![](https://assets.isu.pub/document-structure/211017151210-1e7dc1e4e568024161baaf53a785d92c/v1/e5fa23804c36eb53b3313e29e0eebe62.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
5 minute read
Yendo
Texto y foto: Eillen Daniela Martínez Becaria Fullbright
(ESPECIAL PARA REVISTA ÁGORA).
Advertisement
MIRADOR DE PAMPLONA
Es una noche en septiembre. La única luz es la que se derrama por la puerta principal de este hogar hacia afuera en la calle inclinada, esta entrada oscura a Pamplona. La única briza conjurada por las tractomulas que pasan acelerando en una corriente caótica. La fluorescencia de adentro se ubica en la primera persona en la fila afuera, como si estuviera bajo un reflector.
Le pregunto su nombre. Primer nombre. Primer apellido. Antonio. Veras. Le pregunto su edad. Reconozco que compartimos este rasgo. ¿Estás viajando solo? Sí. ¿A dónde vas? Él vacila. Ecuador. ¿Eres Venezolano? Pongo una X en el cuadro debajo de una columna de X's de las entradas anteriores: todas sí. Este flujo de datos que he coleccionado, una fila de tinta rayada bajo más filas de tinta rayada. Le paso la planilla para que firme.
Una tractomula pasa. Antonio coge la planilla.
Somos compañeros en un proyecto de laboratorio de biología coleccionando datos para nuestro trabajo del semestre. Con la planilla a mano, Antonio se voltea para cruzar la calle. ¿A dónde vas? Le voceo. Él me hace señas para que crucemos, descendamos e inspeccionemos El Río Pamplonita que fluye paralelo a esta calle, ambos de los cuales son vías tejidas en esta tierra fronteriza colombiana. Lo sigo y lo observo mientras se agacha en la orilla del río. Aquí en esta
arruga de la tierra, con el agua que corre como un chorrito, deslizándose sobre las piedritas y susurrando mientras pasa por la fauna salvaje, la conmoción de la calle arriba se extingue.
Me dice que el río es curioso porque a pesar de que ha sido contaminado durante años, aún ha continuado su fluir, sus habitantes viviendo y falleciendo en el entorno de su polución. Vida improbable, él dice. Le digo, mira lo que hemos encontrado. Él se sobresalta, jala la planilla a su pecho y sonríe frente al descubrimiento, un pez vivo, meneando su cuerpo entre las rocas, dándole besos a la piel liviana de las piedras para comer. Con su gorra cubriéndose la cara, Antonio se encorva, garabatea con un enfoque intenso, documentando sus medidas y morfología.
Rocas se revuelcan, cayendo en el barranco mientras, arriba en la calle, un camión retumba.
Antonio aprieta la planilla a sus costillas. Somos estudiantes, coleccionando firmas para una petición exigiendo la protección de nuestros profesores.
Estamos hablando con nuestros vecinos, buscando apoyo de la comunidad. Me siento en un bloque de concreto para descansar. Antonio pone la planilla en el piso, se sienta a mi lado y coloca sus codos en sus rodillas. Qué zapatos tan bonitos, le digo. Se lo digo en serio. Él dice, son Nikes de imitación, pero duran. Supuestamente iban a ser mi regalo de graduación, pero tuve que comprarlos para un viaje. Continúa diciendo, y son de estilo. Distinto a los suyos. Yo pateo mis botas cubiertas de polvo en el aire como si estuviera andando en una bici invisible. Le digo que ¡son prácticos, ok! Él recoge la planilla y se para. Le pregunto, ¿A dónde vas? No sé si me escucha porque él pausa y dice, somos afortunados. ¿Afortunados de ya casi terminar? Le pregunto de broma. Afortunados de tener profesores. Me da la mano para ayudarme a parar cuando otra camioneta pasa zumbando a nuestro lado.
Le agarro la mano a Antonio para que me ayude a subir la cuesta, alejándonos de esa cicatriz en la tierra, la calle. Ahora somos artistas sacando inspiración del paisaje. Nos movemos a la grama, acomodándonos en ella, sentados espalda a espalda, nos pica, pero no nos importa.
Bosquejamos con el soporte de nuestras planillas. Tuerzo mi cuello para escudriñar sobre su hombro y ver su dibujo. En él hay un niño acostado boca abajo en un campo de orquídeas moradas. Las orquídeas son gigantescas, más grandes que el niño y sus tallos se encorvan, guindando sobre el cuerpo como si fuesen personas curvando sus cuellos para mirarlo. Él se da cuenta que estoy mirando. Voltea su gorra al revés. Entrecierra los ojos al sol. Dice que es un autorretrato. Vuelve a agachar la cabeza para continuar.
Otra mula atraviesa la calle, retornando esta noche de septiembre escalofriante mientras Antonio se dobla sobre la planilla para terminar su firma.
De este ángulo, yo en la puerta, él dos escalones más abajo, veo que tiene puestos zapatos que solían ser blancos, ahora vueltos todos marrones con manchas y mugre, una marca de verificación roja distinta en cada zapato. Ha llegado después de 100 kilómetros de viajar y sin embargo sus jeans negros lucen limpios, casi como que si estuviesen planchados. La noche oculta su uso. Su chaqueta tiene cuerdas guindando como audífonos. Tiene puesta una gorra así que no le veo la cara desde donde estoy parada. Noto la manera en que aguanta la planilla, los codos hacia adentro, hombros acurrucados, como un niño meticulosamente coloreando dentro las líneas. Noto la manera en que su antebrazo tiembla cuando pone la pluma al papel, despacio, y veo a mi hermano mayor haciendo tarea en la mesa de la cocina, la manera en que su reloj menea, demasiado grande para su muñeca.
33
Los camiones levantan polvo y tierra, formando nubes que nos rodean y cubren todo en una neblina de sedimento, fuera de esta casita en esta subida, su luz escasa perdida en las montañas durmientes que envuelven este pueblo colombiano situado en esta frontera compartida con Venezuela. Antonio me entrega la planilla. Su gorra le esconde los ojos. Me quedo mirando la manera en que firmó su nombre con letras en mayúscula. La tinta grabada en este papel es el único rastro que deja. Expectante, espera. Como se nos ha acabado la cena, le paso un kit donado a este albergue por una organización humanitaria. Un cepillo de dientes plástico. Pasta dental. Toallitas. Nueces. No le durarán. Él lo toma, sus zapatos no- Nikes chapotean mientras se voltea para irse.
¿A dónde vas? No sé por qué le pregunto esto. Ni me mira cuando responde, a la bomba. A dormir.
Lo miro mientras se va caminando y los pensamientos me golpean. No es mi hermano, pero ¿es un hermano? ¿Qué de la manera en que aguanta un lapicero, practicado y concentrado? ¿Qué de su soledad? ¿Llegará a su destinación? ¿Su viaje? ¿Su vida?
La siguiente persona da un paso y entra a la luz. Las nubes se iluminan, señalando una tormenta eléctrica, una rareza aquí en Pamplona. En pocos momentos, las cunetas emiten los ecos de la corriente del agua que se desagua, arrastrando desechos, murmullos, preguntas hacia la oscuridad.
Raya Rayando
yando
![](https://assets.isu.pub/document-structure/211017151210-1e7dc1e4e568024161baaf53a785d92c/v1/9135c674073841a9d2778b47ecdbc029.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
![](https://assets.isu.pub/document-structure/211017151210-1e7dc1e4e568024161baaf53a785d92c/v1/173997324280e84c923e068225caf4f0.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
@comsocialup /comsocialup @comsocialup
![](https://assets.isu.pub/document-structure/211017151210-1e7dc1e4e568024161baaf53a785d92c/v1/ddebf78b88af2231c39ad029e5c0b693.jpeg?width=720&quality=85%2C50)