Volumen II - COLECTIVO CONTRAMAR

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COLECTIVO CONTRAMAR

VOLUMEN II

BUENOS AIRES PRIMAVERA 2014


El mundo sin nosotros. Editorial

Cuento La ciudad es tuya Los músculos de la mano La furia de Seis Punto ciego La jaula del Tigre Manual de cultivo

Ensayo Fernando Pessoa a germinar Entrevistas Sin miedo al ridículo, Maxi Prietto

Dinosaurio de la calle, Payaso Chacovachi

Cuelgue Hawthorne y sus musgos, de Herman Melville

El ámbar gris, fragmento zipeado de Moby Dick

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VOL. II

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3 Los textos, el diseño y la edición de

este volumen fueron trabajados por COLECTIVO CONTRAMAR: Martín Vallejos, Dino Schwaab, Nicolás Gelmini, Javier Yanantuoni. Colaboran en este número: Dino Dilhos, Amílcar Bo.

23 29 40 79 87 109 Se puede acceder al material de esta revista en:

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responsable: COLECTIVO CONTRAMAR, Av. Juan Martín de Pueyrredón 1132, dto 58, CP: 1121, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. COLECTIVO CONTRAMAR - VOLUMEN II Buenos Aires - Primavera 2014 ISSN 2250-7744

Esta publicación tiene reservados algunos derechos de autor según la licencia Creative Commons.


El mundo sin nosotros Editorial

¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado? cuando cuento, estamos sólo tú y yo juntos, pero cuando miro hacia el camino blanco siempre hay otro caminando a tu lado deslizándose envuelto en un manto pardo, encapuchado no sé si es hombre o mujer -Pero, ¿quién es ese, a tu otro lado?

Diríase que no hemos estado en todo este tiempo. Diríase que el mundo es eso, ha sido eso: dos, cinco, diez años sin nosotros. Como en el cuento de Fitzgerald, La década perdida, o como cualquier drogón o borracho, hemos estado ausentes del mundo. Disipados, y como en una suerte de exilio. Colgados, viviendo colgados… ¿Nos hemos vuelto insensibles, o por el contrario demasiado sensibles? ¿Hemos estado naciendo, o hemos estado muriendo? ¿O podría decirse también que esto es el limbo, que aquí no hay en verdad ni vivos ni muertos? El tiempo está detenido, una situación x se repite. Nos movemos, cambiamos de trabajo, de residencia, cambiamos de amistades, de novios y novias, cambiamos de música, probamos nuevas drogas. Pero la jaula sigue, ¿no parece, incluso, más cerrada que antes? Es como despertar siempre al mismo sueño, la misma voz. Las mismas salidas. Los mismos planes. Las mismas trampas. Los mismos fracasos. Compulsión de repetición, eterno ciclo, o Día de la marmota. Es toda una trama sensible lo que se repite, un modo de sentir, de procesar los –y proceder con– los afectos. Y como reverso ese pasar furioso de los días, los mismos días, de ese tiempo que se escurre cruel, que se va y se va, y nos deja de piedra. ¿Qué es ya un año? ¿Qué son cinco? Veinte años no es nada, ¿cómo?

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T. S. Elliot, La tierra baldía


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¡Veinte años! Pero es así, el tiempo pasa como el agua entre las manos, los días son segundos, tic tac, tic tac, tic… Ya se fue, otro día, otro mes, otro año, otra década… ¿Qué cosa está detenida? ¿Qué, lo que pasa tan frenéticamente? El corazón, ¿lo tenemos aún? ¿No lo hemos dejado de registrar, como si ya no emitiese signos, ya no palpitara, como bloqueado? Y en la cabeza una fiebre continua, que no se apaga nunca, que no nos deja dormir, ni despertar. Pedal a fondo y caja de cambios en punto muerto. Un desierto crece en el corazón, y un gran basurero infesta y acelera el cráneo.

Escena. Nos encontramos con una amiga en la calle. Hacía años que no la veíamos. Estaba igual, no había cambiado nada; excepto esas arrugas en la frente, y esos ojos que nos miraban desde el fondo, hundidos, idos, con registro paranoico. En un momento nos dijo, como quien informa para ponerse al día, que se le había muerto la madre, “¿Sabían que se murió mi vieja?”. Nosotros sólo atinamos a preguntarle: ¿y cómo te pegó?, y de inmediato pensamos que era una pregunta innecesaria y tonta, salida sólo por salir y por decir algo. Pero ella nos respondió que en verdad no sabía, “no sé… yo en verdad no estuve mucho, es como si todo hubiese pasado sin mí”. Se cierran las puertas, nadie llora aquí. Ya no se siente, algo bloquea el registro. ¿Fantasmas, zombies, habitantes del limbo? Nuestra amiga no estaba así por la muerte de su madre, a modo de “shock postraumático”. El “shock” venía de antes, y no tenía como causa un acontecimiento exterior trágico e inesperado. Ella simplemente se vio en eso, eso que la impregnó por años con un ambiente como de amnesia. Un agujero allí, ningún recuerdo… nada… nada. “Es raro, pero tengo una laguna. No sé qué hice en todo este tiempo. Ni qué hice, ni qué dejé de hacer”.

Pero también el reverso, una especie de hiper-“sensibilidad” enfermiza, una reacción instantánea ante cualquier cosa, euforia, exaltación, y un hundimiento prolongado… Experiencias pequeñas e insignificantes que calan muy hondo, demasiado hondo y nos desgarran. Una pequeña noticia que no es más que un rasguño, y al otro día un no-querer levantarse de la cama. Mejor dormir, apagarse, suspenderse. Desconectarse. Mejor quedar tendido en ese momento de irresolución. Mejor no enterarse de nada, hacer como si el mundo no existiese. Mejor autocompadecerse, aferrarse a la herida como un último refugio de estabilidad.


De un lado y otro, desinflados o hiperexitados, sin ganas de nada y en retirada o con el deseo puesto a la orden del día como hoja a merced del viento, el cuadro parece ser el de un desmadre, un desborde, de una incapacidad creciente para determinarnos, para elegir, para elaborar y tomar decisiones: heteronomía. La heteronomía se define por la imposibilidad de plantarse, imposibilidad que se asienta en el miedo –el miedo de los dormidos. Y tiene como reverso el ansia de control. A veces parece que tomar una mínima decisión requiere de nosotros un esfuerzo sobrehumano. La inercia nos hurta permanentemente esa capacidad, la de decidir. Nos dejamos ir tan fácil… y cuánto más nos dejamos ir, más difícil es encontrar sentido a las cosas, más difícil nos resulta aprisionar y retener, sentir; crece, por tanto, el desapego al mundo. Es un cuadro peligroso. ¿Adónde iremos a parar por este camino? La inercia es una de esas cosas que se alimentan de sí mismas. El bolo de nieve crece a medida que cae y cae más fuerte a medida que crece. Y entonces, en esta in-organización completa que es nuestra vida, en este caos vergonzoso y humillante, aparece esa terrible ansia de control, de planificar de una vez y para siempre nuestro mundo, nuestra vida. Partimos los días en mil pedazos, las horas en minutos, en segundos. Todo bien planificado y calculado, partiendo de ideas que son prejuicios. Que nada escape a nuestro control, ni siquiera los divertimentos –y así, nunca nos abandonamos realmente a nada, pues todo es una idea abstracta en la cabeza antes que ser una experiencia vivida, concreta.

La inercia del cuerpo… No deja de ser uno de los poderes con los que se cuenta, la inercia no es algo meramente negativo: es una fuerza positiva, neutra. Tiende hacia tal lado o hacia tal otro, según nosotros y las circunstancias. Por lo tanto, el problema de cómo ir contra la inercia es cómo usarla. Porque esa inercia –es

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O nos da por envidiar la vida otros, el éxito de otros, su destreza, su movilidad en este mundo. A veces desearíamos ser un jefe narco, de esos que vivieron quinientas mil vidas en apenas treinta años. Se hicieron ricos, fueron a la cárcel, volvieron a ser pobres y luego otra vez ricos. Y a los treinta años un tiro en la cabeza los dejó fritos, ¡qué envidia! ¡Qué vida…! ¡Cómo quisiéramos…! Y miramos atrás y vemos un largo tiempo perdido, como si lo único que hubiésemos hecho es eso: perder tiempo. Entonces suena la campana: ¡adiós juventud! ¿Pero qué nos espera, delante? Una juventud tardía mantiene joven durante mucho tiempo.


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decir: la muerte, la oscuridad– que tira de nosotros y nos lleva es ya un poder, es ya un deseo. Por eso, si tu inercia es muy grande, no deberías angustiarte por no poder vencerla: mejor comienza por alegrarte de ese poder en vos, y piensa que cuanto más fuerte mejor –como dice Don Juan a Castaneda: mientras más terco seas, mejor será cuando al fin logres cambiarte. ¿Por qué lado puede esa inercia tuya ser enganchada a otra cosa? ¿De qué lado pierde tu bote? Piensa, el punto más débil y el más fuerte suelen coincidir.

Se trata de usar esa inercia, de adquirir dominio sobre ella. Pero ¿qué significa aquí adquirir dominio? ¿Cómo dominar justamente eso, la inercia que disipa la intensidad del deseo y/o la desparrama en el camino que ya hemos marcado, que ya está marcado? Además de ligar la inercia a otra cosa, hay que aprisionar, retener, “acumular poder” (Castaneda). Plantarse no es otra cosa que lograr la serenidad suficiente para adquirir dominio sobre una situación al mismo tiempo que nos abandonamos a ella. Serenidad no es tranquilidad. La tranquilidad es un calmante que nos hace restablecer prontamente el equilibrio; así podemos tener dulces sueños, y una trampa recurrente. La serenidad en cambio es la adquisición del dominio necesario para abandonarse en una situación de desequilibrio, tratando de encontrar un equilibrio que no sea una retirada sino un deslizamiento, un pequeño cambio de coordenadas; así nos quita el sueño y mantiene alertas. ¡Ay, el tesoro que no ves, la inocencia que no ves! El ingenuo es un personaje entrañable, su virtud es estar abierto a historias increíbles –lo que no puede ni el cínico ni el demagogo. Si es verdad, como sostenía Baudrillard, que cada vez nos dejamos seducir menos, ello se debe a que aquellas cosas que nos ligan tienden a ser más bien una idea prefijada o una imagen en la cabeza (una interpretación) antes que una experiencia abierta a la transformación. No dejarse seducir significa responder automáticamente al conjunto de estímulos ya ligados en nosotros de antemano, según nuestro ambiente social. Lo contrario del ingenuo, del seducido, del desconcertado, aquel que está abierto a ligar su atención a los lados desconocidos de las cosas, a un mundo que no previó y que se le abre sin que él le oponga resistencia alguna, dejándose ir mansamente por allí. Se necesitan ciertas dosis de ingenuidad para dejarse


ir tras algo desconocido1; eso, y no ser ignorantes y estúpidos o fanáticos. Ser ingenuos, y herirnos: eso es todo.

¿Dónde, hacia dónde vamos cuando no estamos, cuando el mundo no está en nosotros? Es una especie de exilio interior, como si dijésemos “adentro de nosotros mismos”, cavando un pozo de modo involuntario. ¿Cavando un pozo, o girando en la nada del Yo?

Todo lo que ata es, en algún modo, placentero. El dolor dice “pasa”, pero todo placer pretende eternidad, inmensa eternidad. He aquí la importancia del sufrimiento: el dolor puede traer la necesidad de salir, de establecer una paralela respecto de lo que somos, de lo que hacemos. El dolor fuerza, obliga, despierta, siempre y cuando no emprendamos la retirada. ¿Pero hasta dónde es esto suficiente? ¿No debería estar actuando ya otra cosa, algo que oriente y nos saque de la Nada? ¿Cómo ligarse, cómo engancharse a otra cosa? Hay que seducir al cuerpo, es necesario la belleza y el arte. Es necesario que el gusto se nos haya arruinado al menos una vez. Es necesario que un libro nos haya tirado toda la biblioteca abajo. Es necesario hacer algún viaje –y todos lo hacemos al menos una vez. Si no estás conforme con tu vida, es porque has tenido algún pequeño viaje. Algo te ha conmovido, desplazado, herido; pero ¿quién quiere viajar sólo una vez en la vida? El sufrimiento tiene muchas ventajas. Hace al hombre más interesante –también, menos entrometido. El sufrimiento cava, hace cavar, comprende, fuerza a comprender. Nos hace menos insensibles, y también más duros. Además, hay un goce en el sufrimiento, la “voluptuosidad del dolor de muelas”, tal como nos la comenta aquel tan extraño y tan contemporáneo hombre del subsuelo: En estos casos no rabiamos en silencio: gemimos. Pero estos gemidos carecen de sinceridad: hay en ellos cierta malignidad.

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Estar encerrado, ¿qué es? Tiene que ser muchas cosas. En primer lugar, la capacidad de registro embotada, somnolienta, aturdida. Es como decir que no se está, que el mundo es un rumor lejano que irrita si se lo tiene demasiado cerca. El mundo como algo ajeno y separado, el cuerpo propio como algo que se nos arrebata, quedando como resto para soportar todo eso nuestro Yo, nuestro mundo particular, nuestro querido. Estar encerrado también es estar centrado –o policentrado. Pero comenzar a cavar es iniciar un leve deslizamiento. Y cavando, sabemos, no se da sino con la superficie, sólo que en otra parte, al otro lado, al lado.


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Y ahí está justamente el quid de la cuestión. Estos gemidos expresan el placer del que sufre: si no experimentara cierto placer al quejarse, dejaría de hacerlo. Si nos quejamos del dolor de muelas, no es por dolor sino por placer. Lo que significa que somos capaces de ejercer crueldad con nosotros mismos, que podemos gozar –que de hecho lo hacemos por defecto– con nuestro sufrimiento (la autocompasión es un prolongado y “delicioso” martirio). No tiene sentido, por tanto, la pretensión de deshacernos de esta crueldad, de anularla. Hay que poder usarla, y ver claramente con qué otras cosas puede engancharse, componerse. Hay una crueldad que debilita y hay una crueldad que fortalece. Es necesario, entonces, ante todo, tener una estrategia en la cual pueda entrar a jugar la crueldad y le de un sentido y un uso diferente al espontáneo e inmediato –arraigado en nosotros por una larga inercia. El tesoro de los inocentes –los milagros que van a estar de tu lado–, tiene como condición de posibilidad un uso estratégico de la crueldad. Lo mismo la insensibilidad. No es a-priori algo Bueno o Malo. Hay que ver en relación con qué actúa: una cosa es la dureza de un empresario, otra la de un artista o un luchador social. Porque ligarse al mundo (cosa que ya lo estamos: el mundo ya nos ha ligado), es decir a problemas colectivos, no puede realizarse sin cierta distancia. Yo sólo quería tranquilidad absoluta para pensar por qué había desarrollado en mí una actitud triste hacia la tristeza, una actitud melancólica hacia la melancolía y una actitud trágica hacia la tragedia: por qué había llegado a identificarme con los objetos de mi horror o compasión. Una identificación semejante supone la muerte de todo logro. Es algo como eso lo que les impide funcionar a los locos. ¿Cómo volverse insensible para poder sentirlo “todo”? ¿Cómo vincularnos con el mundo sin ser arrasados, como hojas al viento, por la inercia de su lógica? La insensibilidad, lo mismo que la crueldad, nos surge como tema a la hora de intentar responder a la cuestión de cómo volverse un poquito más fuerte como para poder ir contra nosotros. Pero este “ir contra nosotros” no es cómo a partir de nuestra razón o conciencia ir contra nuestros afectos, sino establecer de modo preciso con qué afectos nos dejamos componer, cuáles dejar circular, cuáles, y cómo y cuándo, en cambio conviene bloquear, y el papel de la conciencia y nuestro poder de decisión en ello –la conciencia como un afecto dominante entre un conjunto de afectos. Por lo mismo, tampoco se trata de ir contra todo en nosotros, sino siempre contra una parte y en pos de una estrategia de


Todo esto también es un asunto de gusto. El gusto es aquel sentido que no tiene vuelta atrás: una vez probado un buen vino, el vino malo será siempre malo. Pero el gusto, el sabor, el cuerpo, la robustez de algo se adquiere en una serie, en una repetición, a partir de cierto entrenamiento: hay que aprender a degustar el vino. Hay restricciones que poner a nuestro mal gusto, y esto es un trabajo que se realiza sobre el cuerpo –pues es el cuerpo quien saborea. A este respecto, se trata de evitar ser afectados de fealdad y disponernos para la belleza. Pero lo “Feo” y lo “Bello” se dicen en primer lugar de lo físico, de la cantidad de energía: son hechos energéticos. Luego, refieren a un problema de conocimiento, de aprendizaje y descubrimiento. Lo feo es aquello que inhibe el descubrimiento, la exploración; lo bello lo que lo estimula. Lo feo es la reducción del deseo y de la experiencia a un mecanismo automático, estupidizante e irreflexivo. Lo bello en cambio es la ampliación del umbral de la experiencia (ampliación perceptiva, sensorial, deseante), una vida un poquito más rica, un poquito más compleja, un deseo un poquito más vivo, una llama un poquito más prolongada e intensa. Lo feo, al inhibir el descubrimiento, reduce también la cantidad de energía: a esto le llamamos tristeza; lo feo es la descarga

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conjunto. No se trata de volverse fuerte en abstracto, “porque sí”: más bien hay que comenzar por relegar ese viejo sueño de ser un hombre completo al motón de basura de nuestro pasado. Porque aquí es donde podemos terminar girando en el vacío –en la nada. Hay un modo de proceder, que es también un pensamiento, que está arraigado en nosotros, que constituye una parte importante de nuestra herencia: la pretensión de reformar toda nuestra vida (algo que se da en muy diferentes personas y con muy diferentes fines), la voluntad moderna de una reprogramación total (hoy en día, a cargo del individuo aislado, siendo su responsabilidad y por lo tanto su culpa si no puede lograrlo). Planeado en abstracto, como intención meramente abstracta, esto no puede funcionar. Nunca funciona, de hecho. Pretendemos partir de cero cada día, cada vez, como una idea más fija y más rabiosa a medida que más vana se nos revela. Fracasamos siempre la misma fórmula, pero ¡qué consuelo para la noche y el dormir es la expectativa de que al otro día finalmente lo haremos, que nos haremos caso! Hay que empezar por aquel tipo de resistencia que uno pueda vencer. Y pensar para qué, con qué sentido a la vez claro y difuso puede componerse, orientarse. Y probar y bendecir sea el resultado que sea –y aquí sí, fracasa de nuevo, fracasa mejor.


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puramente funcional y sin sentido de la energía pulsional –en este sentido puede ser con frecuencia lo inmediatamente agradable, confortable, pero tiene siempre un lado de tribulación. En definitiva lo bello es la potencia y lo feo el Poder (en términos deleuzianos). Desligarse del Poder, y ligarse a la potencia, entonces: todo un entrenamiento sobre el cuerpo, todo un trabajo de restricciones y exploraciones corporales. No hemos estado, el mundo ha sido sin nosotros, o no hemos tenido mundo, pero esta experiencia nos ha terminado por desplazar –justo cuando nos creíamos más yoicos que nunca. Hemos entrevisto algunas cosas que antes permanecían confundidas en el mismo fondo difuso de la experiencia. Hemos entrevisto un cuerpo, un cuerpo común, un nosotros sensible. Es el cuerpo que la fenomenología de Merleau Ponty llama intercuerpo, es el cuerpo que Franco Berardi soñó encontrar en Oriente; en ambos el modelo es el de las dos manos que se tocan: Cuando mi mano derecha toca mi mano izquierda, yo la siento como una “cosa física”, pero en el mismo momento, si consiento, un acontecimiento extraordinario se produce: he aquí que mi mano izquierda también empieza a sentir mi mano derecha. La cosa física se anima, –o más exactamente permanece lo que era, el acontecimiento no la enriquece, pero una potencia exploradora viene a posarse sobre ella o a habitarla. Así pues me toco tocando, mi cuerpo cumple «una suerte de reflexión». En él, por él, no hay sólo relación de sentido único del que siente a lo que siente: la relación se invierte, la mano tocada se hace tocante, y estoy obligado a decir que el tacto está aquí extendido en el cuerpo, que el cuerpo es «cosa sintiente», «sujetoobjeto». (…) Si, al estrechar la mano de otro hombre, tengo evidencia de su “ser–ahí”, es porque ella sustituye a mi mano izquierda, porque mi cuerpo anexa el cuerpo del otro en esta «suerte de reflexión» de la que paradojalmente es el asiento. Mis dos manos son «copresentes» o «coexisten» porque son las manos de un solo cuerpo: el otro aparece por extensión de esta copresencia, él y yo somos como los órganos de una sola inter-corporeidad. Este cuerpo es el cuerpo de la continuidad entre Tú y Yo, Ellos y Nosotros, Otro-Yo; es el cuerpo en el que estas categorías no cuentan –en principio. Este cuerpo lo comprende, lo toca y lo palpa cualquier pareja que se haya deseado lo suficiente; esa cualquier pareja ya no se pregunta, por ejemplo, si hacer o no algo teniendo en cuenta el sufrimiento que pueda llegar a producir en el otro, pues saben que las piñas que se dan son también las que se reciben: ellos comprenden este cuerpo en donde sufrir y hacer sufrir, y gozar y hacer gozar,


Es este cuerpo sobre el cual se interviene. Es sobre este cuerpo que debemos desarrollar nuevas distancias y nuevos acercamientos, nuevos adioses y nuevos encuentros. Y para esto hay que hacerse otro cuerpo a su vez. Un cuerpo al borde del contexto, a modo de barco o balsa, o de isla. Un cuerpo que sea como una nueva soledad, una más amplia, más rica. Un cuerpo cruel que acuchille y ría. Un cuerpo con la suficiente templanza como para poder ir contra este nosotros sensible inmediatamente dado. Un cuerpo que sea como una red a partir de la cual seleccionar qué de este otro cuerpo queremos que pase y qué no, siendo la selección misma un compromiso con un sentido que no está. Nosotros estamos presentes en muchos de tus llantos y risas, sí, porque los compartimos, porque son tuyos y son nuestros. Conocemos todos esos años de fumar confundida en una cocina alquilada2. Y sin embargo desconocemos cómo se respira al otro lado, desconocemos el sentido futuro, el vigor futuro, el dolor futuro. Así nos dijo nuestra amiga: A veces creo sentir el dolor del mundo. A veces estoy tan alejada de todo, que no me puedo sentir ni a mí misma. A veces sueño canciones desconocidas, ¡si soy tan mala para cantar! ¿Quién es eso que canta en sueños? ¿Quién ha tejido esa melodía? ¿Quién es ese, a tu otro lado?

Es nuestra sensibilidad y nuestra percepción lo que debe rearmarse, reagruparse, deslizarse, emigrar hacia nuevas coordenadas, nuevas orientaciones. Y para esto es necesario todo un trabajo de despersonalización del deseo, todo un desaprender, un desandar. Hay que empezarlo “todo” una segunda vez, “todo” hay que desandarlo: el amor y su falsedad sentimentalista, el dolor y sus investiduras egoístas... Lo que nos es querido siempre queda atrás, dice la canción. Debe quedar atrás. Vivir no puede reducirse a sobrevivir a menos que sea en relación a ese otro lado del mundo, que es aquello que nos trabaja y nos mantiene vivos matándonos a cada minuto. Y esta muerte no es más que un límite, allí donde

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es lo mismo. Es este cuerpo también quien nos hace llorar ante cualquier canción que rememore muertos de una época en que aún no nacíamos. Es este cuerpo quien nos hace alegrar ante una noticia que no nos concierne. ¿No lo ves en la calle, al cruzarte con otra persona? ¿No lo palpas? Está cada vez que vamos por la calle y sentimos que ella nos responde y le pertenecemos, o cuando esquiamos una ladera nevada y sentimos que le pertenecemos a las tablas que nos sostienen, o cuando dos personas desconocidas de súbito se comprenden.


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se evidencia la desgracia de ser lo que somos y donde asoma la promesa de otro lado. Ese límite en donde nuestras fuerzas decaen y acrecientan en distintas direcciones, dependiendo de nosotros. Hay que ver claro y tener una estrategia. Es necesario pensar. Y pensar posiblemente sea una forma de la asimilación o de la contemplación, pero esta contemplación es propia no ya de una posición pasiva sino, como los sensores de un murciélago, de un esfuerzo por orientarse a medida que se hace espacio.

La apuesta –el propósito– finalmente es reconciliar pensamiento y práctica, cabeza y corazón. Limpiar esa cabezota febril e hinchada de abstracciones tristes, llena de ideas sin corazón. Limpiarla y dejarla blanca para otras cosas, otras cosas que lleguen al corazón o por las cuales el corazón se eleve, se “espiritualice” –un afecto dominante, elegido por nosotros, como conciencia. Un devenir sensual del cerebro. Un pensamiento capaz de aprisionar o retener quantums de intensidad no-ligados. Un deseo capaz de proyectarse, es decir de des-ligarse y re-ligarse. Aquí se necesita tanto apego como desapego, aquí es necesario aprender y desaprender. Lo importante es poder montar una pequeña máquina de seducción que sea para nosotros una memoria –un comprometerse incluso cuando no se crea, cuando no se sienta– y un llamado –una clara voz informe que envuelva la promesa de otro lado, de otro mundo de posibles. Colectivo Contramar Octubre 2014

Notas 1 Este ir tras algo desconocido no lo consideramos tanto una idea como una posibilidad a experimentar, que es también la posibilidad de otro modo de vida, y que en este sentido es también la posibilidad de otro punto de vista, de otra perspectiva. 2 Vas por la calle / entre la gente / mirás sus caras, sin alma / caras de muerte / y ves todos esos carteles / alrededor / que ni te entienden / o fumás, confundida / en una cocina alquilada / llena de desolación. / Buscás en la heladera días feriados, / buscás en el feriado algo para ver. / Se te está cerrando la jaula, / y a mí también. / Se te está cerrando la jaula, / y el ataúd. (Los viejos, Maxi Prietto - Fragmento).


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Fernando Pessoa a germinar Javier Yanantuoni

“El genio es insania sanada por la dilución en lo abstracto, como un veneno convertido en medicamento a través de una mezcla. Su producto característico es la novedad abstracta –esto es, una novedad conforme, en el fondo, a las leyes particulares de la enfermedad mental–. La esencia del genio es la desadaptación al medio; es por esa razón que el genio (salvo que sea acompañado por el talento o el ingenio) es generalmente incomprendido en su medio.” (Eróstrato, fragmento 19)

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I. Pessoa al Premio Clarín Recientemente volví a un libro, el único de mi biblioteca con las hojas amarillentas y sin ser aún de los más viejos. Fue lo primero que leí de Pessoa. Supe de este autor por una escritora que en dos mil y pico pegó el salto del Premio Clarín de novela, y dijo en una entrevista que si tuviera que llevarse sólo un libro a una isla desierta elegiría el Libro del Desasosiego, cuyo autor es uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, Bernardo Soares. En aquel momento busqué ese libro por Corrientes; estaba muy caro, así que compré otro que valía la mitad: Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad1. No conocía nada de Pessoa, ya les digo; ni qué era Eróstrato, ni tampoco conocía teoría alguna de la inmortalidad más que las imágenes del catecismo y de la Biblia. Como casi todo en Pessoa, Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad es un material recuperado pos mortem por el grupo de investigadores que se ocupó de su obra. No sería una obra si no fuera por ese equipo de peones que pensó hacer algo con las cuarenta mil páginas que se encontraron en un baúl, a los pies de su cama, en Lisboa. Según Wikipedia, Eróstratro es un personaje de la historia griega que quiso incendiar el templo más hermoso de la hélade

1 Fernando Pessoa, Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad, Buenos Aires, Emecé, 2001.


Los dos ensayos que integran el libro reflexionan, el primero, Eróstrato, sobre las condiciones de la fama, de la celebridad de un autor en un mundo agitado y que está de punta, y, el segundo, Impermanencia, sobre los criterios para evaluar una obra literaria. Podría pensarse que el punto de vista dominante en ambos ensayos, teniendo en cuenta su trayectoria en el asunto, Pessoa no publica más que un libro de poesía, Mensagem, y algunos poemas en antologías y revistas que dirigió o integró, es la de un intelectual crítico de los requisitos de la fama y que ha optado por la autonomía y la tranquilidad de un trabajo silencioso. Pero teniendo presente los prólogos que indagan los motivos de su reconocimiento pos mortem y la insistencia del tema en su propia obra nos queda la impresión de que el portugués quería, ¡él también! su salto, su club de jazz, su premio Clarín. Como si, del mismo modo que Eróstrato, él también hubiese planeado incendiar el más bello de los templos, su propio trabajo, con el fin de ser recordado. Recuerdo que en la primera lectura de ambos ensayos presté mucha atención a los símbolos que se introducían en el texto y con los que el grupo de investigadores –que seguramente esperaba hacer mucha guita con el regalito– indicaba que tal intervención estaba en lugar de lo que en el original era un “espacio dejado en blanco por el autor”, una “palabra o frase ilegible”. O bien que se trataba de una “palabra agregada por el editor”, o de una “lectura conjetural”. Estas eran todas las posibilidades que excusaban la interrupción del texto y aparecían en él con un símbolo: un rectángulo vacío, tres puntos suspensivos entre corchetes, corchetes separando la palabra agregada, un signo de interrogación que indicaba la lectura conjetural. Muy básico yo, pensaba que

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para inmortalizar su nombre propio. “En cita de Valerio Máximo: «Se descubrió que un hombre había planeado incendiar el templo de Diana en Éfeso, de tal modo que por la destrucción del más bello de los edificios su nombre sería conocido en el mundo entero»” En psicología se denomina Complejo de Eróstrato a la dinámica por la que alguien busca sobresalir y ser reconocido por los demás, a cualquier precio. Pero ni las teorías psicológicas ni Wikipedia titilaban aún cuando este ladrido turbó el alma soñadora de un individuo cualquiera de la antigüedad. Irónicamente, el plan se concretó debido a que los gobernantes prohibieron se repitiese tal nombre y fundó un modelo paradójicamente estoico de impermanencia.


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la culpa de casi no haber comprendido ninguno de los textos de Eróstrato tenía que ver con esos signos, con la intervención del grupejo parasitario y la liviandad con que habían sido escritas esas notas. Ya el título no representaba nada para mí, y era más bien un cartel, un pasacalle: ¡Eróstrato y la búsqueda de lo que quiso decir acá Fernando Pessoa, en ésta o esta otra lectura conjetural entre corchetes! Me había acercado estando en cero, y con quién más podría habérmelas agarrado si no era con los investigadores y su servicio de parcheo.

Cuando volví recientemente al libro, con otras opiniones, esa forma de tapar los baches volvió a interponerse. Por ejemplo en este caso: “La civilización moderna descansa sobre tres principios –la Cultura Griega, el Orden Romano y la Moral Cristiana. Cultura Griega significa racionalismo individualista, y cada vez que una nación europea se ha apartado de este elemento fundamental, ha caído o ha sido derrotada. El Orden Romano significa el concepto de Estado como Imperio, y cada vez que una nación europea ha perdido el sentido de esto, ha caído o se ha vulgarizado. La Moral Cristiana significa el []”. (Eróstrato, fragmento 28) La idea se corta, el pensamiento se trunca, algo del ritmo y de la construcción misma del sueño que sigue a la lectura tropieza con el sopapo del investigador. ¡Un atropello! No es lo mismo que una nota al pie. En ese caso se ofrece una continuación, ayudas específicas, rápidas, aclaraciones, obsesiones del traductor o del autor mismo que, aunque a veces celebren sus miserias, aceleran la lectura y te ceban. El rectángulo es una duda que no se resuelve. Y una duda trágicamente transmitida y que pasó como una burbuja mortal por la jeringa. Allí no se comprende bien la letra, quizás la palabra fue escrita mientras con la otra mano Pessoa prendía la pipa, se quemaba la nariz haciéndolo e involuntariamente en el salto se perdía una síntesis deslumbrante; acaso estaba demasiado cansado, a esa hora de la noche, para corregirla; y si finalmente todo iría a parar al baúl a los pies de la cama, ¿qué importancia tenía el arreglo? Pero he aquí que estás pensando mal, corazón. Me molestaba esa intervención del grupo de investigadores como si su servicio no fuese satisfactorio, es verdad, no obstante también es cierto que esa fue mi puerta de entrada al texto. La obra de Pessoa no parece una obra sistemáticamente constituida, o que responda a una serie programática de libros, a la construcción de una ciudad imaginaria, sino más bien parece


En la lectura de Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad te queda la sensación de que la incomprensión de Pessoa tiene grupo, se ha vuelto carne. Esa inadaptación o desborde del medio que sería uno de los componentes de la celebridad se hacía carne en el trabajo de la comunidad de investigadores. Y mi situación era la de haber entrado a la obra de Pessoa a través de esa presencia del grupito, una especie de multitud que curiosea e intenta descifrar. Un caso más del siglo de la atención, del tratamiento interpretativo en el que no sólo no se ocultan los procedimientos de la interpretación, sino que tienen su propio protagonismo. Todo muy científico y muy Rial a la vez. El grupo de investigación tiene su propio protagonismo en la lectura de Pessoa, y puntualmente en Eróstrato, cuando no hace análisis del grupo sanguíneo para hacer una transfusión, construye un baypass y repara el canal. El olor a quirófano es continuo.

Pero no hay un solo grupo en la lectura de Pessoa, sino dos grupos, y se superponen. Quizá eso acentúa esa figura merodeando la obstinación de Pessoa en no publicar. El grupo de los investigadores y el de los heterónimos, que podrían ser el mismo salvo porque unos son fantasmas y otros no. Es difícil decir quién es quién cuando el primer grupo que atendió la incomprensión de Pessoa, su inadecuación al medio, su característica específica e incluso su falta de fama, es el que constituyen sus personajes. Dejamos ahora la discusión de si las creaciones traen al autor, o si el autor domina a sus creaturas; nos interesa en cambio la decisión de Pessoa de crearse un grupo que lo atienda antes que dejar el asunto en manos de profesionales. Nos seduce el valor que eso requiere, el peligro, y el hecho de haberlo puesto ahí, para los que derraparon en la noche translúcida del espectáculo.

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un vasto campo al que han ido a parar los papeles que se llevó un ventarrón. Eso no implica, sin embargo, que el movimiento que lleva, infla y forma las frases, que corre como la sangre y brota carezca de principios y de cierta búsqueda. Precisamente el trabajo de los investigadores fue recorrer esa distancia entre la dispersión en la que nos llega la lectura de un autor y sus propósitos estéticos, sus motivaciones, sus procedimientos. Acaso anticipándose al manoseo que le daría la muchachada, Pessoa sugería actuar y comportarse como si te estuvieran mirando todo el tiempo.


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II. Sala de reencarnaciones El trabajo de soldado y rectificación que, a posteriori, hacen los mecánicos sobre cada desarreglo, inevitablemente se nota. Del mismo modo, el deterioro de toda realización requiere una atención continua, y siempre algo caótica porque el sistema de turnos funciona bien al principio pero pronto empiezan las faltas, los entretelones, el que cada uno quiera ser como se le cante y mejor que el del al lado. Alrededor de 1930 Pessoa escribía: “La distancia entre Henry Ford y John Milton es siempre más grande en el tren de vuelta. La realización es la muerte, porque es el fin. Los románticos se sobreviven, son encarnaciones perpetuas de sí mismos.” (Eróstrato, fragmento 26) Ford representó el progreso, el modelo exitoso para satisfacer las necesidades de las masas a través de la industria. Casi cualquier interés podía avanzar por la cadena de montaje y quedar expuesto a las intervenciones de los operarios, flamantes dueños de sus propios coches. Pero la civilización que promovía Ford era la misma que lo sentenciaba al olvido, inscripto como automatismo en los códigos de la producción. “Cuando un admirador de Marconi habla de ondas hertzianas, habla como de algo que Marconi hubiera creado, y no sabe que existe un hombre llamado Hertz. Eso es la civilización.” (Eróstrato, Fragmento 68) En las cadenas de montaje de nuestro corazón moderno, no disponemos de una pieza que funcione con Milton, por el contrario, éste vuelve a imponerse como una conmoción de infraestructura; afuera, del otro lado del teléfono, una madre se pellizca la puntilla del delantal ante la incertidumbre de cómo afrontará la familia el próximo alquiler. Ni la madre ni el operario saben cómo afrontar la reencarnación de Milton a través suyo. Cuando apelaron al ludismo obtuvieron toda una industria de la literatura.


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Ahora que, supuestamente, no tenemos quemas de bibliotecas en las que se pudieran perder los originales del arte de toda una cultura, ¿cuánto tiempo más tendremos a Milton y Shakespeare y Pessoa entre nosotros? Para siempre, pues hay grupos que comen de ellos, más sus numerosos grupos familiares, y las pretensiones de cada integrante, y las luchas por las herencias cuando el núcleo familiar se divide, y los codos mordisqueados. Sí, tenemos Shakespeare y Pessoa manoseados por siempre... y sus reencarnadores trabajaremos febrilmente para que no dejen de aparecer. Para eso hemos desarrollado cientos de formatos, de superficies, de situaciones en las que son desconocidos e incomprendidos, y en las que se renueva su capacidad para sorprender y emocionar. Les hemos dado un tratamiento artesanal, industrial y ahora también uno médico. Los hemos interpretado para saber qué decía o qué significaba tal verso porque eso nos reparaba, y después encontramos que algo similar ocurría cuando se lo dábamos a conocer a otros. Ha pasado también que, teniendo la cura a mano, desparramamos el veneno por ahí cosa de sacar unos pesos. Y todo esto en un momento en que, como decía Arlt, “hay quienes a los que la preocupación por divertirse les produce surmenage”. No es algo nuevo, no es nuevo que la literatura forme parte de la industria del entretenimiento; hoy Henry Ford adopta semanalmente una careta distinta y a veces se convierte en el fantasma Henry Milton. Después de la Primera Guerra Mundial y de los años locos norteamericanos, donde la figura moderna de la fama, vinculada al cine y al jazz, se convierte en un parámetro de swing de la vida occidental, Pessoa dice: “Vivimos muy lentamente, y esa es la razón por la que nos aburrimos tan fácil. La vida se ha tornado un campo para nosotros. No trabajamos lo suficiente y fingimos que trabajamos demasiado. Nos movemos muy rápido desde un punto en donde no hay nada que hacer hasta otro donde no hay nada que hacer, y llamamos a eso la prisa febril de la vida moderna. No se trata de la fiebre de la prisa, sino de la prisa por la fiebre. La vida moderna es un ocio agitado, un apartarse agitado del movimiento ordenado.” (Eróstrato, Fragmento 34) ¡Quién pudiera seguirle el ritmo al loco del entretenimiento! Es un bebop, un foxtrot, un chamamé, una cumbia, un rock; de un ventrículo al otro se iluminan los fotogramas de lo podríamos ser, y corre la cinta de lo que fuiste. El campo del entretenimiento es vastísimo y en él ocio y supervivencia se confunden. Hemos perdido a muchos que no consiguieron hallarse en ese campo.


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Muchos. Muchos que cayeron en las trampas de la vida moderna y sólo obtuvieron de ella la fiebre. Tal vez por eso nos pusimos el ambo y dijimos que no era posible permitir otras Bovary, que había que controlar esa locura. Echamos entonces un poco de responsabilidad en el terreno de las obras con el fin de capturar lo específico y diferenciarlo de lo inadecuado. Para conseguirlo tuvimos que dejar que se nos pegue y nos atraviese la insania que ya había acabado con nuestros compañeros, y así la encarnamos. Nos convertimos en una comunidad terapéutica. Reconocemos que hemos mandado a muchos al destierro y no nos ha importado que provinieran de la literatura, de las élites, de herencias insanas o del magazine televisivo. Hemos apartado a muchos desencajados que no alcanzaron a seguir el ritmo de la vida moderna. Por eso cuando se pregunta ¿qué libro te llevarías a una isla desierta?, en el mismo acto de predestinarlos al destierro les permitimos hacer ese único llamado establecido por derecho: Hola ¿por qué me acaban de mandar a una isla desierta? ¿Pueden explicarme? La ganadora del premio Clarín había elegido a un baqueano de tierras baldías, quien en el despegue de la borrachera del siglo optó por poblar con un grupo de heterónimos su galvanizada soledad. III. No reconocer tu sombra

Conocemos dos soluciones para el caso de la isla desierta, dos caminos trazados para Robinson Crusoe2. Uno es el Robinson de Daniel Defoe que reconstruye su cultura de origen pero extendiéndola, ahora, sobre una nueva superficie y así cubrirse de la intemperie de la isla. Otro, en cambio, es el camino de Michel Tournier quien busca nuevos fines para Robinson junto con la isla desierta, complementándose con ella. Produce nuevos placeres y no vuelve nunca más a su antiguo hogar porque no ha dejado de generar atmósferas que hicieran habitables los nuevos territorios. Hay en la tierra un conocimiento del cielo, parece decirnos Turnier, y Robinson tiene que dejar entrar en sí la tierra, la arena, el mar y la isla para comprender también las tormentas, los vientos, el sol y al cielo. Se forma, pues, una nueva naturaleza. En nuestro siglo interpretativo nos hemos cansado de hacer las cosas a la manera del Robinson-Defoe. Como decíamos, esa fue la estrategia para evitar que los que entraban a la lectura, los operarios y destinatarios de la industria del entretenimiento, 2 Gilles Deleuze, “Fantasma y literatura moderna”, en Lógica del sentido, Buenos Aires, Paidós, 1967.


En el Libro del Desasosiego hay una expresión que todavía no termino de comprender, pero sé que fue escrita en una isla desierta: “Dijo Amiel que un paisaje es un estado de alma, pero esa frase tiene la gracia endeble de los soñadores débiles. Desde que el paisaje es paisaje, deja de ser un estado de alma. (…)“Más exacto seria decir que un estado de alma es un paisaje; la frase tendría la ventaja de no contener la mentira de una teoría, sino tan solo la verdad de una metáfora.” (Libro del Desasosiego, fragmento 72, p. 105). Levantadas las comillas y con la jungla dentro, la supervivencia se confunde con la banalidad de un click. Una isla desierta se nos ha pegado como el sarampión, y nos ha enviciado. No basta tener en nuestras manos el estaño con el que puentear, el catéter y el selenio; somos eso. Vamos produciendo otras naturalezas en los mismos procedimientos que nos damos; profesionalizamos un área, se desplaza una población, nuestro gran reino quedó atrás. La incomprensión de Pessoa gira dentro de nosotros como el rumor ahogado de un monte deforestado. Su modelo de impermanencia, la planificación censurada de un sueño que no obstante se realiza, convoca al aspecto grupal de la voluntad, al aspecto planificable, técnico que se da a conocer en los sentimientos de cada uno de nosotros. Sólo lo que tiene capacidad de ordenarse, de dominar(se) puede crecer. No importa la moral que los englobe, importa el procedimiento que da vitalidad: comprensiones montañosas, asimilaciones estelares. Trabajar pacientemente, con fervor, la tierra en la que cada letra se apuntala en una isla desertificada, cuya gramilla otros verán verdecer.

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confundieran las cosas y tuviéramos que internarlos o enviarlos a una isla desierta. Y funcionó, al punto que desbordamos todos los sistemas de encierro. Sin embargo, ahora que una burbuja mortal nos ronda dentro de nuestra carne, no hay ya tiempo de interpretar. Todo en nosotros es hoy parche y reparación e investigación. Corchetes. O camillas. Que son casi lo mismo. Al tiempo que se fueron llenando los corchetes fuimos requiriendo más investigadores y médicos idóneos, hasta hoy que, algo aturdidos por el refinamiento de los criterios científicos, ante una burocracia enorme y con autonomía para tumbar gobiernos, hoy, cuando es de noche y sabemos que casi nadie nos ve, probamos sacando los corchetes y dejándolos sobre la mesa: el almuerzo está desnudo. Qué locura… Las primeras lágrimas que saltan son emociones. Emocionarse por cosas que nunca antes te habían interesado, aunque eso implique, como en el Robinson de Turner, no volver a casa.


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Estar a la hora del mundo. Esa es la relación entre imperceptible, indiscernible, impersonal, las tres virtudes. Reducirse a una línea abstracta, a un trazo, para encontrar su zona de indiscernibilidad con otros trazos, y entrar así en la haecceidada como en la impersonalidad del creador. Entonces uno es como la hierba: ha creado una multitud, ha hecho de todo el mundo un devenir, puesto que ha creado un mundo necesariamente comunicante, puesto que ha suprimido de sí mismo todo lo que le impedía circular entre las cosas, y crecer en medio de ellas. Ha cambiado el ‘todo’, el artículo indefinido, el infinitivo-devenir y el nombre propio al que uno está reducido. Saturar, eliminar, ponerlo todo.” (Mil Mesetas, p. 282) “Cuando la hierba crezca encima de mi sepultura, sea ésta la señal para que me olviden del todo. La Naturaleza nunca se acuerda, y por eso es bella. Y si tuvieran la necesidad enfermiza de ‘interpretar’ la hierba verde sobre mi sepultura, digan que continúo para verdecer y ser natural.” (Alberto Caeiro, El guardador de rebaños)


La ciudad es tuya

Las situaciones más extremas que Villegas había imaginado que alguna vez tendría que afrontar no pasaban de incidentes más bien elementales, no muy apartados de su vida cotidiana de trabajador rural. En todo caso, no incluían manejar una Grand Vitara por la ruta 39 a 160 kilómetros por hora con la hija del patrón en el asiento trasero desangrándose por una herida en la pierna. Sin embargo, y a pesar de lo peculiar de esa situación, Villegas la había encarado con frialdad, y se sentía sorprendido y hasta orgulloso por la forma en que había reaccionado. Eran las nueve de la mañana (él estaba en el galpón desde las siete y media) cuando escuchó los gritos de dolor y de auxilio, incluso oyó su nombre (después dudaría si lo había oído o no). Sabía que ese día iba a estar trabajando solo, que en la casa estaría solo Valeria. Los gritos lo sacaron del galpón y vio a Valeria parada en una sola pierna, con la otra sobre el alambrado, con las púas clavadas más o menos a la mitad del muslo. Villegas corrió, la ayudó a zafarse y la sentó en el pasto; la sangre salía en grandes gotas, como el agua de un caño agrietado. Villegas le hizo un torniquete con su camisa. Luego corrió a la casa, tomó las llaves de la camioneta y subió a Valeria al asiento trasero. Se dirigió veloz al hospital de la ciudad. Hacía tres años que Valeria había abandonado el campo-casa paterna para volverse una citadina. Vivía en la ciudad e iba al campo algunos fines de semana, casi siempre, cuando sus padres no estaban. Ese fin de semana había estado dando vueltas por la estancia, como si no la reconociera; Villegas la veía activa, despreocupada. Sabía, o más bien deducía, que no le gustaba que sus padres la trataran como a una niña de la ciudad, siendo que ella había vivido su infancia y adolescencia en el campo. Villegas y Valeria no tenían contacto entre sí más allá de saludarse por las mañanas; la veneración que Villegas sentía por los patrones, transferida a Valeria, lo llevaba a una timidez humillante en su trato para con ella: apenas la miraba a lo ojos, apenas le dirigía la palabra. Valeria, por su parte, había aceptado ese trato, más por comodidad que por aspereza de carácter. Para ella Villegas era un pariente, un pariente pobre, más que un peón. Villegas pensaba en todo eso mientras manejaba a gran velocidad por la semidestruida ruta 39. La Grand Vitara -“ágil y confiable”- era

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Nicolás Gelmini Juri


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cero kilómetro y Villegas la aceleraba sin miedo. Esquivaba un pozo o una deformidad del asfalto y miraba por el retrovisor la figura pálida de Valeria, que respiraba con dificultad, con los brazos caídos; la miraba un segundo y apartaba la vista. No hablaban. La sangre seguía goteando, a pesar de la presión con que había ajustado el torniquete, y todavía faltaban veinte kilómetros por esa ruta que el patrón, una vez, había comparado con Sarajevo. Intentó pensar en su destino y olvidar la situación, olvidar la idea de hablarle, de consolarla, de darle ánimos; así conduciría mejor. Le preocupaba mantener la distancia. No sería él el primero en hablar. La primera vez que se habían saludado (un fin de semana común, un par de meses atrás) Villegas había mirado levemente a los ojos a Valeria. Se había quitado la boina y se habían dado la mano. Habían intercambiado sus nombres; fue la única vez que cruzaron palabras fuera de los saludos rituales, y la única vez que Villegas levantó la mirada del suelo para dirigirla hacia ella. Luego, al notar cómo Valeria se manejaba por el lugar con habilidad, Villegas había sentido una curiosidad un tanto paternal, porque la veía desenvuelta y ducha con las tareas de campo pero su aspecto la denunciaba frágil. Alguna vez la había espiado -con sutileza, inconcientemente- en ciertas tareas como barnizar una ventana vieja o cambiar una bisagra, y había sentido el impulso de ayudarla, de darle una mano, para al instante entender que esa ayuda sería una ofensa para Valeria. Ella nunca pedía ayuda: cuando se había ido a la ciudad, sus padres habían puesto en duda su capacidad de supervivencia y ella había respondido yéndose una mañana sin decir ni pedir nada. Villegas se había enterado de eso durante alguna poco común tarde de vino junto al patrón. La Grand Vitara mordió la banquina y Villegas la acomodó como un experto del volante. Atravesaban Villa Horacio y Villegas percibió, por su respiración, que Valeria se debilitaba. Por mirarla no pudo esquivar un cadáver de zorro aplastado sobre la ruta y necesitó un pequeño volantazo para reestabilizar el vehículo. Se percataba de que era buen conductor. Imaginaba qué otra habilidad poseería que aún no conociera. Quizás fuera bueno para los negocios, como el patrón, o para estudiar en la ciudad y trabajar, como los veterinarios o los agrimensores, dos veces por semana ganando tres o cuatro veces más, o para correr en auto, un buen piloto de autos, pero solo había podido ver las carreras desde afuera. Una imagen clara apareció en su cabeza, mientras todo a su alrededor perdía consistencia. La Grand Vitara volvió a morder la banquina.


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El trecho desde el campo hasta la ciudad Villegas lo hacía al menos una vez a la semana, así que tenía establecida la sucesión de lugares por los que pasaría: después de Villa Horacio venía el hipódromo, después el rulo de la ruta 14, la rotonda, el ciervo, el monumento. Llegaban al hipódromo, y Valeria tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Mientras aceleraba, Villegas recordó las veces que había considerado hablarle a Valeria. Los patrones eran gente hosca, no antipática sino comedida, lo que antes se decía gente del campo. Valeria en cambio conocía el campo y conocía la ciudad, y tenía su misma edad. Un fin de semana se enteró que al siguiente los patrones se irían al norte. Especulando con la visita de Valeria, Villegas había ideado una serie de temas de conversación más o menos inteligentes. Pero finalmente aquel fin de semana los patrones no se fueron, y Valeria no fue al campo. Toda su idea le hizo sentir un estúpido, meditando en su calma, tapado hasta el cuello. ¿Qué podría tener él que a ella le llamara la atención? Si se había ido del campo era para no tener que cruzarse con gente como él. No podría hablar más que dos minutos. Por algo ella no se le acercaba. Era mejor así. El recuerdo frustrado lo llevó de vuelta a la ruta, al cruce de la 14, al volante del que se aferró y al acelerador que apretó con fuerza. La observó por el espejo, el pelo negro y la expresión cansada y aturdida, las lágrimas. Quería llegar, tenía que llegar al hospital, ésa era su tarea. Entró al acceso y esquivó tantos vehículos como pudo. Tenía por delante tres semáforos y dos lomos de burro que franquear. Muy pocos autos usaban los cruces que esos semáforos regulaban; si los encontraba en rojo los pasaría sin más advertencias que unos cuantos bocinazos. Varios conductores lo miraron cuando los sobrepasaba, por la derecha o por la izquierda. Disfrutaba de pensar que un patrullero lo intentara detener. Se relamía pensando en una posible anécdota heroica si Valeria no se desangraba antes de llegar al hospital –lo cual haría del hecho una historia demasiado trágica y le quitaría todo su heroísmo. La anécdota quedaría en él, no se la podría contar a nadie, pero no por eso sería menos entretenida de recordar: aparecerían vacas cruzando la ruta 39, que en un tramo y debido a unas obras tendría una sola mano y habría sido necesario meterse en la banquina, que estaría llena de barro, con grandes charcos; un embotellamiento lo obligaría a hacer un rodeo por un camino de tierra, donde la Grand Vitara se comportaría como un verdadero vehículo off road. Pensó unas cuantas variables más, cuidándose de no caer en la inverosimilitud, pero la cercanía de los lomos de burro y un camión que sobrepasaba a otro lo hicieron volver. Si se tiraba a la derecha, por la banquina, podría sobrepasar a los dos camiones y eludir el lomo de burro en un mismo movimiento. Miró a Valeria;


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no parecía consciente. Se decidió y se lanzó a la tierra. El camión de la derecha, al verlo, le tocó una bocina con una melodía graciosa. La maniobra era arriesgada y fue exitosa. Adelante, el primer semáforo rojo mostraba el cruce desierto. Lo atravesó a 120 kilómetros por hora. Los autos que esperaban el verde lo censuraron con sus bocinas. Luego de la fallida visita de Valeria, Villegas había pasado más de una noche pensando en ella. En lo que haría en la ciudad. Él había visitado la ciudad alguna vez, sin entenderla nunca. No le generaba rechazo, simplemente estaba bien adaptado al campo y por eso había buscado trabajo en los campos cercanos a Gobernador Mansilla. Alguien (quizás el patrón, o su mujer) alguna vez había usado la frase la vida nueva de la ciudad; para Villegas era toda una definición. Pero desde que sabía de la existencia de Valeria se preguntaba por ella, por lo que la atraía de todo aquello, incluso había planeado una escapada a la ciudad, no para cruzársela en una esquina, lo que lo habría matado de vergüenza, sino para investigar el modo de vida del lugar. En ausencia de los patrones había encendido y manejado un poco la Grand Vitara y mirado televisión; se entretuvo, pero no mucho más. Volvió luego sobre las preguntas que había pensado en hacerle a Valeria, y aunque había habido alguna visita más, había decidido que esperaría a que ella se le acercara para, quizás, hacérselas. Ella tendría que necesitarlo para algo, para alguna mínima cosa. Luego, ante la indiferencia de Valeria, había olvidado todo y dejado de pensar en ella. Le parecía más cómodo ensimismarse y dedicarse a lo suyo. Si hubiera sido posible, la habría dejado de saludar. -¡Vamos…! –dijo Villegas en voz alta, como dándose aliento, al encontrar el segundo semáforo vacío. Su propia voz lo sorprendió y se sintió un poco ridículo. Miró el retrovisor y encontró en él los ojos de Valeria, entreabiertos y expectantes a su grito. Apartó la vista de ellos. Faltaban dos semáforos, que llegaron junto con el pico de estrés máximo de Villegas, a pesar de que el acceso se iba de a poco vaciando y era todo más sencillo. Procuró abstraerse de la situación y actuar de modo automático: llegaría al hospital lo más rápido que pudiera, sin fijarse cómo estaba Valeria, sin enfocarse en los obstáculos del camino y sin pensar. Sentía la transpiración salirse de los poros de su cabeza y axilas y lo invadía el calor corporal. Abrió la ventanilla y respiró con fuerza el aire que entró ruidoso. A lo lejos vio la rotonda que debía tomar hacia la izquierda para llegar al hospital. Atravesó el segundo cruce de semáforos sin dificultades, tomó una curva abierta y llegó al segundo lomo de burro, en el cual debió frenar, pues era imposible salvarlo por la banquina. El último semáforo no funcionaba, pero en éste Villegas fue más precavido. Después de eso debía rodear la


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rotonda para salir por la izquierda, hacia el hospital. La tomó con tanta velocidad que Valeria se desacomodó en su asiento y emitió un quejido. En su cabeza había desaparecido la idea de salvarle la vida a Valeria y solo quedaba el impulso de llegar al hospital. La rotonda también estaba vacía y solo a lo lejos, saliendo de la ciudad, un camión se acercaba con pereza. Villegas tomó el camino al hospital y aceleró por última vez la Grand Vitara. El hospital estaba a unos ochocientos metros de la rotonda. Mientras los recorría Villegas se sintió triunfal y repentinamente cansado. Giró el volante y entró en la explanada del hospital con violencia, deteniéndose frente a la puerta, sin bajarse. Los médicos de guardia se acercaron al notar la brusca llegada de la Grand Vitara. Mientras sacaban a Valeria del auto y la subían a una camilla, Villegas seguía sentado en el asiento del chofer, con una ligera sonrisa. Una enfermera le preguntó varias veces qué había pasado, de dónde venían, cómo se llamaba la chica. Villegas la miraba con la mente en blanco. Al final le contestó, simulando no saber nada de Valeria. -La encontré en el camino viejo a San Justo –dijo despreocupado. No sabía qué pensaba Valeria de todo aquello. Supuso que ella no quería que se sepa del incidente. La dejaría que se arregle. Estacionó y se quedó en una sala de espera mientras atendían a Valeria. Ya no estaba interesado en ella, más bien quería saber el resultado de lo que consideraba una proeza. Repasaba esos últimos cuarenta minutos y revisaba cada acontecimiento. Le daban ganas de volver a vivirlos, cada cosa que había hecho bien, como un acto desinteresado, inverosímil y fenomenal. Su vida había adquirido un status superior. En esos pensamientos estaba cuando, pasados unos treinta minutos, se le acercó un médico. -Perdió un poco de sangre, pero está estabilizada. Fue la señal que Villegas necesitaba; con una sonrisa le agradeció y se retiró. En el camino de vuelta, apenas al salir del acceso, un gran cartel promocionaba el nuevo modelo de la camioneta que estaba conduciendo. Debajo de una foto en la que recorría un oscuro y vacío paisaje urbano, que la hacía parecer monumental, se leía: Nueva Grand Vitara. La ciudad es tuya. Pasó el resto del día trabajando y oteándola, como advirtiéndole a un cómplice de guardar silencio. Su hazaña no lo perturbó hasta la noche, cuando recordó momento por momento. A la llegada de los patrones el domingo a la noche, Villegas ocultó su hazaña y solo contó las tareas que había hecho. La sorpresa fue cuando le preguntaron por la presencia de Valeria, pero él ya estaba resuelto a ocultar todo, a guardarse su heroicidad. -No estuvo por acá. Habrá tenido alguna cosa que hacer. Pasaron tres semanas de quietud, y el cuarto fin de semana


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luego del accidente Valeria apareció en el campo, ilesa y callada. Villegas estaba en el galpón y ella llegó caminando, sin siquiera renguear. Al verla sintió un escalofrío. Los padres salieron a saludarla, hacía muchos meses que no se veían. Villegas espió la escena con una máxima curiosidad. Los espiados entraron a la casa y dejaron a Villegas agobiado de preguntas. No podía acercarse a Valeria, y prefería que ella olvidara todo. ¿O quizás le contaría a los patrones lo que había ocurrido? Él quedaría entonces mal parado, había ocultado todo. Hizo grandes esfuerzos por no pensar. Por momentos sentía que su cuerpo se quemaba. Pasó así toda la jornada, no sabía si Valeria contaría algo o no; sólo quería huir de allí, declararse culpable, ¿pero de qué? Podía explicarlo todo si… -Hola –la voz sonó con suavidad. Villegas se dio vuelta al instante. Valeria tenía una sonrisa que a él le pareció aniñada. -Hola –devolvió Villegas. Ella se acercó mirando a su alrededor. -Me imaginé que no habías dicho nada. Gracias. -Sí, si. De nada. No fue muy a propósito. -Bueno, pero gracias igual. Mirá –Valeria se levantó la pollera para mostrarle el muslo aún vendado, casi curado. Villegas se agachó para mirarlo. -Increíble. Se curó. -Sí –dijo Valeria mirándolo con atención-. Quería… bueno, quería decirte gracias. Por lo del otro día, y por lo de después. -No fue nada –tardó en responder Villegas. Valeria se quedó mirándolo a los ojos, analizándolo; Villegas no entendía la situación. Quería que durara pero que terminara de una vez. No podía decir nada, no sabía qué decir. Mantuvo sus ojos en los de ella todo el tiempo que pudo, apretando los puños y transpirando. Valeria amagó una nueva sonrisa y Villegas bajó los ojos al suelo, respirando casi aliviado. Valeria movió los labios. -Bueno, me tengo que ir. Podemos hablar, cuando venga otra vez –Villegas volvió a mirarla a los ojos-. Chau. Valeria dio unos pasos hacia atrás antes de darse vuelta. Villegas vio su silueta en la puerta del galpón, alejándose despacio. Sabía que todo aquello había sido suficiente para ella. Había ido a despedirse, ya no volvería al campo. El accidente le había servido de lección. Para Villegas eso había sido todo. Estaba triste, pero tranquilo. Valeria se paró a mirarlo una vez más desde la puerta, pero él ya estaba moviendo unas enormes bolsas.


Los músculos de la mano

Apenas hay un resplandor en los fondos de Villa Elisa, pero aún no amaneció. Me anudo la bufanda y empiezo a bajar por alguna calle que corte las vías del tren cosa de tomarme el Roca hasta la ciudad. Hace un frío pelón. La humedad debió ensancharme los huesos desde dentro como si fuesen grisines porque a los pocos pasos creo que soy solo huesos y casi nada nervios o fibras, o carne. Por eso flexiono los brazos, los levanto, doblo las piernas, arengo e invito a los músculos a tomar protagonismo en la caminata. Formalmente, hace dos días que estamos en invierno. En la vereda los árboles sacan el pecho; son mayoría los que quedaron desnudos a la altura de las primeras ramas; algunos han perdido sus copas también. El viento pasa entre ellos y yo y empuja las hojas que en el piso se arrastran contra el pavimento. Los cubre apenas una corteza vieja, reseca y tajeada que se desprende por el paso de las hormigas y los gusanos que con tenacidad han ido horadando la madera, de modo que a veces aparece alguno desquiciado en la vereda debido las brisas potentes de esta época. ¿A qué voy a Capital cada mañana? Por trabajo. Como yo hay miles que usan el Roca para llegar al trabajo. La estación es de las primeras que se construyeron a fines del siglo XIX para conectar los puertos de Ensenada y Berisso. En el andén un flaco me pregunta si ese tren lo lleva a Bernal. Lo pienso un instante y le digo que sí: seguro, le digo. Si bien hago este viaje diariamente nunca puedo responder enseguida a preguntas como ésa. Parece una boludez que me esfuerce en ese trámite de ubicar las estaciones. Para colmo… digamos que me gano la vida re-ubicando a las personas. Soy agente de una inmobiliaria y es común que resuelva dudas acerca de dónde se puede alquilar, qué conviene según la situación y la fecha. Debí preguntarle si buscaba alquilar en Bernal… Tenemos inmuebles y proyectos en construcción por todo el conurbano. Al irse el flaco retomo la tarea que me di para el viaje. Siempre digo que vivir lejos del trabajo es comenzar con desventaja. El tiempo de traslado es tiempo perdido que nadie paga. Por eso estoy entrenándome para ir resolviendo asuntos mentalmente. Está lo de afuera y está lo de adentro; y yo soy más bien de idear. Una campana anuncia al tren. Arriba todavía hay mucho lugar. La formación se irá llenando a medida que nos acerquemos a

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Amílcar Bo


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la estación de Constitución hasta casi obturarle el paso a los vendedores. Los vacíos son los que están junto al pasillo pero antes de investigar cuál conviene tomo el primero libre con tal de no demorarme con eso. La tarea para este trayecto es asesorar en la inversión de una repentina herencia. Lucio Iturraspe murió hace dos meses y sus herederos buscan usar el dinero para comprar departamentos y ponerlos en alquiler. Eso es suerte, me dije entonces. El sueño de vivir de rentas. ¿Quién no lo desearía en este vagón? Pero abdico también de irme por ahí. Además hay algunas zonas poco claras en esta situación, que no deberían importarme, pero que seguí con notas al pasar. La familia Iturraspe es de Villa Domínico. No obstante el finado hizo algo de guita en Capital trabajando de farmacéutico, y luego como dueño de tres farmacias ubicadas en Barracas y Pompeya. Con el verso del fin de milenio y la amenaza de un posible cambio de vientos en el mercado farmacéutico –la entrada de cadenas con precios insuperables– un amigo le recomendó vender e Iturraspe, quien, si bien había dedicado su vida a ello, no sentía ningún apego fundamental con el rubro y puso un precio para el paquete y lo entregó en pleno funcionamiento sin que le temblara el pulso. Casi todo el dinero que obtuvo en la venta se lo prestó al mismo amigo que lo asesoró, un empresario que buscaba inversiones destinadas a elevar el nivel de su firma a los mercados bursátiles, y en el intento de conseguirlo se fue con el vendaval del 2002 hacia un espiral de deudas que la llevaron, como quien dice de los pelos a la quiebra. El viejo Iturraspe demandó a la empresa por falta de fondos, e inevitablemente a su amigo. De esta historia supe por Norma, una de las hijas. Incluso de que la justicia había avanzado y se había expedido recientemente. El viejo Iturraspe se cobró con hectáreas de una estancia en Azul que representaban el valor del préstamo más los intereses, más el perjuicio. Viajaba por primera vez para verificar su patrimonio cuando una camioneta se mandó a cruzar imprudentemente la ruta, y habrá sido una distracción que le impidió evitarla, porque de un volantazo casi encima de la Chrevrolet volcó siete veces y frenó en seco contra el largo terraplén que eleva las vías abandonadas que comunicaban Capital y la pampa. Los herederos se encontraron pues con un patrimonio cuyo valor era cinco veces el del préstamo original. Han venido a Caliza Propiedades porque les recomendaron invertir en inmuebles. En efecto, “la inversión que no va al ladrillo se convierte en inflamación” –Caliza dixit. Entonces, ¿dónde convenía comprar? ¿En Capital, en el conurbano, en otro lugar? ¿Éste era el momento apropiado? Para tomar una decisión sólida, en un principio establecí criterios


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de manera que el punto de vista no fuese estrictamente el mío. Y sin embargo la conclusión ya la tenía de antemano, dentro de una intuición íntima y al margen de esquemas especulativos. Se trata de una fabulación que aún no deja de visitarme y que empezó a formarse no bien llegué de la provincia para estudiar en Capital Federal. Me decía, a los diecinueve años, que alguna noche, ayudado con whisky y un camouflage, iba a cruzar el conurbano siguiendo las vías, sin importar que me dirigiera hacia al sur o al oeste mientras las tuviera cerca para guiarme, con el propósito de ver con mis propios ojos cuán peligroso, sombrío, extraño y asombroso podía ser el conurbano que hasta entonces conocía a través de la televisión. Finalmente, nunca lo hice. Pero años después, cuando nos mudamos con mi mujer a Villa Elisa y comencé a viajar en tren, he vuelto a imaginar cómo hubiera sido esa noche, tildado en la ventanilla, mirando pasar las casas del anillo conurbano, simples y barriales, más o menos humildes, y las calles asfaltadas y algo vacías que anteceden las estaciones en las que se amuchan todo tipo de laburantes y desgraciados. Metido en los posibles vericuetos de aquella aventura, que siempre termina en una mesa de bar, frente a un desayuno de café con leche para contrarrestar la bebida con la que hasta la madrugada me he dado aliento, y como ocurre en esos arrebatos de poder y extraña intimidad con el mundo nuevo, suelo pensar que si tuviese a mano una montaña de guita compraría una torre de monoblocs en Berasategui o Bernal. No sé con precisión a cuánto asciende el patrimonio de los Iturraspe, pero ésa era la propuesta que les llevaba para asegurar que su dinero les permitiera vivir sin preocupaciones a ellos y a sus descendientes. De pronto se abre la puerta del vagón en el que voy y entra un guarda pidiendo boletos. Olvidé comprar el mío en la estación. En los primeros asientos ya van sacando el papelito, el guarda los agujerea y los devuelve, fríamente. ¡¿Cómo pude olvidarme?! El gordo sentado a mi lado se sacudió ya tres o cuatro veces en busca del boleto que debe tener algún bolsillo del abrigo de cuero, o en el bolso. Enseguida me cubro con la capucha, todo lo que puedo, dejo caer la cabeza hacia atrás, cierro los ojos. El asiento es pequeño. Mi vecino aún persigue al papelito y se disculpa por los codazos. – Boletos por favor. Ni me muevo. – Enseguida –dice el otro, angustiado. – Boletos –exige el guarda, esperándolo. Un suspiro y por fin que lo tenía. – Boletos –insiste.


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Yo ronco levemente, y aunque más se parece a un catarro o a un problema para respirar, de esos que abundan en la garganta metropolitana que lidia noche y día con el frío y el cigarrillo, funciona. Y funcionó. Sabía que podía funcionar. Es normal que los trabajadores caigamos presa del sueño camino a la oficina o a la obra. Sería una crueldad despertarnos para verificar si pagamos el viaje. Decido permanecer así, durante un tiempo, con los ojos cerrados y me propongo retomar el hilo de los Iturraspe. Una herencia, decíamos. Se busca la inversión más confiable. Monoblocks en el conurbano. Espacios verdes, canchas de fútbol, galpones para talleres junto a los edificios. Escuela de oficios en la misma manzana, en los galpones. Comunidad. Ser trabajador de mañana, futbolista de tarde, parrandero de noche. De vuelta. Docente de mañana. Trabajador de tarde. Tecladista de noche. Aprovechar la fuerza y el sol de la mañana para lijar, cortar y construir camas, sillas, mesas de algarrobo barnizado y fuertes sobre las que podrías bailar, si quisieras, al volver de la fiesta que igualmente brillarían luego de un lustre liviano. Habría periódicamente una reunión, una asamblea para discutir cuestiones como compras colectivas de insumos domésticos, desde dentífricos hasta preservativos. El alquiler mensual o parte del precio total del inmueble podría pagarse con el trabajo en los talleres… ¡oh, setentas! Abro los ojos nuevamente, algo desorientado, y compruebo que hay menos de diez personas en el vagón. El tren avanza meciéndonos en los asientos. Los pasajeros de ahora, a diferencia de los anteriores, parecen disfrutar del sol que entra por las ventanillas y calienta los abrigos. Debo estar en alguna parte del trayecto Constitución – La Plata, y de a poco tomo noción de que ya no asistiré a tiempo a la reunión con los herederos. Nunca me había pasado esto. ¿Cómo consiguió escurrirse el gordo sin despertarme? ¿Se habrá molestado en hacerse lo más delgado posible aunque se quedara sin aire con tal de deslizarse sin tocarme? ¡Y por qué nadie me cacheteó en Constitución! Sigo inmóvil como si estuviesen correteando fantasmas por el pasillo y alguno que otro se desviara hacia mi asiento a censurarme. El día está perdido, me digo.

Nuevamente aparece el guarda. Vuelvo a dejar colgando un brazo. Esta vez no pide boletos. ¿Qué puedo hacer? Intento retomar el hilo del caso Iturraspe para llamarlos a la tarde. Hay un dato fundamental que ya se me estaba pasando. La familia no dispone del valor completo del patrimonio heredado. El


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cuarenta por ciento de la fortuna del viejo Lucio Iturraspe quedó a nombre de un muchacho, el Chiqui Suárez, quien lo acompañó en el negocio de las farmacias desde el comienzo y que ha llegado hará veinte días desde Barcelona, donde vivía como músico. No tenía quince años cuando empezó como cadete, luego se ocupó de trabajos dentro del local, de la limpieza y más tarde en la atención al público. Intentó estudiar farmacia aunque dejó. Sin embargo fue formándose leyendo los prospectos de los medicamentos y con la publicidad. Cuando le notificaron del choque y de que una parte de la herencia, no le anticiparon cuánto, le correspondía se tomó un avión y vino, aún cuando eso implicó arruinar un ciclo de conciertos. Y tal vez su endeble carrera y todo lo que tenía. Norma se resistía a aceptar que una buena parte del patrimonio en herencia quedara en las manos del Chiqui. Dijo: es como si me negaran una parte del cuerpo. Pero en el fondo de la aceptación había aún una fosa: hacía varios años que no se veía con su hija, con la que estaba peleada por guita, decía como resumen de un embrollo de ofendidas, y ahora se presentaba como la novia de uno de los herederos, el Chiqui. Magalí, se llama. Y tiene los hombros chupados, las caderas amplias y un pelo negro que desatado le barre los hombros y la mirada. Incluso detrás de una ventana, desde mi escritorio con poca vista a la calle, se nota ágil como una bailarina. Hace unos días vengo con la idea de convencer a la pareja para que desembolse en el proyecto de los monoblocs, aunque el negocio, por decisión de Norma, ya está casi enteramente inclinado hacia la compra de tres departamentos en Villa Crespo. El muchacho está contado para ese negocio. Si insisto es por Magalí. Esa chica resistente que se despliega a manera de plumaje cuando al chico se arredra en las discusiones. ¡A ella! No obstante algo me detiene: sé que Magalí ha sido siempre la nieta preferida del viejo y su confidente; lo más probable es que él le haya consultado la decisión de dejar el cuarenta por ciento al Chiqui, ese muchacho con el que cada quince días se enchufaba dos horas por teléfono; Magalí le habrá dicho algo así como que cada uno hace lo que quiere con la guita que ganó laburando, pero interiormente habrá pensado que esa frase, muy afín al viejo, era para ella un dicho vacío, y que en cambio tenía un buen día la posibilidad de quedarse con algo de la herencia que su madre no le dejaría. Mi hipótesis, digo, es que la chica viajó a Barcelona a ver al Chiqui, que al fin y al cabo era un tipo término medio con quien se podía estar. Sin haberlo convencido de venirse en el primer intento, Magalí se volvió a Buenos Aires dejándole el típico infierno del viento familiar que ha venido a encendernos y de pronto se va,


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haciéndonos creer que fuimos nosotros quienes ya no podemos retener eso, ni ninguna otra cosa, o sea que la realidad nos esquiva. Siento un zamarreo. – El boleto, señor –dice el guarda, y me enchufa una mirada vigilante directo a los ojos. Quiero armar algo con que a nosotros los trabajadores deberían pagarnos por gastar tantas horas en traslado pero el chancho insiste: – Ya te hiciste el dormido a la ida. – ¿Qué? Bueno –asumí–, tuve un problema familiar, amigo. Mi mujer me dejó, comprenda –digo en tono hemingwayniano para darme fe en el chamullo. – No pude ir a trabajar. – El boleto, por favor. – Me olvidé de sacarlo porque este tema me tiene loco. No te das una idea de cuánto la quiero y lo difícil que se me ha vuelto todo desde que me dejó –le tomo el brazo– Me siento un inútil –le confieso– y ahora además me siento un vago. – Señor –me frunce sin creerme una palabra siquiera– si no tiene el boleto va a tener que pagar una multa por los tres viajes que lleva en el tren –dice sin parpadear, como si viniera diciéndolo desde el primer vagón y a esta altura sólo le salieran las palabras justas, en el tono suficiente y sin una mueca de más. – Se va a tener que bajar en la próxima estación. Allí podrá abonar la multa. – Amigo… –insisto– Le digo que tuve problemas en casa, y que estoy juntando fuerzas para ir allá y hablar una vez más con ella y con los pibes. – O si prefiere puede pagarla ahora, yo le firmo un recibo –dice mientras saca un pequeño talonario de un bolsillo oculto y una lapicera bordó. Hará una hora que casi sin notarlo el sol nos fue calentando las piernas y la mitad del cuerpo hasta el pecho. Me demoro en esta idea y lo que ocurre en adelante pasa con la ligereza de un sueño. No había manera, pensé; buscaba pero no encontraba forma alguna de entrar en el tipo que tenía en frente y que ahora planeaba cobrarme una falsa multa, con un falso recibo, en medio de un vagón casi vacío y blanco y como nunca, inodoro. De tan falso y a la vez de tan transparente que eran nuestros chamullos nos podríamos haber reído cada uno del otro. Pero fue esa misma franqueza en la situación, pensé después, lo que me ayudó a asimilar algo de la distancia entre el peligro y la tibieza del mundo, y de la noche misma que yacía abierta desde que el conurbano se amansó. Así que me levanté de un envión y antes de que pudiera decir nada le descargué un trompazo,


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o bien algo en mí lo hizo porque nunca antes lo había hecho yo. El cuerpo, digo que fue. El cuerpo que respondió perfectamente. ¡Uffff! Chilló el guarda. Le dí otra inmediatamente. Quedó boleado. Y desde arriba del asiento le dí una más como para irme. Escuché que se la dio también contra los asientos de plástico. Pasé un par de vagones y salté del tren. Por suerte marchaba lento. Rodé un poco pero enseguida estaba caminando. Luego corrí. Detrás de mí se oyó el tren y los bocinazos con los que avisan en cada estación. Corrí, alegre porque podía hacerlo. No sabía dónde estaba, aunque suponía andar a la altura de Berasategui. Ante las miradas de los vecinos decidí ir más sereno; sentía el puño con el que le había dado al guarda. No tenía sangre. No habían sido grandes golpes aunque creo que lo descoloqué como si fuesen piñas de Las Vegas. Golpes de Monzón. En algún momento los había estudiado y ahora, sin premeditarlo, habían aparecido de la nada. Todo ocurre, como digo, rápidamente y de pronto llego a una esquina donde hay un descampado, viento cálido del mediodía que a ratos se viene con aromas de almuerzo, casas bajas y calles de un asfaltado viejo y resquebrajado, cubierto con piedras y la tierra de alrededor. Respiro profundo e imagino que así ventilo todo lo que debo tener aprendido y olvidado. Dos pibitos juegan a la pelota en un campito demarcado como plaza, pero esencialmente baldío. Quizás se espera una cancha de fútbol de ese descampado. Hay fresnos altos y desnudos, y algunos jacarandás aún más altos y con fronda verde en la copa que el viento mueve cerca de un cableado. Por más que camino lento y respiro profundo el corazón aún palpita con violencia, como si no cupiese en el tórax y buscara la forma de salir de allí a los cabezazos. Descanso sentado en las últimas maderas que le quedan a un banco. Del otro lado de la calle hay un edificio en construcción. Me quedo mirándolo, para bajar. Pronto habrá un nuevo pliegue en esa caja porosa y alta, vendrá gente de cualquier lado, del barrio o desde otras culturas, se acoplará a la vida del edificio, a sus pasillos y balcones, al horario para sacar la basura, se habituará al ruido del ascensor y se tomará una pastilla si tiene que dormir de día y trabajar de noche. No estoy en el tren, pero enseguida empieza pensar en el viejo Iturraspe, e intuyo otra componente de mi hipótesis: dado que en el viaje a Barcelona sólo consiguió rozar al Chiqui, en Buenos Aires Magalí arregló el accidente del viejo para acelerar el desplazamiento de la herencia y hacerlo venir de una vez. No debe ser fácil organizar un accidente. Debió necesitar un observador un kilómetro antes del choque para identificar el auto. Eso lo pudo hacer ella misma, mientras que otra persona se habría ocupado de cruzar la chata en el momento justo. ¡Ay, Magalí!


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Está claro que fue así, me digo. Los vendedores del tren saben que de no atravesar la densa masa de gente que ocupa el pasillo, no ganarán lo suficiente para seguir trabajando de eso, es decir, para comprar la mercadería de la semana siguiente. Por eso te chocan y empujan si estás en el medio, y se bancan la cara de orto del pasajero con tal de pasar y llegar hasta ese que, en la comodidad de su asiento, quisiera comprar un CD de música latina. Antes de esperar el tijeretazo divino, Magalí asumió el roce de la sospecha y las molestias que al fin y al cabo debe tener cargarse un familiar. Debió ser así, me convenzo con mentalidad de material rodante. Uno de los obreros que esperan junto al mezclador en la obra saca un atado de cigarrillos, lo pone cabeza abajo y toma uno. Lo pasa a otro, más alto y de bigote, que se acercó al verlo. Por el estado de la chapa, pintada y brillante, el mezclador que está junto a ellos es nuevo; lo habrán comprado para esta obra. De pronto, cuando lo cree conveniente, el que ha sacado el primer cigarrillo inclina el cilindro mezclador como para descargarlo, mientras su compañero lo ayuda con la pala y lo felicita. Se forma en el piso una montaña de cemento, arena, agua y piedra, una mezcla. En el silencio de la siesta, el ruido del motor y del tambor se funde con los pájaros y el poco tránsito de la zona. Lo que se distingue ahora es el sonido áspero que hace la pala cuando se hunde en la montaña de piedra y que tiene como destino recargar el tambor. Sólo se siente el roce del acero entrar ciegamente en el acopio y salir sin titubeos con cientos de piedritas y cascotes entre grises, azules y colorados, y luego su regreso y la mordida otra vez. Alcanzo a oír su conversación, que parece en guaraní; no llego a entender lo que dicen pero se ríen entre sí y mirando para donde estoy yo. Cuando eso pasa en el tren, desconecto enseguida, pero esta vez se me cruza que están burlándose de mí. Sigo turbado y envalentonado, así que no dudo, me levanto y voy hacia allá. ¿Pelearon alguna vez con un albañil? Tienen una fuerza atroz, casi toda escondida. Cuando estoy a tres pasos ya queda uno solo. – Pasame un pucho –le digo. Pero el albañil no me escucha o no me entiende. Le repito el pedido. Repara en mí y enseguida vuelve a su tarea. – Paragua mala leche –digo entre dientes. – A quién le decís paragua –replica. Y aquí también las cosas pasan rápido. Primero me alcanza un manotazo en el cuello, revoleo una piña y un dolor insoportable me pulveriza el puño, siento por unos segundos como si no tuviera cabeza y cuando alcanzo a ver de nuevo estoy arrodillado en el piso, sosteniéndome con los brazos, y mientras me voy poniendo de pie una plancha de


Cuando la policía de Azul llamó para informar el accidente fatal de Lucio Iturraspe, atendió Norma y preguntó si efectivamente se trataba de Lucio Iturraspe porque ella no sabía nada del viaje. La afirmación policial fue el punto de partida del llanto y la incomprensión, pero también, aunque a otra velocidad, de la transición de la herencia que significaba la oportunidad para que la familia se parase definitivamente. Por eso en la tragedia que era, decía Norma, el cobro del juicio ayudaba a asimilar las cosas. Mientras se ocupaba junto a su esposo del traslado del cuerpo, el velatorio y el entierro, comentaba orgullosa la capacidad del padre para conseguir su fortuna, hasta que supo de la parte que le correspondía al Chiqui Suárez. Que su porcentaje quedara en el país era un modo de respetar a Iturraspe, explicó al muchacho; además, sumando los montos cerraban un negocio ciento por ciento seguro. El pagaré por los departamentos de Villa Crespo pasó a formar parte de las exequias. El chico hubiera accedido con ganas si no fuera por la influencia de esas caderas que lo obligaban a erguirse un poco.

Hay pasos, martillazos y otros ruidos hasta que me zamarrean un poco a mí también. Al levantarme siento como si estuviera entrando en un encofrado astillado y que me queda demasiado chico. ¿Estoy en mi casa, en el tren? Gente vestida con la típica ropa de la construcción cruza la planta baja cargando pilas de ladrillos y carretillas con cemento fresco, verde y espumoso. – ¡Se está recuperando el púgil! –dice uno. – A dormir vallasé a la casa que aquí se trabaja –se oyen varias de estas frases. Mientras busco la salida, me hablan también desde arriba: – Se levantó por fin el señor –es una voz femenina y conocida. Es Magalí, la asesina de Lucio Iturraspe. – ¿Qué anda haciendo por la obra? ¿Le echaron de casa? –dice contra una baranda que hay en el segundo piso; ahí está Magalí, hermosa y desenvuelta, y detrás, uno de los albañiles espía sobre su hombro. Ella sonríe y se zarandea. – ¿Es una casualidad que esté acá o lo mandaron de la inmobiliaria? –jode. – Porque todavía no tenemos nada en alquiler, o mejor, dígale nomás a su jefe que no va a poder hacer ningún negocio por acá. – dice entre risas. – ¡Ningún negocio!

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hierro me africa en el lomo y vuelvo a caer. Tengo que respirar por la boca llena de tierra y polvo y el cuerpo se me hace tan pesado y doloroso que bien hiciera en dejarlo un momento.


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– ¡Ya escuchó como viene la mano! –dicen contentos. La planta baja es amplia y las personas que trabajan están distribuidas ocupando cada una un sector diferenciado; un hombre de barba blanca canta un tango mientras le quita los clavos a unas varillas de madera; una mujer está preguntando dónde dejaron el martillo y amenaza a los posibles bromistas que le impiden continuar su trabajo que venía de maravilla; un muchacho en cuero revoca el borde de una ventana por la que entra sol. – Decidimos poner el dinero para continuar este edificio abandonado –retoma Magalí. – ¿Qué le parece? – Nunca me lo hubiera imaginado. – No me extraña. Bueno, estamos pensando algo para que la gente que había pagado las primeras cuotas pueda recuperar el dinero y tener su casa –dice– vamos a armar algo lindo entre todos. Es un sueño de muchos… – No lo veo muy viable –digo despegándome una costra de sangre coagulada entre la barba. Voy hasta una pared porque me tiemblan las rodillas. – ¿Alguna idea para sumar? –responde cortante, con el otro que mira detrás. Un mezclador hace de telón para el maniobrar de palas, mazas, carretillas, para las descarga de piedra, el revocado de paredes y otros ruidos propios de una construcción en pleno funcionamiento. – Nada muy concreto –balbuceo– Algunas ideas sueltas. De pronto Magalí se da vuelta, habla al oído con el muchacho y éste se aleja. Ella desaparece un momento y mientras se ata el pelo en lo más alto de la cabeza dice: – Como verá aquí hace falta trabajo real y comprometido. La realidad es nada si no la tenemos bien sujetada. – Me imagino –digo automáticamente. – El que te pegó ayer es el dueño del 2 “B”, tiene carnicería en Villa Urquiza. Pero nadie sabe muy bien nada porque no son albañiles profesionales. ¿Qué te parece? – Como te decía, a mí también se me ha ocurrido alguna vez… – Ninguno es un experto –continúa, y al caerle un poco de luz en el rostro veo que está sonrosada, o acalorada– pero cada ladrillo que sumamos aporta al lugar más interesante del conurbano. Detrás de un rock en inglés que sale de algún parlante se oyen los bocinazos del tren. – Y quién te dice que de acá a un tiempo no te estemos agradeciendo. ¿Por qué no das una vuelta, ves el proyecto y después me decís?


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Ahora estoy de nuevo en el tren. Me traigo los datos de tres personas de la obra que necesitan alquilar en la zona; uno es el carnicero, dueño del 2 B. Me alegra que Magalí haya apostado por el conurbano. Aprovecho la última luz de la tarde para apuntar algunas líneas que me ayuden a entender algunas cosas, por ejemplo qué pasó con el empresario amigo de Iturraspe. Me duele muchísimo el puño y con los golpes del movimiento imprevisto del vagón siento que las cosas alrededor se preparan para ocultarse. Entonces abro la ventanilla y asomo la cabeza al torrente de viento, detrás del cual miles de viviendas barriales se emprolijan entrando a su vez en la noche. Sobre ellas, inicios de segundas plantas, aleros improvisados y estructuras en marcha se yerguen intrépidos. Horas de trabajo puestas ahí, de cualquier manera, proyectos demasiado largos para un fin de semana, ángulos de cemento y cables enmarañados. Son los cimientos incongruentes de una ciudad fastuosa y universal. – Métase adentro que un poste le va a cortar la cabeza –me sugieren.


La furia de Seis

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Martín Vallejos

Cinco despierta confundido en la habitación número 206 del hostel donde trabaja como recepcionista nocturno. Su celular está sonando. Atiende, escucha dos palabras premoldeadas y corta. Era la empresa de celulares. Quieren ofrecerle un abono mensual para su línea. Es la quinta vez que llaman: ya están empezando a hostigarlo. El horario de la llamada, por lo demás, no le viene mal. Esta tarde tiene una reunión con sus compañeros de la recepción, el encargado y la dueña del hostel. Descansó bien. Lo necesitará. Se levanta, sale al balcón semidesnudo y se da un baño de sol como sólo los ofrece San Telmo, el mítico barrio porteño donde la mañana le pelea la energía al centro, entre sol y aire de río, todo lleno de smog y de ruido pero como purificado por la jarana en la que renace el barrio cada noche. Tiene tiempo todavía para salir a respirar un poco de esa lucha. Almorzará en una plaza. Está decidido.

Esta mañana, veinte minutos después de las siete, Tres dejó caer su bicicleta en el piso de la recepción y se largó a llorar. Desde el escritorio, entredormido, Cinco la observó sin sorprenderse de ese estallido, que se repite cada mañana hace ya cuatro días. Tres es una bomba de tiempo. Sobre el piso endeble de un trabajo que le chupa todo el día y donde no tiene perspectiva alguna de crecimiento se fue levantando una montaña de mierda que cada mañana siente venirse encima, invadirle la boca hasta marearla. Está harta. No quiere levantarse más a las cinco y media de la mañana y consumir el último hilo de la brisa nocturna en este verano que arde atravesando la ciudad para llegar veinte minutos tarde a esa recepción henchida de colores estridentes. Parece acalorada. -Está pesado afuera, ¿no? ¿Lloverá?- le pregunta Cinco. -¡Mierda va a llover! Tres tiene el turno de mayor trabajo: check-ins, check-outs, pedidos de información, cobros, pagos, el teléfono sonando todo el tiempo, los pibes de mantenimiento entrando y saliendo constantemente, la puerta abierta, los chorros al acecho, y todos esos turistas riéndose, quejándose y hediendo. En un intento por alivianar la cantidad de trabajo propuso informatizar la gestión


Desde el día en que recibió el mail de Dos convocándolos a reunirse, Cinco estuvo jugando con la idea de renunciar en la reunión. Las renuncias, como los asuntos de dinero, forman parte de lo que se habla a puertas cerradas en un trabajo. Los patrones y jefes tienen un pudor muy importante, mezcla de miedo y autoritarismo, que los compele a privatizar esos temas casi como cuestiones íntimas, instalando un tabú al respecto. “Ahora cerrá la puerta que vamos a hablar de tu remuneración” no precisa seguirse de “esto no lo comentes con nadie”: su pedido está implícito. Cinco está tan harto como Tres, aunque su umbral de tolerancia es más bajo. Sólo necesitaba una excusa, y esta oportunidad de agrietar el territorio enemigo lo ha seducido como tal. De manera que después de bajar a la recepción y charlar un poco con Tres y con Cuatro (que llegó dos horas antes a la reunión), Cinco encara su plan de irse a almorzar a una plaza y disfrutar de la calma de la decisión tomada. En cierta forma la decisión de renunciar es una derrota: su objetivo en todo trabajo es siempre que lo despidan. Aquí no habrá indemnización, y los meses por venir se abren como un hueco negro sin profundidad conocida. Pero hay momentos en los que todo lo que necesitamos es tomar una decisión. De allí brota la calma de Cinco, esa calma que le permite disfrutar ahora del placer de romper el tabú tirando abajo las paredes de los ámbitos apropiados para comunicar ese tipo de cuestiones; hay algo en él que se sabe irreversible, y eso lo alivia de toda la pesadez de las preguntas sobre el futuro. En la plaza, mientras almuerza, lo vuelven a llamar de la empresa de celulares. Cinco está convencido de que sus experiencias laborales en call-centers le han enseñado a dominar los problemas que trae el tele-marketing; una ecuación justa de cordialidad, honestidad y velocidad permite sacarse de encima el molesto llamado. Además aún recuerda las estúpidas pequeñas

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del hostel. Logró que Dos, el encargado, hable con la temible Seis (la dueña) y el hostel se abre camino a la informatización avanzada, automatización que lo dejará establecido en las puertas del segundo decenio del siglo digital. La brillante propuesta de Tres fue objeto de una contrapropuesta de Seis: entre Tres y Uno (el franquero) deben hacerse cargo de su implementación; Tres porque conoce el sistema, Uno porque trabaja en todos los turnos y conoce todas las eventualidades que el sistema deberá afrontar. La cosa no marcha bien, claro. La reunión de hoy fue convocada, mediante un mail del encargado, para discutir aspectos del mal funcionamiento del hostel.


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venganzas que a diario ejercía desde su box de tele-marketer contra los clientes que no atendían sus llamados reprogramados. Llegó a llamar once veces seguidas a un mismo número por puro revanchismo. Y como usuario vivió venganzas mucho más sórdidas. Desde ese punto de vista, es lógico que el llamado rechazado sin mediar palabra por la mañana se repita. Por alguna razón esta vez no sigue el protocolo. Quizás sean los nervios por la reunión, o simplemente por querer enfrentar una cosa a la vez, pero casi sin darse cuenta le pide al chico con voz fingidamente alegre que lo llame nuevamente en dos horas.

De vuelta en el hostel las cosas empiezan a suceder con mayor velocidad. Uno ya está allí, y Dos baja de la oficina a avisarles que Seis no va a poder sumarse. Comienzan la reunión los cinco en la recepción, hablando del mail que envió Dos. Uno, Tres y Cinco opinan que se equivoca en varios conceptos. Dos ofrece disculpas, dice que se sobrepasó y asignó resposabilidades sobre temas que no les competen a ellos. Sin que venga al caso Cuatro propone un sistema para ordenar las valijas en el cuartito de atrás de la recepción; Cinco se hunde entonces en un vaho húmedo de aburrimiento, como si el calor que viene del cuartito del fondo empezara a colarse en la conversación. Se hace tarde. En un silencio, subiéndose a una última corriente de aire, levanta la cabeza y habla: -Disculpen, yo no sé si tiene mucho sentido que encaremos estos pormenores conmigo presente, porque yo lo estuve pensando un poco y no voy a venir más, voy a renunciar-. -¿Cómo?-. Tres y Uno sonríen. Cuatro lo mira feo. Dos le pide explicaciones. Por la escalera se escuchan los pasitos rápidos de Seis al compás de sus pulseras y su respiración ansiosa de cheta acorsetada. Cuando Seis aparece indica que la reunión prosiga en el cuartito de las valijas y le pide a Cuatro que se quede a cargo de la recepción: la cosa no es con él. Enseguida la encara a Tres: -¿Qué te pasa que te la pasás llorando? ¿No podés ponerle mejor cara a los clientes? Después a Uno: -¿Y vos? ¿Vas a empezar a trabajar en algún momento o pensás seguir pelotudeando todos los días de tu vida? No hay respuestas. Los agarró desprevenidos. Es como el policía bueno y el policía malo: Dos hizo el trabajo limpio,


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sonrió, pidió disculpas, se rascó la cabeza pensando soluciones; Seis se calzó las botas. Le habla a Tres otra vez: -No, en serio, no entiendo cómo podés estar así. ¿No te das cuenta de que trabajás con turistas? ¿Vos te pensás que eso no se refleja en la cantidad de reservas? Por cada lágrima tuya debería descontarte del sueldo el valor de una reserva, a ver si aprendés a sonreir un poquito. ¿O vos te pensás que está bueno estar de vacaciones y tener a una pendeja caracúlica como recepcionista? ¡Ufff, cachetazo! Cada sílaba del “pendeja” resuena en las paredes del cuartito, y el “caracúlica”, voz materna o paterna en boca de la jefa, le da vuelta la cara a Tres como una bofetada en sus cachetes enrojecidos. -Yo no sé qué hacer con vos... ¡Pagáme bien la concha de tu vieja, mafiosa de mierda! No, no lo dice nadie. En medio de la tensión se abre un silencio, pero no es alivio. Sobre las mejillas de Tres corren dos silenciosos ríos de lágrimas. Si se los descontara la dejaría en la calle para siempre... Evita el escándalo pero no puede contener el llanto. Pide permiso para ir al baño. ¡Pide permiso! Tres ya se levantó, pero el cuerpo de Seis, con la mano apoyada en el marco de la puerta, le obstruye la salida. -Escuchame una cosa, no te pongas así...-. -No me siento bien, voy al baño , me lavo la cara y vengo...-. -¿No te sentís bien? ¡¿No te sentís bien?! ¡Ya me di cuenta de que no te sentís bien! ¿No me escuchás lo que te digo?- Tres mira al suelo y sus manos retuercen la tela floreada de su pollera. -¡Respondéme cuando te hablo!-. Por el marco de la puerta se asoma Cuatro: -Me parece que deberías dejarla ir al baño-. -Bueno, pero rapidito, eh-. Tres se abre paso y sale al trote. Cinco intenta decir algo pero Dos lo censura con la mirada y lo deja con la boca abierta. Seis tamborillea con los dedos sobre la pared. Cinco y Uno se miran y miran al suelo. La aparición de Cuatro por la puerta les hizo notar su estado de parálisis. La violencia de Seis los tiene anclados ahí, sumisos, quietos, agarrados de las paredes. Hace calor, mucho calor en ese cuartito horrible. Hay tanta presión que parece que fuera a estallar, y Seis no deja de resoplar hinchándolo más y más. De pronto el celular de Cinco empieza a sonar. El ringtone traza una estela chillona en el aire caldeado del cuartito y la mirada que Seis le lanza a Cinco dibuja otra, paralela y de fuego. Tengo que atender. Cinco recuerda la última vez que rechazó un intento de mensualización. Empezaron tomándose revanchas agresivas:


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primero habían dejado de informarle sobre los movimientos financieros de su cuenta; luego los beneficios por recargas comenzaron a espaciarse hasta convertirse progresivamente en quitas, robos descarados. Recargaba veinte pesos, le descontaban cuatro sin motivo; recargaba treinta, le suspendían la línea por una semana. Cuando decidió no recargar más y usar el celular sólo para recibir llamadas, el aparato murió. Un día, saliendo tarde para el hostel, pasó a cargar crédito con la esperanza de poder llamar a Cuatro desde el tren y avisarle de la demora. El furgón del tren iba lleno de gente drogándose. Cinco pitó un porro que le pasó una mano anónima y sacó el celular. Se sorprendió al verlo encendido: la carga virtual le había devuelto la vida. La empresa había establecido algún tipo de vínculo entre el aparato y la línea, y lo recompensaba como antes lo había castigado, pensó. Buscó a Cuatro en los contactos, marcó la opción de llamado, se llevó el teléfono a la oreja y... ¡FZZZZZZZZZZZZ! Sintió una descarga eléctrica que le penetró el oído y lo tiró hacia atrás. Cayó contra las bicicletas, dolorido y aturdido. El celular voló hacia la puerta cerrada del furgón. Un par de drogones rieron. Un pibito quizo levantar el teléfono del suelo pero uno más grande que tomaba cocaína de un papel mugriento sentado en una esquina lo previno. “¡Cuidado, gil!”, le gritó. El otro se detuvo. Cinco miró al mayor, confundido. -Agarrálo vos, loco- le ordenó. Obedeció. El aparato vibraba con la pantalla en blanco. -Abrilo con cuidado y sacale el chip- indicó con el papel de coca en la mano. Cuando Cinco agarró el chip se quemó las yemas de los dedos y lo revoleó a las vías por la ventana abierta del vagón. El teléfono no sirvió más, lo cambió por un reproductor de mp3 con la pantalla cagada en una página de internet. Vuelve Tres. Cinco no se animó a atender, pero el episodio hizo aún más fuertes los bufidos de Seis. Esto no puede durar. Con Tres de vuelta y Cuatro adentro ahora son seis en un cuartito de tres por dos sin ventanas y repleto de valijas. -¿Seguimos?- pregunta Dos. -Obvio- reponde Seis-, no tengo todo el día-. No va a dar un paso atrás. Empieza a preguntar por los problemas con el sistema de gestión. Lo escucha a Uno, Tres se niega a hablar, Cuatro dice que él se compromete a dedicarle horas extras al aprendizaje y le toca el turno a Cinco, que empieza de a poco pero se entusiasma. Quizás si es claro pueda irse dejándoles


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un mejor clima de trabajo a sus compañeros, piensa. Se extiende en su punto de vista, y llega a decir que debería incorporarse una persona que se dedique exclusivamente a cargar las reservas. Seis lo para en seco: -¿Te puedo hacer una pregunta? Lo descoloca. -¿Vos laburás ocho horas o trabajás cuatro y te rascás el orto las otras cuatro?-. Cinco se ríe. Seis permanece impávida. Los demás están asombrados por la guarangada. Cinco piensa que entonces habría que ir por ahí: yo puedo ser mucho más guarango que ella... no, no, por ahí no. La mira en silencio. Seis sigue hablando: -No, digo, porque estuve mirando las grabaciones de las cámaras, y si vos me dijeras que trabajás como un cerdo toda la noche, bueno, pero yo te diría que tratándose de vos tengas un poco más de cuidado con lo que decís. -¿Cuidado?- Mafiosa, ¡no puede ser tan mafiosa! -Sí, cuidado. Cuando una persona tiene el culo limpito puede andar por ahí sin tanto cuidado, pero cuando una persona tiene el culo sucio, como vos, debería al menos cuidarse un poquito. Cinco piensa cuál es la fijación que tiene esta mujer con el ojete, y se da cuenta que Uno, sonrojado, piensa lo mismo. -Mirá, no sé muy bien a qué te referís, pero creo que no tiene caso que te gastes en explicarlo porque de todas maneras yo les comentaba a los chicos hoy más temprano que voy a dejar el trabajo, no voy a venir más. Seis no dice nada. Lo mira a Dos buscando apoyo. -Sí, fue justo antes de que bajaras-, se justifica Dos. -Mirá qué bien-. Finge no estar molesta, pero la crispasión le levanta el alisado permanente detrás de las orejas. Vuelve al tema de la informatización. Tres, aliviada, se suelta un poco y le explica que no puede hacer ese trabajo al mismo tiempo que el trabajo de la recepción, que no le dan los tiempos, que es una cosa de locos... -Eso se arregla fácil, mi amor: si estás loquita salís a caminar, o hacés yoga, no sé... -Te voy a pedir que no me faltes el respeto-. ¡Tres se plantó! -No te estoy faltando el respeto...-. -Me dijiste loquita y me mandaste a yoga-. Tres habla balanceándose hacia adelante. ¡Le va a pegar! Uno y Dos piensan lo mismo. Es bastante más alta que Seis, tiene toda la cara roja y parece que se le va encima en cualquier momento. Cinco huele el miedo de Seis y la furia de Tres. Cuatro también lo siente y se acomoda en el marco de la puerta abierta. Seis se sabe rodeada, pero el olor ácido de su sudor miedoso le recuerda el ácido olor del dinero


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estadounidense que gastó en Miami la semana pasada, el perfume ácido del aceite con el que su padre mantiene el tono de ricachón en la piel, el vaho ácido de los cuerpos quemados del hotel familiar incendiado sobre el que se levantó el hostel. Todo ese ácido le hierve en la sangre y estalla en furia: -¡SOY TU JEFA Y VAS A APRENDER A RESPETARME! ¡YO TE PAGO EL SUELDO! ¡YO! ¡¿QUIÉN LES PARA LA OLLA, MANGA DE FORROS?! ¡YO! Sale. Tres tiembla y frota sus manos en su pollera. Cinco, inmóvil, piensa que no le gritaban así desde los ocho años, cuando prendió fuego la cama de su pieza. Uno frunce el seño y mira hacia el costado: está fastididado, sólo quiere que termine la reunión. Cuatro parece disfrutarlo; no llega a sonreir, pero hay algo de satisfacción en su expresión atenta, completamente distinta de la de Dos, que mira hacia la pared, ausente. Seis vuelve a entrar. Los mira en silencio a los tres: Uno, Tres y Cinco, uno a uno. Sostiene la mirada en Cinco pero le habla a a Tres: -No quiero pelearme con vos...-. -No, yo tampoco quiero pelearme...-. -Estoy hablando yo, no me interrumpas-. Habla bajo y rápido. Hace un silencio. Sigue mirando a Cinco. Habla: -Vamos a buscar soluciones, por lo pronto vas a dejar de recibir los pagos vos-. Está absolutamente calmada, y no deja de mirar a Cinco a los ojos. Si hubiera tardado un poco más en volver cabría la posibilidad de que se hubiera drogado. Finalmente gira la cabeza y se dirige abiertamente a Tres: -Entiendo que sufras, a mí este trabajo me generó ataques de pánico y por eso no puedo estar en la recepción. Pero es así, y si no te gusta podés hacer lo que hace tu compañero-. Uno, Tres y Cinco salen a la vereda. El aire en la calle está casi tan caldeado como adentro. Fuman un pucho en la esquina hablando poco, sin terminar de caer aún en lo que acaba de pasar. -Es una hija de puta, ¿ataques de pánico? -Son unos hijos de puta-. -Sí, son unos hijos de puta-. Tres se sube a la bici, los saluda y se va. Uno y Cinco la ven alejarse con su pollera floreada volando detrás, agitada por una brisa fresca que les remueve el calor húmedo en sus cuellos. Caminan hacia la avenida sintiendo la brisa que se vuelve viento arremolinándose a su alrededor. Suena un trueno que


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los alerta. De pronto la calle está oscura: el cielo ennegreció. No llueve; graniza. Caen pedazos de hielo como pelotas de golf. Corren a refugiarse bajo una saliente. Los autos se salen de las calles y se atraviesan en las veredas, bajo los árboles, buscando un techo que los proteja. El ruido de la pedrada helada ensordece el ambiente. Durante unos quince minutos sólo ven autos que se salen de pista, como si los conductores hubieran desistido. Los ven tras una cortina gruesa entre blanca y transparente que los deforma, casi los adivinan, despistando, huyendo. Un río de agua baja por la avenida Independencia hacia el puerto. No hablan, escuchan el vacío ensordecedor de los hielos estallando contra la calle. Apenas empieza el granizo a volverse lluvia torrencial, Uno saca un pucho y lo fuman a medias.


SIN MIEDO AL RIDICULO entrevista a Maxi Prietto

INVIERNO 2012: CONTRAMAR CONVERSA CON MAXI PRIETTO, COMPOSITOR, CANTANTE Y GUITARRISTA DE PRIETTO VIAJA AL COSMOS CON MARIANO Y DE LOS ESPÍRITUS.

Ilustración: Maxi Prietto


-En uno de los mails , vos hablaste de proyectos. Algo así como “me gustaría hablar de otros proyectos, de Los Espíritus”... -Claro, es que eso fue porque siempre que salen notas son notas para Prietto viaja al cosmos con Mariano (PVACCM). Entonces era como tratar de hablar un poco de otras cosas, ¿no? -Claro. Bueno, no sé, esa idea de proyecto a mi me gusta mucho. Cuando vos dijiste proyecto yo pensé en proceso, pensé en diferentes proyectos que pueden alimentar a un mismo sonido... no sé qué pensás vos cuando hablás de proyectos, si son proyectos paralelos o qué. -No sé si son paralelos, pero... Ponele, si yo estoy en mi pieza encerrado y digo “voy a hacer una canción”, no sé qué es bien lo que me imagino, pero pienso en el nombre Los Espíritus y me remite a algo que hace que sepa que la canción va a ir para un lado; y puedo pensar en PVACCM y la canción va a ser completamente distinta. Una es más volada, más melancólica, la otra es más groovera, más bailable. Y tengo como esa especie de chip en la cabeza... qué se yo, si hago algo solista también va a ir por otro

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lado. Sería como si trabajara para distintas bandas, como si fuera una especie de productor, no sé... hay una selección de acordes, hay una selección de letras... de alguna forma se nota que vos sos vos. En todo se nota, cuando pintás un cuadro también se nota. A veces lo desarrollaste o a veces apareció un trazo que no desarrollaste... -Y que quizás se desarrolla en una nueva versión. Digo esto pensando en cuando escuchás en los discos solistas temas que después rehacencon la banda... -Claro, a veces después los tocamos con alguno de los dos proyectos y le agregás más instrumentos. Si es con Los Espíritus agarramos algunos temas solistas y de pronto podés tener bajo, percusión, más guitarra, baterías, coros. Con Mariano si reversiono algo va a ser para que sea más rockero, o por ahí más psicodélico... Pero una cosa es en la sala, lo que sale tocando ahí, y otra cosa es lo que vos podés fabricar en tu casa. Vos en tu casa podés agarrar y partir del instrumento que se te cante, o solamente hacer una percusión y tirar una letra, o lo que sea. Porque en tu casa te


podés equivocar. Si vos estás con tus amigos y estás pagando una sala de ensayo, tenés dos horas y querés practicar tal tema y quizás no llegás ni al estribillo. En tu casa podés grabar algo, después grabarle una letra y decís “no, qué cagada” y rebobinás, borrás y allá vas de nuevo. -Además te podés escuchar todo el tiempo. -La voz, te podés escuchar la voz, cómo querés cantar, qué palabras te gustan, cómo las decís. Ponele que grabás una canción con insultos. Capaz que la escuchás y te gusta, y capaz no y decidís que no da meter insultos en una letra. Pero en tu casa podés probar lo que sea, eso está buenísimo. A mí al principio no me gustaban las computadoras, hasta que me di cuenta que para grabar era mucho más barato. Vos sino para grabar necesitás muchos canales, para todos los instrumentos, y después encima necesitás efectos (reverb, delay, etcétera), que virtualmente no es nada, es un plug-in: lo bajás, lo pirateás, lo que sea. Sino vos tenés que comprarte un compresor, comprarte una reverb, comprarte un delay, comprarte... -No, es otro mundo. Armarte solo de esa manera implicaría meter un montón de plata que a su vez es tiempo de laburo que no estás dedicándole a lo tuyo. -Claro, y por eso había un montón de cosas que antes le

llegaban sólo a la gente famosa (por decir así), a la gente que tenía una carrera y podía acceder a esos estudios en donde se encontraba con todo eso. Ahora en tu casa podés grabar lo que se te cante. Por ejemplo, el año pasado nos juntamos en Plasma a zapar con Mariano tocando la batería y algunos de los chicos de Los Espíritus, y salió otra cosa, que no era ni PVACCM ni Los Espíritus: era justo una mezcla de lo que serían las dos bandas. Fue re loco. Después a ese proyecto le pusimos Los Tiburones, hicimos la tapa, lo subimos, y nunca más tocamos. Y puede ser algo que queda aislado, pero eso te da cierta experiencia de ese proyecto y entonces después en otra cosa vos podés incluir algo que hayas aprendido de aquella vez. -Bueno, eso es un poco lo que pensaba con esta idea de que los proyectos diversos puedan alimentarse entre sí: un aprendizaje. -Claro, es como si vos, por ejemplo, escribieras cuentos de terror en paralelo a una actividad más periodística. Algo de eso que hagas, aunque no tenga nada que ver con periodismo, te va a influir; porque estás desarrollando literatura, te vas manejando con las palabras, vas encontrando que hay palabras que cada vez que las ves escritas decís: “por qué escribí esta palabra de mierda”; o: “esta palabra me encanta”.

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-A la vez esto de los proyectos distintos implica laburar con personas distintas. Laburar con Mariano debe ser un tipo de laburo en particular, distinto quizás a laburar con los chicos de Los Espíritus, ¿no? -Sí, además, ponele, con Santiago de Los Espíritus yo hice la secundaria, somos amigos de ahí. Antes teníamos otra banda. Me siento muy cómodo con el chabón, me siento muy bien en el escenario con su presencia ahí. Y con Mariano también, me siento muy seguro con el chabón ahí en la batería. Pero son dos cosas distintas, es otra relación, es otra persona. Pero eso, esa sensación te aporta un montón para hacer cualquier tipo de canción. Después si estás con alguien que te transmite algún tipo de inseguridad o algo así... capaz que el chabón es buen músico y todo, pero si no hay algo así, una química, no funciona. -Contanos de la experiencia de Elesplit. Ahí es un proyecto colectivo de varias bandas, es como un proyecto en el que vos como músico vas desde otro proyecto a empaparte un poco en las búsquedas de los demás, no sé, veo tantas cosas ahí... -Ese proyecto fue una idea de Shaman, que es el productor del disco doble y del EP. A él se le ocurrió la idea de que cada banda hiciera tres canciones (las bandas éramos Shaman y los hombres en llamas, Sr. Tomate

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y nosotros), pero no nos adelantó mucho. -¿Cómo llegaron a juntarse ahí con Shaman y con la gente de La Plata? -Yo estudié sonido acá en Capital. Y ahí estudiaba Shaman. Y nos conocimos y hablábamos de que grabábamos en nuestras casas y así. Nos tomábamos el mismo bondi, yo para ir para casa y él supongo que para ir a Retiro y después a La Plata. Y ahí nos conocimos y él me empezó a contar de la movida de ahí, de ese circuito de ahí de La Plata. Que en realidad más que de La Plata eran de Comodoro, era mucha gente que venía a estudiar a la UNLP y eso. Ahí conocí a los que hoy son La Patrulla Espacial, que en ese momento eran El Tío Pastaflora. Y después tenían Mandarinas Records, que subían discos de ellos y que ahora suben discos de un montón de gente (está buenísimo, se fue generando más y más y más, ahora cada vez conocen más gente y pueden subir más cosas). Y nada, cuando fui estuvo buenísimo porque yo acá me sentía medio como bicho raro. Era como que cuando yo tenía una especie de inquietud artística o lo que sea, en el ambiente medio punk o lo que sea que había acá, yo sentía como que me tiraban que me hacía el raro, el pretencioso o lo que sea. Y cuando los conocí a Shaman y a estos chabones, yo era un poroto: ¡estaban uno más loco


que el otro! Y bueno, ahí es como que encontré a los otros patitos feos (risas). Y ahora se armó una re movida, y está buenísimo. -Sí. Pero es muy llamativo esto de cómo funciona ese lugar, si es por la juventud, por el hecho de ser una ciudad universitaria... -Sí, es que hay mucha juventud, mucho, vas y los ves por todos lados. Pero al mismo tiempo supongo que lo que pasó es que los periodistas se dieron cuenta de que eso estaba pasando. No creo que sea algo que empezó a pasar ahora. Yo creo que estuvo siempre, pero viste cómo es la gente de Capital que está siempre mirando para Capital. -Claro. Y a su vez uds cuando estaban empezando, cuando estaba empezando toda esa movida que decías vos, tocaban mucho más allá que acá, ¿no? -Sí, nosotros tocábamos allá todo el tiempo. Acá no tocábamos nunca porque había pasado lo de Cromagnon y era un quilombo. Aparte vos ibas a tocar por primera vez y te pedían setecientos pesos de sonido, ¡un delirio! ¿Y qué hacés vos? Le tenés que pedir plata a tu vieja, decirle a tu familia,a toda la gente que no querés que vaya a tu recital los tenés que invitar para que paguen la entrada. Una cagada. Cuando vos le estás dando la oportunidad al lugar de que vaya gente... un amigo de Estados Unidos que vino ahora no podía creer que acá había que pagar para tocar.

“¿Cómo puede ser? Allá te pagan porque vos llevás la gente al lugar”, me decía. Pero bueno, si te le ponés a contar en cada rubro cómo funciona Argentina no sé qué diría. -¿Y en La Plata, en ese momento, en dónde tocaban? -Y, no sé, lugares que en realidad no... en un local del MST me acuerdo que tocamos... no sé si eran lugares que tengan nombre. Sobre todo tocábamos en casas, quizás en algún centro cultural. Pero sobre todo tocábamos en casas. No sé quién es el limado que está poniendo la casa ahí, pero siempre había casas para ir a tocar. -El tema es que en algún momento hay un quiebre con eso, uds en algún momento necesitan un lugar más grande. Porque, digo, sí hay lugares en Capital que se mueven así (menos, quizás). -Claro, es que pasaron como siete años, ¿no? Hay más lugares porque la movida ha cambiado un poco, y al mismo tiempo nosotros ya tenemos otro recorrido. Pero no sé, no me queda muy claro cómo es eso. También acá es distinto porque hay más inspecciones y eso. Acá si vos ponés en internet que tocás en tal lugar te puede caer una inspección. Yo me acuerdo que nosotros tocábamos en un lugar, por Malabia, que, no sé, las historias de ese lugar... ¡Era un lugar más oscuro! Historias prohibidas... Bocha de bandas tocaron ahí y todas tienen

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historias increíbles. -Y, hay varias cosas, hay como una mezcla de cosas. Qué sé yo. Lo ves en los lugares donde tocan uds: Zaguán, Plasma... supongo que es distinto tocar en Zaguán, en Plasma que tocar en Niceto o cualquier otro lugar más comercial. -Es que cuando te ponés a charlar con el dueño de cualquier pavada ya te das cuenta de que es otro ambiente. Qué sé yo, ni me imagino hablando con el dueño de Niceto, no sé ni quién es. Pero, digo, en Zaguán, en Plasma, los chabones te hablan de igual a igual. Los chabones te tratan de igual a igual. En las fechas que hicimos al principio en Plasma, que fueron un fracaso total, los chabones no me dijeron “mirá, me debés la plata de sonido que habíamos acordado”. Y eso no te lo olvidás más, porque en otros lugares sí pasa. Pero bueno, es un chabón que tiene el lugar y es un chabón que sí cree verdaderamente en la cultura. Al chabón le gusta tu banda y está ahí, te banca en la que puede. Aparte conocen también gente de otros lugares, sale una fecha de una banda en tal lado y te llaman para tocar. Es gente copada. -Hay como movidas que se van abriendo. Como que va alguna de estas bandas que decíamos y se abre una línea. -Sí, pero igual faltan. Ponele, en Brasil (aunque nunca fuimos a tocar allá me contaron) hay una red que está súper organizada,

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y que capaz que no te pagan por tocar pero todos los lugares están muy conectados y siempre te dan para comer y para dormir. Es como una red, y las bandas van girando por todos lados. Imaginate que vos pudieras comer y dormir y al mismo tiempo recorrer todo el país... ¡no volvés más! Por eso digo que acá faltan de esas movidas... -Sí, pero al mismo tiempo esta ciudad tiene esto de que hay mucha gente moviéndose. Uno cuando cae acá encuentra eso: hay un montón de gente moviéndose para que las cosas pasen de otra manera. A nivel de los músicos, ponele, la movida de la UMI, que a su vez son muchas más movidas, porque está la UMI pero también la Federación... no sé. Es zarpado esa gente cómo se mueve, y como laburan juntos, y como laburan con el Estado, sin hacerse tantas preguntas que muchas veces detienen un montón de movimientos de ese tipo... Y también las movidas de las discográficas de músicos y las movidas que decíamos de La Plata... o sea, pasa también que uno se acostumbra y dice: “Plasma... la birra es cara”. Pero hay que tener un lugar así, o como El Emergente, donde todos los días tener una banda under tocando. Y uno dice: “Sí, en San Telmo en vez de todos esos lugares de mierda tendría que estar lleno de gente tocando en todos y cada uno de los barcitos”. Pero eso no tiene que hacer dejar de ver que hay movidas,


movidas interesantísimas. Pasa que demanda muchísima energía meterle pilas para que la cosa crezca más allá de lo que hace uno. -Sí, es que por eso te digo: no es solamente lo musical o lo creativo; son también todos los engranajes que hacen que después, por ejemplo, el chabón llegue y tenga un micrófono y un escenario para tocar. Ser negativo igual no sirve para nada, por lo menos para mí. Por eso nunca se me ocurre que vaya a dejar de hacer cosas, que deje de hacer lo que me gusta. -¿Y el tema de México cómo les llegó? Ahí hubo como una experiencia con el mainstream, con “la industria”, ¿no? -Nos citaron dos chabones, muy a pesar de ellos, que les habían dicho cuatro bandas que querían de México para ir para Cansei de ser Sexi. Eran de Pop-Art. Y nosotros estábamos ahí primeros en la lista. Nos dijeron cómo era la movida, nos pagaban por ir a tocar allá, nos pagaban el viaje, nos pagaban un hotel así de primera línea que unos días antes había estado Marilyn Manson y que a nosotros casi ni nos dejaban entrar cuando íbamos, teníamos que explicar que éramos los boludos que tocábamos. Fue increíble. Fue como vivir otra realidad: una camioneta que te pasa a buscar y te lleva a tocar, camarines, gaseosas, cerveza, comida, espejos... qué sé yo... y esto que te digo de estar en la calle comiendo una pizza y que

pasen tu canción en la radio, ¡muy loco! Esa radio de allá es del Estado, y no te pagan los derechos. En la práctica igual nos ayuda un montonazo. Y a mí me han preguntado: “Che, pero qué onda, ¿por qué a la gente de México le gusta más que a la de acá?”. Y yo no sé si les gusta más, pero si a vos te lo pasan por la radio cien veces por día... -Sí, o no cualquier tema o ni cien veces, pero si le das la oportunidad a una banda de sonar. -Sí, yo creo que es la oportunidad esa. Y acá esa oportunidad no está. Acá hay mucho “profesionalismo”, que es algo que dicen los chabones que se creen profesionales. Para mí son una manga de estúpidos que te quieren hacer pagar un derecho de piso porque no saben tocar la guitarra en realidad. Pero siempre hay un momento como en The Truman Show, que Jim Carrey llega en el barquito y toca la pared: hasta acá llegaste. Hasta acá fue gratis, ahora, si querés sonar en Rock&Pop vas a tener que ponerte. Siempre hay un lugar al que sólo algunos llegan, y obviamente por la plata. Y bueno, a mí no me interesa entrar en esos lugares, salvo que ellos me quieran poner... -Claro, es que uno puede apostar o no por lo masivo. -Es una inversión. Qué sé yo, supongo que si tenés plata lo podés pensar: invierto en mi propia banda, pago mis espacios

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y aparezco en esos lugares. Pero bueno, igual así y todo no me parece que sea ético... Y así escuchás después la Rock&Pop y es Aerosmith, ACDC, Metallica... -Sí, o bandas chicas que laburan con una productora que después les rompe bien el orto... -Sí. Seguramente sean todos kirchneristas, y todos quieran al pueblo, y la ideología es un mundo en el que somos todos buenos... pero en la práctica: “es así y no lo podemos cambiar”. Y yo digo, ¿por qué no se puede? ¡Cambiá tu cabeza, chabón! -Sí, y ahí está la movida más autogestiva de, bueno, Mandarinas Records y ese tipo de cosas. Yo veo que la autogestión en la música es algo que ha crecido mucho en este último tiempo. -Yo creo que sí, y supongo que tiene mucho que ver con internet. Porque internet es eso: es un espacio en el que somos todos iguales. Si vos tenés una radio en la que vos podés hacer un click y escuchar a Los Pericos o hacer un click y escuchar a Sr. Tomate, vos elegís. Si a vos te gusta el reggae, te ponés a googlear cosas de reggae y podés escuchar cosas de reggae del año del pedo, bien roots de Jamaica, y si después volvés a escuchar lo que hay acá, en vez de poner Los Pericos escuchás a los Yataians (que a mí me parecen increíbles). Si escuchás Los Pericos o Dread Mar-I no sé, no tengo idea de qué es lo que pasa ahí en la cabeza de

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esa gente. -Lo que pasa es que el otro circuito o una alternativa a eso es un montón de laburo. También pasa que es difícil el tema del circuito no comercial en cuanto uno dice “es por ahí, la cosa de lo no comercial está buenísima”, pero también querés vivir de esto, y ahí hay una cosa que se complica un poco. -Depende. Si vos decís “yo soy un músico que hace lo que se le canta el culo artísticamente, no tengo ningún límite, cambio a lo que se me canta”, y eso tiene un desarrollo, y vos tocás y la gente va y está bueno, no creo que eso en sí tenga algo de malo. Me parece que malo es cuando los chabones de la compañía contratan la banda para que hagan un disco pero te empiezan a poner límites. A mí me contaban de una banda que les querían hacer poner un reguetón. Ahí tenés un problema. ¿Qué sos? ¿Una máquina de hacer morisquetas? Es como que le digas, no sé, a Groucho Marx que se ponga a contar chistes. Seguramente sea bueno, pero el chabón hace otra cosa. Porque al mismo tiempo mirá a Spinetta, mirá a Pescado Rabioso. Seguramente los tipos vivían de eso, y yo no voy a decir que es mediocre lo que hacían esos chabones, me parece que es increíble lo que hacían. Pero porque el chabón tenía una cabeza, un corazón, no sé... o sea, porque el chabón nunca dijo


“bueno, ahora voy a empezar a tocar tal música para tal público”: siempre hizo lo que se le cantó el orto, y a mí no me parece que esté mal que el chabón viva de eso. Prefiero que el chabón tenga el tiempo para hacer lo que el chabón hizo, que fue increíble. -Sí, fue increíble. Y me lleva de nuevo a pensar en el tema de los proyectos, del aprendizaje, de los procesos. Supongo que todas estas decisiones en torno a estas cuestiones (“cómo hago para mover esto”, “qué hago ahora con esto”) al mismo tiempo están alimentadas por como va creciendo la cosa por otro lado, ¿no? Digo, el decir “tengo ganas de tener tiempo para laburar esto” viene de la mano de tener ganas de querer tocar con tal persona por cómo estamos sonando. Pienso en las decisiones estéticas, por ejemplo, en el tema del Lo-Fi en el recorrido de PVACCM: se lo puede pensar como una decisión en relación con un momento de aprendizaje; de repente uds ahora están tocando con un sonido completamente distinto... -Sí. Más que de un aprendizaje diría que tiene que ver con una cuestión de condicionamientos materiales. Si vivís en la calle y querés ponerte a pintar, vas a pintar con basura. Tiene que ver con hacer lo que querés hacer con lo que más tenés a mano. Nosotros teníamos una computadora y un micrófono y nos pusimos a grabar así. Ahora

tenemos la posibilidad de grabar con diez micrófonos, y qué sé yo, podés mutear nueve, ver cómo suena con ese que usabas antes y ver si le agregás los otros nueve. Pero tenés más criterio, podés elegir más. Qué sé yo, podés hacerte un arroz con queso y va a estar buenísimo, pero también si podés ponerle salsa, morrones y cebollita ya pasa a ser un tema de si vos querés o no ponerle eso, ya tiene que ver con un criterio tuyo. Me parece que está buenísimo igual para cualquier artista (o cocinero) tener la menor cantidad de recursos posibles para poder buscarse. Qué sé yo, Maradona estaba todo el día pegándole a una pelotita de tenis contra la pared, y así el chabón hizo lo que hizo después. Arrancó por lo más abajo, por la menor cantidad de recursos. Hay chabones que deben arrancar comprándose las rodilleras para no lastimarse, y esos se deben aburrir mucho más rápido. Por ahí está bueno aprender con pocos recursos y sacarle el jugo a esas primeras inquietudes. Mi viejo cuando me compró la Portastudio yo ya hacía mil años que quería grabar en casa, pero cuando me la dio yo ya tenía toda la baba; y ahí vos le sacás la correa al perro y se va a la concha de su madre. Está buenísimo, valorás más lo que tenés, las posibilidades que tenés... -Claro, te permite llevar la exploración más al palo el no 56


tenerlo, y después cuando lo tenés esa herramientase explota mucho más... -Sí, a menos que cuando lo tenés decís “y esto para qué lo quería”. Y sos un histérico, un caprichoso. -Yo veo que ahí hay como un proceso de crecimiento, como algo que avanza. Ni es que uno empieza al palo, ni las cosas están estancadas en como empezó sonando. Pero, ¿cómo se va encontrando eso, cómo es esa búsqueda? -Yo lo que veo, si hay como una evolución, no es tanto algo que va hacia un lugar mejor como algo que cambia. A mí lo que me gusta o yo lo que veo es eso. Me gusta cambiar, todo el tiempo. Tratar de cambiar lo más que pueda. Me parece que por ahí está la evolución. Después si eso va a ser mejor que lo anterior, no sabés. Pero me parece que no quedarte siempre en lo mismo, sino buscar y buscar y buscar. Va por ahí. Yo soy muy fanático del chabón este, Tom Waits. El tipo tiene un primer disco que es casi jazz, piano, y escuchás las últimas cosas que hace y no tiene nada que ver. En un momento el tipo se pudrió de la guitarra, sacó todas las guitarras y puso todos trombones y otras cosas enfermas que suenan súper extraño. Es un tipo que cambia todo el tiempo. Aunque lo que él hace con la voz no haya cambiado tanto. Él sigue haciendo casi lo mismo, en el sentido de que escuchás la voz

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de él, las letras, y puede ser que siga siendo algo parecido; pero la atmósfera que hay alrededor de esa voz ha ido cambiando por completo. Y es increíble, para mí es increíble. Y eso además lo mantiene joven al chabón. Es de esos tipos que vos los ves y tienen sesenta, setenta años y son jóvenes. El otro día tocó Dylan acá, y no sé, yo nunca veo tipos así tocar. Ves tipos de veinte años. Y este viejo la rompía. Y los locos que tocaban la viola improvisaban, parecía que había muy pocas cosas acordadas dentro del grupo: estaban todos tocando ahí rock&roll como ellos lo saben hacer desde 1960. Yo creo que van cambiando, y sí, hay cosas que sí o sí van mejorando. De hecho, no sé, de tanto escribir supongo que las letras te salen mejor. Lo que pasa es que después hay tipos que tienen tanta experiencia que parece que cuidan eso que han encontrado. No se quieren equivocar, pareciera que no se quieren equivocar. Y yo creo que vos capaz tenés que tratar de equivocarte un poco. Un margen ahí tenés que tener. Porque si vos siempre caés parado en un momento vas a terminar haciendo algo muy redondito, demasiado preciso. Hay chabones que no se arriesgan ni un milímetro, y yo valoro más que un chabón saque un disco malo pero que el chabón dijo “ya fue, cambio toda la banda y me juego por otra cosa” frente a


un chabón que dice “voy a tratar de hacer lo mismo que hice antes porque con eso me fue bien”. Y después te encontrás con las caricaturas de bandas... -Claro, el tipo que canta como el Indio... -Sí, ¡y lo peor es que tienen éxito! -Ni hablar, pero igual ahí hay que ver qué es el éxito. Porque, ¿tienen éxito sólo porque venden? Hay que ver cuánto venden de acá a cinco años si se quiere entrar en su lógica. -Mirá, yo creo que una de las cosas que más me gustan que ha pasado en este país es Cha-chacha, el programa de Alfredo Casero. Ese programa me cambió la cabeza totalmente, me volvía loco. Y no te sabría responder si es o no exitoso un programa como Cha-chacha. Lo que veo es que era una cosa de hacer zapping y hacer zapping y siempre la tele el mismo aburrimiento y de repente te encontrabas con eso y decías: “¡No puede ser que esto esté al aire!” (aunque lo sacaron del aire mil veces). A mí cosas como esa me generan un optimismo tremendo. Quizás hay gente que ve cosas en la política, hoy, que le generan optimismo. A mí eso no me pasa. A mí me generan optimismo cosas como que Cha-cha-cha se siga pasando o se haya pasado alguna vez en la tele de este país. Me dan esperanza. Todos esos chabones, Capusotto, Casero.

-Bueno, Capusotto hoy por hoy... sí podemos hablar de éxito ahí. -Bueno, claro. Ese chabón sí, tiene reconocimiento, y al mismo tiempo se caga en el reconocimiento. Ese chabón cambia, todo el tiempo cambia. Para mí es increíble. -Ahora, vos destacás esto del cambio. Pero ese cambio en algún momento tiene que quedarse quieto. En algún momento parás de cambiar y te concentrás en un proyecto. Por ejemplo, cuando estás haciendo un disco... -Sí, no sé, depende. Con Los Espíritus, ponele, un ensayo antes de ir a grabar dijimos que no queríamos poner batería e hicimos todo con percusiones. Y hay algunos temas que ahora capaz los queremos regrabar. Pero bueno, se nos ocurrió eso, y creo que en ese momento nos pareció que era lo más coherente que fuera así: que iba a sonar más tribal, más cubano, no sé qué estábamos flasheando (risas). Sí creo igual que los límites también te hacen el estilo. Supongo que si Pollok pinta una casa no lo reconoce nadie. Ciertos límites tenía el chabón. Un mínimo de enchastre es el límite para el chabón. Pero bueno, ahí podés tratar de buscar. Babasónicos es una banda que cambia mucho y trabaja con los límites. Ahora capaz que hace rato es complicado seguirlos, pero hicieron cosas alucinantes para mí. Y siempre trabajaron

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muy cerca del ridículo. Lo que me gusta de los chabones es eso: las letras, algunas cosas en lo musical, todo se acerca mucho al ridículo. Y nadie quiere quedar en ridículo. Y creo que así nadie termina haciendo nada que a nadie le interese. Y me parece que cuando se juega con esos límites, cuando decís “no loco, no te pongas acá; no digas esa palabra”, no sé, me parece que está bueno jugar con ese borde. -Bueno, uds juegan con ese borde y mucho. Hasta en lo vocal... -Sí, y es obvio que a veces no quedás bien parado. Pero a mí me gusta ir ahí. -Sí, sí, es posta. Y ahí es jugártela para que salga algo. Y lo de Babasónicos también: han hecho cosas increíbles y después, no sé, yo no me lo explico. -Igual, dentro de lo que es la música pop, vos estás escuchando la radio o lo que sea y salta un tema y nunca vas a decir que suena mal o lo que sea. En todo caso no te parece tan revolucionario, tan loco como antes, pero dentro de ese pop que hacen los tipos hacen algo muy bueno. Y al mismo tiempo la competencia que tienen en la FM, bueno, digo, es todo tan cuadrado que cualquier cosa que tenga algo mínimo ya resalta mucho. Ayer fui a un reportaje en Radio Nacional Rock, en un programa que conduce el chabón este de Compañero Asma. Él tiene un programa de dos horas y pasa

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exclusivamente música nacional under. Pero posta eh, te pasa free jazz de Concordia, hardcore de Chaco, te pasa de todo el chabón. Y está re bueno tener ese programa. Y el tipo me dice : “yo tengo como 20 gigas de música nacional de ahora, under”. Es muy zarpado: ¡¿todo eso está pasando?! Y ahí decís, Rock&Pop me la chupa... -Claro, pero también está ese espacio, que está bárbaro. La FM esa Nacional Rock, digo, todo lo que queramos, pero el espacio de repente está bueno que esté... -Sí, bueno, son dos horas de mierda en una radio que no la escucha casi nadie... aunque para mí es un comienzo lo que está haciendo ese chabón. Él me decía que de todas maneras la gente no se mueve, aunque les pongan la limitación de que sólo pueden pasar música en castellano la gente sigue pasando sólo Sumo y Los Redondos. Pero bueno... -Bueno, antes tenías Radio Kabul. Y en Kabul se había armado el Son.Ar, y estaba buena la movida. Pero bueno, creo que todo extrañamos Kabul. -Sí, estaba bueno. A mí me había generado algo como lo de Chacha-cha de decir: “bueno, ¿esto podía pasar en una radio?”. Y pasa eso: si te ponés a pensar en las cosas que podrían pasar... -Y todo lo que está pasando... hay un montón de bandas creciendo. Y es un tema, ¿no? Se pierden muchas cosas en ese camino, en ese tránsito. Qué sé yo... se van


a tocar a Groove y... no sé. Entre Zaguán Sur y Groove comparás y decís “¡la puta madre!” -Yo iba a ver a Los Piojos en la secundaria, y ellos tocaban en Arpegio, un lugar en San Telmo. Era un lugar en una cuadra que no había nada, medio oscura, tipo el Zaguán. Y no sé, entrarían doscientas personas, ponele. Y hubo una época que estaban presentando Ay Ay Ay y tocaban viernes y sábado todos los fines de semana. Y siempre estaba lleno. Era como Zaguán, imaginate Zaguán siempre lleno viernes y sábado y los tipos tocando y tocando. Y en una pararon de tocar, sacaron ese disco Tercer Arco, que no sé si hubo un cambio de sello o qué, y creo que la movida fue como que hicieron una Trastienda y de ahí directamente dejan de tocar un tiempo y pasan así a un Obras. Y yo fui ahí a Obras, ¡y no entendía nada! Todo había cambiado. Hasta la música un poco había

cambiado. Había tanta gente y vos decías “de dónde salió toda esta gente”. Creo que ese crecimiento es en el que se ganan y pierden cosas que vos decías. Yo qué sé, sale en la radio, lo escucha todo el mundo, está buenísimo eso, pero para el público que lo veía ahí en el antrito de la calle oscura de San Telmo es como una especie de traición. Pasa que en el rock para mí está, sí, la gente que lo escucha porque se lo imponen, pero también está la gente que le gusta tanto el rock que lo investiga y ve a ver dónde está. Y la gente que investiga y busca y rebusca a ver dónde está termina yendo a esos lugares a ver bandas chiquitas que después cuando la banda crece lleva a la gente que quizás ni le gusta, que está probándose ropa en un local, lo escucha y va porque van los amigos. Y entonces, bueno, después ese CC público tiene que convivir.

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Hawthorne y sus Musgos Por un virginiano que pasa Julio en Vermont1 Herman Melville

Una habitación empapelada en una delicada y vieja granja, a millas de cualquier otra morada, y hundida hasta los aleros en el follaje –rodeada de montañas, viejos bosques y lagunas Indias–, éste, ciertamente, es el lugar para escribir sobre Hawthorne. Algún encanto hay en este aire norteño, pues amor y deber parecen impulsar ambos a la tarea. Un hombre de naturaleza noble y profunda me ha tomado en este aislamiento. Su agreste, hechicera voz suena a través mío; o, en cadencias más suaves, me parece oírla en las canciones de los pájaros de las laderas, que cantan sobre los alerces en mí ventana. ¡Ojalá todos los libros geniales fueran expósitos, sin padre ni madre, de modo que pudiéramos glorificarlos sin tener que incluir a sus autores aparentes! Ningún hombre verdadero se opondría a esto; menos que nadie, aquel que escribe: “Cuando el Artista asciende lo suficientemente alto para lograr la Belleza, el símbolo por el cual la hace perceptible a los sentidos mortales pierde valor ante sus ojos, mientras su espíritu se posee a sí mismo en el goce de la realidad”2. Pero más que esto. No sé cuál sería el nombre correcto para poner en la portada de un gran libro; pero esto siento: que los nombres de todos los grandes autores son ficticios, mucho más que aquel de Junius3; simple impostura, como son, para el místico y siempre esquivo Espíritu de toda Belleza, que por doquier poseen los hombres de genio. Puramente imaginaria como esta fantasía pueda parecer, sin embargo parece recibir alguna garantía de la realidad, pues en un encuentro personal ningún gran autor ha llegado nunca a la idea que de él tiene su lector. Pero ese polvo del que nuestros cuerpos están hechos, ¿cómo puede expresar adecuadamente las más 1 Texto publicado originalmente en The Literary World, 17 y 24 de Agosto, 1850, Estados Unidos de América. 2 Esta, como todas las citas incluidas en el texto, son de Hawthorne. 3 Se refiere a Sir Philip Francis, autor de The Letters of Junius (1769-1772), una serie de ataques a las políticas británicas de aquel tiempo.

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I


nobles inteligencias entre nosotros? Sea dicho esto con veneración, que ni siquiera en el caso de uno considerado más que hombre, ni siquiera en nuestro Salvador hizo su marco visible presagiar algo de su augusta naturaleza interior. Sino, ¿cómo pudieron aquellos testigos judíos que lo vieron no ver cielo en su mirada?

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II Es curioso cómo un hombre puede viajar a través de un camino rural y perder las más grandes, o las más dulces de las perspectivas, a causa de un seto intermedio, tan parecido a otros setos, que no da pistas del ancho paisaje que se esconde detrás. Así ha pasado conmigo respecto al encantador paisaje que hay en el alma de este Hawthorne, este excelentísimo Hombre de Musgos. Su “Old Manse” fue escrito hace ya cuatro años, pero yo no lo leí sino hasta hace un día o dos. Lo había visto en las librerías, había oído hablar de él a menudo, incluso me había sido recomendado por un amigo de buen gusto como un libro raro, tranquilo, y tal vez demasiado merecedor de popularidad como para ser popular. Pero hay tantos libros llamados “excelentes”, y tanto mérito impopular, que en medio del grueso revuelo de tantas otras cosas la sugerencia de mi amigo de buen gusto no fue tenida en cuenta, y por cuatro años los Musgos de “Old Manse” nunca me refrescaron con su verde perenne. Puede ser, sin embargo, que durante todo este tiempo, el libro, como el vino, sólo haya mejorado en cuerpo y sabor. En todo caso, es seguro que esta larga postergación desembocó en un resultado feliz. El otro día en el desayuno, una chica de montaña, prima mía, que en las últimas dos semanas me ha servido cada mañana con fresas y frambuesas –que, al igual que las rosas y perlas en el cuento de hadas, parecían caer en el platillo desde esos fresales de sus mejillas–, esta deliciosa criatura, esta encantadora Cereza, me dice: “Te veo pasar las mañanas en el henal; y ayer encontré allí ´Dwight´s Travels in New England´. Pero yo tengo algo mejor que eso, algo más afín a nuestro verano en estas colinas. Toma estas frambuesas, y luego te daré algo de musgo”. “¡Musgo!”, dije yo. “Sí, y tienes que llevarlo al granero contigo, y adiós a ´Dwight´”. Con eso me dejó, y pronto volvió con un volumen, atado torpemente y adornado con una curiosa portada color verde: nada menos que un pedazo de musgo real, ingeniosamente presionado como una hoja de guarda. “Pero este”, dije derramando las frambuesas, “este es ´Mosses from an Old Manse´”. “Sí”, dijo la prima Cereza, “sí, este es el florido Hawthorne”. “Hawthorne y Musgos” dije, “no más: es de mañana: es Julio en el país: y me voy al granero”.


Tendido en aquel nuevo trébol cortado, la brisa de las colinas soplando sobre mí a través de la ancha puerta del granero, y calmado por el zumbido de las abejas en los prados de alrededor, ¡qué mágicamente se apoderó de mí este Hombre Musgoso! Y que ampliamente, que generosamente cumplió esa deliciosa promesa a sus invitados en Old Manse, de quienes está escrito: “Otros podrían darles placer, diversión, o instrucción –estos pueden conseguirse en cualquier sitio–, pero a mí me tocaba el darles descanso. ¡Descanso, en una vida llena de problemas!; ¿qué mejor podría hacerse para esos espíritus cansados y gastados de mundo? ¿Qué mejor podría hacerse para cualquiera que venga a nuestro círculo mágico que lanzar el hechizo de un espíritu mágico sobre él?”. Así que todo aquel día, medio enterrado en ese nuevo trébol, vi este “Amanecer asirio” de Hawthorne “y el atardecer y ascenso de luna Pafio desde la cima de nuestra Colina Oriental”.

El suave rapto del hombre me tejió alrededor una red de sueños, y cuando el libro estuvo cerrado, cuando el hechizo hubo terminado, este brujo “me despidió, pero con una bruma de reminiscencias, como si yo hubiera estado soñando con él”. ¡Qué dulce luz de luna baña de humor contemplativo ese Old Manse! –la rara y rica destilación de un picante y lentamente exudado corazón. Nada de burdo desenfreno, nada de grosera diversión alimentada con cenas grasosas y cultivada en las heces del vino; pero con un humor tan espiritualmente dulce, tan alto, tan profundo, y aún así tan ricamente saboreable, que difícilmente sería inapropiado en un ángel. Esta es la religión misma de la alegría; para nada muy humana, pero puede ser muy avanzada para eso. El huerto de “Old Manse” parece el tipo visible de la delicada mente que lo ha descrito. Esos viejos árboles torcidos y retorcidos “que extienden sus ramas curvas y toman y agarran tanto de la imaginación que los recordamos como humoristas y extraños compañeros”. Y luego, como rodeado de esas formas grotescas, y silencioso en el mediodía, reposar de este hechizo de Hawthorne, ¡cómo podría ser aún simbolizada acertadamente la caída de sus pensamientos malditos [ruddy] en su alma por “el golpe de una gran manzana en la tarde silenciosa, cayendo sin un soplo de viento desde la mera necesidad de su madurez perfecta”! No menos maduras que malditas [ruddy] son las manzanas de los pensamientos y fantasías en este dulce Hombre de Musgos. “Buds and Bird–voices”, ¡qué delicia es! “¿Será el mundo siempre tan decadente, que la Primavera ya no renueve su verdor?” Y “Fire– Worship” ¿Fue tan glorificado el hogar [hearth] en un altar antes? El simple título de este cuento es mejor que cualquier trabajo común de

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III


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cincuenta volúmenes. Qué exquisito es esto: “No disminuyó el encanto de su suave, familiar cortesía y amabilidad, aún cuando el poderoso espíritu, cuando se ofreciera la oportunidad, provocara disturbios a través de la pacífica casa, envolviendo con su terrible abrazo a los internos, y sin dejar nada de ellos salvo sus blanqueados huesos. La posibilidad de esta loca destrucción sólo hizo de su amabilidad doméstica lo más hermoso y entrañable. Era tan dulce de su parte – siendo dotado con tal poder– vivir, día tras día, y una larga, solitaria noche tras otra en el oscuro fogón, y sólo de vez en cuando traicionar su naturaleza salvaje impulsando su lengua roja fuera de la alta chimenea. Es verdad, él había hecho mucho daño en el mundo, y estaba bastante seguro de hacer más, pero su corazón cálido expió todo. El fue amable con la raza humana”. Pero tiene todavía otras manzanas, no tan malditas [ruddy], pero completamente maduras; manzanas que ha dejado marchitarse en el árbol, luego de que la agradable recolección de otoño pasó. El bosquejo de “The Old Apple Dealer” se concibe en el mas sutil espíritu de tristeza; aquel cuya “infancia apagada y débil prefiguró su mayor fracaso, que contenía asimismo en él la profecía y la imagen de su aletargada y magra época”. Tales matices como hay en este cuento no pueden provenir de ningún corazón común. Ellos expresan una sensibilidad tan profunda, una tal simpatía sin límite por todas las formas de existencia, un amor tan omnipresente, que debemos decir que este Hawthorne está aquí casi solo en su generación –al menos, en las expresiones artísticas de estas cosas. Todavía más. Matices como éstos –y muchos, muchísimos otros similares que atraviesan sus capítulos– nos dan hilos a través de los cuales entramos por un pequeño camino en su intrincado, profundo corazón, donde se originaron. Y vemos que el sufrimiento –en algún momento u otro y en alguna forma u otra–, solo esto, puede permitirle a cualquier hombre describirlo en los otros. A través de él, la melancolía de Hawthorne descansa como un Verano Indio, que, aunque bañe a un país entero en suavidad, todavía revela el tono distintivo de cada colina imponente y de cada valle lejano y sinuoso. IV Pero esta es la parte que menos se admira del genio. Donde Hawthorne es conocido, parece considerárselo un escritor agradable, con un estilo agradable –un hombre inofensivo, recluido, del cual difícilmente podría esperarse algo profundo y de peso–, un hombre que significa ningún significado. Pero no hay hombre en quien el humor y el amor se eleven, como picos montañosos, a altura tan cautivante


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para recibir las irradiaciones de los cielos superiores; no hay hombre en quien el humor y el amor estén más desarrollados en esta alta forma llamada genio; ningún hombre así puede existir sin poseer también, como complemento indispensable de aquello, un gran, profundo intelecto, que cae en el universo como una plomada. O bien, el amor y el humor son sólo los ojos a través de los cuales una inteligencia considera este mundo. La gran belleza que hay en una mente así es solamente el producto de esta fuerza. ¿Qué puede ser, para todos los lectores, mas encantador que el cuento titulado “Monsieur du Miroir”; y para un lector que lo pueda comprender plenamente, qué puede, al mismo tiempo, poseer más profundidad mística de significado? Sí, allí yace y me mira –esta “forma de misterio”, este “idéntico Monsieur du Miroir”: “Pienso que ahora debería temblar, fue su poder hechicero de planear a través de todos los obstáculos buscándome a mí, para que lo coloque de repente ante mis ojos”. ¡Qué profunda, o más bien: terrible es la moral desarrollada en “Earths Holocaust”!; donde –comenzando con las locuras y afectaciones huecas del mundo–, todas las vanidades y teorías y formas vacías son, una tras otra, y con una gradación admirable – cultivando la exhaustividad–, arrojadas dentro del fuego alegórico, hasta que, en profundidad, no queda nada sino el corazón humano que todo lo engendra; y que permaneciendo todavía sin consumirse, el gran incendio es nada. Un cuento que va junto con ella es “Intelligence Office”, una estupenda simbolización de lo que secretamente trabaja en el alma de los hombres. Hay otros bosquejos todavía más cargados de sentido. “The Christmas Banquet” y “The Bosom Serpent” serían materias para análisis elaborados y curiosos, tocando las partes conjeturables de la mente que los produjo. Pues a pesar de la veraniega luz India de este lado del alma de Hawthorne, el otro lado, como la mitad oscura de la esfera física, está envuelto en una negrura diez veces negra. Pero esta negrura no da sino más efecto a su alba siempre movediza, que avanza constante a través de ella y rodea su mundo. Si Hawthorne, simplemente, se ha servido de esta negrura mística como un medio para los maravillosos efectos que él hace producir en sus luces y sombras, o si realmente hay en él, quizás desconocida para el mismo, un toque de melancolía Puritana, esto, yo no puedo decirlo realmente. Cierto es, sin embargo, que este gran poder de negrura en él, obtiene su fuerza de su apelación a ese sentimiento calvinista de Depravación Innata y Pecado Original, de cuyas visitas, en una forma u otra, ninguna mente de pensamiento profundo está por siempre y completamente a salvo. Porque, en ciertos estados de ánimo, ningún hombre puede pesar este mundo sin introducirse en algo parecido, en alguna manera, al Pecado Original, para golpear el equilibrio precario. En todo caso, tal vez ningún


escritor ha ejercido nunca este terrible pensamiento con mayor terror que ese mismo inofensivo Hawthorne. Y todavía más: esta presunción negra lo penetra de lado a lado. Uno puede ser embrujado por su luz solar – transportado por los fulgores brillantes que tiende sobre nosotros–, pero está la negritud de la oscuridad detrás; e incluso sus fulgores brillantes son sólo orlas y juegos sobre los bordes de nubes de tormenta. En una palabra, se equivoca el mundo en cuanto a este Nathaniel Hawthorne. Él mismo debe a menudo haber sonreído ante esta absurda incomprensión sobre él. Él es inconmensurablemente más profundo que la plomada del mero crítico. Porque no es el cerebro lo que puede poner a prueba a un hombre tal; sólo el corazón. No se puede conocer la grandeza inspeccionándola; no hay mirada para captar esto, sino la intuición; no es necesario hacerlo sonar, sino sólo tocarlo, y se encontrará que es oro.

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V Ahora bien, es esa negrura de la cual he hablado en Hawthorne lo que me fascina y me sujeta tanto. Puede ser, sin embargo, que esté demasiado ampliamente desarrollada en él. Tal vez no nos da un rayo de luz por cada sombra de oscuridad. Pero como sea que esto sea, esta negrura es la que provee la oscuridad infinita de su fondo –ese fondo contra el cual Shakespeare juega sus grandes presunciones, las cosas que han hecho de Shakespeare su más alto y circunscripto renombre como el más profundo de los pensadores. Pues los filósofos no adoran a Shakespeare como el gran hombre de la comedia y la tragedia. “¡Que le corten la cabeza! ¡Tanto más para Buckingham!”, este tipo de diatriba, interpuesta por otra mano4, tira abajo la casa –aquellas almas equivocadas, que sueñan a Shakespeare como un mero hombre de las jorobas de Ricardo III y de las dagas de Macbeth. Pero son esas cosas profundas y lejanas en él, esos ocasionales destellos sucesivos de la Verdad intuitiva en él, esas cortas y rápidas exploraciones en el eje mismo de la realidad –son estas cosas las que hacen Shakespeare a Shakespeare. A través de las bocas de esos oscuros personajes de Hamlet, Timon, Lear e Iago, dice con habilidad, o insinúa, aquello que nosotros sentimos ser tan terroríficamente verdadero y que serían sólo locuras para cualquier hombre bueno, en su propio carácter, el sólo decirlas o siquiera insinuarlas. Atormentado hasta la desesperación, Lear, el rey frenético, rasga la máscara y habla con la sana locura de la verdad vital. Pero, como dije antes, ésta es la parte que menos se admira del genio. Y así, mucha de la ciega y desatada admiración que ha sido puesta sobre Shakespeare, lo ha sido sobre la parte 4 Melville se refiere al dramaturgo inglés Colley Ciber, quien revisó Ricardo III.


VI No es necesario fijarse sobre esa negrura que hay en él si ésta no se ajusta a tu medida. Tampoco que todos los lectores vayan a discernirla, porque es, en su mayoría, insinuada a aquellos que puedan entenderla y dar cuenta de ella; esta no se impone sobre todos por igual. Algunos podrán sobresaltarse al leer a Shakespeare y Hawthorne en la misma página. Tal vez digan, si es que una ilustración fuese necesaria, que una luz menor habría bastado para iluminar a ese Hawthorne, ese pequeño hombre de ayer. Pero yo no soy, y a gusto, uno de esos que tocan a Shakespeare para ejemplificar la máxima

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menos importante de él. Y pocos de sus infinitos comentadores y críticos parecen recordar, o incluso percibir, que los productos inmediatos de una gran mente no son tan grandes como esa grandeza no desarrollada (y a veces no desarrollable) pero sutilmente perceptible, y de la cual esos productos inmediatos son sin embargo indicios infalibles. En la tumba de Shakespeare yace infinitamente más de lo que Shakespeare haya escrito nunca. Y si magnifico a Shakespeare no es tanto por lo que hizo como por lo que no hizo, o se abstuvo de hacer. Porque en este mundo de mentiras la Verdad es forzada a huir como una asustada gama blanca en los bosques, y sólo por destellos furtivos se revelará a sí misma, como en Shakespeare y en otros autores del gran Arte de Decir la Verdad, aunque sólo sea de modo encubierto y por pedazos. Pero si esta visión del siempre popular Shakespeare es escasamente tomada por sus lectores, y si muy pocos de quienes lo alaban lo han leído alguna vez en profundidad, o quizás sólo lo vieron en el engañoso escenario (que sólo hizo, y sigue haciendo, su mera fama de populacho); si pocos hombres tienen tiempo, o paciencia, o paladar para la verdad espiritual que hay en ese gran genio –si es así, entonces, no hay nada de que sorprenderse que en nuestro tiempos Nathaniel Hawthorne sea un hombre, hasta ahora, casi totalmente malentendido entre los hombres. Aquí y allá, en algún tranquilo sillón en la ciudad ruidosa, o en algún rincón profundo entre montañas silenciosas, tal vez sea apreciado por lo que él es. Pero a diferencia de Shakespeare, quien fue forzado por las circunstancias a un rumbo contrario, Hawthorne (ya sea porque no tiene inclinación a ello, o porque no le salga), se abstiene de todo el ruido popularizante del show de la gran farsa y de la tragedia de sangre embadurnada –conforme con la expresión tranquila y rica de un gran intelecto en reposo, y que pone pocos pensamientos en circulación, pero que son arterializados en sus grandes pulmones cálidos, y expandidos en su honesto corazón.


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de Rochefoucauld, aquella de que “exaltamos la reputación de algunos para hundir la de otros” –quienes, para enseñar a todos los aspirantes de almas nobles que no hay esperanza para ellos, declaran a Shakespeare absolutamente inalcanzable. Pero Shakespeare ha sido alcanzado. Hay mentes que se han adentrado tanto en el universo como Shakespeare; y casi ningún hombre mortal que, en algún momento u otro, no haya sentido en él pensamientos tan grandes como cualquiera encontrará en Hamlet. No debemos difamar por inferencia a toda la humanidad a causa de un solo hombre, sea este quien pueda ser. Es, para la conciencia mediocre, una compra demasiado barata de satisfacción como para hacerlo. Además, esta absoluta e incondicional adoración de Shakespeare se ha cultivado hasta ser parte de nuestras supersticiones anglosajonas. Los 39 artículos ahora son 40. Ha terminado existiendo intolerancia en el asunto. Uno debe creer que Shakespeare es inalcanzable o abandonar el país. Pero ¿qué tipo de creencia es esta para un Americano, un hombre que está destinado a llevar la progresividad republicana a la Literatura, así como a la Vida? Créanme, mis amigos, que hombres no demasiado inferiores a Shakespeare están naciendo en estos días en las riberas del Ohio. Y llegará el día en que diremos: ¿quién lee un libro escrito por un Inglés moderno?5 El gran error parece ser que incluso entre aquellos Americanos que miran adelante y esperan la llegada de un genio literario entre nosotros, hay quienes fantasean que vendrá en el traje de los tiempos de la Reina Isabel –un escritor de dramas fundado sobre la vieja historia Inglesa, o en los cuentos de Boccaccio. Mientras, los grandes genios son parte de los tiempos; ellos mismos son los tiempos, y poseen un color correspondiente. Esto va de la mano con los Judíos, quienes, mientras su Shiloh caminaba manso en sus calles, esperaban todavía por su llegada magnífica; buscándolo en un carro, él estaba ya entre ellos en un burro. No debemos olvidar que en su propia vida Shakespeare no era Shakespeare sino sólo William Shakespeare dueño de la perspicaz y próspera firma de negocios de Condell, Shakespeare and Co., propietarios del Teatro Global de Londres, y que había sido abucheado por un autor cortesano de nombre Chettle [Greene] como un “cuervo advenedizo” embellecido “con plumajes de otras aves”. Porque, esto lo marca bien, la imitación es a menudo la primera acusación formulada contra la verdadera originalidad. No es este el espacio para exponer el por qué esto es así. Uno debe tener una abundante sala de mar para decir la verdad en ella, especialmente cuando parece 5 Alusión a una broma de un crítico inglés que en 1820 dijo: ¿quién lee un libro escrito por un norteamericano?


tener un aspecto de novedad; como América en 1492, que aunque era entonces ya tan antigua, tal vez mayor que Asia, sólo los filósofos sagaces, los marineros comunes, no la habían visto antes –jurando que allí era todo agua y luz de luna. Ahora: yo no digo que Nathaniel de Salem es más grande que William de Avon, o igual de grande. Pero la diferencia entre ambos no es en modo alguno inconmensurable. No mucho más y Nathaniel sería verdaderamente William.

También esto quiero decir, que si Shakespeare no ha sido igualado todavía, seguro es que está para ser superado, y superado por un Americano, nacido o por nacer. Pues esto no será para nosotros, como en las otras muchas cosas por hacer, no será cruzarnos de brazos y decir: en el más importante departamento de avanzada no hay nada6. Tampoco es como todos dicen, que el mundo se está poniendo marchito y gris y que ha perdido ese encanto fresco que tenía antes en virtud del cual los grandes poetas de los tiempos pasados se convirtieron en lo que apreciamos de ellos. No es así. El mundo está tan joven hoy como cuando fue creado, y el rocío de esta mañana en Vermont está tan húmedo a mis pies como el rocío del Edén lo estaba para Adán. La naturaleza no ha sido saqueada tanto por nuestros progenitores como para que esta última generación no pueda continuar encontrando nuevos encantos y misterios. Lejos de esto. No se ha dicho todavía ni la trillonésima parte, y todo lo que ha sido dicho sólo multiplica los caminos de lo que queda por decir. No es tanto la escasez como la superabundancia de material lo que parece incapacitar a los autores modernos. Hay que dejar que América premie y aprecie a sus escritores, sí, que los glorifique. No son tantos en número como para agotar su buena voluntad. Y mientras tenga buenos familiares y amigos propios para llevar a su seno, no hay que dejar que derroche sus abrazos sobre la 6 Hay dos versiones del texto original. Una, que se encuentra en la página web de la Universidad de Virginia, y otra de circulación más corriente que suprime casi toda la primera parte de este párrafo y adopta un término más conciliador, diciendo (en lugar de lo que hemos traducido): “that if Shakespeare has not been equalled, give the world time, and he is sure to be surpassed, in one hemisphere or the other”. Decidimos dejar la versión de la Universidad de Virginia por dos razones; primero, porque en ella se encuentran frases, e incluso algún párrafo, que faltan en la versión más corriente, y segundo, porque entendemos se corresponde con lo que viene diciendo Melville, en el contenido y en el tono de “arenga” que utiliza.

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VII


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casa de extranjeros. Porque se crea o no, Inglaterra, después de todo, es en muchas cosas extraña para nosotros. China tiene para nosotros más lazos de amor real que ella. Pero incluso si no hubiera ningún Hawthorne, ningún Emerson, ningún Whittier, ningún Irving, ningún Bryant, ningún Dana, ningún Cooper, ningún Willis (no el autor de “Dashes” sino el autor de “Belfry Pigeon”), si no hubiera ninguno de estos, y otros de este calibre entre nosotros, incluso así América debería alabar (porque donde sea, el mérito exige reconocimiento) primero la mediocridad entre sus propios hijos antes que la mejor excelencia en los hijos de otra tierra. Que sus propios autores, digo yo, tengan prioridad de apreciación. Estuve muy agradecido con un exaltado primo mío de Carolina, quien dijo una vez: “Si no hubiera ningún otro Americano para elegir en Literatura, bueno, entonces elegiría a Pop Emmons y su ‘Fredoniad’7, y hasta que una época mejor venga, juraría que no está muy lejos detrás de la Ilíada”. Saquémosle las palabras, y en su espíritu había sonido. No se trata de que el genio Americano necesite mecenazgo para expandirse. Porque ese tipo de material explosivo se expandirá aunque se atornille y lo hará estallar aunque el tornillo tenga triple acero. Es por el bien de la Nación, y no de sus autores, que América tendría que estar atenta al incremento de la grandeza entre sus escritores. ¡Porque qué grande sería la vergüenza si otras naciones debieran, antes que ella, coronar a nuestros héroes de la pluma! Pero es esto casi lo que ahora sucede. Los autores Americanos han recibido los elogios más justos y exigentes siempre de algún Inglés que desde sus propios compatriotas (aunque altaneros y ridículos en ciertos casos). Difícilmente haya cinco críticos en América, y varios de ellos están durmiendo. En cuanto al mecenazgo, es el autor Americano quien ahora patrocina al país, y no su país a él. Y si a veces algunos entre ellos apelan a la gente para que los reconozca más, no es siempre con motivos egoístas, sino también patrióticos. VIII Es verdad que solo pocos de ellos han evidenciado la resuelta originalidad que merece grandes elogios. Pero ese escritor gracioso [Washington Irving], quien quizá de todos los autores Americanos ha sido quien ha recibido los mayores aplausos de su propio país por sus producciones –ese escritor tan popular y amable, y tan bueno y autosuficiente en tantas cosas, tal vez debe su reputación de pionero 7 Richard Emmons escribió Fredoniad or Independence Preserver, un poema épico sobre la guerra de 1812, considerado un fracaso.


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a su autodeclarada imitación de un modelo ajeno, y al estudiado desvío de todos los temas, excepto los suaves. Pero es mejor fallar en originalidad que tener éxito en la imitación. Aquel que nunca ha fallado en alguna parte, ese hombre no puede ser grande. El fracaso es la verdadera prueba de la grandeza. Y si se dice que el éxito continuo es prueba de que un hombre conoce prudentemente sus poderes, sólo habría que agregar que, en ese caso, sabe entonces que son pequeños. Dejémonos creer entonces, de una vez por todas, que no hay esperanzas para nosotros en esos suaves y agradables escritores que conocen sus poderes. Sin malicia, pero para decir el hecho llano, ellos sólo proveen un apéndice de Goldsmith y otros autores Ingleses. Y nosotros no queremos Goldsmiths Americanos, no, no queremos Miltons Americanos. Sería la cosa más vil que pudiera decirse de un autor Americano, que es un Tompkins Americano. Hay que llamarlo Americano, y listo, nada más noble podrá decirse de él. Pero esto no significa que todos los escritores Americanos deben adherir cuidadosamente a la nacionalidad en sus escritos; sino sólo esto, que ningún escritor Americano debería escribir como un Inglés, o como un Francés; que escriba como hombre, entonces seguramente escribirá como Americano. Cortemos con esta levadura de esclavitud literaria hacia Inglaterra. Si alguien debe jugar al lacayo en esto, que lo haga Inglaterra, no nosotros. Mientras nos preparamos rápidamente para la supremacía política entre las naciones, que proféticamente nos espera hacia el final de este siglo, desde el punto de vista literario estamos deplorablemente poco preparados para ella, y al parecer estamos resueltos a permanecer así. Hasta ahora parecía haber razones para que esto siga así, pero ninguna buena razón existe ahora. Y todo el requisito para enmendar este asunto es simplemente esto: que, mientras reconocemos libremente toda excelencia, donde sea, debemos abstenernos de elogiar indebidamente escritores extranjeros y, al mismo tiempo, reconocer debidamente los méritos de nuestros propios escritores –aquellos escritores que respiran el espíritu democrático, sin cadenas, del Cristianismo en todas las cosas, que ahora toma la iniciativa práctica en el mundo, aunque al mismo tiempo es liderado por nosotros, nosotros los Americanos. Despreciemos con coraje toda imitación, aunque venga graciosa y fragante como la mañana, y fomentemos la originalidad, aunque, al principio, sea indescifrable y fea como nuestros propios nudos de pinos. Y si alguno de nuestros autores falla, o parece fallar, entonces, en las palabras de mi entusiasta primo de Carolina, démosle una palmada en el hombro y respaldémoslo contra toda Europa en un segundo round. La verdad es que, desde nuestro propio punto de vista, este asunto de la literatura nacional se nos ha llegado a pasar tanto, que en algún sentido debemos volvernos


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unos matones, de lo contrario el día está perdido, o la superioridad tan lejos más allá de nosotros, que difícilmente podremos decir que alguna vez será nuestra. Y ahora, mis compatriotas, como un excelente autor de nuestra propia carne y sangre, como un hombre que no imita y que es, quizás, a su manera, inimitable, ¿a quién podría recomendar mejor que, en primer lugar, a Nathaniel Hawthorne? El es uno de la nueva y por lejos mejor generación de nuestros escritores. El olor de nuestras hayas y cicutas están sobre él; nuestras anchas praderas en su alma; y si viajamos al interior de su noble y profunda naturaleza oiremos el rugido lejano de su Niágara. No dejemos a las futuras generaciones el hermoso deber de reconocerlo por lo que él es. Tomemos esa alegría para nosotros, en nuestra propia generación; y entonces el sentirá esos impulsos de agradecimiento que es posible que lo lleven a la flor completa de algún logro todavía mayor en nuestros ojos. Y al reconocerlo, reconoceremos así a otros y abrazaremos a la hermandad entera. Porque al genio, alrededor del mundo, se lo apoya de mano a mano, y un solo golpe de reconocimiento recorre todo el círculo alrededor. IX En el tratamiento de Hawthorne, mejor dicho de Hawthorne en sus escritos (porque nunca vi al hombre y, dadas las chances de una vida tranquila en las plantaciones, lejos de su guarida, quizás nunca lo haré), digo, en el tratamiento de su trabajo, hasta ahora he omitido toda mención sobre “Twice Told Tales” y “Scarlet Letter”. Ambos son excelentes, pero llenas de una belleza de tal variedad, extraña y difusiva, que no me alcanzaría el tiempo para sacar la mitad a luz. Pero hay cosas en esos dos libros que, de haber sido escritos en Inglaterra un siglo atrás, Nathaniel Hawthorne habría desplazado a muchos de los brillantes hombres que hoy veneramos como autoridad. Me contento con dejar a Hawthorne a sí mismo y al infalible hallazgo de la posteridad; y sea cuanto pueda ser de grande la alabanza que yo haya depositado en él, siento que al hacerlo me he honrado y servido más a mí mismo que a él. Porque en el fondo la gran excelencia es alabanza suficiente para sí mismo; pero el sentimiento de un amor sincero y agradecido, y la admiración hacia ello, esto es liberado por la expresión; y una cálida y honesta alabanza siempre dejan un sabor agradable en la boca; y es una cosa honorable reconocer lo que es honorable en otros. Pero todavía no puedo dejar mi asunto. Ningún hombre puede leer un gran autor y saborearlo hasta sus mismos huesos sin hacerse


X Han pasado veinticuatro horas de lo escrito anteriormente. Recién regreso de cortar el heno, cargado de más y más amor y admiración por Hawthorne. Porque justo estaba cosechando a través de los “Musgos”, recogiendo muchas cosas aquí y allá que se me habían escapado antes. Y encontré que recoger después de este hombre, es mejor que estar en la cosecha de otros. Para ser sincero (aunque, tal vez, bastante tonto), a pesar de lo que escribí ayer de estos Musgos, no había seleccionado lo suficiente de ellos; sin embargo, había sido lo suficientemente sensible a la sutil esencia en ellos como para escribir como lo hice. A qué altura infinita de maravilloso amor y admiración puedo aún estar yendo cuando, en repetidos banquetes de estos Musgos, debería haber incorporado minuciosamente todas sus cosas a fondo –eso, no puedo decirlo. Pero ya siento que este Hawthorne ha lanzado semillas germinantes dentro de mi alma. El se expande y cava hondo cuanto más lo contemplo; y más y más lejos brotan sus fuertes raíces de Nueva Inglaterra dentro de la cálida tierra de mi alma sureña. En un repaso minucioso del Índice, encuentro ahora que he pasado por todos los bosquejos; pero cuando escribí ayer no tenía leído del

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posteriormente una imagen ideal del hombre y su mente. Y si uno busca correctamente se encontrará casi siempre que el autor mismo en algún lado nos ha dejado su propia imagen. Porque los poetas (ya sea en prosa o en verso), siendo pintores de la Naturaleza, son como sus hermanos del pincel, los verdaderos retratistas, que, en la multitud de semejanzas a ser esbozadas, no siempre omiten la suya propia. Y en todos los ejemplos con vuelo, ellos se pintan sin ninguna vanidad, aunque a veces con algo que los oculta, y que llevaría varias páginas definir adecuadamente. Presento, entonces, para aquellos que mejor familiarizados estén personalmente con el hombre –y para él mismo, si algo de esto no expresa el temperamento de su mente–, si el siguiente no es Nathaniel Hawthorne, ese carácter duradero de todo hombre verdadero, sincero –todavía un buscador, no alguien que ha encontrado: “Ahora había entrado un hombre con ropa descuidada, con el aspecto de un pensador pero demasiado áspero y tosco y musculoso para ser erudito. Su cara estaba llena de un vigor robusto, pero con algún atributo más fino y agudo debajo; aunque duro al principio, fue templado con el resplandor de un corazón grande y cálido, que tenía fuerza suficiente para caldear su poderoso intelecto de cabo a rabo. Avanzó hacia el informante y lo miró con mirada de tal sinceridad que quizás pocos secretos estuvieron más allá de su alcance: ‘Yo busco la verdad’, dijo”.


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todo dos cuentos particulares a los que ahora deseo prestarles especial atención: “A Select Party” y “Young Goodman Brown”. Aquí, dicho sea esto para todos aquellos a quienes este pobre garabato fugitivo mío pueda tentar a leer cuidadosamente sobre los “Musgos”, que ellos no deben en ningún caso ser juzgados con decepción, engañándonos por la trivialidad de muchos de los títulos de estos bosquejos. Porque en más de una ocasión el título desmiente por completo al cuento. Es como si la rústica damajuana contuviese el más excelente y costoso de los vinos “Falernian and Tokay” etiquetados como “Sidra”, “Perry” y “Vino Baya del Sauco”. La verdad parece ser que, como muchos otros genios, este Hombre de Musgos se toma gran placer en engañar al mundo –al menos con respecto a él mismo. Yo, personalmente, no dudo que más bien prefiere ser generalmente estimado como un autor del montón; estando dispuesto a reservarse la minuciosa y aguda apreciación de lo que es a esa parte más calificada para juzgar –esto es: a sí mismo. Además, en el fondo de sus naturalezas, los hombres como Hawthorne, en muchas cosas, consideran los aplausos del público como una fuerte evidencia presuntiva de mediocridad en sus finalidades, que los haría en alguna medida prestarse a la duda de sus propios poderes, habiendo escuchado mucho y muy vocinglero rebuznar sobre ellos en los pastos públicos. Es verdad que yo mismo he estado rebuznando (si se quiere ser lo suficientemente ingenioso, tener esto basta), pero entonces reclamo ser el primero que ha rebuznado tanto en este asunto particular; y por lo tanto, mientras espero el alegato por la culpabilidad del cargo, todavía reclamo todo el mérito debido a la originalidad. Pero por el motivo que sea, lúdico o profundo, Nathaniel Hawthorne ha elegido titular sus cuentos de la manera que ha sido, y es cierto que algunos de ellos están directamente calculados para engañar – notoriamente– la superficial nata de las páginas. Para ser franco y abierto una vez más, permítanme decir con alegría que dos de esos títulos no han engañado menos cruelmente a un lector con ojos de águila como yo, y que, también, luego he quedado impresionado con el sentido de gran profundidad y amplitud de este hombre Americano. ¿“Quién, en nombre del trueno” (como la gente del país dice en este vecindario), “quién en nombre del trueno” podría preveer alguna maravilla en el cuento titulado “Young Goodman Brown”? Uno, por supuesto, podría suponer que se trata de una pequeña historia sencilla, compuesta como un suplemento de “Goody Two Shoes”. En lugar de eso, es profundo como Dante; no se puede terminar esto sin atender al autor en sus propias palabras: “Esto es tuyo para penetrar, en cada seno, el profundo misterio del pecado”. Y con “Young Goodman…” también, en la búsqueda alegórica de su mujer Puritana, puedes gritar en su angustia: “¡Fé!, gritó Goodman Brown, con voz agónica y desesperada, y los ecos del bosque se burlaron de él,


gritando: ‘¡Fé! ¡Fé!’ como si miserables desconcertados la buscasen a ella a través de todo el desierto [wilderness]”.

Esta misma pieza, titulada “Young Goodman Brown”, es una de las dos que yo no había leído completa ayer; y aludo a ella ahora porque es, en sí misma, una ilustración tan fuertemente positiva de la negritud de Hawthorne que yo solo había supuesto de las simples sombras ocasionales, tal como se revelan en muchos otros bosquejos. Si yo hubiese examinado previamente “Young Goodman Brown”, no debería haber tenido que esforzarme para sacar la conclusión, a la cual llegué, a su tiempo, cuando ignoraba que el libro contenía una manifestación tan directa y plena de ella. La otra pieza de las dos mencionadas se titula “A Select Party”, sobre la cual, en mi primera simpleza sobre la originalidad del libro, fantaseé que se debía de tratar de alguna fiesta de calabaza en la vieja Salem, o alguna Fiesta de Sopa de Pescado en Cape Cod. En lugar de eso, ¡por todos los dioses de Peedee!, es la más dulce y sublime cosa que se haya escrito desde Spencer. No, no hay nada en Spencer que lo supere, tal vez nada que lo iguale. Y la prueba es ésta: leer cualquier canto de “The Faery Queen” y luego leer “A select party” y decidir cuál gusta más; si se está cualificado para evaluar, eso es todo. No hay que espantarse con esto; porque cuando Spencer estaba vivo, se lo pensó en gran medida como a Hawthorne ahora –generalmente se lo consideró apenas como un “suave” hombre inofensivo. Esto quiere decir que para los ojos comunes la sublimidad de Hawthorne parece perderse en su dulzura –como quizás suceda en la misma “Select Party”–, para quienes él ha construido una cúpula augusta de las nubes al atardecer y los ha servido en el plato más abundante, como Belshazzar´s cuando sirvió el banquete a sus señores en Babilonia. Pero mi principal problema ahora es señalar una página particular en este cuento, teniendo como referencia a un invitado de honor, que bajo el nombre de “The Master Genius”, pero en su disfraz “de un hombre joven de atuendo pobre, sin insignia de rango o de eminencia reconocida”, es presentado al Hombre de la Fantasía, que es el dador de la fiesta. Ahora, la página que refiere a este “Master Genius” expresa tan felizmente mucho de lo que escribí ayer, tocando la venida del Shiloh literario de América, que yo no puedo sino estar encantado con la coincidencia; especialmente cuando muestra tal paridad de ideas, al menos en este punto, entre un hombre como Hawthorne y un hombre como yo.

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XI


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XII Y aquí déjenme arrojar otra presunción mía sobre este Shiloh Americano, o “Master Genuis”, como Hawthorne lo llama. ¿No podría ser que esta mente dominante no haya sido, ni sea, ni nunca será individualmente desarrollada en ningún hombre? Y en efecto ¿sería tan irrazonable suponer que esta gran plenitud y desbordamiento pueda ser –o pueda estar destinada a ser– común a una pluralidad de hombres de genio? Ciertamente, para tomar al más grande ejemplo del que hay registro: ¿Shakespeare no puede considerarse en sí mismo la concreción de todo el genio de su época, ni tampoco tan inconmensurablemente más allá de Marlowe, Webster, Ford, Beaumont, Johnson, como para que pueda decirse que estos hombres no han compartido nada de su poder? En principio, yo considero que hubo dramaturgos en la época Isabelina, entre quienes y Shakespeare la distancia no fue en modo alguno grande. Que alguien hasta ahora poco familiarizado con esos viejos autores olvidados los lea por primera vez a fondo, o incluso lea sobre ellos los “Specimens” de Charles Lamb, y se sorprenderá de la maravillosa habilidad de esos Anaks de hombres y quedará sacudido por este renovado ejemplo de la realidad: que la Fortuna tiene que ver más con la fama que con el mérito –aunque, sin mérito no pueda haber fama duradera. Sin embargo, hablaría mal de mi país el que se usase esta máxima para celebrar a Hawthorne, un hombre que ya, en algunas mentes, ha arrojado “una tal luz como nunca iluminara la tierra, salvo cuando un gran corazón arde como fuego hogareño de un gran intelecto”. Las palabras son suyas –en “A Select Party”; y son una magnífica configuración de un sentimiento coincidente que tengo respecto a él, pero que expresé incoherentemente ayer. Refute esto quien quiera, en tanto ahora escribo yo soy la Posteridad hablando por delegación –y después los tiempos harán esto más que bueno, cuando declaro: que Nathaniel Hawthorne es el Americano que hasta ahora ha evidenciado en literatura el cerebro más grande con el más grande corazón. Además, que todo lo que sea que Nathaniel Hawthorne pueda escribir en adelante, “The Mosses from an Old Manse” será finalmente considerada como su obra maestra. Porque hay allí, en algunos de sus cuentos, un signo seguro aunque secreto, que prueba la culminación de los poderes (solo los desarrollables, sin embargo) que los produjeron. Pero de ninguna manera estoy deseoso de la gloria de un profeta. Ruego al cielo que Hawthorne pueda todavía demostrarme como un impostor en esta predicción. Especialmente porque me aferro de alguna manera a la extraña fantasía de que en todos los hombres residen secretamente ciertas propiedades


Traducción: Dino Schwaab Corrección: Nicolás Gelmini Juri

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maravillosas y ocultas –como en algunas plantas y minerales– que por algún feliz pero muy inusual accidente (como fue descubierto el bronce por la fusión del hierro y el cobre en el incendio de Corinto) pueden tener la oportunidad de ser llamadas, de aquí en adelante, en la tierra; no esperando totalmente, para su mejor descubrimiento, en la más agradable y bendita atmósfera del cielo. Una vez más –porque es difícil ser finito en un asunto infinito, y todos los asuntos son infinitos. Para algunas personas, este entero garabato mío puede ser estimado totalmente innecesario, considerando que “como años atrás” (dirán ellos) “encontramos la materia rara y rica de este Hawthorne, a quien usted ahora pasea adelante como si sólo usted mismo fuese el descubridor de este diamante Portugués en nuestra Literatura”. Pero incluso asumiendo todo esto, y agregándole la suposición de que los libros de Hawthorne han sido vendidos en cinco mil –¿qué significa esto? Debieran venderse en cien mil, y leídos por el millón; y admirados por todo aquel que es capaz de Admiración.


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el ámbar gris fragmento zipeado de moby dick «Resultó ser una de esas ballenas problemáticas que parecen secarse y morir de una especie de prodigiosa dispepsia, o indigestión, dejando sus cuerpos difuntos casi en total bancarrota de cualquier cosa parecida al aceite». Los tripulantes el Pequod, barco ballenero, no buscan sin embargo aceite de ballena en ese cachalote muerto. Lo que buscan es ámbar gris, una sustancia blanca y untuosa y muy fragante. El ámbar gris se usa en perfumería «para fabricar pastillas, cirios preciosos, polvo para el cabello y pomadas». Pero se lo encuentra en el cuerpo de una ballena muerta por indigestión: «Pueden imaginarse muy bien qué olor repugnante ha de tener semejante mole: peor que el de una ciudad asiria durante la peste, cuando los vivos no bastan para enterrar a lo muertos». Del ámbar gris no puede decirse si es la causa o el efecto de la indigestión de la ballena. Lo único cierto es que para llegar a dar con esta sustancia de olor suave y exquisito hay que cavar profundamente en las entrañas malolientes de una ballena muerta: «Stubb parecía estar cavando un sótano en el mar… Empezaba a decepcionarse, sobre todo porque el horrible aroma aumentaba, cuando súbitamente, del corazón mismo de esa herida subió una débil estela de perfume que atravesó la corriente de pestilencia sin mezclarse con ella, como un río se junta con otro sin confundir sus aguas durante un trecho… ¿No es extraordinario que una sustancia incorrupta como el fragante ámbar gris se encuentre en el corazón de semejante corrupción?».


Punto ciego

¡Estoy que estallo! ¡ESTALLO! No sé precisamente por qué ni de qué y sin embargo algo imparable que no me suelta está a punto de ganarme. No sé bien de qué se trata, quizás se deba a que no fumo desde hace tres días y que anoche no tomé ni una copita. La abstinencia, quizá. Pero es temprano, de mañana, y no quisiera empezar ahora. Dicen de los escoceses que desayunan con whisky. Los irlandeses también tenían su manía de beber cerveza desde la mañanita, como Farrington en Duplicados. ¡Y los yankis! ¡Los beautiful and damned de Fitzgerald! ¡Todos los alcohólicos de Carver! ¡Pero si ha corrido whisky, cerveza y vino y champagne desde muy temprano en todos lados desde tiempos inmemoriales! ¿Por qué no puedo probar un vasito? Porque sé que entonces abriría un nuevo horario y mantener el boliche desde temprano implica disponer de recursos. Además hay algo cultural, aquí no se bebe desde tan temprano. Se trabaja, como todos saben, hasta media tarde, momento bisagra del día que da paso a un lento atardecer. Entonces ya se puede estacionar en el bar de siempre y pedir sin apuros, amigablemente, algo fresco. Pero hasta tanto ni un trago. Ni se piensa en eso. ¿Alguien lo hace? ¿Vos interrumpirías el trabajo por una cerveza? ¡No! Ni siquiera estoy seguro de que el tormento provenga de esta abstinencia local, pero prefiero pensar que con un trago se arreglarán mis nervios y que luego soportaré lo más dignamente posible el atropello de autocríticas por haber escandalizado de tal modo. Me levanto, voy a la cocina, al baño, leo un diario; quisiera que algo de esta anónima avidez se quede allí y volver a mi trabajo pero eso no ocurre: devoro al matutino en el inodoro y salgo igual de ansioso e intratable que antes; las noticias del país, los reportes policiales, las imágenes de cadáveres destapados y al sol, vestidos y con las zapatillas puestas, asándose mientras los trámites burocráticos se ponen en marcha lentamente, esas imágenes y otras de pibas desnudas y en pose no consiguen engañar mis nervios de modo que doy un sacudón a la cadena con la misma y original inquietud. Todos los mecanismos de disuasión son vanos, impotentes ante lo que sea que me esté picando como a un carbón. Me digo: ¡basta! ¡Ahí está tu trabajo! ¿Qué más? Y en efecto, veo mi trabajo con sus dos días de retraso. ¿Pero saben qué? No es

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Amílcar Bo


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posible que sigamos corriendo tras los plazos de editores y otras personas que se dedican a apurar sutilmente la producción intelectual. Un programa de logística para organizar el transporte de mercaderías lleva su tiempo, hay que dárselo. Aún así no puedo pedirle a Birranccio que se ponga en mi lugar porque en ese caso yo estaría despedido, no puedo instarlo a que entienda mi ritmo porque yo no soy quien paga, y todos saben qué pasaría si le digo “escuchame Birrancho, es imposible trabajar pensando que nos vamos a morir mañana, imposible”, porque él quizás ya lo sepa o bien le importe un huevo mi punto existencialista y terapéutico en la ejecución del ritmo laboral. Vuelvo a los algoritmos y al lenguaje de programación con un esfuerzo que no es preciso exagerar. La frialdad del cálculo libera a uno de las múltiples opciones que deberían considerarse en otros oficios, por ejemplo, se me ocurre ahora, el de gobernador; aquí escribes una fórmula y el sistema responde. No hay especulación, ni negociación, ni favores políticos ni de amigos convenientes, no hay ningún sospechosamente fraterno sentimiento de humanidad. Ahora bien, cuando por fin consigo dedicarme enteramente a lo mío, traduciendo la carga y la descarga de mercaderías, los kilómetros recorridos, el desgaste de los neumáticos y hasta un estimativo del alojamiento en whiskerías y fondas ruteras para todo un grupo de camioneros al lenguaje de programación, es decir a una combinación precisa de ceros y unos, en ese entonces oigo un ruido a mi lado, un revoloteo o algo así, ¿qué?, un murciélago… me parece oír murciélagos cerca mío, en el living, y ya me desbando otra vez... Un murciélago, justo ahora. Es la época. Por la ventana entra viento caliente. Hace calor como para desmayar multitudes. Me acerco porque el ruido proviene de allí. Vuelvo a sentirlo, está en el taparrollo de la cortina. Alquilé este departamento hace poco, la cortina enrollable estaba ya, delante de una tela metálica fijada a un marco de aluminio que puede correrse, y que llamamos tela metálica o mosquitero. Como quieran. Creí que estaba por los mosquitos, pero ahora entiendo para qué sirve. Los murciélagos se defienden del día en el taparrollo –me digo mientras voy a la cocina y ya en la cocina, a la heladera–. Es lógico que eso pase, son los ciclos de la naturaleza. No veo necesario llamar a un exterminador porque reconozco la importancia de los murciélagos en el equilibrio ambiental; se alimentan de insectos. Espero que por lo menos haya menos bichos entre los platos y los vasos puestos a secar. No voy a matarlo pero tampoco lo quiero en la casa, así que voy a sacarlo. Y no se me ocurre, para esta tarea, otra herramienta mejor que una percha de lavandería. Me las dan al devolverme limpia y planchada


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la camisa que visto para ir los miércoles a la empresa. Desarmo una de las dos o tres que tengo, despliego el perímetro del triángulo que forma y consigo mi instrumento específico. No es la primera vez que desarmo una percha de lavandería para solucionar algún asunto, si les cuento se van a reír, y sin embargo no hay objeto más útil que una percha como ésta, estirada. Voy al taparrollo e introduzco el alambre por una pequeña perforación que tiene la base de la caja. No puedo ver nada de lo que pasa ahí dentro, con lo cual calculo que el recorrido del alambre sea exhaustivo y no deje ningún lado ni ángulo sin conocer. Hay una decena de agujeritos en la chapa que sirve de base a la caja del taparrollo, algo más larga que la cortina y más corta que la distancia entre una pared y la opuesta, en la que podría caber un hombre adulto de costado. Imagino su interior oscuro por medio de los movimientos de la percha, como si estuviese hurgando una antigua baulera en la que durante largo tiempo estuvo escondido un fajo de billetes envueltos en retazos viejos de sábanas, hasta que la misma mano que lo había ocultado, pero ahora huesuda y frágil volvió para sacarlo; pienso en la mano temblorosa de una vieja decidida, de una abuela que se ha visto empujada a buscar su fajo a salvo en la… ¡ahí está, ahiíto! ¡tocó el alambre o lo aleteó o lo mordió! ¡Ahí está, lo tocó! Saco de un tirón la percha, la miro de punta a punta y no tiene nada raro… Toqué al bicho. Espero unos segundos. Gimió. Ahora no escucho nada, vuelvo a repetir la operación, siento algo parecido y con los movimientos que hago busco instarlo a salir por donde entró, hacia fuera. Calculo no lo lastimarlo, no quiero impedirle volar y regresar a su medio, pero como no sale empiezo a introducir el alambre en cada agujerito que veo y a zarandear el alambre dentro de la caja: una, dos, ¿se habrá ocultado en un hueco?, veinte veces. Oigo los ruidos del alambre, golpeo desde fuera la caja, vuelvo a golpear para indicarle que es por el otro lado la salida, zarandeo y golpeo con la otra mano y el murciélago no sale. Vuelvo a sentarme, a serenarme, no quiero atravesarle un ala y que después quede muerto en el taparrollo, pudriéndose ahí y apestándome el living. Es un murciélago, ¿no? Bien. Algo me alerta: no puedo perder toda la mañana en el asunto. Me paro, retomo el hilo de mis ideas, doy una vuelta por la cocina… Me paro ¡RETOMO EL HILO DE MIS IDEAS! Es preciso serenarse un poco; me incorporo para programar. Si uno no se vigila, en estas nuevas condiciones de trabajo, rápidamente se pierden meses. No debo ser el único al que le ocurre lo mismo y supongo que cada cual tendrá sus métodos para obligarse a terminar lo que debe hacer. Le llamamos trabajo free lance, y lo que obtenemos de ello son hordas de narices enfermizas y alérgicas


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al polen de la primavera. En fin. Vuelvo al programa y, a las pocas líneas inscritas, oigo chillidos. Nuevos micro gemidos y correteos que parecen venir de distintos lugares pero yo sé de dónde salen. No quiero desconcentrarme a cada rato, mejor será solucionar cuanto antes el problema. Entre un estante repleto de objetos tales como cintas, fibrones, clavos, cuchillos, encuentro un destornillador para quitar el fondo del taparrollo. Hay buen sol, de modo que el murciélago se quedará quieto cuando retire el fondo de la cueva: les incomoda la luz. Aflojo el primer tornillo y cuando, estando del otro lado de la plancha de metal, desenroscando el segundo, entreveo que no voy a tener que ahuyentar solo un murciélago, sino a toda una colonia de ellos, la chapa se desprende y cae pero alcanzo a sostenerla. Enseguida presiono hacia arriba como si el equilibrio del edificio dependiera de mí. Mal plan, comprendo. Muy mal plan para enfrentar una colonia de murciélagos. Miro dos candelabros de vidrio que están a mi lado, un portarretrato sin foto, busco algo. ¿Qué hago? Vuelvo sobre mis pasos: coloco un tornillo y lo ajusto antes de que salga nada de allí y no obstante siento sobre la chapa el peso aterrador del desbande de la colonia. Pierdo de vista el otro tornillo sin dejar de sostener la chapa, sin dejar de vigilar la caja; tanteo el marco de la ventana, busco a tientas hasta donde llego con la mano, sobre una mesita, en los bolsillos y por fin lo encuentro, aseguro la tapa. En el apuro de volver a colocar el fondo, cambié de lugar los tornillos, no eran iguales, uno de ellos no entró correctamente sino que giró sólo hasta la mitad y ahora se ve como si en cualquier momento fuera a ceder. No me importa, lo toco y digo que aguantará. Me siento, intento serenarme, no se desbandó ninguna colonia y el tornillo está seguro. Oigo los chillidos y pienso en ratas. Sé que no son ratas, ¿por qué confundirlos? Basta con saber que la colonia de murciélagos –ni ratas, ni vampiros– está allí dentro y no va a salir más que hacia afuera. Entonces hago lo que hace cualquiera en estos casos, busco en Internet. Me asesoro, intento saber de murciélagos, de sus hábitos; recorro varias de las páginas que abro al mismo tiempo y me detengo en una que se posiciona a favor de su especie, condena todo tipo de venenos y agresiones, resalta su importancia en el ecosistema como un factor clave en el control de plagas; en otro sitio veo imágenes espantosas; vuelvo a la página Comunidad Filo Quirópteros, leo otro poco y comprendo que no se irán hasta que migren, en el invierno, y que si no lo hacen estarán invernando; pienso que ése será un buen momento para resolver este asunto. Esperar. Respetar su ritmo. Será inútil intentar echarlos ahora porque seguramente tienen que cuidar sus crías y no querrán abandonarlas. Así que hay que considerar los ciclos de la


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naturaleza, me digo –y me levanto y voy hasta la cocina, y paso por la heladera. Yo exijo lo mismo a Birrancio, ¿no? Vuelvo a escucharlos allá, los pobres siguen en el taparrollo. Pero creo que también se han metido en algún otro lado porque los chillidos no provienen sólo de allí. Del techo también vienen. Quizás haya una conexión entre la caja y el techo. Examino. Lo dudo. ¿En la otra pared? Quizás. Así, sigo rectificando conjeturas para ver el alcance de la colonia. La imagino enorme. Sé que pueden estar compuestas hasta de cuatrocientos murciélagos. Con más razón, habrá que dejar que el tiempo del ciclo natural y el viento del inverno colaboren. Una vez más, me siento frente a la máquina. El sol ha ido apretándose contra el horizonte y el color claro de los edificios y de las nubes se compuso con el naranja. Es la hora, ¿no? Hay fiesta en el taparrollo, en unos minutos comenzarán a salir para buscar comida, para cazar y alimentar a sus crías, y yo no puedo hacer nada para evitarlo, más que esperar que refresque tan pronto como sea posible. Estamos en febrero. Sí, creo que ya es la hora. Así que cierro la ventana y salgo a la calle. Me quedó en la tapa del cerebro un álbum de fotos de murciélagos, son espantosas. ¿Cómo serán los míos? Sé que hay gran cantidad de especies, que en general se alimentan de insectos pero también que los hay hematófogos. Una banda de éstos, hambrienta, puede atacar a un animal y disecarlo en pocos minutos. Me advierto: no hay que pensar siempre lo peor. Digamos que no se trata de una banda de vampiros los que hay en la cortina y que eso ocurre sólo en una isla de Oceanía o en los cuentos. Entro a un bar cualquiera, no soy habitué de ninguno porque hace poco llegué al barrio y aquí se encuentran bares y fondas en todas las cuadras. Ocupo una mesa y pido una cerveza. He visto estacionados en la calle más de diez taxis. Se trata, supongo, de una de esas covachas donde la comida es abundante, relativamente buena y barata; comedores convocantes para quienes trabajan en toda la ciudad y pueden elegir dónde ir a comer y con quién. Las mesas no tienen mantel. Termino el vaso y lo recargo. La madera se ha vuelto oscura en los bordes y más clara hacia el centro. Hay una inscripción que no entiendo, y que quizás sea más bien una serie de rayones debido al uso de la mesa, arrastres de un reloj en la muñeca de un taxista, a un cenicero imperfecto, no importa la causa sino simplemente que se tiene la impresión de que con esfuerzo podría leerse algo entre esas marcas. Sin embargo no leo nada. Casi no ha quedado más luz que la de los focos del bar y el calor se retiró detrás de los ventiladores. Como siempre, la noche nos recibe amigablemente. Mientras pruebo con un sorbo el tercer vaso encuentro que hay un


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televisor encendido, con el noticiero puesto. Otra vez, las noticias de la mañana. El control debe estar en alguna parte. Busco en las mesas del bar. Los tacheros han juntado tres mesas y aún así hay algunos por fuera del perímetro de la ronda ovalada esforzándose por escuchar y mechar comentarios. Salvo por ellos, el lugar está deshabitado. Pero en diagonal al televisor, cerca de una ventana, en una mesa retirada hay un viejo vestido con un saco elegante aunque anacrónico y gastado, afeitado, con el mentón caído sobre el pecho y el tabique de la nariz perpendicular al suelo, profundamente dormido. Tiene en frente una botella de vino por la mitad y un sifón de soda. No es improbable que haya pasado así la tarde entera, sorbo a sorbo. Su brazo derecho yace sobre la mesa y en su mano, todavía sujeto, el control. Me sonrío y avanzo con la intención de cambiar el programa en la tele pero cuando estoy a una mesa de distancia del soñador creo escuchar un chistido, pienso en los taxistas, y freno: está con ellos. Comprendo que el viejo es algo así como uno más de la barra que, bueno, se durmió; pero que así está bien, por qué molestarlo. Es de los suyos y si lo toco se me vienen encima los veinte tacheros. En cambio de disimular y continuar en dirección al baño ocurre algo que no puedo explicar: se suspende en mí todo impulso, todo movimiento, toda tentativa de volver o de seguir. Pierdo el hilo. Quedo donde estoy: entre los taxistas y el viejo dormido, en cero, en caída. Me extraño de que nadie diga nada, de no llamar la atención. Estando así, inmóvil, siento una obligación: agarrá el control y cambiá el canal. ¿Y saben qué? Preferiría quedarme donde estoy. Se oye una conversación animada venir de en medio del grupo de taxistas y supongo que si hubiesen visto en mi posición un intento de disturbio o algo amenazante no habría tal jolgorio: no me vieron, me persigo al pedo. Otra vez esa tendencia a exagerar. ¡Entonces andá y cambiá de una vez! ¡Tengo que decírmelo así una, dos, tres veces! ¡Por Dios! Y voy. Tomo el control y hundo un cambio. E increíblemente oigo un nuevo chillido, de sillas que se corren o algo así. Como ocurre en estos casos, respiro con dificultad y recuerdo, sin querer, escenas memorables de mi vida. Me sostengo sobre un respaldar. Supongo que así, de un momento a otro, desapareceré. No puedo decir que vea algo claro porque en verdad sólo percibo de pronto un millar de breves movimientos a mi espalda, empujándose unos a otros, una especie de atropello, de avalancha o migración en ciernes. Debería correr. ¿Y saben qué? De pronto las imágenes de la pantalla vuelven por sí solas a cambiarse de modo que ahora se ve un documental en blanco y negro; dura un segundo, y cambian de nuevo: un niño duerme sobre el vientre de un oso.


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Dura un segundo. Debo haber apretado el botón de zapping que programa un recorrido por todos los canales. Se suceden tres o cuatro canales más. – Volvé –reclama una voz. La del viejo. – En seguida –confirmo. Y dejo la publicidad de una obra social. – ¡Ah! –dice– Cambiá nomás. – Bien –digo. Y comienzo a pasar yo mismo siguiendo algunas indicaciones de la voz trémula del anciano: “subile al volumen”, “dejá ahí… ah, no, cambiá nomás”, “JAJAJA”. Sigo cambiando canales con una atención ajena y un interés difuso aún cuando cesan las indicaciones y compruebo que la nuca hirsuta de mi compañero se puso horizontal a la mesa y que probablemente se haya vuelto a dormir. Me siento a su lado porque acabo de decidir que, una vez que despierte, voy a pedirle una mano para sacar a los murciélagos del taparrollo. La cabeza, al término de un cuello arrugado y manchado, le cuelga sin llegar a descansar sobre los brazos cruzados. Permanece así, como degollado, casi la hora entera en la que el grupo reunido en las dos mesas se desarma progresivamente, de a uno o de a dos, saludan y salen a la noche. Duerme el viejo con un sueño más terco que el ruido del televisor, la charla y los motores que se encienden y desaparecen tras algún bocinazo. Yo lo espero. Pero cuando descubro que ya no queda más que el mozo y el dueño, pateo la mesa suavemente, y otra vez, hasta que, anticipando un tercer golpe, comienza a enderezarse. Le comento lo que necesito y el viejo accede. De camino al departamento, aunque no quiero atemorizarlo, le cuento todo lo que sé sobre los murciélagos. Me pregunta a qué me dedico y le cuento también. Le cuesta visualizar mi trabajo pero no bien lo comprende se alegra: él pasó la mayor parte de su vida como camionero. Nos aferramos a esa coincidencia como dos náufragos porque enseguida profundizo sobre lo que hago y casi al mismo tiempo el viejo me señala en qué estoy equivocado y dónde especulé acertadamente sobre los gastos y las características de un servicio de transporte. Reconoce que los coches de hoy son diferentes de los que manejó, y que seguramente los hábitos de los camioneros han cambiado pero afirma que, luego de haber recorrido el país de una punta a la otra, hiciera calor o helara afuera, e incluso de haber hecho viajes por los países limítrofes, todavía cree poder intuir y anticiparse a lo que debería saber todo conductor que hoy en día avanzase por la ruta. Lo aprovecho como una fuente y le consulto detalles. Por mi parte concluyo que estoy bastante errado con los datos que tenía, que no se ocupa un hotel cada noche de viaje, que muchos gastos imprevisibles se cobran a


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la empresa declarando un importe mayor a la cantidad de litros de combustible utilizados, es decir, dibujando números, que muchos camioneros tienen problemas de divorcio debido a lo difícil que es sostener un matrimonio con ese trabajo y que el gremio no cuenta con abogados suficientes para resolver este tema. No obstante, el viejo me responde y me trata como si fuera el secretario general de los Camioneros, como si armar una estrategia de comunicación realmente me diera poder para decidir sobre los cincuenta conductores de Birrancio. Me pone al lado del patrón. En la mesa chica. Exagera y por eso se dispersa la imagen heroica que acababa de hacerme de él. Me quedo con toda esa nueva información; fundamental. Y se lo agradezco sin saber cómo hacerlo, mirándolo. A medida que nos acercamos creo conveniente recordarle nuestra misión. – Ahora, hasta el onceavo por ascensor. Conduzco yo –le digo mientras subo de un salto los tres escalones del umbral y se enciende, automática y súbitamente, el reflector paranoico de la entrada. Y en cambio de seguirme se queda duro en la vereda. Hay en su rostro iluminado un reparo evidente, una certeza, como si un paso más en dirección al hall sería un paso en contra de sí. Antes de que yo le insista el viejo me saluda revoleando las dos manos en alto y simplemente recula por donde veníamos. Lo veo alejarse en el sentido de los autos que bajan hacia el centro, mezclarse con la gente y desaparecer. Supongo que se irá a otro bar en el que le permitan dormir frente a un televisor y al mismo tiempo estar acompañado. Mientras considero la hora abro y cierro detrás de mí la puerta vidriada de la entrada. Alguien está usando el ascensor, y son tantas las ganas de llegar a la cocina, abrir la heladera y tomar algo que me veo a mí mismo subiendo y atravesando los once pisos en completo silencio, sin intervenir en el centenar de mundos domésticos que voy dejando abajo gracias a un alambre que al enrollarse me eleva sin dificultad, y antes de alcanzar mi nivel, como si así consumara el sueño de otro, el del ingeniero del edificio quizá, descubro que un murciélago no puede desde ningún punto de vista ser un peligro para un hombre que pertenezca a la misma cultura de esta construcción; entiendo que estuve cubriéndome de un peligro inflado, desproporcionado. ¡Ah, si pudiese conservar en todo momento una mirada tan justa! Respiro. Confío y me veo entrar y desfondar el taparrollo con solo tocarlo: hay cuatro o cinco bichitos arrugados que duermen agrupados, inmovilizados, inofensivos. Y como a este ángulo del hall no llega el censor, el reflector se apaga.


La Jaula del Tigre

Lucy dividía el tiempo de sus días en secciones. Cada sección estaba limitada por acontecimientos fijos. Cuando se aburría de todo jugaba a pensar e imaginaba las secciones como una gran meseta amarilla rodeada de un bosque interminable; los acontecimientos fijos que delimitaban las secciones aparecían como largas fallas en la meseta, que podían cruzarse de un salto. Antes de dormirse repasaba su día y se veía a sí misma corriendo por la meseta y atravesando, cada tanto, las fallas. La meseta era la parte del día más aburrida, más igual a sí misma; las fallas, por el contrario, si bien no eran excitantes, sí podían ser más originales: una mermelada nueva en el desayuno, un condimento nuevo en el almuerzo, alguna visita con noticias inesperadas. La imagen de la meseta y las fallas había surgido en Lucy una tarde de primavera en la que había pedido, de mala manera y sin dar explicaciones, que no le abrieran las cortinas de la habitación. Ana llevaba más de un año cuidándola y percibía al instante el malhumor de Lucy. Aquel día Ana se limitó a sustituir las charlas banales de media mañana, tardecita y sobremesa por más banales programas de televisión. Esa tarde Lucy encontró un típico documental sobre África, con tomas aéreas desde helicópteros, y vio el enorme territorio, los árboles, las mesetas. Percibió la metáfora casi forzosamente, atando los cabos del empapelado de animales, del cubrecama con cebras, del llanto desconsolado en aquella escena fatal de El Rey León. Además de la imagen de la meseta, esa primavera trajo otros cambios en la vida de Lucy. Su hermana mayor Clara se puso de novia; su mejor amiga, la única que la visitaba todas las semanas, se iba a vivir a Buenos Aires. Lucy comenzó a pasar más tiempo sola y menos tiempo escuchando música o viendo televisión; no quiso que le abran más las cortinas y la penumbra y el vaho se hicieron presencia permanente. Lo poco que quedaba de la persona amable y curiosa que con esfuerzo y a pesar de su invalidez había seguido siendo se fueron perdiendo detrás de un muro de ironía, humor negro y desprecio. Su antigua charlatanería desacomplejada se convirtió en una mirada estéril y un silencio apenas roto por el murmullo de la televisión; empezó a contestar con monosílabos y con risas socarronas. Las ya de por sí cortas charlas con Ana, que

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Nicolás Gelmini Juri


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tenía buena predisposición, pero también límites, se redujeron aún más. Las personas menos importantes, que la visitaban más esporádicamente (tíos y primos de otros pueblos, conocidos sueltos), comenzaron a percibir el rechazo que Lucy les hacía saber que sentía por ellos. Sin la gente querida, a Lucy la vida comenzó de a poco a serle un peso. Su invalidez, hasta el momento reducida a lo corporal, aumentaba y conquistaba otros territorios; se volvía sin remedio una persona inválida. Cuando Clara la visitaba, ahora una vez por semana, Lucy la maltrataba con indiferencia, sin ningún objeto más que provocarle incomodidad. Clara olvidó el amor fraternal y el compañerismo que había sentido, y comenzó a devolverle a Lucy el trato que de ella recibía. Ya no veía en Lucy a su hermana; la trataba como una enferma mental con la cual no tiene caso hablar. Llegando el verano, la frecuencia de las visitas de Clara se volvió mensual. Hacia principios del verano Lucy comenzó a sufrir pesadillas. Varias de ellas se relacionaban con su accidente, aunque las imágenes se pervertían: el caballo la hacía caerse a propósito o alguien lo mandaba a que lo hiciera. Empezó a observar las vidas de los otros y a imaginárselas absolutamente felices y libres de preocupaciones. El trato con Ana se terminó de enfriar, y dejaron de hablar. Un día Clara la fue a visitar con su novio. El chico tenía la misma edad que Lucy y era demasiado lindo para que ella lo pudiera soportar. Intentó no mirarlo, pero él le hablaba y le preguntaba con un interés que no parecía fingido; sin embargo la idea de que pudiera estar haciéndolo para complacer a Clara derivó en un silencio cerrado que hizo que la visita durara menos de quince minutos. Cuando salían de la habitación, Lucy escuchó la voz indiscreta y resignada de Clara decir no hay caso. Lucy estuvo tres días sin comer. Ya no quiso que la bañen y Ana aparecía cada vez menos a la habitación. Entrados los días de verano los sueños de Lucy se poblaron de imágenes de explosiones, disparos y rugidos. Soñaba que la juzgaban o que ella juzgaba a los demás, en medio de estallidos de rabia y gritos bestiales. Su vida ya no se le aparecía como una meseta sino como una esfera de material homogéneo y gris. Se veía entubada y alejada del mundo. Pasaba las horas con la mente en blanco o con pensamientos destructivos, dejó de encender la televisión. Su vida se volvió regular. Pensó en algún mecanismo para poder trabar y destrabar la puerta de la habitación. Una mañana de los últimos días de Enero se sorprendió al parar la oreja cuando oyó una voz femenina que hablaba con Ana sobre libros, en la puerta de calle. Intentó reconocer la voz. Cuando la


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curiosidad la pudo, hizo sonar el timbre para llamar a Ana. Ésta casi se sorprendió, pues Lucy no llamaba para nada más que lo indispensable, y no era hora de nada indispensable. Ana entró apurada a la habitación. -¿Quién está en la puerta? -Una señora. Vende libros. -¿Qué libros? -No sé que libros. -Decile que pase. -¿Qué… pase? ¿A la habitación? -Sí. Con cara de no saber qué hacer, Ana hizo entrar a la mujer y la condujo hasta la habitación de Lucy. La mujer entró observando a su alrededor. Tenía el pelo blanco y arreglado y cara inglesa, y llevaba un bolso mediano con algunos libros. En la camisa tenía un prendedor redondo con el logo de una editorial conocida, que también estaba bordado en el bolso. Se veía limpia y coqueta, y sonreía. -¿Qué libros vende? –la pregunta de Lucy fue brusca y la sorprendió. -Bueno, de todo. ¿Vos leés? -Yo quisiera algún libro sobre África. Con fotos. -No tengo acá conmigo, pero tenemos varios. Sobre fauna y flora, de geografía, de historia… Creo que también hay una enciclopedia. -¿Tiene alguno acá? Sino déme un catálogo. -Te dejo el catálogo y vuelvo a pasar. Te dejo también mi tarjeta. Mi nombre es Laura. -Lucy –dijo Lucy con una mirada inexpresiva. Laura le devolvió una sonrisa. Ana miraba la escena confundida-. Puede pasar mañana. -Quedamos para mañana –dijo Laura con una sonrisa en toda la cara. Ana le abrió la puerta de calle, y Laura la saludó con un beso y un “hasta mañana”. Ana la miró alejarse y golpear en la casa de la izquierda. Luego cerró la puerta y se quedó un momento quieta. Fue a la habitación de Lucy. Golpeó, esperó el permiso y entró con cautela. Lucy le dirigió una mirada inquisidora. -¿Te llamé? -…No –Lucy hizo un gesto con los ojos. Ana se retiró cerrando la puerta suavemente. Hacía cinco días que no hablaba con Lucy, y se alivió de que tuviera ganas de hablar con alguien. Lucy, por su parte, no tenía muy en claro lo que había sucedido. Se vio como una niña que inventara excusas inverosímiles para justificar algo


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injustificable. Aquello había sido una tontería: le pediría a Ana que llame a la tal Laura y que le diga al final no quiere ningún libro. ¿Pero eso no sería aún más inmaduro? Terminó decidiendo que había estado bien. Los libros están bien, está bien gastar en libros. Plata sobraba, siempre había sobrado. Pensó también que quizás podría hacerse una amiga. Este pensamiento le sacó una sonrisa sarcástica y de lástima hacia sí misma. Esa noche Ana la notó apetente y conversadora. El timbre sonó al día siguiente a las diez de la mañana. Temprano para los tiempos que manejaba la casa, el ruido vibrante sobresaltó a Lucy. Ana abrió la puerta y recibió a Laura con amabilidad, incluso le ofreció algo de tomar. Golpeó antes de hacerla pasar a la habitación. Laura entró como si entrara a un mundo nuevo. Miró a Lucy, sonriendo. -Traje lo que me pediste –sacó de un bolso unos grandes libros de enormes fotos, increíbles, de animales, insectos, bosques y paisajes. Lucy los recorrió con avidez y lentitud. Había fotos de leones y cocodrilos cazando, escorpiones, serpientes, y todo le llamaba la atención. Laura la miraba en su fascinación y se fascinaba. -Increíble. -¿Te gustan los animales? -Me gusta la naturaleza. Y no salgo nunca de acá –Laura estuvo a punto de preguntar por qué, pero pensó que era una pregunta impertinente. -A mi me gusta la naturaleza también. Siempre hago algún viaje en el verano, pero este ando con poca plata. Me tocó quedarme a trabajar –Lucy la miró sin decir nada, y volvió a las fotos. De repente se encontró con una foto a doble página de una larga meseta rodeada de un bosque. -Tenés una linda vista en la habitación. -Sí, pero no abro mucho la ventana. La abrí por vos, para que entre luz –Lucy dudó al tutearla. -¿No te gusta mirar para afuera? -No. Antes salía más. Y cuando caminaba, mucho más. -¿Y ahora por qué no salís? -Me quedé sin gente. Sin amigos, sin familiares. No se si fue mi culpa o de ellos. -Sí, entiendo. Si querés… puedo venir mañana, más temprano, y salimos –Laura sintió que se había excedido-. Si te parece, por supuesto. No quiero ser impertinente. Ahora tengo que irme a seguir trabajando. -Claro, claro –Lucy hizo sonar el timbre llamando a Ana


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y preguntó a Laura cuánto costaban los libros. Ciento veinte pesos cada uno y eran tres. Lucy abrió un cajón y sacó el dinero despreocupadamente, como si fuera una suma bastante más pequeña. Laura no se esforzó para tomarlo con naturalidad. Ana llegó y Lucy le pidió que acompañe a Laura hasta la puerta. Laura se despidió de Lucy con un beso. En la puerta Ana habló con Laura. -Creo que le hace bien que usted venga, ¿sabe? Ella no estaba hablando con nadie. -No te preocupes. Yo me hago un tiempito y paso, no te hagas problema. Lucy pasó toda la tarde mirando los libros, mirando cada foto, cada movimiento, leyendo todos los epígrafes. Aprendió varios nombres de parques nacionales africanos. A media tarde le pidió a Ana un té. Hacía meses que no tomaba té. Ana lo preparó y se lo llevó. Lucy le mostró algunas de las mejores fotos de grandes felinos cazadores. Ana se sintió contenta. No tuvo que cerrar las cortinas. La mañana siguiente, Ana fue previsora. Se levantó temprano y para cuando sonó el timbre, a las nueve, la casa estaba preparada para recibir a Laura. Incluso había un desayuno preparado en la habitación de Lucy. Laura llegó con dos libros más. Lucy los agradeció. -¿No tenés marido, o hijos? –preguntó de repente Lucy. -Tuve marido, pero hace ya años que estoy sola. -¿Y esos viajes que hacés en el verano, los hacés sola? -Sí. –Laura miró alrededor como para asegurarse que no hubiera nadie escuchándola, y bajó la voz, como si fuera a contar un secreto.- Tengo un ranchito en una islita. Una extraña herencia. Es algo muy hermoso –Lucy tenía una mirada anhelante-. Si te gusta la naturaleza, te encantaría, hay perros, caballos… -No me gustan los caballos. -¿No? –Laura mordía una tostada. -No. Para nada. Son muy grandes. Siento que son más grandes y más fuertes que yo. -Claro, entiendo. -Un caballo me tiró una vez, hace unos años –Laura asintió con la cabeza, sin decir nada. -Siempre voy los veranos a la isla. Es una pena que este no pueda ir, apenas me alcanza con los libros –dijo Laura, después de un largo silencio. -¿Cómo se llama la isla? -La Jaula del Tigre. Está cerca de Fray Bentos.


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-¿Y cómo llegás? -Antes tenía un buen trabajo y me compré una lanchita, pero el motor está roto hace tiempo, y no tengo plata. Supongo que así son las cosas. Si me da para arreglarlo para el verano que viene, te puedo invitar. -Qué aventurera –Lucy se imaginó una isla enorme y verde, de costas barrosas, con un claro rodeado de árboles donde se levantaba una casa. Imaginó las noches insoportables de mosquitos, el ruido misterioso de los animales de monte, la soledad y el sol, el agua marrón y la humedad. Pensó un buen rato el tono que usaría para expresar su propuesta. -Si yo te doy la plata para arreglar el motor… -hizo una pausa. -No, no. No podría aceptarlo, no me parece… -Si yo te lo pido –interrumpió Lucy enfatizando la palabra pido-. No se cuánto será, pero tengo suficiente. -No sé, no me parece… -Tomalo como un favor que me hacés. No como algo que yo hago por vos. Es algo que vos hacés por mí, llevarme a la isla un fin de semana. Laura suspiró. -Preguntá –continuó Lucy- cuánto sale arreglar el motor. Yo puedo pagar todo lo necesario. Eso sí: tiene que ser un viaje secreto. Que nadie se entere, ni Ana ni nadie. Si Ana no se entera es suficiente. -Bueno, bueno –dijo Laura dubitativa-. Dejame averiguar. -Llevá el motor a reparar, mañana me decís cuanto te cobran y cuanto tarda. Si da el tiempo, el fin de semana salimos. Impaciente, Lucy leyó los dos libros nuevos que le había llevado Laura. Uno era un libro de historia africana, con fotos, dibujos y grabados. Se detenía especialmente en los grabados que representaban antiguas batallas y en las imágenes de ruinas. Dos días tardó Laura en reaparecer por la casa. “Está listo” fue lo primero que dijo. La reparación había sido más barata de lo que pensaba. Lucy abrió el cajón y sacó el dinero, lo contó rápido y se lo dio a Laura; intentaba disimular la emoción de salir a navegar. Trazaron un plan. El viernes al mediodía, Lucy llamó a Ana y le explicó que saldría a dar una vuelta con Laura. Ana pareció complacida y no hizo ninguna pregunta; esto sorprendió a Lucy. En su cartera, Laura había escondido algunas prendas para Lucy. Laura bajó la silla de ruedas por la escalera de la puerta de calle con habilidad, atravesó el pequeño jardín frontal de la casa y se dirigió por la vereda hacia la derecha. Sólo tuvieron que saludar a una vecina. Doblando la esquina las esperaba un taxi. Laura y el chofer ayudaron a Lucy a


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subir; luego Laura plegó la silla de ruedas y la guardó en el baúl. El chofer las llevó al Yacht Club con desconfianza. En el asiento trasero, Laura y Lucy se dirigían miradas cómplices. En el Yacht Club nuevamente el chofer ayudó a Lucy. Antes de irse intentó indagar sobre qué hacían una inválida y una señora grande en los muelles, hacia dónde iban. -Es mi hija. Vamos a pasear –la sonrisa fingida de ambas no lo convenció. Lo más complicado fue bajar una larga escalera de madera agrietada hasta las marinas, pero luego la silla de ruedas avanzó bien a través de éstas. A Lucy le conmovió el corazón la sensación de estar sobre una estructura flotante. La lancha estaba en el medio de la anteúltima marina; había sido roja pero el tiempo y el sol la habían vuelto anaranjada. Tenía un volante y la proa hueca, formando unos asientos. Estaba al lado de un enorme velero. Laura quitó la capa y subió primera; a Lucy le dio la impresión de que hacía mucho tiempo que nadie la usaba. El motor estaba instalado, y se veía como nuevo. Laura ayudó a Lucy a subir; parecía tener mucha fuerza. Encendió el motor y desató los cabos con destreza; el día estaba soleado pero no agobiante. Partieron lentamente, atravesando el riacho Itapé desde el puente que lo cruzaba hasta el canal que lo conectaba con el río Uruguay. La vista de las estructuras portuarias y de la ciudad desde el agua era sorprendente, como lo es una vista desde el aire o desde un edificio muy alto. Habían pasado más de doce años desde la última vez que Lucy había observado la ciudad desde esa perspectiva, extrañísima para quien no está habituado a ella. Una vez que salieron del puerto y remontaron el río, Laura aceleró. Lucy miraba las formas que se dibujaban en el agua y las costas verdes del río Uruguay, el sol le daba en la cara y el viento le volaba el pelo; sonreía. Recuperó una antigua plenitud respirando el aire salvaje del río. La lancha golpeaba contra el agua regularmente en golpes ahogados y anchos. Laura se había puesto lentes de sol y manejaba con una sola mano, con la otra apoyada en el respaldo del asiento. La isla Cambacuá era el límite de lo conocido por Lucy; más allá de ella, el tramo a recorrer era una incógnita. Desde lejos se veían algunas playas vacías del lado argentino, pequeños brazos que formaban nuevas islas y arroyos que desembocaban. No habían cruzado ninguna embarcación ni en la salida del puerto ni después. Lucy pensó en la preocupación de Ana, los llamados a Clara, la inverosimilitud de la historia, y sonrió con malicia. A lo lejos llegó a ver algún rancho costero, en medio de un claro, con un bote amarrado a un muellecito. Imaginó que


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eran casas de pescadores, imaginó las tarariras y los dientudos, las viejas del agua mutiladas por los niños pescadores, los trasmallos atrapando toritos desprevenidos. -¿Hay cañas en la isla? –tuvo que gritar para sobrepasar el poderoso ruido del motor. -Claro. Me encanta pescar –devolvió Laura con otro grito. El viaje se hizo corto a pesar de la monotonía del paisaje, y casi no hablaron durante la hora que les llevó alcanzar el pequeño brazo que daba origen a La Jaula del Tigre. Desde el río era todo monte, parecía una isla inhabitada. Laura bajó la velocidad y entre unos sauces Lucy vislumbró un rústico pero firme muelle de troncos. Laura amarró la lancha, bajó la silla de ruedas y las cosas, y luego ayudó a Lucy a bajar. Había un caminito bien trazado que se internaba en el monte. Laura llevó a Lucy a través del caminito y tras unos árboles tapados de musgos distinguieron el pequeño ranchito. -La persona que vive más cerca es un pescador viejo. A veces le pido que se pegue una vuelta para ver que todo esté bien, pero últimamente no he venido por acá. No sé en qué andará ni si seguirá viviendo por la zona –explicó Laura. La puerta del rancho no abrió con facilidad, pero adentro todo parecía muy bien cuidado y ordenado. Las paredes eran de material y el techo de madera. Tenía dos habitaciones, un depósito y la cocina-comedor; y un sillón, sillas y mesa, todo hecho, pensó Lucy, allí mismo en la isla. Colgadas del techo, y en el piso, había jaulas vacías, viejas y nuevas. En algunas creyó ver restos de pájaros. Había varios insectos y Laura se apuró a matarlos o espantarlos. -Cómo se ve que hace meses que no vengo. Lucy ocultaba su encanto. Los ruidos de las aves y de las chicharras la llevaban a otro mundo. Se sentía cansada por el viaje, pero excitada. Había bajado de la meseta y se había metido en el bosque. Laura sacó un paquete de Ópera del bolso y la invitó, pero antes la ayudó a sentarse en el sillón. -Este rancho era de un tío mío. Cuando yo era chica esto era mucho más salvaje. Yararás, carpinchos, un bicherío impresionante. Estuvo tirado años y años hasta que empecé a venir y lo acondicioné. Yo hice los muebles, lo pinté y arreglé. Si pudiera, me vendría a vivir. -No sabés cómo me gustaría vivir acá. -Bueno, es bastante aislado. Yo digo que me vengo a vivir, pero si un día lo hago capaz que no me adapto. Es jugado. -Yo los últimos meses estuve viviendo prácticamente aislada. Sin hablar con nadie. Acá estaría más cómoda. -Veo que te tenés confianza. ¿Te molesta si voy hasta lo del


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pescador este a saludarlo? Tardaré una hora como máximo –a Lucy la propuesta la incomodó, pero estaba dispuesta a no ser una molestia. Se sentía en deuda con Laura. “No soy tan tonta para que me pase algo mientras no está”. -Es un rato, y mejor que no te vea así no le damos nada en que pensar –completó Laura. -Andá y a la vuelta preparamos té. -Dale, ya vuelvo. Está todo eso para comer –dijo señalando las bolsas con galletitas en un rincón de la casa. Laura salió y atravesó el sendero. Desde el muelle miró su ranchito isleño. Cerró los ojos y levantó un brazo como si fuera a persignarse, pero finalmente no lo hizo. Dudó un segundo, e inmediatamente subió a la lancha y con rapidez desató los cabos y encendió el motor, alcanzando el brazo central del río en menos de dos minutos. Desde el rancho Lucy oyó el motor alejarse. No podía creer su suerte. Pensaba en Clara y se mordía los labios para no reírse de su cara. Hacia los cuarenta y cinco minutos ya se había terminado el paquete de Ópera y empezó a mirar el reloj una y otra vez; por suerte era de día. Pero pasó la hora y pasó otra media hora y Laura no apareció. A las dos horas y media rompió en llanto y en gritos. El sol se movía y las sombras cambiaban de lugar, el calor se ponía difícil. Se imaginó la noche solitaria y se golpeó varias veces la cabeza con el puño cuando el día se puso anaranjado, cuatro horas luego de que Laura se marchase. Se vio adentro de un cubo que comenzara a llenarse de agua. Se tiró del sillón y con todas sus fuerzas se arrastró hasta los otros paquetes de galletitas. Río abajo la lancha se deslizaba. Laura manejaba y tenía puestos lentes de sol y un sombrero. De repente sintió hambre y pensó en cómo podría hacer para aprovisionarse. Quizás le pudiera comprar algo a algún pescador de algún rancho. Achinó los ojos para intentar ver algún indicio de presencia humana. Las costas verdes brillaban compactas bajo el sol de la tarde.


Mañana en Parque Patricios. Del trajín que corre y baja por Caseros hacia Constitución, se desprende un tipo que entra al bar, cuelga la campera en la silla y empieza.

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– Lo del payaso es muy distinto de cualquier otra disciplina. Esto hay que dejarlo bien claro. Porque las disciplinas del circo tienen por delante la técnica, después tienen la artística y después la originalidad. Los payasos no tenemos la técnica por delante, sino que tenemos una mezcla de necesidad de hacer reír, de comunicación, de provocación, que habla de la idiosincrasia, de quiénes somos. Y para saber quiénes somos tenemos que entender de dónde venimos. A ver, los payasos son distintos en todos los lugares del mundo, los acróbatas son parecidos en todos los lugares del mundo. Porque para ser payaso tenés que ser vos, para ser vos tenés que buscar quién sos, y para eso tenés que preguntarte, mirar tu entorno, tus raíces y ese tipo de cosas. – Eso que marcás es un punto que destacás bastante, ¿no? Entiendo que hay dos necesidades. Una primera que es la que a vos te lleva a encarar el proyecto de convertirte en payaso, o simplemente de salir a la calle. Esa sería una primera necesidad, según entiendo. Y después hay una segunda que sería comprender el punto de vista propio. – Esa es la tercera. La segunda es vivir de esto. Después pasa a ser la primera y la anterior desaparece, porque ya viviste esa necesidad social de este tipo de trabajos. Un día eso pasa a ser parte de vos y de tu entorno, y entonces lo primero pasa a ser poder vivir de esto. Primero tenés que vivir de esto, ser un profesional. Un profesional es quien vive de su trabajo. Mi mayor orgullo, antes de morirme, va a ser abrir la heladera y ver que está llena por haber laburado en mi profesión, de hacer reír, y no de haber trabajado de cualquier cosa, de tener patrón, de tener que cumplir un horario más allá de esto que pasó. A ver si yo llego tarde a mi trabajo y por eso me descuentan el diez por ciento…. no como pasó recién [Chacovachi llegó con unos minutos de demora], esto para mí es un compromiso y no me gusta llegar tarde. Pero si yo tengo que pensar que si llego tarde a mi trabajo me van a sacar el presentismo, que el jefe me va a mirar con cara de orto, eso haría que yo no quisiera volver más. Yo quiero una vida sin tener esa necesidad, por más que sí tengo un compromiso conmigo mismo y con las cosas que yo quiero, ¿no? Pero es conmigo… no sé por qué llegamos acá. Pido un cafecito porque estoy entredormido…


Entrevista a Chacovachi, payaso y artista callejero.

Colectivo Contramar habla con Fernando Cavarozzi, artista callejero con el que suena el cantar del rebusque y el arte en la Plaza, que son todas las plazas, que es el mundo o la intemperie. ¿Qué ha pasado como para hablar de payaso callejero? ¿Qué importancia tiene en relación con otros artistas? ¿Qué proyectos son posibles fuera de los teatros y los centros culturales en la actualidad? –Ah, y la tercera, decías, es la necesidad de comprender. Sí, ahora tengo la necesidad de comprender qué estoy haciendo de mi vida. Cumplo cincuenta años. Porque el payaso también va cambiando. El payaso es el reflejo de las personas.

Exageradas, libres, pero son las personas, la humanidad. Yo trato de meter toda la mierda y todo lo hermoso, y esperanzador y patético que encuentro porque en la humanidad está todo metido y en el payaso está la humanidad, porque muestra

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Dinosaurio de la calle


mierda, porque provoca, porque delira… lugares por donde uno se escapa: la provocación, el delirio. Son cosas muy personales. Nadie puede imitar un delirio porque es propio, es casi una enfermedad que está dentro tuyo. No es como saltar. –Terrible trabajo el de tener la obligación de meter todo eso en una función, en un espectáculo. –En la función, no. En la función yo no soy muy consciente de lo que hago. Es más, hay un manual que se llama Manual y Guía del payaso callejero. Lo llevé por todos lados del mundo. Es muy práctico, particularmente pragmático, necesario y totalmente alejado de las clases de clown de Le Cocq, un francés que se murió hace diez años, y vivió en otro lado y en otro mundo. En la función, no sé; estoy dando todo y quiero descubrir algo que me permita seguir ahí. Pasa eso. El arte no sale de la cabeza. La conciencia mata al arte. Primero sale, y después vos canalizás de dónde viene y por qué sacaste eso. Evidentemente también hay algo premeditado. Cuando hago un número pienso primero en la excusa que me mantiene ahí en medio, ¿por qué salgo? ¿a qué salgo? Generalmente los payasos salimos con la proeza, la proeza ridícula, ¿no? O con un juego de mentes con el público, o a perder, o a ganar y no poder. Entonces uno ya sabe por qué sale. Una vez que salgo empiezan a salir los

chistes, y los chistes salen de mí y dependen de si yo estoy agudo, o tonto, o lo que sea. Pero en todo caso el noventa por ciento de los chistes que salieron en mis funciones salieron primero en la función, después los ensayé, los volví a hacer, salieron igual, mejor o peor hasta que volví a encontrar ese sentimiento que yo necesitaba para poder hacerlo, encontré el pie del público hacia mí. Cuando un payaso trabaja solo busca ese pié y prueba de nuevo. Y para mí un payaso no se desarrolla, no se realiza hasta que no trabaja solo, ese es un paso fundamental; vos podés trabajar con otro, con veinte, con los que quieras, pero tenés que sentir lo que es entrar y salir solo sabiendo que la responsabilidad es tuya, porque entonces todo es distinto. –Hay todo un aprendizaje en las risas, en lo que va saliendo entre el payaso y el público, entre el gesto improvisado y la reacción… –Lo aprendés y lo repetís. Yo siempre digo que la mejor improvisación es la que se puede volver a repetir. Las funciones de payasos son muy abiertas. Se diferencian mucho del teatro porque el teatro generalmente tiene un guión absoluto, de punta a punta, se apegue más o menos. En los teatros tradicionales había un tipo en la primera fila dictando el guión para que saliera exactamente igual a lo que se había ensayado. En cambio el

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payaso en su función no tiene nada de eso, sino que tiene una dramaturgia y una sucesión de acontecimientos que más o menos conoce, pero como vos laburás con la gente y con la reacción, siempre tenés distintas “formas de”. O sea, yo te tiro un estímulo, y en el mundo entero hay dos o tres formas, no muchas más, de responder frente a un estímulo claro. Dos generalmente. Hay quizás una tercera, medio rara… pero cuando tirás un chiste, de esos participativos, por ahí pasivo, pero con el que necesitás que el otro reaccione para poder seguir, vos ya sabés que si decís esto el tipo va a decir tal cosa, va a reaccionar así o así. Alguien te rompe el molde, alguna vez, y es genial, porque vos quedás garpando y todo el mundo se da cuenta. Hay una verdad muy verdadera. O sea, el clown nace de un vientre teatral. El payaso nace de un vientre primitivo, artístico; estamos más cercanos a los juglares, charlatanes de feria, de la comedia del arte, estamos al lado de eso. El clown no está al lado de eso, está al lado de Moliére, del teatro, en otro lado. Ni mejor ni peor. Distintos. Yo soy claramente un payaso, y ahora que me puse grande creo que soy más bufonezco que payasesco. –¿Reconocés algún referente histórico? Porque a medida que uno va desarrollando una expresión suele apoyarse en imágenes o trayectorias que

sirven de referencia. Aunque esto no es ninguna ley. –¿Tiene que ser payaso o puede ser otra cosa? –Puede ser lo que quieras. –Al principio, cuando yo empecé, no había payasos. A principio de los ochenta, antes del Parakultural, habían aparecido los cursos de clown, pero la verdad es que no me cerraba, era otro mundo distinto. No sé, o vivían en San Isidro o no sé, pero no me funcionaba a mí. O sea que no había referencias por ese lado. La referencia más clara eran los amigos míos que no eran payasos sino taxistas, albañiles, cómicos. Siempre digo que al humor hay que buscarlo en los colegios, en las reuniones de amigos, en las reuniones familiares donde alguien se pone borracho, fijate que si algo hace reír, sin estar especulando con que vas a ganar dinero, sino que hace reír porque hace reír, entonces eso va a hacer reír siempre. Después vos tenés que encontrar la forma de insertarlo dentro de un guión, o la forma de apoyarte en el público para rematar con eso, va a funcionar siempre. ¿Si vos me preguntás quiénes me gustan? Hoy en día Capusotto me asesina, me encanta, su humor me representa absolutamente, a mí y a mi generación. Le pasa a muchos. Hay otra gente que no lo entiende, y eso es buenísimo. Cuando era chico, era Olmedo, sin duda. ¿Payasos, payasos?

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Recién de grande conocí payasos que me gustaron. Hace diez años. Viajando por el mundo, en festivales encontré alguno… “mirá, este tipo… qué groso”. Y por supuesto, cada payaso que me gusta, cada artista que me gusta me influencia porque esa es la ley del artista. No ser igual. A sí sea un libro, así sea una pintura, una cosa que me emociona me modifica. –Claro… no necesariamente las referencias que uno encuentra, que a uno lo impulsan, y que como toda referencia produce alguna seguridad, son imágenes o referentes de la profesión propia. En tu caso, no son payasos los que te acompañaron en el comienzo. Son otra cosa. Vos fuiste con otras imágenes a trabajar a la calle. Y en ese encuentro, con la calle… –Si yo no hubiera encontrado la calle no hubiera sido artista. –… y qué hay en la calle que define tu actuación, tu intervención. Porque en la calle no estás en un teatro, ni en una institución, ni siquiera en un lugar público. En tu caso Plaza Francia se trata de un lugar público, pero ¿qué quiere decir que Plaza Francia es un lugar público? Yo entiendo que el payaso callejero se encuentra en principio con la calle, no con un “lugar público”. –Lo que me hizo laburar en las plazas… fue una casualidad absoluta trabajar en las plazas. Yo estudiaba en la escuela de Elizondo y mis ídolos eran

Omar Viola, eran todos los que después hicieron el Parakultural y que laburaban a las tres de la mañana para dos borrachos, y se morían de hambre; por un lado está bárbaro, pero por otro yo no es que quería ser artista, yo empecé a estudiar mimo porque era “el teatro”, había minas, era de noche, había una bohemia que me gustaba, entonces sí, pero no era que tenía algo profundo con el Arte; eso me chupaba un huevo. Yo había sido bajista de una banda en los setenta, que tocó en varios teatros, era el más chico de la banda y tocamos muchas veces, o sea que yo ya había sentido lo que era ser artista, y no era eso, yo era otra cosa. Ahora, lo mío es mucho más parecido a lo de un rockero o a un jugador de fútbol. Laburar en la calle tiene algo del fútbol, hay un tipo en el medio, gente alrededor, pega una pelota en el palo y todos gritan ¡huuu!, hay una reacción. Cualquier reacción modifica a los actores dentro de la cancha y los actores modifican al público. Yo voy a laburar a una plaza y paso la gorra. Es decir que mucho tiempo después descubrí (en realidad lo descubrí ahora, en aquel entonces lo presentí) que había tres libertades que se jugaban ahí, en el medio del artista callejero, y que no estaban en ningún otro lado. Tres libertades. Yo te diría que ni los actores las tienen, ni los artistas. Primero una libertad física. Yo empecé laburando en la

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plaza de la esquina de mi casa, después me fui a Plaza Francia, después descubrí que hay un montón de ciudades con plazas y que había todavía más países con ciudades y plazas, y así tenés al mundo. Qué se yo, laburé en veinte países distintos. Eso lo presentí el primer día. Tengo que laburar, dije, nada más. Estuve en Marruecos, trabajando al lado de un encantador de serpientes por tres dólares, pero con uno de esos tres dólares pagaba el hotel, con otro comía y con el que quedaba fumaba; entendés. Después hay una libertad psíquica. No había competencia. Yo resalto eso, y por eso mismo hago las Convenciones. La competencia existe, por supuesto. Pero no se trata de una cosa salvaje. La libertad psíquica, la llamo yo, el no tener que ser el mejor porque con ser alcanza. Yo digo que el del payaso es un arte menor, y me gusta decirlo, para que no me hinchen las pelotas. Sí, somos un arte menor, y a veces sacamos algo de lo que hace el otro, y en la calle hay un tipo que hace lo mismo que hacen trescientos otros; hay como una falta de respeto que por otro lado me parece bien: hay una anarquía en todo eso que permite que esto funcione. Si no, no funcionaría de esta manera. Y después hay una libertad económica. Vas a ganar dinero de acuerdo a tu capacidad y a tu esfuerzo. ¿Vos cuándo sos clown? ¿Cuándo te recibís de clown? ¿Cuándo

tomás un taller? No. Si vas a una plaza, llegás, convocás, trabajás, pasás la gorra y hacés reír y te volviste a tu casa, si querés decirlo, sos un payaso callejero y nadie puede decirte lo contrario. Bueno, malo, pelotudo, tonto; no tiene importancia. Y si ganás cincuenta pesos cuando necesitás cuatrocientos, tendrás que hacer ocho funciones hermano, pero vas a conseguir los cuatrocientos pesos porque no depende de que aparezca otro haciendo lo que vos hacés, o de que no hayas estudiado teatro. Yo he conocido artistas sin muchas luces que ganaban cincuenta pesos cuando yo ganaba cuatrocientos. Esos artistas empezaban a la mañana en Florida, a la tarde seguían en Plaza Francia y a la noche se iban al Obelisco. No tengo muchas luces pero tengo voluntad. Ese tipo que no tenía muchas luces ahora es un cómico que anda por el mundo en cruceros de puta madre. Los clowns trabajan de dar clases. Los payasos trabajan de payasos. Yo ahora doy clases, después de treinta años. Y no es que vivo de las clases. –Me quedé con el tema del punto de vista, que a vos te hace hablar del payaso tercermundista, que en se consigue en algún momento y forma parte de una reflexión acerca de tu cultura, de lo que traés, los posicionamientos que tomás frente a eso. Ahora bien, uno llega a Marruecos, ¿y dónde queda ese punto de vista?

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–Con vos. Lo llevás con vos. Eso es tuyo. Hay cosas que se dan de manera distinta de acuerdo al contexto. Si a vos en la redacción alguien te dice, “loco, ¿quién te creés que sos?, ¿el centro del universo?” Vos te vas a ofender, el otro te quiere ofender. Los payasos somos el centro de nuestro universo. A mí que no me hinchen las pelotas, yo tengo que ser el centro de mi universo. Eso es una de las primeras cosas que tengo que entender para poder ser payaso. Tengo que poder entregar mi vida a esa condición y mezclar las dos cosas, no hay actuación por separado. Cuando conozcas los payasos te vas a dar cuenta que el que está ahí arriba es muy parecido que el que está abajo del escenario, casi igual, más exagerado, libre, se propone hacer reír, pero es lo mismo. Y en realidad lo de payaso tercermundista empezó como una joda y después tomó sentido. Un amigo mío, se había recibido en el conservatorio, laburaba en Plaza Francia haciendo títeres y trajo un día una tarjeta que decía “actor municipal”. A la semana siguiente me hice una tarjeta que decía “payaso Chacovachi, payaso tercermundista”. Pero todo para romperle las bolas al vago nomás. Y ahí empezó a tomar sentido. Me dí cuenta que yo no era igual a todos los payasos que conocía, de hecho no era un clown lecocqniano; yo venía de Cañito y Firulete, de algunos libros que

leí, de alguna foto, al circo no me llevaban… –Y de probar. –Claro, del acierto y el error. Pero probar con orgullo, porque desde el primer día que empecé a trabajar en una plaza pensé que estaba acorde con el momento histórico. No me sentía desfasado, y a mí lo que me interesaba era ganar guita. No era sólo por la guita. La guita de alguna manera legalizaba lo que yo hacía. O sea, a mí venían y me decían ¿qué onda? En los noventa a mí me veían como un payaso muy grasa. Hacían festivales y no me invitaban. Claro, porque el teatro venía del lado de Eugenio Barba; después yo lo conocí y me comí unos fideos, me tomé unos vinos con Eugenio Barba, es un tipo igual a vos. Pero a mí nunca me tocaron el corazón porque yo ganaba, en la época de Menem, dos mil dólares por fin de semana en Plaza Francia, haciendo reír. Y todo el mundo me quería. Por supuesto que soy conciente de que había cosas más artísticas. No sé si yo hacía Arte; artista era mi abuela que hacía unos ravioles bárbaros. Yo digo que para ser payaso tenés que pasar tres etapas. Primero tenés que aprender el oficio: entretener, divertir, asombrar; no mucho más. Tenés que aprender todo lo que existe para poder entretener, divertir y asombrar. Necesitás técnicas, técnicas artísticas. Después tenés que pasar a otro

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lugar, tenés que incorporar cosas personales que te destaquen de todo lo que existe, etcétera. Entonces tenés que aprender a criticar, a denunciar, a delirar, y ahí te vas transformando en un artista. Yo creo que hace quince años no era un artista. Quizás ahora puede ser que lo sea. No porque me preocupe, sino porque naturalmente se llega a incorporar cosas más personales. Antes quizás eran cosas personales pero yo no me daba cuenta o no sabía lo que hacía; yo sólo quería hacer reír. También hay otro punto en ese pasaje, cuando dejás de venderle el alma al diablo para hacer reír. Al principio cualquier chiste que funciona lo hacés. Ahora, por ejemplo, con este gobierno, hay chistes políticos que yo dejé de hacer. Dejé de hacer porque no siento lo mismo por la política, ahora siento otra cosa, siento orgullo, antes sentía desprecio por la política. El orgullo no hace reír a nadie. O sea, para que haya humor tiene que haber algo incorrecto, no hay humor correcto. Lo mismo me pasó con los pibes. Yo soy muy reconocido por la forma de tratar a los pibes. Es una forma maravillosa. Es la forma en que los padres los quisieran tratan y no lo hacen porque viene una terapeuta y los mata. Los pibes nunca me tuvieron miedo, yo soy inofensivo para los chicos, pero había alguno de los chistes que

eran crueles. Se moría de risa la gente, pero yo ya no los hago más porque desde que nació mi hijo, hace seis años, empecé a mirar a los pibes de otra manera. No me traiciono. Entonces empezás a ser artista cuando dejás de traicionarte, cuando dejás de mirar a los demás y empezás a mirarte a vos mismo, y después bueno, serás exitoso o no, no lo sé. Pero en algún momento se hace imposible escapar a lo que tenés adentro.

–La Convención, que sería una organización que convoca a un montón de artistas que están en distintas etapas de este proceso del que hablás, que están descubriendo el oficio, que no saben muy bien de qué se trata, si van a trabajar solos o no, dónde,

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con qué apoyo cuentan, esta Convención ¿cómo se vincula con ese trabajo? –Mirá, la Convención tiene dieciséis años. Pasó por muchas etapas. Hoy en día, de las mil personas que vienen, quinientos son profesionales. O sea es gente que en general ya trabaja, tiene su forma de hacer las cosas, es gente que tiene distintas etapas de profesionalización pero digamos que viven de eso. Y la otra mitad no, pero hay cuatrocientos que son estudiantes que la tienen muy clara. Toda esa parte ideológica, filosófica, ética y yo qué sé, hay mucho de qué mirar y de qué aprender para un pibe. Hay ciento cincuenta talleres en los seis días de la Convención. Hay charlas, debates. Al principio vos me preguntabas por qué hacía la Convención, en la primera de todas lo que nos movía era una necesidad en común de reunirnos. Éramos cuatro malabaristas; la primera era de malabares, circo y espectáculos callejeros. Hoy en día es circo, payasos y espectáculos callejeros, y no pongo payasos primeros porque se ofendería alguno –si bien nos chupa un huevo y yo qué sé– pero la verdad es que es de payasos, es lo que más me gusta y de lo que más me ocupo. Todo lo demás aparece pero la presencia más fuerte es la de los payasos. Hay cabaret, varieté, desfiles, o sea que la convención es un mundo. Tiene tres partes:

está la parte pedagógica, la parte de espectáculos y la parte social, que yo le digo social y artística porque son seis días que vivimos todos en el mismo lugar, con grandes artistas, muchos anónimos porque hay grandes artistas anónimos. Viene gente de todo el mundo, amigos míos de todas partes; han venido los más grandes artistas. Y nunca un mango. Laburamos todos gratis y con lo que sacamos de la entrada pagamos la Convención. La entrada es muy barata. La vez pasada se cobró doscientos pesos. ¡Seis días! Con agua caliente en los baños y agua para el mate. Hace un par de años que conseguimos un lugar impresionante, de los mejores del mundo. Yo he ido a muchas convenciones, sobre todo en Europa, en Gotemburgo, Escocia y yo-qué-sé, y ésta tiene el mejor lugar de todas, queda en el campo de deportes de la UOCRA, el sindicato de los obreros de la construcción. Ya está todo montado. Cuando apareció ese lugar, hace tres años, bajamos el noventa por ciento el trabajo de campo. Antes había que montar todo. Teníamos el lugar pero no había baños, no había nada, había que crear todo un mundo para una convención enorme. Se hacía difícil. Por eso ahora hicimos la fundación, empezamos a pedir subsidios para bancar estas cosas; hay un mundo muy grande con este tipo de artistas, payasos, espectáculos

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callejeros sobre todo, que es lo que más me interesa, y mi idea ahora, si bien ya hay muchos festivales, es conseguir hacer un festival de festivales. Yo viajo mucho y en Europa, por ejemplo, los espectáculos callejeros son súper reconocidos. A cada fiesta popular, cada fiesta del patrono de una ciudad, o de un barrio, que duran como una semana, van artistas callejeros, contratados y de los otros. Sobre todo en España. Yo he hecho muchas temporadas de esas. Tenemos que poder hacer eso acá. –¿Ese es uno de tus proyectos actuales? –Mi proyecto ahora es ganar Buenos Aires, de nuevo, después de diez años. Lamentablemente está Macri, es muy difícil, pero bueno, voy a empezar ahora, ya no puedo esperar a ver si le ganamos a Macri. Mi idea es volver a llenar las plazas de espectáculos callejeros. La idea es trabajar para que la gente se empiece a animar. Me parece algo necesario, muy necesario, porque son un espacio importante las calles. ¿Por qué hay cien, ciento cincuenta espectáculos que van en enero y febrero a la costa y a toda Argentina, espectáculos de profesionales que van a hacer temporada en verano y durante el invierno eso no pasa? Sería genial. –¿Qué quiere decir “ganar” Buenos Aires? –El proyecto que yo tengo

por mi lado, que imagino que después se va a desparramar naturalmente, es hacer algo así como anfiteatros populares. Por ejemplo, si yo consigo un espacio en Plaza Francia, un espacio en el que no hay nada, y le pongo a ese espacio Alberto Olmedo. Ya está, ese espacio tiene un nombre. Y por Internet (porque el mundo cambió, antes no había Internet) por Internet empezamos a difundir que en el espacio Alberto Olmedo los sábados está Chacovachi y Maku Jarrak, y los domingo será este y aquel otro, y hacemos una programación de un mes. Y la cumplimos a raja tabla. Empezamos a difundir y entonces la gente va, no sólo la que pasa caminando por la plaza, sino también la que va a ver el espectáculo. Llegamos al espacio, lo ganamos, lo programamos y lo cumplimos. Con el tiempo mi sueño es que el gobierno diga “che, qué necesitan”. “Y mirá, un camarincito, acá; ¿le podemos poner un poquito de agua?” Y que todas las plazas de Buenos Aires tengan un pequeño anfiteatro, livianito, con dos o tres escalones de adoquines nada más que para marcar el espacio, y una tarimita, que tenga una luz, para trabajar a la noche en los veranos, un bañito, algo de electricidad para conectar el sonido; no estamos exagerando. Uno tiene que hacer eso, y después eso funciona cien años. Espectáculos todos los fines de semana, siempre. Cada

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lugar tiene que estar armado por artistas de la zona. Tiene que haber una concepción del lugar, que los artistas mismos programen, vinculados no a uno solo sino a un grupo que reúna por lo menos cinco grupos más pequeños que de alguna manera manejen y programen, y después que cada año se vote para ver quién es el que…. Qué sé yo, encontrar una manera de entender que hay una autogestión artística en esos lugares. Los actores queremos trabajar. Está perfecto. Esos espacios son maravillosos. A veces pasa que cuando vos empezás a estudiar o a trabajar quizás no tenés el nivel para ir a un teatro, o para que otra persona garpe; cuando vos vas a un teatro y pagaste cuarenta, cincuenta pesos, te atendió un tipo que te cortó el tiquet, hay

un asiento de pana, un telón, más vale que lo que veas ahí dentro esté bueno. En cambio cuando vos estás en la calle la gente no espera nada, es más importante lo que representás. O era, por lo menos. En cualquier plaza de Argentina entera, donde hay un par de artesanos, un tipo que vende pochoclo, puede haber un espectáculo todos los domingos y es bueno para todo el mundo. Y no tiene que ser el mejor, tiene que ser. Tiene que haber cariño y afecto, las chicas te tocan, los niños te tocan; somos como dinosaurios los payasos en las plazas. –En una de las entrevistas vos decías algo que tiene que ver con que el humor del payaso no es humor para niños. –Sabes lo que pasa, los yanquis, con Walt Disney, lo hicieron vender hamburguesas con Mc Donald y lo convirtieron en un personaje infantil. Antes no era así, pero lo metieron en la feria para chicos como un payaso tonto, que no tiene que ser muy agudo ni muy bueno, alcanza con una ropa y una actitud más o menos estereotipada. Ahí bueno, el payaso como personaje empezó a animar fiestas, a estar dentro de cualquier cosa que sea para chicos; es un personaje reconocido por los chicos. Pero los payasos hasta el siglo pasado se vinculaban con el mundo de los adultos. Primero porque en el siglo pasado los niños no existían.

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No había ropa para chicos, ni espectáculos para chicos; salvo en alguna familia medio progre que le daba bola y un lugarcito, el niño era un adulto chiquitito que no hablaba, ni cortaba ni pinchaba. Entonces los payasos eran para adultos. Tenían su propio vestido, yo qué sé. Pepe Podestá, Pepino el 88 era crítico, temido por todos los gobernantes por las cosas que decía; era un tipo temido. –Aparece el niño con autoridad, un pedido que hay que respetar. Hay que cuidarlos, pero al mismo tiempo… –Claro que hay que cuidarlos. En el espectáculo yo le digo a un nene, “mi amor, ¿puedo hacerte una preguntita?” Después de preguntarle de qué color quiere el globo y de que diga azul, le digo “verde te lo voy a dar. Esto es para que aprendas que la vida no es fácil.” Y cada carcajada de la gente apoya lo que yo digo. “Verde te lo voy a dar” Carcajada. “Eso es para que aprendas que la vida no es fácil.” Carcajada más grande todavía. Y después le pregunto “Mi amor, ¿a vos te gusta vivir en este mundo?” “Sí”, me dice. Y le digo “bueno, ya se te va a pasar”. Detrás de cada chiste hay una gran tragedia. Porque para eso se inventó el chiste, para burlarse de las tragedias. Es decir, yo no sé si lo que hago está bien. Pero me pongo a pensar y las risas siempre han estado mal vistas por las tradiciones, a las dictaduras nunca le gustaron

las risas; la risa es algo que tenemos y que no nos pueden quitar. No pueden manejarla. Es políticamente incorrecta. Vuelvo a repetir, no hay humor sin ruptura con ese tipo de cosas que queremos largar. A mí me gustan los pibes, no les tiro la bronca, los hago reír; además cuando hago reír a un chico, primero, no estoy diciendo nada que no sea, quiero decir que no lo estoy agrediendo al nene cuando le digo “ya se te va a pasar”, solo que estoy sacando de contexto un texto mucho más profundo, y con un chico… pero eso nos relaja a todos. Todos nos reímos: el chico, el grande; todos podemos ser felices e infelices. Todos significa todos y ese chiste nos afecta a todos. Además nadie ríe solo. Si te reís solo es porque estás en un éxtasis total. Es genial. “No sabés lo que pasó anoche, me reía solo.” Sin necesitar nada. Solo no es viendo una película. Solo es solo, es estar en tu casa y de pronto empezar a reírte. Tenés que estar muy bien, muy elevado para poder hacer eso. –Otra de las cosas que quería preguntarte es cómo veías vos la calle en los noventa. –Pasa esto. Evidentemente que me gusta más ahora, por la cuestión política, por el posicionamiento del gobierno, por la profundidad de las personas; después del 2001 el argentino cambió mucho y para bien. Los noventa para los artistas callejeros fue impresionante

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económicamente, porque era el uno a uno, y se ganaba una cantidad de dinero atroz. Yo he llegado a irme un lunes a fumar faso a Amsterdam y volver el jueves para hacer sábado y domingo en Plaza Francia. Una vez lo hice. Con lo que gané el fin de semana pagué el pasaje, pagué el hotel, estuve fumando faso en un cofee shop de Amsterdam y me volví porque no me convenía no venir. Un pasaje valía 499 pesos en la época de Menem, y un artista podía ganar mil, dos mil en un fin de semana. Imaginate cómo la vivíamos. Floreció lo que hoy no hubiera florecido, por una cuestión económica. Los artistas callejeros somos mitad artistas, mitad buscavidas. Y tiene que ser así. Vos cuando estás viendo al artista callejero no estás viendo al personaje, estás viendo a la persona, es fundamental eso y es lo que le gusta a la gente. Una especie de reality. Cuando el artista se transforma en una persona conocida tuya (y eso es raro porque te conocen a vos y vos no lo conocés a él), en Plaza Francia la gente me venía a ver una hora antes. Veían cómo llegaba, armaba las cosas, me fumaba un pucho, por ahí compraba faso, y yo sabía que me estaban viendo, que había todo un mundo ahí alrededor, una especie de reality total; terminaba, me

desmaquillaba, juntaba las cosas, juntaba las cosas y me iba. Eso fue maravilloso. Fue como el esplendor de los espectáculos callejeros. Después del 2001, lamentablemente esos espacios en los que nosotros trabajábamos se llenaron de vendedores, y después se quedaron. En Plaza Francia el espacio en el que yo estaba no existe más, está lleno de vendedores de tupers, de productos Avon y todas esas cosas que, entiendo, todos tenemos que vivir, no es que porque me tocan el culo a mí, pero me parece mejor que esté un payaso antes que un puesto de Avon en una Plaza. En los noventa, en Plaza Francia, había diez o doce espectáculos a la vez trabajando. Iban veinticinco, treinta mil personas a ver espectáculos de calle. Todos los que trabajábamos en Plaza Francia después trabajamos por el mundo como grandes artistas, porque la experiencia que hicimos ahí, de alguna manera catárquica, fue fundamental. Marcelo Ferrari, los Hermanos Huevo, El Gitano, los malabaristas de Apocalipsis, o sea, todos eran espectáculos que tenían dos o tres funciones por día con trescientas o cuatroscientas personas por función. Un mundo de gente dando vueltas. Era mucho mejor la oferta que estaba afuera que la que estaba dentro CC de los centros culturales.

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Manual de cultivo Dino Dilhos «Este es el adiestramiento básico: desarrollar un conocimiento cada vez mayor de una fuerza invisible» Marcel Joseph Vogel

Parece que todo este asunto se me ha ido de las manos: estoy de plantas hasta el cuello. Son plantas de marihuana. Hay plantas en el comedor, en el placard, en el balcón –muchas plantas en el balcón–, algunas plantitas en la cocina… Dos plantines en el baño. Mi casa –que es un departamento– nunca estuvo tan sucia, tan llena de polvillo. Es el polvillo que el trabajo con las plantas trae, necesariamente. Algunas las dejo siempre fuera, pero a otras las entro y saco, y las muevo y cambio de lado. Dejo abierta de par en par la puerta-ventana que da al balcón de la pieza para que les entre sol más potente a las plantas que están allí, y para que respiren mejor. O las cambio de maseta, meto tierra acá y allá, saco de otro lado y vuelco todo… En casa hay un olor increíble, muy rico. Yo estoy fumado y las miro, eso hago gran parte del tiempo. Las miro nacer y crecer, las miro cuando ya están muertas, colgadas en el ropero; miro los bichos que aparecen, sus hojas, la tierra, las flores… todo esto me trae problemas. Las miro agitadas por el viento y digo que es hora de podar. Podo y pienso que puedo aprovechar y hacer un esqueje. Me deshago de muy poco; lo que se puede utilizar de nuevo –lo que yo creo tiene expectativa de vida–, lo uso. Me levanto temprano, con el sol, y abro enseguida puertas y ventanas; para que entre mucho sol y aire para las plantas que están dentro, en la cocina o en el comedor o en la pieza. No en

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I Introducción


el baño porque ahí es el único lugar donde no hay ventanas ni nada. Pero en el resto del departamento hay sol todo el día. Esto es una suerte: con otra luz, en otro departamento, no me encontraría con este desborde, entre tantas plantas. Pero estoy donde estoy, y no voy a desaprovechar todo ese sol para las plantas –ni todas las plantas para ese sol.

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Me levanto temprano, abro todo y me prendo un porro. No porro, hace rato que no fumo porro: flores es lo que prendo. Tengo flores para rato; frascos y frascos llenos de ricas flores con ricos aromas y ricos sabores, y con los efectos más variados. Tengo flores para la mañana, flores para escuchar música, flores para dormir, para caminar… flores y flores y flores. Y como tengo tantas, las vendo, y con eso financio mis plantas y mi vida –que en realidad son una y la misma cosa, porque no hago otra cosa que plantar.

Me prendo un porro bien temprano a la mañana y comienzo por mirarlas. Sobre todo las que están bien al sol, en el balcón. Pero las miro a todas. Las miro sin buscar nada en particular; así encuentro millares de cosas… No sé si las imágenes quedan grabadas a fuego en mi cabeza o qué, pero cualquier cambio incluso muy pequeño lo noto enseguida. Así es cómo he conseguido dominar a los bichos: los noto desde temprano. Me han costado plantas enteras esos bichos, pues uno no puede controlar todo. Y está bien así: los acepto, acepto luchar contra ellos. Son parte de las plantas, vienen junto con ellas, en las semillas. II Al viento

Las de adentro no me terminan de convencer. Me refiero a las del placard, las únicas que crecen con luz artificial: me hago que crío pollitos –en las condiciones no sé si moralmente reprochables o lastimosas o antinaturales pero de seguro que sí feas, en las que hoy se los cría–; les falta viento, su aspereza, su caricia… No sé cuántas cosas me gustan más que una planta al viento, ver cómo le pega el viento y la zarandea a un lado y otro –tengo además la suerte de estar alto, en el piso 14, y el viento acá arriba a veces chifla que da miedo. ¿Qué le pasa a una planta cuando no la golpea el viento?: se ablanda, se pone fofa, y muere lentamente. Sus ramas se vuelven híper-quebradizas, debilitándose al extremo. No es eso justamente lo que quiere un cultivador, y por eso le ponemos ventiladores a las plantas del indoor.


Lo que pasa con las de adentro, cuando las criamos sin siquiera ponerles un triste ventilador, lo que pasa es que el tronco cobra un aspecto como de rigidez extrema, y así rígido y todo se dobla y cae lentamente, pues en verdad se está pudriendo y hasta un soplo basta para que termine de quebrarse fatalmente, de modo irrecuperable, sin posibilidad alguna de que sus partes vuelvan a soldarse –como ocurre con una planta sana. III Son de agua

Todo su esplendor es de agua, líquido: esto también explica la flexibilidad extrema de sus ramajes. Es como si las ramas, no solamente las ramas, en realidad: como si toda la planta estuviese hecha en agua, como si fuese de agua. La robustez, el despliegue que nos presentan las plantas cae ostensiblemente cuando les falta riego, ¡se vuelven tan flacas, pequeñas y pálidas…! Como si no existiese una planta allí, apenas si quedan en pie unos palos flacos y chupados, todas las hojas y las puntas se doblan, caen y cuelgan como un pene flácido, sin sangre. Pero cuando el agua sube se yerguen al sol y al viento y realizan un desafío contranatura, flotando en el aire como boyas de pescar en el agua. ¿Y no es extraño, por otra parte, que cuando el agua actúa por dentro el efecto sea de ingravidez y cuando por fuera (cuando llueve, por ejemplo) sea lo contrario? IV Al sol

Son en extremo sensibles al sol. Diríase que hay aquí toda una historia de amor, de necesidad extrema, enfermiza. Ellas no se mueven ni cambian de posición si no es bajo los influjos del sol. En

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Pero cuando a una planta le da viento, viento posta, viento de fuera, las ramas y el tronco se ponen muy blandos y suaves, parecen ser incluso de lo más delicado, como si fuesen de carne, y uno no termina de comprender muy bien cómo es que no se quiebran ante una brisa cualquiera. Lo que pasa es que al mismo tiempo se vuelven bien duras, quiero decir: de lo más flexibles, y así soportan los vientos más fuertes que uno pueda imaginarse. Entiendo que la flexibilidad de sus ramas y de su tronco se debe además al hecho de que las plantas no son macizas, de que no están llenas sino huecas por dentro: un pequeño tuvo de aire las atraviesa de par a par y se ramifica con ellas al ramificarse sus ramas.


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esto se parecen mucho a los girasoles, pues siguen la trayectoria del astro de principio a fin. Excepto en la etapa de floración, sobre todo cuando ésta está ya avanzada, etapa en la cual las hojas se quedan más bien tiesas en una posición diagonal, formando así todas una especie de cono invertido que rodea a la flor, en todas las etapas anteriores, y más aún en su juventud, cuando son más plantines que plantas, en poquísimo tiempo pueden rotar por completo las hojas para volverlas hacia el lado por donde el astro luminoso pueda darles de “frente”, de lleno.

Llegan a producirnos una ternura indecible. Si las plantas no han recibido por días más que sombra, si se viene de días nublados y oscuros, cuando el sol se vislumbra finalmente en el horizonte ellas van a levantar o erguir todas sus hojas hasta que éstas queden completamente rectas y hacia el sol, en una verticalidad extrema, al modo de un puercoespín erizado, como si así pretendiesen acoger y recibir la mayor cantidad de luz posible luego de haber sufrido su ausencia. Como los amantes que se reencuentran luego de una larga separación, ellas ponen toda su fuerza y su energía, toda su atención, todo su gasto en ese solo y exclusivo acto de reencuentro, el cual, a su vez, sin duda, las vitaliza por completo. V Boludeo

Se vuelven irreconocibles al ir creciendo. Si no las viera un poco todos los días, les perdería el rastro por completo. Una vez que se estabilizan cambian muy rápido y muy rápido completan su ciclo. Si falto apenas dos días ya me cuesta reconocerlas, identificarlas. Me ha pasado que de un día al otro una planta se me ha vuelto absolutamente extraña, por completo desfamiliarizada. ¿Qué quiere decir esto? Algo evidente: que ellas crecen solas, que los tejimientos frenéticos que realizan en el vacío no dependen de la persona que las cuida –pero sobre todo eso: hay que cuidarlas. ¿En qué consiste mi tarea, entonces? En garantizarles algunas condiciones mínimas, las necesarias para que puedan crecer sanas y fuertes. Mi paciencia y mi trabajo están en eso: en cuidarlas no tanto a ellas como a las condiciones en las que ellas crecen. Mi poder es el poder del abono, el poder y el trabajo del gusano, no mucho más.

No es como pueda parecer en un principio tarea fácil ésta de garantizarles las condiciones, no siempre lo es. De hecho, es en esta tarea donde la mayoría de los cultivadores que caen, caen:


piensan que las plantas crecen solas, automáticamente, apretando algún botón. Esto es caer por pereza. Pero también se puede caer por esfuerzo, porque con ellas no vale tanto el esfuerzo como el cuidado: uno puede esforzarse mucho y arruinarlas –por ansiedad, por ejemplo. Pero si se las sabe cuidar la cosa puede marchar. Así pueden crecer muchas, aunque nada esté garantizado nunca.

Cuidarlas, trabajarlas sin expectativas –“sin esperanzas ni desesperación”–, todo esto quiere decir: poder boludear con ellas. El boludeo es fundamental, pero también puede fácilmente llevarnos hacia lugares donde nada se resuelve nunca, por ser pura pérdida de tiempo, puro enamoramiento. Ante esto, y siempre según mi experiencia, habría que prestar especial atención a la “intención” del boludeo, de hacia dónde lo dirigimos, hacia dónde se dirige; especial atención, en la medida de lo posible, a qué tipo de experiencia se va tejiendo de fondo. Cómo es que la cosa se mueve, cuál es su sentido, qué fuerzas se apoderan de su sentido, con qué opera, qué posibilidades efectivas va abriendo de fondo este proceso inútil y tonto.

El boludeo, como el enamoramiento, sin duda emboba, nos pone tontos, y tal vez sea esa su mayor virtud, pues es signo de la manifestación de una fuerza tal que nos hace inmunes al mundo, que hace que nada nos importe excepto una sola cosa: todo el resto cae al erguirse este descomunal gasto de energía. Pero también envuelve un peligro nada pequeño: estamos prestos a apurarlo todo, a querer consumar toda la experiencia de un golpe, no dejarla ir nunca, no darle aire, gastarla toda de una vez –pero esa experiencia no está, no nos espera ya hecha; antes bien, hay que hacerla, y aquí está el quid de la cuestión. Es así como el boludeo puede hacerse con el ambiente del vicio, cobrando ese tono de hastío, de pensar en abstracto y hacer planes sin sentido, y repetirlos, abriéndose un camino que nos lleva a nada; es así que el

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¿Qué es cuidarlas? Es sobre todo cuidarlas de nosotros mismos, y por tanto también, cuidarnos a nosotros de nosotros mismos. Hay que prestarles suma atención, en alerta, pero sin estar a la expectativa de nada. Estar atentos quiere decir aquí: poder perder un poco de tiempo con ellas, detenerse en ellas, descuidando u olvidando, en cierto sentido, las expectativas; en una palabra: vaciarnos. Las razones pueden esperar, una batahola de razones esperan siempre. Pero todo esto, puede preguntarse alguien con razón, ¿es la causa o el efecto del tratamiento con las plantas?


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boludeo puede inclinarse cada vez más hacia un punto muerto que ya no nos permitirá concretar nada: nos aferramos al puro ensueño que ya no digiere nada, que ya no procesa, y que por tanto ya no puede hacer experiencia, ya no produce ningún efecto concreto. Y si el boludeo en verdad sirve para algo debiera ser justamente para eso: para procesar, para dejar que algo procese en nosotros, ese algo que no tiene expectativas pues no tiene modelo –pues no está hecho–, pero que sin embargo hace crecer, teje, nuestra experiencia más vital.

Estoy intentando ver aquí el lado sensual de todo este asunto con las plantas, aquello que concierne al ámbito de lo bello. El problema cuando tratamos esto, el de lo sensual y lo bello, es que no es algo que la inteligencia pueda pautar, no se puede decir, por ejemplo: me voy a sensualizar con los pelitos de las raíces… Como ocurre generalmente con todo lo que refiere a la belleza y al amor, uno, actuando espontáneamente, no elige concientemente qué le atrae y qué no (generalmente no se eligen los amores que se eligen): no nos podemos convencer de aquello que pensamos nos conviene. Por más voluntariosos que nos pongamos, si no amamos a alguien, no lo amaremos jamás, y, en sentido inverso, cuando amamos a alguien que no nos corresponde, y que incluso nos denigra y nos ofrece un trato poco amable y mezquino, por más cálculos y análisis racionales o lo que sea que hagamos, no por ello lo amaremos menos, quiero decir: no vamos a poder convencer a nuestro corazón con los argumentos de la inteligencia. Antes bien, debe advenir una ruptura del orden de la experiencia para que dejemos a alguien a quien amamos, y aún así nada es seguro… Bien, pero aquí está justamente el problema, porque lo dicho anteriormente, ¿debiera precipitarnos en la hipótesis de que entonces nada pueda hacerse con ello, como si a partir de la constatación de este hecho a uno sólo le quedara resignarse ante, por ejemplo, el atractivo que la fealdad del mundo, como por inercia, suele ejercer sobre nosotros? Porque esa “ruptura del orden de la experiencia” no puede ser buscada, no puede ser “voluntariosa”, al estilo “me voy de viaje por Latinoamérica para transformarme”… Así, no hemos salido del círculo. Tal vez sea alguna promesa lo tiene que aparecer allí para abrir ese círculo y persuadir al cuerpo en el mientras tanto, que es el tiempo en que se ejercen los problemas. ¿Una promesa? ¿Una promesa de qué tipo? Necesariamente debiera de ser una promesa sin objeto, una promesa que sólo es promesa de “otra cosa” (= x).


Nada más: pues el mundo no existe por fuera de la percepción que hacemos de él, o que él hace de nosotros; nada más: pues el mundo es esa percepción… De allí “cambia la mente, cambia el mundo”.

El sentido del boludeo, en definitiva, es no dejar que una jugada pretenda decidirlo todo –y la causa de esta disposición, la de pretender decidirlo todo, es, creo invariablemente,

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¿Cuándo algo nos resulta bello? Cuando tiene una mayor carga emotiva, cuando “pesa” más –ese peso que tienen las cosas que nos hacen flotar. ¿No es esto justamente lo que ocurre cuando fumamos marihuana? ¿Por qué la nimiedad más nimia se nos vuelve lo más importante de todo? Quiero decir: cambia la cualidad de la emoción, aparecen otros atributos, propiedades que desconocíamos. Nos volcamos hacia las cosas del mundo con una atención inusitada, dispuestos inconcientemente al asombro, al desconcierto, al trance. Es eso lo que ocurre con la marihuana, el que una idea, palabra, gesto, situación, o lo que sea, tiene una mayor carga para nosotros, una mayor fuerza, puede respirarse, sentirse, hay una atención que allí se despierta y se abre y que nos aumenta el peso, el vigor de las cosas, y las vuelve grandes, de una importancia vital, muy grandes y ágiles: se yergue así una bella ilusión que hace que todo sea perfecto, al menos durante el instante que dura el efecto. Porque, en cuanto a su efecto, la marihuana parece desatar la “pasión del instante”, por decirlo de alguna manera, su exuberancia, como si la vida sacase en silencio sus secretos a la superficie –desnudez que no hace sino multiplicar los enigmas, aumentar el desconcierto. Esto es ciertamente vivificante, pero puede pasar muy fácilmente a su contrario: el hastío, la repugnancia; flotábamos, soñábamos despiertos, y ahora nos volvemos de plomo y hacia adentro, hacia muy adentro… Es como si la atención se fortaleciera y debilitara a un tiempo. Claro que todo esto depende del ritmo, la frecuencia, la cantidad (la dosis), las circunstancias, y, sobre todo, de las líneas adjuntas que entren en juego –de cómo vengamos con la vida, por así decir. Con todo lo cual, habría que sacar la conclusión no de que hay que fumar marihuana para sentir más y mejor las cosas y el mundo, sino, más simplemente, de que un mundo pobre y desvaído, flaco y famélico, desensualizado, es en realidad una atención funcionando al mínimo de su capacidad, poco atenta, una percepción llena de abstracciones tristes, poco perceptiva, y poco trabajada, poco estimulada, en este sentido poco comprometida, y nada más.


el ponernos desde el punto de vista de un espectador o un observador ajeno, y en camino a nada. VI ¿De dónde vienen las plantas?

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Aquellas cosas que más nos llaman la atención, aquellas de las que quedamos prendados, como pegados o detenidos, son aquellas cosas que más nos desconciertan, de las que poco podemos decir, a las que no terminamos de entender. Estas cosas suelen ser las más evidentes. Por ejemplo, a mí me cautivó el modo en que las plantas se van haciendo cuerpo sobre el vacío, su materialización, esa especie de ocupación o llenado del espacio que ellas realizan, o mejor dicho: su hacerse espacio, su constituirse en espacio, su producir espacio en el espacio. Este evidente y desconcertante hecho me ha atado a ellas desde un principio, y me parece de lo más delirante e inexplicable; al pensar en ello me invade un profundo desconocimiento…

¿Cómo es esto posible? ¿Cómo explicar su materialización, su hacerse cuerpo, su volverse raíz, tronco, tallo, hojas, flores, en fin: su volverse planta? ¿Cómo es posible esa aparición mágica, ese volverse existencia de lo que no la tenía, ese aparecer algo allí donde nada, aparentemente nada, había? He estado detenido en este punto –en esta incógnita– desde que estoy con ellas. Esta cuestión me pone blanco una y otra vez.

A los ojos, ocurre así: un día nada y al otro día planta. Y en unas pocas semanas ellas lo han invadido todo, y se yerguen al sol anchas y soberanas, como si conociesen la vida en su origen mismo, o como si estuviesen en el mundo desde siempre. Yo sé que hay muchos que se sorprenden y vuelcan su atención hacia la planta en el momento en que ésta muere: la planta se marchita y se buscan y rebuscan miles de explicaciones, ¿pero no hay más sorpresa en el hecho de que una planta viva, de que sea posible? O quedamos fascinados por una forma cualquiera, la de una flor por ejemplo, pero ni se nos cruza intrigarnos por el proceso mismo de formación, de materialización de la flor, el volverse flor de la flor. Lo que a mí me sorprende y desconcierta no son las formas más o menos fabulosas que ellas puedan adquirir, no es tal o cual forma lo que me asombra sino el hecho de la forma en sí, considerado de manera abstracta. Lo que me desconcierta es el hecho de que sean posibles, de que aparezcan, el hecho de su corporización. Pero además, inextricablemente unido a esto tiene


Explicar, dar cuenta de una evidencia, tiene que ser asunto de lo más antiguo. Y tiene que doblarse en el asunto siguiente: ¿de qué da cuenta esa evidencia, qué supone? ¿Qué explica y qué implica esa evidencia? ¿Sobre qué fondo ellas se recortan, sobre qué fondo emergen? ¿Qué es aquello que las diferencia y sostiene, qué las hace posible una y otra y otra vez? ¿De dónde vienen las plantas? ¿Se guardan en algún lado, antes de nacer y crecer? Si es así, ¿dónde, dónde se guardan, en qué lugar permanecerían plegadas, enrolladas? Y más aún: ¿qué las hace posible, ya no en tanto forma más o menos estabilizada y que se actualiza en cada planta concreta, sino en tanto forma que ha debido a su vez formarse, constituirse? ¿Hasta dónde nos puede llevar la idea de que hay poderes presentes aquí y ahora detrás de toda evidencia – detrás o delante, o abajo y arriba, o por en medio, atravesando toda evidencia–, poderes formativos, y por tanto pre-formales, poderes desaparecidos en su aparición, en su manifestación concreta, poderes ocultos en tanto se mostrarían sólo por omisión? Hay algo a adivinarse, a conjeturarse, ¿también, algo que adivina, algo que conjetura? ¿Tendrá todo esto algo que ver con los sueños, quiero decir: cuánto de imaginario hay en este proceso? ¿Y cuánto de memoria? ¿Quién sueña, quién recuerda? ¿Sueña la naturaleza? Cuando soñamos, ¿es ella quien sueña en nosotros?

Se podrá invocar el código genético. Se podrá decir: las plantas tienen códigos genéticos que las explican, que explican que sean plantas. Aquí, lo que esta tesis no explicaría es cómo se constituyó el código. Todos los codificadores de la naturaleza proceden siempre como sigue: dado un estímulo, constatan los procesos químicos que se desatan, luego, explican las reacciones a partir de esos mismos procesos químicos desatados. Pero no explican el proceso por el cual el código ha devenido código, y por qué ha devenido ese y no otro. Por esto no pueden sino caer permanentemente en la tautología. Así, no se podría dar cuenta nunca del origen de una cosa, sino sólo de sus resultados.

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que estar presente la razón de su diversidad. Porque considerar el hecho es considerar la multiplicidad de hechos, ambas cosas son inseparables. Aquello de lo que ellas darían cuenta debiera ser también aquello que da cuenta de la diversidad de sus formas, de sus colores y olores distintos, de sus efectos variados y variables, de sus necesidades y ritmos diferentes, en suma: de su especificidad.


VII Ellas ya crecen y ya se mueren.

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Ellas ya crecen y ya se mueren. Su crecimiento es tan ininterrumpido, tan incesante, que uno no lo nota, y ellas parecen fijas y estáticas. Como pasa con los astros celestes y con la tierra, aquí también la inmovilidad y la lentitud extrema tienen que ser efectos de una velocidad incesante, de un galope ininterrumpido y, en tanto tal, estático, quieto, eterno, sin principio ni fin.

Porque con ellas es todo ya viejo, todo ya comienzo. Es ya viejo y ya comienzo. Como la luz de las estrellas, que cuando nos llega a nosotros con todo el vigor de su luminosidad ya lleva mucho tiempo de viaje y de muerta, pero sin necesidad de considerar distancias siderales, sin necesidad de considerar ningún recorrido espacial, pues antes que un efecto óptico considero que lo que está involucrado aquí es la cuestión del ritmo, del tiempo, de aquello que pulsa. No se trata de la distancia recorrida entre dos estados de la planta sino del intento de captarlas en movimiento. Quiero decir algo sobre su ritmo, no sobre sus fijaciones. A mí me desconcierta, durante el crecimiento, todo eso que pasa entre el antes y el después en la planta. Ese instante que no se puede captar por pasar tan rápido, por ser justamente instante. No es que uno no se lo imagine, y de hecho hay muchas filmaciones en cámara lenta sobre el crecimiento vegetal. No es mi desvelo recomponer ese momento que se va sin que, a los ojos, lo notemos. Hay otra cosa ahí. Hay una cuestión lógica, abstracta, que se abre allí sobre ese terreno. Una cuestión de ciclos, de vida y muerte, de tiempo que pasa, que no cesa de pasar. El “eterno río del devenir”, el instante, aquello en lo cual pasa la vida y la muerte, no puede pasar, justamente porque no deja de pasar, de hacer pasar. Pasado y futuro se confunden en este instante que es único y que es eterno, estableciendo entre sí re-envíos sin lógica secuenciada. Así en las plantas. Ellas, al crecer, viven y mueren a un mismo tiempo, lo que ellas van a ser está presente en el instante junto con lo que ya no son, como un movimiento circular pero perpetuamente desplazado, abierto. Si pasado y futuro no fuesen simultáneos, ellas no podrían “haber sido” nunca –¿cómo puede haber un pasado si ese pasado no es ya futuro, si no es ya otra cosa además de pasado?–, y sólo restaría considerarlas a partir de un estado fijo e inmutable cuyo movimiento tendría por único fin ser decadente. Pero todo esto es también lo que nos ocurre con la sombra y con el mar, que comparten con las plantas ese aire intempestivo que exhala todo aquello que nos recuerda una y otra


vez la irremediable contingencia de este mundo, ese aire de ese instante que se escapa sin cesar por tan pequeño y ligero, pero que extiende inmóvil largos brazos sin fin. Hay ondas, tiene que haber ondas por todas partes y en todas las cosas, pulsaciones que, en sí mismas, y considerando las cosas en movimiento, no van ni vienen, y ni viven ni mueren, sino que están siempre en el mismo “lugar”, habiendo empezado ya siempre, por tanto no terminando nunca, haciendo continuamente posible que las cosas vayan y vengan, vivan y mueran. Ellas se hacen cuerpo abriéndose, avanzan y se expanden abriéndose en sus puntas; una verdadera muchedumbre es la que va delante y avanza, una muchedumbre de lo más enérgica. (Ya la semilla misma alberga esa especie de pequeño gusano blanco con tres puntas, una para las raíces y las otras dos como esbozo de las dos primeras hojas –dos primeras hojas que, no está de más decirlo, son completamente diferentes, de otro tipo, de una tipo más general, que las hojas que vendrán luego, las hermosas hojas que son distintivas del cannabis y le pertenecen exclusivamente). De allí que, dada esta muchedumbre, si nos ponemos a revisar y observar con detenimiento esas puntas, sobre todo aquella primera y principal que está como a la vanguardia y cuyo transcurrir y desenvolvimiento le da a la planta esa forma como de pino, pero si tomamos una punta cualquiera y la abrimos con la pretensión de llegar hasta el final, de “deshojar por completo el capullo”, si nos hacemos de ese tiempo y de meticulosa paciencia tal pretensión se nos revelará inútil, pues no llegaremos nunca hasta el fondo, pues no hay allí ningún fondo ni ningún final sino solamente ese pequeñísimo abismo formado por puntas que contienen otras puntas que contienen otras a su vez, ese trayecto hacia lo cada vez más pequeño que parece no terminar nunca y que se abisma mucho más allá de lo que nuestros ojos puedan llegar a ver y nuestras manos manipular, en camino a lo infinito.

Siempre crecen por las puntas, y es por esto mismo que una punta contiene muchas. Así es cómo se abren en el aire: desplegando puntas que contienen otras puntas a desplegar. Por eso al podarlas puede pasar de todo. Dependiendo de si se las poda o no, y de cómo se las pode, es cómo irán saliendo sus puntas y qué forma concreta adquirirá la planta. Generalmente, si hay intención de podarlas, ya sea para que no estén tan visibles

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VIII Puntas y podas


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o para que resistan mejor el viento en la etapa de floración, o por la razón que sea, lo que se poda es la punta más avanzada, la que está a la vanguardia, es decir: la que está más cerca del sol. Ahora bien, como dije, puede pasar de todo. Al podarlas en las puntas, al podarlas por donde crecen, lo que se hace es multiplicar sus ramas, y según la poda que se haga, o la serie sucesiva de podas, pueden salir dos, tres, cinco, diez ramas distintas, diez trazos diferentes. Lo que parecía un pino, ahora no se sabe qué cosa es; su energía, la muchedumbre que envuelven sus puntas, se ha redistribuido por completo. Así pasa también no solamente que lo cortado se bifurca en distintas ramas sino además que la planta se ensancha, pues crecen más vigorosamente las ramas laterales –del mismo modo que, si se cortan las ramas laterales, se le da más ímpetu a la punta principal. También se les puede doblar la rama principal hasta dejarla en posición horizontal, atándola desde su extremo superior al suelo o a la maceta. ¿De qué depende la distribución de la energía de la planta? ¿De qué depende que crezcan más vigorosamente de un lado y no de otro? Indudablemente, de la distancia de las partes de la planta respecto al sol. Esto se pone en evidencia al doblarlas, pues al dejar al tronco principal en posición horizontal, al doblarlo hasta ese punto y dejarlo fijo allí, las ramas que estaban debajo y que ahora permanecen a un mismo nivel se desarrollan con más fuerza, al mismo tiempo que la punta del tronco principal redobla sus esfuerzos por llegar a la luz creciendo verticalmente desde la parte en que queda libre, sin atar.

Al podarlas sus posibilidades se acortan, y al mismo tiempo se acrecientan. El sentido de la poda, desde el punto de vista de las plantas y no de los fines que nosotros persigamos con ello, es el ser un obstáculo. Al podarlas les ponemos delante una especie de pared. Así es cómo se abren y cobran formas asombrosas, como si ese obstáculo las hubiese fortalecido, como si ellas encontraran el modo de sortearlo multiplicando los caminos. Es raro, muy raro esto de que cortándoles una punta, una punta cuyo extremo puede ser apenas visible, ellas redistribuyan su ímpetu por completo. Este simple no, este “de este modo no”, este obstáculo, esta pared, no les sustrae nada de energía, no les quita ímpetu, sino que las fuerza a abrirse y expandirse por otros lados, por caminos diversos, adoptando las formas más raras y


desconocidas, pegando vueltas imprevisibles, todo, como dije, por tener que sortear esta dificultad que se les presenta. En el cultivo del cannabis es de vital importancia conocer la diferencia entre plantas macho y plantas hembra. Yo creo que una fórmula simple para expresarla puede ser la siguiente: la psicodelia, la imaginería está en las hembras. Son éstas las que están abiertas a perversiones y transformaciones de todo tipo: en ellas pueden crecer monstruos. Los machos, considerados en sí mismos, son más bien inútiles, e incluso, hasta cierto punto, reemplazables por la práctica del esquejado. Las plantas macho están demasiado determinadas: tienen su polen, y nada más puede sacarse de ellos. En las hembras en cambio crecen al menos dos cosas diferentes: semillas y resina. Es como si en las plantas hembra la receptividad estuviese desarrollada hasta límites que las plantas macho no podrán nunca conocer. La receptividad, es decir, esa potencia sin igual que les permite albergar, transformar o hacer crecer dentro de sí sustancias con las que no nacieron y que no les pertenecen. No es que cualquier cosa sea compatible con ellas, que dejen entrar cualquier cosa, pero están abiertas, y esto es fundamental. En ellas se puede experimentar. Y ellas pueden hacer venir cosas lejanas. Por supuesto, las plantas macho se usan y sirven. Usamos su polen para sacar semillas, y son indispensables a la hora de intentar hacer otra variedad de cannabis. Pero ¿dónde se realizan las mezclas? ¿Quién recibe a los visitantes? ¿Dónde se fusionan y combinan las sustancias? Además, ¿qué se hace luego con ellos? Llegan incluso a ser una molestia… Yo creo que el sentido de las plantas macho tiene mucho de sacrificial: el acto de dar polen debiera ser en ellos el único gran acto, y luego morir, como pasa en algunos reinos animales. X Se viene un ambiente

Ellas se vienen, todo un ambiente se viene. El hecho de que aparezcan de la nada es de lo más fascinante; de la nada, dadas ciertas condiciones: no a partir de nada. Pero es así: vienen de “otro” mundo, como todos esos bichos… Es una ilusión pensar que aislando la planta se evitan los bichos: estos no se evitan, vienen con la planta, en las semillas. Porque lo que nace, al nacer una planta, lo que se viene y crece y apodera del aire es todo un

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IX Machos y hembras


pequeño mundo, todo un mundillo, no una planta. Por ello es que digo que los bichos vienen junto con ellas, en las semillas –y decir “en las semillas” no es más que un modo de decir.

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También los bichos parecen venir desde ningún lugar, todo un ambiente se viene desde un no-lugar. La prueba de ello es que se puede encerrar a la planta en un lugar hermético, y, siempre y en cuanto en ese lugar circule aire, para que crezca algo, en primer lugar la planta, por más que la encerremos allí aparecerán bichos; y todavía más, pues en esas condiciones, lo seguro es que aparezcan más que al aire libre. Todo esto indica además que el bicherío que con ellas viene no actúa ni se expande tanto por contagio sino dadas ciertas condiciones de surgimiento, ciertas conjunciones entre lo “interno” y lo “externo”. Una planta puede estar hiper-infestada y la de al lado no tener ni uno solo, o algunos pocos inofensivos; esa planta infestada puede tener un crecimiento de raíz más feroz y tupido y necesitar más agua o más tierra, o menos sequedad de ambiente, y por esto aparecen, por ejemplo, arañas rojas. Aquí, con esta planta, pareciera que lo que ha promovido esa aparición feroz de bicherío es la no-correspondencia o la incompatibilidad entre su interior y su exterior. El contagio sólo sirve como explicación si lo consideramos de modo secundario: se da cuando hay condiciones que lo facilitan, sino no pasa nada: cada planta pareciera ser a este respecto una mónada hiper-hermética, un ente “aislado”, con un devenir propio que la distingue del resto. XI Una planta de diseño

La relación del cannabis con la geografía tiene sus particularidades. No es, digamos, ese estilo de plantas con flores delicadas que nacen sólo en determinados ambientes, muy específicos. El cannabis crece en todo lado, puede hacerlo. Surgido, inventado en geografías inhóspitas, pero con ciertas necesidades de trópico, el cannabis termina creciendo en cualquier lugar donde haya sol. El cannabis es resistente, y sin duda esa cualidad ha posibilitado su sencilla domesticación, al hacer de ella una especie de planta super-adaptable. Tal vez nunca pueda saberse la cuestión de si las plantas se adaptan a las circunstancias o si adaptan las circunstancias a ellas, a sus necesidades. Esto dependerá, no se puede establecer


XII Brotes y raíces

Hay algunas cosas que pueden llevarnos a engaño: es lo que pasa, por ejemplo, con los brotes, esos pequeños y frágiles retoños que parecen ridículos y sin gracia ni potencia en relación con lo que anuncian, con la frondosidad que vendrá luego.

Hay brotes de crecimiento ultrarrápido; no digo que esto sea una ley, pero conviene desconfiar de ellos: suelen morir también rápidamente. Uno piensa que lo que va a venir es la planta más vigorosa de todas, y el brote no hace sino morirse a los pocos días, sin soportar ni un poquito de sol. Estamos hablando de la etapa más frágil de todas, donde más cuidado hay que tener y donde más engaños pueden producirse. Bien. Hay otro tipo de brotes que tardan en abrir y salir de las semillas y que una vez fuera parecen

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ideas generales sino ver cada caso concreto. En cierto sentido, cambiar las circunstancias es cambiar con las circunstancias. Sea como sea, y dejando abierta la posibilidad de una relación a-causal entre plantas y circunstancias, lo cierto es que el cannabis se adapta modificándose, a veces más, a veces menos. Es una planta muy “intervenible”, y continuamente se están elaborando, en laboratorios de todo tipo, nuevos diseños de cannabis adaptados a gusto de los usuarios y a las características climáticas de cada región del planeta. Tal como se produce y circula hoy, el cannabis es ya una planta de diseño. Pero este diseño puede verse sobrepasado en la práctica. Aquí puede, o no, surgir cualquier cosa, sobre todo si mantenemos por un tiempo, con semillas o con esquejes, a una misma generación de plantas. A mí algunas se me han vuelto autoflorecientes, otras me han sacado semillas sin haber sido fertilizadas, otras han cambiado la forma de sus hojas, otras se desarrollan más rápido o más lento, hasta los olores y los efectos pueden variar radicalmente. Como si hubiese un fondo del que ningún diseño puede sustraerse, un fondo natural, un instinto de cambio y devenir al que las plantas obedecen sin rebeldía y que adopta sus formas concretas según –aunque no necesariamente de acuerdo a– lo concreto de cada circunstancia. Todas las intervenciones y los diseños que se realizan con el cannabis tienen que tener este presupuesto para ser posibles, esa condición que da a diseñar y que las plantas utilizan por su cuenta, sin necesidad de la intervención del hombre, según las circunstancias, los problemas que se les presentan, las velocidades con que cuenten, etc.


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ir lento, muy lento, evidenciando un claro retraso de crecimiento en comparación con la velocidad media de desarrollo del resto de los brotes de la tanda. Pero, por raro que parezca, puede que sean éstos los que más fuertes y sanos crezcan, puede que una vez estabilizados sean frenéticos, rápidos entre los rápidos –el cannabis, ya dije, es una planta rápida. ¿No será justamente que lo que los hace más fuertes sea esa necesidad que tienen de hacerse fuertes –es decir: tienen necesidad de ser fuertes para crecer, y de allí que puedan hacerse fuertes? O de otra manera: ¿las plantas, para crecer lozanas, deben desarrollar sus propias resistencias, como si éstas en vez de debilitarlas las vivificaran? Digamos, entiendo que puede ser comparable a la crisálida; se sabe que si un tonto humano, al ver una crisálida saliendo de su caparazón, por la piedad y la lástima que le produce ese atormentado y extenuante acontecimiento, le ayuda a salir, esa crisálida no tendrá mucha vida: esa “ayuda” la ha arruinado… En cambio, aquellas que están solas en ese trance, cosa que, por lo demás, es ley y no excepción en la naturaleza, al menos en el mundo vegetal, las que deben usar en esa actividad toda la energía que son capaces de producir, incluso más de la que poseen –todo esto siempre es una locura–, aquellas que con un inmenso gasto de energía logran rasgar el caparazón que las aprisiona serán fuertes y sanas y bellas –serán bellas justamente por ser fuertes y sanas, serán bellas por su poder, aunque su apariencia repugne a los sentidos. Ya digo, no es una ley, pero conviene medir la confianza con los brotes ultrarrápidos: suelen ser los más débiles de todos, y hay que guarecerlos por más tiempo y no exponerlos al sol y al viento sino hasta muy tarde.

De todos modos, para conjurar el peligro de los brotes, el peligro de que mueran demasiado pronto, hay que estar muy atento a sus raíces. El crecimiento de las raíces es tan importante como el de sus hojas y ramas, y envuelve tanto o más misterio que éstas. Porque las plantas crecen hacia arriba pero mucho más hacia abajo, y porque para que la planta conquiste el espacio, para que crezca y se expanda y flote en el aire, sus raíces deben estar bien tupidas y desarrolladas.

Las raíces crecen con mayor velocidad aún que las hojas y las ramas, y son mucho más extensas que aquellas –yo creo que de ponerlas longitudinalmente la unidad de medida no sería el metro sino el kilómetro. Millares y millares de pequeños y suaves pelitos


Que las plantas echen raíces es de lo más importante, y también lo más difícil de seguir, pues trabajan en las profundidades, allí donde nosotros ya no vemos. Pero ellas sí ven, su tacto es visionario, y es por esto sin duda que son primeras en el desarrollo de la planta: son la parte más exploradora de ella. Cuando la planta está directamente en el suelo, la expansión de las raíces cala muy hondo y no tiene límites: ellas avanzan hasta donde pueden, y pueden mucho… Pueden perforar incluso piedras, o se bifurcan más aún y lo rodean todo abriendo vericuetos insospechados. Cuando están en masetas, en cambio, al llegar al final, cosa que logran muy rápidamente, al llegar al final y no poder avanzar más, comienzan a dar vueltas sobre sí mismas; y es que en cierta etapa de su desarrollo, sobre todo al principio, ellas están a todo momento y por todos los medios intentando salir del límite estrecho que les imponen las masetas: en cuanto agujero haya asoman y exploran el terreno –en esto se parecen a los roedores enjaulados, que están continuamente intentando conspirar contra el encierro que los postra. Cuando se les hace evidente –sin duda cuando comprenden– que la tierra ya no sigue por allí, o más bien que la humedad cesa, vuelven el camino andado y se enroscan indefinidamente, girando sobre sí mismas en círculos que arman sobre el redondo fondo de las masetas, sin parar de crecer y crecer, formando círculos y círculos y círculos… Por esto estése seguro de que cuando el terreno es ancho y basto, las plantas crecerán tanto como tanto exploren, desciendan y se abran sus raíces. Y la planta que en una maseta nos da cinco o seis cogollos, en pleno suelo nos dará quinientos o seiscientos. Lo que hubiese sido una enana blanca terminará siendo una galaxia entera. XIII Floración

Que una planta esté florando significa que está muriendo a mayor velocidad. Esto se nota con mayor evidencia a medida que la floración va avanzando, pero está presente ya desde el inicio.

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blanquecinos se dividen sin cesar y surcan la tierra y la van abriendo, hundiéndose de un salto en ella: en sus dominios no hay un solo casquito de tierra que no esté penetrado por ellas, y esto explica que a pesar de ser tan frágiles, contadas de a una, se aferren tanto y sean tan difíciles de arrancar, actuando en conjunto: si queremos arrancar la planta de raíz, toda la tierra vamos a tener que sacar con ella, y nos va a parecer que el entero suelo del mundo va a temblar antes de que una sola raíz ceda.


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En efecto, la planta tiene etapas distintas –brote, crecimiento, floración– y etapas dentro de cada etapa. ¿Y qué define una etapa?: velocidades diferentes, ritmos diferentes. No obstante, es difícil decir aquí “más o menos” velocidad, pues cuando las cosas van muy rápido las referencias tienden a diluirse y la comparación se hace imposible. Así y todo creo que ésta constatación es verídica: una planta que está florando es una planta que muere con más ganas.

En el inicio de la floración, uno, de ser ansioso, puede desesperarse, así de lento es el proceso aquí: los pelitos blanquísimos de los tricomas parecen aparecer uno a uno. Pero en verdad esto es una sensación del observador y no la cosa real, porque aquí, como todo en la planta, lo que aparece es siempre ya mucho, siempre ya simultáneo, y avanza no de modo lineal o progresivo sino, en todo caso, exponencial. Esto es lo que se evidencia en una etapa avanzada de floración. Y también allí, en la recta final hacia la muerte, cuando los cogollos aparecen frenéticamente tomando toda la planta, llenándola de pelos blancos, rebasándola, allí en ese momento en que las hojas se ponen amarillas y secan y caen, y las raíces dejan de crecer y los bichos abundan –poniéndolo todo en peligro–, allí cuando todo en la planta excepto sus flores se debilita al extremo, como extenuada y en trance de agotarse por completo, allí también se evidencia el vértigo y la felicidad de lo que muere dándolo todo, de lo que muere justamente porque está dándolo todo… Y digo felicidad, pues ¿a qué se debe sino ese exquisito olor que largan, ese aroma de los cogollos bien resinosos, tan al filo de la podredumbre pero también tan lejos? ¡A diferencia de aquel fortísimo olor a podrido que largan las cosas que mueren en la impotencia! ¡Cuán diferente es ésta muerte de aquello que muere frustrado o abortado! –como ocurre con plantas cuyo aroma exquisito degenera paulatinamente en fetidez al no ser fertilizadas. En la floración, al irse formando los cogollos, cuando éstos se van poniendo gordos y resinosos, las plantas comienzan a derramar cristales por todos lados. Como un dique que sobrepasa su capacidad, los cristales van cayendo y posándose en las hojas; por eso, cuando las cortamos, tenemos que tener en cuenta y dejar aquellas hojas que están llenas de cristales –estas hojas brillan a la luz del sol. Ahora bien: ellas eligen o seleccionan las hojas en las cuales irán a parar los cristales de resina. Son ellas las que hacen esa selección. No es por el viento que eso pasa. Tampoco


XIV Olores

Las hay con olor chillón, un olor que nos satura muy rápida y fácilmente, y las hay, mejores, con olor opaco, de penetración lenta pero persistente, como los buenos perfumes, a los que olemos tarde pero cuyo aroma nos persigue todo el día. XV Hablo de ellas en plural

Yo hablo de ellas en general, en plural; lo que describo es válido para todas y cada una –con sus ajustes precisos y sus manifestaciones diversas. Pero esto, entiendo, tiene como condición un acto epistemológico anterior, y es el haberlas podido llegar a conocer en su individualidad, experimentando, y luego agrupando y dividiendo, todas las series de datos específicos que cada una me ha dado: yo reconozco a cada una de ellas en sus olores, en el gusto al fumarlas, en cómo pegan, en el modo de

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es que los cristales van cayendo en las hojas más próximas a los cogollos. Nada de esto, no se trata de un puro mecanismo inerte. Ellas parecen desechar las partes muertas –las hojas más viejas, generalmente– y procuran que el derrame caiga en las partes vivas –las hojas más nuevas, generalmente. En las hojas viejas, o en las infestadas de bichos –generalmente las hojas más viejas son las que están infestadas de bichos–, es muy difícil encontrar siquiera un solo cristal de resina. Uno puede pensar que esto pasa justamente porque las hojas más viejas son las más secas y por lo tanto los cristales no pueden adherirse a ellas. Pero esto choca con el hecho de que hay hojas verdes y pringosas sobre las cuales no se ve ni un solo cristal, ¿por qué? Porque no obstante esas hojas pueden estar llenas de bicherío, o ser lo suficientemente viejas y primeras y a pesar de su verdor adhesivo estar más muertas que vivas. Otra prueba de que no se trata de un puro mecanismo, de que no se debe ni al viento ni al azar de la distancia –de lo que le toca en suerte a cada hoja–, es que los cristales, al derramarse, se adhieren no sólo a la parte superior de la hoja sino también a su anverso, y esa hoja, llena de cristales por arriba y por abajo, puede no obstante no dejar pasar ni un solo cristal a la hoja que está inmediatamente debajo de ella, incluso aunque estén pegadas y se toquen. Yo estoy tan seguro de esto que puedo darme cuenta qué hoja tiene cristales y cuál no, sin necesitad de podarlas a la luz del día para verlos; de hecho, aquí, como con otras cosas, trabajo siempre de noche.


crecer y de florar, sus ritmos, la forma de sus hojas, la agresividad de sus raíces… en fin: en la constelación dispersa y diversa de sus manifestaciones concretas e individuales, a la cual dividí y agrupé, formé, estableciendo cercanías y distancias. Pero ¿cómo se pasa de lo uno a lo otro? ¿Cuál es el criterio para saber cuándo se está en presencia de algo accesorio y cuándo de algo fundamental? Hay que buscar la intuición que las envuelve y recorre a todas.

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Este método, lejos de garantizarnos que no erremos –siempre estamos a punto de confundirlo todo, y no sé si podríamos proceder sin confundirlo todo–, tiene no obstante la ventaja de volver indiscernible la cuestión de saber qué de aquello que se encuentra pertenece a las plantas y qué a nuestra invención; así también, por tanto, lo que encontremos nos vivificará, pues servirá tanto para explicar a las plantas como para abrirnos a nosotros mismos un nuevo camino. XVI Silencio, contemplar, desarmar

Jamás les hablo, no me lo permito. Me basta el silencio para comprenderlas. A veces se piensa que hablarle a una planta es señal de co-penetración, de empatía. Para mí es lo contrario: si yo callo, ellas hablan. Por eso me limito a contemplarlas y desarmarlas. No necesito “comunicarme” con ellas: necesito que ellas me comuniquen algo. Entonces las abro y las rompo, para dividirlas en partes y ver cómo están hechas –así mis especulaciones son más precisas, tienen más agarre. Mis manos en este sentido están llenas de sangre, de sangre de planta. Además, al hablarles lo que hago es sólo reducirlas a mis formas, a lo que ya espero de ellas y que me surge espontáneamente; así, cualquier comunicación está ya abortada. Porque es el silencio lo que encierra la posibilidad de un lenguaje universal; tal lenguaje, tal entendimiento, solo es posible si es silencioso. Porque es en silencio que pasa aquello que dice cosas en todas direcciones. XVII Descentrarse

Yo aquí veo a través de ellas, sometiéndome a ellas para intentar captar su experiencia y hacerla mía. ¿Por qué es necesario someterme a ellas? Para descentrarme, para exigirme y ejercitar el descentramiento –bajo el presupuesto de que así puedo llegar a ver otras cosas, de que así puedo llegar a ver más de lo que veo. Y corriendo evidentemente más que nunca el riesgo de antropomorfisarlo todo, convertir todo


en una metáfora, de proyectar mi yo sobre todas las cosas –cuando lo que busco es que ellas proyecten sus “yoes” sobre mí, verme bajo su luz, absorber su luz. ¿Cómo evito este riesgo inherente? Siguiendo el filo de lo desconocido, confiando en lo que desconozco, sin intentar traducir nada. Si me someto a ellas, si las observo rigurosamente, es para ver más, para que con ellas choquen mis contrariedades y se disipen, y pueda quedar vacío, sin pensamientos propios, pero llenándome con los suyos –“absorber su luz”. Hasta tanto el cultivo de cannabis no se legalice, el grado de impunidad que se sienta es fundamental para cualquier cultivador. Sobre todo si las plantas están afuera, a la vista de todos, si no se esconde nada. Yo, a este respecto, he tenido mis altibajos. A medida que las plantas fueron creciendo y, por poner una medida cualquiera, pasé de tener una a tener veinte, ¡Dios, el mundo se me achicó por completo! Escuchen esta imagen, sino: es una hermosa tarde de verano y estoy sentado en el balcón mirando la única y primera planta que tengo, cortando hojas amarillas, buscando bichos, o lo que sea (boludeando). Al lado la vecina sale al balcón y riega las plantas, nos saludamos con una sonrisa; enfrente, a un lado y otro, salen personas a los balcones, algunas llegan a verme, yo sigo como si nada. No me preocupa que me vean, ni me lo pregunto. Con la vecina de al lado, apenas, pero no le doy demasiada importancia y me olvido enseguida de ella. Pero ¿con los de enfrente? ¡Qué va, si parecen tan lejos! Una ancha avenida nos separa, ¿quién va a poder ver que esta planta es de marihuana? Además, ¿quién las reconoce? ¿Esos viejos de setenta años que se la pasan regando? ¿Esa vecina depresiva que sale siempre en camisón a fumar un cigarro? Ni se me pasa por la cabeza nada de eso. Estoy aislado en mi mundo, olvidado del mundo, como los nenes cuando juegan; tengo una coraza que no deja pasar nada y me hace inmune. Ahora bien: unos meses después mi balcón está lleno de plantas y con un olor… Y en mí ahora la ancha avenida ya no es siquiera una pequeña vereda del centro, todos los edificios se me acercan, las ventanas de los edificios son ojos que pueden estar mirando en todo momento –las cortinas parecen moverse y delatar vigilantes vecinos detrás–; literalmente, los edificios se me vienen encima y me rodean demasiado cerca, todo se me acerca y los ojos abundan y me juzgan, viniendo de lugares remotos, ridículos… mi conciencia me atormenta, se pone en mi contra y me pesa y aplasta; pasé de la niñez a la paranoia, me siento expuesto a cada lado.

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XVIII Impunidad, inmunidad, inocencia


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Pero justo por eso lo más importante de la impunidad en verdad no está en relación con lo legal sino con lo sensible. Porque este miedo a caer bajo la órbita de la ley, si bien de modo no lineal, se abre y se extiende sobre nuestra sensibilidad, cobrando otros sentidos, más atroces; así, nos sentimos unos incapaces, y al querer avanzar en algo nos llenamos de pensamientos esclavos, pensamientos cuyo fondo de sentido dominante es el siguiente: tené miedo, no hagas mal. Una condición de esto entiendo es estar llenos de miradas “ajenas”, miradas que pretendemos benévolas y cálidas, a modo de aliento, pero que pueden ser por lo mismo jueces malditos que vienen a envenenar juzgando aquello que hacemos y amamos… el nombre del veneno se llama impotencia, y opera midiendo y juzgando logros personales, a partir de los cuales nos consideramos a nosotros como capaces o incapaces, culpables o inocentes; ese veneno, ese juicio tiene un efecto directo en la vitalidad: la aumenta de modo ficticio cuando nos susurra cálidas aprobaciones, y la desinfla irremediablemente como un globo pinchado cuando nos critica y castiga –ciclo que, éste último, al estar arraigado en el goce que nos produce el juicio y el castigo, puede devenir en una especie de vicio de autocastigo; con el globo desinflado el yo no encuentra consuelo, y en ciertas circunstancias puede terminar muy aferrado consolándose con el consuelo de no tener consuelo. Todo esto no es sino las vueltas por las cuales el miedo sobrevive en el juicio, gracias al juicio; no es sino los modos por los cuales permanecemos presos de nosotros mismos, centrados en nosotros mismos, girando sin cesar sobre esa nada que es el Yo.

Por eso, en el tratamiento con las plantas es fundamental poder desligarse en alguna medida de todo ese mecanismo maldito para poder ver cómo miran ellas, para ver desde ellas. Y es así que el sentido y la importancia de la impunidad en el cultivo de cannabis no sea ya simplemente el no tener miedo a la ley, sino más profundamente el de higienizarnos, es decir limpiarnos de pensamientos esclavos –tal vez, a fuerza de obedecer de modo implacable a otra voz, otra voz que tendremos que buscar y que tal vez ya hable y emita signos, sólo que de modo bajo e ininteligible, dejada de lado por nosotros, tapada por los estridentes gritos de otras voces.

No se trata de “sentirse impune” sino de volverse capaz de captar la radical inocencia que puede haber en cada acto de vida. Si hablo de impunidad creo que es porque me sirve para ver


mejor aquello contra lo que va la idea de inocencia: contra los pensamientos esclavos, es decir, todos aquellos pensamientos que nos enmarañan de miedo, interponiéndose con excusas –“que si esto, que si lo otro”– en medio de la prosecución de nuestros deseos. Esta inocencia se capta en las plantas. También en los niños, incluso –o tal vez sobre todo– cuando son crueles. Esta inocencia se ve por fin en los “grandes acontecimientos históricos”, o en algunas revueltas, momentos en los que determinadas miradas caen y que no carecen de ingenuidad, pues todo parece posible – aquí también, por lo demás, es todo un ambiente el que se yergue, que se yergue y que aísla el mundo en un instante de insensata intensidad. Tuve la primera planta y tuve que ir a ver los manuales: éstos me ayudaron mucho. Pero lo que me pasó cuando hice bonsáis es de lo más extraño: las intuiciones comenzaron a trabajar solas, sin referentes. Agarré unos plantines, y empecé a cortar. Corté raíces, y alguna que otra hoja. Cuando terminé miré por Internet: quería saber cómo se hace un bonsai. De la experiencia azarosa –como me pasó, que de golpe tenía una planta sin habérmelo propuesto– se puede ir a los manuales, y éstos pueden sernos de gran ayuda –yo me los he aprendido de memoria–, pero hay otra experiencia que comienza cuando nos olvidamos de los manuales y actuamos por instinto. Acá comienzan las pruebas, los errores, los aprendizajes. Por esto mismo no voy a decir que lo que yo hice coincidió con lo que vi luego en Internet… pero tampoco importa, quedémonos simplemente con el hecho de que pude intuir el cómo se hacía, que pude verlo, pues el experimento funcionó, fue efectivo –y que lo que hagamos con la planta tenga su efectividad es de lo más importante. Sí, lo intuí, y lo intuí a partir de informaciones imprecisas y fragmentarias, de noticias que hasta ahora no he sabido si realmente las he escuchado en algún lado, o me las inventé ahí mismo, en el mismísimo momento en que ensayaba el bonsái de marihuana. XX Ir de viaje: contemplar

Creo no haber tenido nunca lo que se dice una inquietud intelectual con las plantas, antes bien, todo lo que he necesitado averiguar y saber ha tenido siempre un vínculo práctico. No me ha interesado empezar por saber más de lo que la práctica me exigía; así

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XIX Bonsái de marihuana


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no obstante me he informado de mucho, he leído muchos manuales y como dije me los he aprendido de memoria. Pero en la práctica misma, en su desarrollo, en el involucramiento en ella, a medida que trascurrió tiempo, se ha abierto la posibilidad y ha surgido el deseo de un vínculo de otra índole con la práctica, a modo de una línea adjunta, de relevancia emocional y que no es sino el deseo de comprender o conocer –y ya no simplemente saber o informarme. No es que yo en un momento me propuse eso, me ví en eso una vez que ya estaba en sus dominios, quiero decir, en los dominios de ese deseo. La práctica misma, al exigirme esto y aquello, y yo corresponderle, se ha estimulado a sí misma, sobrepasándose y abriendo canales por donde mi atención se va a modo de un ocioso e inútil pasatiempo, canales poco prácticos, por así decir, pero no sin relevancia especulativa, canales que son como el otro lado de la plantas y en los que mi atención se bifurca inmóvil, contemplativa. Constatar en ellas algún mínimo indicio, algún presentimiento de esta otra parte, esta presencia de otra-cosa-además, este otro lado que las abre a cada lado, no sólo nos da un goce indeleble sino que, llegado el punto, termina por resultar necesario. Porque para que yo pueda conectar con ellas, ellas tienen que conectar con otra cosa.

Las plantas han comenzado por darme, o por hacerme reencontrar, una certeza práctica, fenoménica, la certeza de un rayo de sol en la piel, de la lluvia en el rostro –también, de la herida que sangra. La tautológica certeza de que se vive, que se camina, de que se está en lo cierto: la certeza del no pensar –aquella que poseen los niños. Esta certeza significa que el hecho de existir ya es suficiente, ya es bastante, es ya mucho –un rayo de sol basta para justificar estar vivos. Pero esta certeza, esta plenitud, este amor, no deja de ser de carácter esencialmente incierto: sabemos que es, pero no sabemos qué es. ¿Qué significa esta “certeza fenoménica”? Significa que la duda debe estar en el espíritu, no en el cuerpo. Quiero decir que hay que poder identificar el tipo de duda, el tipo de vacilación, hay que poder ver cuándo es una duda del cuerpo –un querer a medias, una dificultad para soportar el miedo, una debilidad subjetiva– y cuándo del espíritu –una aventura de conocimiento, una presencia incierta en las cosas. No dudar de la realidad, sino ir tras ese lado por donde la realidad –su estatuto– desaparece, dudando ella misma. Significa también que el conocimiento tiene como presupuesto al


amor –presupuesto, no causa. Y que el objeto de ese amor no está. Que es nadie; quiero decir: que es ya mucho, no que es nada –y por eso también hay que despejar ese amor, ver qué de todo eso que es mucho puede seguir siéndolo, hay que seguirlo y limpiarlo, pulirlo, seguirlo y vaciarlo lo más posible y cada vez más de toda falsedad, de todo prejuicio, sobre todo ir, seguir yendo tras eso que es amor y que ya viene detrás y nos impulsa.

Hay un tacto espiritual que nos hace avanzar a ciegas y nos pone ojos por todos lados. Pero esos ojos no nos miran, más bien nosotros miramos desde ellos, al volvernos ellos. La observación de las cosas necesita abrirse a la contemplación, ser abierta por la contemplación, y contemplar implica algún grado de ceguera. Si yo me someto a ellas, si las observo rigurosamente, es para ver otra cosa que lo que veo, aquello que está y no está; sometiéndonos a su superficie, recorriéndola, se comienza por ver cosas extrañas, signos ambiguos. Pero luego también, junto con estas cosas extrañas, al lado de estos signos que son pregunta y que son pared, aparecen puertas y túneles, que no son sino otros signos que dejan entrever algo que es otra cosa a su vez, alguna otra cosa que pasa en algún otro lado, otro lado ahí, ahora, al lado, otro lado que es abierto por el trabajo espontáneo de la contemplación intuitiva, la cual reniega de los ojos para ver y de las manos para alcanzar y tocar.

El límite de la observación es que de este modo sólo se tiene una relación de exterioridad con aquello que se observa, y nos insensibilizamos de entrada ante cualquier fenómeno –siendo la contrapartida de esto la afectación sentimentalista, la falsedad expresiva dada justamente por esta relación de exterioridad con que vemos y sentimos las cosas del mundo, de la vida; en verdad, aquí, en esta frigidez de sentimiento, en esta inconexión con el mundo, se encuentran siendo de la misma esencia tanto la frialdad cientificista como el sentimentalismo del poetastro. Porque para poder ver el fenómeno, éste o alguna parte de éste debe

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Certeza corporal, duda espiritual: así, toda decisión se expone al riesgo. Así celebramos bodas con desconocidos. Nos dejamos ir, seducir, por un olor, una onda, por una promesa informe, o una voz que no entendemos pero que suena y llama y que también exige. Sólo haciendo la experiencia podremos ver adónde y con quién vamos, con qué cosa, con cuáles muchedumbres, con cuáles mundos nos hemos esposado al partir.


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poder volverse indiscernible de nosotros mismos, debe poder continuarse dentro nuestro, así como nosotros en él; así lo abrimos y nos abrimos, desarmamos y nos desarmamos, interiorizando –reteniendo– la vida que bulle fuera y dentro. Espiritualizar el fenómeno, poder llegar a una certeza telepática. Certeza que no necesite ojos para ver ni manos para alcanzar y tocar. Todo esto me da pie para reírme de este neo-hipismo contemporáneo, esta especie de neo-naturismo progre que hace su excursión a las montañas para ver las estrellas y quedar fascinado y sentirse pequeño ante la inmensidad del Universo. Me río de ellos, de toda esa sensibilidad que pretende conectarse con la naturaleza admirando los objetos que están a su alcance, en su campo visual. Yo a esta experiencia le opondría la experiencia copernicana, siendo que me parece bastante verosímil la suposición de que Copérnico, cada vez que miraba al cielo, cada vez que observaba el firmamento, lo hacía para ajustar su delirio, su pensamiento intuitivo, para que el delirio que estaba viendo tuviese más agarre y fuese más preciso o más concreto; y ¡ciertamente!, aquel hombre no pudo haberse sentido pequeño sino justo lo contrario: gigante es como debió sentirse, pues su alma se tuvo que haber erguido por encima del Cosmos para poder ponerlo todo en perspectiva.

Lo cierto es que a mí ya no me basta mirar las estrellas, me aburre. Claro que puedo mirar un ocaso, y el cielo que amontona nubes y anuncia tormentas me atrapa de inmediato, pero este placer exterior se añeja demasiado pronto si no quedo absorto, pregnado, como en trance. En vez del deleite de mirar hermosas estrellas titilando de noche, debiéramos buscar viajar hacia ello y ver qué nos informa, qué noticias trae consigo, en nosotros. O sumergirnos en las plantas y desde ellas buscar el cielo, el cielo que se abre al ras del suelo, siempre más acá y más allá de todo firmamento. XXI Final

Todo lo que esta experiencia con el cultivo de cannabis me ha abierto permanecerá abierto para siempre, lo sé, lo siento: sea lo que sea, no tiene vuelta atrás. Es decir que volverá, que no saldré nunca de allí, o que saldré innumerables veces. Por otro lado, sé también que para cultivar cannabis éste es sin duda el manual más inútil que pueda leerse. Me he ido por las ramas inmediatamente. Creo que lo que he terminado por constatar son invalorables


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lecciones éticas en las plantas. También me han abierto todo un campo, todo un mundo lleno de promesas, promesas de tierra virgen y travesías que corran el horizonte. Finalmente, creo que lo que este manual aporta es una experiencia de lectura, la experiencia de un lector, o un modo de leer. Pero de seguro nada o casi nada que ayude a cultivar cannabis. Y aprovecho para decir y terminar que no recomiendo el cultivo de cannabis. Si sos fumón, y querés tener un montón de plantas, hasta el punto incluso de poder vivir vendiendo, tené cuidado: para cultivar hay que estar preparado. De lo contrario, puede ser una bomba en manos de un idiota.


C

¿Cuáles son tus muertos? ¿Con qué muertos cargas? Cuando es de noche, tal vez no haya muchas más preguntas. De todo lo que crees ser, ¿qué ha dejado ya de ser? ¿Qué, lo que ya no puede ser? Morir uno mismo aplastado por el peso de los muertos. Morir lo más prontamente posible para que lo que quiere vivir en ti no muera a su vez. ¿Por qué el miedo ante esto? ¿Será por no tener allí ninguna garantía? ¿Por presentir ese borde que tambalea? Pero, ¿garantía de qué cosa tienes hoy? Y ese mareo que te viene a veces, ¿qué es? Piensa, cargar con muertos es dejarse morir en vida. Algo obra en nosotros, a pesar de nosotros, en contra de nosotros, sobre el filo de nuestras acciones, en nuestro otro lado. Has tenido tu tiempo, un tiempo en que aún sentías, en que podías aprisionar, retener intensidades. Y luego todo se fue (¿dónde, cuándo, cómo?), quedando sólo las rejas, como vestigios, y tu corazón como canasta vacía y agujereada, sin nada que dar, sin poder recibir. Ahí, justamente ahí campeó la noche, tu desolación, tu desesperación, que es mía y nuestra. Ah, pero no llores amigo, no llores amiga, sólo has cambiado y no te has dado cuenta, la noticia aún no te llegó. ¡Escucha! Escucha tu cuerpo, escucha tu corazón, ¿ves que se inquieta? ¿No se mueve en la noche? Sigue a tu cuerpo, sigue a tu corazón, intenta ver claro, ¿no ha rajado ya la celda, esa a la que tanto te aferras? Los barrotes sólo son fantasmas ahora, son los muertos a los que no sueltas; ¿qué sueño te retiene? ¿Qué vana esperanza? ¿Qué historia enreda tus manos y no quieres soltar? ¿En qué te detienes? No hay nada, ya no hay nada allí. Tu cuerpo ya no pulsa en ese lado, tu cuerpo desobedece. Tu cuerpo aún resiste, ¡es una buena noticia!, por eso el suelo agrietado, por allí se escurre y se va, no deja de irse, y con él tu vida, tu vitalidad, tu amor, tu paz... Síguelo un poco, ¿no sientes volver el amor? ¡Deja ya las ruinas!, deja ya tu casa en ruinas. Algo ha cambiado, algo ha hecho ya mucho trabajo en tu lugar, en tu otro lado. Deja esa cáscara vacía, deja el agujero en el que te has convertido. Sal, suelta, salta, camina, no dejes de moverte. Deja tu amor, él te ha dejado ya a ti.


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