Gaceta Juan Pablo

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Visita a Picasso (O del fin del arte)

“Hace muchos años compré en París seis cuadros de Picasso, no porque me gustaran, sino porque estaban de moda y podían servirme para hacer regalos a las señoras que me invitaban a comer. Pero ahora, encontrándome solo en la Costa Azul y no sabiendo cómo pasar los días, se me ha ocurrido ver personalmente al autor de aquellas pinturas.” Antibes, 19 de febrero Vive cerca de aquí, en una villa junto al mar, con su joven císima y florida esposa. Picasso, según creo, tiene sesenta y cinco o sesenta y seis años, pero es de buena sangre, fuerte y bien formado, de buen color y de excelente humor. Hemos hablado, al principio, de algunos conocidos comunes, pero enseguida el tema se ha circunscrito a la pintura. Pablo Picasso no es solamente un feliz artista, sino también un hombre inteligente, que no le importa sonreírse, a su debido tiempo y lugar, de las teorías de sus admiradores. —Usted no es un crítico, ni un esteta —me ha dicho—, y, por tanto, con usted puedo hablar libremente. De joven, como todos los jóvenes, yo tuve la religión del arte, del gran arte. Pero más adelante, con el paso de los años, me di cuenta de que el arte, tal como fue entendido hasta el siglo xix inclusive, ya está concluido, moribundo, condenado, y que la llamada “actividad artística”, con su misma abundancia, no es sino la multiforme manifestación de su agonía. Los hombres van desaficionándose cada vez más de la pintura, escultura y poesía, a pesar de las apariencias contrarias. Los hombres de hoy han puesto su atención y su calor en cosas completamente distintas: las máquinas, los descubrimientos científicos, las riquezas, el do- minio de las fuerzas naturales y de todos los países del orbe. Ya no sienten el arte como una necesidad vital, como una necesidad espiritual, tal como sucedía en otros siglos. Muchos conti- núan actuando como artistas y ocupándose del arte, pero por razones que tiene poco que ver con el arte verdadero, es decir, por espíritu de imitación, por nostalgia de la tradición, por la fuerza de la inercia, por amora la ostentación, al lujo, a la curiosidad intelectual, por moda o por cálculo. Viven aún, por hábito o por snobismo, en un reciente pasado, pero la inmensa mayoría, tanto alta como baja, no siente una sincera y cálida pasión por el arte, al que considera, todo lo más, como una expansión, una distracción o un ornato. Poco a poco, las nuevas generaciones, enamoradas de la mecánica y de los deportes, más sinceras, más cínicas y más brutales, abandonarán el arte en los museos o en las bibliotecas, como incomprensibles res- tos del pasado. ¿Qué puede hacer un artista que ha visto claro este fin próximo, como me sucede a mí? Será demasiado duro cambiar de oficio y, además, peligroso desde el punto de vista alimenticio. Para él solamente hay dos caminos: tratar de divertirse y procurar ganar más dinero.

Desde el momento en que el arte no es ya el manjar que nutre a los mejores, el artista puede desahogarse a placer en toda tentativa de fórmulas nuevas, en todos los caprichos de la fantasía, y en todos los recursos del charlatanismo intelectual. El pueblo ya no busca en el arte consuelo y exaltación; pero los refinados, los ricos, los ociosos, los alambicadores de quintaesencias, buscan lo nuevo, lo extraño, lo original, lo extravagante, lo escandaloso. Y yo, a partir del cubismo, he contestado a esos señores y a esos críticos con todas las variables singula-ridades que se me han venido a la cabeza, y cuanto menos las han comprendido, más las han admirado. A fuerza de divertir- me con estos juegos, con estos funambulismos, con rompeca- bezas y arabescos, he llegado a ser célebre rápidamente. Y la celebridad, para un pintor, significa ventas, ganancias, fortuna, riqueza. Y ahora, como usted sabe, soy célebre, soy rico. Pero cuando estoy solo, conmigo mismo, no tengo el valor de con- siderarme un artista en el sentido grande y antiguo de la palabra. Verdaderos pintores fueron Giotto y Tiziano, Rembrandt y Goya; yo soy solamente un amuseur public que ha compren- dido su época y ha aprovechado, lo mejor que ha sabido, su imbecilidad, la vanidad y la ambición de sus contemporáneos. Es una amarga confesión la mía, más dolorosa de lo que pueda parecerle, pero tiene el mérito de ser sincera. Et après ça —ha concluido Picasso—, allons boire. La conversación no ha terminado aquí, pero no tengo la paciencia necesaria para consignar las paradojas sin prejuicios que salieron de los labios del viejo pintor.1 1 Esta fantasía dio lugar a una anécdota muy significativa: las agencias de noticias dieron por auténticas las declaraciones de Picasso, y como si fueran de él aparecieron en toda la prensa nacional. (N. del T.)

* Giovanni Papini, “El libro negro”, en Obras (Tomo I), Aguilar, Madrid, 1959.


El milagro de

Lascaux Georges Bataille El nacimiento del arte

La caverna de Lascaux, en el valle del Vézère, a dos kilómetros del pequeño poblado de Montignac, no es sólo la más hermosa y más rica caverna de pinturas rupestres; es también, en su origen, el primer signo sensible que nos haya sido legado por el hombre y el arte. Antes del Paleolítico superior, no puede afirmarse que se trate del hombre. El ser que ocupaba las cavernas era en algún sentido semejante al hombre; ese ser en cualquier caso trabaja- ba, poseía lo que la prehistoria denominaba una industria, talleres donde se trabajaba la piedra. Pero jamás produjo una “obra de arte”. No habría sabido cómo hacerla y, por otra parte, en apariencia, tampoco sintió el deseo de hacerla. La caverna de Lascaux, que sin duda data si no de los primeros tiempos al menos sí de la primera parte de lo que la prehistoria deno- mina el Paleolítico superior, se sitúa en dichas condiciones en los albores de la humanidad (realizada). Toda génesis supone aquello que la precede, y si en algún punto el día nace de la noche, la luz que proviene de Lascaux pertenece a la aurora de la especie humana. Es con certeza y por primera vez del “hom- bre de Lascaux” que decir que, habiendo producido una obra de arte, nos asemejaba y que, con toda evidencia, era nuestro semejante. Fácil sería afirmar que sólo lo fue de modo imper- fecto. Le faltaban muchos elementos —aunque de seguro estos elementos no tenían el alcance que hoy les damos: debemos, antes bien, subrayar el hecho, que su obra testimonia, al menos una virtud decisiva, la virtud creadora, que hoy ya no es por el contrario necesaria. A nuestro pesar, hemos añadido muy poca cosa a los bienes que nuestros inmediatos predecesores nos han dejado: nada justifica así de nuestra parte el sentimiento de ser más grandes de lo que ellos fueron. El “hombre de Lascaux” creó de la nada este mundo del arte, en donde comienza la comunicación de los espíritus. El “hombre de Lascaux” incluso comunica con la lejana posteridad que la actual humanidad es hoy para él. Nuestra humanidad, por un azaroso descubrimiento que data de ayer, ha legado dichas pinturas que no fueron alteradas por la interminable duración del tiempo.

Este mensaje sin ningún otro equivalente, nos llama al recogimiento de todo ser. En Lascaux, en lo profundo de la tierra, aquello que nos pierde y nos transfigura es la visión de lo absoluto lejano. Dicho mensaje está además acrecentado por una extrañeza inhumana. Vemos en Lascaux una especie de ronda, de cabalgata animal, proseguida a lo largo de las pare- des. Pero dicha animalidad es para nosotros el primer signo, el signo ciego, y por esto mismo el signo tangible de nuestra pre- sencia en el universo.

Lascaux y el sentido de la obra de arte Hemos encontrado las huellas de la multitud de seres humanos, todavía rudimentarios, anteriores a los tiempos en que se formó esa ronda de animales. Pero son en primer lugar las huellas de los cuerpos que, materialmente, fueron seres vecinos nuestros: sus osamentas, si han llegado hasta nosotros, nos co- munican formas disecadas. Varios milenios antes de Lascaux (cinco mil años sin duda), estos industriosos bípedos comenzaron a poblar la tierra. Fuera de sus huesos fosilizados, sólo poseemos algunos utensilios que nos dejaron. Estos utensilios prueban la inteligencia de los antiguos hombres, pero dicha inteligencia, todavía grosera, se relaciona tan sólo con objetos que son los “puñetazos”, las esquirlas o las pequeñas puntas de sílex que utilizaban; la inteligencia se relaciona con estos objetos, o con la actividad objetiva que perseguían de esta forma... Jamás distinguiremos antes de Lascaux el reflejo de esta vida interior, de la que el arte y sólo el arte puede asumir la co- municación, y del que es, en su fulgor, si no su imperecedera expresión (esas pinturas y las reproducciones que hacemos no tendrán una duración indefinida), al menos la supervivencia durable. Sin duda, parecerá apresurado atribuir al arte este valor decisivo, inconmensurable. ¿Pero dicho alcance del arte no es acaso más apreciable en su nacimiento?


Ninguna diferencia es más taxativa: enfrenta la actividad utilitaria, la inútil figuración de sus líneas que seducen, que nacen de la emoción y se dirigen a ella. Volveremos más adelante sobre las explicaciones utilitarias que pueden darse. Debemos primero marcar una oposición fundamental: por un lado son claras las razones materiales aparentes; la búsqueda desinteresada se presta, al contrario, a la hipótesis... Pero si se trata de la obra de arte debemos inicialmente rechazar la discusión. Si entramos en la caverna de Lascaux nos oprime un fuerte sentimiento que difícilmente experimentamos cuando miramos las vitrinas en las que se ex- ponen los primeros restos humanos fosilizados o sus utensilios de piedra. Es el mismo sentimiento de presencia de clara y ardiente presencia que sólo nos dan las obras maestras de todos los tiempos. Aunque no parezca, es también a la amistad, a la suavidad de la amistad, que está dirigida la belleza de las obras humanas. ¿Acaso no amamos la belleza? ¿La amistad no es también la pasión, el interrogante siempre recomenzado cuya belleza es la única respuesta? Esto, que marca mucho más seriamente de lo imaginado la esencia de la obra de arte (que toca al corazón, no al interés), debe ser afirmado con insistencia a propósito de Lascaux, por el hecho de que esta caverna se encuentre en primer lugar en nuestras antípodas.

* Georges Bataille, Lascaux o el nacimiento del arte, Alción Editora, Argentina, 2003.




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