La postdemocracia en siete paradojas José Vidal-Beneyto La escasa viabilidad del relanzamiento democrático toma pie en un sistema político, la consabida democracia plural y representativa, cuyas disfunciones estructurales y contradicciones sustantivas revelan su inadecuación radical a la realidad presente. Inadecuación, que ni los retoques de procedimiento, ni siquiera la eventual recomposición global de todo el paisaje político, pueden subsanar. Inadecuación que da lugar a una situación, ambigua y confusa que, a falta de mejor denominación, podemos calificar, siguiendo a Václav Havel, de posdemocracia. Siete contradicciones/paradojas nos ayudarán a elucidar sus características más determinantes. PRIMERA PARADOJA La democracia es hoy no sólo un régimen político que se ha impuesto de forma unánime y universal, sino también, y quizás sobre todo, una concepción del mundo que a muchos les parece y, en cualquier caso, funciona como insuperable. El triunfo de la democracia es tan absoluto que la posibilidad de encontrar una alternativa práctica o incluso teórica para su sustitución aparece no ya como impracticable, sino, lo que es más, como inconcebible, como no pensable. Ni siquiera en una perspectiva utópica disponemos de propuestas políticas para la convivencia colectiva que no pasen por la democracia. La democracia pierde así su dimensión instrumental y adquiere condición teleológica, configurándose como un fin en y por sí misma, un fin que es además el fin final. De tal modo, que el horizonte democrático, sin posible más allá, transforma –primera paradoja– la condición emancipatoria y de progreso, propia de la democracia, en mecanismo de confinamiento, en instrumento de clausura. Esta democracia cierre lleva el curso político a su término extremo, su advenimiento inmoviliza el discurrir histórico. Los “posmodernos” que nos predican el fin de la historia andan por esas ramas. SEGUNDA PARADOJA Esa aceptación unánime y universal, esa condición de modelo único e incuestionable es simultánea de la conciencia, cada vez más generalizada, y ésta es la segunda paradoja, que sus actuales malfunciones hacen que tenga muy poco que ver con cualquier versión de la democracia pluralista, desde la directa hasta la representativa. Es decir, la convierten en inservible. su rico magisterio. He escrito en otro lugar que, a partir de la Revolución francesa, la extensión y enraizamiento de los derechos ylibertades producen una profunda democratización de muchas pautas colectivas y bastantes comportamientos sociales. Sin embargo, en el ámbito específicamente político, la generalización del voto (que pasa de censitario a universal) no lleva consigo una presencia más efectiva de los ciudadanos; al contrario, se traduce –ejemplificación de la paradoja– en una creciente desparticipación, en una, hasta hoy, irrecuperable atonía ciudadana. Sus múltiples expresiones, al mismo tiempo efectos y causas, las vemos en el deterioro, cuando no extinción, de muchas prácticas democráticas (conversaciones sobre temas públicos, lectura de revistas políticas, asistencia a debates y reuniones, afiliación a partidos y sindicatos, participación en manifestaciones, contribución a causas colectivas, etc.); en la ritualización del voto, en la transformación de la representación parlamentaria, que de mandato de contenido específico y vinculante se convierte en
delegación de carácter general y auto-nomizado, en la oligocratización y burocratización de los partidos que transforma a los militantes en funcionarios, en la mitificación del consenso, entendido como la reducción de lo políticamente opcionable, etc. TERCERA PARADOJA Estas disfunciones no son de ahora. Se advierten ya en los años cincuenta y, aunque no tengan la extensión e intensidad que luego irán adquiriendo, originan, a partir de entonces, una importante reflexión respecto de su etiología y de su terapia. El agotamiento de la democracia como sistema político sitúa la gobernabilidad en el corazón de la teoría democrática y genera una abundantísima bibliografía politológica, cuyo hilo conductor es la rebaja del umbral ciudadano. Así, la escuela pluralista, tomando apoyo en la irreversibilidad de la apatía ciudadana, transforma la democracia en una poliarquía de asociaciones y partidos que limita la participación a los realmente interesados en los asuntos cívicos, único modo de hacer posible el funcionamiento comunitario. La tradición utilitarista, que domina el pensamiento político anglosajón, recurre a la estrategia del ticket gratuito (free ride) para justificar el desinterés del ciudadano racional y legitimar, con ello, tanto el ritualismo electoral como el declive de la militancia política y sindical. La corriente elitista y su pesimismo básico, que comparten con la escuela pluralista la concepción del poder como suma-cero, y encuentran en el neocorporativismo de los años ochenta su última encarnación, margina del ejercicio del poder a la supuesta incompetente mayoría para poder confiarlo a reducidas minorías profesionales como condición socialmente necesaria y, por ende, políticamente legítima del buen gobierno democrático. El conocido informe de la Comisión Trilateral sobre la gobernabilidad de las democracias1 es la más brillante formulación de este consensus científicopolítico. Ahora bien, esta casi unánime coincidencia, desde hace más de treinta años, de los politólogos europeos y norteamericanos en que el modelo democrático, en sus versiones clásicas, ya no puede funcionar, no ha impedido –tercera paradoja– que el discurso de los líderes políticos occidentales siga recitando en todos los tonos su impracticable contenido doctrinal e incluso postule la elevación del dintel democrático y la necesidad de reforzar los instrumentos tradicionales de la democracia –militancia y participación–, haciendo de su uso la piedra angular de su pervivencia. CUARTA PARADOJA En sociedades plurales y complejas como las nuestras, el rasero más fiable para medir la efectividad de su valencia democrática es la alternancia en el poder. Visto desde abajo, cuantas más oportunidades y medios tengan los ciudadanos para decidir el rumbo del Gobierno y para cambiar a sus gobernantes, más democrático será su régimen político. Desde arriba, la moral del éxito, que rige los destinos de nuestra contemporaneidad, es tan absoluta que los políticos sólo piensan en la conquista y conservación del poder, la cratología es su primer saber y la contienda electoral su actividad privilegiada. La convergencia de estas dos urgencias –la alternancia gobernante y la seducción electoral– hace del plazo corto el soporte, por excelencia, del ejercicio democrático actual. Pero, al mismo tiempo, la ciencia social nos enseña –cuarta paradoja– que el tiempo de las transformaciones políticas reales, en definitiva, el único tiempo
históricamente válido, es el plazo largo, pues sólo él es capaz de marcar con trazo profundo la vida de los hombres y de los pueblos. QUINTA PARADOJA Estado y democracia son dos formalizaciones políticas de decurso entrecruzado y, con frecuencia, interdependiente, aunque no conozcamos, con suficientes certeza y detalles, los modos y grados de esa interconexión. A este respecto, los grandes debates del siglo XIX sobre el antagonismo entre liberalismo y democracia (tan brillantemente lanzado por Tocqueville) y sobre las divergencias entre república y democracia (que Hamilton inicia con tanto brío) que prometían ser de gran fecundidad se nos han agotado en el XX sin habernos llevado demasiado lejos. En cualquier caso, una gran mayoría de los tratadistas coincide en que la democracia moderna es indisociable del Estado-nación y que el contenido y características de éste encuentran su espejo en aquélla. Estado liberal y democracia liberal, Estado del bienestar y democracia social- liberal son términos entre los que no existe una correlación estricta, pero sí una clara homología. Por lo demás, nadie pone en duda que la prevalencia contemporánea de la democracia representativa sobre la directa se debe a la dimensión y funciones del Estado-nación en los dos últimos siglos. Ahora bien, si el modelo democrático en que vivimos corresponde esencialmente al Estado-nación, ¿cómo podemos consagrar su incuestionabilidad cuando, al mismo tiempo –quinta paradoja–, ese Estado-nación es objeto de un cuestionamiento casi unánime, su descrédito, por ineficaz y opresivo, es general, se le desposee de su competencia territorial, tanto por exceso –mundialización de la vida económica y social e integraciones políticas supranacionales– como por defecto –emergencia de contextos territoriales subestatales con vocación de entidades autónomas o nacionales–, y su pérdida de legitimidad parece irrecuperable? SEXTA PARADOJA El pluralismo propio de la democracia y la neutralidad del Estado de derecho exigen la eliminación de toda referencia a cualesquiera valores dominantes de contenido sustantivo en la formulación de las reglas del juego democrático. Esta exigencia se considera como indispensable, pues es la garantía de igual tratamiento para los comportamientos de sus ciudadanos y para las expresiones culturales de sus grupos étnicos y sociales. Pero, a su vez, esta exigencia –sexta paradoja– instala la indeterminación axiológica en el corazón de la democracia y cuestiona radicalmente el porqué de su obligatoriedad. En otras palabras, la renuncia democrática a declarar lo verdadero y lo bueno en la vida de la comunidad, como antídoto del dogmatismo y de la intolerancia, nos sitúa en la perplejidad y la incertidumbre, y hace imposible toda objetivación de la legitimidad de la democracia. SÉPTIMA PARADOJA Los derechos y libertades, tanto de condición social privada –libertad de residencia, de trabajo, de desplazamiento, de religión, usos sexuales, etc.– como de condición social pública –libertad de expresión, de reunión, de asociación, etcétera– y específicamente políticos –la posibilidad de votar y ser votado, de convocar y participar en manifestaciones públicas, de tomar parte en las decisiones políticas y de controlar la acción del Gobierno, etc.–, son el requisito previo de la práctica democrática. Por lo
demás, los derechos humanos de la primera y la segunda generación, incluso los de la tercera, constituyen el logro político más indiscutible de los dos últimos siglos. Pero este gran avance ha llevado –séptima paradoja– a la ruptura de ese todo y a la mitificación de una de sus partes (las libertades de condición social-privada y socialpública, y los derechos humanos de la primera generación) en detrimento de la otra (libertades específicamente políticas y derechos humanos de la segunda y tercera generación), convirtiendo, así, lo que era una parte del marco de toda democracia en su único contenido posible. CONCLUSIÓN La doble coartada conceptual de que “esas disfunciones son puramente coyunturales” y de que, en cualquier caso, “la democracia es el peor de los regímenes posibles, con exclusión de todos los demás”, no debe escamotear las contradicciones que acaban de presentarse, ni exculparnos de nuestra responsabilidad de darles respuesta. Por otra parte, atribuir los quebrantos y perturbaciones en el funcionamiento de la democracia a causas públicas y privadas –como la voracidad de poder de los partidos, la corrupción de los políticos, el desinterés por la política, etc.–, que son, al contrario, efectos, es confundir unos con otras. La causa básica está, como queda dicho, en la profunda transformación de la realidad a la que el modelo estaba destinado, que lo invalida, a pesar de sus excelencias iniciales. Transformación derivada de los enormes avances tecnológicos y de la masmediatización del acontecer contemporáneo; de la planetarización de la vida económica; de la emergencia de la sociedad civil mundial; de la explosión demográfica; de la complejidad de las interacciones y de los sistemas; de la lógica de los procesos de masa; y de tantos nuevos parámetros económicos, sociales y culturales que hacen imposible que podamos aplicar un sistema político, elaborado hace cincuenta o cien años, a una realidad, la nuestra, que es totalmente distinta. Urge, por ello, darles la razón en su diagnóstico y reconocer, con muchos politólogos occidentales, que el régimen democrático actual es incapaz de poner en práctica los valores que lo fundan, pero sin negar, en cambio, que el remedio que proponen equivale a suspender el ejercicio de los más esenciales. Hay que reivindicar los principios y valores democráticos en su conjunto: Estado de derecho e igualdad ante la ley; autonomía del individuo; derechos humanos en su totalidad; bien común/interés general; transparencia; participación/ciudadanía. Y a partir de esa reivindicación es capital explorar las vías y modos de construir, desde y para la realidad de hoy, un sistema político, con el nombre de democracia o con cualquier otro nombre, capaz de devolverles su plena vigencia operativa. Ésa es la gran apuesta política del siglo XXI. 1. Del que fueron autores Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki: “Crisis of Democracy”, Nueva York, 1975