájara Pinta, se ocultó entre los verdes limones, esperando que vuelva la ronda con su sarta de risas y voces.


NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA

Desde que Cándida se casó nunca le había sucedido lo que aquella mañana. Mire usted y qué amanecer sin café. Y azúcar solo le había quedado una poquita. La que Ceño había usado en el trago de café negro que se había tomado por la madrugada antes de ir$e al trabajo. Ya el sol estaba alto y había que mandarle a Geño la merienda como a las nueve. ¡Imagínese! El pobre estaba “fajao” en la tala de don Nicanor desde bien temprano. El había dicho que quería regresar temprano a su casa ese día. Cándida dejaba todas las noches café colado para que su mari­ do por la mañana lo calentara y se lo tomara antes de irse a


trabajar. Ella siempre se quedaba en la cama con el nene. Paquito, el chiquitín, sólo tenía año y medio y a pesar de ser el primero de aquel matrimonio joven, lo llevaban bastante bien criadito. Muy felices vivían Cándida, su esposo Ceño y el nene en la casita que éste había construido para casarse. Geño estaba aprovechando esos días que había trabajado continuo en casa de don Nicanor, a ver si podía ahorrar algunos chavos para sacarle un alero en la parte de atrás a la casita. Cándida refunfuñó cuando se dio cuenta que no había café para colar. Pero no había más remedio que ir a la tienda a buscar­ lo. La única tienda que había por aquellos contornos era la de don Felo que estaba a la orilla de la carretera. Se tiró un traje por encima, le puso los pantalones al nene y salieron para la tienda. Por las mañanas la tienda de don Felo siempre estaba muy concurrida. Allí llegaba el periódico y siempre leían en alta voz las noticias del día. A Cándida le gustaba ir por las mañanas pues siempre encon­ traba a alguna vecina amiga con quién hablar. Muchas veces, se­ gún decía ella, algo sacaba de lo que allí oía que comentaban y leían. Doña Juana, la mujer de don Felo, era una señora que conocía mucho. Iba al pueblo con frecuencia y leía los periódicos todos los días. En el barrio tenía fama de ser muy conocedora de todo. Aquella mañana ella estaba hojeando “ El Mundo’’ cuando Cándida entró con el nene a la tienda. —Cándida, ¿cómo tú traes ese nene tan temprano y descalzo por ese camino mojado? —Mire doña Juana si no lo traigo conmigo se “escorrota” llorando. Usted no sabe lo rabioso que es. —Pero es que por muchas cosas, por lo menos debes ponerle los zapatitos si lo vas a traer por el camino mojado. Esa humedad en los pies tan temprano después de haber estado durmiendo puede enfermarle. —Bah, si él está acostumbrao. —No te dejes llevar por eso Cándida. Por eso es que se ven


tantos niños enfermos. Por el descuido de nosotros mismas las madres. ¿Tú no sabes una cosa? —¿El qué? —¿Tú no sabes que por la planta de los pies es que la gente coge la enfermedad que llaman uncinariasis? —¿Ah sí? ¿Y cómo es eso? —Pues mira, ese nene andando descalzo por el camino puede pisar algún sitio donde haya microbios de esa enfermedad. Por la piel de los piececitos estos microbios se introducen y así se coge la enfermedad. —¿Y de dónde vienen esos microbios? —Pues te diré. Chica, muchas veces la gente hace sus necesi­ dades en la tierra. Ahí se reproducen los microbios que luego se riegan y pueden estar en cualquier sitio que podamos pisar. —Yo no sabía eso. Y me alegro saberlo. Así ahora tendré más cuidado con el nene. —Mira Cándida, todas esas cosas las explican muy bien en las reuniones que dan en el centro médico. T ú debes ir los días de se­ mana que dan esas reuniones. Y tú más, que estás criando ahora. Son muy interesantes. La conversación le está muy interesante a Cándida pero el pequeñín ve llegar unos mangos que traen a la tienda y empieza a pedirle a su mamá que le compre uno. —Doña Juana, este muchacho es el demontre. Mire usted, y que antojársele ahora los mangos esos . . No me queda más reme­ dio que darle uno porque sino, no me deja vivir. Cándita coge un mango de la canasta que han traído a la tienda y trata de dárselo al nene pero doña Juana la ataja a tiempo y se lo quita.


—No, no le des ese mango sin lavarlo. Dame acá, yo lo voy a lavar. —No se moleste, doña Juana. —Es por la salud de tu hijo. A los niños nunca debe dárseles las frutas sin antes lavárselas. Mira, Cándida, eso es tan importante como que debes siempre lavarle las manos antes de darle los alimentos. —¿De veras? —Claro, precisamente de comer las frutas sin lavar y por llevar­ se alimentos a la boca con las manos sucias es que los niños crían lombrices. —No me diga. Pues yo creía que las lombrices las producía el comer mucho dulce. —Así cree mucha gente, pero eso no es verdad. Las lombrices nacen de unos huevitos casi invisibles que se encuentran a veces hasta en el sucio de las frutas o en el sucio que los niños cogen en las manos. Por eso es que las frutas deben lavarse antes de comerlas. Tampoco nunca debe dejarse a los niños llevarse nada a la boca con las manos sucias. Mientras doña Juana explicaba a Cándida, el nene se calmó un poco y la madre guardó el mango para dárselo más tarde en la casa. Aquella explicación de su vecina le había dejado pensando. En eso llegó don Manolo el del otro lado del río. Este era también un señor muy conservador que le gustaba venir con fre­ cuencia a la tienda a charlar con los otros vecinos y a comentar las noticias del día. —Doña Juana,— dice don Manolo, —¿no está ahí en “El Mun­ do” la noticia que oí anoche por radio? —¿Cuál, don Manolo? —Pues dijeron que en un barrio de Arecibo, no recuerdo aho­ ra cual, unos muchachitos se habían quedado solos en la casa mien­ tras sus padres iban a visitar unos compadres cerca y que uno de ellos se puso a jugar con los fósforos. La casa y que se prendió y se quemaron los dos más pequeños. —Virgen Santísima— repitieron a coro doña Juana, Cándida y otros que habían llegado a la tienda.


—Voy a buscarlo para leerlo con calma después, dijo doña Juana. — Esos son los descuidos de muchos padres, —dijo don Ma­ nolo. —Hoy en día hay muchos padres que son descuidados con los hijos. Usted ve Cándida, ese niño que Dios guarde, ahora es que necesita cuidado. En esa edad es que ellos empiezan a querer cogerlo todo. Nunca deben tenerse fósforos al alcance de ellos porque todo lo que ven en los mayores ellos también lo quieren hacer. —Así es,— dice doña Juana. —En casa que ya todos somos grandes siempre tenemos cuidado de que el quinqué esté en sitio bien seguro. Mire y cuando aquí llegan los sobrinitos de Felo lo primero que yo hago es poner las herramientas en un sitio que ellos no las puedan coger para jugar. —Bueno, doña Juana— dice Cándida —yo que vine a buscar café y una azúcar y creo que me ha cogido el mediodía en la tienda. —Bueno, pero después de todo yo creo que hoy sabes más que ayer. Y mucha falta que te hace a tí y a muchas madres jóvenes como tú saber estas cosas acerca de sus hijos. Como venga una aquí, yo siempre la aconsejo y le digo que vaya al centro médico y a las reuniones.


—Sí, yo pienso comenzar a ir desde la semana que viene que Mariíta mi hermana piensa venir a pasarse unos días con nosotros y puedo dejar el nene con ella. —Ah, mira Cándida, me dicen que hay en el barrio unos cuan­ tos niños que le están dando unos dolorcitos de barriga. Ten cui­ dado con el tuyo, no le des el agua sin hervir, eso es muy impor­ tante. A los niños de esa edad debe hervírseles siempre el agua que toman. Ya se estaba despidiendo Cándida de su buena vecina y con­ sejera cuando en la puerta se apareció Geño. —Muchacha, yo pensaba que te ibas a quedar aquí todo el día. —Hombre, me entretuve oyendo a doña Juana. Tú no sabes lo mucho que he aprendido hoy por la mañana con ella. ¿Y qué te pasó que llegaste tan temprano? —Pues que don Nicanor tuvo que salir para el pueblo y tuvi­ mos que suspender hasta que él traiga unas semillas que faltan. —Ah, yo creía que te habías venido porque estabas estrasijao. —No, pero por lo visto si no tengo que venir, sabe Dios a qué hora tu me hubieras llevao el pienso. —Bueno doña Juana hasta otra y gracias por sus consejos. Y Cándida, Geño y el nene se encaminaron para su casita. Por el camino ella le contó todo a su esposo y este aprobó después de todo el que su mujer se hubiera tardado en la tienda. —Mire u¿ted—se decía Cándida —no hay mal que por bien no venga. Vino bien el que hubiese amanecido sin café y azúcar. Creo que hoy sé más que ayer, pa poder criar saludable a ese mucha­ chito mío.


SERVICIO MEDICO

GRATIS PARA LA MADRE Y SU BEBÉ

En las Unidades de Salud Pública y en los Centros de Salud hay un servicio valioso de médico y enfermera para ja madre y el bebé. Este servicio es completamente gratis. Debemos aprovechar-


lo. Aprovechando ese servicio estamos contribuyendo a mantener nuestra buena salud y la de nuestros hijos. El Departamento de Salud está cumpliendo su deber al dar es­ te servicio. Pero nosotros no estaremos cumpliendo nuestro deber para con nosotros mismos si no aprovechamos ese servicio gratis. Nuestra salud y la de nuestros hijos es problema nuestro que tenemos que ayudar a resolver con nuestro propio esfuerzo. No desperdiciemos las oportunidades de hacerlo. Utilicemos todos los servicios médicos que se nos ofrecen gratis.

SERVICIO PARA EMBARAZADAS Este servicio gratis es para las mujeres que van a ser madres, no importa que sean primerizas o que hayan tenido muchos hijos. El servicio funciona con el nombre de “ Clínica Para Embarazadas” . Pero el nombre de “ Clínica” no quiere decir que usted tenga que hospitalizarse. Simplemente quiere decir que usted tendrá los si­ guientes servicios: 1— Examen físico general. 2— Exámenes de laboratorio lo cual incluye examen de la sangre, de la orina, de la excreta, etc. 3— Servicio de dentista, y explicación de cómo cuidar su dentadura. 4— Visitas a su hogar por la enfermera de Salud Pública. 5— Instrucciones personales de la enfermera en relación a: Dieta adecuada (qué debe usted comer durante el em­ barazo). Higiene personal (cómo mantener su cuerpo aseado y limpio durante el embarazo y por qué debe hacerlo así). Preparativos para el bebé (cosas que usted debe preparar para el parto y para uso del bebé, y por qué es importante que usted haga esos preparativos).



SERVICIO PARA BEBES El servicio para bebés funciona bajo el nombre de “Clínicas de Pediatría” . Lo de “clínica” ya usted sabe lo que quiere decir. Se refiere a servicios médicos y no a estadía en un hospital. Estos servicios se le dan a usted y a su bebé cuando usted visita la Unidad o el Centro de Salud. En cuanto a la palabra “ Pediatría” aunque suena muy rara quiere sencillamente decir “ciencia que trata sobre el cuidado de los niños”. De modo que cuando usted vea u oiga hablar de “Clínica de Pediatría” ya sabe que quiere decir “ Servi­ cio Médico para la atención de los bebés’ Este servicio gratis del Centro de Salud o de la Unidad de Salud Pública da atención es pecial al recién nacido y al estado de la madre recién parida. Us­ ted recibirá instrucciones y orientación de cómo cuidar al niño y de cómo mantener su salud y la de su hijo también.

¿cua'ndo

r ec ib e u s te d esos s e r vic io s ?

Es bueno que usted averigüe en la Unidad de Salud Pública de su pueblo o en el Centro de Salud de su barrio los días de la semana y las horas en que se dan esos servicios. A usted, si solicita esos servicios, le dirán día y hora en que debe ir. Así usted estará segura de que no pierde^, su viaje. Y así también ayudará usted al médico y a la enfermera a hacer planes que faciliten el trabajo de modo que el servicio pueda rendir para el mayor número de personas. No olvide esto. Tanto para el Servicio de Mujeres Embara­ zadas, como para el Servicio de Bebés, usted debe pedir en la Unidad o en el Centro, día y hora segura en que usted será aten­ dida. Así se ahorrará usted trastornos y facilitará la labor del mé­ dico y la enfermera.


Guanina, la Princesa India En viejos libros que hablan de historia de Puerto Rico se lee el episodio de la princesa india Guanina y del guerrero español Don Cristóbal de Sotomayor. Los españoles, que habían invadido la Isla, estaban en guerra con los caciques boriquenses. Guanina era hermana de uno de es­ tos caciques. Cristóbal de Sotomayor era jefe de una expedición de guerra español, que se abría paso por el interior de Borinquen. Cuenta la leyenda que Guanina y Sotomayor se amaron, por encima del odio y del rencor que separaba a los dos pueblos: ei español y el indio. Guanina supo que su hermano, el cacique, le preparaba una emboscada a los españoles. La princesa fue a avisarle a su amado del peligro que corría. Pero Sotomayor, soldado orgulloso, no hizo caso de la advertencia y continuó su avance. Guanina sabía que aquella temeridad iba a costarle la vida al hombre que amaba. Sabía también que ella era traidora a su pueblo por avisar al enemigo y que si los suyos la encontraban allí la matarían junto a los españoles. Sin embargo, no quiso separarse de Sotomayor. Esperó junto a él el ataque de los indios capitaneados por su hermano. La emboscada no se hizo esperar, tal como lo había previsto Guanina, la princesa india murió junto a su amado. Sólo un es­ pañol, el intérprete Juan González, se salvó de la matanza fin­ giéndose muerto. Fue él quien luego contó la historia que hoy leemos en viejos libros que hablan de nuestro pasado. Siglos después una niña puertorriqueña, María Josefa Rechani González, de 10 años, escribe un poema recordando aquel epi­ sodio histórico. He aquí el poema que habla de la princesa Guani­ na y del soldado Cristóbal de Sotomayor:


“ ¡Vienen ya los indios!” grita Juan González. ¡Era cierto, era verdad! Por senderos escabrosos Sotomayor corre ya. A indios y a castellanos Guanina triste contempla. ¡Cuántas lágrimas brotaron de aquellos ojos de pena! Cerca estaba su muerte, la de Sotomayor también. Mano india arrebató la vida del castellano caballeroso, cortés, y también muy buen soldado. Al amanecer, en el alba, el hermano de Guanina de la ensangrentada cima mandó a buscar a los muertos. ¡Cuál sería su sorpresa al ver que muerta yacía en los brazos de su amado la bellísima Guanina!


JUANITO VA A LA ESCUELA Juanito miró atrás. Aún divisaba la escuela entre los palos de flamboyán. En la puerta estaba Miss Sosa. Le había parecido muy buena. A él le dijeron: “a que la maestra te grita”. Y era seguro que lo pellizcaba. Sin embargo, ella se sonrió mucho con él y hasta lo acarició. Pensó en Juana. Lo estaría esperando a pique de la quebrada para pasarlo al otro lado. Miss Sosa y Juana se le parecieron mu­ cho. ‘‘Las dos se ríen igualito y los ojos son grandes y dulces” —pensó. Cuando él le dijo a Miss Sosa que la llamaba Juana, ella le había indicado que debía decirle mamá o mami. —‘‘Bueno, es lo mismo decirle Juana, así la llamaban toditos, ¿no?” Recordó los lápices que repartió la maestra. Eran rojos, ama­ rillos, verdes y azules. ¡Se hubiera quedado con todos! Qué lin­ dos eran! Vio un cundiamor en las matas de maya junto al caminito. Lo arráncó y comenzó a sacarle las pepitas. Le pareció oir a Juana: ‘‘Muchacho ¿No te he dicho milentás veces que no cojas los cundiamores?”— Se rió y botó la fruta entre la maleza. Miss Sosa le había mirado las uñas y el pelo. El las tenía limpias y sin piojos el pelo. Juana le había estregado por la mañana hasta que las ore­ jas le dolieron y se le pusieron calientes. ¡Ja, Ja! El siempre pensaba que le iban a arrancar el canto.


El muchacho aquel bojotú no había querido darle el lápiz. Y por eso peleó. —“¿Por qué no puedo coger tos los lápices que quiera? —pensaba— ¡Que busquen más pa los otros!” Había estado todita la mañana en la escuela. Debían ser ya las doce y media. Miró el sol en lo alto del cielo. Sintió hambre. —“ No le he echao ná al estógamo. Si hubiera sío en casa habría pellizcao del bacalao y de las fritas.”— Aligeró el paso y luego corrió por el caminito.

De súbito oyó el trinar de un ruiseñor. Se detuvo y miró hacia lo alto de un palo de tamarindo. Eras de varios segundos lo vio entre las hojas. Era grande y el pecho estaba llenito y las plumas le parecieron suavecitas y brillosas. ¡Si pudiera saber dónde tenía el nido! A lo mejor encontraba pichones emplumando. —“Tendré que dejarlos allí hasta que crezcan. Escupiré el


nido, después que toque los pájaros. Así no se irán con la mai a otro sitio.” ¿Estaría bien Juana? ¿Y si le daba un dolor mientras él estaba en la escuela? Se sentó en una piedra. Los zapatos le apretaban como demonios. “ ¡Coontra! ¿Por qué usar zapatos para ir a la es­ cuela? Papá trabaja tan lejos. Apuesto que la central está como a una hora de andar largo y tendió.” Vio una piedra color rosa. La recogió y la puso en un bolsillo. Con aquella ya eran como m il. . . bueno, por lo menos eran muchas. Se echó los zapatos sobre el hombro y siguió caminando. Al bajar la cuesta vio a Juana junto a la quebrada. Corrió rápida­ mente. Al llegar junto a ella la besó y la abrazó. —Bendición. Juana. —Dios te favorezca. ¿Te gustó la escuela? —Pues te voy a decir. En algunas cosas sí y en otras no. Tú me hiciste mucha falta. Y la maestra se llama Miss Sosa ¡y es más linda! Y me miró las uñas y las orejas. Hay muchos muchachos y uno es tan grande como tú. Y Miss Sosa nos dijo que —Muchacho una cosa a la vez —interrumpió Juana mien­ tras subían la jalda. —¿No comiste en el comedor escolar? —No—repuso Juanito, —quería venirme enseguida pa casa —¡Entonces debes estar estrasijao! —Tengo las tripas pegás. La Miss nos dijo que hay que comer mucho pa que uno crezca ligero. Ah y nos dijo que lo primero que íbamos a aprender era a escribir. —¿Y no te regañó, Ito? ¿No me oyes?— volvió a interrogar Juana, al ver que Juanito miraba hacia otro lado. —Bueno, pues una vez pero no fue casi ná, ¿sabes? Un muchacho y yo por poco pegamos a las trompás. —¿Y por qué? —Porque yo quería dos lápices de los que dieron, uno colorao y otro amarillo Bueno, yo los quería toítos y Miss Sosa me regañó. —Y con razón. Pero mira, mijo, ¿no ves que en la escuela tienes que dividir las cosas con los demás muchachos? No es como


aquí, que todito es de nosotros. Y tú a lo mejor te sentiste muy importante y creiste que tó iba a ser para tí. Arrecuérdate que los otros muchachos se sentirían igual. De ahora pa-lante tienes que recordarte de eso. Que hay mucha gente en el mundo y que tenemos que vivir en paz con tos nuestros prójimos. Tú vas a nece­ sitar de los demás asina mismo como ellos necesitarán de tí ¿sabes? Juanito no respondió. Se acercó al pequeño que lloraba sobre el petate y con un paño le limpió los mocos. Luego volviendo la cabeza dijo a Juana: —Pues entonces la escuela no me va a gustar mucho. ¿Pá qué me mandas allá entonces? ¿Pa tenel que aguántale a los otros? —Te mando a la escuela para que estudies y llegues a ser un hombre de provecho. Un día tú serás el sostén de Juana, cuando yo sea más vieja y más arrugá que una pasita. Juanito miró por la ventana. Pensó en la escuela. ¿Cómo seguirían las cosas en la escuela después? Si aquel bojote le de­ cía algo . . . “ Pues me hago el enfermo . . . No, no voy ná a la es­ cuela” —pensó. Un montón de ideas se le metieron en la mente. Ya sabría él qué hacer. —“ ¡Córcholis!” —dijo para sí mientras buscaba con la vista un gorrión que oía cantar—. “Si me ajoran mucho formo un pataleo grande.” Se imaginó la correa del padre cayendo ya sobre él. —“ Pues si no quiero, ni con la correa me van a hacer ir.” Recordó a Miss Sosa. —“ A pesar que la Miss es buena” .


Se sintió confundido y no supo qué pensar, y quedó jun­ to a la ventana repitiéndose la misma pregunta una y otra vez: “¿Qué va a pasar?’’ “¿Qué va a pasar?” Y miraba por la venta­ na como si viera por vez primera un mundo nuevo. ¿Qué mun­ do era ese donde ya él no iba a ser el único, el importante? El gorrión seguía cantando, pero ya Juanito no le prestaba atención. El hijo de Juana empezaba de pronto a tener otras preo­ cupaciones.


EL RONDO, O JUEGO DEL HERMANO BARTOLO Este juego, que divierte lo mismo a niños o niñas, a chi­ cos o adultos, sólo necesita para jugarlo, de una varita y de un grupo dispuesto a pasar un buen rato

El grupo de jugadores se divide del siguiente modo. Un jugador, el “que sirve”, se coloca en el medio. Los demás, o el coro, se colocan en rueda alrededor del primero. Para elegir al “que sirve” se puede echar a la suerte cantando el “tin, marín,


de los tingüé” o con “la piedra en la mano” . Esto no es necesa­ rio si alguien, voluntariamente, se presta a “servir”, o sea, a que­ darse en el medio de la rueda. El que se queda en medio de la rueda es el “ Mano Barto­ lo”. Los que forman la rueda alrededor componen el “Coro” . Al­ guien del Coro tiene una varita que va pasando por detrás al compañero de la izquierda o de la derecha. La varita debe pasar de mano en mano de modo que el Mano Bartolo no se dé cuen­ ta quién es el que tiene la varita. Si Mano Bartolo adivina quién tiene la varita entonces el que ha sido descubierto pasa a ser Mano Bartolo, en el centro de la rueda, y éste pasa a ocu­ par el lugar del otro en el Coro. Para empezar el juego el Coro, mientras pasa la varita, canta “ Mano Bartolo” . Mano Bartolo contesta: “ Bartolo, hermanos” . El Coro pregunta entonces: “Adivinadme, ¿quién tiene el foete en la mano?” Esto lo seguirán repitiendo durante todo el juego el Ma­ no Bartolo y el Coro. Mientras tanto el Mano Bartolo irá re­ corriendo la rueda para ver quién esconde la varita. Los del Co­ ro le dan el frente al Mano Bartolo y se pasan la varita por detrás. El Mano Bartolo no podrá salir de la rueda para bus­ car la varita. Estará siempre dentro del círculo o rueda de com­ pañeros de juego. Este juego es una lucha entre la agudeza del Mano Bartolo para saber quién tiene la varita y la ligereza del Coro para pasar la varita de mano en mano sin que los descubra el Mano Bartolo.


SU HIJO LISIADO PUEDE SER COMO LOS DEMAS

¿Sabe usted lo que es un niño lisiado? Es un niño con algiin defecto físico. Este defecto puede haber sido de nacimiento.


Puede haber sido causado por un accidente o por una enferme­ dad. Puede ser un defecto que afea al niño, como un ojo bizco o como un labio partido. Puede ser un defecto más grave como el paladar abierto, una deformidad en la espalda, en una pierna, en un brazo. Como quiera que sea, un niño lisiado es casi siempre un niño desgraciado. Porque no se siente normal como los de­ más. O, porque, en ocasiones, personas crueles pueden burlarse de su defecto. O, porque el defecto, quizás, impida que estudie o que trabaje en competencia con otros que no tienen defectos físicos y triunfaron en la vida. Y llegaron a ser famosos. Pero para ello se necesita una fuerza de voluntad enorme. Y no todos los seres humanos tenemos esa fuerza de voluntad heroicá. Esa fuerza pa­ ra vencer la timidez que se desarrolla cuando alguna deformidad física parece hacernos “distintos” a los demás. La ciencia, sin embargo, ha venido en ayuda de los lisiados. Hoy día se curan defectos físicos de un modo que años atrás pa­ recería casi milagroso. Y esos adelantos de la ciencia están a dis­ posición de su hijo, de su nieto, de su sobrino; del hijo de su veci­ no. Veamos cómo. El Negociado de la División de Salud Pública de Puerto Rico tiene un servicio gratis que se conoce con el nombre de SERVICIO PARA NIÑOS LISIADOS. Este servicio se encarga de dar aten­ ción médica muy especializada a los niños cuyos defectos físicos pueden curarse. Y se extiende en ocasiones hasta personas que no pásen de los 21 años. Ya centenares de niños lisiados puertorrique­ ños se han convertido en niños normales y felices. Si su hijo o su sobrino, o el hijo de su vecino es un niño lisiado (bizco, cojo, labio partido, paladar abierto, joroba, brazo torcido, etc. etc.) he aquí lo que debe usted hacer: Vaya a la Unidad de Salud Pública o al Centro de Salud más cercano. Hable con la enfermera sobre el caso de su niño. Dígale que le dé oportunidad de que el médico vea al niño y examine su defecto físico. Ella le dirá cuándo el médico puede verlo.


El médico del Centro o de la Unidad examinará al niño y se encargará de enviarlo al sitio donde un especialista decidirá si su defecto puede o no arreglarse. Si el defecto es curable usted pue­ de estar seguro que su hijo será atendido como es debido sin costo alguno por el servicio. Un defecto físico puede tratarse de distintos modos, de acuer­ do a cada caso y al tipo de defecto que sea. Puede curarse por medio de un largo tratamiento. Puede curarse por medio de aparatos que el niño deberá usar por algún tiempo. Puede curarse por medio de una operación, o de varias operaciones. Puede curarse por medio de ejercicios especiales. El tratamiento depende de cada caso. Puede ser un tratamiento largo. Puede ser una operación rápida. Un ojo bizco, por ejemplo, puede arreglarse con una pequeña operación. Lo mismo sucede con un labio partido. Otros defectos, en cambio, requieren un tratamiento largo. Sea largo o corto el tratamiento, si el especialista garantiza que



su hijo lisiado puede curarse, usted debe tener fe y hacer todo lo que se le indique. La única forma de ayudar a los médicos es que usted y el niño sigan las indicaciones para la curación al pie de la letra. Aproveche este servicio. Su hijo lisiado puede ser como los demás niños del barrio. Ayúdelo hoy a ser un niño sin defecto. Lo estará así ayudando a ser mañana un hombre feliz.

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LA EQUIVOCACIÓN DE DON PEPE

Don Pepe miró severamente a su hijo frente a sí. El niño, los ojos fijos en el suelo, movía nerviosamente entre sus dedos una gorra verde. Tendría a lo sumo doce años. Era delgado, pero fuerte. Tenía la frente ancha, el cabello lacio y negro, y las orejas grandes y aplanadas. —Mire, le he dicho y repetido que no quiero se meta al cercao de las vacas con todita esa pandilla de piojos. —Pero —No interrumpa, so malcriao. Ya los muchachos no respetan las canas. ¡Si hubiera sido en mis tiempos! Como le iba diciendo no quiero verlo allí. ¿M entiende? Ya estoy cansado de tanto rega­ ñarlo. Siempre está metido en enredos. Si no es una cosa es la otra. La próxima vez que vuelva a hacerlo le voy a pegar fuego a los pies. ¿Oyó? Ahora, vaya a darle agua a las gallinas.


El muchachito se alejó cabizbajo y lentamente. Don Pepe lo vio salir y pensó: —“ ¡Qué tiempos, señor! Ya no hay respeto. No hay ná.”— —Pepe. ¡Pepeeeeeee .!— llamó una voz de mujer desde el patio. Don Pepe se levantó del sillón y salió afuera. En el patio estaba doña Remedios, su esposa. Era una mujer bajita y gruesa de rostro redondo y arrugas profusas en la frente. El cabello canoso lo llevaba cogido en un gran moño. —Pepe— dijo doña Remedios al verlo salir —¿qué le pasa a Felo que ha salido llorando? —Lo de siempre. Lo regañé por meterse al cercao de las vacas desobedeciendo mis órdenes. —¡Bendito! El pobre parecía una Magdalena. —¿El pobre?— exclamó Don Pepe —para eso sí sirve, para hacerse el santo. Se cree que con llorar puede arreglarlo todo. Pero recuerde que usted misma decía que palo que crece doblao, es difícil de enderezar. Y aquí tiene que comportarse bien o le doy una paliza que va a estar una semana acostao. —Pepe, es que los muchachos siempre están haciendo algo pa­ ra divertirse. El doctor de la unidad dice que los niños tienen mu­ cha energía y necesitan gastarla. —Pues que la gaste trabajando. Aquí en la finca hay trabajo para quitarle todita la energía que tenga— repuso Don Pepe en­ cendiendo un cigarro. —Bueno, allá tú con tus ideas. Recuérdate que tienes que ir a la tienda a hacer la compra. No te olvides del almidón y del ja­ bón, que la vez pasada se te olvidaron. —Está bien, mujer. Esta vez no se me olvidará—contestó Don Pepe mientras se dirigía hacia el portón. —¿Quieres todavía la maquinita de coser que te vendía la comay Antonia? —Pepe— repuso doña Remedios llena de alegría. —¿Te recor­ dabas todavía? —¿Cómo se me iba a olvidar? Y menos hoy que cumplimos veinte años de estar enyuntaos— repuso Don Pepe sonriéndose. —Bueno, la quieres, ¿sí o no?


—Tú sabes que sí la quiero, Pepe Rodríguez. Y dímele a la comay que el sábado le mando el tapetito que le tejí—repuso doña Remedios mientras recogía la ropa. Don Pepe miró amorosamente a su esposa por unos instantes. Luego se arregló el sombrero y se puso en camino a la tienda. La tarde había transcurrido lentamente. El sol estaba oculto tras nubes negras que cubrían todo el cielo. Las gallinas se metie­ ron en los corrales al igual que los patos, los gansos y los tres cerdos. La tranquilidad era sólo interrumpida por el silbar del ventarrón contra los árboles cercanos. Don Pepe dormitaba en el sillón, en el balcón de la casa. De súbito, gritos lejanos rompieron el silencio. Don Pepe se puso de pie y escudriñó el cercao de las vacas. De allí vio yin grupo de personas que corría hacia la casa. Al acercarse, vio que traían un niño en brazos. Presagiando una desgracia avanzó hacia ellos. —Don Pepe— gritó uno de los hombres —este muchacho está herido.


—¿Cómo fue? —Tres muchachos se metieron al cercao de las vacas. Estaban jugando “libre” y uno de ellos, éste, se acercó demasiado a uno de los toritos que trajimos ayer y lo corneó. Don Pepe se aproximó al muchacho exánime en brazos del hombre. —jPero si es el muchacho del coinpay Marcelino! ¿Y los otros dos quiénes son? —No sabemos, nadie los vio de cerca. Cuando llegamos allá con los gritos de éste, los otros se habían ido. —Bien, monten a éste en la carreta y llévenlo al pueblo a curar. Y avísenle al compay. No creo sea peligrosa la herida—ter­ minó observando el muslo ensangrentado del niño. —Búscame a Felo —añadió dirigiéndose a otro de los peones. MieTntras el grupo se disolvía don Pepe se dirigió a la casa. Ya en el balcón, comenzó a pasearse rápidamente. Pasados algu­ nos instantes, Felo subió las escaleras y se detuvo junto a la puerta del balcón. La palidez de su rostro denotaba una gran nerviosidad. —¿Me mandó a buscar? —Sí. —Don Pepe se detuvo y miró severamente a su hijo. —¿Qué sucedió en el cercado de las vacas? —Yo no —tartamudeó Felo. —¿Ya va a mentirme? Yo le voy a decir lo que pasó. Us­ ted volvió a meterse en el corral de las vacascon otros dos. Y ahora no tiene ni siquiera el valor de decirle la verdad a su pa­ dre, ¿ah? Felo permanecía con los ojos fijos en el suelo, mientras las lágrimas rodaban por sus sucias mejillas. Doña Remedios, que ha­ bía aparecido en la puerta, miraba fijamente la escena, pero sin hablar. Ella nunca intervenía cuando don Pepe regañaba al hijo. —Pero esta vez no hay mentiras, ni lágrimas que lo salven. Ahora mismito usted se vaa buscar una bolsa de maíz. ¡Ligero! Felo, lloriqueando fue a buscar el maíz. Al volver con él, el padre lo tomó bruscamente del brazo y lo condujo a uno de los cuartos cercanos al balcón. Allí, regó el maíz muy tupido sobre el piso.


—Ahí se arrodillará usted hasta que decida decirme la ver­ dad. Aunque se muera por terco— amenazó don Pepe mientras cerraba la puerta. Doña Remedios se había sentado a coser en su nueva má­ quina y al pasar Don Pepe le dijo: —¡Pepe! Ese castigo es muy duro para el muchachito. —Remedios, la disciplina del muchacho es cosa mía y de ahí no saldrá mientras no diga la verdad. Doña Remedios suspiró con pena. Ella hubiera querido po­ der dar a Felo más cariño, pero el carácter de don Pepe interve­ nía. Y sintiendo la soledad que rodeaba a su hijito, lloró queda y amargamente sobre la máquina de coser que le había regalado su esposo. Las luces del balcón no alcanzaban a borrar las sombras quince pasos más ajlá de la casa. Sentado en un sillón, don Pepe mascaba tabaco, fijo el pensamiento en Felo y su silencio. Habían transcurrido seis horas desde que lo castigara y no lo había oído llamar. El ruido de un caballo al acercarse lo sacó de su profundo pensar. Afuera, se aproximaba un jinete. Lo reconoció ensegui­ da. Era el compay Marcelino. —Buenas noches, compay Pepe.


—Buenas, buenas. ¿Y qué lo trae por acá? —Pues vine a hablarle del caso del muchacho de esta tarderepuso Marcelino mientras desmontaba y se acercaba. —Entre y siéntese aquí. —Pues sí, como le iba diciendo, el hijo mío me contó lo que pasó, después que el doctor me lo vio y dijo que la herida sanaría bien pronto. El muchacho dice que siente lo que ha pasado. Pare­ ce que el hijo suyo le dijo que no lo hiciera, que usted lo había prohibido. Pero el muchacho siempre se metió con Rafulo, el hijo del compay Juancho y otro muchachito que se llama Toño. —¿El hijo mío le dijo que no lo hiciera?— preguntó don Pe­ pe incrédulo. —Sí. . . si fue el mío que desobedeciendo, se metió al cercao. Yo debía haberlo regañao. Pero no lo hice, ¡qué quiere usted! Mientras el mundo sea mundo los muchachos van a hacer tra­ vesuras, ¿no es verdad? Don Pepe se sintió mal. Miró a Marcelino y luego ponién­ dose de pie: —Perdóneme compay, vengo seguido. Se dirigió al cuarto donde estaba Felo y abrió la puerta. En la penumbra de la habitación lo vio postrado en el suelo con la cabeza casi a ras del piso. —Felo. ¡Felo! Ven acá. El muchachito se puso de pie trabajosamente y se acercó a él: —Hijo, ¿por qué no me lo dijiste? —¿El qué papá? —Tú sabes tú sabes —repuso con voz trémula don Pepe. —Pues. . . Nole. . . quería meterse al cercao. . . —Sí sí ya yo sé todita la historia, ¿pero por qué dejaste que yo te castigara a ti? —Pues porque ya Nole estaba todito estrasijao to corneao. Y trás eso le hubieran dao una pela. Y además usté no me dejó hablar usted nunca me deja explicar.


Don Pepe no le dejó terminar. Tomándole entre los brazos, lo estrechó contra el pecho. Durante largo rato, lo mantuvo con­ tra sí. Ni una palabra se cruzó entre ambos. Pasados varios mi­ nutos tomó a Felo de la mano y salió a la sala. Doña Remedios mi­ ró a su marido sin proferir palabra, pero con la mirada llena de reconvenciones. Al fin llamó al niño y acariciándolo salió de la habitación. Don Pepe se pasó el dorso de la mano por los ojos y murmuró: —Pues sí señor. Miren qué cosas. Ese muchacho tiene más enjundia que yo mismo. Y a más tiene razón. Nunca lo he dejao explicarse. ¡Caray, qué equivocao yo estaba! —y se detuvo en la puerta para secarse las lágrimas que no quería viese Marcelino.


TARDE DE MAYO (Canción vieja) Una Larde fresquita de mayo cogí mi caballo y me fui a pasear por la senda donde mi morena, gentil y risueña solía pasar.

Yo la vi que cogía una rosa, yo la vi que cortaba un clavel, yo le dije: —“Jardinera hermosa, ¿me das una rosa del rico vergel?”

Y la niña me dijo al instante: —“Cuantas quiera usted yo le daré, si me jura que nunca ha tenido flores en la mano de otra mujer.”

—“Se lo juro por mi amor constante se lo juro y se lo jur»**'' que son ésta* 1 que cojo tu .uno de una. mujer.”

ADIVINANZA Mientras más cerca, más lejos y mientras más lejos, más cerca. (opE3J33 1 3 )


ESQUIMALES En las desoladas y frías regiones canadienses, cerca del Arti­ co, vive una tribu de esquimales que se dedica a la caza y la pesca. Esta tribu tiene un nombre que para nosotros resulta rarísimo. Tan raro que no podríamos ni pronunciarlo. Pero los sentimien­ tos de esa gente que vive tan lejos sí podemos entenderlos. El caso es que los padres esquimales de esa tribu nunca les pegan a sus hijos. Los niños gozan de entera libertad y hacen buen uso de esa libertad en que viven. Cuando se le pregunta a un padre esquimal por qué no le pega a su hijo, contesta: —¿Quién que no sea un loco levantaría la mano contra la sangre de su sangre? Y otro padre, refiriéndose a lo mismo, explica: —¿Quién que no sea un loco se rebajaría hasta golpear con sus fuerzas de hombre a un débil niño? Lejos, muy lejos de nosotros, cerca del Polo Norte, viven esos padres esquimales que nunca les pegan a sus hijos. Nosotros no entenderemos su lenguaje y nos parecerán raros sus nombres. ¡Pe­ ro qué bien entendemos sus sentimientos!



Las Fiestas de la Cruz son una antigua tradición puertorri­ queña. De origen español, fueron, sin embargo, incorporadas con carácter propio a nuestra cultura campesina. Se trata en parte de una celebración religiosa. Pero hay también en las Fiestas de Cruz un canto de alegría a la primavera, al mes de mayo, mes de las flores. Se canta en coplas típicas no sólo el sacrificio del Reden­ tor en la Cruz sino también el símbolo de la maternidad en Ma­ ría y la fertilidad de la tierra, generosa en sus frutos en esta épo­ ca del año. Todos los pueblos y naciones de antigua cultura tienen cele­ braciones parecidas a la llegada de mayo, es decir, a la llegada de la primavera. En Puerto Rico esta celebración popular tiene hon­ das raíces religiosas. Acompañado de instrumentos musicales típi­ cos el coro de celebrantes canta coplas viejas o nuevas, surgidas to­ das de la inspiración popular. Fie aquí algunos de los cantos de Las Fiestas de Cruz puertorriqueñas:


Alabacio sea mil veces El santísimo madero De la Cruz en quien oró Jesús, el remedio nuestro. Y la Sagrada Pasión, Del Redentor tan supremo, Que siendo Dios se humanó Para redimir su pueblo. Bendito sean los dolores De la Reina de los Cielos, Que como piadosa madre Le acompaña en sus tormentos. Bendito era San José Electo por Dio? Eterno. Para padre y nativo Hijo del Divino Verbo. Bendito sea San Miguel Y los ángeles caudillos Que arrojó a Lucifer Al profundo del abismo. Amén, olivo precioso Amén, escogido cedro Amén, encumbrada Palma, Ciprés de la Iglesia excelso. Amén, árbol que das vida Amén, hasta que en el cielo Por toda la eternidad Tus alabanzas cantemos.


Así sea por los siglps y de los siglos eternos Para sí y para siempre Tu Santa Cruz, adoremos. -IIDulcísima Virgen Del Cielo delicias La flor que te ofrezco Recibe propicia.

Propenso a tu oído Mis voces atienda, Y admita cual madre Tu seno mi ofrenda. Tu rostro apacible Mi vista descubra Y en tanto dichosa Tu manto me cubra. —III—

Los valles se alegran Benéfico rayo Del sol que engalana Las flores de Mayo.

¡Oh! Mayo, mes venturoso Cantemos tus alabanzas El que te admira, te alcanza Como iris delicioso.

Risueñas se abren El cáliz asoman Y esparcen en torno Balsámico aroma.

Mes florido y placentero De delicias y primores Festivo mes de las flores De esperanzas mensajero.

Jazmín, azucenas, Claveles galanos, De ofrendas servimos, Venid a mis manos.

Mes de encantos y placeres De amores y alegrías, Flores de bellos vergeles Se. reúnen a porfía.

El Alma, Señora Yo pobre aunque soy Con todas mis ansias Rendida te doy.

Aves con alegres trinos Entonan sus canturrias En la bóveda más fría En los valles y en los ríos.

Mi afecto sencillo Recibe amoroso El solio esplendente Nos mira piadoso.

Los jardines primorosos Surgen en florido Mayo Flores en su hermoso tallo Y sus colores preciosos.



liste es otro libro para usted, su familia y sus amigos. Esperamos que su contenido sea de utilidad en una u otra forma a usted y a los suyos. 1 rate de compartir su lectura con sus familiares. Y si a sus manos llega más de un ejemplar tenga la bondad de regalarle uno a su vecino, a su pariente, o a su amigo. Este libro ha sido publicado por la División de Educación de la Co­ munidad.

Director de Publicaciones: René Marqués Escritores: Silas Ortiz Valentín José Luis Vivas Enrique Sánchez Cappa René Marqués

Dibujaron y diseñaron: Lorenzo Homar Rafael Tu fino José Meléndez Contreras Juan Díaz Francisco Palacios Félix Bonilla

Diseñó la portada: José Meléndez Contreras


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