COLECTIVO CONTRAMAR
VOLUMEN 1
CONTRAMAR – 1
BUENOS AIRES ABRIL 2012
ÍNDICE Editorial / Convocatoria
Cuentos
Exorcización Si llegaras, te lo lamerías Conversación en la sala El secretito Diario de mudanza Nuestra casa Dos palomas torcazas caen Problemas limítrofes Garrotera
Ensayos
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Contramar, contra el ahogo Sobre la producción
Entrevistas Sr. Tomate en el Moyano Puro circo
Fertilizantes Nueva Roma El rock no es ideología Conclusiones fuera de tema
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Los textos, el diseño y la edición de este volumen fueron trabajados por COLECTIVO CONTRAMAR. Las imágenes de tapa y contratapa son de Belén Tagliabue. Agradecemos las ilustraciones de Luciana, Lorena y Belén, y las fotografías a Leandro. También a Sol, por enseñarnos a editar. Se puede acceder al material de esta revista en: http://www.colectivocontramar.blogspot.com Contacto: colectivocontramar@gmail.com Editor responsable: COLECTIVO CONTRAMAR, Av. Juan Martín de Pueyrredón 1132, dto 58, CP: 1121, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
A contramar
EDITORIAL / CONVOCATORIA
«No trates de dar con las razones por las cuales yo te simpatizo a ti; por este camino sólo encontrarás razones intelectuales, justificaciones. ¿Por qué no dejas mejor que nuestra amistad demuestre cuales son?». Patricia Highsmith, Un juego para los vivos.
Todo esto no es más que un ensayo, una tentativa, un esbozo. Se trata de buscar y ejercitar, y permanecer. Pero ¿qué se busca, y qué es buscar? ¿Qué se ejerce, y qué es ejercer? ¿Qué es lo que permanece, en qué consiste permanecer? Más allá de los postulados y declaraciones que podamos dar, nos preguntamos por el sentido que recorre a este proyecto que es Contramar. Y el sentido se dice de muchas maneras, y sirve siempre para muchas cosas, pero en él no deja de asomar algo que todavía no lo tiene o no es sentido; de allí el que aquí no dejemos de movernos entre sombras. Tenemos algunas preguntas abiertas y respuestas parciales. Tenemos también entonces una tarea por delante, una tarea que no está incompleta sino más bien por realizarse. Llamamos a esta “editorial” EditorialConvocatoria. Podríamos haberle puesto también Invitación. ¿A qué convocamos? ¿A qué invitamos? A trabajar, no a publicar. Somos un colectivo de trabajo, no un comité editorial. No queremos que se nos envíen trabajos: queremos tiempos y cuerpos –en verdad, de modo más preciso, un poco de sangre es lo que queremos. Nosotros invitamos a atravesar un proceso. Y todo esto por al menos dos razones. Una primera que podríamos llamar político-filosófica: entendemos que las finalidades del colectivo no pueden establecerse en una instancia desprendida del
proceso de producción; para nosotros los fines son inmanentes al proceso, o son abstractos. Una segunda afectiva: queremos evitar todo lo que deserotize las prácticas, es decir: todo lo que debilite el pensamiento. Y la burocracia deserotiza y debilita. La burocracia es un modo de relación social frígido. La publicación no pretende ser y ofrecer un producto acabado, ni producir ningún efecto concreto: ni vender ni convencer; acciones, por otra parte, que no dejan de señalar una misma estrategia. Tampoco se trata de dar herramientas para interpretar nuestra “compleja realidad” –no puede aplicarse lo que no encaja, y pensamiento y realidad no encajan nunca–, ni de intervenir en el escenario actual inyectando dosis de opiniones contra-hegemónicas1. Intentamos ante todo estabilizar ciertas condiciones que nos permitan pensar: Contramar quiere ser una experiencia de pensamiento. Pero pensar cada vez se nos hace más una cuestión de supervivencia, y menos cuestión intelectual. Pensar es cada vez más una necesidad. Sobrevivir no es adaptarse: se trata de instituir. ¿Quién quiere sobrevivir? El cuerpo desconcertado ante el mar y que acoge su llamado, preguntándose: ¿cómo atravesarlo si no se tiene aletas ni escamas ni se respira bajo agua: si no se tiene lo necesario para hacerlo? ¿Haciendo como si fuese un pez? Más bien formando un cuerpo nuevo, compuesto por brazadas y músculos y nervios sí, pero también con pedazos de madera y mar, de cielo y vientos. Sobrevivir no es ni adaptarse ni progresar ni querer salvarse. La pregunta por la supervivencia cobra vida y sentido si se la vincula al problema de la vitalidad del cuerpo social, del nosotros. En Contramar no tenemos sueños para comunicar: buscamos los vientos. Las búsquedas personales, los sueños a realizar –al estilo de los más estúpidos programas de televisión– no son
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«Llevo mucho tiempo luchando por decirle adiós a algo, y esta lucha es lo único que de veras importa. La historia no está en las palabras; está en la lucha». Paul Auster, La habitación cerrada.
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más que narcóticos, que aplazan y calman y dan dulces sueños. Pero donde yo quiero estar, es lo que no interesa: ya no nos colman esas drogas palaciegas –ya estamos demasiado enfermos para ello. Hay que poner el ancla en el proceso y no sobre el objeto, sólo así se sale de esas habladurías. La verdadera búsqueda no puede tener objeto, pues de ese modo no se busca nada que no esté ya dado: así sólo se quiere llegar. Más lejos estamos de todos modos de buscar por buscar, como si dijésemos: por el mero placer de. Así no haríamos más que abandonarnos a las propias pasiones, y nosotros queremos evitar estar a la deriva. No se trata de hacer zapping ni abandonarnos a lo que cada momento dicta el sentimiento. El aburrido busca por buscar, pero el necesitado busca para dar con algo. Y si es verdad como suele decirse que siempre se da con aquello que no se buscaba, no menos lo es que se busca aquello que no se da, que no es dado. Y cuando no hay rostros el placer hiela; antes que abandonarse a las propias pasiones, seguir el hilo frío de aquella pasión que se desconoce a sí misma. Capitán busca los vientos antes de llorar, Capitán conserva el rumbo antes de soñar. Ni soñadores ni aburridos: necesitados2. Tampoco vamos a dar aquí una justificación política para la revista ni decir que así hacemos política a nuestro modo. Necesitamos ir despacio. Necesitamos ser menos declaracionistas – menos opinadores, menos periodistas, menos comunicadores. No hay aquí en este Volumen 1 opiniones ni posicionamientos contundentes y rimbombantes; lo cual no quiere decir que no tengamos opiniones y posiciones tomadas sobre diversos asuntos ni que desalentemos desde el vamos cualquier producción futura sobre problemas más específicamente políticos. No: ni nos queremos libres de posiciones políticas, ni cerramos los caminos. Pero hay que aprender a ir lento cuando se intenta pensar, y la urgencia declaracionista impide pensar. Las ansias son malas consejeras: su desesperación lo marchita todo prematuramente, pues todo quiere colmarlo de una vez y para siempre. Hay cierta militancia política que padece la ansiedad hasta la impotencia; lo quiere todo de un golpe –y no excluyamos del todo aquí a los progresistas–, y por eso el Estado es su principal y exclusivo objetivo, y el panfleto el medio preferido. Esta ansiedad es la del sistema, es la que impone la inmediatez del sistema. ¿Qué dice esta ansiedad? El tiempo se va y nada pasa, dice, ¿por qué no
calmas la desesperación de tus ojos saltando por encima de él? ¿Para qué dar vueltas inútiles que no te llevan a nada y que nada cambian? Mejor ir al grano y engañar al tiempo, así dejará de oprimirte. Mejor calmar la desesperación que habitan tus ojos con una imagen redentora para el futuro, y una idea bien tangible para el presente. No nos vamos a sentar a esperar, no se trata de esa disyuntiva. Más bien vamos a oponer al cuerpo ansioso el carácter de la revista como una cosa inútil, una pérdida de tiempo. Esto ya tiene que quedar claro: no se trata de hacer por hacer ni buscar por buscar. Es cuestión de velocidad: hay que aprender a ir lento si se quiere pensar. Y hay que evitar justificarse si en verdad se pretende algo más que parches; así la desesperación se cuece a fuego lento y madura muy despacio, y trabaja incesante por zonas oscuras. Pensó que ahora o nunca, pero no había ni un asomo de urgencia en su pensamiento, sólo una compulsión silenciosa. A los ojos desesperados y ansiosos le oponemos el rostro rígido de quien no busca consuelo ni calma, y se da a perder y da a perder sus ideas, y comienza sobre todo por sacarse de la cabeza ilusiones rápidas –banderas más heladas flamean en su corazón–, pues ya no pretende redimir este presente en un futuro mejor, sino todo futuro en este presente. Pensar es una cuestión de ejercicio. Pero el verdadero ejercicio empieza cuando se está imposibilitado. Nos dimos cuenta tarde: quisimos salir a correr y advertimos con horror que nos faltaban las piernas. Entonces empezaron los problemas: ¿cómo proceder? Ahora para nosotros ya no se trata de esfuerzo sino de necesidad: actuamos bajo coacción, no por libre arbitrio. No debe sorprendernos que las personas amputadas sean espíritus feroces y aguerridos: los arrastra una necesidad, deben correr con el alma y pensar con el pedazo de cuerpo que no tienen. No, ciertamente ya no queremos correr: ahora tenemos que pensar cómo caminar, cómo dar el primer paso. El problema del verdadero ejercicio es el siguiente: se trata de adquirir un dominio sobre aquello que no se tiene ni puede tenerse. Establecer un dominio sobre aquello que, a decir verdad, no cesa de desbordarse a sí mismo, y nos subyuga por principio y por esencia. Se trata de un aprendizaje. Aprender no es ejercitar –esfuerzo–, más bien
Contramar intentará instituir una experiencia de pensamiento. Y parte del siguiente supuesto: no están dadas las condiciones para pensar. El pensamiento se disuelve en lo dado, y hay que garantizar las condiciones de su emergencia. Y las condiciones de emergencia del pensamiento son materiales: no estructurales sino afectivas –y afectivas no quiere decir sin relaciones de fuerza y de poder. Hay que forjar otra afectividad si se quiere atravesar una experiencia de pensamiento –y forjar quiere decir más martillar que representar. Las condiciones dadas impiden pensar: los trabajos que hacemos para garantizarnos la subsistencia nos impiden brutalmente pensar, pero también el aula impide pensar, los comités, la dinámica de los papers, etcétera; todas tareas demasiado útiles, racionales y capitalizables. El pensamiento para emerger necesita otro tipo de gasto, un gasto inútil, ocioso3. Para poder pensar hay que ir contra lo dado: no contra la corriente, sino contra aquello que disuelve el pensamiento, que lo debilita. Y nosotros en tanto sujetos también somos lo dado –aunque no hayamos sido simplemente dados, pues hemos tenido que constituirnos primero–; deberemos ir pues contra nosotros mismos. Es la única forma de permanecer, pues permanece aquello que es capaz de volverse contra sí: el pensamiento permanece, no los sujetos. Todo esto como se ve no es necesariamente una experiencia grata: la dicha no es una cosa alegre.
No se trata de progreso intelectual, se trata verdaderamente de componer otro cuerpo, otra afectividad: deshacernos de nuestras pasiones y modos de sentir. El pensamiento desde el punto de vista estético debe hacer emerger otro cuerpo. Condición y efecto del pensamiento: eso es el cuerpo. El cuerpo es el campo abierto donde se juegan todas las batallas habidas y por haber: campo, no carne. El cuerpo es relación, nosotros sensible, cuerpo social, intercuerpo, cuerpo de la Tierra, cuerpo sin órganos. Hay que forjar otra relación social para pensar. ¿Cómo puede ser que lo que es condición sea al mismo tiempo efecto? Se trata de proceso, no de tautología. Siempre hay algo que ya nos lleva con él incluso antes de que lo veamos: algo ya ha empezado siempre. Pero el proceso es proceso de diferenciación continua, incesante: aún está por hacerse. No se trata de algo incompleto pues no hay ninguna completitud siquiera ficticia o ausente que actúe como marco de referencia4. El proceso se referencia en sí mismo: es injustificable. E inconcluso: sin principio ni fin. Pero entonces ¿cómo se establecen las condiciones para atravesar la experiencia? ¿Bajo qué criterios? El criterio para establecer las condiciones –los modos de trabajo– es afirmar el proceso. El proceso está abierto: deben estarlo también las condiciones. Del mismo modo nuestra propuesta está abierta, pues el cuerpo está por hacerse –no vamos a cerrar los caminos a ningún interés; esto no es, por ejemplo, una revista de literatura. Se trata de lanzar una propuesta que sea susceptible de ser corrompida, que pueda soportar e incluso estimular su corrupción. No se intentará establecer un control sobre lo que se propone. Las propuestas más interesantes y duraderas son aquellas que pueden ser desguasadas. Cuando volvamos a tirar los dados, es probable que todo vuelva a cambiar. Pero a ese tipo de propuestas hay que garantizarlas. Esto significa que hay cuestiones muy precisas que no vamos a permitir: si la propuesta deviene comité editorial ya no se corrompe sino que para nosotros muere. Además, como el cuerpo no nos pertenece –pues él es el privilegio de cualquiera–, nos creemos iguales, no uno respecto al otro, sino todos
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todo ejercicio debe realizar un aprendizaje, establecer un dominio. Aprender no es adquirir un capital: es atravesar un proceso. Y dominar no es poseer: es liberar. Y, a decir verdad, se es tan amo como esclavo: cuando la precaria balsa logra finalmente establecer cierto dominio sobre el ancho y vasto mar, no lo ha hecho imponiendo una forma sobre él –como si el mismísimo mar pudiese ser negado y subyugado– sino leyendo y sometiéndose a los vientos y las olas, las mareas, el sol, etcétera: leyendo y sometiéndose y hundiéndose en el conjunto de sus condiciones no, ciertamente, para aceptarlas sino para verlas en algún modo y por algún lado liberadas –el mar se descubre potencia energética, y se descubre mar–, liberando al hombre de sus condiciones de partida. Esto es un juego monstruoso, pues nada está garantizado. Y de nunca acabar –y más viejo que el hombre.
nosotros desde el punto de vista del cuerpo. El mando por tanto no puede establecerse de hombre a hombre sino de todos los hombres respecto al cuerpo. Y hay una relación directa de todos para con el cuerpo. No habrá jerarquías demasiado humanas aquí. ¿Podremos sobrevivir nosotros? Quién sabe: la precaria balsa está llena de agujeros y parece a punto de hundirse completamente. Hay que tener cuidado, hay que ir despacio: todo puede irse al garete. Arrancamos, y todavía es de noche. Colectivo Contramar Abril 2012
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Notas 1. Todo lo anterior no significa que nosotros pensemos que no hayan aquí cosas que puedan servirles a otros y otras independientemente de su participación en el colectivo, ni que la receptividad nos sea por completo indiferente y no nos importe los sentidos que puedan abrirse con la lectura de la revista –lo que sí no nos moviliza en nada es la pretensión de controlar esos sentidos; pero esto ya es otra cosa. Sólo intentamos ir despacio, evitarnos algunas trampas, orientarnos. De producir algo en otro u otra, para nosotros, de todos modos, lo ideal sería producir silencio. 2. Este párrafo es un homenaje, y un festejo, por demás humilde y parcial a la memoria de Luis Alberto Spinetta. 3. Que no tiene nada que ver con el gasto inútil propuesto por ciertos consumos. Lo inútil del consumo se deshace y no puede proliferar; hay que considerar al gasto inútil de otro modo: como preparando en sus sombras una verdad, es decir: aquello que prolifera. 4. Hay que tener un poco más de cuidado con levantar como bandera el carácter “fallido” de la existencia social, hay que dejar de vivar tan livianamente la “incompletitud” –la imposibilidad de la existencia, en última instancia. Hay que tener mucho cuidado con plantear así las cosas, porque no se hace sino expresar como saludable y estructural aquello que en verdad es un claro síntoma de una sensibilidad más bien enferma. Entendemos que no se hace más que expresar la sensibilidad de época como trono desde el cual se miden las cosas. Al manco, al amputado, por ejemplo, no le falta nada ni está incompleto: ésta es al menos una lectura que se puede hacer. Si concebimos su situación como falta no hay lugar más que para la nostalgia y la reparación: el lamento y la angustia –y lo que sale de ello es una canción a lo Joaquín Sabina. Esta lectura no produce más que debilidad, y es carne de cordero para los vendedores de humo. Pero si en vez de referenciar su situación en la falta la intentamos pensar en lo que tiene de inédito la lectura ya no puede ser reparatoria, y lo que tenemos en su lugar es que el amputado no se enfrenta a una falta sino a una nueva exigencia, y que se encuentra incluso –¿no es cosa de locos?– desbordado por la situación; debe realmente fabricarse otro cuerpo, no sustituir al anterior.
CONTRAMAR – 7 Ilustración: Lorena Rígano
Exorcización
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Dino Schwaab
Cuando Lorena se fue las paredes de casa quedaron desoladas. Los cuadros y espejos removidos –ella amaba esos espejos– dejaron marcas notorias, aquí y allá los clavos que los sostenían, y las manchas de nicotina se hicieron bien evidentes en chorros de un color y espesor similar al de los mocos cuando se está enfermo. Y así con todo. ¡Qué poco tenía mío! El baño se despobló de un golpe, las cremas para no sé cuántas cosas se esfumaron y apenas quedó allí, entre muchedumbre de mohos, un shampoo y un jabón a medio usar. El ropero de la pieza también vacío completo, y, en fin: así fue con todo. Nos abrazamos antes de bajar a la calle, luego la acompañé a tomarse un taxi y allí nos despedimos con un beso. Antes me había pasado el nuevo número de teléfono, pero no hemos vuelto a hablar desde entonces. De esto hace ya tiempo.
guante lo tuve que tirar, estaba percudido de grasa. Además estaba muy gastado y no tenía sentido seguirlo usando: no aislaba ya el calor. Me quemaba. Me resistí un largo tiempo a tirarlo, de todos modos. Pero hay otras cosas que ella trajo y que aún siguen. Por ejemplo, el especiero ese que compramos. Yo nunca había usado un especiero, siempre tuve los condimentos en la bolsa de plástico en que vienen. Pero Lorena lo trajo un día y de golpe lo había instalado en una pared de la cocina, bien a mano. Ya que te gusta tanto cocinar, me dijo. Esto te va a facilitar las cosas, vas a ver. Pero además, me dijo, además cuando cocines te va a dar alegría, ya vas a ver. Vas a cocinar con más amor. Y tenía razón. El especiero ese me aliviana la idea de cocinar, e incluso cocino más seguido.
En un momento comencé a sentir que había demasiado, y le decía que teníamos que limpiar y tirar, que si seguíamos así en poco tiempo no íbamos a entrar siquiera nosotros. Tenemos que hacer una limpieza general, le decía, tenemos que deshacernos de algunas cosas. Ella estaba dispuesta a eso; hay que renovar, decía. Pero nunca hicimos ninguna limpieza ni ordenamos nada, nunca hicimos una limpieza general. Ella avanzaba por partes, acomoYo ya me le había quejado algunas veces, pero daba un poco lo necesario y ahí mismo mandaba en tono de broma, por el hecho de que llenara el otra cosa. Yo no podía oponerme a eso. Y además, departamento con un montón de cosas; todas in- las limpiezas generales no existen. útiles, además, a mi entender. Porquerías, vamos a decir. A medida que pasaba el tiempo Lorena paPor ejemplo: fue ella quien comenzó a traer recía engordarlo y henchirlo de tal modo que no plantas. Mi departamento tiene un balcón, y al modejaba de sorprenderme. Siempre había algo más mento en que Lorena se vino a vivir ese balcón no que ella podía hacer entrar y acomodar. En un mo- tenía nada, literalmente. Recuerdo que fue una hormento tuve la sensación de que el departamento iba tensia. Cuando la trajo esa planta estaba hermosa, a reventar, literalmente. Yo veía a las paredes do- estaba en una maceta cuadrada y espaciosa, estaba blarse redondas, las sentía respirar con dificultad. robusta y llena de flores. Ella adoraba esa planta. Pero ella siempre se las arreglaba para acomodar Después trajo una margarita, después una roseta, todo y hacer entrar algo más. No era que a mí me después no sé qué más, y así. En un momento quimolestara particularmente eso, yo mismo le había so alguna planta más aromática y trajo rudas. Pero dicho cuando vino a vivir: hacé lo que quieras, a mí lo que más le gustaban eran las flores. Yo le decía la decoración me da igual. que traiga otras plantas, porque en el balcón da sol todo el día y esas que ella traía se marchitaban y Pero no era sólo decoración. Un día trajo un deformaban al poco tiempo. Comprá un aloe vera, guante tipo manopla de esos para la cocina. Yo al le decía, comprá un cactus. Un día intentamos imprincipio me reía sinceramente cuando la veía usar- provisar con unos cartones; si el problema es el sol, lo; lo veía exagerado, inútil. Para qué ese guante, dijo, entonces con esto lo tenemos que solucionar. le dije cuando lo trajo, si tenemos el repasador que Atamos con hilo los cartones a las rejas del balcón puede cumplir la misma función. Luego lo terminé y pusimos las plantas allí, a la sombra. Creo que no usando más que ella. Un guante de esos en la coci- pasaron dos días que ya estaba todo destartalado, na es muy útil. horrible. Tuvimos mala suerte pienso yo, porque hubo días de viento y lluvia, ¡pero cómo evitarlo! De hecho, cuando se fue no se llevó todo, y mu- Todavía cuelgan algunos hilos de esos por allí. chas cosas que ha dejado aún las sigo usando. El
gunas cosas. A ella comenzó a molestarle que yo dijera eso, y creo que no sabía por qué. Yo tampoco, a decir verdad, hasta que un día entendí que la relación estaba muerta, acabada, que estábamos cansados el uno del otro. Había que hacer una limpieza. Teníamos que dejar ir, despojarnos, deshacernos uno del otro. Pero al comienzo, y sea hasta donde sea que extendamos este comienzo, a mí me encantaba que hiciera y deshiciera a su antojo, me encantaba que trajera cosas, que adornara, que cambiara, que instalara lo que sea. Y el olor, sobre todo me gustaba el olor que había en casa. Esto es lo que mejor hacía. A pesar de que los dos fumábamos mucho, se las arreglaba para que todo oliera bien. Había algo difícil de creer en esto. Cuando yo volvía del trabajo no sentía el más mínimo olor a cigarro, sentía perfumes en el ambiente. Tenía muchos métodos para lograrlo, y al momento en que terminamos aún seguía probando. Los sahumerios nunca le resultaron bien; igual cada tanto prendía uno. Pero traía otros métodos, otros productos. Yo no recuerdo los nombres, pero había uno que se enchufaba al tomacorriente. Otro consistía en insertar una placa aromática en un vidrio plano y semicerrado. Yo a este nunca le tuve fe; cómo va a salir el olor de ahí dentro, le decía para provocarla. Pero ella hacía el gesto de que yo no entendía nada. O directamente no me prestaba atención. Y hacía bien, porque el departamento siempre olió rico con ella viviendo. Lorena siempre olió rico, esto fue lo que más me gustó cuando la conocí. Pasó un buen tiempo hasta que me dí cuenta qué era lo que allí me molestaba a mí, y más aún hasta que decidimos terminar. Creo que estuvimos como dos, o incluso tres años con la relación completamente muerta, desgastada, saturada. Muchas veces las cosas mueren y nosotros no nos damos cuenta de ello. Muchas otras, nos damos cuenta y seguimos a pesar de todo. Hasta que en algún momento se vuelve físicamente insoportable. Y cuando esto ocurre la estocada final se produce a pesar de nuestra resistencia para dejar ir –porque somos muy resistentes a dejar ir. Seguramente todo se desata a partir de algún evento insignificante. Por ejemplo: ella se olvida de comprar papel higiénico y yo le digo: no puedo seguir con esto, no podemos seguir juntos, Lorena. Tenemos que separarnos.
Tengo que decir que ella llegó como llegan muDemasiado, le decía yo, hay demasiado. Tene- chas –me refiero a ellas, en plural–, con una espemos que limpiar, tenemos que deshacernos de al- cie de tormento, indescifrables: eso basta para que
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O en el baño. Bueno, ni qué decir del ropero. Yo no tengo mucha ropa, apenas dos prendas, una limpia y otra sucia. ¡Pero Lorena! Claro, entiendo que está bien así: una mujer debe poder mudarse de ropa para seguir su día. Y a mí me gustaba mucho cómo se vestía. Creo que eso fue lo que me gustó en ella: cómo se vestía, sus ropas. Tenía de todo. Le gustaban mucho las polleras largas, así como de gitanas; yo creo que tenía como cien o más de esas. Pero tenía muchas otras cosas, muchos otros tipos de ropa. Ella ha juntado y acumulado en ese ropero kilos y kilos de ropa de distinto género y color. No es que la coleccionara, no, sino que le gustaba disponer de una reserva para probarse esto y aquello y aquello otro. Vestirse era un ritual para ella, estoy seguro de esto, se probaba esto y aquello y aquello otro. Pero creo que siempre terminaba usando lo mismo; tenía su conjunto favorito de prendas, como cualquiera. Ojo, yo no podría identificar ahora ese conjunto, ni siquiera puedo recordar aquí algún color dominante que me remita a ese conjunto, o si se quiere: lo veo todo negro. Las polleras largas sí las recuerdo nítidamente, pero así como si dijésemos “en general”. Las más de cien polleras que tenía bien podrían ser para mí una sola y única pollera larga. Es un poco extraño, ahora que lo pienso, que no pueda figurármela vestida ni de ningún color. Sí sé que me encantaba cómo vestía. Tal vez esta laguna en mi memoria se deba a que Lorena se cambiaba varias veces al día, a pesar de todo, ¡a pesar de lo que yo pueda recordar! En verano, cuando hacía mucho calor, yo creo que ha llegado a cambiarse como hasta diez veces en el mismo día. Sé al menos que hubo momentos en que he quedado pasmado, anonadado. La veía y sentía como un ruido, como si la imagen que tenía de ella en el día de pronto quedara desfasada. ¿Ropa nueva?, le preguntaba entonces. Ropa fresca, decía ella, me gusta estar fresca todo el día. Y al poco rato de nuevo lo mismo. Se te va a irritar la piel, le decía yo. ¿De qué estás hablando?, contestaba ella. De todos modos estoy seguro que Lorena se cambiaba muchas más veces de las que mi atención era capaz de captar, así que bien podría ser que no se cambiara tres, cinco o diez veces sino cincuenta en el mismo día. Yo creo que no me daba cuenta porque era muy silenciosa para vestirse. Además, cuando uno convive con otra persona se pone un poco insensible ante sus movimientos. Esto si todo va bien, claro, porque si no se está demasiado atento a lo que el otro hace.
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se lo lleven todo puesto y desarmen de un saque nuestros planes. Nos dejan hechos un desperdicio y unos pavos, sin poder pensar en otra cosa. Todo nos lo vuelven indescifrable y oscuro: son de lo más discretas cuando algo logra en verdad conmoverlas, y entregan signos de lo más esquivos. Ojo: pueden hacerlo todo muy evidente, pero es sólo para hacer el llamado y luego colgar, por así decir. No se trata de histeria, no: yo entiendo que de ese modo nos plantean una exigencia, pues así es cómo nos quieren en el fondo: ¡despabilados, señores! Cuando Lorena apareció y yo aún debía ganarla, apropiármela, conquistarla, cuando aún debía formar y extender un territorio en ella, estaba hecho un idiota, bobo, estúpido, un pavo. Hay que tener cuidado con esto, es un poco peligroso cuando pasa: el tiempo se vuelve por completo improductivo, y es difícil luego recuperarse del desbarranque. Y si se es cobarde o indeciso como yo, nada se termina consumando realmente, una asquerosa y repulsiva ansiedad lo estropea todo, todo lo consume con voracidad precoz y lo descompone, pero nada sucede. Yo me limitaba a mirarla, esperando de ella algún signo seguro: no pretendía asumir ningún riesgo. ¡Pobre tonto!, cualquiera sabe que una mujer necesita ser arrasada, que lo desea con todas sus fuerzas. Un sacrílego es lo que necesita; no un pervertido, un pervertidor. Y yo estaba siendo aún demasiado racional, demasiado conciente –¿y no es la racionalidad el síntoma más claro de cobardía? Yo intentaba seducirla, quería atraerla hacia mí: en un engaño pensaba, pero estaba bien a la vista que lo que debía hacer era más bien arrasarla, asolarla: destruírselo todo y llevarla a otra parte. No se malinterprete esto, por favor: no se trata aquí una mera cuestión de género, pues no pretendo hacer repartijas de propiedades. Quiero ver más bien aquello que no es asignable ni tiene clase. Quiero ver lo femenino: lo que hay en verdad, no en referencia.
ellas quieren que lo busquemos, pues ellas mismas y por sí solas no lo tienen ni lo tendrán jamás. ¿Seductor? ¡Dios, qué idea más tonta! Un asesino más bien: debía empezar por herirla y alejarla, abrirle un tajo por algún lado. Lorena así vería en mí a un verdadero enemigo, y una lucha bien rara y difícil se abriría entre ambos. Y en esa lucha, mientras ella huyese de modo determinante y definitivo, ay, yo no podría darle lugar a dudas o indecisiones: como se hace con cualquier animal, tendría que irle cerrando todas las puertas y no dejarle más que una única salida –labrada por mí sí, pero impuesta por sus propios derroteros. Por ese hueco ella podría, incluso debería luego a su vez huir y yo ir tras sus pasos otra vez. Pero antes, si en verdad quería morar su cuerpo, no podía dejarle alternativa alguna: un único camino tenía que abrirse en ella. Todo lo que es mujer entre nosotros lo único que siempre y verdaderamente quiere y espera es un amor fatal y desconocido: estela a seguir, destino. Pero el hijo es destino, no el hombre. ¿Es necesario que diga cómo se dieron finalmente las cosas? No creo que sea lo que interese: no se trata aquí de contar una historia. Yo tuve que ganar confianza, eso sí importa. Y confiar no es otra cosa que querer correr el riesgo. O lo que es lo mismo: olvidarse que existe, pues se confía cuando el riesgo se sale de primer plano y pasa a actuar como música de fondo, imperceptible e inconsciente. Hay veces en que es necesario dejar que el riesgo lo asuma el cuerpo y no la conciencia, en que si dejamos a esta última cargar y calcular demasiado los riesgos posibles de tal o cual decisión no damos con otra cosa que con la parálisis. El papel de la conciencia en estos casos es tener miramientos para con el cuerpo, pero nunca hacerse cargo de cosas que no le competen; debe ser el adulto que advierte y corrige al niño, pero el niño quien posea el mandato irrevocable. A este respecto, la conciencia sólo puede y debe seguirlo con suma fidelidad, y si piensa que hay allí un exceso demasiado peligroso, debe atenerse a comentar: yo se lo advertí, pero él sabe lo que hace. Pienso además que es esto lo más justo, porque cuando el riesgo finalmente se concreta, del modo que sea, y siempre se concreta de algún modo, las consecuencias más profundas, aquellas que nos dejan estropeados para siempre, las paga el cuerpo y no la conciencia.
¿No es evidente? Es femenino el poder de concebir en sí otro cuerpo –como masculino es lo que hiere y destroza y corrompe. ¿Qué es mujer? Un cuerpo a morar. Además, y justamente, es mujer aquello que en nosotros espera: que espera y emite signos, y que huye. ¡Pobre tonto pretendiendo seducirla! Hacía las cosas completamente al revés de como en realidad son. Y Lorena emitía sus signos y esperaba, y huía. Ojo, no es que yo le gustara, no, nada de eso. ¿Cómo iba a gustarle yo, si ella Yo debía sacármela de la cabeza de algún modo. aún pretendía de mí otra cosa? Es también mujer lo que hace hacer a los hombres, aquello que llama y Estaba hecho un pavo, un idiota; no podía hacer espera un yo desconocido e impele a buscarlo: en nada en esas condiciones. ¿Cómo resolví este pro-
Lo que más me gustaba en Lorena era cuando lloraba: lo secaba todo, sin reproches ni lamentos, en silencio. Era lo más honesto que he visto en mi vida, era hermoso, verdaderamente evaporaba su pena y su dolor: un viento muy seco debía de agitarse en ella. Ella lo dejaba venir todo y lo soportaba el tiempo que fuese necesario, y entonces se desarmaba y eran partes de su mismísimo cuerpo las que se perdían para siempre en el aire. La piel se curte mucho cuando el cuerpo se agita así.
canción entera nunca, sólo fragmentos breves, partes aisladas. Y suave y sin forzar la voz. A mí me fascinó porque aquello vibraba. Además yo percibía en aquella voz, en aquella vibración, y en sus gestos disimulados inconcientemente, percibía que allí le pasaba algo que la envolvía y excedía, me daba cuenta que si elegía las partes que elegía era porque la implicaban en una sensación más vasta, porque le resumían en un latigazo bien preciso todo el amor que sentía, o el sentido entero de la vida, o de la música. Le pasaba el mar, que lo barre todo; eso es la música para ella. O una víbora, que es lo mismo. En todo caso, aquello que se arrastra y carece de extremidades, o que es uno solo. Me gustaba mucho cuando cantaba. Yo le decía que tenía que estudiar música, pero Lorena nunca quiso saber nada. ¿Para qué?, me decía. Yo le decía que tenía oído para la música, y que tenía que aprovecharlo. Yo lo aprovecho, me decía ella. Y era cierto, pues escuchaba intensamente, yo lo notaba, ella me lo hacía notar. De eso me enamoré. Y de su voz, como dije. Ella parecía hacerlo fácil, cantaba suave y sin forzar la voz. Pero vibraba, algo violento pasaba allí. Una serena violencia pasaba en su voz; muda, gestual. ¡Lorena forzaba tan poco la voz al cantar! Ni se notaba siquiera, la voz y el canto eran una sola y la misma cosa, y ni una ni la otra. Algo escapaba allí del ruido y toda esa excitación nefasta, eso es lo que pasaba. Yo sentía cómo su voz se erguía, lateralmente se erguía, se esparcía y sostenía, y volaba por los aires: sentía que duraba. Me penetraba, atravesaba mis órganos –el estómago, sobre todo. Todo lo contrario a mi propia voz, que es flácida y tiembla demasiado. No canto bien, nada bien: el tono se diluye, se desintegra. Queda fofo. Pero Lorena canta de modo increíble. Tiene una voz limpia, incisiva y flexible. La música ama en ella, eso es lo que pasa.
Cuando Lorena lloraba yo pensaba en niños riendo. No porque encontrara algún parecido, no, pero afloraba algo allí que conectaba con la niñez de un modo extraño, sin semejanza. Lorena lloraba de tal modo que no suscitaba en mí nada de lástima; tampoco ternura, o no exactamente. Yo sólo quedaba absorto mirándola. Quedaba fascinado, alucinado. Como cuando vemos la expresión de un niño que juega o que ríe: el cuerpo frágil se abre al mundo y lo descubre. Ella ha llorado mucho a mi Al tiempo de que se fuera comencé a extrañarla. lado. Yo en cambio tengo unas dificultades enormes: me creo impotente. Simplemente no me sale. Esto ya me ha pasado antes, creo que la trompada muchas veces me llega tarde. Al principio uno Creo que estoy un poco embotado, saturado. dice que no da más, el cuerpo dice que no queda No es que llorara todo el tiempo, no. De hecho, otra que terminar aquello. Pero luego algo de fiela recuerdo bien alegre: le encantaba la música. bre rebrota. Es un poco engañoso, de todos modos: Además tenía un oído muy sensible. Totalmente como las últimas cosquillas del orgasmo. Comencé diferente a mí, que soy sordo. Recuerdo que cuan- a extrañarla y me deprimí, me puse muy mal. Creo do la conocí conecté con ella a través de la música. que estuve sin comer como una semana o más. Pedí Eso fue lo que me gustó, lo que me fascinó en Lo- licencia en el trabajo excusando un problema psirena. Yo conecté con ella, no es que hubo miradas cológico. Estuve dos meses sin trabajar, pero antes y complicidad común y esas cosas: nada de juegui- del mes ya estaba bien: cuando la trompada finaltos de seducción. Ella cantaba, o tarareaba, o am- mente me llega explota muy intensamente, y luego bas: lo importante es que vibraba. No cantaba una pasa rápido. Comencé a extrañarla de un modo que
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blema? Temblando, sin más. Atravesando el miedo. ¡Atravesar, eh!, no saltar por encima: entiéndase esto que es de suma importancia. A los golpes lo resolví. Yo salí a cazarla como si ella fuese, no sé, digamos un chancho jabalí. Y caí muchas veces antes de hacerla caer a su vez a ella. Lorena puso más resistencia de la que yo me hubiese podido imaginar. Chocamos, chocamos mucho, inevitablemente teníamos que chocar. Todo se fue dando con brusquedad y torpeza, con poca elegancia, como falto de aceite; pero ¿había acaso otra alternativa?, ¿era posible que aquello sucediera de otro modo? Definitivamente no, inevitablemente debíamos chocar. Era un riesgo necesario, ineludible. Y a medida que aquello se sucedía, y no podía ser de otro modo dadas así las cosas, íbamos quedando estropeados, desarmados, desencajados. Recuerdo aquello y se me viene una alegría inmensa; todo nacía allí.
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llegó a preocuparme. La llamé varias veces e hice muchas cosas para ubicarla, pero –¿y no es increíble que cosas así aún puedan suceder hoy?– nunca llegué a retomar el contacto con ella. En un momento su familia llegó a decirme que se había ido a trabajar un tiempo afuera. Creo que me dijeron Europa, aunque también podría haber sido Asia u Oceanía. Tal vez Australia o China. Donde sea que haya sido exactamente, ¡y si es que realmente fue!, ella se había alejado demasiado, un océano por medio a esta altura ya era demasiado lejos para mí. Me resigné fácilmente después de esta noticia. Lo peor ya había pasado, yo me daba cuenta de eso. Y yo ahora no sé siquiera si ha vuelto de ese viaje. Para mí su familia nunca le dijo que yo la buscaba, o tal vez Lorena simplemente no quería verme y China era mentira. Pero, si esto último es verdad, ¿cómo adivinaba ella que era yo quien estaba al otro lado del tubo del teléfono como para no atenderme, por poner un solo y triste ejemplo? No sé, de todo esto no tengo idea. No sé qué fue lo que en realidad pasó. El hecho es que no he vuelto ha hablar con ella desde que se fue de casa. Creo que está bien cómo se dieron las cosas, de todos modos: de haberme podido contactar hubiese sido un desastre, un verdadero desastre todo. Los síntomas más claros del desgaste comenzaron a darse en el sexo. Yo pienso que nadie está nunca con otra persona “sólo por sexo”, como suele decirse; el sexo por el sexo mismo no existe, en ninguna relación, ni en la más efímera, ni en los prostíbulos, pues siempre hay todo un sinfín de disposiciones a-sexuales que dan vida al placer sexual mismo y que incluso son indispensables para promover el orgasmo. Pero la práctica sexual no deja de ser por ello un aspecto muy sensible en toda pareja, y muchas veces, como se sabe, es donde más claro se sienten los vaivenes emocionales, o incluso donde mejor se los conjura. Con Lorena siempre tuvimos lo que se dice una relación sexual plena: conectábamos, nos sentíamos cómodos, incluso en las torpezas, nos reíamos, etcétera. Y es por esto mismo también que el desgaste en determinado momento se fue haciendo muy evidente. El síntoma más claro fue lo que sigue: pasamos de tener una serie de posiciones más o menos fijas a intentar con demasiado énfasis probar nuevas. Es todo lo contrario a lo que se piensa habitualmente; cuando se está en la preocupación de “probar poses nuevas”, para “renovar la relación”, para “no aburrirse”, para “oxigenar”, o lo que sea, lo que se hace, las más de las veces al menos, es cambiar las premisas para llegar a las mismas conclusiones y consecuen-
cias: al mismo tipo de relación. Se cambia de posición, pero no de intensidad. Nosotros con Lorena no experimentábamos demasiado a decir verdad; luego de un período de desconcierto y brusquedad, habíamos podido armarnos de cierto esquema que nos convenía a ambos –a ambos, a nuestro cuerpo, al cuerpo de ambos– y nos permitía funcionar de modo distinto cada vez. Pues este esquema, con sus series más o menos fijas de movimientos y posiciones, encontraba flexibilidad en otra parte: no en la posición exteriormente adoptada, sino en la intensidad interiormente sentida –interior al cuerpo de ambos, a el cuerpo, no a cada uno de nosotros tomados por separado. El esquema con el que dimos nos permitía experimentar una diversidad de placeres diferentes cada vez, de modo que realmente sentíamos a cada acto sexual como único, incluso irrepetible. Era como si una única y misma posición convocara y contrajera sobre sí intensidades muy distantes unas de otras, a las que nosotros debíamos poder explorar y atravesar, encontrarlas, darles paso. O como si un único movimiento trajese consigo infinidad de movimientos interiores, más raros, menos evidentes, casi insignificantes. Cuando aquello fue muriéndose y todo se sentía insuficiente, trámite, pesado, y nos pusimos en alerta y comenzamos a hacer experimentaciones demasiado concientes, demasiado exteriores, demasiado posicionales –llegamos incluso, ¡ay, vergüenza!, a leer el Kamasutra–, era simplemente que la espiritualidad se había perdido, el esquema se había ido gastando y no podíamos dar con otro. Ahora todo estaba lleno de infinidad de posiciones inútiles que no podían alargase, que no podían componerse en otra cosa, que no iban más allá de sí mismas y pretendían valer aisladas, por sí solas. Hubo otros muchos momentos determinantes en la relación de los que no nos pudimos recuperar. Al comienzo, incluso cuando ya vivíamos juntos, dijimos que sería una relación abierta. Cada uno por su lado hace lo que quiere, nos dijimos. Nadie dispone del tiempo del otro, dijimos. Nadie es dueño del otro, nadie es posesión de nadie, etcétera. Yo podía estar con quien se me antoje, ella también. Con una condición: debíamos prevenirnos, cuidar al otro. Usar preservativos, en definitiva. Quedamos así. Pero ella era demasiado celosa como para aguantar verdaderamente aquello y yo lo suficientemente cobarde para no atreverme del todo. Una vez, sin embargo, una única vez, estuve con otra mujer. Con una prostituta estuve. Fue todo un desastre, horrible.
Sucedió simplemente que con unos amigos fuimos de juerga y nos emborrachamos como pocas veces. Estuvimos toda la noche de acá para allá, y cuando ya era de mañana caímos en un prostíbulo; y yo le pagué a una prostituta y no me cuidé –es casi lo único que recuerdo de aquella noche. Al otro día le dije a Lorena: me fui de putas y no me cuidé; estaba inconsciente; no me arrepiento; ¿qué vamos a hacer ahora? Estuvimos unos cuantos meses sin tener relaciones, hasta que me hice los análisis correspondientes. Pero ella nunca se recuperó de aquello, según me dijo el día que decidimos terminar: creo que tu cuerpo no me gustó más desde aquella vez, recuerdo que dijo –lo recuerdo perfectamente. No volvimos a hablar de relación abierta. Y eso que seguimos juntos un buen tiempo más. CONTRAMAR – 13
La despedida fue sin resentimientos. Estuvimos un largo rato abrazados antes de bajar a la calle; estábamos tristes, pero sabíamos que no quedaba otra: ya no nos soportábamos juntos. Después nos despedimos con un beso y se subió al taxi y se fue. Yo sé muy bien que será una rareza y cuestión de azar el que volvamos a vernos alguna otra vez. Y todo irá bien así.
Ilustración: Lorena Rígano
Si llegaras, te lo lamerías
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Javier Yanantuoni
El hambre apesta. Veo los perros echados en la plaza, a veces tan enflaquecidos que el cuero los aplasta y echados allí, bajo el sol, pienso: lo bien que sobreviven. “Si llegaras, te lo lamerías y te lo limpiarías con gusto” me había dicho Apósito Cosme. Y puede que así sea. Supongo que yo me quedaría echado como un perro con mi lengua de yagas cubierta si no fuese por este hambre que en cualquier posición, digo, apesta. Incluso en los feriados. Incluso en las mañanas de tenue luz, entre los madrugadores en cuya mirada se espeja la bondad de un día otoñal y su redentora y paciente brisa, incluso entonces el ladrido intestinal no cesa, y ya: jean, camisa y una cita para “empezar con algo”. “Esto liquidalo en cuatro horitas” había dicho con un tono cómplice, como si esas “cuatro horitas” fuesen las mismas que usaría él (lo conocen: blanco, trajeado, cuello rosado de pollo, ojos de aceituna) para sacarle brillo a su reloj. Entrábamos a un sótano que se veía así: era el doble fondo de casi toda la city porteña. Los dos primeros interruptores del tablero iluminaron un área de cinco metros de diámetro. Los otros quince sonaron como una metralla a repetición dentro del sótano cavernoso e infinito. “¿Llegás en cuatro horitas?” preguntó impune. Afirmé con la cabeza y cerré así el contrato de mi primer día de trabajo en Capital Federal, como personal de maestranza del Banco Popular, Casa Matriz. Descendí las escaleras y ya en el suelo vahos de lo fétido te reventaban las ventanas, eran como emanaciones de icor de rata, estalactitas goteantes de insecticida, en fin: la descomposición de todo lo orgánico trajinaba allí, y al olerlos se te mezclaban los archivos del estómago, se caían los ficheros del esófago y todo temblaba; había que baldear y limpiar, era preciso pues no lanzar luego tu historia fuera. Doble trabajo. Había que mantener ciertas formalidades aun cuando asomara la cresta de la náusea. Con una manguera gruesa como la colita de una laucha enfrenté los cimientos del Banco Popular, Casa Matriz. Dos hileras de armarios gigantes, de chapa y hierro, llegaban hasta el fondo del sótano. A su izquierda había escritorios con forma de sepulcros egipcios. Una larga hilera de pesadas urnas
corría por debajo de los escritorios y también iba a perderse en un meandro oscuro. El vértice que daba al noreste era una penumbra, como si por allí se prolongara algún apéndice y quizás lo más recóndito del subsuelo. Humectado por el chorrito de agua el polvillo primordial de la superficie se tornó barro rápidamente. Pronto todo el suelo se había cubierto de una especie de mucosa grisácea, patinosa y letal, puesto que ni mis alpargatas ni yo teníamos otro agarre que la invertebrada colita de laucha para recorrer el salón enlodado. Fui y vine varias veces, cruzando el largo y el ancho, cayéndome en el pantano cien veces, empujando la indiscreta manguerita que introduje en toda grieta y bajo cada armario. Controlaba el chorrito con el índice, y los errores se los anotaba a la presión del segundero que, en la muñeca del Secretario, corría delante del hilillo de agua con el que contaba para la primera etapa del trabajo: inundar el sótano. Ya todo olía a mierda cuando se cortó, por increíble que suene, el reguero flaco y no obstante fundamental. Desapareció y vi lo imposible del trabajo. Revisé si había nudos que atascaran la circulación. Quise abrir aún más la canilla. Nada; imposible. Cierta vez Apósito Cosme dijo “ni la suerte tiene reloj, ni podemos decir entonces cuándo se acabó”. Y puesto que alrededor no encontraba indicios de suerte ni agua, fui hasta el nordeste del sótano debido a que el mal olor sólo crecía en esa dirección, y eso era un dato suficiente. Avancé arrastrando los pies con la mugre por los tobillos. Sobre un escritorio había preservativos usados, atados de hojas amarillentas con polillas del tamaño de una paloma que desafiantes en sus cimas los atesoraban, y también se veían libros descocidos, sillones con el tapizado abierto, una bombacha en el suelo; tal vez no estuviera del todo deshabitado, sentí. Y abriéndome paso entre esa intimidad, de a ratos sonreía por la ironía de que mi primer día de trabajo coincidiera con el día del Trabajador. A esa hora deberían arrancar los festejos y las tortafritas. Aunque ninguna coincidencia habría si en ese recodo oscuro y húmedo del sótano no encontraba una canilla, de modo que iba olvidándome de la baba del piso y me arrastraba como un gusano. Si no hay tarea cumplida, no hay pago, pensé. Iluminé el lugar. Solitario, sin orden, un sillón era lo que gobernaba el cuadrado. Tenía manchas en el respaldar y plumas saliéndole de un apoyabrazo. Lo acompañaban dos sillas más y un armario de madera. Solo eso se veía. El olor, en cambio, era descomunal, irrespirable. Estaba a punto de vomitar pero no podía hacerlo, no sé vomitar, nunca vomité, no sé cómo es eso de abrir la garganta y
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largar el cuento de modo que sentía como patadas géiseres estomacales que desbordaban y me chorreaban por la nariz. Un fuerte ardor me freía los ojos y las pupilas se abismaban al vacío con cada sacudón de vómito. Vi a un costado, por fin, una canilla y pude lavarme la cara inflamada y caliente. Un edificio tan orondo, pensé. Luego conecté la manguera cortándole la punta para adaptarla al pico, abrí y corrió un chorro potente. ¡Cortante y sólido, un torrente noble! ¡Claro y directo, justo lo que necesitaba, un manantial! Pronto el agua se esparció e inundó progresivamente el sótano, disolviendo consigo el barro que amagaba a asentarse. Bañé el extenso doble fondo y si mojé documentos no recuerdo. Todo fue a parar, con el nuevo chorro que caía en latigazos, a una rejilla conectada a otras profundidades, quizás a un sistema de alcantarillado más espantoso que el subsuelo del Banco Popular, Casa Matriz, quién sabe. Terminé el trabajo en cuatro horas apenas pasadas. “Pasá mañana, en horario de comercio, así cobrás” dijo el tipo mientras yo enrollaba la manguera y junto con ella a mi propia mugrienta vitalidad. Hubiese dormido en la primera plaza pero llegué a la pensión, me acosté olvidándome de la cena y desperté al mediodía siguiente luego de quince horas de sueño corrido. Al levantarme ya había pasado el servicio del desayuno, así que volví al Banco con un vaso de agua lavándome las tripas. “¡Gran trabajo!”, dijo y reiteró el Secretario del gerente, palmeándome la espalda. “Ahora venga que tenemos un patio que apesta -indicó enseñando dos dientecillos finos, hartos de roer- dele una barrida y baldéelo como sabe, y después búsqueme por el pago de ayer y hoy”.
CONVERSACIÓN EN LA SALA
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Dino Schwaab
Se tomaba vino en el quincho, donde están todos reunidos, y Agustín fue hasta la casa a buscar una cerveza. Cruzó el patio y entró directamente por la cocina. Abrió la heladera, tanteó las botellas, sacó la más fría y la destapó. Escuchó movimientos en el living y se asomó a ver: es Marianela, que mira televisión. Marianela tiene 22 años y es hermana de Gastón, amigo de Agustín. Buscó un vaso en la alacena y lo llenó, luego metió la botella de nuevo en la heladera y con el vaso en la mano se acercó a saludarla y fumar un cigarro con ella. –¿Qué hacés, Marian? Él apareció entre sombras y Marianela se sobresaltó. –Ah, sos vos… –dijo y echó un suspiro al aire; con una mano se sujetaba el pecho. Agustín se sentó a su lado en el sillón. Apoyó el vaso en la mesa ratona y prendió un cigarro. –¿Todo bien? –¡Pero qué susto me hiciste pegar! –ella aún tenía la mano en el pecho. –Estaba en la cocina… –dijo él. En la televisión pasaban un documental sobre los monos tití; al parecer, en peligro de extinción. El volumen está bajo y el sonido grave, pero se oye nítido. Hay poca luz en la sala, no mucha más que los rayos que proyecta la pantalla, y que es suficiente para iluminar el cuerpo de ambos. El resto de la casa duerme y está a oscuras. –Lo que es la ambición del hombre, ¿no? –dijo Agustín, mirando a la TV. Marianela hace un gesto y no dice nada. Insiste: –No sabía que mirabas este tipo de cosas –dijo. –Yo tampoco –ella sonrió– Debe ser por el porro. –Si te interesa te puedo pasar algo sobre la cuestión de la naturaleza y todo eso –dijo. –Bueno –dijo ella–, veo… Marianela no dijo más, y Agustín también se quedó en silencio esta vez: no sabe qué decir. Sólo atina a mirarla de reojo, pareciéndole absorta en la pantalla de la TV. Entonces ella pregunta: –¿Qué hacen hoy? –y se agacha y busca un cigarro en el atado, sobre la mesa ratona. –No… –Agustín siguió sus movimientos– No sé.
¿Vos salís? –No creo, no –dice Marianela y prende y pita del cigarro; se acomodó sobre el sillón juntando las piernas en zigzag. –Me parece que hoy no va a dar para ir a ningún lado… –dijo Agustín– Si siguen así, todos estos borrachines van a hacer cualquiera… Este comentario la divirtió. –Y eso te preocupa mucho, ¿no? –dijo. –No, bueno… No, no, para nada. ¡Claro que no me preocupa, Marian! Es sólo una manera de decir. –No me digas Marian, me suena a Mariano –habló apacible, sin histeria ni reproche. –Puede parecerte que te llamo Mariana. –No, no puede, porque tenía un compañero en la primaria, hicimos toda la primaria juntos, que le decían Marian porque se llamaba Mariano. –A mí Marian me suena más a mujer que a varón... –Prefiero Mari. –Sí, ya sé –dijo él. Y luego: –Pero Mari parece María, y no tenés cara de María. –Tampoco de Mariana –dijo Marianela. Quedaron en silencio. Marianela tomó un trago largo de cerveza: tiene la garganta seca. –¿Me convidás? –dijo. –No –dice él y le clava los ojos encima. Ella sonríe y deja el vaso en la mesa ratona. Hay un silencio y él dice: –Che, decime… Marianela, decime algo: vos sabés que me gustás, ¿no? Marianela suelta una risa súbita. –Que no te escuche Gastón… –dijo. –¡Como si no supiera! –¿Lo sabe? –preguntó sorprendida– Nunca me dijo nada… –Yo tampoco le dije nada a él, nunca. Se hace el boludo, digamos... Silencio. –Tu novia me cae muy bien, ¿sabías? –sonrió. Sus dientes se descubrieron bien largos esta vez. –¿Mi novia? –replicó él, ingenuo– Si no la conocés… –¡Cómo que no! Vino a casa una vez… Agustín recordó. –Sí, pero no era mi novia, todavía –dijo. –Ingenioso, muy ingenioso –dijo ella. Agustín tomó otro trago de cerveza. Dijo: –Vos no lo sabés, pero yo también te gusto. –¿Y cómo sabés que no lo sé? –¿Te me estás declarando, Marian? ¿Yo te gusto?
Con los ojos fijos en la pantalla Marianela comenzó a hablar. –Tus ojos también me pueden, Agustín: tus ojos brillan mucho… –Yo dije que tu mirada es fría, oscura… –Y son como garras que se prenden muy fuerte… –dijo– Parecen querer poseerme, llevarme… Silencio. –Pero en verdad no me agarran tanto como se agarran de mí, lo sé. Como un apoyo… Silencio. –A veces pienso que si los miro por mucho rato voy a quedar ciega –rió– ¡De tal modo parecen brillar! Y te ponés tan serio, Agustín, parecés petrificarte, en pausa… Silencio. –Tus ojos se detienen en mis pupilas y se prenden fuerte en ellas, pero ¿sabés qué? Es extraño: los siento a cada lado, envolviéndome, palpables como viento en mis manos y mi vientre… Silencio. –... morándome… Silencio. –... mirando a través mío… Silencio. –... brillando perdidos en otra parte, lejos. Agustín habló. Dijo: –La otra noche tuve un sueño medio raro… Hay un silencio y ella no dice nada.
–Soñé con estrellas y planetas, incluso con galaxias enteras… Con todo lo que vemos y suponemos que hay en el cielo –dijo– Lo soñé caer… Todo eso, como si no fuera más que escenografía… Silencio. –Empezó por moverse y de pronto muchas cosas se movían y todo aumentaba de velocidad… Era de noche, pero el cielo se puso lleno de colores extraños… Silencio. –Al principio parecían estrellas fugaces, y era como ver largas flechas de fuego declinando a un lado y otro y hacia todos lados; iban incesantes, infinidad de ellas… Silencio. –Y se vieron rumbos trastornados e ilegibles, y entonces todo dio vueltas y comenzó a venirse encima… Pero no dejaba de venirse encima, Marian, como pasa a veces con las cosas de los sueños… Silencio. –Ahí la Tierra me pareció flotar, y pareció muy pequeña, como en los dibujos del Principito… Pero habíamos muchos, y temblaba por momentos; todo aquello daba vértigo y miedo, y era increíble y muy hermoso… Silencio. –Y yo creo que es lo mismo con tus ojos, Marian… –dijo– Tenés ojos de acero, son duros, impenetrables… Silencio. –Pero hay veces –dijo–, hay veces en que los veo abrirse enteros para mí, y entonces se dilatan como el acero fundido, y yo me hundo en ellos, todo se hunde en ellos. Marianela volvió los ojos. Silencio.
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–No sé, no lo pensé –dijo Marianela– Pero igual, no entiendo por qué me lo preguntás ahora, si recién estabas tan seguro… Te parecés a Decart dudando así… –dijo. –¿A quién? –preguntó él. –A Descartes. –Ah, si… ¿Sí? –Sí. Silencio. –¿Y porqué me parezco a Decart? Silencio. –¿Sabés por qué sé, Marian? –¿Qué sabés? –ella frunció el ceño al hablar. –Por cómo se ponen tus ojos… A veces. Silencio. –Tus ojos son duros, como de piedra… Tenés una mirada fría. Silencio. –Marianela… –dijo Agustín con voz trémula. Luego con firmeza– Miráme. En la TV empieza un nuevo programa. Quedaron en silencio.
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Llegamos y el salón estaba mucho más lleno que la vez anterior. Unas cinco filas de bancos para tres personas, en semicírculos no tan concéntricos, una tarima a la derecha y un par de mesas a la izquierda constituían las localidades no completamente utilizadas. Buena parte del público –conformado por decenas de mujeres y unos cuatro hombres- ocupaba la pista, a pasos de lxs músicxs y en su mismo nivel. El baile dominaba decididamente la escena. La música estaba ahí casi para ser bailada, y quienes la sacaban de adentro eran esclavos de las bailarinas. Ya había empezado. Cada tanto, una pregunta. Una deja a la banda pensando: ¿por qué el suplemento “No” de Página/12 los califica de “rock psicótico”?, pregunta una de las locutoras de la radio. El calificativo dice mucho pero es difícil de explicar. En Página/12 en realidad se leyó “rockfolk-psicótico”. Pero eso tampoco alcanza. Al rato estamos afuera, en el jardín del Moyano, pequeña ciudad de pabellones y callejones a cielo abierto con césped y árboles. Por suerte es de día.
M -Claro, y a esta hora… Poli –Sí, a otro tipo de lugar, que no sea un bar, qué sé yo. M -Un lugar donde no te conocen. Poli –Claro, eso. Es verdad. M -A mí me llamaba la atención cuando tocaban, que casi no se les mencionaba el nombre, se decía “los tomates”, como que… Poli –Es que está bueno, ¿no? A mi me parece que… no sé… uno cuando empieza a hacer canciones y esas canciones empiezan a salir de vos -de vos, de tu pieza, de tu grupo de amigos, de tu ciudad, de lo que sea- te tenés que hacer cargo de que tenés que empezar a tocarlas para gente que te está pidiendo. Tal vez hoy Martín (M) -Bueno, vinieron por no nos conocía nadie, pero capaz que a alguien le empieza la invitación de Marcos, ¿no? [Marcos es integrante de la a interesar. (O no. Y viniste y tocaste. Para eso hacés música radio FM Desate] Edu -Sí, él fue el que nos invi- de últimas.) M -Pero de hecho se generó tó, nos contactó… M -Y, ¿qué onda? ¿Les interesó algo piola. particularmente porque era del Poli –¡No, estuvo bueno! La hospital, conocían el hospital? gente bailó, estuvo buenísimo. Edu –Estuvo muy bueno. Poli –No, en realidad, el hosM -Sí. Es como si la música pital se conoce de nombre; el hospital Moyano es muy cono- hubiese funcionado terapéuticamente. Yo charlaba el otro cido. Nosotros siempre tenedía con la gente de la radio, y mos invitaciones de muchos aparece esta idea de la músilados, ¿no?, para ir a tocar. Y ca como un poco terapéutica, nunca habíamos ido a tocar a pero también pasa con la poeun hospital, o a un lugar que sía, que ellos trabajan mucho. no sea un bar, no sé…
en el Moyano Martín Vallejos Y en las letras de ustedes está también la cuestión de lo psíquico. Les hacían la pregunta [en la entrevista de la radio, FM Desate] de por qué “rock psicótico”, ¿no? Poli –Es que yo creo que nadie se escapa de eso, ¿no? No del rock psicótico, jaja, sino de la cosa que te pasa. Por algo somos seres humanos. Tenemos mente, ya cuando tenés mente… yo creo que a todos nos pasa lo mismo, en menor o mayor grado. Vas y venís. Vas y venís. Es como una cosa así. Tal vez las letras hablan un poco de eso, y la música también habla de eso. Digamos, del vaivén del equilibrio y el desequilibrio, ¿no? De esa cosa que hace a uno. M -Y la música desborda. Va por lo menos en la gente acá bailando desbordaba por todos lados. Poli –Y está buenísimo. Cuando estábamos adentro y una de las locutoras de FM Desate hizo la pregunta por el rock psicótico, Poli habló de la música como algo con lo que se nace. “Son los latidos del corazón de tu mamá”, dijo. De eso, definitivamente, nadie se escapa. De eso, y de tener mente, dice Poli. “Tiene que ver con eso que te está pasando”, dirá Shaman. Eso que te
pasa, eso quCe nos pasa. “A todos nos pasa más o menos lo mismo; vas y venís”. Shaman –Yo creo que la música que hacemos con Tomate tiene mucho de salir del pozo. Tiene mucho de eso. Entonces las canciones, por lo menos a mí me pasa con mi música, con la música que hago, son las maneras de salir del pozo. Sacarlo afuera, ¿no? Catarsis. Edu-Claro, catarsis. M -Catarsis, sí, pero saca cosas también cuando lo escuchás. Shaman –Es que eso tiene que ver con lo de rock psicótico. Tiene que ver con eso que te está pasando. Las canciones liberan cosas de adentro y cuando las ponés sobre la mesa, no sé, las superás. M -Sí, y acá está medio llevado al extremo. Shaman –Sí, no. No es comparable. No es que estamos locos. No podría ser más claro Shaman. No hay demagogia. No estamos locos. Terapéutico no es autoayuda. En los dichos del Tomate, lo psicótico se hace metafóricamente extensivo a la música toda: la canción puesta en la mesa mueve cosas de la que la pone y de la que la baila. Mueve cosas, afectos, extremidades, muecas, palmas, aplausos, y mueve a Norma,
El disco Con dos EP’s, un disco de estudio, un recopilatorio y un disco colectivo con Prieto Viaja al Cosmos con Mariano y Shaman y Los Hombres en Llamas, el Tomate ve advenir un noveno año de tensa piel roja que se quiebra y deja salir un nuevo disco. Edu -La música ya está. Son doce canciones. Todavía no tiene nombre… Poli –No, todavía no tiene nombre. Estamos haciendo o viendo lo del arte de tapa, estamos en eso. Se está masterizando, que ya está. Habría que hacer una escucha. Y la idea es mandarlo a fabricar y poder tenerlo para el año que viene. En un comienzo pensamos que lo íbamos a poder hacer este año, pero, bueno, no se dio y está todo bien. El disco está grabado, son 12 canciones. Se laburó bastante. Todo un año componiéndolo y todo un año grabándolo. Y bueno, vamos a ver. Sacar un disco es raro. Es raro. CONTRAMAR – 19
La banda de La Plata tocó un acústico en el Hospital Moyano (psiquiátrico femenino de la ciudad), invitada por FM Desate, la radio abierta del Moyano.
CONTRAMAR – 20
que agarra la pandereta y se suma al Tomate.
banda”. Pasan muchas cosas aparte de la banda.
Edu -¿Lo vieron todo? M -No, llegamos tarde, ya había empezado. Norma –A mí la verdad que me re gustó cómo cantaron, muchas gracias, los felicito. Tomate –Bueno, muchas gracias. Muchas gracias. Poli –No sé, decinos vos algo, jaja. M -¿Yo? Nada, yo estaba ansioso por verlos acá, estaba esperándolo. Vine el miércoles pasado, me parecía que era el lugar ideal para que tocara Sr. Tomate. Marcos –Nosotros una vez tocamos en la Colifata, en el Borda, y también fue así como muy efusivo. Teníamos la batería, y vieron que uno pone un mic en el bombo de la batería; bueno, en un momento el batero está tocando, ¡y se mete un chabón a cantar en el mic adentro del bombo! Risas. Pasa una chica que a veces participa en el programa de poesía. Pasa rápido por atrás de Poli, rozándola, y le deja una nota. Marcos -¿Qué te dejó? Poli –No, una nota. Marcos –Esa piba escribe muy bien. Es un poco violenta también. Escribe muy bien. Poli –Está bien, está muy bien. Después lo voy a ver. El lugar ideal para que tocara Sr Tomate. Menos mal que es de día. De noche, dicen ellos, hay que ir a verlos a La Plata. Poli –Y, sí. Es diferente. Es más sencillo, me parece. Shaman –No es tan protocolar, que “vas a ver a la
http://www.srtomate.com.ar/ http://fmdesate.org/wordpress/
SERTRALINA Despertando todos los fantasmas que hay en mí inventando cinco estrategias de normalidad contagiando todo el universo con trastornos de ansiedad general Quiero ser un planeta que no gire al revés estar entre las venas de los que se sienten bien
LA PALABRA MACABRA Las palabras salen de tu boca y ya no te pertenecen más Lo que dije ayer no sé lo que diga hoy quizás Esclavo aquel que no dice más para no alterar la calma
Que quiero ser un planeta que no gire al revés estar entre las venas de los que se sienten bien.
LA TEMPESTAD Cuando estemos mal dame tu mano te doy la mía Yo tampoco entiendo nada de nada No nos preocupemos más Las horas pasan como navajas afiladas cortando lo que estamos cuidando La tempestad de ser uno solo y nada más
Ilustración: Luciana Romero
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Las mañanas contagian los cuerpos con amor Las verdades que ya se evaporan y hoy contagio todo el universo Terapeutas, magos y videntes vengan a verme
NUEVA ROMA Toda civilización elige una "fidelidad". Esta ha elegido a Nueva Roma. Va a ser más fácil así. Además, ¿estás preparado para otra cosa? Nueva Roma sabe que la comunidad televisiva se ve atrapada por la desesperación cuando ésta es incompleta. Cuando aún conserva una mínima porción de esperanza ilusoria. Nueva Roma atrapa esa desesperación en redes conceptuales cada vez más grandes.
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¡TENEMOS TU IMAGEN DE FUTURO! En alguna misión especial ganarás el colosal concurso "Valle del Mariner". Quince días en bungalows bien aislados y de buen blindaje. Y por si fuera poco, te entregaremos un set completo de grasa artificial subcutánea y hormonas para lucir una piel muy peluda que te permita pasear libremente por el dramático paisaje marciano. ¡Se nota en tus ojos que otro vivir no te atrae! ¡Qué mundo milagroso! Serás un sabio sin dolores de cabeza. Serás el rey de los bebés. Un mono-nova en conexión directa con la patota electrónica que dirige el show para la tierra desde el GRAN ESTUDIO ATLAS DE PSICOPUTO A través de Nueva Roma conocerás la ciencia de la bella gente (cosa más que curiosa). Los hologramas de los chicos de oro, con sus orgías robotizadas. Escenas que roban su tiempo de la eternidad. Chinas chatas de ojos azules, negros funestos, judías carnales. Ricos puritanos imperiales de cabeza cuadrada y los infaltables germanos feroces con las pupilas encendidas. Nueva Roma tiene la imagen del futuro. Un estado de ánimo fragante se eleva desde sus medios. Es la nueva conciencia temporal para tus nervios. Nueva Roma te ofrece una confortable vida de simulaciones, invariables por toda una tecnoeternidad. ¡Bienvenidos, entonces, a los telejuegos chamánicos! Nuestro servicio personalizado bajo lámparas que vuelven estéticos los tumores de piel. Con la puesta en cámaras del distorsionador del destino de los telespectadores y el Bingo Final que nos resta por tres minutos el ordenador Vega para cometer actos arbitrarios a escala mundial y obtener al fin de cada jornada televisiva un descansado sueño blanco. Un bien merecido sueño de pescado. ¡Buenas Noches Comunidad! Brzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz...
NUEVA ROMA
Carlos “Indio“ Solari. Artículo publicado en la revista Cerdos & Peces, Buenos Aires, 1989.
1. [Ahogo.] Hay dos maneras de entender el ahogo. Una remite a la cuestión físico-mecánica, y nos dice que el acto de ahogarse está relacionado con el detenerse de la respiración a partir de una obstrucción (total o parcial: no necesariamente implica muerte) de las vías respiratorias. La otra precisa esa obstrucción en un elemento líquido y está asociada con la muerte al punto de que el hecho de esquivar a esta última luego de haberse ahogado en agua es entendido como salvación: el beso que devuelve la vida ata el cuerpo del ahogado al socorrista. (Ese mismo cuerpo que se revuelve escupiendo agua, agitando los brazos como si les llegara el aire). Podemos asesinar ahogando, presionando fuerte una garganta o manteniendo hundida una cabeza en una pileta. Podemos matarnos a nosotros mismos ahogándonos: presionando nuestra garganta con una soga, metiéndonos en el mar hasta ya dejar de respirar. Y podemos, también, sentir ese otro ahogo que no es muerte; ese ahogo nos rodea a diario, y hay épocas en que luchar contra él nos mantiene vivos. 2. [Ansiedad.] Hemos experimentado esta sensación de ahogarnos en el tiempo, así pasan a menudo nuestros días. Es una forma ciertamente siniestra de sentir el tiempo, que nos deja fuera de toda decisión sobre la materia en la que se desenvuelven nuestros actos. Y es sumamente difícil escaparle. Pero, ¿qué actitud frente al tiempo tomamos, qué relación con el tiempo trabamos o qué modo de afección es el que nos atraviesa en el tiempo, que hace que sintamos ese ahogo? En la cumbre de esa sensación, lo primero fue armar un horario y ver cómo estaban dispuestas mis horas. Diseñar en un plano la cuadrícula que regía mis movimientos. ¡Respondía al tiempo con su propia estrategia! ¡Respondía al tiempo! Una vez que el tiempo se te impone y empieza a parcelar, te deja en la posición del contraataque; el tiempo te obliga a volverte reacción. Sin embargo, algo de esa reacción intentaba es-
Martín Vallejos
capar del ahogo con cierto acierto. Si había algo en mi manera de vivir el tiempo que me hacía sentir el ahogo, había un encierro que romper. El tiempo se me presentaba como el celador, sólo que uno bastante fantasmal en inaprensible. Frente a esa cualidad del carcelero, entonces, la primer estrategia supuso un fuerte trabajo de vigilancia: diseñar en un plano la cuadrícula que regía mis movimientos pretendía observar al tiempo, seguramente con el ridículo objetivo de planear un contraataque que podría haberme dejado completamente disgregado. Pero aprestarse a observar el tiempo en tus propias rutinas implica detenerte de tal manera que se revela la sustancia del tiempo. Las consecuencias de ese descubrimiento pueden ser variadas. Pero me gustaría aquí insistir en esta idea del tiempo como algo palpable, visible, perceptible. La actitud que tenemos hoy frente al tiempo es la misma que tomamos en relación con el clima. La meteorología contemporánea, asentada en años de observación del clima, nos ha permitido alejarnos de esa observación acercándonos el dato puro. Si para lo único que nos interesa saber si va a llover es para elegir el calzado apropiado, no nos asomamos a la ventana ni recordamos el cielo de la noche anterior; encendemos la TV y buscamos en la base de la pantalla los datos encapsulados que nos dirán qué hacer: temperatura, sensación térmica y humedad son habitantes permanentes de la pantalla junto con la hora. El reloj y el termómetro, digitalizados de manera que no percibamos siquiera la escala puesta en juego, nos brindan los datos que necesitamos para poder salir tranquilos a la calle. Otra actitud frente al clima es aquella de la agricultura de las civilizaciones que habitan hace siglos nuestro continente. El clima se observa junto con el tiempo, pero no para obtener el dato sino para vivirlos incorporados en la vida cotidiana. El indio astrólogo que todo lo sabe de Waman Puma, el amauta observador del cosmos, busca justamente trabar una relación con lo cósmico, vivir su propio devenir como cósmico. Tiempo y clima allí no son datos, no son procesables en términos de información; son intensidades de lo cósmico, de la relación hombre-universo.
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Contramar, contra el ahogo
fuerza de la ansiedad, esa que ni siquiera la paternidad permite disminuir, porque el trabajo sigue estando allí consumiendo la mayor parte de tu tiempo, y la escuela de la niña impondrá un nuevo calendario, y toda posibilidad de detenerse a observar el crecimiento quedará anulada hasta que de pronto no entre la familia entera en el sillón frente a la TV y te darás cuenta de que tus hijos han crecido. Y es que, más allá de la fuerza de esas experiencias, nos emperramos en vivir de otra manera. La ansiedad enferma nuestras relaciones.
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Carlos Mangone solía hablar de la financierización de las relaciones que se da a partir de los años ’90, en términos de exaltación de lo instantáneo (y, diría también, lo simultáneo). Esta idea siempre me sedujo, pensar una época desde su temporalidad, su relación con el tiempo. Mangone daba un ejemplo harto concreto: las relaciones de novix/novix por mensaje de texto: “-¿Dónde estás? ¿Qué hacés? ¿Me extrañás? ¿Me querés? ¿ME QUERÉS?”, graficaba. ¿Puede otra cosa que podredumbre asomar en esas circunstancias? ¿Cuánto puede resistir el amor?
El indio astrólogo poeta que sabe, Waman Puma.
Estamos atravesados por ese tiempo, somos ese clima. El calendario inka es el resultado de una observación del tiempo y del clima como intensidades cósmicas que, en tanto tales, atraviesan a los hombres en su cotidianeidad. La percepción del tiempo en su densidad es una experiencia que se abre con la experimentación de dislocaciones temporales forjadas en el consumo de lo que solemos llamar drogas, pero está también en el cuidado de una planta o un animal. Ver crecer una planta, intervenir en su crecimiento observando sus señales y actuando en consecuencia, abre una experiencia diferente del tiempo. Allí no hay lugar para la ansiedad: la planta no es ansiosa, y si le imponemos nuestra ansiedad seguro la mataremos. Lo mismo con el hecho de criar una mascota. ¡No puedo imaginar qué experiencia del tiempo dejará la paternidad o la maternidad! Ver crecer a una niña, hacer crecer a un niño, debe ser –en este sentido- mucho más fuerte que cualquier hongo que deshaga nuestra percepción. No quisiera tampoco abundar en imágenes de paternidades ansiosas y críos despatarrados. A lo que apunto es a la
El “octogenario de cincuenta años” Gavin Stevens de “Gambito de caballo” (W. Faulkner) no se limita sólo a esquivar elogios para la juventud sino que la interpela directamente: “-¿Por qué será –dijo su tío- que los jóvenes de diecisiete años… -Dieciocho –lo corrigieron-. Casi dieciocho, por lo menos. -Muy bien –dijo su tío-, de dieciocho o casi dieciocho años… están tan convencidos de que los octogenarios como yo somos incapaces de aceptar, respetar o siquiera recordar (…).” Está lleno de esto. Una de esas interpelaciones traba palabras con la ansiedad en la juventud (la cita es larga): “Pregúntate a ti mismo: tú tienes dieciocho años, o casi dieciocho años, de modo que has de saber qué es capaz de hacer un muchacho de diecinueve. Quizás una carta de la Mano Negra, o un tiro cuidadosamente dirigido contra él a través de una ventana de dormitorio. Yo tengo cincuenta años. Lo único que sé es que a los diecinueve años se puede hacer cualquier cosa, y que lo único que protege al mundo adulto contra las personas de esa edad es el hecho de que están tan convencidas de antemano de alcanzar el éxito que el simple deseo y la voluntad son para ellos como el hecho logrado, y no prestan aten-
El deseo como voluntad, como potencia afirmativa, exaltado en la juventud –que “puede hacer cualquier cosa”- pero confundido con lo actual y deshecho en el acto de esa confusión. Como nuestra nueva roma, el futuro confundido con el presente impone una permanente ansiedad. Así, sin prestar atención “a los simples detalles mecánicos y vulgares” avanzamos en la ficción de la libertad irrestricta del mercado neoliberal como jóvenes en su potencia explosiva de poder hacer “cualquier cosa”; diría más bien que no avanzamos, a lo sumo nos meneamos un poco en un cubículo de góndolas de supermercado chino. Entre tanto, el mundo adulto nos observa tranquilo: el cosmos se agita, los árboles crecen y el hombre se come a sí mismo. 3. [Nueva Roma.] El solapamiento de futuro y presente de la nueva roma implica una relación bastante compleja con el futuro, que está ahí y siempre más adelante. En esa figura entra la idea -tan agitada desde hace ya varias décadas- del fin del mundo. El fin de la historia no es la llegada al máximo desarrollo sino una larga meseta de explotación; pronto todo acabará por nuestras propias limitaciones; y decididamente no contamos con ningún salvador extraterrenal. Si no son las computadoras en el 2000, será la predicción del film o la fecha indómita del doble de quantum que el mismísimo diablo. El Mató A Un Policía Motorizado cantándole al fuego del final con Prietto liderando las guitarras, doble batería con Mariano y coros de Shaman y Poli de Sr. Tomate podrían ayudarnos a entender esa idea; el fin del mundo ya llegó, se cantó antes también. Cuando era chico había una sección de Telenoche en donde le dedicaban un buen pedazo una vez por semana a hablar de que “se-viene-el-dosmil-y-quécarajo-va-a-pasar”. Se llamaba “A Cinco del Dos Mil”, y en el logo tenía una manito abierta indicando el 5, como nenes con una manito saludando el porvenir. Eso sí, nada de profecías de muerte. César y Mónica contándonos el futuro. En ese futuro, se repetía seguido, nuestro cuerpo (el de nuestra especie) mutaría para mejorar la relación con las nuevas máquinas. Es en algún sentido el cuerpo del alien. “Espigadito” a lo esquizofrénico, con los dedos largos, el vientre abultado entre la flaccidez y el empuje de una espalda con una pronunciada curva hacia adelante, hacia el empome. Empome que no lo era, claro: los aliens no tienen los órganos genitales, al menos como los conocemos.
Lo que más me impresionaba era lo de los dedos largos. Mi vieja daba cursos de computación para docentes y personal en general de la escuela donde laburaba y yo pasaba el tiempo viendo cómo las manos del pasado trataban de aprender la nueva destreza sobre un teclado que no les ofrecía casi resistencia en comparación con las máquinas de escribir. Las manos de la Peñaloza estaban condenadas de antemano. Sus dedos chorizo bombón deberían ser amputados y reemplazados por prótesis de alguna aleación metálica semiflexible. Yo quise mandar una carta a Telenoche para que la entrevistaran a la gorda en el 2000 y mostraran la operación que la dejaría a las puertas del nuevo siglo, pero mamá no me dejó sacarle fotos de las manos (¡yo hasta había llevado la cámara escondida al colegio!) y no quise mandar la carta sin las pruebas en imágenes. Los otros dos puntos que me obsesionaban de esos cuerpos del futuro, y creo que buena parte compartirá esto, eran los ojos y su andar. Los ojos son demasiado característicos, no hay mucho que decir. (Sólo quizás que en el taller de computación de mamá nadie tenía ningún problema con relacionarse con pantallas. El aprendizaje del cuerpo a las pantallas ha debido ser algo muy asentado en nuestros cuerpos como para permitir la relación con las computadoras.) El otro, el andar, me parece que es necesario percibirlo en relación con la postura (esa columna corva de hombros atrás y panza afuera) y con los pies. Estos últimos son a la vez apoyo de la postura y del movimiento del andar. Pero no recuerdo ningún pie de alien. Sólo recuerdo los pies deformados a mi alrededor. Los míos, los de mi hermano. Tengo los dedos gordos de los pies deformados y estoy seguro de que es producto de un trastorno mental: la ansiedad ha tomado nuestra mente y controla nuestro cuerpo. Quizás no tanto, pero sí es ansioso el modo en que nos relacionamos con nuestro cuerpo. En esa ansiedad en que las promesas se disuelven rápido y a la vez chirlamente, no podríamos tener más ganas de “hacer algo por nuestro cuerpo”, “empezar el gimnasio”, “arrancar algún deporte”, “salir a correr de vez en cuando”, pero… parece que, como los jóvenes de Faulkner, olvidamos los detalles mecánicos, y nos disolvemos en ansiedad. Así lo atestiguan los dedos de mis pies. Cuando estoy drogado sueño que los puedo aflojar, que tienen cura: masajes en los pies y una temporalidad a ritmo con la mente creen que van a lograr estirar el dedo y volverlo a su posición. Pero no. Está deformado. Lo de mi hermano también es ansiedad. (Voy a ver si me deja poner una foto o me vuelve a pasar lo mismo –aunque esta vez no confío tanto en
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ción a los simples detalles mecánicos y vulgares.”
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Telenoche). También es ansiedad lo de la calle completa. Hace un tiempo, en la facultad, un amigo me compartió esta observación: esta ciudad está llena de gente que renguea, cojea, camina mal, tropieza, camina con muletas, bastón o algún adminículo cuasi protésico, en todos lados, todo el tiempo. Cuenten sólo a los hombres en edad prostática y denle una chance a la idea. Se persiguen entre sí y nos persiguen a nosotros. Nos perseguimos, habré de decir. Lejísimos de esos pies que sostienen un andar de alien, nuestros pies ansiosos del nuevo siglo ni siquiera logran terminar de hacernos caer al tiempo que nos impiden caminar dignamente. 3. [Contramar.] Ahogarse en el mar esquiva decididamente la idea de obstrucción de la primera definición de arriba. El elemento líquido es, en el mar, más agua que nunca (pura vida) e impone una idea de penetración que remite más a una explosión de los pulmones -corroídos por la sal, mordidos por los peces- que a un obstáculo en la circulación de aire. Esa penetración es tan fuerte no sólo por la vitalidad del mar, sino también por su inmensidad. Contramar niega esa inmensidad. “Perderse en la inmensidad del océano”. Nada de eso: contramar siente el vértigo en el acantilado, olisqueándolo con ansias que no sufren ansiedad. Su acantilado bien podría ser la borda de un transatlántico, o un trampolín mal calibrado en un crucero, y su vértigo va a seguir viviéndose afirmativamente como voluntad de caer. No hay inmensidad porque no hay ansias de perderse. Lejos de eso, son ganas de surcar (movimiento diferente de cercar: cuando tuvimos que pensar en tierra hablamos de arar) las que queman la nariz. Hay un deseo de atravesar del que nos hacemos eco. Queremos abrirle paso al deseo, y sabemos que debemos ser prudentes. Deleuze y Guattari nos lo advierten, retomando la advertencia de Don Juan (Castaneda): no hay que precipitarse en destruir el tonal, hay que saber barrerlo, limpiarlo para que el nagual pueda empezar a ex-
tender sus intensidades. La destrucción apresurada o fuera de tiempo del tonal, del organismo, de la significación y de la subjetivación, es suicidio o proliferación de nuevos puntos de sujeción (lo que es peor: ¡nuevos significantes!). Hay que ser prudentes. Hay que ir despacio. Asumimos esa prudencia y decimos: lo único que podemos hacer es preparar el terreno. No hay lugar para suicidios literarios ni para aspiraciones grandilocuentes: no queremos atarnos más a lo que ya tenemos. Buscamos construir ese nosotros que no es yo, ese cuerpo que no es organismo. Mataderos, 17/11/11
Ilustración: Luciana Romero
Sobre la producción Javier Yanantuoni
puede producir y todo se puede perder, o simplemente cuando así sentimos y no nos excluimos de la lista? Nos han dicho: pueden ser lo que quieran… II ¿Cómo he hecho para llegar hasta aquí si no he hecho más que ir contra mí? Quizá Descartes, en los inicios de la modernidad, se hizo a su vez una pregunta como ésta y escribió su Discurso del Método. Este texto, en el que Descartes reflexiona sobre sus escritos, publicaciones y sobre el proceso de conocimiento termina con un comentario acerca de las condiciones mismas de su lugar como pensador-trabajador: “(…) hago aquí una declaración: que sé bien que no sirvo para hacerme importante en el mundo, pero también que no tengo ningún deseo de serlo, y me consideraré siempre más obligado a aquellos a quienes deba el favor de gozar sin obstáculos de mi tranquilidad, que lo sería a los que me ofrecieron los empleos más honrosos de la tierra.”2 Si bien Descartes dice que la publicación de los principios para acceder a un conocimiento verdadero puede encontrar resistencia en las instituciones encargadas de administrar los campos del saber, agradece que lo dejen tranquilo, que le den espacio para pensar, asume una relación personal con el proceso de conocimiento. Él quiere dedicar su vida a conocer las verdades del mundo y las condiciones más favorables para ese proyecto son la tranquilidad y la soledad. Luego lo que hay es una conceptualización y una exportación de su producción, que traducido a nuestro supuesto sería de su relación con la cultura que tiene como fondo. Este tipo de relación entre el sujeto y su producción es característica, por ejemplo, del campo científico. El sujeto del proceso de conocimiento, ya sea un individuo o un grupo, avanza de acuerdo con un método, al que a su vez puede rectificar, y luego establece un producto de ese proceso. Este tipo de relación ya no le sirve a quien busca producir a pesar de su perplejidad. Ya no sirve saber que un atributo propio del hombre, y de ningún otro ser o animal en el mundo que no sea Dios, como deja en claro Descartes, es el entendimiento y que se puede
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I Hay distintos tipos de producciones, pero aquí nos interesa la de quien, en un momento de perplejidad, se pregunta: ¿cómo he hecho para llegar hasta aquí, si no he hecho más que ir contra mí? Supongamos, primero, que una producción es una relación cultural. Ni un producto, ni un proceso. Félix Guattari distingue tres sentidos para “cultura”1. Señala un primer sentido del término vinculado a un juicio de valor que determina si alguien es o no culto: si en el siglo XVIII se pertenecía a ciertos círculos literarios, si se asistía a reuniones de pintura, etc., entonces sí: se tenía cultura; de lo contrario, se carecía de ella. Al segundo sentido lo llama “cultura–alma colectiva”, que consiste en identificaciones entre los sujetos y sus prácticas dentro de una comunidad: la cultura underground se identifica entonces en ciertos consumos, en ciertas prácticas; así también ocurre en una cultura específica, local, tribal, etcétera. La cultura no se encuentra en una esfera separada, sino que es el modo particular de vida de una comunidad. Guattari distingue un tercer sentido que refiere, ya en el siglo XX, a la cultura de masas: la “cultura–mercancía”. A diferencia de los anteriores sentidos, no se trata ahora ni de que el reconocimiento social de ciertas prácticas asigne un estatus específico a las personas, como ocurre con la cultura–valor, ni de un patrón cultural en virtud del cual se organizan todas las actividades de la vida de una comunidad, sin que sea posible aislar una esfera cultural; para el mercado la cultura es todo, todos los objetos y las personas dedicadas a ella, pero precisamente porque procede como si todo se pudiera producir. En efecto, la cultura ya no estaría dada a priori, sino que debe construirse, producirse. Si bien los tres sentidos coexisten en el uso común que hacemos del término, la perplejidad es sintomática del tercero. ¿Qué otra cosa se puede hacer más que aspirar a ser reconocido en esos salones deslumbrantes, o a incendiarlos, si no se tiene cultura? O bien ¿cómo no sentirse invadido y reaccionar cuando aparecen nuevas formas de hilar, distintas a la propia, que a su vez es la de la comunidad, si altera el calendario y el año? En cambio, ¿qué otra cosa puede sentirse más que perplejidad y contrariedad cuando, habiendo crecido con la televisión y la radio y el cine, cuando nuestra subjetividad se ha modelado en diversos consumos culturales, se comprende que más allá del valor de los objetos todo se
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contar con él cuando se encuentra en un pantano de dudas. No le sirve a nuestro amigo partir desde las condiciones de producción de un paper ni tener a mano los requisitos para publicar en una revista de ciencia. Ni siquiera puede avanzar más que unos metros apoyándose en instituciones fraguadas al calor del espíritu ilustrado como el calendario Gregoriano, el Estado Nación, la Ley de su país; no cuando ve que amigos suyos han encontrado en la corrupción la mejor manera de proceder ante un estado anímico como el que a menudo lo aboba. No es una salida muy eficaz porque la perplejidad, la duda y el pantano alcanzaron también a esas instituciones y a la ciencia misma. Ignacio Lewkowicz plantea que vivimos en una situación caracterizada por el desfondamiento de las instituciones (como la familia, la Ley, la Historia) debido al agotamiento del Estado como metaestructura instituyente3. La pregunta que hacemos resonar aquí puede leerse como la vivencia de la imposibilidad de hacerse responsable de los efectos de ese desfondamiento. Cuando pierden poder esas instituciones, cuando su funcionamiento no reproductivo se destaca por sobre el reproductivo, se transforma a su vez la experiencia que hemos ido haciendo en ellas. La pregunta ¿cómo he hecho para llegar hasta aquí si no he hecho más ir contra mí? indaga en qué grado ha participado uno mismo de su propia desorientación, de su propia perplejidad. ¿Cuánta responsabilidad se tiene en eso? Y sin embargo no es posible responder porque nadie puede hacerse cargo de principio a fin de un proceso tan profundo e impersonal. Lo único que siente este amigo es que ha ido en contra de las distintas voces que fueron en cada momento la dominante. En un principio fue su madre, su padre, luego la de sus amigos, sus ídolos, sus personajes favoritos. Ha ido un poco contra todas sus voces. Ha vivido el desfondamiento de las instituciones como una contrariedad. III Cada vez que fue en su contra lo hizo por una persuasión, gracias a un llamado que lo sedujo. No se trata de que el mercado doblegue a las instituciones, sino que hay una seducción, se ofrece una experiencia a consumir. Eso es todo lo que hay: cierto tipo de llamado. Cada llamado pudo haber sido amor; terrible sería que nada nos moviera. Idilios de corto alcance. Supuestamente cumplían con los pasos de todo enamoramiento, pero llegaba el día en que el amanecer los secaba y descubría el baldío. Entonces comprendía que no se había cumplido ni siquiera el rito de la seducción, que todo se había
precipitado sin dejar casi momentos memorables. Nuestro amigo, el que preguntó ¿cómo llegué hasta aquí si no he hecho más que ir en mi contra?, encuentra que, a esta altura, su amor debe caber en uno de los envases del cajón de cerveza que hay en el patio, y que últimamente sólo se muestra y cobra gracia con la lluvia. Pero ¿cómo se convierte en birra ese cajón de amor cuando no se tiene con qué pagarlo? Se podría tomar deuda. En una época de su trabajo, sobre todo en los días de Pat Hobby, F. S. Fitzgerald tuvo que devolver dólar por dólar los adelantos que pedía para costear la vida que llevaba con su esposa Zelda, escribiendo relatos para la televisión. Se escribiría entonces para vender el paquete y conseguir un mejor amor, uno más alcohólico y embriagador. Sin embargo, a diferencia de Fitzgerald, en el caso que consideramos no se tiene capital con qué empezar, este amigo no tiene talento o no lo sabe, no cree que alguien deba o pueda reconocerle algún mérito. Ha entrevisto que más preocupante que estar imposibilitado de trocar el agua de lluvia en birra es esa forma abotellada de su amorcito. Fuera de la metáfora, se trataba de costumbres, de cantantes de su infancia, de famosos de la tele, –y volviendo– de todo un pesebre de rostros que en el medio tenían a Pinky y Cerebro, su dibujito favorito. Amaba a “Cerebro”. El problema era que el programa había empezado a perder rating y el estúpido de Pinky cada vez hacía más cosas humillantes por Cerebro. Pero eso no era tan terrible como cuando Cerebro también se humillaba, y ni siquiera así se sumaba un solo televidente a la audiencia. Y todos saben que éste es el momento en que la parábola entra en su fase negativa, como si se rindiera, y se deja llevar cuesta abajo, habiendo dado y perdido todo. Pero antes de la caída hay un momento: ¿cómo he hecho para llegar hasta aquí se no he hecho otra cosa que ir contra mí? Sin capital, con un equipo cómico, sin éxito, vivo aún cuando no se haya hecho otra cosa que ir contra uno mismo, que fue lo mismo que ir contra todas las voces que hablaban en jerga: en medio del baldío, el viento sopla como en medio del mar. Cómo se espera, entonces, el mes más cruel, que hace brotar lilas en tierra muerta, mezcla memoria y deseo, y remueve lentas raíces con lluvia primaveral4. El momento del que ha debido partir este amigo puede verse como el continuo fracasar de la modernidad, que ha encallado en un camino de tierra, de un barrio bajo, y acelera sin éxito y sigue acelerando porque tiene la chica al lado. Sobre todo por ella. “Nos vamos de acá enseguida, nena”. Sólo por ella el pie tembloroso no deja de pisar y pisar sin
IV Aquí. El lugar del que se parte es sofocante, desabastecido, oscuro. Para rehabilitarlo en un primer momento hay que tener confianza. No una gestión de la confianza que calcule beneficios. Se trataría más bien de una profunda fe en que aquél a quien le ha tocado ser el centro tanto de las recetas como de las bromas, soportará y saldrá fortalecido. Se volverá bravo, sensible, atento y más efectivo de lo que era. En ese lugar casi no hay voces que inspiren confianza. A lo sumo sensaciones que lo hacen, porque éstas toleran mejor la ambigüedad y la contradicción. Sensación no de que se ha ganado algo valioso sólo para privilegiados, ni de que se ha apostado todo y resta esperar; sensación de estar en medio de un lío, en el que se ha quedado en desventaja y descubierto. V ¿Cómo proceder? Si no hay una razón ni un método que garantice una producción, si no hay posición para reproducir, ni capital cultural para invertir, ni se dispone de un talento que aunque sea pueda exprimirse un poco en los puestos del mercado, hay que aprender a trabajar de un modo que sea más apropiado en virtud de las nuevas condiciones que caracterizan la cultura-mercancía, un modo no individualista y metódico, ni compulsivo y mercantilista. Vamos a imaginar un punto de rehabitación a partir de tres operaciones. -a En Diario Argentino Witold Gombrowicz cuenta su experiencia en Argentina, aunque quizás sería más preciso hablar de un momento de su trayectoria artística, tomando por arte una definición que él mismo da: “el arte es ante todo un problema de amor”5. Expresa en su diario, pues, los días de un enamoramiento. A la semana de haber desembarcado en Buenos Aires ocurren dos acontecimientos determinantes para Gombrowicz: una catástrofe, estalla la Segunda Guerra Mundial y no puede volver a Polonia; varado en Argentina, se enamora de la parte baja de este país, queda prendido de cierta belleza, propia de la cultura popular, que ve como una belleza joven, impura, espúrea, algo informe, baja. Gombrowicz provenía de la nobleza polaca y ya era reconocido en su país como literato, de modo que lo que se lee al comienzo del Diario, al ventilar sus escapadas a Retiro para mirar a los jóvenes marinos que llegaban de las provincias, es una verdadera humillación. “Pero ahí, en Retiro –dice–,
veía la juventud en sí, independientemente del sexo, y experimentaba el florecer del género humano en su forma más aguda, radical y –debido a que estaba marcada por la carencia de cualquier esperanza– demoníaca. Además: ¡abajo!, ¡abajo!, ¡abajo! Aquello me llevaba hacia abajo, a la esfera inferior, a las regiones de la humillación; aquí la juventud, humillada ya como juventud, se veía sometida a otra humillación como juventud vulgar, proletaria…”6 Tras la catástrofe de la guerra la posibilidad más clara que tenía para hallarse en un país del que ni siquiera conocía la lengua, era acomodarse en el círculo literario porteño que, por otra parte, estaba fascinado con Europa. Pero en la catástrofe que vive Gombrowicz se refuerza una tendencia hacia lo bajo, lo inferior, que se conecta con la juventud vulgar, inocente y ascendente. Ante “esa línea divisoria entre la vida ascendente y descendente, la más importante de todas”7, tiene que decidir qué hacer para sobrevivir. Como su trabajo era crear y la exigencia de todo aquel que se reconozca en ese trabajo debería ser buscar la honestidad artística y probar (aunque sea poner a prueba) su particularidad, decide por lo inferior, por lo que aún no tiene forma y pugna por darse una. Según Gombrowicz, la juventud es fuerza ascendente, fuerza de atracción, un llamado inexorable, inocente. La adultez, por el contrario, no precisa que se le sume nada, está completa como está aunque se ejerce a partir de una apropiación sobre la fuerza juvenil. En el Diario, Gombrowicz habita en medio de estas fuerzas, movido por una y por la otra. El amor por lo bajo y lo impuro aparece allí como una atracción apasionante hacia las creaciones de la juventud, que no tenían ningún valor para el arte ni para ninguno de sus caudillos y representantes, salvo para un polaco que… ¿cuánto podía saber de los problemas del Arte? Habría que distinguir dos cosas. Por un lado le belleza inferior y baja, informe, que ve Gombrowicz en la masa argentina. Por otro, el hecho de que esa “belleza”, junto con los problemas que tienen los jóvenes para hablar con voz propia, pase desapercibido a la mirada de los literatos consagrados, deslumbrados por París, Londres. La operación aquí está en que Gombrowicz, una personalidad afín a los círculos culturales y con cierto reconocimiento, pero sin la fama ni la facha de sus colegas, es decir, sin muchas certezas, apuesta a mirar esa juventud que no tiene ningún valor artístico y cuyos problemas literarios están mezclados con las tareas familiares, con los deberes militares y con sus extrañas fabulaciones. Al acné del lenguaje ordinario, al torpe snobismo adolescente, pero al mismo tiempo a la consagración
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adelantar un metro; aun cuando ella no se muestre inquieta, se pierden los tendones en el pedal.
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absoluta hacia Lo literario agredida por los amigos, los juegos infantiles, por todos los legisladores de esa etapa que no son sólo los padres. En su Diario, y hasta en Ferdidurke, en La Pornografía, lo vemos dirigirse hacia allí públicamente. -b Con Gombrowicz vimos una operación que consiste en apostar a lo que apasiona. ¿Hay algo a nuestro alrededor lo suficientemente fuerte, aunque sea absurdo o no, como para implicarnos y arrastrarnos? En la mordernidad el hombre ha sido deslumbrado por las fuerzas de la máquina, a las que interpretó como prolongación de sus propias fuerzas. El escritor francés Alfred Jarry ha dado una mirada muy perspicaz de la mentalidad y de los procesos puestos en marcha con la creencia de que las fuerzas del hombre se podrían extender infinitamente con la mediación de la ciencia, la técnica y sus mecanismos. En la novela El Supermacho cuenta ante todo dos hazañas, la del supervelocípedo y la del “Indio tan celebrado por Teofrasto”. En ambas hay un desafío a las fuerzas humanas por el hombre mismo. En la “carrera de las 10.000 millas”, que tiene como propósito probar un nuevo invento alimenticio, el “perpetual motion food”, cinco ciclistas que avanzan juntos en una misma bicicleta a trescientos kilómetros por hora, a la par de un tren, advierten que algo los sigue. No saben qué puede ser, es simplemente “algo que nos sigue” (las cursivas son nuestras en esta y en todas las demás expresiones citadas). El vocero de los ciclistas, al ver que es superado por esta especie de sombra, reconoce que “Por lo tanto no había soñado: un corredor extraño precedía a la locomotora ¡pero no andaba en un cuerpo derecho con llantas macizas, no llevaba botines con elásticos! ¡Su bicicleta sólo chirriaba en mis oídos que zumbaban! ¡No había roto cadena alguna porque su bicicleta era una máquina sin cadena! ¡Los extremos de un cinturón flojo y negro flotaban detrás de él y acariciaban el espolón de la locomotora! ¡Eso era lo que había tomado por un guardabarro y por el vuelo de una bata casera!”9 El ciclista rectifica una primera visión que había tenido, desconcertante e inverosímil, la de un hombre en bata, sobre una bicicleta destartalada, corriendo a trescientos kilómetros por hora, por una explicación no menos irreal, aunque más “verosímil”, más adecuada. Suele ser preferible y hasta tranquilizadora una explicación como ésta que ver una potencia desmedida desbordar su forma primera. La segunda hazaña es la del “Indio tan celebrado por Teofrasto”, quien “lo hacía en un día setenta veces o más”, superando cualquier registro de potencia sexual. El Indio se une con Ellen, una mujer
delicada y poderosa, más de ochenta veces hasta que la ve reposar muerta. Entonces piensa que “es el deseo de la eternidad quien arruina las efímeras alegrías de los amantes.” En la modernidad se desatan dos fuerzas humanas, una que siempre buscará exceder, sobrepasar, parodiar, otra que se propone controlar, dominar, explicar. Jarry hace ver en El Supermacho que estas fuerzas se configuran alrededor de un desafío, de una hazaña. Marcueil, el nombre que se esconde detrás del supervelocípedo y del Indio, es decir, el supermacho, asegura a Bathybius, William Elson y Athur Gough, hombres de ciencia, que “las fuerzas humanas no tienen límites”, y que es posible retardar el reposo total hasta la muerte y repetir la hazaña del Indio. Pero este desafío a las fuerzas humanas, una vez que su desarrollo supera los registros y las especulaciones de la ciencia, una vez que se cruza ese límite, pierde su fundamento. ¿Sobrepasar en virtud de qué? El patetismo y la torpeza que aparecen luego de que algo ha sido superado están en lugar del debido reconocimiento por parte de un Dios o de una Ley. El desafío no tiene un propósito muy claro y firme más que superar, y esto queda al descubierto, por ejemplo, en el desconcierto del Indio frente a su amante exánime, o en la carrera de Jewey Jacobs, el cadáver ciclista que pedalea tan bien como sus compañeros, y en la muerte misma del Supermacho, “muerto, ahí, enroscado con el hierro.” Al final de la prueba se espera un serio reconocimiento, al nivel de las circunstancias, y sin embargo no se recibe más que una carcajada. Humor por algo que se aceleró con la Revolución Industrial, con el crecimiento de las transacciones comerciales, el desarrollo de la física, de la química, con los nuevos inventos, de los nuevos medios de comunicación como el telégrafo, la fotografía, el teléfono, cuando se mejoraron e inventaron nuevos transportes, cuando el mundo empezó a moverse más rápido atropellando todo a su paso, como un enorme cerdo lanzado dentro de la casa y que nada entiende de los tesoros familiares. No sabemos lo que puede un cuerpo, por eso siempre hay desafíos. En cada desafío se prueban límites. Pero cuando son superados a veces suena una carcajada que bien puede provenir de vernos en esta marcha alocada, delante de “algo que nos sigue”. Esta novela no deja de ser ni una novela moderna, en la que se cuentan hazañas del Hombre, ni una parodia, en que se pone en ridículo el afán de buscar la eternidad en ellas, de cruzar todos los límites y especular con tan imposible tarea. -c En Muerte en la tarde Hemingway escribe sobre la lidia de toros y el arte del toreo. El matador tiene
VI Pongamos más o menos en claro estas operaciones. La forma artística se ata a una pasión y lo que apasiona es esa fuerza joven capaz de deformar y pervertir; el desafío extra-humano, aunque sin fundamento y cómico, requiere no
obstante su relato; el aprendizaje se vuelve relativo a la consistencia de un arte. En efecto, parece que hablamos de un problema de amor, de una historia de amor en la que hay una entrega, un acuerdo singular y un celar por la repetición del encuentro. Ante todo son intentos por intervenir en la significación de las producciones culturales. Según el caso de Gombrowicz, las producciones simbólicas, como la literatura, pueden proliferar movidas por una fuerza natural que se compone entre lo bajo y lo alto, sin que sea posible decir dónde está cada término guiándose con otro sentido más que el de la fuerza de nuestra pasión, que no obstante no deja de ser cultural. Segundo, en la novela moderna, en la que entramamos nuestras hazañas, desafíos y producciones, se profundiza aquí y allá la relación entre lo conocido y lo desconocido, entre lo posible y lo imposible, sin que podamos asegurar si se trata de un compromiso o de una huida, pero sí que hay en juego una especie de desafío inmanente a la narración de sus páginas infinitas. Tercero, si en las condiciones de nuestra cultura aparece inscrito que todo puede producirse, diremos que, en virtud de la consistencia de un arte, no todo debería ser producido. Y dicha consistencia no se halla sólo en el producto. Como ocurre, según Hemingway, con el valor artístico de la lidia de toros, que si bien tiene su punto más sensible en la entrada, viene arrastrándose entre las largas series que allí confluyen. Por cuestiones de supervivencia no llegaremos a ninguna parte planteando las cosas en términos de un joven, un animal o un amigo. Haber partido desde un aquí inhóspito e infértil se debe a que cada vez menos puede darse por supuesto un lazo social contenedor y promotor de sí mismo, y si hemos planteado el problema de las producciones culturales es porque en ellas aparecen las condiciones en las que nos constituimos como sujetos y comunidades, dada la promesa ahora pueden ser lo que ustedes quieran. Confesamos que no nos interesa sólo un modo, un hipotético tercer modo, claro y distinto respecto de los dos anteriores, el positivista y el mercantil, sino todos los intentos por darse una forma de vida autónoma y efectiva. Las producciones en la culturamercancía (o en cualquier otra) no aparecen sólo en un escenario teórico, por más complejo que sea. Pero tampoco corren según algún plan inmanente en el que cada cosa tiene su lugar, cada nombre una significación y nosotros un destino. Si bien el sentido es neutro (podríamos hablar y comprender hasta morirnos de hambre), las relaciones que mantienen las condiciones con los productos son heterogéneas y lógicamente problemáticas. Así, por dar un ejemplo, según la paradoja de la regresión infinita, al decir el
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una tarea: introducir la espada en un espacio tan grande como la ranura por la que pasa una moneda, aprovechando la fuerza con que lo ataca el animal para conseguir una herida efectiva. Si no es precisa su estocada la espada choca contra los omóplatos del toro y salta por el aire; si no se ha apartado prudentemente lo herirá una cornada capaz de tumbar un colectivo; y si no tiene la gracia ni asume el riesgo suficiente que requiere su arte tendrá que dedicarse a otra cosa. Hemingway habla largamente de cada una de estas series, de los estilos de los matadores, de las razas, la crianza y el destino de los toros después de una lidia, de las transformaciones históricas del espectáculo y así da cuenta de cómo afecta cada una a la otra; no obstante es en ese momento, en la entrada, como si fuese un espiral cuyo centro es la muerte, en el que los componentes adquieren su verdadero peso. Las modificaciones en una serie alteran las otras, pero sobre todo afectan la consistencia de ese momento. Si eligen para el torero un toro manso con el propósito de achicar los riesgos, puede que se trate de un toro temeroso y que ese miedo arruine su envión y lo vuelva menos predecible en su ataque, y por consiguiente más peligroso en la entrada. A la vinculación de todas las series que afectarán la consistencia del espectáculo de la lidia de toros como un arte, se agrega, según Hemingway, otra complicación: el toro aprende, y aprende rápido. Tanto que después de cada lidia el animal es sacrificado. O sea que el matador se encuentra con un animal salvaje y que va aprendiendo de sus mismos trucos. Se entiende que el espectáculo no puede acabar en una amistad entre ambos, en una domesticación; allí está el público que pagó su entrada. No basta que algo nos atraiga, es preciso además medirlo, pesarlo, poder captarlo de cierto modo y no obstante evitar la cornada. Lo que está en juego es un aprendizaje que al mismo tiempo es lucha, o si se quiere, un arte, un juego mortal. Hay también aquí una seducción que consiste en la imposibilidad de que el encuentro termine en una domesticación. Cuando todas las series relativas a la lidia aceleraron su tendencia a la domesticación, el espectáculo se vino abajo, casi imperceptiblemente y a la vista de todos. Como arte, perdió fuerza y se dispersó, se acabó.
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nombre de un producto, Muerte en la tarde, también tenemos el sentido del nombre, un libro sobre la lidia de toros, que bien podría ser una estetización de la violencia contra los toros, según quién, cuándo, dónde se lo lea. Esas posibles interpretaciones son efecto del carácter problemático del sentido. No vamos a extendernos ahora en este punto. No obstante nos ha motivado una analogía entre la consigna moderna referida a la producción (tanto de subjetividades como de objetos) y la literatura como una práctica que a menudo ha sido entendida desprendida de sus condicionamientos. Es sabido que en las limitaciones aparece el sujeto. Esas limitaciones no son sólo individuales sino también culturales. Es decir que la relación entre los condicionamientos y las producciones, cuya distancia es recorrida por cierta producción, pone en problemas toda una red de posibilidades. En todo caso lo que se ensancha es el problema y con él la multiplicidad de formas. Pensamos que ya no es posible considerar la literatura como algo desprendido de sus condicionamientos, que son ante todo corporales (y “el cuerpo es el privilegio de cualquiera”) porque al desfondarse las instituciones se descompone también la escala que jerarquizaba una serie de valores inmutables. Cuando no hay talento ni capital, aún queda el cuerpo. Pero el cuerpo no es precisamente lo dado. Hay un trabajo de composición que en general nos lo ahorra la cultura en la que nacemos, pero a veces por ese mismo camino se nos ha desmembrado hasta hacernos despojos y chatarra. En nuestras producciones se jugará también la composición de nuestro cuerpo y en ella la consistencia y la efectividad de una forma posible. Es decir que ya no creemos en una literatura libre de condicionamientos y que deba valorarse según una jerarquía de temas y de géneros, no porque el sentido de un producto esté encerrado en su contexto, como sugiere la noción de cultura-alma colectiva, sino porque no hay otra cosa que condicionamientos cuando se trata de comprender y de intervenir, de producir. Y toda producción es una especie de entrada en la que nosotros y nosotras no estamos precisamente empuñando el estoque.
Notas 1. Guattari, Félix y Rolnik, Suely (2005). Micropolítica. Cartografía del deseo. Buenos Aires, Tinta Limón, pp. 23-31. 2. Descartes, René (1980). Discurso del método. Otros tratados. Madrid, Edaf, pp. 91. 3. Lewkowicz, Ignacio (2008). Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez. Buenos Aires, Paidós. 4. Eliot, T. S. (2003) La tierra baldía. Buenos Aires, Sol 90, traducción de Juan Malpartida. 5. Gombrowicz, Witold (1968) Diario Argentino, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 38 6. Íbid. pp. 33 7. Íbid. pp. 49 8. Jarry, Alfred (1976) El supermacho, México, D.F, Juan Pablos Editor. 9. Íbid, pp. 75
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Manuel Lemcovich había entrado al bar del que era habitué, La Glorieta. Detrás del mostrador, Esquivel batía en el interior de un jarro cierto compuesto destinado a ser veneno para cucarachas. Saludó paternalmente a Lemcovich y lo felicitó por el reconocimiento que había obtenido en la última feria de Montserrat. Unos pocos hombres, que eran toda la clientela de esa tardecita, intercambiaron silenciosos saludos con Manuel, salvo un tipo de cabello grisáceo, con la camisa entreabierta y arrugada, que tomaba notas en una mugrienta libretita solo frente a un envase. – ¿Cómo anduvo hoy? –preguntó Esquivel mientras acercaba y alejaba un frasco marrón para leer las pequeñas oraciones de la etiqueta. – Normal. Esquivel abrió el frasco y vertió un chorro dentro del jarro. En medio de la experimentación, como recordando a Lemcovich, dijo: – ¿Un porroncito? Manuel asintió. La televisión estaba prendida pero en mute. Hizo un barrido por el bar casi desolado y se cruzó con la mirada del tipo de la libretita quien, a su vez, miraba a Manuel diagonalmente. – Un porroncito frío –apuntó Esquivel– para refrescar el tanque. En el Boletín de Montserrat de la semana ya se podía leer Manuel Lemcovich: joven e inventor. Orgullo del barrio. Había ganado la primera mención del certamen Nueva Era con su invento “Mochila de carga eterna”. Se trataba de un bolso-mochila especial para notebooks. Una batería ultraliviana, alimentada por sensores a ubicarse en el calzado del portador, ofrecía energía a un ordenador sin necesidad de fuentes estáticas. Movidos por los pasos de una caminata los sensores se acercaban y alejaban generado entre sí un campo magnético relativamente constante. La apuesta fuerte del invento y su momento de mayor riesgo práctico estaban en la batería supra-sensible, capaz de traducir la energía del campo magnético en un manojo de vatios. Así, sencillamente, se conseguía energía eléctrica sólo a partir del ejercicio continuo. Según las palabras de Lemcovich, citadas en el Boletín, se pretende «que uno pueda alejarse de su casa sin estar pendiente de fuentes estáticas de energía, es decir que en un
simple paseo se consiga gastar y generar energía al mismo tiempo». Con las notas que había producido en el proceso de creación, y alentado por la recepción que tuvo en el certamen, el «solidario y trabajador, dueño de una seductora extravagancia» Manuel Lemcovich había decidido dar sus primeros pasos en la ciencia ficción. – El calor te hace sudar las manos y el asunto se complica –reflexionó el inventor. – Además le alarga la vida a las cucarachas. Pero calculo que con esto la cosa se acaba –dijo el viejo a punto de testear su pócima con la nariz, salvado a tiempo por la interposición de Lemcovich. – Si funciona, recordá cómo lo hiciste –le recomendó como colega– En ese caso, mañana vas a tener que agregarle otro componente. – Va a funcionar… –dijo el viejo– Yo sé muy bien lo que destruye y lo que no –y tuvo que contenerse de no corroborar nuevamente con su nariz colorada y carcomida la maduración del insecticida. – El hombre va a morir –afirmó Lemcovich con gallardía barrial y luego apuró el vaso– y al día siguiente una cucaracha va a tantear el clima desde el hueco nasal de un cráneo, bajo un cielo pardo anaranjado, ante una llanura implacable. Un chasquido de lengua del de la libreta llamó la atención de Manuel. El otro escribió unas líneas, arrancó el papel y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Levantó su vaso, estaba vacío. Lo zarandeó en el aire frente a Esquivel y con el pedido hecho dejó una mirada puesta en el inventor. – ¿Y éste? –preguntó Manuel señalándolo con un cabeceo. – Vino un par de veces, siempre a esta hora. Pensé que se conocían –dijo Esquivel, y luego en voz alta–; si nos vamo’ a morir, que nos agarre peleando –y sonrió al otro, que en fin era un cliente. – Lo mismo digo –contestó el otro con cierta afonía. Esquivel se demoró unos segundos, como si hubiera algún pedido previo. De la botella cortada subían vahos de Fluido Manchester; el humo del cigarrillo de Manuel se mezclaba con un sahumerio y se formaban peligrosas volutas que enturbiaban La Glorieta. ¡Blop! Sonó la cerveza en la mesa y Esquivel regresó al mostrador diciendo: – Y además de inventor, escritor. Pronto vamos a grabar en una silla: aquí sentó sus reales: Manuel Lemcovich. – Tengo esperanzas de aguantar todavía un tiempo. Me gustaría viajar, escribir literatura para niños. ¿No es temprano para bajar la persiana? – A modo de reconocimiento –aclaró Esquivel, y con un amplio gesto se excusó también frente al otro.
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El secretito
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– Todavía hay que terminarlo –se quejó Manuel. – Y cómo va. – Ahí va. – El calor no ayuda, ¿eh? – ¿El calor? – Y no va a dejar de subir –le aseguró Esquivel. El tipo de la libreta ya lo había mirado dos o tres veces, como si fuera a largarle charla, pero se mantenía callado, con un ceño fruncido que a veces se relajaba debido a breves sonrisas que se balanceaban colgantes, y pronto desparecían tras un gesto abyecto que iba a morir en la calle, detrás de la ventana de La Glorieta, donde no pasaba un alma. – ¿Y cómo es? –preguntó Esquivel como si para eso hubiese tenido que animarse– ¿Un poco y un poco? ¿Escribe por la mañana…? Lo primero que hago a la mañana es regar todas estas plantitas de acá –y señaló una docena de macetas con helechos, aloes y plantas del dinero. – Sí, escribo por la mañana. – Aprovecha que la casa está sola, imagino; si quiere puede tomar algo, ¿no? – Unos mates. Si no la cosa no avanza –dijo Lemcovich que ya terminaba la botella. Esquivel hizo girar el descartable de manera que se mezclara el contenido y unas gotas saltaron fuera. El vaho arreció en el ambiente y picó como una sarnilla interna. Manuel le pidió un poco de prudencia, luego encontró que el otro acababa de quitarle la vista de encima. – ¡Eh! ¿Qué le pasa? –le dijo Lemcovich– ¿Quiere decirme algo? ¿Tiene algo para preguntarme, o qué? –no había en la imprecación una invitación a la pelea, sino un tono seco, de capataz o algo así, como si fuese un empleado que advierte desconfianza en su trabajo, como si el que lo decía sí tuviera en un puño respuestas para despachar. – No, no me pasa nada raro. Solamente le veía cara conocida. – dijo el de la libretita – ¿Es del barrio? – Sí. – Tal vez me quedó su cara registrada de la calle. – No camino mucho por la calle –dijo Lemcovich desalentando la hipótesis. A él también le parecía conocida su cara, pero no porque la hubiese visto alguna vez –. ¿Y cómo se llama? – Omar Espíndola. – Yo soy Manuel Lemcovich. – Es inventor ¿verda´?, y escritor, dicen… –dijo el otro con afonía. Manuel se limitó a asentir con la cabeza y volvió a su vaso, como si no pudiera haber hecho otra cosa en ese momento. Después miró la televisión.
– ¿No les molesta que tire un poco de esto en los rincones? –preguntó Esquivel a la clientela. El contínuo mute de la tele dio por hecho que nadie se molestaría. – No, no hay problema –confirmó Lemcovich. El viejo llevó su brebaje hacia una esquina de la sala, se arrodilló y bañó a lo largo de un metro el zócalo de madera. Sin que llegase a verla, una cucaracha avanzó pegada a la pared y luego encaró hacia el mostrador por debajo de las mesas. – ¡Eh! ¡Viejo! –gritó Manuel– ¡Se te escapa una! –y bajó de la butaca rápidamente. Como viéndolo venir, la cucaracha giró hacia su izquierda y antes de que los pisotones de Lemcovich le impidieran ascender al trono óseo ya prometido se refugió bajo un cajón de cervezas. – ¡Guacha! –gruñó Lemcovich. Levantó el cajón y apareció un caparazoncito color café, reanudando la huída. Descargó un zapatazo y todavía no pudo matarla. En cambio quedó sin equilibrio durante un brevísimo instante en el que revoleó las manos como para tantear lo que fuese con tal de sujetarse. Manoteó en la confusión el pico de una botella liviana y con la otra cazó un hombro, orientándose por fin, y encontrándose de pronto con el otro empapado por la birra derramada. Mientras tanto el insecto huía como si llevara una braza a cuestas, en busca de una ranura oscura, fría y segura. ¡Iba a conseguirlo! Pero Lemcovich no se había rendido. Volvió a verla y lanzó un nuevo zapatazo. La rozó como un rayo y sin embargo la cucaracha seguía ilesa. Avanzó lo más rápido que pudo, que no era más de lo que ya corría, y se perdió entre los recortes de una rejilla. Lemcovich fue donde estaba Esquivel, le quitó el jarro, volvió torpemente a la rejilla y volcó todo el contenido adentro. – ¡Vamos a ver ahora! –dijo exaltado en un resuello– ¡Vamos a ver! –y pronto empezó a toser y a rascarse la nariz, y tosió dos minutos sin parar. Esquivel se arrimó con un vaso de cerveza para auxiliarlo. Manuel se irguió y bebió un poco, pero pronto volvió a encorvarse con gotas transparentes y gelatinosas que le bajaban de su curva nariz. El olor a Fluido Mánchester subía como un aliento de la rejilla y volvía casi insoportable quedarse adentro, pero nadie se levantaba de su mesa por no incomodar a Esquivel. Los vidrios de La Glorieta se enturviaron, o quizás era el lagrimeo de la irritación, pero como sea de pronto el otro estaba junto a Manuel y le preguntó: – ¿Se encuentra bien? Manuel tenía la cara enrojecida y aturdida de tanto toser, como si acabase de abandonar una carrera por falta de estado. Dio a entender que se es-
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taba recuperando. – Eso es tóxico sobre todo para las cucarachas –dijo el otro. – ¿Qué quiere decir con sobre todo? – Que pronto estará mejor –dijo entornando los ojos enrojecidos, contagiándole confianza. Después siguió en dirección al baño, secándose la camisa con servilletas. Manuel se había quedado ruEl viejo no agregó nada y dejó correr un trapo miando, una servilleta le quitaba los mocos, la vista por el mesón. Quitó algunas gotas que había escule quedó en la puerta. pido el jarro y volvió a ubicar ceniceros, portaser– Siempre se va más radiante… es decir, más villtas y una vieja foto del dueño original. alegre –dijo Esquivel, como El de la libreta hapara que lo escuche sólo el bía vuelto a su mesa. inventor. De pronto una man– Detesto que alguien me cha negra, la cucaramire, y ponga cara de estar cha, se descubrió bajo al tanto de una “cosa seria”, las mesas y cruzó la como si compartiera con uno sala otra vez. cierta complicidad –dijo Le– ¡Ea! ¡Bicho del mcovich–. ¿Viste cómo mirademonio! –dijo Leba ni bien llegué? –Esquivel mcovich. Había salrespondió con un gesto– ¡Y tado de la silla como después se quedan callados! para correrla, sólo que – Tal vez recordaba haantes de repetir la esberte visto, o imaginaba que cena extendió unos bihabían compartido en otro lletes en el mostrador, momento el mismo bar, o la saludó secamente y esquina frente un semáfodejó La Glorieta. ro, una cosa sin importancia Esquivel cobró y pero que le daba vueltas en el acomodó los billetanque. tes en la caja, dejan– Yo creo que tiene resendo que cada quien se timiento. enoje por lo que se le – ¿Resentimiento? antoje, pero en el fon– Sí. Pero si no ha llegado do algo desilusionaa nada es porque no quiso, do por su insecticida. tal vez porque se la pasa toOlfateó el jarro con el mando, y no es culpa mía. seño fruncido, hacien– Es culpa mía –bromeó do en silencio la lista Esquivel. de los componentes y – El asunto es que me emlas medidas que había bronca que hagan como si usado. Aún oía eso de tuvieran un secretito, miren Ilustración: Belén Tagliabue que el insecticida era como si tuvieran un secretidañino sobre todo para to, callen como si tuvieran un secretito y la cosa las cucarachas. Se arrimó una vez más al jarro y se termina en que uno les pregunta ¡qué, qué pasa! dijo que con un poco de malta tostada cambiaría ¿Y...? casi completamente la percepción del fluido. Alguien le había pedido un chopp de cerveza. ¿Era el de esa roñosa libretita? Tenía suerte de encontrarlo bueno, pensó, y esperó que repitieran el pedido.
DIARIO DE MUDANZA Javier Yanantuoni
“La palabra de Yavé fue dirigida a Jonás, hijo de Amittay, en estos términos: ‘levántate, vete a Nínive, la ciudad grande, y predica contra ellos, porque su maldad ha subido hasta mí’.” (Jonás 1, 1)
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E
l martes desperté antes que de costumbre. Suelo usar despertador pero esta vez, quizá debido al latigazo de un sueño tempestuoso que no recuerdo, cuando sonó hacía rato que miraba el techo. Además, ya había decidido mudarme. No fue algo espontáneo, sino una tarea que me impuse, un nuevo desafío, una hazaña o como se llame a eso que nos obligamos con la idea de que nos enriquecerá. Sacarle jugo a la vida. Vivir cada minuto como el último. Realizar los sueños. Etcétera. Quería yo aventurarme al mar. Decía entonces que voy a mudarme. En efecto, estoy buscando departamento. Simplemente a veces hay que cambiar de lugar, llevarse hasta otro punto de vista para encontrar una ciudad desconocida; y mudarse es en parte renovar tu interior, volver a amasarlo y yo estaba aburrido del mío, de este lado de la calle, de mis necesidades y de las de mi portero que incansablemente ha insistido, mañana a mañana, como si uno sepultara por completo el día anterior, con el asunto de la fachada en ruinas, de las expensas miserables, tarde a tarde, en todo encuentro, con que en el próximo ventarrón no resistirán las celosías. Yo quería entrar por otra puerta a esta ciudad antes de seguir la Opción de atacarla, ¿no se está al borde de esa Opción? Pin, pan, pin… ¡ataquen! ¡Ah!, ¡porque
la rutina es un mono que oprime el cuello toda vez que algo en ti vibra de intriga! Entonces puse en marcha el plan de la mudanza. ¡Pain, pin, pin! Debido a que mi trabajo ocupa casi todas las horas hábiles del día, decidí contratar un servicio de búsqueda, alquiler y mudanza para no dilatar demasiado el asunto y poner en riesgo el proyecto. ¡La idea! Sabía que existía este tipo de servicios, busqué en la guía; bajo la razón social “Frutos y Asociados” se leía: servicio integral de interpretación del gusto, búsqueda de hogares, firma de alquileres y mudanza. Absoluta confianza. Llámenos. Llamé. Me dije que el sector de servicios estaba alcanzando un punto ofensivo… una voz firme y ronca atendió e interrumpió esa vocecilla que ya me llevaba hacia alguna reflexión inútil. Bien. Era aquella una voz sin vacilaciones y como de autómata, pero con un hilillo de conciencia que le daba un aire de vivaracho; me atendió un vivo, me dije, y luego: un experto. En algún momento intuí: sencillamente un hijo de puta. Comenzó por preguntarme por qué se me había cantado mudarme. Si bien esta pregunta me tomó de improviso y sin ninguna respuesta elaborada, dije más o menos lo que reflexioné hace un momento. Rápidamente noté que la otra voz en el teléfono no toleraba ambigüedades ni dudas, no las resistía, como el que busca de urgencia un baño no resiste que le ofrezcan alternativas; se inquietaba y proseguía con el interrogatorio: ¿cuánto hace que vive en el mismo lugar?, ¿conoce al dueño anterior?, ¿ha probado
con cambiar de lugar los muebles?, ¿está completamente seguro de que quiere mudarse? No conseguía yo decir de forma categórica lo que quería, por eso apelaba a frases hechas tales como “no es fundamental que sea a estrenar, pero lo barato siempre termina por salir caro”, y esto impacientaba a la voz. Vi allí una sensibilidad típicamente porteña, llena de colectivos y de lluvia y de veredas angostas. ¿Cuántos ambientes? ¿Dónde prefiere el baño? No acababa de soltar una pregunta que se escuchaba un ruido de teclas y sonidos de computadora. ¿Con o sin bidet? Para acoplarme al ritmo de su cuestionario había comenzado a devolverle respuestas breves y rápidas; dije pues que no tenía preferencias sobre ese punto, y sin embargo debí haber tocado una fibra delicada de su espíritu porque enseguida se largó a gritar y a condenar la irresponsabilidad en la que incurría yo con tanta indecisión. No viene al caso glosar la puteada del fanático, pero obviamente tenía algo contenido y bastó que yo no deseara con fuerza ningún bidet para soltarlo. Me alejé del tubo del teléfono y volví informándole que hablaba con un mayor, que no tenía porqué cuestionarme en mi derecho de dudar. A lo que la voz dijo que se cagaba en todos mis derechos y sobre todo en los de mi adultez. Contraataqué esta ausencia de todo código en la voz brutal que me toreaba, diciendo que iba a pagarla muy caro, que no sabía con quién hablaba ni a quién había ofendido; cada insulto le costaría muy caro, dije. ¡Pin, pin! Entonces sí que me amenazó, esa voz vieja y ponzoñoza, que prometió buscarme y encontrarme en mi domicilio actual o en cualquier otro lugar de la ciudad, que todos conocía, que cada baldosa había sido pisada por él y que desde ya no tenía escapatoria ni en los hospitales ni en los parques. Describía cómo me rompería las articulaciones a rodilla-
partamento. Fui a San Telmo. La mujer canosa de la inmobiliaria me instó a seguirla tres pisos por escaleras. Yo veía los escalones gastados de tanto habitar el edificio y a la mujer que se sostenía la lumbar y ascendía lentamente. Todo allí era silencioso, antiguo, penumbroso, húmedo; al departamento le faltaba una mano de pintura con la que supuestamente ya se había comprometido el dueño. Sin embargo el precio del alquiler me superaba. Parece que estaba recién hecha la instalación eléctrica. Antes era una oficina estatal y prescindía de tantos enchufes. La mujer señaló todos los que habían agregado. En efecto, había unos seis por habitación. Me tomó el número de teléfono y me preguntó el apellido: “Jonás”. Tuve que repetirlo. Pensé en el fanático y busqué dar por finalizada la visita y salir cuanto antes con todo el tacto posible. Desde la calle vi que la mujer se había asomado y me miraba desde el alféizar como un mascarón de proa. En Parque Patricios me recibió Flavia, una chica de veintipico, tetona y algo triste. Desde el living del departamento se veían los paraísos del parque. Estaba bien ubicado, pensé, aunque no tenía transporte público cerca. Flavia dijo que una amiga suya vivía en el mismo edificio, un piso más arriba, con su nuevo novio. Comparándolos, notó Flavia, en el que estábamos entraba mejor luz y la disposición de las ventanas aprovechaba las correntadas de aire del parque. Su amiga estaba encantada con el barrio, con la feria que se armaba en frente los sábados; al parecer la pareja iba allí a buscar el queso fresco y el tomate maduro, y luego al parque; pensaban quedarse allí, quizás comprar. De pronto Flavia había callado, perdida probablemente en el logro de su amiga. Caminaba de un ambiente al otro con el mismo desdén, y el sol de la siesta estaba por toda la casa aplastando y estirando las baldosas y las paredes blanqueadas. De pronto pregunté el precio. Entonces empezó a hablar del precio, de la relación precio-calidad, de la ubicación y la tranquilidad de la zona, del tipo de gente que elegía esa clase de departamentos algo alejados del centro. Yo daba con ese tipo, me decía. Fuimos a la cocina y luego a uno de los cuartos. Por el living cruzaba la brisa enfriada de la arboleda. – Podés abrir aun más la ventana –me indicó Flavia cruzando los brazos. – Perdón –dije tras un chillido del aluminio–, falta aceite en los rulemanes. – No es nada. Se lo comento al dueño. – Deben ser difíciles los dueños –dije–, cobran una fortuna y piden muchas garantías. Hay toda una arbitrariedad de la que también se apropiaron. – A este dueño lo tengo acá –aseguró ella cerrando el puño–; no te preocupes por el aceite.
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zos cuando le corté. Comprendí, entonces, que había firmado yo mismo la sentencia. El tubo del teléfono sonó como un apretón de manos. Frente a ese choque cambié la estrategia. Con más razón ahora, la mudanza no podía demorarse pues le había dado mi domicilio. Compré el diario y seleccioné de la oferta que había en los clasificados un espectro de barrios, de precios, de departamentos en alquiler. Acordamos con un empleado de Brulotti Propiedades ver uno en Barracas, sobre la avenida Martín García. Para un barrio como éste, cruzado por autopistas y vías ferroviarias, esa avenida es la única afirmación actual del lujo que tuvo Barracas en el siglo XIX, y al mismo tiempo lo más brilloso de una zona que derrapa cada dos cuadras y se hunde en los conventillos, las casas tomadas y en el lumpenaje que mira a orillas del riachuelo el fulgor berreta de Martín García. Cuidándome de que el fanático hubiese puesto al tanto a sus colegas, me presenté con una identidad falsa, con el nombre de Fabio Jonás, a Carlos, de Brulotti Propiedades. En el ascensor me preguntó a qué me dedicaba, cómo pensaba pagar el alquiler, si tenía la escritura de una propiedad en Capital para ofrecer como garantía y en general, sobre mis proyectos para los próximos años como inquilino y ciudadano. – Mire –dijo Carlos, una vez que llegamos a la puerta– el departamento es un chiche –entramos. – Acá puede poner una mesa, tiene luz hasta la tardecita, ahí está la cocina con lugar para un lavarropa, ¿tiene lavarropa?, no importa manda a lavar, macho, o usa la bacha. El baño está completo, macho –dijo mientras yo lo seguía por el departamento– ¿es para usted sólo?, no va a tener problemas, y si los tiene me llama, ¡o los resuelve usted mismo, macho! –dijo riéndose. – Es chico, pero para uno sólo es ideal. No me gustaba. Encima, Carlos le había pegado un aire de resentimiento y nostalgia hacia tiempos mejores que boicoteaba todo mi anhelo de un clima distinto, vivificante; antes de despedirnos me contaría que había trabajado como ingeniero, responsable de trescientas personas, en un verdadero trabajo como ahora no hay. Para decir algo pregunté por la vista: – Vea, vea usted mismo macho, hay una buena visión. Por ahora no van a construir ningún departamento delante; mire, mire qué visión, ése mismo es el Río de la Plata. Dos horas más tarde, comiendo un sándwich en la costanera, entre turistas que aprovechaban la tarde soleada, todavía me resonaban los comentarios de Carlos. ¿Qué hacía un ingeniero trabajando en una inmobiliaria? Me pidieron el favor de sacar una foto. El día estaba claro y ventoso, encuadré aquél grupo despreocupado de vejetes y olvidé a Carlos y su de-
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Se acercó junto a mí, a la ventana; estaba como nueva, alegre, y como si se hubiese desprendido de rancias imágenes. Era un alivio largar la vista sobre las frondas verdosas, dejarse allí y volver al rato, a nuestra conversación en esa casa muda. Inspeccionamos pisos e instalaciones sin encontrar nada de malo. Estaba, quizás solamente, el asunto de la falta de transporte… Ella había llegado en bicicleta, trataba de evitar los colectivos y los subtes de Buenos Aires; según dijo, ya no soportaba viajar como ganado. Lógico, había que adaptarse. Volvió entonces a soplar en mí viento a favor, estaba dispuesto a plantar una bandera para que flameara. Flavia: esta es nuestra isla. Iba a decírselo… – ¿Te gusta? Tiene bajas expensas –dijo distraídamente, jugando a lanzar un anillo con el dedo y a embocarlo en otro de la misma mano, desnudando una destreza infrecuente– Hay un parque cruzando la calle –recordó esa niña, y el anillo plateado cayó sobre el meñique y lo abrazó. – Está muy bien. Aunque recién empiezo la búsqueda, tengo un par de entrevistas mañana. Aunque, la verdad… – No vas a encontrar otro como éste, Jonás –dijo con seducción volcánica, pero también hiriéndome en el nombre falso que le había dado. ¿Por qué tenía que llegar hasta ese punto? – Mañana… te llamo –respondí. Eso quería decir que no era precisamente lo que yo quería. Cuando bajamos abrió el candado de la bicicleta, me saludó con un beso y avanzó torpe y ruidosamente en su máquina, hasta que tomó velocidad. Me había pasado la semana rondando el interior de la ciudad. Recorrí San Telmo, Barracas, Almagro, Caballito, Boedo. Para eso había pedido una semana de vacaciones en mi trabajo. Sin embargo, nada me convencía del todo y entendí que el plazo de la licencia serviría como presión para optar finalmente por uno. También aprendí por esos días que los vendedores de las inmobiliarias eran auténticos y viejos lobos de mar. Provenían de distintas experiencias y por alguna razón ahora se ocupaban de encontrarle un locatario a una casa. Tenían que tratar con cualquier persona, por eso cada cual tenía su maña. Aferrados al marco de una puerta lo hacían pasar a uno y lo convertían primero en huésped, luego en propietario y finalmente hacían ver que la alternativa más conveniente era alquilar. El inquilino podría pintar si no le gustaba el verde de las paredes, podría ventilar por las mañana y usar una estufa de noche para combatir la humedad. Sabían cuándo hablaban con un cliente y cuándo no. No necesitaban tocarte. Frente a la tuya, estos lobos marinos hacían una pequeña búsqueda, casi imperceptible, tan larga como para dar con un
indicio, para saber si seguir o renunciar; su problema era dedicarle demasiado tiempo a un estúpido que podría dejar la vida yendo de un lado al otro de la ciudad, detrás del hogar perfecto. Estaba en Belgrano. En las últimas visitas se había ido produciendo en mí cierto rechazo a los departamentos en alquiler. Si el vendedor no era bueno, entraba con una repulsión estomacal que apenas me dejaba mirar. Era el último día de vacaciones. Si fuese por mí hubiese cerrado con cualquiera que respondiera a mis necesidades básicas, iguales que las de todo el mundo. Y sin embargo me enseñaban un PH sin luz; barato, aunque penumbroso. Hice lo posible por proyectarme allí a través del relato de la vendedora. Aún así no alcanzaba a imaginarme habitándolo. La mujer que me orientaba tenía esa iridiscencia amarilla del tabaco, había atendido a una pareja antes que a mí y quería irse; estábamos en el baño. – Este es el placar para poner utensilios y toallas, nuevito –dijo y abrió las puertas del mueble con descuido–, los dueños se preocuparon por dejarlo en buenas condiciones. ¿Tiene garantía de Capital? – No, pero voy a contratar una póliza de seguros que cubrirá el departamento lo que dure el contrato. – Se pide una propiedad. – Esto cumple la misma función. – Pero nos han dicho que sólo podemos tomar propiedades como garantía. Nadie sabe. Esas empresas un día están, otro día desaparecen y el departamento queda boyando sin que nada garantice que el inquilino será responsable y cumplirá con el contrato. Ya no podía escuchar todo el cuento del inquilino y el dueño. Me abrumaba su voz. Encaré hacia la puerta. – Nene, estoy hablándote –dijo la vieja tirándome el aliento. – No soy buen cliente para este sucucho –susurré. – ¡Pero estoy hablándote y no soy tu madre como para que me dejes hablando sola! –dijo autoritariamente, como si fuera mi madre. – Es que usted ya no tiene interés en mí, ya ve que no quiero alquilarlo, es demasiado oscuro, son las cinco de la tarde y casi no nos vemos. – Será cuestión de poner una lámpara. – La luz artificial, a la larga, daña la vista. – ¡Mentira! Yo viví toda mi vida en un lugar como éste… no te habrás ido, ¿no? – Estoy acá. Salgamos. – El remedio para la vista es precisamente salir, andar al aire libre todo lo que se pueda –dijo roncamente–. El problema es el encierro, no la luz artificial. Se forma una capa de polvillo en el lado interior del párpado y eso raspa la pupila. Así uno se queda ciego... por mirar nomás. Pero si sale y se lava, es otra
la próxima esquina con una renguera que no quería aceptar, y que debía mostrarme cómico. A los pocos metros me ardía desde los pies a la entrepierna y en la rodilla izquierda sentía quemarse carbón a paladas. El dolor se esparció rápido como un relámpago. Quise descansar en un zaguán, pero un encargado, con su vista de ovejero, me ahuyentó de primeras y debí cojear hasta un cantero. Me eché. Ardido de cuerpo entero, como si el sol del mediodía me hubiese quemado durante una jornada de días y días, iba a pedir ayuda… pero si era sólo un golpecito. Nadie lo había notado, no sangraba, era un insignificante y envenenado golpecito. Entonces me animaba: uno más, sólo uno más. Chirriaban las cerraduras de las torres en la cuadra. Para los porteros se venía el agua, miraban el cielo –yo no pasaba desapercibido– y se metían. Tiene que haber uno mejor, uno más. Avivándome, soplaba un viento tibio y crudo de tormenta.
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cosa. ¿Se baña seguido? Lávese los ojos con jabón, incluso sobre los párpados. Confíe en mí, que tengo años –había hablado con franqueza. Sentí que podía confiar en lo que decía de los ojos y el aire libre. Y sin embargo ya sabía cómo funcionaban las estrategias de vendedores como ella, conocía esa clase de sutilezas y no iba a engañarme con que podía uno vivir con luz artificial todo el tiempo. – ¡Entonces alquílelo usted! –le grité y salí corriendo agazapado para evitar el carterazo. Había oscurecido. Miré el reloj y dije que quedaba tiempo para visitar uno más. Sí, otro departamento más, el último. Caminé por una calle transitada, la gente volvía a su casa del trabajo y se demoraba charlando en el hall de los edificios apaciblemente. Por mirar dos niños que jugaban choqué con un grandulón de sobretodo, que no obstante siguió como si nada. Me retorcí un poco, pero pronto avancé también yo. Los colectivos aceleraban desgarrando el bullicio conventillero del barrio. Sentí un dolorcito creciente en la rodilla, producto del topetazo, y llegué hasta
Ilustración: Lorena Rígano
Nuestra casa Javier Yanantuoni “Cuando encuentre un alacrán, aun le faltará buscar su pareja.”
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Manual de Jardinería, Tomo 3, Otros habitantes.
Después de haberse casado, la pareja vivió todavía un año más en el dúplex del centro. Cuando Julio estuvo efectivo en el trabajo y Asunción entró en el Juzgado de la provincia, compraron en una próspera zona de casaquintas, Jardines de Lolindo, conocidos por sus anchas calles de tierra que terminaban en el pantano. Para llegar al Juzgado ella salía en el auto media hora antes. Se escurría de la cama, se duchaba, hacía café y antes de partir, los primeros días, se detenía algunos minutos para oler los pinos y mirar el paisaje. Subía al auto y esperaba que el motor calentase hojeando los expedientes que idealmente debía despachar antes de volverse. Estaba en eso una mañana en la que vio, a través de la ventanilla, un bicho que se paseaba por la galería. Le pareció que era un alacrán, de modo que bajó a comprobarlo. En dirección al césped, cruzando la galería, avanzaba el alacrán con la cola relajada. Asunción lo aplastó. Después apagó la luz titilante de la galería y corrió al auto porque se hacía tarde. A veces, Julio la escuchaba acelerar el motor y alejarse. Así eran todas sus mañanas; ellos se recordaban, uno al otro, que era su triunfo, pues allí, en Jardines de Lolindo, daban ganas de levantarse a la mañana. Por su parte Julio usaba las dos horas previas al trabajo para trotar por las calles vecinas, aunque últimamente se había quedado por fiaca y se había masturbado. A la tarde era ella la que primero llegaba. Pero el día que nos importa había ocurrido lo contrario. Julio no encontró, como era lo normal, a su mujer en el escritorio, de modo que calentó agua y luego se sentó en la galería a tomar mate. Asu llegó al anochecer. Había decidido ponerse al día con los viejos expedientes para evitar que se acumularan con los nuevos; perseguía un objetivo: dejar de llevarse trabajo a casa. Esto se lo comentó a Julio ni bien llegó y cuando él preguntó a qué se debía, entonces, el atado de papeles que traía consigo, ella dijo que eran de Olga Zanabria: le había pedido, a modo de favor, una revisión. A Julio todo le pareció
bien, le cebó un mate y le dijo que así podrían dedicarse el uno al otro todo el tiempo que estuvieran en la casa. Asu pensaba lo mismo. Se acercó, le rodeó el cuello y lo besó; pronto se sentaron. Había oscurecido, ya no veían los límites de la casa, así que ella fue a encender la luz de la galería y comenzó, nuevamente, a hablar sobre los tribunales con su forma entusiasta y decidida. El foquito de luz titilaba en la galería. – ¡Hoy perdí más tiempo buscando legajos y limpiándolos que con cualquier otra cosa! Casi no hablé con Olga porque quería terminar todo en el día y sin embargo estuve dentro del depósito de archivos la mitad de la mañana. Esto, aunque no parezca, perjudica la justicia. – ¿No hay personal que se los evite? – Si, pero es difícil encontrarlos. Cuando los veo en el bar y los llamo me toman el pelo, no vienen. Se la pasan ahí dentro. Son empleados estatales. – En la oficina las chicas de maestranza trabajan bien, hay que reconocerlo. – ¡Ele, O, Ce! –gritó Azu– La Oficina de los Copados, ya empezamos. –y Julio sonrió. – Uno es su contexto -aclaró. – ¡Ay! ¡Estos nuevos ejemplares LOC! –ella tampoco se lo tomaba en serio–. A los archiveros del resto de los juzgados hay que entrar con un barbijo y una linterna, así que el nuestro tan mal no está –sugirió Asu; le devolvió el mate y fue hacia el interruptor de la luz–. Uno de mis legajos se trataba de un hombre que acosaba verbalmente a su mujer. La molestaba no tanto con asuntos sexuales, tampoco la puteaba mucho, al menos esa es la declaración de la mujer, sino que le marcaba sus defectos, la comparaba con otras mujeres, le hablaba de cosas que no entendía –apagó la luz y volvió a encenderla. Seguía titilando–. Ella dijo que lo dejaba y él la frenó; le explicó por qué no le convenía hacerlo, que no le iban a hacer caso, que si se dejaba vencer así daba un mal ejemplo a sus hijas pero sobre todo que ella no podría dejarlo porque él estaba dispuesto a darle todo el placer que quisiera; que él, a su modo, la amaba. No dejó de acosarla y ahondó en sutilezas. Usaba silencios y chistidos sin sentido. Así que fue de una amiga, después a un psicólogo y finalmente a la policía. En la policía le dijeron que pidiera el divorcio y acá estamos –repitió una vez más la operación con el interruptor, sin conseguir
Julio entró pudo sentir un olor repelente, como a veneno, mezclado con el tufo de los anticuarios. – ¿Vos qué hiciste? –le preguntó ella desde afuera. Hablaban casi todo el tiempo y no les impedía el que uno estuviera ocupado. Ya no era raro que el otro no lo escuchara, aunque no dejaban de hablar. – Fue un día normal –dijo Julio, sin ganas de contestar, orientándose entre los bártulos. – Olga me pasó dos casos para que los mire. Uno se trata de un profesor jubilado que mientras se estaba afeitando, sentado en el inodoro, se le cayó la prestobarba. Estaba en calzoncillos y se cortó con la hoja una várice que le sobresalía de la entrepierna. El viejo, solo en la casa, contuvo la pérdida con un pañuelo hasta que pasó a gotearle, se alertó y por las dudas llamó una ambulancia –hizo una pausa, chupó el mate – ¿Querés un mate? –preguntó Asu. Julio no quería. Una madera cubierta de polvo, a la altura de su cabeza, era el estante de las herramientas. Había frascos con tornillos, un martillo, destornilladores, varillas de metal, correas de caucho, todo esto dentro de una caja de zapatos algo vencida, otro frasco con tuercas y otro con un polvillo colorado, etiquetado, cuya leyenda decía “veneno para bichos”, y entre paréntesis, “hormigas, chinches, alacranes, esposas, etc.” Julio reconoció su letra y sonrió. Asu continuaba: – La guardia del Cullen le preguntó por teléfono cómo se había cortado y le dijeron que enseguida lo buscaban. Pero tardaron veinticinco horas y el tipo se desangró. Los primos del viejo hicieron juicio contra el hospital y contra los encargados de la guardia. Julio oía como si la voz de Asu emergiera entre las bolsas y las cajas. Corrió algunas herramientas para tratar de encontrar un foquito. Tanteó, luego, el estante superior y tocó una superficie llana y flexible, supuso que dentro estaban las botas que le habían regalado en la oficina; avanzó a pesar del polvillo en los viejos estantes; la humedad había brotado la pintura, la madera henchida era irregular y se descascaraba; elevó un centímetro las yemas para no astillarlas y chocó contra un bloque duro, como una maceta, no supo qué podría ser, lo corrió y llegó hasta otra caja de cartón, la bajó y allí había tres bombitas de distinto amperaje. ¿Qué otra cosa no sentía?, se preguntó mientras decidía qué lámpara iba a usar. La risa de Asu resonaba dentro del cuartito al comentar el segundo caso que le había pasado Olga: era una denuncia de licantropía. Julio prefirió callarse. Había que limpiar ese cuarto. Eligió la más potente, de 200 wats, devolvió la caja al estante y al salir, esquivando los bártulos, se puso de pasada una careta de lobo que estaba a la vista
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nada nuevo–. Hay que cambiarlo –sentenció Asu. Entró al comedor y trajo de allí una silla para alcanzar la lamparita que colgaba de la galería. Julio la siguió con la vista y una vez que ella, erguida, con los brazos extendidos y las tetas que empujaban la blusa, elevándose, a veces, con las puntas de los pies, hubo intentado por tercera vez desenroscar el foquito, se paró y la relevó. Trepó a la silla y al tocar el foco con la mano derecha ésta saltó hacia atrás y se contrajo. Se había confiado en que el cristal estaría frío. Se miró los dedos: latían colorados. – ¿Vos no te quemaste? –ella se miró los suyos y encontró ampollas en las yemas del mayor, del índice y del pulgar. Julio se olvidó de su ardor y del foco, tomó las manos de su mujer, le dijo que esperara allí y entró en la casa. Trajo una bolsa con hielo y una servilleta, aturdido con el accidente. – No me arden –dijo sin asombro su mujer. Julio le apoyaba la bolsa envuelta a su vez por la servilleta y la interrogaba mirándola. Dejó de presionar los dedos con el hielo y quedaron nuevamente a la intemperie: cada uno de ellos tenía una cúpula de líquido que interrumpía sus huellas digitales. La piel se había extendido y brillaba húmeda. Sin miedo pero con suavidad, Asu acarició las ampollas y lo invitó a que lo hiciera él también. – No me arden – repitió. Julio las tocó con desconfianza y pasó a sus propios dedos. Tenía las uñas largas; había dicho en la mañana que iba a cortárselas y todavía estaban allí, un poco mugrientas. – Es raro que te salga la ampolla y que no te hayas… quemado –dijo Julio, confundido, y sin embargo con la mano levantada, los dedos hacia el cielo, como si sostuviera un contraejemplo. Asu se reía. – Es raro, sí –el asunto le causaba gracia–. Puedo sacar una asadera del horno con las manos desnudas y no pasa nada. Lo descubrí el otro día. Pero sería una estúpida si lo hiciera a cada rato. Él asentía con la cabeza automáticamente. La bolsa con hielo fue a la mano de Julio y preguntó: – ¿Dónde hay más bombitas? Había en el cuartito de afuera. Antes de dejar la galería miró a su mujer, estaba sentada a oscuras e indolente; la oyó sorber el mate. El cuartito era una pequeña habitación que lindaba con el baño, se entraba por el patio y era el depósito de todo lo que no se usaba cotidianamente y de lo que molestaba dentro de la casa. El lugar estaba aún sin limpiar y tal vez guardaba objetos que, por olvido o desprecio, habían dejado los dueños anteriores. Aun había cajas y bolsas de consorcio ni siquiera abiertas, que yacían así desde su llegada a los Jardines y ninguno sabía bien qué guardaban. Cuando
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y tras un portazo correteó y rugió y aulló como un verdadero poseso; y todavía hizo tres o cuatro vueltas más buscando el pánico. Asu se reía. – ¿De dónde sacaste eso? Sos un loco. ¡Un LOC! – No sé, estaba ahí. ¿Y qué es eso de LOC? – Será de los inquilinos anteriores. – ¿Cómo están esos dedos? – alcanzó a preguntarle, pero Asu se metía en la casa sin responderle. Julio volvió a la galería y subió a la silla. Escuchó la ducha del baño. Recordó que nunca se habían puesto de acuerdo con la temperatura del agua las veces que, en invierno, intentaron bañarse juntos. Sujetó el portalámpara, tocó con la otra mano el cristal de la bombita descompuesta, la desenroscó y finalmente puso la otra en su lugar. Tecleó la llave de luz y volvió el parque. Aparecieron claramente los sillones de la galería y las plantas, pero esta lamparita también comenzó a titilar. Dedujo que el problema estaba en el portalámparas. Esa noche habían previsto ver una película pero en cambio empezaron los abrazos en el sillón. Él intentó con nuevas poses y con trucos viejos, mas en una ocasión Asu debió calmarlo diciéndole que no fuera tan torpe. Finalmente, con los ojos cerrados, dijeron que se amaban, y él la sintió dormirse. A la mañana se despertó y repasó con la mano el ancho tibio de la cama. Se levantó, se asomó a la ventana y el auto ya no estaba. Fue en calzoncillos hasta la cocina y allí, con los granos marroncitos y usados, la cafetera esperaba un lavado. Salió al patio y entró al cuartito. Esa mañana abrió todas las cajas y las bolsas que aún estaban tal cual como las habían dejado al mudarse. Registró cada bulto. Encontró objetos que desde la época del departamento del centro que estaban sepultados en cajitas o en bolsas; había fotos, su colección de botellas de licores, libros que había leído antes de casarse; apartó y hojeó el primer tomo del Teatro Completo de Arlt y en el apuro de guardarlo, pues llegaba tarde a la oficina, se raspó el antebrazo con el filo de una de sus hojas y sintió un leve, pero continuo, ardor. Antes de meter el auto por la entradida empedrada como cada tarde, Asunción siguió por el camino hasta que las ruedas del auto amagaron girar en falso en los alrededores del pantano. No pretendía demorarse. Aceleró, no obstante, para provar la consistencia del camino. En efecto, de pronto el auto no se movía sino muy lentamente y ocilando hacia los costados, con el acelerador hundido a fondo. De pronto había metido reversa y conducía mirando hacia atrás porque ya era hora, y se alejaba de las aguas quietas y de los camalotes estancados arrimados contra la orilla.
Julio la esperaba regando las plantas. – ¿Terminaste todo el trabajo? – Casi –dijo. Sostenía una sonrisa cansada. El atado que traía era aún mayor que el de la víspera– ¿Trabajaste en el patio? Parecés un jardinero con esas botas –dijo. Julio tenía puestas botas de goma bordó, estaba de frente a una sucesión de arbustos e intentaba no desviarse de los tallos que quería humedecer. – Lo había pensado, pero ya está oscureciendo; digamos que me las puse para regar –respondió avergonzado. Ella no le sacaba los ojos de encima ni dejaba de sonreír. – Esas son las que te regalaron en la oficina, ¿no? – ¡Claaro! –dijo, y sonrió pensando que se venía una escenita. – Me gusta el color. Yo te voy a regalar el sombrero –dijo Asu y rió a carcajadas. El también sacó unas risitas, y, desde donde estaba, pasó a regar las plantas del fondo. – Vení –dijo Julio. Largó la manguera, buscó una linterna que había dejado a mano y se la entregó. – Vos dame luz, mientras yo cambio el portalámparas. – ¿Podemos dejarlo para mañana? Pero él ya había entrado en la casa. De pronto el lugar quedó a oscuras. Asu encendió la linterna y lo vio venir con una silla y con un portalámpara. Lo encandiló hasta que llegó; Julio trataba de evitar el eje de la luz, cabeceando a los costados. La apercibió. – Creo que voy a agarrarle la mano –dijo Asu en tono afirmativo –. En unos días voy a conseguir darle, en el mismo día que me lleguen, una solución a cada expediente. Que no se acumule nada. Trabajo del día, trabajo que se termina. Subido a la silla, Julio había desenroscado la bombita fallada soportando la temperatura del cristal. – Y si yo puedo hacerlo, todos pueden –dijo como si las palabras de Julio hubieran caído en una grieta antes de llegarle. – Alumbrame, por favor. Ella estaba inquieta y desatendía su tarea, de modo que Julio debía tantear los cables a ciegas. Tenía que pelarlos y pasarlos por unas arandelas metálicas, bien pequeñas, a los costados de la parte interior del nuevo portalámpara para luego, una vez ensartados allí, ajustar el tornillo que dejaría conectados los cables a los contactos. No estaba nada cómodo sino que tenía los brazos extendidos al máximo. Asu iluminaba el parque, la galería; sus dedos gordos maniobraban mal y fallaban en meter los cables en los agujeros, de manera que el peso en
de verlo claramente, decidió lo siguiente: la querría como si ella fuera sólo la imagen que él se hacía, confiaría sólo en lo que él veía, y en nada más. ¿Se había quemado Asu con la lamparita? No. ¿Y las ampollas? Pero no era ella, su Asu, la que se había quemado. Lo veía claro. Pasaron dos minutos en los que Julio perdió noción de su cuerpo que se había dormido peligrosamente sobre la silla. El ardor se había transformado en otra sensación, una especie de taconeo continuo de hormigas que sentía a lo largo del cuerpo. Toda su atención estaba puesta en sostener una respiración constante y corta para contrarrestar las vibraciones que iban alejándole las piernas y los brazos. Finalmente, anunciada por un redondel movedizo de luz, apareció Asunción. Blandía el destornillador como si fuera un chupetín, y sonreía. Cuando Julio le tendió la mano comprobó que toda su sangre cambiaba hacia el sentido contrario la dirección que llevaba; a contracorriente empezó a bajarle el sudor. Maniobró el destornillador y alcanzó a ajustar los contactos con el último mandado que podía pedirle a sus dedos. – Subí el disyuntor. Asu entró, abrió el paso de electricidad y puso a prueba el trabajo. Los 200 wats del foquito iluminaron, de una vez por todas, la galería y el patio; él estaba sentado, pálido y desorientado. – ¡Se hizo la luz! –gritó Asu. El hormigueo del cuerpo ahora circulaba alrededor de su cabeza en forma de nube. Estaba ciego pero la oscuridad se fue coloreando. Ella lo felicitaba, le decía “mi electricista”, se reía, le revolvía los pelos, hasta lo zarandeó para despabilarlo. Julio asentía calladamente. Se paró, dio unos pasos y detuvo la mirada sobre una mancha en la nuca de Asunción. Le pareció que era un bicho, un alacrán. Se preguntó qué sentiría, cómo respondería, si un alacrán le picara en la nuca. ¿Gritaría? ¿Aguantaría hasta la mañana? La vio entrando. Acaso ya fuese tarde, y aún se guardó decir: tenés un alacrán en la nuca.
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los hombros y en las piernas aumentaba y se le iba entumeciendo dolorosamente el cuerpo. Pero Julio se obstinaba en hacerlo. Ella se puso a hablar de los casos del día anterior. La mujer acosada verbalmente no conseguiría el divorcio. Era previsible, dijo, porque el tipo no la trataba mal, sino que era una especie de pervertido que no estaba previsto por el código del divorcio. La familia del hombre que murió desangrado tampoco consiguió nada porque los abogados del hospital dijeron que las ambulancias, a lo largo del día, habían tenido que atender casos más graves, como heridas de bala, paros cardíacos, traslados de embarazadas. Extrañamente la denuncia por licantropía había conseguido que se abriera una causa, tal vez sin ninguna intención seria, y esto era algo indignante para ella y su concepto del derecho. Una vez que Julio tuvo los cables pasados por el ojal y sólo faltaba ajustar los tornillitos con mucho cuidado para que no volvieran a salirse los alambres, advirtió que había olvidado el destornillador. Asu, harta, dijo: – Tengo que ir al baño. Te dejo la linterna. – Me olvidé el destornillador. Haceme un favor, a la vuelta traeme un destornillador del cuartito. Llevate la linterna. Ella giró y apagó la linterna. No había luna ni luces en la casa, ni en todo el patio, de modo que Julio quedó prendido a las arandelas, procurando que no se escaparan los cables, con las piernas dormidas y a oscuras. Una vez más en ese largo día pensó en su Asu. No hizo ninguna escena, se dijo. ¿Eso ahora quería decir algo? ¿Algo distinto a que no se había mostrado celosa, como siempre? A medida que la vista se le acostumbraba aparecían algunos objetos cercanos, pero la puerta de entrada estaba doblando la esquina, en el otro lado de la casa, y no la veía. ¿Debía creer que ella, su Asu desde hacía por lo menos tres años, cuando se casaron, no había tenido celos esa tarde? ¡Cómo le ardían los hombros y el cuello! – Están organizando una nueva fiesta para este fin de año –dijo con voz temblorosa pero asegurándose de que ella escuchara. Sin embargo, no tuvo respuestas. Se oían ruidos dentro de la casa. Julio se concentraba en no soltar los contactos aún cuando empezaban a sudarle los dedos. No quería perder el trabajo que le había costado llegar hasta ese punto en el que los cables esperaban enhebrados. Escuchó abrirse y cerrarse la puerta de entrada y supuso que iba hacia el cuartito. Tal vez ahora se asuste con la careta, pensó. Pero no hubo gritos ni nada, aunque ya no podía afirmar que no se hubiera asustado. ¿Verdad? No menos que si un grito lo hubiese tumbado de la silla. Acaso porque acababa
Dos palomas torcazas caen
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Dino Schwaab Es primavera y una pareja de palomas torcazas hace su nido sobre el alféizar del ventiluz del baño de arriba, que da al patio y donde el viento no golpea tan fuerte. Da vértigo ver cómo, ambas, pero más bien una recoge los palos y otra los dispone juntos, caen por ese precipicio breve y estrecho que va del ventiluz al piso de pasto: ellas se dan un minúsculo primer impulso –y que funciona a manera de salto, pero que ni siquiera llega a ser un paso, pues simplemente se desprenden del cemento y se dejan ir– con las alas totalmente recogidas, y las despliegan ya al estar de modo bastante peligroso muy cerca del piso, luego de haber recorrido unas tres cuartas partes del trayecto o más, y entonces sí aletean con todas sus fuerzas y salvan de un golpe la caída, volviéndola imperceptible a decir por la ligereza extrema con se apoyan y luego caminan. En el suelo buscan, seleccionan, recogen y regresan. Pero es ese descenso que realizan, y si bien el tramo que recorren es breve, muy breve, pues no hay allí entre el ventiluz y el suelo más de dos metros y medio, a lo sumo tres, si bien breve es su descenso lo que fascina: da vértigo y fascina verlas caer así como caen en picada, con la velocidad aumentando sin frenos, despreocupadas, ¡tan frías y resueltas!, con las alas bien plegadas y las patitas vueltas hacia la cola y el pecho bien delante del resto del cuerpo –pero no inflado sino más bien plano, con orgullo y placer, inmenso placer, y con cuidado–, la cabeza erguida, el cuello recogido como acordeón, y ¡ay! con el hermoso par de pequeños ojos totalmente indiferentes a la distancia que se precipita ¡si parecen orejas así como van! tiesos y a los lados. Y si bien todo dura un instante, ese instante no es igual a lo que tardan las palomas torcazas en atravesar el espacio vacío hasta finalmente desplegar sus alas, dos segundos, y es mucho aún, sino que, antes bien, su velocidad está dada por la multiplicidad de pequeñas disposiciones corpóreas e incorpóreas que realizan y ponen en juego de una vez, como el tímido, por insignificante, impulso inicial con sus patitas, o el modo de disponer el cuerpo contrayéndolo todo sobre sí –sin duda para caer más libremente, más livianas, con mayor determinación–, y el cual está dado a su vez por la articulación simultánea de muchas otras pequeñas disposiciones, como las de las alas, la cabeza y el cuello, o también la –más fundamental aún– orientación necesaria para poder calcular la distancia que se precipita y abrir las alas a tiempo, orientación que por otra parte no parece poder reducirse a ninguno de los sentidos corporales, ¡al menos no a sus ojos!, aunque para componerse lo más seguro y probable es que necesite implicarlos a todos a la vez (e implicando así junto con ellos también a paredes, suelo y vientos; lo más hermoso es pensar esta orientación, esta especie de instinto que lo une todo, como una sensación pura y ciega, abstracta, trazada en el vacío y sacudiéndose vasta y honda en el diminuto cuerpo de las palomitas); así visto el instante que dura la caída parece abrir un tiempo más largo, mucho más largo que el recorrido que hacen las palomas torcazas de un punto a otro del espacio, del ventiluz al pasto en el piso. Y sin embargo todo aquello no se da sino en ese instante, que es rápido y fugitivo y que es breve, rápido y fugitivo e inaprensible e imperceptible como lo es también el deslizarse de la sombra en un cualquier día soleado, al que se lo capta cuando ya pasó, o se lo sospecha cuando todavía está por venir.
Problemas limítrofes
Al sol, como su madre había estado cuando era niña, dormían los mellizos de Eva Cabral. El berrido de uno hubiera alertado al otro pero la mañana que rezumaba en su sueño era sólo cálida y silenciosa, domaba sus cuerpos imprevisibles y el de todos los que aún babeaban las sábanas más el de los vagos y los dormilones. Eso se lo debían a la mansedumbre de las aguas que sin otro motivo que la excepcional compasión del río corrían lentas y bajas y permitían las cosechas y esperaban la próxima simiente. El patio daba a la plaza. La plaza no era el centro de El Arrojadizo sino uno de sus vértices. Que no hubiera nadie a la vista era un mal signo; allí nunca faltó el trabajo, justamente porque se lo promovía desde todos sus ángulos y a toda hora. Máximo Cabral echó su enorme cuerpo al patio, se juntó a sus mellizos, les acarició la cabeza como a dos pequeños lobeznos y reprimió un saludo. No había ni un perro; sólo un alma cruzaba la plaza. Y ya se iba a lo de Oblatter, pensó Cabral. Además, era una mañana transparente. De una mirada se llegaba hasta Aldea California, aunque era mejor no mirar en ese sentido. Afilados e invasivos, güiros de cumbias venían desde la whiskería, abierta el día entero para que los californianos no salieran del trabajo sin dejar de entrar a lo de Oblatter a enfriarse tomando porrones y a pelearse por nada, y de allí al puesto de CD’s truchos, a la financiera o a Le Galerie, donde nunca faltaban de iniciados a reconocidos expositores que bailaban en lo de Oblatter, precisamente, mientras algún otro vecino cuidaba sus obras para las que Yon Azario, con total normalidad, había emitido préstamos por quinientos mil albures en lo que iba de la Bonanza; buenas pinturas de Don Bonfi, aunque carísimas. No gastaban todos sus ahorros en la muestra de máscaras minimalistas, cuyo autor, Emilio Azario, hijo del financista, adornaba con cutículas que rebanaba de su propio rostro y que ¡justo el día de la exposición! un éxito en ventas, moría en el dispensario por la infección de una picadura de mosquito en la viva piel, ¡porque no conocían de qué se trataba eso del ahorro! ¡Bah! Máximo y sus vecinos se agarraban la cabeza; eran así de absurdos. Gritos
irracionales, como aullidos, desgarraban la plácida mañana, quebraban su aplomo. Y también provenían de allí. Pero ahora, al menos, estaban de su lado. Hubo un tiempo, antes de la Bonanza, en que, empujados por la creciente, arrojadizos y californianos convivieron, ora en el pueblo de uno, ora en el del otro, dependiendo de si el arroyo Arrojadizo desbordaba o si crecía la laguna Setúbal. Franquedos y mecidos por sus cauces, los habitantes vivían tiempos de Bonanza o migraciones debido a las inundaciones. No obstante, como regidos por una especie de ley elástica, una enemistad más vieja y flexible que el sauce, nunca dejaban de volver a sus propias casas, barbadas de camalotes, lamidas por el río y alfombradas con cieno marrón. Ya no había llantos. Eso ayudaba enormemente; y la cantina de Oblatter, claro. O las misas para los arrojadizos. Por el mismo motivo, no había un límite exacto entre los pueblos. Esto, igual que la aparición de pequeños pero significativos excesos, como en las horas de sueño, no había sido nunca problemático porque los separaba la Hondonada. Esto era una depresión del terreno, imperceptible si uno paraba en ella, de trescientos metros de ancho, no más. Se inundaba si crecía la Setúbal, si no, se poblaba. Una continuidad vinculaba, entonces, ambos poblados y esto no podía seguir así. Como la iniciativa de marcar un límite claro y preciso fue de Máximo, suya fue también la responsabilidad de trazar la frontera. La ley matemática del punto medio resolvió en breve el asunto. De paso se acordó un código de migración y de vagabundeo: quedaron dos cabos sueltos: los perros de la calle y Vili, el vagabundo que vivía unas veces en El Arrojadizo y otras en Aldea California, según lo llevara o lo trajera el vino. Sesudas tardes envolvieron a Máximo hasta que dio con el plan. Llevó a Vili a vivir a su casa y al tercer día de abstinencia le habló. Vili, temblando en una cama, apenas lo oía. Se ganaría cien albures, de la mismísima mano de Máximo, si se deshacía de todos los perros callejeros de la zona. Hasta no conseguirlo, tenía cortado el fiado en lo de Oblatter y sus ostias serían sólo rodajas de pan duro. Los vientos
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Javier Yanantuoni
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desérticos que le raspaban la garganta le movieron el sí. Máximo sabía que era empresa delicada, los arrojadizos eran sensibles y una serie de disparos hubiera causado una revuelta capaz de destronarlo. La tarea, que desplazó como un mazazo en Vili, era llevar a los perros, cuando todos durmieran o bebieran en lo de Oblatter, al galpón del ferrocarril, atarlos fuera e ir entrándolos de a uno para matarlos a palazos. Nunca nadie supo lo que esa noche Vili sudó. Antes de salir de lo de Cabral, Eva le llevó un jarrito. Era agua. Ella lo miró fija y dulcemente, hasta que el berrido de uno de los mellizos, y luego el del otro, la llamaron. Dijo “suerte”… ¡con aliento a cerveza! ¡Mil arañazos surcaron el cuerpo de Vili! Caminó como tísico por las calles de El Arrojadizo, sin rumbo y atenazado por la presión, acosado, para peor, por los labios húmedos de Eva. Anochecía. Sin darse cuenta del cambio de color en el follaje de los arbustos ni del encuentro de vahos costeros con la humedad de una madreselva, un perro, mezcla de ovejero con cóquer, dormía en la plaza. Daban a la calle principal la carnicería del “Filo” Solari, el locutorio de Mabel y la Imprenta Comunista del pueblo. En todos esos lugares había trabajado un poco o mendigado, conocía sus pisos y sótanos, recordaba el olor de los baños y la grasa de las cocinas; tenía para ellos sólo sentimientos de gratitud; con el Filo, después de cierta carneada (sus manos eran blancas y certeras) habían tomado sangre porcina con gin e invocado espíritus. Pero eso era antes de la Bonanza. Sentía las piernas débiles, temblequeba. Dos perros se turnaban en montar una pointer de manto blanco manchado, hermosa, que vivía con Mabel, y lo hacían respetando el tiempo de cada cual, sin mezquindades. Derivó por una diagonal dejando atrás, por el momento, al trío que se abría a los aportes de otros canes; llegaban y se abrazaban entre gruñidos y lengüetazos y la infinita alegría que había en ellos le daba latigazos. ¡Si él mismo, al despertarse de una borrachera, había tenido un acercamiento con la terrier Rita!; pronto no pudo ni siquiera recordar, lo enceguecía la ansiedad de un vaso. La diagonal lo llevaba hacia Aldea California. Se detuvo en una bocacalle, casi sin aire, y sintió que dos bloques de densa oscuridad se desplazaban uno contra el otro, estrujándolo, haciéndolo arenilla. Derribado en la calle de tierra, con alguna esperanza, lamió el jugo estancado de un hoyuelo. En lo de Oblatter lo vieron entrar y salir, sin consumir nada, como si al llegar le hubiese quemado la cumbia, los güiros, los grupos de mujeres mezclados con hombres, el vino y el pasamanos de miradas que esperaban verlo en la punta de la barra o mangueando.
Una soga de tender sirvió para hacer varios lazos. La amistad que le tenían, su olor, que ahora aparecía lejano pero no dejaba de identificarlo los llevó confiadamente a su lado; le jugaron, le rondaron, le montaron la pierna; todos ofrecieron su cuello para que los guiara. Ninguno mereció más caricias ni atenciones que otro. Dos lebreles hermanos, en la cercanía de un cuzquito debilucho y desconfiado, comenzaron a gruñir, le ladraron molestos por sus gestos de temor; el cuzquito marrón, de pelo cortado por la sarna y barbita, se alejaba todo lo que podía de los hermanos; un fuerte sacudón del manojo de sogas calmó la jauría. No era el mismo Vili que se había arrastrado por la calle en la tarde, era evidente. Caminaba con decisión, quebraba ramitas y éstas crujían como cruje el fuego que debía apagar a pisotones para no ceder al incendio, para soportar la aspereza de las tenues brisas de la noche que sentía, otra vez, como si lo desmenuzaran, como si le hollaran la piel, como si las manos blancas del Filo estuvieran cambiándole el pellejo en el camino. Circundado por la jauría iba enhiesto hacia los galpones. Ni se retorcía ni perdía de vista que era un traidor. En la zurda llevaba un garrote. Con la punta le empujó el culo al cuzquito de barbita; el perrito giró y lo miró e inmediatamente corrió hacia atrás, en pánico, donde uno de los lebreles le mordió el rabo que no obstante recuperó entero pero abierto en la punta; el barbincho chilló y huyó hacia un costado, refugiándose contra un perro regordete de pelo graso, enrulado y gris, indiferente de la pelea, un paseante. Éste fue el primero en cobrar. Cortaban el aire ráfagas calientes que de haber sido violetas hubieran fileteado la mañana con símbolos extraños. Sin embargo la calle principal salía de la plaza, cruzaba el pueblo y llegaba sin novedades a Aldea California donde, igual a una mañana cualquiera, aún se bailaban las cumbias del “último día” en lo de Oblatter, Yon Azario se reunía con sus bravos cobradores, Don Bonfi, desdeñoso de sus deudas, dormía junto a tres mujeres, una de las cuales era la amante de Azario, y nadie tenía seguro un albur más que Oblatter, pero él era sólo un fiel encargado, lo suficientemente cuidadoso, sobrio y vulgar para oponer apenas una mínima resistencia a los impulsivos californianos que de estar muy ansiosos también contaban con fiado, salvo Vili, claro; una mañana más y recién pintada, con el óleo aún húmedo, blando, de olor agrio y profundo como el sexo de Eva, tufiento y profundo como el cuello de Rita, o como las habitaciones enlodadas luego de que la creciente lo hubiese mezclado todo y fuera necesario agarrar un cuchillo y empezar a desprender el barro de los muebles y de las paredes, quitando, si es que saltaba, la pintura, y abriendo las ventanas.
y ésta, que también se había asomado por el bochinche y había dormido poco o mal, algo extrañada por la ausencia de su perra, había enmudecido o entrado en shock: y la pointer la miraba de lejos. Máximo enfiló a lo de Oblatter. Al llegar ya tenía el puño caliente. En su lugar de la barra, Vili estaba casi dormido en una ebriedad redentora, inimputable, se había tomado dos botellas de ginebra y naufragaba entre los bajos y la dulce voz de Gilda. No sirvieron los apretones en el cuello (que era el de una gallina) ni los bifes ni los gritos; Vili se quejaba un poco, pero en general lo dejaba hacer. Cuando vio sangre en la nariz de Vili, Oblatter pidió a Máximo que se fuera, y como éste le respondió a puteadas, el cantinero sacó una vieja Colt, le repitió el consejo y acudiendo a una frase prestada, apuntándole a la cabeza, dijo que dentro de la whiskería, tanto él como Vili, eran lo mismo. El vago siguió durmiendo. Su lugar en la barra lo arrullaba, sabía que había vuelto del infierno.
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Un alma, pues, cruzó la plaza y era la de Vili. Pasaron dos horas de silencio en las que se puso de manifiesto la mala influencia en los arrojadizos. Luego se oyó un aullido, lloró un niño, siguió un ladrido aflautado, y chilló el otro mellizo. De alguna parte provenían alaridos, llantos y gemidos. Máximo se arrimó preocupado al patio, calmó a los niños; otros vecinos salieron a la puerta, todos con la misma pregunta en la mano. Era un silencio opaco, una demora inoportuna, un hueso inesperado entre la carne que turbó al Filo y perturbó un corte. De pronto entraron en la plaza casi muertos, heridos, agonizantes, sangrientos animales; perros con un solo ojo, arrastraban piernas quebradas, pedían auxilio sin aliento y horrorizaban al barrio hasta lo indecible. En general la golpiza, antes de matarlos, los había desmayado. Se armó una gran movilización en socorro de los perros callejeros que llegaban como zombis. Entre ellos estaba la pointer de Mabel,
El rock no es ideología
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Carlos “Indio“ Solari
Lo que es difícil de entender es que gente que se ha nutrido de información totalmente contestataria y enfrentada con el sistema vaya hoy a pedir la bendición del sistema. Esa es una actitud que ahora suele verse entre los músicos, la de ir a pedir la aceptación, la de ir a buscar la recompensa. Hay circuitos que son inconmovibles y no hay que recurrir a ellos. Lo mismo sucede con esa especie de defensa desesperada del “rock nacional”. Tal cosa no existe. La cultura del rock es universalista y no localista, porque habla de cosas que le pasan a la especie. En el rock existía una voracidad cultural y se incorporaban filosofías o búsquedas de todas partes del mundo, incluyendo Oriente. Además el rock nunca fue música de nativos sino de inmigrantes. Nace con los negros en EE.UU. Hablar de rock nacional es casi un disparate. Tenemos que diferenciar bien aquello del rock contestatario (por dónde se desplazaba una serie de informaciones que el sistema tenía encubiertas o negadas) del rock “business” que tiene más que ver con las decisiones personales o jubilaciones personales de algunos músicos
pero que no pueden involucrar al rock en su totalidad. El que conoce la diferencia va a preferir vivir más marginado y no vender bocaditos Cabsha. Existe una especie de tacto existencial que te permite registrar la verdad o falsedad de las cosas, no es algo intelectual, es más bien intuitivo. Ese tacto registra una impresión muy desagradable cuándo alguien pregunta cómo anduvo el recital y te contestan: –Muy bien, metieron 2000 personas–. No contestan que fue un magnífico recital, que hubo mucha emoción, fue una fiesta. Contestar con cantidad de personas parece como contar dinero. El caballo de la evolución Normalmente las formas humanas están rigidizadas, acorazadas. Al calor de las emociones se pueden poner nuevamente plásticas y son posibles de remodelar. Los encuentros de rock tienden a producir ese calor emocional, pero esto es azaroso. Nosotros estamos suscriptos a ese espíritu del rock, pero no adherimos a ningún tipo de ideología. Ese espíritu surgido en tres generaciones de se-
res humanos manifiesta un descontento hacia la cultura, hacia las ciudades en que se vive, a las costumbres, y la música fue la expresión de ese descontento. Ese espíritu no se puede traducir en ningún dogma ni se puede incorporar con ninguna ideología, que tienden a justificar los medios para alcanzar los fines y que funciona hacia un “después”. Para nosotros cada medio es un fin en sí mismo y el tiempo es siempre “ahora”. Se termina confiando, más que en las ideas, en esa necesidad de relación que hay en las células, en los nervios. Uno trata de subirse al caballo de la evolución y trata de salir a dar unas vueltas. Pero luego no dictamina cómo tiene que ser el paso del caballo, que el trote debe ser al estilo holandés del siglo XV, ni obliga a los demás caballos a marchar con ese paso. Nosotros no somos un grupo de protesta, porque el músico de protesta necesita de los medios de comunicación para que su mensaje se conozca y resulta que esos medios están sustentados en el mismo sistema que se combate. A los medios les interesan los fenómenos que crecen dramáticamente o que se derrumban dramáticamente: el
sistema tiene planes para cada persona, para cada cosa, para cada pensamiento. No le pide permiso a las cosas, las relaciona. Deja que el grabador copule con la caja de fósforos y de esa manera se genera una realidad avasallante en la cual el individuo se experimenta como perdido en un mundo laberíntico. No es de extrañar entonces, que un joven reaccione violentamente en un recital de rock (si además, los medios de comunicación le informan que ése es el ámbito de la violencia), porque está reaccionando contra toda esa asfixia, toda esa coraza, toda esa mierda con la que hay que vivir todos los días. Ni siquiera es ideología esto que estamos diciendo, porque no sabemos si mañana estaremos de acuerdo con lo que dijimos hoy. Hablamos y afirmamos, como preguntando, para ver si en alguna parte se responden estas preguntas afirmando nuevos interrogantes. h
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Publicado en revista Cerdos & Peces, 1989.
Garrotera
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Martín Vallejos
Hacía mucho tiempo que no podía relajarme. La cabeza. No paraba nunca; las voces no paraban nunca. La espalda cargada, el cuello rígido. La sangre latiendo en la oreja contra la almohada me marcaba el pulso afiebrado de una noche que hora a hora iba pasando delante de mis ojos abiertos. El insomnio y la contractura tomaban mi cuerpo entre los dos: el primero lo adelgazaba y debilitaba, para que viniera la segunda y se extendiera a gusto. Quise matar al insomnio con la noche habitada de jolgorio. Calambres de ebrio, eso le arranqué; garrotera en las piernas. Hubiera querido creer en los medicamentos. Miorrelajantes. Los había consumido como caramelos de chico, cuando mi hermana los usaba para no comer y yo descubrí que podía destruir mi estómago a voluntad y faltar al colegio. Poco después aprendí que podía estallarlo meditando y salvé la tolerancia desarrollada a las simpáticas pildoritas rojas. Leía manuales que me enseñaban a adentrarme en mis tripas y anudarlas para que colapsaran. Eran pequeños libritos de meditación que mi tío traía del centro. Se los compraba a unos que decían ser monjes tibetanos y andaban con túnicas naranjas por la calle. Estaban impresos en China. Años más tarde, recuerdo haber releído en uno de esos libritos chinos una refutación espectacular a las habituales conceptualizaciones de los gatos como animales suprasensibles. Las interpretaciones habituales de los fenómenos psíquico-anímicos relacionados con los gatos reducían la cuestión a una cualidad del animal, a veces mitificada como sabiduría ancestral y hasta extraterrestre. En rigor, explicaba el libro, todo movimiento energético o anímico supone varios niveles de variaciones entre diferentes puntos de mayor o menor valencia relativa. Por ello, el hecho de que mi gato se quedara sentado en el umbral de la puerta del cuarto de mi hermano por horas, mirando hacia adentro y lanzando maullidos lacónicos, no podía reducirse a una suprasensibilidad de mi gato que le permitía captar y denunciar algo que nosotros sólo podíamos percibir como una ligera molestia por la noche. La explicación de los chinos ubicaba un plano
cósmico afectivo en el que mi gato entraba a jugar en un entramado de variaciones como puntointensidad que en un nivel específico se vincula con otro punto-intensidad. Dado lo vibratorio del acontecimiento que allí se producía, cabe suponer que mi gato era allí un punto de valencia muy alta y estaba en relación con alguna otra intensidad de valencia similar. De ahí podría volverse fácilmente a la excusa de la suprasensibilidad si perdiésemos de vista la singularidad a la que apuntan los chinos. Es allí, en el plano cósmico en el que en algún nivel mi gato se conectaba con otra intensidad de valencia similar, que vale hablar de alta valencia afectiva en el animal. Cada caso, con sus diferentes niveles y diferentes intensidades puestas en juego debía ser evaluado respetando esa singularidad. Postular la suprasensibilidad del gato era pura pereza. El ejemplo del libro no hablaba de mi gato, sino de la relación entre un gato y un humano, de los flujos energético-afectivos presentes en las horas de sueños compartidas entre ambos. “La relación entre el cuerpo de un gato y el de un humano puede tomar la mente del segundo y promover un relajo total del conjunto”. Recordé esa última frase, casi como si estuviera citándola. Me pasaba eso a menudo, tan mal dormido como estaba. En uno de esos sueños despiertos entendí que debía conseguir un gato que me aplacara las contracturas. Desataría mi cuerpo y estaría listo para combatir al insomnio. Pronto estaría libre. Dos meses después mi cuerpo seguía igual de rígido y estaba poblado de líneas y puntos, rasguños y mordidas de un animal bastante poco sensitivo. Decidí ahorrar unos pesos, esperé unos meses. Fui al mercado y compré un chino. Lo convencí de que ahora que era mío debía hacerse cargo del perjuicio provocado por las mentiras de sus camaradas. Pero era un amo benévolo. Si me explicaba por qué mi nuevo gato no había sanado mi contractura y me ofrecía un remedio digno lo dejaría en libertad, con su pase en su poder. El chino se tomó tres años en leer cuidadosamente la colección de manuales que mi primo aún conservaba entre los vestigios de la biblioteca de mi tío muerto. Desde el primer día tomó anotaciones, no sé si porque sabía de qué se trataba o porque quería impresionarnos. Cumplido el día 995, el chino preparó te verde y me sentó en la cocina. Yo había perdido de vista la singularidad, me explicó. Mi nuevo gato no era tal; era gata, y en el nivel en que ella pretendía relacionarse con mi cuerpo-intensidad mi valencia era nula. No había posibilidad de que ese animal y yo comenzáramos una relación
Ilustración: Belén Tagliabue
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afectiva que pudiera llegar a curar mis heridas hasta que mi gata no saciara su sed. Desgraciadamente, yo había decidido castrarla al cumplir cuatro meses. “Podría conseguir otro gato fácilmente”, le respondí. El chino me miró indignado, pero no lo dejé pronunciar palabra. Fui al mercado y cambié mi chino por dos gatos, por las dudas de que uno me saliera hembra. Esa noche me dormí profundamente. Soñé que el chino se vengaba de mi falta a la promesa de liberarlo. Descargaba sobre mí una camionada de gatos muertos que golpeaban mi cabeza como ripio. Iba a matarme a gatos. Me desperté asustado. Uno de los gatitos se me acercó y lamió mi cara. Una mueca de ternura me relajó el cuello. Sentí que una vértebra se soltaba, empezó a subir un calambre por la pierna izquierda pero se anuló a medio camino al tiempo que el gato se me acomodaba en el pecho y empezaba a ronronear. Procuré no alegrarme de más, para que nuestras valencias pudieran crecer juntas, sin desfasar sus niveles. El bicho se durmió en mi pecho, mi cabeza rodó almohada abajo y concilié un sueño relajado por primera vez en años.
Conclusiones fuera de tema
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Franco “Bifo“ Berardi
NO EXISTE ALTERNATIVA EN EL HORIZONTE de la historia. Las experiencias del siglo XX nos han enseñado que el capital no es una etapa histórica superable, sino un modo de semiotización inscrito definitivamente en el bagaje cognitivo de la humanidad. La propia noción de humano, históricamente determinada y culturalmente indisociable del contexto del humanismo moderno, debería ser redefinida radicalmente, puesto que los automatismos técnicos, lingüísticos y de comportamiento inscritos en el circuito social digitalizado transforman los organismos conscientes de tal modo que desaparecen muchas de las características que definen lo humano. ¿Es necesario entonces oponerse y resistir? La resistencia no sirve para nada, nunca ha servido para nada. Resistir significa tan sólo conservar algo que ya se ha disuelto íntimamente, valores ya no creíbles, o formas de vida residuales. Si queremos encontrar una perspectiva ética para el tiempo que viene y, sobre todo, si no queremos perder el contacto con la vida, la belleza, el placer y el conocimiento, es necesario abandonar el plano histórico. El camino no es histórico, sino singular. La singularidad sabe, sin embargo, hacerse contagiosa cuando halla el camino de la felicidad. Tratemos de imaginar otro cuadro conceptual diferente del de la acción histórica. Tomemos como referencia del discurso dos conceptos que vienen de una tradición de pensamiento distante del historicismo, como es la tradición budista. Interroguemos a la situación presente en términos de gran compasión y comprensión del vacío. El concepto de gran compasión, en la tradi-
ción mahaiana es un concepto muy cercano al del amor universal del pensamiento cristiano. Pero mientras el amor cristiano se funda sobre el común origen divino de los seres humanos, en el pensamiento budista la pertenencia a un mismo género tiene una tonalidad más concreta, una tonalidad que podemos denominar sensual. Nuestro cuerpo no es más que un terminal del continuo viviente de la humanidad, así que no podemos dejar de sufrir por el sufrimiento del otro, a menos que matemos en nosotros mismos cualquier sensibilidad. La gran compasión no es un deber ético como creen las religiones sacrificiales. La compasión es el compartir perceptivo del sufrimiento de los demás porque los demás son continuación de nuestro cuerpo y de nuestro inconsciente. La compasión es el modo de ser natural del organismo sensible, porque la sensibilidad significa precisamente continuidad sensual entre los diez mil seres. La ausencia de compasión tan evidente en la ciudad de la modernidad tardía no es una culpa moral, es una enfermedad psíquica. No somos ya capaces de reconocer el cuerpo del otro como coextensivo al nuestro, porque ya no sabemos sentir nuestro cuerpo. La mediatización del sufrimiento, la proliferación de violencia y de muerte que golpea la percepción cotidiana está produciendo un efecto de pánico y, al mismo tiempo, de habituación de la percepción colectiva. La violencia, el dolor y la muerte han sido siempre una realidad de la existencia humana, en toda sociedad y en toda época. Pero sólo alcanzaban a la conciencia humana en los casos excepcionales en los que
golpeaban a una persona o su entorno de vida cotidiana, y llevaban todo el dramatismo de la experiencia vivida en la propia piel o en la de los seres queridos. La mediatización genera una sobrecarga de la experiencia extrema, le quita dramatismo y la banaliza, y banaliza así el propio cuerpo del otro. La mente contemporánea, expuesta a las temperaturas semióticas de la infosfera electrónica, parece entrar en un universo fantasmagórico que en la lengua del hinduismo sapiencial podemos llamar maya. Se trata de un maya tecnológico, de una especie de tecnomaya hecho de ilusiones absolutamente reales: reales en el imaginario de la economía, en el inconsciente, pero también en la guerra entre los pueblos. En el pensamiento hinduista, que filtra refinándose el pensamiento mahaiano, el mayor logro es liberarse del maya, pasar a la comprensión de la vacuidad, que hace posible la moksha o liberación del carácter cíclico de la existencia —samsara. En el torbellino del tecnomaya se abre la perspectiva de la comprensión del vacío. La comprensión del vacío, la plena comprensión de la condición de la Vacuidad, es el nivel más elevado del conocimiento budista —Bardo Thodol. Una condición mental de ligereza y disponibilidad, la ausencia de miedo y agresividad. Propongo que veamos estos dos modos de la mente, gran compasión y comprensión del vacío como horizontes de la época global. La gran compasión es muy dolorosa si no se acompaña de la comprensión del vacío. Y la comprensión del vacío es puro cinismo si no se acompaña de la gran compasión. h
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En La fábrica de la infelicidad, Madrid, Traficantes de Sueños, 2002.
Puro circo
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Javier Yanantuoni
Al abrir una de las puertas del barrio Balbanera se ingresa primero a un recibidor oscuro, de boliche. Aplaudir desde allí no tiene sentido, nadie acude al mostrador, hay que meterse por el pasillo y pasar los vestuarios hasta el murmullo, el olor a humedad de gimnasio y el vértigo de los trapecistas que sobrevuelan el galpón. Entonces aparecen grupos que cambian de ronda a línea, a ronda, y se pierden por un costado, redes prendidas a viejos caños que engullen acróbatas, y en el fondo un destello blanco con que el brillan las colchonetas y relumbra el óxido. Dura un segundo. Todo vuelve a apagarse, a concentrarse. Y de nuevo el resplandor. Mando a llamar a Jorge Luis Videla con una señora. Cruzando ese campo viene tranquilamente un hombre añoso, de musculosa, que deja la pieza que estaba soldando y me saluda. Yo acabo de cubrirme con mi cuaderno de una pelotita, me piden disculpas y se ríen; trato de explicarle que no soy experto en el tema. Voy a seguirlo hasta que nos sentemos en medio de una ronda que se formó y matea junto al mostrador, habrá una larga charla, pero antes veo que la chica que acaba de aprender a arquearse hacia atrás presta la colchoneta que usaba a una compañera; sobre el piso pelado de baldosas intenta ahora el truco: levanta los brazos, se deja caer lento hacia atrás, se dobla y toca el piso. Me mira, pero no se le escapa una mueca. - ¿Cómo es la relación entre tu familia y el circo? - Nosotros somos gente de circo. Yo soy tercera generación. Mi abuelo, que está aquí en la foto, comienza en 1890. Él tuvo siete hijos y ellos a su vez formaron una troupe dentro del país. En su momento tuvo su nombre, que fue la troupe de “Los hermanos Videla”. De uno de ellos soy hijo yo, que llevo el mismo nombre. Junto con mi hermano, Oscar Videla, mantenemos la actividad hasta el día de hoy. Ya voy a cumplir 72 años. He nacido en el circo, mis hijos
también. Somos una familia tradicional en esto. Hemos vivido del circo toda la vida, viajando, haciendo giras y no solamente con el circo, sino que también trabajamos en el teatro, en el cine, en la televisión. - ¿Cine y teatro también? - Sí, trabajamos mucho en el teatro. - El circo y el teatro comparten raíces, ¿verdad? - Claro. El teatro nacional comienza en el circo. La primera obra argentina del teatro nacional, que es gauchezca, es “Juan Moreira”. Al comienzo se hacía esta obra con mímica, hasta 1886, que llega a Chivilcoy el circo de los Podestá. Ellos iban haciendo “Juan Moreira” como final de su espectáculo, representando y contando la historia de un gaucho perseguido, un gaucho matrero, pero contaban esta historia mímicamente. O sea que antes en el circo no existían ni los leones, ni los elefantes; se hacían sketchs, pantomimas. Y todas eran mudas, quiero decir que no se hablaban, no tenían texto. Pero no eran teatro, porque los teatros que existían en aquella época eran sólo para las colectividades, para la colectividad italiana, la francesa, la española; había zarzuelas, óperas, operetas para la colectividad. Vuelvo a repetir, en 1886 hacía dos años que los Podestá venían representando esta historia. En aquella época el dueño del circo paraba en un hotel. Los artistas de circo no paraban en los circos. “Carromato” es una palabra gitana, los carromatos se usaban en Hungría, pero acá no se hizo nunca eso. Acá se alquilaban piezas, casas, y el dueño del circo se hospedaba en un hotel. Entonces el dueño del hotel en el que paraba Podestá y su familia, en 25 de Mayo, le dice “estuve en el circo, estuvimos comentándolo acá, me gustó mucho la función”, dice, “pero hay una cosa que no entiendo, ¿por qué no hablan los actores? Porque hay gente que no entiende los gestos del mimo [y acá Jorge adopta la pose de un Juan Moreira embravecido, dispuesto a cortar cabezas si no se le paga lo que le deben]. Y Podestá, que era una persona muy culta, habló con su familia y a la acción le pusieron la palabra. Así nace el teatro nacional. Algo que recuerdan muy poco muchos sectores de la cultura porque les da vergüenza su origen. Yo soy profesor de la Universidad del Salvador, soy profesor emérito. El único que tiene ese título. Ahí está colgado. - ¿De qué carrera?
En 2011 se desarrolló el III Festival Internacional de Circo de Buenos Aires. La sede principal fue el Campus Polo Circo, espacio que se creó junto con la primera edición de este festival, en el 2009. Uno de los fundamentos del Polo Circo es adoptar como política pública la formación y promoción de las artes circenses. Según el ministerio de Cultura de la Ciudad, uno de los problemas del circo es que: “su vasta cultura milenaria, ha sido transmitida sólo a través de la tradición familiar. Esta característica endogámica, unida a diferentes problemas económicos y sociales, generó el deterioro artístico y técnico de las producciones circenses, amenazando con su desaparición.” El Polo Circo es un proyecto que opone al tradicional un modo de promoción y transmisión mediado por el Estado, y un estilo asociado del circo moderno. En palabras de la directora Gabriela Ricardes, se buscaría pasar de “la proeza a la poesía”. Dicho camino fue adoptado también por otros países, como se reconoce en los textos que presentan al Polo Circo: “En los últimos veinte años, en Francia y Canadá, países hoy referentes de producción circense de alta calidad, esta tendencia comenzó a revertirse a partir de la incorporación del circo en las políticas públicas. Esto posibilitó la formación de nuevos artistas contemporáneos y la producción de espectáculos de alta calidad artística y excelencia técnica que permitieron rescatar al circo de su deterioro y rescatar el espíritu de espectáculo inclusivo por excelencia, innovador, itinerante, embajador del arte y la cultura.”1 Suponiendo que las expresiones artísticas no se reducen a un cambio de paradigmas –del circo tradicional, caracterizado por la proeza, al moderno, en el que predomina la interpretación y el estilo– y con cierta desconfianza ante la transparencia de las modas y de los diagnósticos oficiales, conversamos con un actor perteneciente al mundo que el Polo Circo pretende superar. Jorge Luis Videla, fundador de la escuela Circo Criollo, es parte justamente de una familia tradicional en el circo. En esta entrevista mira el momento actual del circo en la Ciudad desde allí, desde un punto de vista que llama “profesional”. Lo que hay entonces son dos sentidos de lo profesional. La profesionalización del circo a través de la intervención del Estado, y el mantenimiento de la profesión como rasgo de una familia, una tradición, que no obstante hoy en día se dedica a formar nuevos artistas de un modo no necesariamente endogámico. ¿Qué salva la nueva red que pone la Ciudad? 1 “Buenos Aires promueve el arte del circo. Lanzará ´Buenos Aires Polo Circo´ y un festival internacional”. De www.buenosaires.gov. com.ar
- De la carrera Artes del teatro, que está en la facultad de Psicología y Psicopedagogía, en esa área. Por eso hablo con propiedad de esto. Entonces comienza así nuestra trayectoria. Yo nunca dejo de recalcarlo. Uno de los mayores premios de los actores es el premio Podestá. Pero en los estudios de teatro se toca muy someramente este tema, muy por arriba. Cuando tienen que hablar hay mucho Shakespeare, Stanislavski, mucho Chejov, Grotowsky, pero de lo nacional no hablan, casi no tocan ese tema ni a autores de esa época que fueron circenses, como los Podestá. Sí, dicen que fueron buenos directores, pero hasta ahí nomás, no le dan el valor que merece nuestro circo-teatro en la historia. Aunque este ya es otro tema y nos vamos por las ramas. Después he hecho teatro nacional, teatro de revista, estuve diez años en la revista con Porcel, Olmedo, Moria, Susana, Nélida Lobato, he trabajado con todas las grandes vedettes, con Nélida Roca, he estado dos años en la comedia nacional en el Cervantes, dos años en el San Martín haciendo Moliére, con Terranova. O sea, hemos transitado todos estos ámbitos. Cine. Televisión. Somos pioneros de la televisión con los primeros grandes espectáculos musicales que hacía Canal 7, el 13. - ¿Cómo cuáles? - “El show del mediodía”, famoso en aquella época, con Héctor Coire. “Casino Philips”, “La Canoa”. Estuve con Mancera, con Nelly Raymond, en los grandes espectáculos y shows musicales. Con Pinocho. - O sea que han participado de los comienzos de la televisión. - Claro. Somos pioneros de la televisión. Somos de los primeros artistas de la televisión de aquella época. Teníamos nuestro número de variedades, de acrobacias. En aquella época se trabajaba muchísimo con ese tipo de números, aunque ahora ya no haya casi nada de eso. No hay musicales, no hay bailables. - O quizás se reconvirtieron de manera que ya no tienen casi nada que ver con aquellos espectáculos.
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Cambio de red
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- No sé cómo fue cambiando. Aunque todo va cambiando. En aquel entonces cada canal tenía dos orquestas y dos ballets estables. El 7, el 9, el 11, el 13. Todos tenían sus orquestas y sus ballets estables. No contrataban para un evento en particular. A su vez todos los teatros tenían orquestas de doce o catorce músicos. Ahora la música grabada tiró todo eso al carajo. - Todo lo estable se transformó. En los sesenta los actores tenían contratos con el canal y no podían pasarse a otro así nomás, ¿no? - Claro, porque tenían la exclusividad. - Entonces había orquestas y ballets estables, todo un grupo de personas que trabajaba dentro de un proyecto. - Y se hablaba directamente con el dueño. Por ejemplo, si vos ibas al 9 hablabas con Romay, el dueño. Era el dueño el que ponía la cara. Con él se discutía el sueldo, los artistas pasaban por él. Lo mismo con Goar Mestre en el 13. En el 7 estaba Villaverde. Eran estos tipos con los que había que arreglar, con las cabezas de los canales. Ahora son todas empresas fantasmas, son todas multinacionales de las que no sabés quién es el dueño, con los que no vas a hablar nunca porque ni los conocés. - ¿Siguen trabajando en la televisión? - Nosotros ya no, sino que mandamos algún alumno para un número en especial. Te piden un malabarista, un trapecista, nosotros vemos con qué contamos. Todos los que mandamos son profesionales; a veces mandamos, otras veces no. - ¿Y van en representación de esta escuela? - Claro. Por lógica, nosotros tenemos un nombre dentro del ambiente. Entonces cuando nos dicen “mandame cualquier cosa” decimos no, no te puedo mandar cualquier cosa, porque va en nombre de la escuela. Está el nombre de Videla atrás. Si te mando un alumno que no está bien preparado se puede decir “¿y éste quién es?”. Nosotros tenemos códigos y los respetamos, porque somos del palo. Conocemos. Nosotros tenemos la obligación de mantener nuestro nombre asociado a un nivel de trabajo. Esta es una escuela a nivel profesional. El que sale de acá tiene un nivel profesional. ¿Qué quiere decir eso? Que va a cobrar, pero además que va a tener un número preparado para trabajar en cine, teatro o televisión, para trabajar afuera, adonde quieras; que tiene producción de ropa, aparatos; que tiene técnica, incluso, de arte escénico. Es necesario haber vivido eso para poder enseñarlo. Hay escuelas que no lo tienen porque quizás no les interesa el profesionalismo. Son cosas distintas trabajar en la calle que trabajar en una empresa. Por ejemplo, si vos estás trabajando en la calle y se te cae algo, un palo o cualquier cosa, te dicen “otra oportunidad”, se te cae otra vez, y de nuevo: “otra
oportunidad”. En el circo se trabaja con un patrón que paga por semana, por día. Se le paga y el patrón a usted lo mira. Cuando se le cae algo no se pude decir “otra oportunidad” porque usted está cobrando. Si erra una o dos veces el patrón va a venir y va decirle “muchacho, usted está fallando; mire, cuando tenga el número seguro venga y conversamos. Lo que quiera ganar, yo se lo pago, pero no puede venir a ensayar acá en la pista, el público pagó la entrada para ver un espectáculo con un artista profesional”. Esa es la diferencia entre trabajar profesionalmente y trabajar en la calle. En la calle usted se viste como se le da la gana. En cambio si está por entrar a un espectáculo, desarreglado y desprolijo, el empresario va a decirle “oiga, esa ropa está sucia, lústrese los zapatos, ¿no se peinó?, maquíllese”. - O sea que en general la gente que llega a la escuela sabe cuál es su tradición. - Todos no. A algunos se lo estamos diciendo. Por ejemplo éste es mi abuelo, en 1900 [Jorge señala la fotografía en blanco y negro de un payaso con pantalones demasiado grandes sostenidos por tiradores, zapatos largos y un sombrerito inclinado sobre un costado, apoyado en un bastón de palo muy orondamente]. Ese otro es mi padre, ésta es mi señora, éste es mi hermano que está haciendo la vertical con un dedo, ésa es mi suegra, cuya madre era trapecista mexicana. [Recorre las fotografías que cuelgan junto a nosotros, en la entrada del gimnasio.] Acá hay currículum. Eso es lo que enseñamos. - Yo veo que confluyen dos cosas en esta escuela: una es lo que llamás “currículum”; pero también hay experiencia. Cuando decís que un profesional no puede fallar, se entiende que debe haber practicado, que debe tener experiencia, que fue preciso haber trabajado. - Claro. Además hay un respeto al público. El público paga para ver el espectáculo. Es lo mismo que en el fútbol. Vos pagás tu entrada y se suspende porque tres boludos se agarran a patadas. ¡Vos pagaste para ver el partido, querés verlo! Y todo es así a nivel profesional. Pero ahora, lo nuevo, tiene un estilo distinto. Los extranjeros vienen acá, quieren marcar la cancha. Los franceses… - ¿Cómo es eso? - Son sucios… Quizás sean buenos haciendo los trucos, el número, pero no tienen producción, entran con las patas sucias, en pata, con los pantalones y la ropa sucia, están hediondos, no se lavan. Trabajan en espectáculos con nosotros. Y se lo decimos. “Muchachos, ustedes son muy buenos haciendo números, pero recuerden que además son artistas”. Es la costumbre de Francia, quizá. Se creen que son los mejo-
Lugano] a mí no me lo quisieron dar nunca, ni a los circos argentinos tampoco. ¿Dónde está el circo argentino? El circo Servián tuvo que irse a la periferia, el circo Rodas, el circo más grande de América tuvo que irse a Avellaneda. A este señor [Jorge señala a uno de los que matea con nosotros], jamás lo dejaron entrar en la Ciudad. Cómo ¿él no podía entrar y ahora sí se puede? Es discriminación. Pero como no hacemos despelotes, no hacemos nada, entonces sigue todo igual. Este tipo, hace unos años, puso doscientos mil pesos en publicidad para debutar y no lo dejaron debutar. Lo echaron a la mierda. - ¿Dónde quería instalarse? - Donde hoy está el Polo Circo. Tenía el permiso del terreno, la publicidad hecha, tenía todo y no lo dejaron debutar. Cuando estaba el pelado… - Jorge Telerman. - Sí. Y ahora éstos agarraron un negociado, que es un negociado de verdad. Compraron carpas afuera. En el camino desapareció una carpa. Entendés. Desapareció una carpa. - ¿Nadie dio cuenta de eso? - Nadie. Hay arreglos con Francia. ¿Cómo? ¿Y los argentinos? Que den trabajo a todo el mundo. No estamos en contra de que hayan logrado eso, pero que abran el juego. Hay una idea errónea, dicen que nosotros estamos en contra. ¿Cómo vamos a estar en contra, si beneficia al circo? Pero si comercialmente beneficia sólo a uno, entonces sí estamos en contra, porque entonces se perjudica el circo. Nosotros nunca vamos a estar en contra de algo que beneficie al circo, pero que nos dejen trabajar a todos. - ¿Al Circo Criollo no lo invitaron? - No nos invitaron, ni nos dejan entrar. Mirá, esto lo traje ayer. [Saca un folleto de los espectáculos del Polo Circo] Toda una movida de Canadá. ¿Quién paga todo esto? Lo paga Francia, si acá no hay un mango. Esto lo banca Francia. Está bien, que traigan a los canadienses, pero dejen que nosotros también mostremos nuestro trabajo. Yo le dije en un conversatorio a la que dirige el Polo Circo, y con la que ya hace rato que tenemos encontronazos (no con la persona, ojo; son diferencias en la forma de trabajo), “nosotros formamos esta escuela que es la primera escuela de circo, formamos a los que después formaron a otros –le digo– nosotros llegamos acá; ya que con mi bandera llegué acá, ahora agarrá la bandera y llevala más adelante para mejorar el circo”. - ¿Usted conoce a esta mujer? - La conozco, sí. Era una bailarina del Rodas. ¿Sabés qué me contestó en una conversación en la Universidad de Palermo? “Yo me cago en el circo argentino, me cago en los empresarios argentinos, en los artistas argentinos, me cago.” Pero de todas maneras
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res del mundo. Nunca vas a ver a un ruso vestido así, no vas a ver a un chino vestido así, de atorrante. En Estados Unidos no podés ir al Ringlin, el circo más grande del mundo, vestido de atorrante. Ni siquiera entrás. O sea, no tienen códigos. No van a trabajar nunca en circos así. Trabajan solos, se producen solos, y el gobierno les da plata para producirse. El día que el gobierno no les dé más plata, se acabaron los artistas. - ¿Según usted se están cortando solos y además hay una política que banca ese modo de trabajar? - Sí. Vos vas con un proyecto y te bancan todo. - ¿Y por qué vienen acá? Pienso que puede haber dos motivos. Uno sería la tendencia itinerante del mundo circense, o sea, la posibilidad y el deseo de querer trabajar en distintos países. Pero quizás también haya algo del orden geopolítico, por decirle de alguna manera, tratándose de Argentina, un país “tercermundista”, etcétera. - Vienen acá y nos tratan como si fuésemos del tercer mundo. Vienen con unas ínfulas, creyendo que acá van a dejarnos impresionados y sin embargo para nosotros son otros artistas más. Acá siempre hubo buenos artistas. Los artistas argentinos han recorrido todo el mundo. Yo estuve en Europa. Un día tuve una reunión con un director de circo de España y dije “Muchachos –hablé así, porque son toda gente grande, viste, y para que no se me agranden los huevones los tuteé de entrada–, muchachos, vamos a poner las cosas en claro, yo tengo cien años dentro del espectáculo”. En mi familia somos más de cien. Estamos en EE.UU., en Las Vegas, en el circo Ringlin que es el más grande del mundo, en circos de México, que copan toda América, en Brasil, en Australia. Ninguno de mis primos o de mis tíos, que hoy están trabajando en todos esos países, me dice “che, loco, hay un francés acá que rompe todo”. O sea, entre nosotros sabemos quiénes son los buenos. En cada ambiente se comenta. En esas reuniones con directores de circo yo pregunto, ¿dónde están esos franceses que son tan buenos? Porque en el Ringlin, en México, en Australia no están. El día que el gobierno no les dé más un mango, no queda ningún francés. Hace treinta años que llevo haciendo esto y el gobierno a mí no me dio ni tres pelotitas de paddle que valen dos pesos. - ¿No ha conseguido nunca un subsidio? - No. Jamás pude lograr que nos den un subsidio. Ahora está ese proyecto del Polo Circo. Ese proyecto era mío, yo lo inicié en el año ’96. Como yo no soy político, no quiero saber nada con la política, me hicieron a un lado y retomaron ese proyecto para hacer arreglos con Francia. Se olvidan de Brasil, de Chile, de América. Pusieron mucha plata. El lugar donde está el Polo Circo [en Parque Patricios y en Villa
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yo no estoy hablando de la persona. Separé bien las historias. Estas compañías no hacen un espectáculo de circo común, como el Servián, donde vos vas a ver trapecistas, acróbatas. Acá también hay eso, pero lo cuentan de una manera moderna, especial; te puede gustar o no te puede gustar. A eso le llaman circo moderno. ¿Pero qué pasa con este circo moderno? Que lo banca el gobierno. Si vos ponés una entrada para ir a verlo, no va nadie. Ya lo hemos comprobado. - A ver si entiendo. El circo moderno tiene un estilo diferente que el circo tradicional. El Gobierno de la Ciudad apoya este tipo de espectáculo con la plata que, según usted, les da Francia. - Y la guita que ponen… - O sea que Francia promociona el circo moderno a través de un gobierno como el de la Ciudad de Buenos Aires. - Claro. Acá lo dice [y lee el folleto que presenta y promociona el espectáculo del Polo Circo]. “El circo nacional, De Cirque, fue fundado en 1981 –eran callejeros, ¿no es cierto?– como resultado de la expresión de las necesidades de artistas en busca de nuevas libertades. Gran parte de ellos veían en las artes de la calle la reencarnación de esa nueva libertad. En 1984, el entonces primer ministro de Quebec consideró a un grupo de jóvenes para realizar sus sueños, otorgó un apoyo financiero importante y junto a otros crearon el Cirque du Soleil.” De entrada arrancaron con todo el apoyo del gobierno, con toda la guita. Yo arranqué en 1980, como circo social, y jamás nadie me dio nada. Pedí a Duhalde, pedí al Secretario de Cultura de la Nación y nadie me dio nada. Acá se cagan en todo eso. Ahora está de moda y ponen una cantidad enorme de guita ahí, en equipos, tecnicidad, alquilan de todo. ¿Para qué? ¿Quién agarra la guita? - Dijiste que habías impulsado un proyecto como el del Polo Circo en el año ’96. ¿Cómo es eso? - Al Polo Circo lo empecé yo y me cagaron. Me recontra cagaron. [Jorge va a buscar una carpeta a un cuartito detrás de nosotros y vuelve. Abre una carpeta y me pide que lea un texto dentro de un folio]. ¿De qué año es? - Del ’96. - Leé el final. - “(…) Visto el expediente No 1560-C-94 y agregado No 999-C-96, originados por los Sres. Concejales Sampedro y Fatala, respectivamente. El primero de los Concejales propicia la creación del Centro de Artes Circenses y el segundo, el prono despacho para el expediente 1560-C-94, y considerando que dicha creación dentro del ámbito de nuestra Ciudad, posibilitará el incremento y desarrollo de esta especialidad.” [Según un documento en el que consta la aprobación de un proyecto de promoción de las artes
circenses.] - Llegó hasta Hacienda. En ese entonces había que poner cincuenta lucas. “No –dijeron– cincuenta mil pesos… No hay presupuesto.” Para que este proyecto se tratara en el ‘96, yo había empezado en el ‘93. Desde el ‘93 que venía luchando y preparando el expediente, que fue aprobado y después dejado de lado. Queda en la nada, hasta ahora que lo levanta la directora del Polo Circo. - Aunque ella no había estado en el proceso. - Noo, ni existía. A mí como que ya me cansaron. El director del circo de Moscú es amigo mío. Pero incluso ellos han dejado de venir. Les crearon tantos problemas que dejaron de venir. Si hubiéramos armado algo con ellos quizás hubiésemos entrado. Pero los rusos no ponen un mango. Los rusos te mandan profesores, pero los tengo que mantener yo acá. ¿Con qué? Si acá con los chicos estamos cobrando para pagar el alquiler, el gas, los impuestos. Nosotros no tenemos presupuesto. Esta lucha que tenemos es desigual. Y según un historiador que vino por acá, en
Imagen ofrecida por el Circo Criollo. Fotografías: Leandro Gabriele
nuestras formas, a nuestros espectáculos. El Servián, por ejemplo, no pudo entrar a Buenos Aires. Es uno de los mejores espectáculos de América. El dueño se arriesga él mismo, la guita la pone él, su familia o sus hijos, pero él se la juega. [Una chica se acerca a nosotros y pide un trapo para secar una colchoneta. Ha empezado a llover. Jorge duda, no sabe si hay, entra al cuartito, busca y encuentra.] Los dueños de acá se arriesgan ellos. Si viene una tormenta y se levanta la carpa, se la bancan ellos. Nos bancamos todo. - Entiendo que ustedes se pueden sentir más ofendidos por el deshonor que causa la prohibición a trabajar en la ciudad propia. - Lógico. Si hay un error lo corregimos. “No, porque no queremos animales.” Hasta los animales prohibieron. Es el único país del mundo, ¡del planeta!, en el que se prohíben los animales en los circos. ¿Qué somos nosotros? Es una tradición. En las pirámides de Egipto hay grabados de elefantes haciendo un truco para el faraón. A Marrone –nosotros trabajamos mucho con Pepito Marrone– le preguntaron una vez su opinión sobre un asunto de la televisión. Marrone dijo “mi edad me permite a mí decir, equivocado o no, mi verdad”. Y dijo tal y tal cosa. Quiero decir que ahora yo digo mi verdad, te guste o no te guste. Y muchas veces no gusta. Venís a esta escuela y te hablo de toda la problemática. Si vas a otra y pedís que te hablen del circo, por ahí te dicen, ¿qué circo? En los mismos años que Jorge Videla preparaba su proyecto de promoción de las artes circenses, el “poeta maldito” Fito Páez (caracterización que le dio la revista digital, Molotov) cantaba “psicodélica star/ de la mística de los pobres/ de misterio, de amor/ de dinero y soledad...”. Por el contrario de lo que ocurrió con Circo Beat, esa década no acompañó a Videla. Hacia el final de la entrevista vuelve a entrar al cuartito y regresa con miles de fotos en las que aparece con todo el jet set de los setenta, ochenta y noventa; desde Tita Merello hasta Moria Casán, pasan los recuerdos. Los alumnos (que irán a trabajar a Europa, a una empresa, a la televisión, a lugares desconocidos) salen del gimnasio de la calle Chile saludándolo, y se nota que no sólo hay respeto, está incluso la tranquilidad de contar con el Circo Criollo. Algunos de ellos son profesores, prácticamente los encargados de las clases y la escuela. Entra tras ellos un viento que remueve el fuerte y calmador olor a átomo desinflamante.
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ninguna parte del mundo las escuelas privadas pueden sustentarse solas porque son muchos los gastos y no se pueden sostener si no es con el apoyo del gobierno. Pero como nosotros mientras que saquemos lo justo para pagar la luz, el gas y el alquiler nos arreglamos… Con lo que recaudamos lo que primero que pagamos es el alquiler. Después pagamos el agua, el gas, luz, barrido y limpieza, se reparte para los profesores y con lo que queda hacemos diez para mi hermano, diez para mí, y listo. ¿Vos me creés si yo te digo que el mes pasado me quedaron $2000? Soy el dueño. Entre que pago esto y aquello me quedaron $2000. Ahora se van todos al interior o afuera, ¿y quién paga enero, febrero, marzo? Yo estoy jubilado, mi hermano está jubilado; mientras pague el alquiler y los impuestos, comemos por otro lado. ¿A quién no le gusta tener zapatillas nuevas y vestuario nuevo? Acá todos los aparatos los hacemos nosotros. Yo sé soldar, armar los aparatos, sé arreglar todo lo que se rompe acá; todo lo hacemos nosotros. No puedo mandar a comprar una colchoneta afuera. Todo lo hacemos a pulmón. Siendo la primera escuela de Sudamérica, la segunda escuela de toda América, de circo, nos mantenemos únicamente porque lo hacemos a pulmón. - ¿Sus alumnos dónde trabajan? Si tienen un número profesional trabajan en el circo, en el teatro, en televisión, se van a Europa. La mayoría de acá se va a Europa. En abril ya se van todos a Europa. El 50% de nuestros alumnos trabajan en España, Italia, Croacia, ahora agarraron toda esa zona. No podemos entrar a los espectáculos de acá, de Buenos Aires. ¿Quién carajo son los que no te dejan entrar? He tenido circo propio durante veinte años, desde el año 1930 nuestra familia tiene circo. Tres circos llegamos a tener y ahora me prohíben la entrada. Mirá… se me llena la boca de groserías porque no se puede entender. Pero bueno, eso es otra cosa. Con la escuela seguimos subsistiendo para mantener nuestra identidad nacional. Somos artistas argentinos y tenemos nuestra forma de trabajar. Que los franceses tengan la suya. Los chinos tienen la de ellos, los rusos la suya, los americanos, los brasileros, los mexicanos, cada uno tiene su forma de trabajar. Nosotros tenemos la nuestra. Al menos que nos den la oportunidad de competir. Pero no nos tiren a la mierda. No estamos contra la directora del Polo Circo, no es con la persona, pero el circo está prohibido en Buenos Aires. Porque del circo argentino no pueden prenderse económicamente. Yo no defiendo intereses personales. Estoy defendiendo al circo, a