XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013
La disyuntiva narrativa entre patrimonio religioso y cívico en Jiquilpan, México J. J. Chavolla Mc Ewen Unidad Académica de Estudios Regionales-Universidad Nacional Autónoma de México, Jiquilpan, México
ABSTRACT: El patrimonio cultural material e inmaterial de Jiquilpan, Michoacán, México, recientemente incorporado al programa de Pueblos Mágicos de la Secretaría de Turismo, se basa en una narrativa poco investigada. Recayendo mayormente en el legado del oriundo ex presidente Lázaro Cárdenas, la justificación oficial y más conocida sobre el pueblo soslaya la forma en que el patrimonio religioso se incorpora en el cívico. Importante para el manejo patrimonial apuntado hacia el turismo cultural, la historia oral y la memoria colectiva local proveen posibles vías para vislumbrar una narrativa cohesiva entre los elementos religiosos, cívicos, materiales e inmateriales. Este artículo repasa brevemente algunas de las experiencias de la comunidad durante los momentos de mayor tensión entre instituciones religiosas y estatales. Recurriendo a un marco historiográfico crítico y teórico de simultaneidad narrativa, propone ubicar posibles explicaciones sobre la convivencia discursiva así como de sus implicaciones y riesgos para el manejo patrimonial.
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INTRODUCCIÓN
El estudio de las construcciones nacionales como las hechas por Benedict Anderson y Edward Said, han revelado que el costo histórico de narrativas homogeneizantes frecuentemente se basa en la invisibilización y opresión de minorías. La razón es por contar con historias incompatibles o retadoras a la historiografía oficial. Fue con el avance ideológico de principios democráticos en las esferas de política internacional que gradualmente y solamente hasta cierto punto, que varias realidades subalternas han podido incorporarse a la operación cotidiana de naciones. El resultado presenciado de estos procesos para el siglo pasado y el actual del XXI, son países con múltiples, simultáneas y muchas veces contradictorias experiencias y cosmovisiones.
Esta heterogeneidad ha beneficiado a muchos países para diversificar los imaginarios sociales entre visitantes y sus mismos habitantes. La ciudad de México es un ejemplo útil. Es un espacio con una historia más o menos lineal entre imperios azteca y español, que finalmente desemboca en la modernidad con infinitas experiencias de todo tipo. Interesantemente, no obstante, es que si bien la macro estructura es heterogénea y conflictiva, sus sitios específicos se presentan con una identidad coherente y unida. La Plaza de las Tres Culturas, la Plaza Hidalgo en el centro de Coyoacán, y el Zócalo en el centro histórico, con personalidades distintas, caben en la misma ciudad cuya narrativa mayor es justamente una de diversidad y de desigualdad.
Para el manejo patrimonial y especialmente enfocado al turismo cultural, es importante ubicar narrativas que posicionan los diferentes elementos coherentemente en una estructura más grande. Y de manera particular, en el nivel local, darán los fundamentos necesarios para un sentimiento de “lugar”. Como en varias otras partes del mundo caracterizados por identidades culturales en aparente conflicto abstracto, estas disyuntivas pueden ser de poco o nulo interés para los pobladores, quienes se han asentado afirmativamente en su espacio local. El argumento de la distinción y choque semiótico es más bien de relevancia para investigadores y académicos, pero también puede ser para el visitante y aquellos que buscan una interacción y comprensión más profunda de los sitios que visitan. Para los gestores de estos lugares, atender y superar el horizonte de expectativa del visitante es crucial no sólo para aumentar la atracción turística, sino para la preservación patrimonial que muchas veces depende de la sustentabilidad turística.
La falta de conocimiento claro, o en su caso, de trasmitir eficazmente esta información al visitante o espectador, sobre el significado y relevancia de elementos patrimoniales en relación con otras, resulta en fragmentar la cadena completa de significado. Pareciendo más un mosaico de componentes individuales aleatoriamente o coincidentemente presentadas como un conjunto, tanto su preservación como su disfrute se arriesgan a la incoherencia. Conviene por ello, enfocar en preguntas como ¿Qué relación tienen ciertas prácticas artísticas con las celebraciones en que se presentan? ¿Qué residuos existen de costumbres antiguas en prácticas actuales? ¿Qué importancia tienen ciertos objetos materiales patrimoniales con las identidades locales? Y ¿Qué distintivo tiene este lugar frente a su región y al resto del país?
En atención a estas preguntas surge el caso particular de Jiquilpan. Esta pequeña ciudad de poco más de 20 mil habitantes en el noroeste del estado de Michoacán y cercano a la ribera del Lago de Chapala (ver Figura 1). Puesta bajo la lupa sociológica presenta problemáticas como las mencionadas, hechas relevantes y traídas a la luz por su reciente aceptación al programa de Pueblos Mágicos de la Secretaría de Turismo, en el 2012. Su discurso de candidatura se basó en su lema de “Generamos cultura y patriotismo” refiriendo a que es cuna de varios patriotas como el congresista Gabino Ortiz (1818-1885), y los ex presidentes Anastasio Bustamante (1789-1850) y Lázaro Cárdenas (1895-1970), este último uno de los ejecutivos federales más estimados de la historia mexicana. No obstante que la narrativa de Jiquilpan encuentra tensiones entre concepciones contradictorias de ciudad y pueblo, pasado indígena y prácticas españolas, resalta uno de particular interés para este estudio: de entre las concepciones religiosas y cívicas (Arispe 2011). Ello, especialmente en torno a su rol en las lamentables guerras cristeras del primer tercio del siglo XX. De tal manera que se refina el objeto de estudio a la actual predominancia de prácticas religiosas ahí que fueron antes oprimidos precisamente por ideales cívicas.
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Figura 1: Ubicación de Jiquilpan en relación con puntos de referencia.
El objetivo de acercarnos a esta relación problemática entre lo cívico y lo religioso no es sólo para estimar una tensión narrativa en la historia de Jiquilpan, sino para buscar las posibles vías de interpretación subjetivas que permiten a los pobladores reconciliarlos en el imaginario colectivo. La utilidad de ello no se limita a darle más profundidad a la justificación de la localidad por su reconocimiento como Pueblo Mágico. Sino que facilitaría entender el posicionamiento y relevancia de sus elementos patrimoniales. Una narrativa unida y coherente sobre su legado también aportaría a su gestión, preservación y presentación a públicos foráneos que no cuentan con la ventaja de asimilación y reconciliación inconsciente de conflicto como la experimentada por locales.
OBJETIVOS Y METODOLOGÍA
Este trabajo se enfoca a la simultaneidad y coyunturas entre la práctica religiosa y el discurso cívico/patriótico en Jiquilpan, Michoacán, México. En particular, se aborda el desarrollo, eclipse y resurgimiento de diferentes elementos considerados como patrimonio cultural intangible en la práctica religiosa y su posicionamiento ante un histórico discurso de civismo. Utilizando un marco historiográfico formal sobre procesos de conflicto entre estos dos elementos, como el de la Guerra Cristera, y complementado con la historia oral documentada y de entrevistas con pobladores de esta localidad, se busca puntos de reconciliación que puedan cimentar un sentimiento de “lugar” unido y coherente.
Recurriendo al Fondo Archivo de Historia Oral del Centro de Estudios de la Revolución Mexicana “Lázaro Cárdenas” A.C. a cargo de la Unidad Académica de Estudios Regionales, se consultaron compilaciones de testimonios de jiquilpenses. Entrevistas y consultas se realizaron con personalidades claves en el desarrollo cultural de la ciudad, incluyendo gestores de patrimonio cultural intangible, y promotores artístico-culturales. En la medida posible, referentes de personalidades religiosas y políticas, así como descripciones de eventos y prácticas en el pasado se comprobaron con diferentes medios historiográficos formales. Datos no comprobados historiográficamente no se descartaron y más bien sirvieron para contextualizar la información en términos de imaginarios colectivos.
La memoria colectiva muchas veces es la predominante en la vida comunitaria. Sin desestimar la importancia de la comprobación y difusión de conocimientos historiográficos más confiables, el pasado es un espacio en que un pueblo se reinventa y se posiciona en su presente. El patrimonio cultural intangible tiene particular función en estos procesos, en que facilitan la reinterpretación de la memoria manteniendo ejes y referentes fijos. En este senti-
XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013 do, el trabajo historiográfico de este estudio se complementa con el valor de la tradición y de la historia oral. Que si bien estas diferentes formas de ver al pasado tienen sus propias formas de legitimación, son esenciales en reconstrucciones de eventos y periodos frecuentemente escapados de la atención de investigadores y académicos.
El tratamiento crítico de la información obtenida de los registros de historia oral y sobre las prácticas religiosas en un contexto patriótico de otros casos de estudio mexicanos se ha realizado de múltiples formas. En particular, existe una preferencia por el análisis político y el sociológico que frecuentemente se enfocan al lugar de la Iglesia y de la religión en la construcción del Estado nacional, de promover imaginarios de cohesión (léase homogenización) sociocultural. No obstante lo útil de estos abordajes, aquí se propone complementarlos con el análisis de la simultaneidad discursiva como un fenómeno de polifonía y de diglosia, en el sentido trabajado por Mikail Bakhtin (1895-1975).
La presencia de múltiples voces compartiendo un solo espacio, sea éste textual o social, nos remite a reconocer la expresión a veces sutil de identidades y conciencias colectivas. Sin descartar la carga de verdades en cada voz, es más la interacción entre ellas que llevará a la legitimidad de una concepción única para cada individuo y/o individuo social. Situaciones a primera vista y empíricamente en conflicto y en tensión, como puede ser el caso aquí de elementos patrimoniales religiosos ante otros que promueven un Estado laico, el resultante clima y memoria colectiva que resalta convivencia más o menos pacífica es un reto para el investigador cultural. Por ello aquí se propone que la explicación en el imaginario popular de concordia en espacios fácilmente interrelacionados pueda ser a través de reconocer los registros de historia oral y hechos historiográficos como elementos discursivos. Esto permite el análisis de voces de identidades colectivas, presentes en las fuentes de información y reconocibles sociológicamente (Selden y Widdowson 1993). Utilizando el vocabulario bakhtiano, informantes y personajes históricos en ocasiones pueden dar lugar a ser “portavoces” de intereses, valores y aspiraciones de grupos sociales específicos que han marcado la identidad individual de manera profunda (Bakhtin 1981, p. 293).
Sin asumir la posibilidad -o necesidad siquiera- de una narrativa global para todas las facetas patrimoniales de la comunidad estudiada, la aproximación sociológica de una identidad histórica no sólo atiende necesidades subjetivas relacionadas con su recién aprobación al programa de Pueblos Mágicos, que incluyen contar con y promover una identidad cultural distintiva. El manejo patrimonial también se beneficia de estas reflexiones en que contribuyen a identificar el valor trascendental de los elementos interrelacionados. Al respecto es bien conocido que la predominancia discursiva e ideológica puede facilitar la preservación de una serie de elementos mientras simultáneamente exponer a otros a la puesta en riesgo. Estas situaciones derivadas de la desviación de atención e interés públicos, puede en distintas formas atribuirse al desconocimiento histórico necesario para la puesta en valor de elementos patrimoniales.
ACERCA DE JIQUILPAN
Jiquilpan, inserto en la región conocida como la Ciénega de Chapala, fue fundado hacia la primera mitad del siglo XV, poco tiempo antes de la conquista española del imperio purépecha. Convertido después en un bastión español vio decrecer rápidamente su censo indígena, la mayoría de ellos relocalizando en regiones aledaños como el Cerro de San Francisco al sur, y la Meseta Purépecha hacia el sureste. La Ciénega en que se encuentra se formó en los años de transición entre el siglo XIX y el XX, con la desecación de una tercera parte de uno de los lagos más grandes de toda Latinoamérica, el Lago de Chapala. El suceso benefició mayormente a los grandes hacendados en la región y cobró altamente a nativos con su subordinación al peonaje y a la dislocación interna, sea por extensiones de la ganadería o por el despojo de tierras.
La orden franciscana habiendo construido ahí uno de los primeros hospitales en la región antes de la mitad del siglo XVI, y el templo de San Francisco en 1623, también lo hizo un sitio afluente y directriz de la vida comunitaria e intercomunitaria (Ochoa 1999, p. 38). Para el siglo XVIII, el pueblo también contaba con el reconocimiento por muchos como un sitio de paso obligatorio en viajes hacia las costas del Pacífico del estado de Colima y entre las grandes ciudades de Guadalajara y México, atractivo que portaba desde tiempos prehispánicos. En varios sentidos, Jiquilpan se estaba posicionando con cierta promesa de desarrollo por su liderazgo eclesiástico, los tránsitos y por sus incipientes industrias artesanales como la herrería, la tenería, la cerería y la rebocería. No obstante,
XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013 estas prácticas, algunas con cientos de años de consolidación y de traspaso generacional, se perdieron hacia mediados del siglo XX. Durante las primeras décadas de ese siglo, violencia generalizada en la Ciénega de Chapala por una guerra sobre libertad de culto entre fuerzas del Estado con radicales religiosos, llamada la Guerra Cristera, reprimió mucha movilidad en la región y afectó la primicia de Jiquilpan en materia de liderazgo eclesiástico. En colación, factores diversos como la construcción de rutas terrestres de transporte alternas, la competencia de desarrollos tecnológicos en materiales y marginación, llevaron al colapso de las industrias locales. Con ello el pueblo se fijó en un México continuamente atrasado de los tiempos, arraigado en tradición y recuerdos.
La desaparición de oficios e industrias locales no sólo implicó dimensiones económicas sino culturales también. Además de la producción, distribución y consumo de sus productos, cada oficio estaba agremiado en prácticas culturales-artísticas que lo representaba en la vida religiosa del pueblo (Ochoa 1999, p. 196). Con danzas nombradas igual que su actividad laboral, las festividades importantes presenciaban la danza de los reboceros, la de los hileros, de los panaderos, de los guajes, de los albañiles, de los curtidores, de los carpinteros y de los arrieros (Ramos y Rueda 1984, p. 149), además de otras adaptadas como la danza Las amazonas, la del Rey David y de otras regiones michoacanas, como la de los viejitos y la de las guares. Por pocos años después de las caídas industriales, Herminio Orozco Gallardo, el párroco de la iglesia principal del pueblo, el templo de San Francisco, intentó preservar las danzas, financiando y organizando fieles en las ejecuciones artísticas pero no pudo evitar su desaparición (Ramos García 2013, pp. 26, 34). De manera que el colapso productivo llevó a la oclusión de prácticas artísticas y de ejes de identidad comunitarios importantes.
Cabe pausar sobre la dimensión religiosa histórica en Jiquilpan y el rol de la Iglesia en la organización comunitaria. Después de las épocas en que las cofradías representaban la forma más visible de participación colectiva, para inicios del siglo XX la Iglesia en Jiquilpan contaba con varias agrupaciones con responsabilidades diferentes para regular la intervención social, como las Hijas de María, las Hijas de San Vicente de Paul, la Orden Franciscana Tercera, la Asociación Católica de Jóvenes Mexicanos, el Apostolado de la Oración, entre otros. La mayoría de estos grupos se regían por estándares rígidas de conducta y de participación. Para el resto de la comunidad, la inserción y el reconocimiento socio-religioso partía de su dedicación laboral. Para los reboceros, por ejemplo, el enfilarse para apoyar su danza, era una responsabilidad colectiva para atender las necesidades religiosas de toda la comunidad. Pero a la vez era sólo complementario en una estructura identitaria más grande que incluía factores geográficos, económicos y familiares.
El carácter rural y marginado de Jiquilpan favoreció, a través del tiempo, la advocación social al calendario y práctica litúrgicos en las maneras constantemente revisitadas en obras como El llano en llamas de Juan Rulfo (1953), o Al filo del agua de Agustín Yañez (1947). La cosmovisión del lugar de Jiquilpan en el mundo, así como la regulación de la inminente e invasiva modernidad se transmitía por los sacerdotes. Como Alejo Carranza, cura local entre 1909 y 1923. Es recordado en la historia oral por su célebre frase “Hijos, el que no ha ido a Estados Unidos, no vaya y el que fue ya no vuelva” para no contagiar “sus costumbres libertinas o liberales al pueblo mexicano” (Ramos y Rueda 1984, p. 144). Se distinguió también por sus advertencias de los peligros de la modernidad en que “pierden el amor y el cariño a sus padres, el amor a su terruño” (Emilia Cárdenas en Villegas 1984, p. 145. Sólo como aclaración la informante Emilia Cárdenas en esta obra referida no tiene parentesco con el Lázaro Cárdenas que se discute en este mismo artículo).
No obstante algunos de corte más tradicionalista que otros, es aprovechable mencionar que el padre Carranza también fue el animador de la Defensa comunitaria de Jiquilpan que buscaba evitar la entrada del sonado bandolero Inés Chávez García en 1918 (Villegas 1984, p. 325). Ejemplo de modelo que repetirá el padre J. Jesús Arroyo pocos años después. Durante su curato, entre 1923 y 1932, aleccionaba feligreses sobre el pecado mortal implicado en participar en la distribución de tierras expropiadas por el gobierno después de la Revolución de 1910. Aunque eventualmente sus misas y sermones anti-agraristas fueron boicoteados por la población y él mismo perseguido por anticlericales, también animó alguna vez a la Defensa comunitaria en disuadir rebeldes cristeros en uno de los pocos enfrentamientos registrados de ese tipo en Jiquilpan: “Contrariamente a lo que con seguridad esperaban los cristeros […] el cura Arroyo alegó a los atacantes que Dios no necesitaba que los humanos lo defendieran y arengó a la defensa gobernista para que ocupara sus lugares y estuviese dispuesta a presentar batalla” (Ramos y Rueda 1994, p. 423).
XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013 Regresando a la desaparición de danzas identitarias tradicionales, su abandono fue acompañado por otras prácticas socio-religiosas durante los conflictos cristeros. Llenando el vacío que dejaron esos elementos artísticos, religiosos y laborales, se presentaron oportunidades únicas para desarrollar una cultura cívica y patriótica. Con el antecedente mencionado contar con hijos célebres entre las cúpulas políticas del país, el pueblo de Jiquilpan experimentó de maneras distintivas y extra-ordinarias la guerra religiosa y posteriormente, los momentos de reconciliación entre bandos y participación en la fundación del México moderno. Como se profundizará más adelante, el posicionamiento de Jiquilpan en la Guerra Cristera fue de no-intervención, justificándose en una ideología “liberal”. No obstante, y a pesar de que no sufrió grandes ataques como otros pueblos vecinos, sí atestiguó varias acciones gubernamentales directamente relacionadas con la violencia y la todavía fresca Revolución mexicana. Ejemplos incluyen la expropiación de inmobiliario religioso y la afiliación masiva de pueblerinos a la Reforma Agraria, que desarticulará las grandes tenencias de tierra. Para el imaginario histórico popular, registrado mayormente en historia oral, en el centro de estos procesos estaba la figura de Lázaro Cárdenas, general de la Revolución mexicana desatada en 1910 que consolidó a sus promotores en el poder diez años después.
El ex presidente jiquilpense se recordará localmente de manera consistente como el pacificador de los cristeros, el impulsor de la distribución de tierras y de la creación de ejidos. Pero pocas veces como el expropiador de la primera capilla en Jiquilpan dedicada a la Virgen de Guadalupe, ahora biblioteca pública; y del Templo del Sagrado Corazón de Jesús, que se había convertido temporalmente en un teatro, aunque actualmente restaurado para su uso devocional. Las acciones en conjunto con otras como la suspensión de servicios religiosos y el exilio de oficiantes permitieron al Estado protagonizar la organización comunitaria y de dirigir la política cultural en lugares menos resistentes a las reformas como Jiquilpan. Las danzas para santos patrones desaparecieron y en su lugar surgieron bandas y orquestas de policías. Pero en la época aquella, las acciones eran notadas lo suficiente para hacer claras distinciones entre la personalidad del jiquilpense. De hecho contrasta con la ciudad vecina de Sahuayo, por ejemplo, cuyos pobladores participaron masivamente en movilizaciones y operaciones dirigidas o inspiradas en la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, la Unión Popular y en homilías de presbíteros opositores al gobierno. Entre estas comunidades se hizo frecuente la frase de “Sahuayo es Roma y Jiquilpan es Berlín”. El lema hace clara referencia a la complicidad de Jiquilpan con planes de desarrollo gubernamental, basados en premisas de la Revolución mexicana, como la educación socialista, la repartición de tierras y la expropiación de recursos para la nación.
Décadas después, la reconciliación y los acuerdos entre partes se asentaron y permitieron la renovada participación de la Iglesia en la vida pública. En Jiquilpan esto es visible actualmente en una repartición de la responsabilidad cultural. Pero más frecuente que de otra manera, nuevas expresiones religiosas han tomado el escenario con participación masiva, sorprendentemente mostrando influencias históricas de la guerra Cristera. Ejemplos de algunas de estas prácticas incluyen la Procesión de los Faroles, una de múltiples marchas que se realizan en Jiquilpan como parte de las celebraciones decembrinas a la Virgen de Guadalupe. El recuerdo popular sobre el inicio de esta procesión de varones lo debe al cura Carlos Orozco, buscando aprovechar un esperado retorno de migrantes braceros al término de la Segunda Guerra Mundial. Fue apoyado por Luis Vicente Campos (también conocido como Fray Pacífico tras su ordenación en una orden franciscana), recordado como un sobreviviente de las Guerras Cristeras. En un enfrentamiento en Jiquilpan en 1928 Campos huyó y se escondió en los cerros protegiendo un copón de hostias consagradas (Martínez 2001, p. 321).
También conocida como Los antorchistas, esta marcha comenzó en 1946. Las velas en los faroles se prenden de una antorcha inicialmente encendida del cirio en la Catedral de Zamora. Luego, a partir de 1984, de la Basílica de Guadalupe en la Ciudad de México. La práctica de cada 11 de diciembre consiste en una marcha en tres filas de niños y hombres con faroles en mano (ver Figura 2). Los faroles son artesanales, en verde, blanco y rojo, representando los colores patrios. Los participantes caminan cantando lemas directamente tomadas de los conflictos religiosos como “¡Viva Cristo Rey!”. El evento en que participan miles de hombres, jóvenes y niños (en 2012 fueron cerca de 5 mil) recorren las calles del centro hasta llegar al actual Santuario de Guadalupe al norponiente de Jiquilpan, es observado casi solamente por mujeres.
Esta manifestación se inserta en las tendencias continentales que surgieron tras la declaración de la Virgen de Guadalupe como Emperatriz de las Américas en 1946, desconcentrando las ya centenarias procesiones, marchas y carreras a la Basílica de Guadalupe en el monte Tepeyac en la Ciudad de México. Varios estudios hasta la fecha han mostrado la intrínseca y compleja relación entre el guadalupanismo y el nacionalismo, al punto que devoción a la Virgen es una obligación cívica. La procesión de Jiquilpan en este contexto no se distingue en as-
XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013 pectos mayores a excepción de que se realiza en un sitio que se mantuvo alejado de conflictos de defensa de derechos religiosos en el siglo XX, y también por ser realizado por hombres.
Si de cierta manera podemos considerar las procesiones guadalupanas como un resurgimiento de un tradicionalismo religioso, también es oportuno incluir otro caso de rescate cultural. La danza de Las amazonas, por ejemplo, es uno de los espectáculos más apreciados en Jiquilpan realizado tan temprano como 1919 (ver Figura 3) (Ramos 2013, p. 29). Sin embargo, como lo sucedido con las danzas de oficios que se mencionaron antes, esta danza también dejó de practicarse hacia la década de 1970. Pero con mejor suerte posterior, en que fue rescatado en el 2012.
Imagen 1: Procesión o Marcha de los Faroles 2012 pasando frente de la Presidencia Municipal, en Jiquilpan, Michoacán (Fotografía cortesía de Angélica Herrera Arteaga, Jiquilpan)
Imagen 2: Recorte de fotografía que muestra participantes en la danza de Las amazonas en 1919 (Fotografía de Sara del Río García, presentada en Ramos 2013, p. 29. Cortesía de María Guadalupe Ramos García, Jiquilpan) La danza de Las amazonas es destacable porque ilustra nuevamente una simultaneidad discursiva de lo cívico y lo religioso. También en el mejor de los sentidos de lo barroco mexicano, se trata de una práctica importada y apropiada en Jiquilpan que combina valores cívicos y religiosos. La vestimenta utilizada en esta danza fue inspi-
XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013 rada en un espectáculo itinerante que visitaba la población (Ramos 2013, p. 47), que incluye un escudo de guerra, una espada y un penacho con plumas. Fue musicalizada y coreografiada por locales. Resalta en particular la lírica que cantan los danzantes de esta práctica monopolizada por las celebraciones decembrinas para Nuestra Señora de Guadalupe y por las patronales para San Francisco de Asís: Vamos pues soldados valerosos a pelear a defender a nuestra patria porque es nuestro deber, a pelear por la subyugación, a pelear, por la libertad. Somos compatriotas valientes como guerreros hábiles hemos de ser como Morelos para despatriar a los enemigos de nuestra nación. ¡Viva la libertad! ¡Viva, viva, el rey soberano! ¡Viva, viva, mi salvador! Empuñando su divina mano manifiesta grande valor. (Recopilado por Álvaro Ochoa y citado en Ramos 2013, p. 40) Nótese en la composición la predominancia discursiva de lo cívico, altamente revolucionario que se complementa con un brevísimo salve a épocas pre-independientes en que la Iglesia influía fuertemente sobre vida pública en las monarquías colonialistas. Resalta problemático así considerar que la danza se presentaba exclusivamente en fiestas religiosas, cuando el himno de guerra cantado prestaría mejor para actos cívicos. En cualquier caso, esta danza se consideraba como una de las principales de la comunidad. Tanto, que la apreciación por ella fue fácilmente resucitada en el 2012 con los esfuerzos de la gestora y activista cultural, Guadalupe Ramos. Ella recuenta que cuando se entregó esta práctica rescatada a la comunidad “hubo lagrimas entre las personas de mayor edad, que recordaban las danzas o que revivieron el hecho de haber participado alguna vez en ellas. Por parte de los jóvenes y niños hubo curiosidad, gusto, en el caso de otros, expectación” (Ramos 2013, p. 41).
La puesta en valor de estas prácticas en la actualidad ha encontrado un poco más de apoyo en Jiquilpan que durante las décadas en que se abandonaban, particularmente por el contexto de ambiciones para turismo cultural. Pero interesantemente, la crecida importancia de la práctica religiosa entre la población y la presencia simbólica de símbolos cristeros durante estos eventos, no recibieron la atención central cuando Jiquilpan empezó a promoverse como destino turístico. Aunque reconocieron ciertos potenciales de turismo religioso encadenados con historias de otros lugares como Sahuayo y Cotija, las autoridades justificaron su atractivo patrimonial propio con base en su legado cívico. Específicamente, los beneficios obtenidos por gestiones de Lázaro Cárdenas y por el capital simbólico, en el sentido de Bourdieu, que heredó a su pueblo natal. Su herencia más conocida es la material, que incluye bibliotecas, edificios de instituciones públicas, monumentos, murales y un diseño completo de imagen urbana. Asimismo, varios de los productos artesanales que la ciudad promueve turísticamente también tienen una relación intermediada por Cárdenas. La sericicultura y un incipiente renacimiento de la pasada industria rebocera, por ejemplo, fueron gestionados por el entonces presidente (García 1987, pp. 185191). De la misma manera el desarrollo técnico en agricultura, avances en recopilación de historia oral y oferta cultural actualmente se ofrecen desde instituciones hospedadas en infraestructura originalmente cardenista.
JIQUILPAN, LA GUERRA CRISTERA Y POSTRIMERÍAS CARDENISTAS
Recuentan historiadores que “La memoria jiquilpense le da a la cristiada en la región explicaciones propias; queda el amargo sabor de lo injusto, sensación de que fue víctima y no protagonista” (Ramos y Rueda 1994, p. 419). Sin contribuir elementos a la causa religiosa que peleó media década contra fuerzas militares desde 1926, Jiquilpan tampoco aportó grandes contribuciones a las fuerzas federales prefiriendo más bien la estrategia de defensa comunitaria. Antecedentes a ello fue la organización entre civiles para proteger su comunidad de bandoleros infames, como Inés Chávez García, una década antes. Pero su mínima participación no evitó necesariamente exponer sus pobladores a sangrientas muestras de lo que ocurría en la región. Cuerpos colgados de
XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013 árboles o desmembrados en caminos rurales, actividades religiosas clandestinas, sospechas y cuestionamientos a veces injustos por parte de autoridades invadieron la cotidianeidad del pueblo.
La Guerra Cristera fue un conflicto entre un movimiento popular de católicos radicalizados, en su mayoría campesinos pobres, incitados por líderes religiosos en contra de fuerzas federales. En el meollo estaban reformas constitucionales que promovían un Estado laico en México y un Estado que regulaba la vida interna de organizaciones religiosas. El proceso puede considerarse efecto colateral de diferencias irresueltas que surgieron tras la Revolución mexicana de 1910. Antecedentes inmediatos incluían choques entre partidos político-religiosos con organismos paraestatales como la Confederación Regional de Obreros Mexicanos (CROM) y la Federación Anticlerical Mexicana que incluso llegaron a formar una “iglesia” propia para competir con la apostólica (Gutiérrez 2007, p. 123). Tras brotes aislados de choques iniciales entre bandos en lugares como el estado de Jalisco, los enfrentamientos se generalizaron a todo el país. El proceso cobró indeterminadas muertes, algunos estudios estimando hasta un cuarto de millón de personas (Danés 2008, p. 82).
Las reformas en cuestión se recuerdan en conjunto como la Ley Calles, dictadas en 1925 por el presidente Plutarco Elías Calles (1877-1945). Daban las herramientas necesarias para cumplir con el Estado laico y la regulación de organismos religiosos que dictaba la Constitución promulgada por los revolucionarios en 1917. Específicamente, sus artículos 3, 5, 24, 27 y 130 requerían registros y dictaban perfiles para ministros de culto y fuertemente presionaban organizaciones religiosas. La Iglesia los consideró intencionalmente anti-católicos por la forma en que criminalizaban prácticas tradicionales, pero no cesaron en aplicarse nacionalmente: Se expulsó del país a 183 clérigos extranjeros y se clausuraron 7 centros de difusión religiosa, 74 conventos, 129 colegios y 18 asilos. Algunos sacerdotes se negaron a solicitar el permiso de la Secretaría de Gobernación para seguir usando inmuebles de propiedad nacional en servicios de culto público. La rebeldía iba en ascenso […] El 25 de julio, el Episcopado declaró que semejante exigencia vulneraba los derechos divinos y que sería un crimen tolerarla y después de haber consultado al Papa Pio XI y obtenido su autorización, ordenaba que a partir del 31 de julio se suspendiera el culto en todos los templos de la República (Enciclopedia de México 1978, tomo II, p. 487).
Posibles polarizaciones político-ideológicas fueron auto-censuradas, a no volverse objeto de sospecha por las autoridades del pueblo: La guerra escondió algunas costumbres y trastocó otras. Desaparecieron las fiestas religiosas populares, las manifestaciones públicas de fe, e incluso ciertas palabras que eran código de relación común: santiguarse, bendecirse, hablar de ciertos temas, etc., dejó de hacerse abiertamente. Pero sólo para privatizarse –en este caso como una forma de clandestinidad: en secreto, las misas y los sacramentos hallaron manera de reproducirse y de arraigar con fuerza (Ramos y Rueda 1994, p. 425).
En Jiquilpan, el inmobiliario de culto se puso bajo resguardo de Juntas vecinales hasta el fin de la Guerra Cristera (Azuela y González 2010, p. 125). Las escuelas de instructores religiosos se cerraron. El templo de San Francisco también cerró sus puertas. Fueron momentos en que se desarrollaron grandes mitificaciones sobre un bando y otro. Por su lado, pro-callistas y anticlericales desarrollaron invenciones que con el tiempo se convirtieron en “mitos urbanos”, sobre muros de conventos rellenados con fetos abortados; promiscuidad e indulgencia de sacerdotes en fiestas particulares. Asimismo opiniones y declaraciones de eclesiásticos circulaban en la clandestinidad afectando a más que unos cuantos de entre la población. Recuenta un pueblerino sobre aquella época que de niño no asistió a la escuela porque “decían que era pecado ir a la escuela del gobierno, a nuestros padres los tenían atemorizados los curas y por eso no fui” (Jesús Martínez Bautista citado en Ramos y Rueda 1984, p. 123). Otros recuerdan la amenaza de excomulgación para aquellos que se atrevían a entrar al Teatro Revolución, un templo expropiado para actos políticos. Estrategia discursiva similar que se repetirá poco después, para desanimar a la población de participar en la creación de ejidos. La advertencia contra el recibir tierras “robadas” de los grandes terratenientes, tuvo cierta extensión, aunque en su mayoría ignorada por la población.
La aplicación de leyes laicas redujo la presencia pública de la Iglesia, pero no se eliminó por completo. Testimonios de aquellos años recuerdan cómo los religiosos de Jiquilpan cambiaron sus alzacuellos y sotanas por vestimenta civil, y las misas se hicieron clandestinas. Pero otra situación se vivió en lugares tan cercanos como San Jo-
XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013 sé de Gracia, Cotija, Cojumatlán y Sahuayo, éste último a aproximadamente quince kilómetros de distancia. Estos sitios volvieron fortines importantes para cristeros y atestiguaron algunos de los enfrentamientos más sangrientos relacionados con el conflicto.
En aquellos años, la villa de Sahuayo, la más cercana a Jiquilpan, continuó con abiertas prácticas religiosas convirtiéndose en un centro de reclutamiento y el fuerte regional de resistencia. No obstante que la afluencia de rancherías propulsó su crecimiento para ahora ser el mayor desarrollo urbano en la Ciénega de Chapala, su posicionamiento la marcó en formas visibles hasta hoy, inicios del siglo XXI. Tanto en aquella época como ahora, el trasfondo religioso-espiritual del conflicto alimentó un sentimiento de pertenencia y de lugar “sagrado”: … en el campo la guerra había tomado características de “guerra santa”. La imaginería popular así la tradujo. Por ello el hacer reliquias con la sangre de los cristeros caídos en batalla o con la de los ejecutados se hizo algo frecuente. Devoción a los mártires rebeldes –independiente de la propaganda católica urbana del Martirologio Mexicano, de alcances restringidos-, héroes más cercanos al pueblo que el gobierno y que la misma alta jerarquía eclesiástica. (Ramos y Rueda 1994, p. 424)
Hoy en día, esta herencia es visible en los pueblos que apoyaron a los cristeros con la continua devoción a mártires, la promoción de rutas de turismo religioso, y conmemoraciones en sitios de detención, tortura y muerte de cristianos rebeldes. Jiquilpan también participa con elementos y prácticas patrimoniales religiosos destacables en la actualidad. No obstante, durante gran parte del siglo XX fue resistente a la radicalización del compromiso de causa, igual que otras contadas poblaciones más alejadas hacia el sur, como Santa Inés y Tocumbo.
Los únicos enfrentamientos registrados de estos tipos dentro de los límites de Jiquilpan se dieron en 1927. El primero de éstos fue más un encuentro inesperado en un callejón tras el cual murieron dos oficiales el 10 de mayo. De mayor interés fue el segundo ocurrido el 24 de octubre, entre cristeros foráneos liderados por Anatolio Partida, originario del pueblo cercano de San José de Gracia, y miembros de la Defensa comunitaria, liderados por Francisco “Pancho” Quiroz, formada apenas unos días antes para ese propósito (Martínez 2001, p. 320-321). La estrategia de los jiquilpenses fue similar al usado cuando enfrentaban una posible embestida del bandolero Inés Chávez García en 1918(Ochoa 1978, pp. 154-157). Se atrincheraron en el templo del Sagrado Corazón, resguardando varios miembros de la comunidad en otras partes. Compiladores de testimonios del evento explican que: En octubre de 1927 se decidieron los cristeros a atacar a la población: tiraron los postes del telégrafo, quemaron el archivo, hubo balazos todo el día. Antes de la refriega, los rebeldes advirtieron a arrieros y campesinos madrugadores, éstos a su vez corrieron la voz y evitaron muertes de civiles. Asimismo, quedaba clara la actitud de los defensores del pueblo, también católicos, ante la existencia de soldados que decían defender la religión: sí, que viviera Cristo Rey, pero que murieran los cristeros (Ramos y Rueda 1994, p. 423)
La fijación de este episodio en la memoria colectiva se fortaleció incluso con corridas poéticas, como la que se presenta a continuación: El veinticuatro de octubre nos servirá de experiencia, la entrada de esos cristeros a pelear con la defensa. Fue en la mañana a las cinco cuando empezó el tiroteo, y los rebeldes decían ¿dónde están que no los veo? Están bien afortinados no asoman ni la nariz. Al cabo los bajamos aunque le hablen a San Luis. Y de la torre contestan desde lo alto del templo:
XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013 Si nos quieren conocer, acérquense para adentro. Somos los de la defensa y también hijos de Dios vengan por cajas de parque aquí está Pancho Quiróz Anatolio qué pensabas que aquí se habían de rendir, aquí hay gallos de capote que pelean hasta morir. (Pancho Medina, con información de Ramón Martínez Ocarariza, citado en Ramos y Rueda 1994, p. 439) La memoria colectiva local registra la disparidad de intensidades de violencia entre pueblos de maneras diferentes y antagónicas. Para algunos, el mínimo involucramiento de jiquilpenses en la cristiada era indicador seguro de su liberalismo históricamente inquebrantable, mientras que otros lo interpretaron de forma distinta: “Aquí nadie se levantó, ¿quién? Donde se levantaron fue en San José de Gracia, Anatolio Partida. Aquí todos muy cobardes, no supieron salir en defensa de sus creencias.” (Emilia Cárdenas citada en Villegas 1984, p. 100). Voces decepcionadas de la aparente pasividad de Jiquilpan ante las reformas callistas, reveladas sólo hasta décadas después, confirman que la homogeneidad ideológica entre la población era ilusoria y que existía una polarización subyacente sobre su carácter patriótico y liberal: “Aquí en Jiquilpan fueron muy pocas las gentes que se rebelaron pero por debajo se oía la conversación de que todos eran partidarios” (Federico Manzo Silva citado en Ramos y Rueda 1994, p. 446).
Reconciliadas las facciones entre el Episcopado y la Secretaría de Gobernación, los Acuerdos que formalizaron la paz pasaron inadvertidos en la memoria popular. Más bien sustituidos por imágenes de voluntades pacíficas de Lázaro Cárdenas: “Y ahí esta[ban] los repiques de campanas de todo el estado de Michoacán en honor del general” (Emilia Cárdenas citada en Villegas, 1984, p. 101). Sin embargo, si tanto los enfrentamientos directos cesaron, el avance gubernamental en contra de la Iglesia continuó.
Poco antes de la presidencia de Cárdenas, entre 1930 y 1932 la Secretaría de Gobernación autorizó la expropiación de alrededor de 14 iglesias y anexos religiosos para uso cívico (Ginzberg, 1999: 152), que era una práctica continuada de apropiar inmobiliario durante la Revolución. Algunos afectados por esto incluyen la Capilla de Guadalupe y el templo jiquilpense del Sagrado Corazón de Jesús cuyas historias de competencia simbólica son útiles repasar aquí.
La Capilla de Guadalupe fue inaugurada en 1919 cuando se presentó por primera vez la Danza de Las amazonas. Duró en funciones religiosas menos de una década. En 1926 se expropió para servicios públicos. Fue, de hecho, el único templo expropiado en Jiquilpan durante las reformas que no se regresó al uso de culto. Después de alojar telares del incipiente proyecto sericícola de Cárdenas, se convirtió finalmente en 1940 en biblioteca pública (Azuela y González 2010, pp. 125-126). Fue entonces que el fresco original dedicado a la Virgen María detrás del desaparecido altar fue destruido o cubierto con murales nacionalistas de José Clemente Orozco (ver Imágenes 3 y 4).
Asimismo, el templo del Sagrado Corazón de Jesús que se empezó a construir en 1882 (Sánchez 1896, p. 158) fue apropiado por civiles desde los años de la revolución mexicana. Fue devuelto para uso religioso en 1945 (Martínez 2001, p. 315). Además de caballeriza para fuerzas federales, en la década de los 1930s fue remodelado como el Teatro Revolución para alojar actos políticos y después como cine. Fuentes locales afirman que también fue logia masónica. La historia está inspirada en la presencia de aproximadamente 36 vitrales con pentagramas que adornan la construcción (ver Imagen 5). También en la existencia de un deteriorado “mapa alegórico” de la República Mexicana como era en 1821, pintado en el muro principal de la nave central. Así como en ruinas de pedestales sobre el mural en que testimonios refieren que descansaban estatuas de los héroes patrióticos Miguel Hidalgo, José María Morelos y Benito Juárez (ver Imagen 6) (Emilia Cárdenas citado en Villegas 1984, p. 100).
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Imágenes 3 y 4. Fresco original de autor desconocido (circa 1919) en entonces Capilla de la Virgen de Guadalupe (fotografía cortesía de la Biblioteca Pública “Gabino Ortiz”); y mural actual de José Clemente Orozco (1940), en la ahora Biblioteca Pública “Gabino Ortiz”, Jiquilpan, Michoacán.
Imágenes 5 y 6. Externo lateral izquierdo del Templo del Sagrado Corazón de Jesús en Jiquilpan, Michoacán, y acercamiento a mural posiblemente de Roberto Cueva del Río (circa 1920s) detrás del altar principal. Existen razones para pensar que la reacción popular ante los hechos fue en su mayoría favorable para el Estado. La memoria colectiva identifica la voluntad de Lázaro Cárdenas como responsable de la pacificación de religiosos radicales y el fin de la Guerra Cristera: “Tanto en Cotija como en San José de Gracia, como en Sahuayo, bastó la presencia, la palabra de él, la honradez, el prestigio, la fe que todos teníamos en él para que todo mundo depusiera las armas” (Amadeo Betancourt citado en Ramos y Manzano, 1982, p. 103). De manera similar, anécdotas populares muestran a esta figura como secretamente religiosa y sin intenciones reales de debilitar a la institución pontificia. Posible pésame por la transformación en biblioteca pública de la antigua Capilla de Guadalupe, con sus frescos originales sustituidos encontró consuelo poco después con la dotación de terreno y comienzos de la construcción de un nuevo santuario, al noroeste de Jiquilpan (Martínez 2001, p. 72). Fue el mismo año que el gobierno federal apoyó a la Iglesia en otras formas también. Más sobre ello, de hecho, es bastante común entre residentes del barrio, la historia sobre cómo Cárdenas en la devolución del templo del Sagrado Corazón a la comunidad religiosa, reveló que debajo de su uniforme tenía una imagen de la Virgen de Guadalupe.
XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013 Voces de la comunidad también apuntan a que la pasividad de Jiquilpan ante el avance anticlerical fue más apoyo a una tradición de pensamiento liberal, como concluyen historiadores de testimonios sobre el enfrentamiento: El balance de la guerra en la mentalidad del jiquilpense no deja dudas: a su pueblo le fue “menos mal” por su liberalismo; en cambio “Sahuayo sufrió más por fanático” […] Para unos el asunto no era más que sobresalto momentáneo. Paro otros era motivo de curiosidad el ver a los colgados y fusilados. Para muchos, placer encontrado, oír a las bandas militares tocar sus marchas y desfilar era parte de la diversión dominguera antes de ir a misa –clandestina en Jiquilpan, en romería en Sahuayo”. (Ramos y Rueda 1994, 9. 426-427)
CONCLUSIONES
El caso de confrontar historias orales en Jiquilpan con los registros historiográficos formales es interesante en que revela discursos en conflicto, pero dialécticamente resueltos en el imaginario colectivo. En ellos se hacen presentes las voces de los diferentes grupos sociales involucrados: cristeros, pro-Estatistas, artistas, religiosos. Horizontes diversos que se comparten en la identidad jiquilpense.
Es posible que la disyuntiva narrativa expuesta aquí, más de interés crítico y académico, en la realidad está conciliada en el imaginario colectivo. Tal como explican historiadores del Archivo de Historia Oral en Jiquilpan “La memoria popular no necesitar tejer uniones de causas y efectos llenos de prolijidades y exactitudes, ni busca las trascendencias de la metahistoria para explicar situaciones vividas” (Ramos y Rueda 1994, p. 420). De modo que redirige nuestros cuestionamientos en direcciones más precisas: ¿qué permite la simultaneidad aparentemente armónica entre la narrativa religiosa y la cívica? Así como ¿cuál es la implicación de esto para el manejo patrimonial en Jiquilpan?
Una forma de entender la convivencia entre narrativas históricamente (durante el siglo XX por lo menos) en tensión, es por la mitificación de la autoimagen del jiquilpense, fortalecida por mitificaciones posteriores de la figura de Lázaro Cárdenas. Aunque pocos de los testimonios revisados que refieren al profundo catolicismo del ex presidente son comprobables, la memoria colectiva lo exculpa de acciones anticlericales realizadas por los revolucionarios durante el primer tercio del siglo XX, y más bien lo colocan en una postura de pacificador, que avanzando la modernidad del país requirió de la infraestructura eclesiástica, aunque en algunos casos sólo temporalmente.
El Archivo de Historia Oral, ahora a cargo de la Unidad Académica de Estudios Regionales en Jiquilpan, documenta que en varias ocasiones el descontento popular ante los avances socialistas del gobierno se hicieron presentes ante el mismo Lázaro Cárdenas (Villegas 1984, p. 101, 446). Incidentes que curiosamente no sembraron descrédito en el General, sino contribuyeron a afianzar su imagen popular como una voluntad independiente superior: “Si [hubiera] sido vengativo, yo creo que quema al pueblo” (Emilia Cárdenas citada en Villegas 1984, p. 101), ilustra lo que se capitula en el imaginario de grandeza sobre Cárdenas. Otros eventos, como la clausura del Cine Revolución y el regreso del templo del Sagrado Corazón a la Iglesia para uso religioso, también evitan que la memoria coloque a afiliados gubernamentales en contra de la fe católica: “El general no fue malo […] Él era cristiano, no perdió su fe, fue un medio que Dios puso para que se acabara esa barbarie del mentado Calles” (100).
La figura resultante de héroe entonces une los extremos ideológicos y las acciones radicales. Interesante también es cómo esta figura metafórica es extensible a otros personajes históricos. Ejemplo de ellos son los sacerdotes aunque ultramontanos que apoyaban la Defensa comunitaria de Jiquilpan ante la invasión de cristeros. De esta forma la personalidad jiquilpense, la imagen que tiene de sí misma, se puede enraizar fácilmente en terreno de lo crítico y de lo moderno. Los boicots por parte de la feligresía, de servicios y sermones anti-agraristas de sacerdotes y la realización de cantos patrióticos en celebraciones religiosas ilustran que la comunidad nunca ha sido un dominio hegemonizado por uno u otro agente. Más precisamente, se descubre como un espacio de constante e histórica negociación entre las partes, con cierto privilegio a los discursos de modernidad y ciudadanía. Resultarían útiles incluso, en algunos casos utilizar las descripciones de “religiosidad cívica” y de “civismo religioso”.
XXXIII Symposium ICOMOS Mexicano, Coatepec, Octubre 2013 La revisión académica y crítica por entender y profundizar en las tensiones y conciliaciones entre discursos, también revela otras problemáticas. La falta de registro e investigación en estas dimensiones patrimoniales, así como la predominancia y delimitación de espacios puede contribuir a la puesta en riesgo de ciertos elementos del patrimonio material e inmaterial. Ilustrando ello están los murales deteriorados en el templo del Sagrado Corazón, la desaparición de las estatuas de héroes nacionales que también albergaba. La desaparición de prácticas artístico-religiosas también se muestra como una realidad, y cuyos rescates se han mostrado complicados.
En el sentido de manejo patrimonial, resultará importante determinar cómo clasificar a varios de estos elementos. Si bien existe cierta facilidad para catalogar al templo del Sagrado Corazón de Jiquilpan como patrimonio material religioso con un pasado cívico es más confusa para la danza de Las amazonas. ¿Esta danza es patrimonio cultural intangible religioso por el contexto en que se celebra, o cívico por el discurso que transmite? Algunos historiadores locales han intentado ya nombrarlas como “profanas”, justificando la precaución de fieles por el anticlericalismo histórico (Martínez 2001, p. 344). Ello continúa compatible con la idea de negociación histórica, pero mantiene sin efecto clarificar su lugar en el inventario patrimonial. En cuanto a la otra práctica destacada, de la Procesión de los faroles, si bien se inserta en una tendencia general del guadalupanismo, falta aún definir su relación con el lugar que siempre desistió a apoyar intereses eclesiásticos. No obstante, sí queda más claro que el hecho de su realización en Jiquilpan, lugar distante de los conflictos cristeros, lo preserva dentro de los lineamientos definidos de expresión religiosa guadalupana. En contraste hipotético, por ejemplo, a que fuera en la ciudad vecina de Sahuayo, bastión cristero, donde no sólo sería religiosa sino una manifestación política además.
La ya mencionada gestora cultural, Guadalupe Ramos, también comparte cuestionamientos similares. Tras sus trabajos de rescate de la danza de Las amazonas, igual que décadas atrás la danza fue auspiciada por la parroquia de San Francisco de Jiquilpan. No obstante, sus reproducciones rescatadas empezaron a salir del contexto religioso, otorgándole otras marcas distintivas, en que: … las danzas pasen de representar una tradición popular religiosa a ser una representación folklórica, o un espectáculo por el que algunos jiquilpenses ya están dispuestos a pagar [... para] su fiesta familiar. Por otro lado, buscando la sobrevivencia de las danzas, podría proponerse a grupos de baile de las escuelas, que las aprendieran y las presentaran. […] No se sabe si la nostalgia y el deseo de permanencia de los más viejos, sea suficiente para mantener esta tradición (Ramos 2013, p. 56).
La reflexión de Ramos se hace pertinente, no sólo porque aborda una práctica social compleja desde sus inicios, sino que el rescate necesitará contemplar cambios contextuales que alterarán su carga de significado. La continuada dependencia en la parroquia, junto con la libertad de reproducir la danza fuera de festividades religiosas, Implica también transformaciones de los espacios y límites de interacción interinstitucional en la política cultural de la comunidad.
Enfatizando las preocupaciones de Ramos, se puede resumir que la atención a transformaciones espaciales y contextuales en que se expresa y se aprecia el patrimonio es central en su manejo y gestión. Las voces asociadas que cargan significados verdaderos para diferentes grupos sociales en diferentes puntos de la historia también pueden ser en ciertos grados volátiles y junto con ellos, vulnerabilizan la preservación de elementos importantes para la identidad comunitaria. No obstante, la narrativa reproducida desde la memoria colectiva son útiles en que guardan suficientes referentes y ejes de significado fijos que pueden servir en estos propósitos.
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RECONOCIMIENTOS
Sinceros agradecimientos al Programa de Becas Posdoctorales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y a la sede de la investigación, la Unidad Académica de Estudios Regionales de la Coordinación de Humanidades (UAER-CoHu) de la UNAM, en Jiquilpan, Michoacán, así como al Archivo de Historia Oral compilado por el Centro de Estudios de la Revolución Mexicana “Lázaro Cárdenas” A.C. a cargo de la UAER-CoHuUNAM.