María Antonieta - Diario secreto de una reina - Contempla Edelvives - Capítulo de muestra

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Diario secreto de una reina Texto e ilustraciones de

Benjamin Lacombe Pr贸logo, asesoramiento y relectura de

C茅cile Berly

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Prólogo de Cécile Berly .................................................................. 5 Capítulo 1 – El final de la infancia ................................................ 12 Capítulo 2 – Los tormentos del amor .......................................... 44 Capítulo 3 – El teatro de la vida ................................................ 62 Capítulo 4 – Una revolución ...................................................... 72 Cuadro cronológico ...................................................................... 94

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Schönbrunn, 21 de abril de 1770

Reglamento para leer todos los meses Hoy, 21 de abril, día de vuestra partida. Cuando despertéis, de inmediato, nada más levantaros, haréis vuestras oraciones matinales de rodillas, además de una breve lectura espiritual, aunque no dure más que medio cuarto

de hora, antes de ocuparos de ninguna otra cosa y de hablar con nadie. Todo depende del buen comienzo del día

y de la intención con la que se arranca, lo que puede convertir incluso las acciones indiferentes en buenas y meritorias. En este punto habéis de ser muy exacta; su ejecución solo depende de vos, y puede redundar en vuestra felicidad espiritual y temporal. Lo mismo sucede con las oraciones nocturnas y el examen de conciencia; pero, insisto, las matinales y la breve lectura espiritual son de suma importancia.

Indicadme siempre qué libro utilizáis. Durante el día os recogeréis tan a menudo como podáis, sobre todo en

la Santa Misa. Espero que acudáis de manera edificante a diario, e incluso dos veces los domingos y los días

festivos, si tal es el uso en vuestra corte. Tanto deseo que os ocupéis de la oración y la buena lectura como

que evitéis introducir o hacer otra cosa distinta de lo que es costumbre en Francia; no hay que pretender nada en particular, ni citar lo que es costumbre aquí, ni ponerlo como ejemplo a seguir. Todo lo contrario, hay que

prestarse por entero a lo que la corte tenga por habitual. Si es posible, después de la sobremesa, y sobre todo los domingos, asistid a los oficios de vísperas y a la salve. No sé si es costumbre en Francia tocar el ángelus, pero a esa hora recogeos, si no en público, al menos de corazón. Haced lo mismo por la noche o cuando paséis

delante de una iglesia o una cruz, pero sin ademanes externos que no sean los consuetos. Nada impide a vuestro

corazón concentrarse y orar íntimamente, pues que la presencia de Dios es a este respecto el único medio en todas las ocasiones; vuestro incomparable padre poseía esta cualidad a la perfección.

Cuando entréis en las iglesias, dejaos imbuir ante todo por el mayor respeto y no seáis presa de vuestra curiosidad, que causa distracción. Seréis el centro de todas las miradas, de modo que no deis escándalo.

En Francia, hay edificación en las iglesias y, en general, en público. No tienen allí, como aquí, oratorios demasiado cómodos, que suelen dar lugar a relajación en la postura y propician la conversación, lo que

escandalizaría en gran manera en Francia. Permaneced de rodillas todo lo que podáis; será la compostura más

conveniente para dar ejemplo. No os permitáis ninguna de esas contorsiones que dan un aire de hipocresía; es preciso evitar este reproche, máxime en ese país. Si vuestro confesor lo aprueba, haréis vuestras devociones cada seis

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semanas, así como los días festivos más importantes, y sobre todo las de la Santísima Virgen. En esos días o en los de vigilia, no olvidéis la devoción particular de vuestra casa por la Santísima Virgen, que también le ha procurado siempre una particular protección.

No leáis ningún libro, por banal que sea, sin obtener antes la aprobación de vuestro confesor. Este punto es si

cabe más necesario en Francia, porque allí se producen sin cesar libros rebosantes de encanto y erudición, muchos

de los cuales son, empero, bajo ese velo de respetabilidad, perniciosos para la religión y las costumbres. Os suplico pues, hija mía, que no leáis ningún libro, ni siquiera un folleto, sin recabar la opinión de vuestro confesor. Exijo de vos, amada hija, esta muestra que es la más real de vuestro cariño y obediencia a los consejos de una buena

madre, que solo mira por vuestro bien y vuestra felicidad. No olvidéis nunca el aniversario de vuestro difunto

y amado padre, y el mío a su debido tiempo. Mientras tanto, podéis aprovechar el de mi cumpleaños para rezar

por mí. En el punto referente a los jesuitas, absteneos por completo de dar explicaciones, ni a favor ni en contra.

Instrucción particular No aceptéis ninguna recomendación; y no escuchéis a nadie, si queréis tranquilidad. No mostréis curiosidad;

es un punto que me infunde especial temor por vos. Evitad cualquier rasgo de familiaridad con la gente común. Preguntad siempre a los señores de Noailles — exigidlo, si es preciso— lo que, como extranjera y deseosa de

agradar en todo a la nación, deberíais hacer, y que os digan sinceramente si hay algo que corregir en vuestro porte, vuestros discursos u otros aspectos. Responded agradablemente a todo el mundo, con gracia y dignidad; podéis

lograrlo, si os lo proponéis. También hay que saber rehusar. En mis Estados y en todo el Imperio, habréis de aceptar todas las peticiones, pero las remitiréis a Starhemberg, o a Schaffgotsch si el primero no estuviere disponible, advirtiendo a todos que enviaréis sus ruegos a Viena y que nada más podéis hacer.

A partir de Estrasburgo, no aceptaréis nada sin consultar al señor o la señora de Noailles, y les remitiréis

a cuantos acudan a vos para hablar de sus asuntos. Prevenid honestamente de que vuestra condición de extranjera no os permite recomendar a nadie ante el rey. Si lo deseáis, podéis añadir, para que vuestra palabra resulte más enérgica: «La emperatriz, mi madre, me ha prohibido expresamente que dé curso a ninguna recomendación».

No tengáis reparo en pedir consejo a todo el mundo y no toméis ninguna decisión por vuestra propia iniciativa. Poseéis una gran ventaja, y es que Starhemberg viajará con vos de Estrasburgo a Compiègne. Es amado en

Francia y os es muy fiel. Podéis decírselo todo y esperarlo todo de sus consejos. Permanecerá en Versalles unos ocho o diez días. Podéis escribirme por su conducto.

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A principios de cada mes, enviaré desde aquí un correo a París. Mientras tanto, podéis preparar vuestras cartas para enviarlas a vuelta de correo. He ordenado a Mercy que las despache con prioridad. También podéis

escribirme por el correo ordinario, pero sobre pocos asuntos y que todo el mundo pueda conocer. No creo que debáis

escribir a vuestra familia, salvo casos particulares y al emperador, con quien os pondréis de acuerdo a este respecto. A mi parecer, podréis seguir escribiendo a vuestro tío y vuestra tía, y también al príncipe Alberto. La reina

de Nápoles desea recibir correspondencia vuestra, a lo que no pongo ningún reparo. Os dará consejo razonable

y de provecho; su ejemplo debe serviros de regla y de estímulo, pues su situación ha sido y sigue siendo en todo

mucho más difícil que la vuestra. Gracias a su espíritu y su deferencia, ha superado todos los inconvenientes, que han sido grandes. Ella me procura consuelo y goza de aprobación general. De modo que podéis escribirle, pero en tal forma que todo el mundo pueda leerlo. Destruid mis cartas, y así podré escribiros más abiertamente, que yo

haré lo mismo con las vuestras. No comentéis los asuntos domésticos de aquí; no son sino temas de escaso interés

y fastidiosos. Sobre vuestra familia habréis de explicaros con veracidad y consideración. Aunque yo no encuentre en ella plena satisfacción, veréis tal vez que en otros lugares es aún peor, que lo de aquí no son más que chiquilladas y celos por pequeñeces, y que en otras partes todo es mucho más enrevesado.

Réstame un punto relativo a los jesuitas. No os manifestéis ni a favor ni en contra de ellos. Os autorizo a que

me citéis y aleguéis que he exigido de vos que no os pronunciéis sobre la materia, ni para bien ni para mal; que os

consta que tienen mi estima, que en mi país han hecho mucho de bueno y que lamentaría perderlos, pero que, si la corte de Roma juzga que debe abolir la orden, no pondré ningún impedimento; que, por lo demás, siempre hablaba de ellos con distinción, pero que en mi entorno no me agradaba oír comentar tan desafortunados asuntos.

[María Teresa de Austria]

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CapĂ­tulo I

El final de la infancia

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Compiègne, 15 de mayo de 1770

Estreno este diario para escribir y, de esa manera, perfeccionar mis cartas, tal y como mi querida madre me lo pidió. ¡Qué no haría yo para darle gusto! Y ello a pesar de que nunca he sentido

una particular inclinación por la escritura. Tal es, sin duda, la razón de que madre se inquiete

tanto. Pero no tiene motivos. Aquí, en Francia, lo que prima es más bien la etiqueta: la conducta, el porte y el atuendo «a la francesa».

No bien llegué al pabellón de madera oculto en medio del Rin, me privaron de cuanto pudiera ser austriaco. Apartáronme de mi gente, arrancáronme de los brazos a mi perrita Mops y

desnudáronme, en sentido literal, ante unos rostros extranjeros. No pude contener las lágrimas

y busqué refugio en los brazos de la condesa de Noailles. La glacial reverencia que me devolvió recordome que debía contenerme y comportarme como una delfina. Rezo para que madre nunca llegue a enterarse…

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Pese a todo, ¡qué hermoso país es este y qué pueblo encantador! Durante el largo trayecto en

carroza hasta mi príncipe, acudieron a mi paso cientos de personas para aclamarme. Francia toda vitoreaba alborozada. Los súbditos del rey vestían unos de blanco y otros con trajes de colores. En lo profundo del bosque de Compiègne conocí al rey y al delfín. Tenía el corazón en un puño.

Una vez más, olvidando la etiqueta, no pude contenerme y me apresuré hacia Su Majestad para hacerle mi más graciosa reverencia. El rey ordenó que me levantara y sonrió.

Ante sus primeras palabras y miradas, parecía que fuera él quien me hacía la corte a mí. ¡Qué hombre extraordinario es el rey! Aún conserva rasgos hermosos y un aspecto magnífico. No sé si debería consignarlo en este cuaderno, pero, al fin y al cabo, es mi diario íntimo. En cambio,

mi decepción fue grande cuando me presentó a su hijo, mi futuro esposo. Nada tienen en común

estos dos hombres. El delfín es un joven de alta estatura y rostro dulce, pero poco despierto, y no se dignó mirarme a los ojos ni pronunciar palabra.

Y pensar que dentro de dos días seremos marido y mujer…

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Versalles, 17 de mayo de 1770

Desde que llegamos a Versalles, he causado gran agitación, y todos se han precipitado para verme. Me han presentado a los príncipes y princesas de la sangre, mi nueva familia. Todo

aquí parece estar, más si cabe que en la corte de Viena, dedicado a las fiestas y la etiqueta.

Los atuendos de los cortesanos compiten en belleza y elegancia. No se puede negar que los franceses poseen un don para la vestimenta.

No conocía a nadie, aparte del abate de Vermond, a quien, por otro lado, no hubiera

lamentado dejar en Austria. Poco me faltarían sus lecciones. Espero que aquí me resulte

más fácil esquivarlo.

Es una ironía que el único que no aparenta tener interés alguno por mí sea aquel con quien

contraje oficialmente matrimonio ayer. En verdad, resulta cómico. A veces tengo la impresión de que el rey se interesa más por mí que el propio delfín. Es el mundo al revés. Ni el abate

ni madre me habían preparado para esto. A decir verdad, no se me concede un solo instante

de intimidad con mi esposo. Quizá debería mostrarme más osada y tomar la iniciativa en el acercamiento…

Bien que no debería confesarlo, añoro Schönbrunn y echo de menos a mi gente… Ojalá me

hubieran dejado quedarme con la pequeña Mops, mi reina. Algunas veces, cuando me despierto sobresaltada, oigo sus gemiditos y rememoro sus ojos tristes clavados en mí cuando la

arrancaron de mis brazos en el pabellón de madera. ¿Qué habrá sido de ella? Espero que mis damas le dispensen buenos cuidados.

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Era «alta, admirablemente compuesta y poseía unos brazos magníficos». «Era el suyo el mejor andar de todas las mujeres de Francia» [...] (Mme. Vigée-Le Brun)

¿Quién no ha soñado nunca con sumergirse en la intimidad de María Antonieta, archiduquesa de Austria, última reina de Francia y de Navarra, mujer célebre y polémica que se ha convertido en un verdadero mito? Esta preciosa edición ilustrada propone una incursión en su universo íntimo. El cuaderno, dirigido por Benjamin Lacombe bajo la atenta mirada de Cécile Berly, historiadora y especialista en este personaje, mezcla algunas cartas auténticas escritas por María Antonieta, su madre, María Teresa de Austria, y otras personas de su entorno más cercano con el relato ficticio del diario íntimo. Una obra excepcional para los amantes de la historia y de los libros ilustrados.

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