ESTUDIO DE CASOS DE MUERTES SANITARIAS DOCUMENTADAS POR CONVITE, A.C. COMPONENTE DESARROLLADO EN EL MARCO DEL PROYECTO DENOMINADO MONITOREO DEL DERECHO A LA SALUD EN VENEZUELA: UNA APROXIMACIÓN DESDE LA ESCASEZ DE MEDICINAS, LAS MUERTES PREVENIBLES Y LA INFRAESTRUCTURA HOSPITALARIA EL PRESENTE DOCUMENTO CONTIENE EL TRATAMIENTO PERIODÍSTICO ELABORADO POR DALILA ITRIAGO A PARTIR DE LA DOCUMENTACIÓN DE 10 HISTORIAS DE VIDA. CONVITE AC DIRECTOR GENERAL: LUIS FRANCISCO CABEZAS COORDINADORA DE PROYECTOS: SANDRA AL NIJJAR COORDINADORA DE INVESTIGACIÓN: FRANCELIA RUIZ COORDINADORA ADMINISTRATIVA: PATRIZZIA LATINI COORDINADORA DE COMUNICACIONES : WENDY RACINES COMMUNITY MANAGER: ARQUIMEDES REYES DISEÑADOR GRÁFICO: CAMILO ESCOBAR DOSSIER SOBRE MUERTES PREVENIBLES “LOS QUE NO DEBIERON MORIR” CONCEPTUALIZACIÓN GENERAL: LUIS FRANCISCO CABEZAS COORDINACIÓN Y PRÓLOGO: SANDRA AL NIJJAR EDICIÓN DE LA PUBLICACIÓN: WENDY RACINES COORDINACIÓN PERIODÍSTICA: EDGAR LÓPEZ LEVANTAMIENTO DE HISTORIAS DE VIDA: DALILA ITRIAGO APOYO CONCEPTUAL: FRANCELIA RUIZ & EQUIPO CONVITE AC DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN: CAMILO ESCOBAR FOTOGRAFÍA: RAYMOND FUENMAYOR
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ÍNDICE 10 HISTORIAS, 10 VIDAS, 1 CULPABLE: EL ESTADO VENEZOLANO
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HISTORIA 1- FRANKLIN RODRÍGUEZ: “ÉL NOS DECÍA QUE LO ÚNICO QUE LO MANTENÍA VIVO ÉRAMOS NOSOTROS”
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HISTORIA 2 - OMAIRA CUELLO: “LA MEDICINA DE OMAIRA LLEGÓ TRES DÍAS ANTES DE SU MUERTE”
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HISTORIA 3 - SAMUEL BECERRA: “LOS NIÑOS GRITABAN AL ENTRAR EN LA UNIDAD DE HEMODIÁLISIS” HISTORIA 4 - RAZIEL JAURE: “DIJERON QUE LO MATÓ EL DENGUE PERO EN LOS EXÁMENES SALIÓ UNA BACTERIA” HISTORIA 5 - ARIEL ZIPAGAUTA: “MI DIOS, SI NO ES PARA MÍ, QUE SEA PARA TI, PERO QUE MI HIJA NO SUFRA”
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HISTORIA 6 - RAFAEL VELÁSQUEZ: “SI MI HIJO NO SE HUBIESE INFECTADO ESTUVIESE VIVO AHORITA”
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HISTORIA 7 - JOSÉ ALEJANDRO GOITÍA: “DIMOS CARAJAZOS POR TODOS LADOS PARA SALVAR A MI HIJO”
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HISTORIA 8 - SOFÍA VILLAHERMOSA: “MI HIJA SUFRÍA TANTO QUE LLEGAMOS A DECIR: ¡DIOS MÍO, LLÉVATELA POR FAVOR!”
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HISTORIA 9 - CARLOS SANTIAGO MIJARES: “LLEVÉ A MI HIJO AL HOSPITAL PARA QUE EXPERIMENTARAN CON ÉL”
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HISTORIA 10 - JEIVER OLLARVE: “MI HIJO JEIVER MURIÓ POR FALTA DE INSULINA”
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10 HISTORIAS, 10 VIDAS, 1 CULPABLE: EL ESTADO VENEZOLANO Esta publicación presentará 10 relatos de vida unidas por un trágico hilo conductor: un camino de zozobra y sufrimiento hacia una muerte prevenible. Con distintas edades, padecimientos e historias familiares, cada uno de nuestros protagonistas transitaría una vida marcada por las múltiples y sistemáticas vulneraciones a su derecho a la salud en el sistema de salud pública. A lo largo de esta introducción y del tratamiento periodístico de cada caso, el lector podrá darle voz y rostro a la Emergencia Humanitaria Compleja que atraviesa Venezuela. El 06 de junio de 1983 nació Franklin Rodríguez en el seno de un hogar con tres hermanos, uno de los cuales también padeció hemofilia, como él. Su hermano, Aquiles, murió a manos del hampa. Franklin tendría el mismo destino años más tarde, pero en manos del Estado indolente dirigido por el autodenominado “Gobierno Bolivariano”. Franklin vivió una vida relativamente normal en una estrecha relación de dependencia con el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, ente que le dotaba su medicamento frecuentemente, desde sus 4 años de edad hasta el año 2016, cuando la institución dejó de proveerlo. Fuerte de espíritu, así lo describe su hermana. Franklin era un trabajador incansable, buen padre, emprendedor y entusiasta: La clave detrás de su personalidad. Vivió 5 meses más luego de su última hospitalización, pero ya llevaba dos años sin recibir Feiba, un complejo anticoagulante anti-inhibidor que el Estado había dejado de importar a Venezuela. Una decisión arbitraria que le arrebataba la garantía de su bienestar y fortaleza. En octubre de 2017, Omaira Cuello fallecería por un fallo en el hígado; luego de una larga y plena vida familiar con 18 años de condición hepática adquirida durante un procedimiento quirúrgico de histerectomía para la extirpación de un tumor benigno. La hepatitis B de Omaira fue diagnosticada y tratada nueve años antes; sin embargo, el daño de su hígado fue compensado y ya para principios de 2017 solo necesitaba Baraclude (forma comercial del Entecavir). Omaira accedía a su tratamiento gracias al suministro del Seguro Social Pastor Oropeza de Barquisimeto, el cual dejó de recibir desde febrero 2017.
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Samuel Becerra y Raziel David Jaure nacieron en 2005 con complicaciones de salud que desencadenaron una condición renal que los llevaría, eventualmente, a coincidir en la sala de hemodiálisis del Hospital JM de los Ríos. Sin embargo, sus historias de vida fueron muy distintas: Samuel fue diagnosticado con insuficiencia renal crónica con tan solo 4 días de nacido debido a la malformación de sus vías urinarias. Su primer año de vida no fue nada fácil, su función urinaria la realizaría por la espalda; aun así resistió con la fortaleza y el frenesí por la vida, que lo acompañarían hasta el último de sus días. Fue sometido a múltiples intervenciones quirúrgicas, redireccionando sus uréteres y colocándole un catéter peritoneal para habilitar su función urinaria. Su infancia temprana estuvo llena de visitas al hospital y largas sesiones de diálisis desde casa. A los 4 años, Samuel fue remitido al servicio de hemodiálisis del JM. Mientras que Raziel saldría del hospital El Algodonal luego de estar en terapia en los primeros 11 días de vida a causa de dos vueltas de su cordón umbilical y un nudo real. Las consecuencias de esa complicación se conocerían realmente luego de diez meses cuando padeció una neumonía. No obstante, la condición renal no fue mayor problema en su día a día. No fue dializado hasta los 10 años, se atendía con exámenes control y una dieta sana, lo cual bastaba para mantener los indicadores de la urea y creatinina. En 2009, nace Ariel Zipagauta en el Hospital Clínico Universitario cuyo desarrollo hasta sus seis añitos de edad fuera perfectamente normal; la única señal de alerta era la polidipsia que caracterizaba su comportamiento habitual: un aumento anormal y constante persistencia de su sed. Un año posterior al nacimiento de Ariel, nacería Rafael Velásquez con una obstrucción a nivel de la uretra, diagnosticada a los dos meses de edad. Yormaris, su mamá, dice que simplemente dejó de orinar un día y así pasaron 7 años entre diálisis y diálisis. Después de tres catéteres peritoneales infectados y obstruidos cada uno, perdió el acceso abdominal, no hubo manera de colocarle el catéter en el abdomen y esa parte de su cuerpo quedó tan contaminada con una bacteria que agarró en el quirófano del hospital que no se le pudo hacer más diálisis peritoneal y pasó a la hemodiálisis.
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Así, comenzó a dializarse apenas a los seis meses, cuando contaba con un peso de 6,5 kilogramos: un cuerpo muy frágil cuya sangre incluso era insuficiente para un proceso tan invasivo, aun así, Rafael resistió estoicamente. Al igual que Samuel, fue desahuciado a los tres años de edad por la pérdida de sus accesos vasculares, en virtud de los múltiples cambios de catéter producto de las continuas infecciones adquiridas. Yormaris decidió asumir el riesgo de la vida de su hijo y lo mantuvo un año sólo con dieta y sin recibir ningún tipo de tratamiento, observando que había recobrado en alguna medida, su función renal: orinaba por el ombligo. Un poco más lejos, en Maturín estado Monagas, en ese mismo 2010, nace José Alejandro Goitía, despierto a la música y, en especial, las rancheras. Al añito y medio comenzaría su agonía, representada en episodios febriles, inflamación bucal y llagas. Llagas que lacerarían cinco años después, el corazón de su madre, Surianny, pero que la harían fuerte y noble de corazón. Mientras aparecían las llagas de José Alejandro, nacería Sofía Villahermosa, allí mismo en Maturín. Sofía eclipsó el corazón de sus padres. Era una niña hermosa, extrovertida, llena de energía y ocurrencias, según cuenta su padre, Pedro. Pero detrás de su sonrisa se ocultaba, silente, un diagnóstico de leucemia mieloide aguda: las primeras manifestaciones de su enfermedad surgieron a los 2 años. Sofía comparte con José Alejandro no sólo el lugar de nacimiento, sino el padecimiento que los llevó a otro plano de existencia. DEL 2013 AL 2017: UNA BITÁCORA DE VULNERACIONES El año 2013 no fue nada fácil para Sofía, José Alejandro y los padres de cada uno. Mientras Surianny daba tumbos intentando lograr un diagnóstico y tratamiento oportuno para José Alejandro, debía ser estrictamente cuidadosa de que el niño no recibiera golpes y mucho menos sangrara. El misterio y la incertidumbre eran parte de su vida. Ella sabía que su hijo aparentemente se veía fuerte pero había una gran fragilidad en su estado de salud, que los médicos del Hospital Manuel Núñez Tovar no eran capaces de descifrar. El diagnóstico variaba drásticamente cada vez: de dengue hasta púrpura trombocitopénica. Por su parte, Sofía comenzó a presentar hematomas en su cuerpo, alertando a sus maestras en la escuela y a sus padres. Su diagnóstico fue casi inmediato al conocer sus
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antecedentes familiares. Con una biopsia medular en el Hospital Manuel Núñez Tovar, hizo entrada oficialmente la leucemia en su vida. En paralelo, José Alejandro y Surianny viajan a Caracas para conseguir su verdad tras una punción en la médula; la que en el centro hospitalario de Maturín fueron incapaces de efectuar. Por falta de camas, José Alejandro no logró ser internado en el Hospital JM de Los Ríos, regresándose con su mamá a Maturín. Como a Sofía, sus tratamientos eran administrados a destiempo y sus padres luchaban para tratar de obtenerlos de manera oportuna, debido a los altos costos. En ese momento de su vida y de manera intempestiva, Surianny consiguió el camino que labraría su futuro quehacer: salvar a José Alejandro y articular redes de ayuda, haciendo caso omiso a las demoledoras sentencias que daban los médicos sobre el caso de su hijo. Incansablemente se traslada a Puerto La Cruz y Valencia buscando respuesta, medicinas y esperanza en medio de un mar de vulneraciones del derecho a la salud de su hijo. Pedro, el padre de Sofía, hace lo propio y transitan sin saberlo un mismo camino de esfuerzos y angustias: su causa y circunstancias eran las mismas, los actores y villanos de sus historias también. Se encuentran y acompañan en la batalla contra el cáncer y la indolencia del Estado venezolano. Así transcurren dos largos años… Por su parte, Rafael ya había alcanzado una cierta estabilidad al recuperar, en cierto grado, su función urinaria por los canales regulares. No obstante, continuaron los problemas, pues debían nuevamente instalarle un catéter cardíaco, esta vez en la yugular. Tras vender sus pertenencias, la intervención quirúrgica privada logró una nueva vía de acceso al tratamiento, y al retomarlo, el niño adquirió en consecuencia, una osteomielitis: la bacteria hizo estragos en su abdomen y en su fémur, causándole una celulitis en la pierna, aproximadamente en 2014, cuando José Alejandro y Sofía sufrían las consecuencias de la leucemia mieloide aguda. En 2015, el destino le irrumpiría la normalidad de su niñez a la pequeña Ariel. Cuando contaba con 6 años de edad comenzó a “apagársele” uno de sus almendrados ojos, mientras Sofía Villahermosa fallecía a la corta edad de 3 años y 8 meses, luego de un largo historial de quimioterapias tardíamente suministradas, dolores en la pierna y sufrimiento innecesario. Dos princesas verían su vida marcada por el sufrimiento: Sofía agonizaba y Ariel comenzaba a sufrir.
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José Alejandro no corrió con mejor suerte: un año antes sería trasladado a Valencia donde encontró mejor atención médica y abastecimiento de medicamentos en el Hospital Enrique Tejera, posterior a un trasplante de médula poco efectivo, Surianny y su hijo regresaron a Maturín y a los 4 días José Alejandro fallece en los brazos de su abuela. Mientras tanto, Raziel y sus padres viajan de nuevo a Caracas y descubren, en el JM de Los Ríos, que su condición se había agravado a grado tres. 2016 FUE UN AÑO DE ENCUENTROS EN LA TRAGEDIA. En enero, Raziel viajaría de Tinaco a Caracas, para ser hospitalizado en el JM de Los Ríos. Pasó quince días en emergencia, sin ninguna mejoría, inflamándose preocupantemente ante la mirada de sus padres, Yuderkys y Douglas. Raziel conoció lo que era la “restricción hídrica” y deciden instalarle un catéter de hemodiálisis. El 19 de marzo de 2016 Raziel conoce, por primera vez en su vida, una diálisis. Para la fecha, las medicinas no se conseguían y el laboratorio solo funcionaba para exámenes de hemoglobina, todos los demás estudios había que hacérselos por clínica privada. Estuvo hospitalizado hasta el 24 de marzo: supuestamente la diálisis iba a ser momentánea para limpiar los riñones y no fue así. Se le desencadenó un edema pulmonar que fue haciendo fallar su corazón y lo llenó de agua. Raziel resistió y siguió dibujando escenarios de ilusión: con refrescos de cola, juegos y un trasplante, su salvación. Ariel comenzaría su trayecto en el servicio de neurocirugía del hospital JM de Los Ríos. Diagnosticada de manera casi fulminante con un tumor cerebral, emprendería casi inmediatamente una serie de intervenciones quirúrgicas que implicarían la instalación y remoción de una válvula de drenaje del líquido encefaloraquídeo, con sus reiterados cambios y ajustes, debido a infecciones adquiridas dentro del hospital. Como con Sofía y José Alejandro, la administración de su esquema de quimioterapias siempre fue inoportuna, insuficiente y accidentada. La odisea de encontrar medicamentos y adquirir hasta los insumos médicos más mínimos fueron otras de las variables que Rosalía, su madre, debía sortear. Una leve mejoría, entre convulsiones y trastornos del sueño, le brindó a Rosalía una ilusión de volver a verla restablecida, pero luego de 5 meses de hospitalización, expiró. Su princesa se convertiría en un ángel y su despedida así lo anunció. Franklin, por su parte, agravaría su salud en ese mismo año, a causa de un golpe en la pierna. Para ese momento el fiel IVSS ya no contaba con el factor Feiba que necesitaba, por lo que le suministraron un antiinflamatorio y lo despacharon a su hogar. Tras un tiempo de reposo por la inflamación de rodilla y la imposibilidad de negar el recrudecimiento MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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de su condición de salud, finalmente fue admitido en el Seguro Social Pastor Oropeza, en el que habían rechazado su admisión en las pasadas oportunidades. Al ingresar, le identificaron un absceso en su miembro inferior, tras un mes de sufrimiento innecesario. Allí no hubo acción preventiva alguna por parte del aparato de salud pública que lo salvara de aquel trágico destino. La agonía de Franklin fue más que cruel, macabramente inhumana. Cinco meses pasó hospitalizado antes de morir, drenando líquido, sangre y pus de su desgastada rodilla, en las más sórdidas condiciones; aquellas que se han convertido en el día a día de los centros de salud públicos en Venezuela. Tres veces fue amputada su pierna, sometido a estas intervenciones quirúrgicas sin el factor VII que facilitara la coagulación de su sangre, la cicatrización de sus heridas y la garantía de un justo restablecimiento: entre hemorragias y trasfusiones vivió ese tiempo. Su cuerpo no sólo terminó desangrado, el río de sangre que bañó su realidad no sólo venía de su pierna, sino del corazón de su hermana Jennilith. Aquel vigor de Franklin, se había ido con su espíritu dejando huérfano de padre a Yofran. En este año también nace Carlos Santiago Mijares en un parto gemelar. Carlos tuvo una existencia muy corta: Moriría al año y siete meses producto de un paro respiratorio y los pulmones llenos de sangre, dejando a su hermana Sadana sin su otra mitad. Idalia, su mamá, enfrentó diversas complicaciones en el Hospital Santa Ana: Sadana y Carlos Santiago nacieron en buenas condiciones, pero el niño se encontraba bajo de peso y, producto de un paro, fue internado en terapia intensiva todo un mes. Idalia presume que fue la contaminación de su cordón umbilical la causa de sus complicaciones, pero no tiene garantía de ello. Al mes de nacido, Idalia observa un aumento desproporcionado del tamaño de la cabecita de niño y exige un diagnóstico al personal médico, así recibió la noticia: Carlos Santiago padecía hidrocefalia, producto de un derrame cerebral sufrido en una incubadora donde estuvo 19 días internado; esta contaba con ventilación mecánica y empleaba agua de chorro y no potable para su proceso de oxigenación. Como Ariel, necesitó una válvula de drenaje del líquido encefaloraquídeo, en un entorno país sumido en la escasez. Cinco intervenciones quirúrgicas requirieron para ello, y aun así Carlos no subía de peso pues eliminaba el potasio y el bicarbonato por la orina, hallazgo que los médicos sólo pudieron identificar cuatro meses antes de su desaparición física. La corta vida de Carlos Santiago transcurrió entre convulsiones, inflamación, MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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hospitalizaciones, obstrucciones de válvula y, en el medio, constantes vulneraciones a su derecho a la vida. La atención oportuna brilló por su ausencia y la impericia del personal médico fue un factor predominante en su historia: cuarenta veces fue punzado en solo dos días para recibir una simple hidratación. 40 es un número extremadamente grande y doloroso para un cuerpo de un año y medio de edad: sus pulmones no resistieron, se llenaron de sangre y tuvo un derrame fatal. Por su parte, Jeiver Ollarve descubrió a sus 21 años que padecía de diabetes. Una luz en un entorno de oscuridad, así era Jeiver: joven, lleno de vida, deportista y buen estudiante en un ambiente rodeado de violencia. El hampa no le perdonó tanto brillo y le amenazaron. Doralys, su madre, lo llevó lejos del hogar: de Barlovento a San Cristóbal. A miles de kilómetros de distancia, Jeiver sabría que el cansancio y dolor de sus miembros inferiores eran producto de una diabetes crónica tipo I que a los doctores de San Cristóbal les fue difícil detectar, en un principio. En un mes, su cambio físico fue drástico, el destierro y la enfermedad hicieron mella en su brío característico. Se hicieron frecuentes sus episodios de aumento de glicemia: 700, 800 miligramos por decilitro se convirtieron en sus números rojos, en las fronteras de su normalidad, en el límite de sus aspiraciones más inmediatas. Había vivido toda la vida con el padecimiento y no hubo síntomas. Su páncreas estaba completamente deteriorado. Insulina humana 70/30 y dieta, eran sus salvoconductos a la vida plena, en un país en donde hasta agosto de 2016 pudieron encontrar su medicamento. La escasez significó la debacle para Doralys y su consentido: Caminaron toda Caracas, Guarenas, Guatire, todo Barlovento; preguntaron en farmacias, ambulatorios y centros la salud y en todos lados la respuesta era única y contundente: “¡No hay insulina!”. Jeiver, ávido de ganas de vivir, se fue desde Petare hasta Cumaná para ubicar su medicamento: viajó solo y allí encontró la muerte en marzo de 2017, unos meses antes de que el pequeño Carlos Santiago falleciera. “¡Bendición mami!” fueron las últimas palabras que Doralys recibió de su hijo. Murió en el hospital Central de Cumaná, sin insulina y tras un infarto fulminante: sin tomar su medicamento sólo sobrevivió 8 meses.
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TAMBIÉN EL 2017 ESTUVO MARCADO POR LA TRAGEDIA PARA LOS NIÑOS DE LA UNIDAD DE HEMODIÁLISIS DEL HOSPITAL JM DE LOS RÍOS Luego del edema pulmonar, Raziel contrajo una infección por la bacteria de klebsiella, un nuevo brote que había contaminado a las máquinas de la unidad de diálisis. Los médicos confundieron los síntomas de intensas fiebres con dengue. A finales del mes de abril, Raziel ya no lo soportaba, y fallece, convirtiéndose en el primero de las víctimas del JM de los Ríos. Samuel, de 12 años de edad, ya había pasado por diversas operaciones de vejiga, un trasplante fallido de riñón y siete u ocho cambios del catéter de hemodiálisis, deteriorado por diversas obstrucciones e infecciones. A los ocho años fue desahuciado por haber perdido todos los accesos vasculares, según los doctores, pero Judith y Miguel nunca se rindieron con su hijo. Vendieron todo lo que tenían y a través de una consulta privada lograron instalarle una serie de catéteres y una prótesis, esta última no duró ni dos meses por desconocimiento de las enfermeras. El catéter con el cual falleció, data de noviembre de 2016. Cayó nuevamente hospitalizado debido a los constantes episodios febriles que fueron síntomas de una infección nosocomial adquirida en el servicio de hemodiálisis del citado hospital. Samuel murió una semana después de Raziel. El destino no fue distinto para Rafael: Los múltiples cambios de catéter, las innumerables bacterias adquiridas y excesivas vulneraciones de sus derechos hicieron que Rafael falleciera en agosto de 2017, con solo siete añitos de edad. Finalmente, Omaira Cuello padecía los estragos de la falta de consumo del Baraclude que necesitaba para tratar su hepatitis adquirida. El tierno color de su piel rosada se había perdido para tornarse amarilla con manchas marrones: su hígado ya no funcionaba, pero callada cargaba con las consecuencias. No claudicó en sus múltiples roles como madre, esposa y abuela: el deterioro de su condición de salud afectó también a su esposo, quién sufrió un infarto que le mantuvo separado de su esposa en los últimos días de su muerte. El Baraclude de Omaira llegó por vías internacionales solo tres días antes de su muerte: ya no podía consumirlo oralmente. Una medicina de alto costo como ésta fue provista con dificultad por gobiernos extranjeros, obtenerla fue tortuoso, es por ello que el MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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Estado venezolano NUNCA debió renunciar a seguir suministrándolo. Ésta fue una flagrante violación e irrespeto a la vida de Omaira, quien falleció el 18 de octubre de 2017. A ELLA Y A TODOS LOS PROTAGONISTAS DE LAS HISTORIAS DOCUMENTADAS LOS MATÓ EL ESTADO
Estas historias cruzadas solo demuestran una parte infinitesimal de lo que ocurre en Venezuela día a día desde que el Estado renunció de manera premeditada a su función de previsión y bienestar social. Imaginemos por un momento, estas historias de vida multiplicadas por un exponente N en la complejidad de la realidad de Venezuela, mientras el tiempo pasa. Esa es la dimensión de la Emergencia Humanitaria Compleja… Esta es la URGENCIA.
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HISTORIA 1- FRANKLIN RODRÍGUEZ: “ÉL NOS DECÍA QUE LO ÚNICO QUE LO MANTENÍA VIVO ÉRAMOS NOSOTROS”. Yennilith Giménez Rodríguez muestra parte de la historia médica de su hermano Franklin Rodríguez, para denunciar una muerte que pudo haberse evitado. Si en Venezuela hubiera factor de coagulación VII, este joven de 33 años de edad estaría vivo. DALILA ITRIAGO
Desde que nació y hasta seis meses antes de morir, Franklin Rodríguez tuvo una vida medianamente normal. Nació en el estado Lara, trabajaba como vigilante privado y era el padre de un niño de 7 años. Pero padecer hemofilia marcó su vida y su muerte. Como se sabe, este grupo de personas amerita medicamentos para coagular la sangre y detenerla en caso de que lleguen a golpearse. Pues, por lo general, cualquier trauma o roce fuerte que reciban puede ocasionarles hematomas que les complica su vida cotidiana. A los cuatro años de edad a Franklin le diagnosticaron Hemofilia tipo A con inhibidores de alta respuesta. Esto significa que necesitaba recibir periódicamente Feiba, un complejo anti inhibidor que posee el factor VII. Pero de acuerdo a su hermana esta medicina escasea en Venezuela desde el año 2016, cuando el gobierno nacional dejó de adquirirla. Justo en octubre de ese año la vida de Franklin cambió para siempre. En una de esas tardes se metió debajo de su carro para revisarlo y al salir se tropezó sin querer la rodilla derecha. Esto le ocasionaría la muerte. Yennilith Giménez Rodríguez, su hermana, cuenta que la enfermedad de Franklin se hizo resistente al factor de coagulación que estaba recibiendo por parte del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, que era el factor VIII; por ello requería con urgencia que le colocaran Feiba o factor VII, pero en el Hospital Pastor Oropeza, en Lara, le informaron que no lo tenían. De allí que le recomendaran regresar a su casa, ponerse hielo y tomar anti inflamatorio y analgésico.
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“Él regresaba a casa cabizbajo, rogando a Dios para que no le pasara nada, cuidándose lo más posible. Pero después de ese golpe, la rodilla le amaneció hinchadísima y el dolor se le hacía insoportable. Desde el 22 de octubre y hasta el 28 de noviembre de 2016 lo llevamos al Seguro Social como en cuatro oportunidades y nada. Le decían que no había tratamiento, que se fuera para su casa”, relata la hermana. Hasta que la pierna pareció reventar. Allí sí lo recibieron, solo que ya tenía un mes adolorido y debajo de esa supuesta costrica de la rodilla, había un hueco hondo que, según Yennilith, comenzaron a drenarle sin ningún tipo de calmantes ni de factor que ayudara a contener la sangre. Además del tratamiento, para Yennilith también fallaron los médicos. Ella asegura que los jefes del servicio de Hematología no estuvieron presentes para cuidar a su hermano: “Los muchachos, los estudiantes, eran quienes estaban allí, al pie del cañón, con Franklin. Pero lo jefes, quienes lo vieron desde la primera vez que mi mamá lo llevó a consulta, lo abandonaron, ellos no estaban ahí”. Una historia triste y desgraciada puede contarse con minucioso detalle y hacerse interminablemente dolorosa, o puede sintetizarse en datos y fechas precisas para no extender la pena, tal y como la sufrió la propia víctima. Desde que ingresó al hospital, el 29 de noviembre de 2016, él fue atendido con protector gástrico, suero y calmantes, porque no había nada más para aplicarle. El 2 de diciembre le informaron a la familia que este tratamiento no le había desinflamado la pierna, por lo que tenía que ingresar al quirófano para hacerle un drenaje. Ese día casi muere. “Mi hermano se desangró porque no tenían factor de coagulación. La hemoglobina le llegó a 2 y no hubo cómo pararle la hemorragia; por eso intentaban resolver con trasfusiones, pero la sangre que le metían por aquí, se salía por allá. Eso fueron tobos y tobos, paños, toallas, toallines, la cobija. Todo full de sangre. Era un río de sangre”, recuerda Yennilith. Molesta aún, indignada y triste, porque cree que sencillamente la engañaron. Recalca que nunca le explicaron los riesgos de ir a quirófano sin contar con el factor, sino que por el contrario le aseguraban que sería una intervención rápida y sencilla: “Nos decían que eso era rapidito. Apenas abrir un huequito, para meterle un drenajito y ya”.
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Franklin requería 5.000 unidades del factor VII cada 8 horas. Es decir, cerca de 15.000 unidades diarias. Cada frasquito que le donaban tenía apenas 500 unidades, cuando él necesitaba al menos 30 de estos al día. Durante esos cinco meses que estuvo hospitalizado, antes de fallecer, apenas consiguió cinco donaciones. “Por Carora me dieron la primera vez 20 frascos y en la segunda me dieron 10, y por Caracas, primero me dieron 70, el día 08 de diciembre, y a él lo operaron el día 5. Cuando este donativo llegó al Pastor Oropeza, no me lo querían recibir, porque decían que esto no estaba solicitado por la farmacia del Seguro, que es el único que puede hacer las solicitudes de los medicamentos. Me lo recibieron porque Franklin se estaba desangrando, y no pasó por farmacia, no le dieron ingreso por ningún lado. Lo dejaron allí tirado y uno tenía que estar mosca para chequear que en verdad se lo pusieran”, relata. El 5 de diciembre entró a quirófano para hacerle el drenaje. Después de controlarle el sangramiento con los 10 factores que la familia consiguió, la pierna comenzó a necrosarse. Yennilith dice que “empezó a ponérsele fea”. Entonces le pidieron a la familia que consiguiera Vancomicina, que es un antibiótico fuerte pero según ella, no sirvió de nada. El dolor de Yennilith es tan hondo como el que le causada la herida en la pierna a su hermano. Cree que la negligencia también alcanzó a los empleados de la farmacia del hospital, pues cada vez que ella les pedía la medicina y les reclamaba que hicieran el pedido a la sede central, en Caracas, ellos le respondían: “¿Para qué vamos a hacer eso si no lo hay?”. Sin comprender que al no hacer la solicitud jamás se procesaría un requerimiento. Añade, además, que los médicos responsables de la salud de su hermano tampoco divulgaron su historia al Banco de Sangre de Caracas, para pedir apoyo, preguntar o consultar una segunda opinión. Así llegamos al 28 de diciembre de 2016, cuando deciden amputarle un trozo de pierna al joven, en vista de que se le había podrido: “Duraban hasta seis días sin hacerle las curas. Según ellos para no remover mucho porque no había tratamiento, no fueran a perder las poquitas conchitas que tenían y se fuera a desangrar. Seis días con ese vendaje podrido y ensangrentado allí”. Fueron tres las amputaciones que le hicieron a Franklin. El 28 de diciembre de 2016, para eliminar el pedazo comido por la bacteria Estafilococo Aureus, que le devoró el hueso de su extremidad.
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Veinte días después, cuando le quitaron los vendajes, vieron que la pierna estaba negra. Le mandaron a hacer otro cultivo y apareció una segunda bacteria: la Escherichia Coli. Los médicos decidieron amputar más arriba. Una intervención que se realizó el 19 de enero de 2017: “Otra vez el sufrimiento, la corredera, Franklin otra vez entra a quirófano, nosotros a comprar las cajas de Zaldiar, que era lo que le mandaban para calmar el dolor, y gracias a Dios que recibimos colaboración de mucha gente: primos, familiares y amigos”, agrega Yennilith. El 23 de febrero, le realizarían la tercera amputación. Su hermana explica que el área presentaba “secreciones hemáticas fétidas con signos de deshiscencia del muñón y exposición ósea”. Esto significa que el muñón se le caía a pedazos. Ella lo relata dolida y un tanto molesta por la actitud con la que los médicos se aproximaban a Franklin: “¡Chamo, otra vez para quirófano! Hay que desarticularte el hueso. La bacteria siguió y te agarró el hueso. Pero no te preocupes, ahí te agarramos un poquito de carne de aquí de la nalga, te la pegamos para acá arriba, te cosemos y fino”. La desarticulación del hueso de la cadera no se logró. Cuando lo ingresaron al quirófano se dieron cuenta de que el hueso estaba soldado, probablemente por algún golpe que se diera Franklin. Entonces lo cortaron con un serrucho lo más arriba que pudieron. De allí lo pasaron a la Unidad de Cuidados Intensivos con la hemoglobina en 1. Sobrevivió gracias a los donantes, que según Yennilith pasaban de 200: “Después de esa tercera operación la bacteria siguió, nunca lo dejó, y Franklin nunca se recuperó. Eran lagunas de sangre y mal olor todos los días. Después, ¿qué hicieron? Lo aislaron. Él nos decía que lo único que lo mantenía vivo éramos nosotros”. Yennilith cree que ya para este momento, dejaron morir a su hermano porque ni siquiera le hacían las curas. Dice que en uno de esos últimos días de su vida, tenía el pedacito de pierna envuelto en plástico, para evitar que saliera el hedor de la carne descompuesta. Tenía 33 años. Murió a las 10:45 de la mañana del día 06 de abril de 2017. Lleno de dolor y de morfina. Pero ganó el dolor.
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HISTORIA 2 - OMAIRA CUELLO: “LA MEDICINA DE OMAIRA LLEGÓ TRES DÍAS ANTES DE SU MUERTE” Omaira Mercedes Alfinger Cuello necesitaba tomar una pastilla de Baraclude al día para controlar la cirrosis hepática que la hacía una paciente crónica. Estuvo ocho meses sin tratamiento, pues el Seguro Social no se lo suministró. Finalmente, en octubre de 2017 su familia logró comprarle la medicina en Colombia. Pero ya era tarde DALILA ITRIAGO
Omaira Mercedes Alfinger Cuello era de tez blanca. Luego se fue poniendo amarillita o más bien pálida, como una cortina mantecado. Un día le aparecieron unas manchitas marrones en su rostro y fue su esposo, Enrique Alfinger, quien se dio cuenta de que su mujer enfermaba. Omaira tenía 62 años de edad, había nacido en Barquisimeto, estado Lara, y tenía tres hijas: Oralis de 39 años, Oraima de 37 y Orianni de 31. Hace más de 18 años le diagnosticaron un tumor en el útero y cuando le realizaron la histerectomía para extraérselo adquirió una contaminación en el pabellón que la hizo adquirir Hepatitis B. Esta no fue tratada adecuadamente y derivó en una cirrosis hepática. Omaira llevaba nueve años recibiendo quimioterapia y controlando su enfermedad. De hecho, podría estar viva en este momento de haber continuado tomando diariamente una pastilla de Baraclude, pero de febrero a octubre de 2017 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales no le suministró el medicamento, pues no lo tenía en existencia. Omaira murió el 18 de octubre de ese mismo año. Su viudo Enrique Alfinger cree que todo fue muy rápido. Su esposa no daba detalles de su enfermedad ni comentaba sus dolencias. Hasta que llegó el día que dejó de ir a la sede del Seguro Social Pastor Oropeza, pues se cansó de escuchar que la medicina no había llegado. “Le decían que esperara hasta los primeros días de cada mes, que habían hecho el pedido pero que aún no llegaba. Eso fue en julio. Pasaban los días y los meses y luego le confesaban que había medicamentos, pero no de ese tipo de quimioterapia. Que esos
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no habían llegado. Así mi mujer perdió lo rosadito de sus mejillas y le fueron apareciendo unas manchas marrones en la cara. También empezó a sufrir de insomnio y a disminuir su apetito. No podía ir al baño y la barriga se le ponía dura”, dice el esposo. Era estítica y el problema del hígado agravó su condición. Pero evitaba hablar del tema fuera con su marido o con sus hijas. No quería preocupar a nadie, cree el ahora viudo, quien logra discernir entre la amabilidad de los empleados de la Farmacia de Alto Costo del Seguro Social de la Avenida La Salle, ubicada en la capital larense, y la indolencia de un gobierno que incumplió con el tratamiento de sus pacientes crónicos. De sus tres hijas, dos viven en el exterior. Ambas hicieron el esfuerzo de comprarle el tratamiento en Colombia y hacerlo llegar al país. Solo que la medicina llegó tres días antes de que Omaira muriera. Su cuerpo la rechazó, ya era demasiado tarde, aunque la frase sea un lugar común. “Mis hijas y la familia entera se volcó a buscar el Baraclude por las redes sociales pero no lo había en todo el país. Una doctora patóloga de la clínica Acosta Ortiz me dijo que era muy difícil conseguirlo pues era cuestión de dólares y ya el gobierno no estaba importando ese tipo de medicinas”, continúa recordando Enrique Alfinger. Cuando el medicamento logró cruzar las fronteras Omaira había perdido el conocimiento. Fue cuestión de días. La medicina llegó el domingo 15 de octubre y ella falleció el miércoles 18. Cuentan algunos familiares, que pidieron no ser identificados, que para ese entonces ella ya no abría la boca y escupía todo lo que le acercaban. Los médicos decidieron abrirla por el cuello para tratar de colocarle el Moderán porque por la boca no le pasaba nada. Recibió solo una pastilla de una caja de 30. El resto se las dieron a uno de sus hermanos que también padece la enfermedad. La espera de meses trajo sus consecuencias imprevisibles. La angustia por las medicinas también afectó al esposo de Omaira. El día que el tratamiento llegó a Lara, gracias a una amiga de la familia que las trasladó desde Colombia, él sufrió un infarto y un Accidente Cerebro Vascular. Los médicos requerían Nitroglicerina para salvarle la vida y este es otro de los medicamentos inexistentes en el país. Por suerte un cardiólogo amigo les donó el tratamiento. “Tenía la tensión arterial en 220. Se estaba muriendo. Él estaba muy mortificado por las medicinas de Omaira, hasta que se sintió mareado y se acostó en la cama. Le dijo a MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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su mujer que se sentía mal y esta apenas le contestó: “Ajá”, porque ella también estaba mal. Los cardiólogos te pueden dar fe de que eso fue así porque dijeron: “Esto es un infarto emocional. Esto es por la gravedad de tu mamá”, relató otro familiar que pidió no ser identificado. Luego las vidas se cruzarían para despedirse. Omaira falleció el 18 de Octubre a las 8:00 de la mañana y a su esposo lo dieron de alta ese mismo día a las 10:00 am. “Los psicólogos llegaron, hablaron con él, lo prepararon y después vinieron los cardiólogos. Todos se pusieron alrededor de su cama. Hasta cuando una prima le agarró la mano y le dijo: “Tío, mi tía falleció” y él le respondió: “¡No puede ser Piera, no puede ser!”, dijo una fuente cercana a la familia. Luego se supo que los doctores habían decidido que Enrique Alfinger no saldría de la clínica hasta que no supiera la verdad, pues era preferible darle la noticia mientras estaba monitoreado a correr el riesgo de que volviera a infartarse en su casa, lejos de los especialistas. “Él ya estaba dado de alta, no tenía chupones puestos ni tensiómetro. Él ya estaba bien. Estaba sentadito en la cama y apenas le dieron la noticia, los doctores disimuladamente le pidieron que levantara el brazo para tomarle la tensión. La tenía en 170-80. Empezaron a meterle medicamento por la vena otra vez, a puyarlo, a agarrarle la vía. Terminó llegando a la funeraria de noche”, relata otro familiar cercano. Francisco Cuello es el hermano de Omaira que terminó la caja de pastillas de Baraclude que no pudo ingerir Omaira. Ya se las tomó y no tiene medicamento extra para continuar con su tratamiento. Debe tomarlas de por vida. Hay en la familia quien comenta, en voz baja, que él morirá de lo mismo que murió su hermana Omaira: indolencia.
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HISTORIA 3 - SAMUEL BECERRA: “LOS NIÑOS GRITABAN AL ENTRAR EN LA UNIDAD DE HEMODIÁLISIS” Aunque desde que nació los médicos recomendaron a los padres de Samuel Becerra que tuvieran al día los asuntos funerarios de su hijo, el niño vivió 12 años. Contra todo pronóstico luchó contra una insuficiencia renal congénita: le hicieron decenas de operaciones y hasta un trasplante de riñón, pero a pesar de todos los esfuerzos no sobrevivió. Judith Bront, su mamá, denuncia que lo mató una bacteria en la sala de hemodiálisis del Hospital J.M. De Los Ríos DALILA ITRIAGO
Los padres de Samuel Becerra son personas tranquilas. Judith Bront, de 44 años de edad, y Miguel Becerra, de 53, no alzan ni siquiera un poquitico la voz para hablar de algo tan dramático como puede ser la muerte de su hijo. No se les escapa ni una lágrima. Ellos se concentran en recordar las fechas de las operaciones que le hicieron a Samuel, enumerar las dolencias del niño de 12 años y esbozar algunos de sus rasgos, pero luego concluyen que él no tenía por qué haber muerto y que lo que no logró la insuficiencia renal crónica sí lo hizo un descuido humano: la contaminación de la sala de hemodiálisis del Hospital J.M. De los Ríos le mató a su muchacho. “No es como dice alguna gente, que él tenía que morir porque se dializaba. ¡Imagínate! No. Él murió porque no se hizo lo que se tenía que hacer en el tiempo y el momento adecuado. Él murió por un shock séptico. Hubo una infección y faltaron los antibióticos. La bacteria se hizo muy resistente en su cuerpo y llegó un momento en que lo mató”, dice Judith. Con voz casi inaudible arrastra las palabras. Parece un monje budista. Luego añade: “Ellos dicen que fue la planta de ósmosis, esa que filtra el agua con la que se dializa a los niños. Obviamente a esa máquina no se le ha hecho el mantenimiento adecuado y hay bacterias que quedan allí en el agua. Eso es como el filtro de tu casa, si este no funciona, el agua no pasa”. No hay consuelo posible. A Judith y Miguel parece que las sonrisas se le fueron de viaje. No saben si buscarán tener otro hijo. En cualquier caso afirman, a dúo, que nadie
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reemplazará el lugar de su único hijo Samuel. Mientras tanto, solo la defensa de los derechos humanos de otros niños los invita a seguir viviendo. Judith colabora con la ONG Prepara Familia. Desde esa plataforma asegura que son nueve los casos de menores de edad documentados (con actas de defunción y exámenes en mano) que fallecieron en el año 2017 en la misma sala de hemodiálisis de ese centro de salud, a causa de bacterias e irregularidades en la aplicación de tratamientos. Ellos son Raziel Jaure, su hijo Samuel Becerra, Dilfred Jiménez, Daniel Laya, Deivis Pérez, Rafael Velásquez, Cristhian Malavé, Ángel Quintero y Ronaiker Moya. Extraoficialmente serían 17. De hecho, en abril del año pasado algunas madres con pacientes recluidos en ese hospital denunciaron el contagio de 15 niños de la sala de Nefrología con infecciones como klebsiella, estafilococo y pseudomonas. Indicaban que las causas estaban vinculadas al agua, pues los tres tanques del centro asistencial presentaban bacterias fecales. Pero este no es el relato de una tragedia que afectó, y sigue afectando, a los niños con insuficiencias renales en Venezuela que no cuentan con un lugar aseado para hacerse sus tratamientos. Se trata de la historia sucinta de una sola vida que se apagó durante ese trayecto. “Samuel nació el 19 de febrero de 2005 en el Hospital José Ignacio Baldó, mejor conocido como El Algodonal, en la parroquia caraqueña de Antímano. Inmediatamente los médicos le diagnosticaron una insuficiencia renal crónica y se dieron cuenta de que tenía un problema obstructivo en la uretra. Se le crearon como unas raicitas que se llaman Valvas de Uretra posterior y eso impedía que el orine saliera. Todo eso se acumuló ahí y le dañó su riñón”, relata la mamá. El control durante el embarazo no alertó sobre esta malformación de las vías urinarias. Entonces a los cuatro días de nacido le colocaron sondas para procurar que orinara pero ya los riñones no le funcionaban. Desde ese momento la enfermedad tuvo sus secuelas. El problema renal le produjo un problema respiratorio a los pocos días de nacido y en el mismo hospital no tuvieron terapia intensiva para atenderlo. Lo trasladaron entonces al Hospital Materno Infantil de Caricuao para estabilizarlo y estuvo como dos días allí, donde descubrieron su verdadera o principal dolencia. MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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“Hizo un hemotórax pulmonar. Eso es aire en el pulmón, lo cual le impedía respirar. Él necesitaba ventilación mecánica para ayudar a sus pulmones y fue a partir de todos los exámenes que le hicieron que se dieron cuenta de que tenía un problema obstructivo. De hecho, en las pruebas de laboratorio se observó que estaban muy elevados los niveles de urea y creatinina. Entonces concluyeron que tenía un problema renal”, dice Judith al explicar cómo fue la mudanza de su niño hacia el J.M. De los Ríos. A los 11 días de nacido Samuel se estrenó en un quirófano. El servicio de Nefrología le hizo una operación de “derivación de uréteres” porque como él no drenaba los residuos por la orina, los riñones estaban mucho más grandes de lo normal. Esto se conoce como Hidronefrosis bilateral. Dice Judith que de esta intervención salió bien. La derivación permitió que el orine saliera por la espalda, a través de dos huequitos a nivel de los uréteres: “En esa oportunidad le colocaron un catéter de diálisis peritoneal porque dependiendo del resultado de la operación, si veían que no había mejoría en el riñón le harían la diálisis”. No hubo forma. El riñón estaba muy desmejorado y el diagnóstico fue insuficiencia renal estadio cinco. A pesar de este diagnóstico, estuvo un año sin ir a diálisis pues los médicos consideraron que era mejor postergar este tratamiento para así evitar que el deterioro fuera mayor. Contra todo pronóstico, aumentó de peso y creció. Los médicos le dieron un año para colocar los uréteres nuevamente en el lugar adecuado y así procurar que hiciera pipí de manera normal. Este procedimiento requiere de la colocación de una sonda que se le coloca en su órgano para luego pasar un contraste. Durante la prueba agarró una infección urinaria y esto hizo que se elevaran sus niveles de urea y creatinina. La descompensación provocada en el niño hizo que los médicos decidieran comenzar a aplicarle la diálisis peritoneal. Judith y Miguel acondicionaron un cuarto en su casa para tal labor. Lo limpiaban hasta tres veces al día y evitaron que alguna otra persona entrara a esa área. Eran doce horas continuas, explica la madre: “Eso es una solución que contiene algunos medicamentos, va a la cavidad peritoneal y se mantiene ahí durante un periodo, de hasta dos horas cada ciclo. Después, cuando ellos la depuran, es como el acto de orinar y expulsan todas las toxinas a través de esa solución”.
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Samuel tenía hasta cinco ciclos de dos horas cada uno. En un proceso que llaman de infusión y drenaje. En un primer momento la solución entraba como a las siete de la noche y ya a las nueve era expulsada, y así estuvo durante cuatro años. A punto de cumplir los cinco años de edad fue pasado a hemodiálisis. Para este momento ya contaba con al menos cinco intervenciones quirúrgicas. La primera vez que lo operaron fue a los pocos días de nacido para colocarle el catéter. A los cuatro meses lo rechazó y se lo volvieron a colocar. Después, al año, le reimplantaron los uréteres, que es el cierre de esos huequitos por la espalda y posterior desvío hacia la vejiga. Luego le fulguraron las valvas y a los dos años de vida, le operaron dos hernias durante una segunda intervención de valvas. También aprovecharon de “bajarle las bolitas”, como dice su mamá, al explicar la operación de Criptorquidia. La operación de la vejiga fue a los cinco. Allí le colocaron un parche, que sacaron del intestino, para lograr que esta tuviera un tamaño normal. Como consecuencia de todas estas operaciones, y de las heridas que dejaron a nivel abdominal, Samuel no pudo recibir más diálisis peritoneal. Entonces lo pasaron a Hemodiálisis. Después de esto los padres comentan que comenzó “su calvario” porque al año se le dañó el primer catéter. Un episodio que volvió a repetirse periódicamente, llegando a contar hasta diez cambios de este material en menos de ocho años. Asegura su papá que cuando se los colocaban en los brazos le duraban más, pero cuando se los ponían por las piernas, no pasaba de tres meses. Tenían que estar entrando a quirófano casi todo el tiempo, supuestamente por la lejanía entre los miembros inferiores y el corazón. Debido a esto Samuel comenzó a perder casi todos los accesos vasculares. “Cuando tenía ocho años nos dijeron en el hospital que no se podía hacer más nada pues de tanto colocarle la vía se le hacía como un callo. Los médicos utilizaban los accesos de las venas principales: la vena yugular, las partes ilíacas, las llamadas venas cavas, que son las venas gruesas, porque no podían colocarle la vía en las venas delgaditas. Pero lo metieron tantas veces al quirófano y en tantas oportunidades salió sin catéter, porque su cuerpo lo rechazaba, que hicimos esfuerzos sobrehumanos para colocarle una prótesis. Esta también la perdió”, añade Miguel. La operación les costó treinta millones de bolívares, antes de que se disparara el proceso de hiperinflación en el país. Para recaudarlos, Judith y Miguel vendieron muchas de sus pertenencias y gastaron todo el dinero que él había ganado en
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República Dominicana, Colombia y Trinidad, cuando salió a trabajar para una empresa de pilotaje que hacía túneles y puentes. “A él le colocaron un catéter en la pierna y se comenzó a dializar por allí. Luego le pusieron la prótesis y había que esperar dos meses para que esta madurara. Hubo muchos problemas porque ni las enfermeras ni lo doctores tenían mucha experiencia pinchando ese tipo de prótesis. No sabían cómo manejarlo. Entonces, el proceso de la diálisis se hacía muy difícil y al final terminaron perforando la prótesis del niño, cuando según la expectativa del doctor podía durar hasta diez años”, relatan. En sus 12 años de vida Samuel no fue más de tres veces al mar. En la piscina se sumergió solo una vez y ni siquiera en la regadera de la ducha de su casa podía bañarse tranquilamente. Los catéteres se lo impedían. Nunca tuvo libertad para disfrutar del agua, por miedo a infectarse. Los médicos repitieron la implantación de catéteres hasta cuatro o cinco veces. Los padres acudieron de puerta en puerta a los organismos estatales para pedir ayuda y con suerte lograron apoyo. Después rogaron que funcionara el trasplante de riñón que recibió su hijo pero ya los accesos vasculares estaban cerrados en su mayoría. “Sentíamos una impotencia muy grande porque el día que nos llamaron para el trasplante nosotros llevamos a Samuel a la fiesta de Navidad de la escuela. Era un 12 o un 16 de diciembre, algo así, y él nos decía: “No, mami, no vayamos al trasplante, vamos a la fiesta”. Era chévere verlo correr, como un niño normal, con toda la salud del mundo, con toda la vida, aunque tuviese la enfermedad. Nosotros nos fuimos al hospital ese día con toda la intención de que esto funcionara pero al otro día Samuel estaba en terapia intensiva con el pronóstico de que ya no había nada que hacer”, dice Judith. Cuando le fueron a hacer el trasplante, el riñón no cumplió con su función de filtrar las toxinas, entonces los médicos se vieron obligados a retirarlo nuevamente pero cuentan los padres que al momento de hacer esta operación al parecer le tocaron una arteria y el niño empezó a desangrarse sin parar. Allí fue cuando le dijeron que “fueran buscando la funeraria”, pues si sobrevivía era prácticamente un milagro. Judith y Miguel son personas de fe y no aceptaron el vaticinio. Se decían entre sí que solo Dios podía decidir el destino de su hijo, y así poco a poco salió del estado de extrema gravedad en la que se encontraba y luego de abandonar la terapia intensiva comenzó a dializarse nuevamente. En esta ocasión el catéter se lo colocaron en el tórax. MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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Llevaba su rutina lo mejor que pudo hasta que en marzo de 2017 lo hospitalizaron porque comenzó a presentar fiebre y dolor en las articulaciones cuando lo conectaban a la máquina de hemodiálisis. Al principio creyeron que era parte de la dinámica de la misma enfermedad: “Aunque sí comenzó a llamar nuestra atención que vimos que todos tenían los mismos síntomas. De hecho, el día que dejaron a Samuel, prácticamente dejaron a todo el grupo: de 23 niños en total hospitalizaron a 18 y ellos no querían entrar a esa sala. Nosotros teníamos un espacio donde nos sentábamos a hablar y a esperarlos. Allí escuchábamos los gritos de los niños en la unidad. Los doctores salían desesperados porque no podían ponerles el ciclo completo. No lo aguantaban. Entonces, claro, el proceso cada día se fue poniendo más difícil y ya tú ibas viendo su deterioro”, recuenta Miguel. En el último mes de vida, Samuel no quiso caminar. No resistía los dolores en las articulaciones. Con los días comenzaron los rumores de que la planta de ósmosis, que es la que filtra el agua con que dializan a los niños, no tenía mantenimiento. Los mismos doctores se lo informaron a los padres, luego de que meses atrás escribieran a la dirección del hospital para denunciar que había habido un brote de bacterias Pseudomonas y esto había infectado a cinco niños. En ese entonces las madres de los pacientes de hemodiálisis infantil protestaron para exigir que se hiciera la limpieza de la planta cada tres meses pero ya habían pasado seis sin que esta se llevara a cabo. “Salimos a la calle a reclamar y ese mismo comunicado lo llevamos a la Defensoría del Pueblo. Pusimos la denuncia y nunca tuvimos respuesta. La dirección del hospital nos decía que de repente no era la planta de ósmosis sino la manipulación de las enfermeras, que no se cambiaban los guantes. Después se tomaron los cultivos y prometieron limpiarla. Con los días vimos que la situación seguía siendo la misma hasta que, de manera sorpresiva, lamentablemente, falleció Raziel Jaure. Un niño que ingresó hoy y al otro día falleció. De hecho su muerte fue asociada al dengue o a cualquier otra cosa, pero en los exámenes posteriores salió en los cultivos que el niño estaba infectado”, aclara Judith. Samuel murió dos días después. “El entró un día miércoles a la hemodiálisis y aunque esa vez salió con fiebre, él estaba mejor. Gracias a Dios estaba tranquilo. De hecho, estuvimos echando broma porque yo estaba de cumpleaños ese día. Como a las 12 de la noche se despertó y me dijo que MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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tenía ganas de ir al baño y que se sentía mareado. Fuimos al baño, lo acosté nuevamente, lo limpié e inmediatamente llamé a la doctora. Cuando ella vino me dijo que tenía la tensión un poquito baja. Empezaron a ponerle los monitores, pero él me pidió que no lo acostara porque no le llegaba el aire. No podía respirar bien. Le pusimos el oxígeno y la doctora buscó estabilizarlo pero de repente tuvo un paro respiratorio. Era como la una de la mañana”, prosigue Judith. En minutos, Samuel estuvo rodeado de los médicos de emergencia y de terapia intensiva. Durante cerca de una hora y media comenzaron a pasarle adrenalina e intentaron reanimarlo, pero él no volvió. Está enterrado en el Cementerio del Este. Si se le pregunta al papá sobre los responsables de la muerte de su hijo, él mencionará a la jefa de Infectología pues tenía que haber dicho: “Me cierran esta vaina porque esto no sirve”. A la jefa de Nefrología porque le faltó decir: “Yo cierro esta vaina y a mí no se me muere nadie aquí. Veremos qué hace el Gobierno para dializar a los niños” y en tercer lugar a la Dirección del hospital que también permitió que este servicio estuviera abierto. Judith es más categórica y piensa que se trata de todo un sistema. Sin embargo, subraya que los médicos tienen una responsabilidad individual frente a esas muertes y cree que no deberían de callar al ver que estas siguen ocurriendo sin que ellos hagan nada: “De verdad Samuel luchó por su vida. La primera vez que nos dijeron a nosotros que él podía morir fue cuando nació y a pesar de esto luchamos con él durante 12 años. Era bueno verle las ganas que tenía para seguir hacia adelante. ¿Entonces? ¿Cómo es posible que se haya ido por una situación como esta?”
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PADRES DE SAMUEL
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HISTORIA 4 - RAZIEL JAURE: “DIJERON QUE LO MATÓ EL DENGUE PERO EN LOS EXÁMENES SALIÓ UNA BACTERIA” Raziel David Jaure fue el primer niño de la sala de hemodiálisis del Hospital J.M. De los Ríos que falleció en el año 2017. Cuenta su mamá, Yuderkys Mirabet, que los médicos lo creyeron víctima de un dengue pero después los cultivos revelaron que había adquirido Klebsiella. La bacteria, que causa infecciones respiratorias graves, estaba presente en la máquina con la que trataban a los infantes. DALILA ITRIAGO
“Él murió el miércoles 3 de mayo de 2017 a las 5:30 de la mañana. No fue por el fulano dengue. De hecho, en el certificado de defunción pusieron que tuvo un shock hipovolémico. Eso es cuando la sangre se coagula. Sucede que a él no le podían colocar tanto líquido, por la misma restricción de su enfermedad renal. Entonces el niño se nos deshidrató y fue tan fuerte que hasta los labios se le partieron”. Con ese nivel de detalle narra Yuderkys Mirabet la historia de su hijo Raziel David Jaure, un niño de 12 años que encabezó la lista de los menores de edad fallecidos en el año 2017 después de haber recibido tratamiento de hemodiálisis en el Hospital J.M. De los Ríos de Caracas. Y es que si bien en las últimas horas de vida el niño presentaba dolores articulares muy fuertes y fiebre elevada, no sería sino una semana después de muerto cuando sus padres conocieron la verdadera causa de su partida: “Nos enteramos de que tenía la bacteria porque el lunes 1 de mayo le mandaron a hacer nuevamente los cultivos, pero esos resultados los dieron siete días después. Dijeron que lo mató el dengue pero en los exámenes de mi hijo salió una bacteria”, explica el papá de Raziel, Douglas Jaure. A los dos hijos mayores de Yuderkys les había dado dengue. Incluso, dengue hemorrágico. Por eso la intensidad de los dolores que expresaba su niño menor la hizo dudar. Ahora, con el pasar de los días, comprende que ese sufrimiento era causado por la bacteria que en secreto mataba a su hijo.
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“A él no le hicieron autopsia porque supuestamente falleció por dengue. Nosotros lo velamos aquí en Caracas y después no los llevamos a Tinaco, para enterrarlo allá. Pero entonces la semana siguiente, cuando regresábamos, me llamó la mamá de otro de los niños que se dializaban en el hospital para decirme que Samuel Becerra había muerto y que mi hijo se había contaminado con Klebsiella”, relata Yuderkys. El papá se apura en explicar que Raziel no pertenecía al grupo de niños contaminado al recibir tratamiento de hemodiálisis en ese hospital capitalino. Pero ocurrió que por desgracia fue a dializarse un día que no le correspondía y lo colocaron en otra máquina que no era la suya. Terminó adquiriendo la mencionada bacteria causante de graves infecciones respiratorias. “Cuando lo acostaron en esa cama, él me miró. Sabía que allí iba otro niño. Entonces me veía como diciendo: “¡Me están acostando aquí!”. Y yo dije para mis adentros: “Bueno, ¿qué puedo hacer? Los médicos son los que saben y esa máquina debe estar limpia. En esa sala había 25 niños en diálisis y de estos ya se habían infectado 18. Raziel nunca llegó a contaminarse, hasta ese momento. Cómo íbamos a imaginar que lo que no pasó fuera del hospital le iba a ocurrir allí adentro”, agrega. La mamá de Raziel cree que el azar le jugó sucio. Al niño le correspondía dializarse el miércoles 19 de abril de 2017 pero ese día estaba convocada una marcha multitudinaria, como parte de las jornadas de protestas antigubernamentales impulsadas por la oposición política al gobierno de Nicolás Maduro. Previendo que no tendría cómo devolverse a la casa de sus familiares, después de llegar al centro de salud, Yuderkys resolvió postergar la diálisis por 24 horas: “Entonces yo le pedí a una compañera que tenía a su hijo hospitalizado ahí mismo en el piso 4, que le informara a la doctora que nosotros iríamos al día siguiente. Ella nunca me respondió. El jueves, cuando llegamos al hospital, la doctora se sorprendió al verme allí y me dijo que Raziel había estado bien, que no era necesario recargarlo con más diálisis. Que lo mejor era que esperáramos hasta el viernes, cuando le tocaba con su verdadero grupo. Sin embargo, luego de que el grupo fuera asignado quedó una cama vacía y allí sentaron a mi hijo. Quedó la cama del niño que llevó la Klebsiella para allá”. Ninguno de los padres sabía el alcance de esa bacteria. Después se informarían por internet que ella nace de comer legumbres y alimentos mal cocinados. Presumen que el portador inicial era un niño que le gustaban las ensaladas pues su madre comentó, delante de otros representantes, que él la tenía. David y Yuderkys creen que las máquinas MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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de hemodiálisis no son limpiadas con profundidad, así que se convierten en un foco transmisor de enfermedades. De hecho, el viernes, luego de la diálisis, Raziel presentó una fiebre de más de 38 grados y ambos creyeron que era una de esas miles de fiebres que le daban al niño después de la terapia. Una semana después la fiebre alcanzó los 40 grados. Ahí sí le mandaron a hacer un examen de PCR para ver si tenía infección y de qué grado era. Aunque no hubo registro alguno, según la doctora que habló con Yuderkys, sí apareció un descenso de las plaquetas. Estaban en 90 cuando debían superar las 150. Raziel se descompensó en menos de dos meses. A él le habían colocado el catéter apenas el 17 de marzo de 2017. Antes de eso ni siquiera recibió tratamiento de diálisis peritoneal y sus padres lo controlaban con apenas algunas medicinas y un poco de sentido común. A los tres años de edad, cuando ambos supieron que tenía insuficiencia renal, le empezaron a restringir aquellos alimentos que pudieran elevarle la urea o la creatinina, y su control lo hacían a través de un nefrólogo en Tinaco, estado Cojedes. No lo llevaron antes de los diez años a la diálisis porque los médicos no lo creyeron necesario. En teoría, sus riñones funcionaban todavía en un 60 por ciento. Fueron siete años de aparente normalidad, entre los tres y los diez años de vida; hasta que empezó a presentar dolores de cabeza y mucho cansancio. En esa ocasión el resultado de los exámenes indicaba que era necesario hospitalizar al niño de inmediato, pero en Cojedes estaban remodelando el único centro de salud disponible y el mismo médico nefrólogo que atendía al niño recomendó trasladarlo a Caracas. Lo ingresaron por la Emergencia del J.M. De los Ríos y luego de que se desocupó una cama en Nefrología lo hospitalizaron allí. A pesar de la restricción hídrica, los valores no terminaban de estabilizarse. Explica su mamá que a él le mandaban Alurón, para que el ácido úrico, el bicarbonato y el hierro estuvieran estables; pero ya en el año 2016 no se conseguía esa medicina. Eso pudo haber incidido en la descompensación de su cuerpo que provocó que a partir del 19 de marzo de 2016 empezaran a dializarlo. Sin embargo, fue a los diez meses de vida cuando, tras sufrir una neumonía, los médicos se
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dieron cuenta de que el valor de la urea del bebé estaba más alto de lo normal. Había problemas renales. Raziel luchó por sobrevivir desde que fue un recién nacido. Su madre dice que él tenía como fecha prevista de nacimiento el 23 de enero de 2006 pero en vista de que su barriga creció demasiado, y ella no soportaba los dolores de espalda, el médico estimó que después de la semana 38 podía atender el parto: “Costó mucho agarrar la anestesia y costó mucho sacarlo. Él estaba abajo, normal, y cuando buscaron sacarlo, se me subió. Varios médicos tuvieron que irlo sacando y entre la anestesia escuché que lo pesaron y no lo escuché llorar. Todo eso me pareció muy raro”. Lo primero que escuchó Yuderkys al volver en sí, luego de que pasaran los efectos de la sedación, fue la recomendación de una doctora que le sugirió que se pusiera a rezar, pues el niño tenía dos vueltas de cordón y un nudo real que le impedía que el oxígeno llegara fácilmente. Ellos presumían que hubo órganos que no se habían desarrollado muy bien. Raziel pasó a la Unidad Especial de Neonatos y solo podía ser visitado por su mamá diez minutos al día. No recibió pecho en su primera semana de nacido y el alimento le llegaba a través de una sonda. “Fue impresionante verlo así, entubado, y el pecho se le hundía demasiado. Sin embargo, ¡Dios fue tan grande! Los médicos nos decían que él estaría allí al menos dos meses y solo pasó 11 días”, añade la mamá. Después de ese trance tuvo neumonía a los diez meses, que fue la primera alerta sobre la alteración de la urea. Y no sería sino hasta los diez años, debido a los intensos dolores de cabeza y a un cansancio extremo, cuando notaron que algo no andaba bien con sus riñones. Ahora sus padres lamentan que hasta su muerte Raziel no recibiera un diagnóstico acertado y preciso. Revelan, también, que casi quedan en la calle al tratar de salvarlo. No contaban con un seguro médico. Vendieron la moto para poder costear los exámenes y la estadía en Caracas, y estuvieron a punto de vender su vivienda. Ahora solo les queda cierto consuelo al concentrarse en ayudar a otros niños. Piensan que al denunciar por lo menos evitan que la historia de Raziel sea olvidada y que otros niños mueran por la misma causa. MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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“Me han contado que si tú vas ahorita al J.M. De los Ríos, lo vas a ver bonito, porque le han arreglado la fachada y las paredes; pero ¿de qué vale eso sino tienen los medicamentos? Igual he sabido que los que recibieron trasplantes están volviendo a caer en lo mismo, por falta de tratamiento. No es justo. Al principio yo no quería hablar sobre la muerte de mi hijo. Decía que nadie me lo iba a devolver, pero pienso en esos padres que no tienen dónde dializar a sus hijos y creo que hay que denunciar lo que está ocurriendo. Yo vivía por y para él. Mi día a día era él, hasta que recuerdo que ya no está…” Y ya no está, salvo en el recuerdo de sus padres: en el pollo imaginario que Yuderkys le desea cocinar, en el queso sin sal que a veces se topa en la calle y quisiera servirle en el desayuno, en la caja de Zucaritas que aún quedó en la cocina de la casa de Tinacos, en la cama matrimonial cuando evoca las triquiñuelas que él se inventaba para dormir junto a sus papás, aunque tuviera un cuarto propio con aire acondicionado, y hasta en el silencio. Allí, sobre todo en el silencio, persiste Raziel.
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HISTORIA 5 - ARIEL ZIPAGAUTA: “MI DIOS, SI NO ES PARA MÍ, QUE SEA PARA TI, PERO QUE MI HIJA NO SUFRA” El acta de defunción de Ariel Zipagauta indica que murió en el Hospital J.M. De los Ríos por un paro respiratorio. Su mamá, Rosalía Hernández, rechaza esta versión. Advierte que la niña, de siete años de edad, no resistió el primer ciclo de quimioterapia que le aplicaron para reducirle un tumor cerebral. Tenía las defensas bajas y no contó con las medicinas apropiadas DALILA ITRIAGO
A veces tener demasiada sed puede indicar que se está enfermo. Ariel Zipagauta no sabía qué sufría cuando le daban esas ansias desesperadas por tomar agua. Su mamá, Rosalía Hernández, se enojaba muchísimo con la niña de apenas cuatro años de edad. Creía que sus ganas insaciables eran producto de una mala educación y no hallaba cómo desaparecerle este mal hábito. Luego se enteraría de que la bebé padecía diabetes insípida. “¡Teníamos que bajarnos del metro y buscar agua donde fuese! Una vez se metió en un baño y tomó agua de una bañera que estaba ahí. Era un agua para el aseo personal y yo agarré una rabia muy fuerte. Hasta la llevé al médico y el doctor me dijo que todos los exámenes estaban bien y que lo de la niña era una mala costumbre. Pero después empezó a dejar de comer y adelgazó. Al tiempo me llamaron de la escuela. La maestra observó que la niña estaba haciendo las letras demasiado grandes y no calculaba la separación entre las líneas del cuaderno. Le hicieron miles de exámenes visuales y no le encontraban nada. Hasta que un día me pidieron que le hiciera una tomografía. Después me dijeron que tenía un “ocupante de espacio” atrás. Era un tumor cerebral. Yo me asusté, pero me insistieron en subrayar que en ese momento era cuando la niña más me necesitaba. Me explicaron que le pondrían una válvula en la cabecita para que drenara ese líquido, porque el tumor le estaba presionando uno de sus conductos. Ese mismo día le diagnosticaron diabetes insípida”, cuenta Rosalía. Ariel Zipagauta nació el 11 de febrero de 2009 en el hospital conocido como El Algodonal, ubicado en la parroquia Antímano. Moriría apenas siete años después, el 17
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de noviembre de 2016, en el Hospital J.M. De los Ríos, principal centro de salud para los infantes en Venezuela; donde, a pesar de ser un referente a nivel nacional, no hubo las medicinas ni los insumos necesarios para salvarle la vida a la niña. “Yo tuve que salir a buscar hasta el Suero Dextrosa al 5 por ciento en grandes cantidades. Lo pedí por la radio, por la televisión, por todos lados. Tampoco había Desmopresina, que es el medicamento para la diabetes insípida. Y de los insumos ni hablar. ¡Horrible! Para operar a mi hija compré gasa, alcohol, agua oxigenada, guantes, kit para el quirófano y hasta los yelcos, las maripositas esas que se usan para tomar la vía. Gracias a Dios lo conseguí por amistades que tengo en Colombia”, explica. Pero la válvula que le colocaron a la niña no funcionó. Rosalía cuenta que el aparato tenía una manguerita para drenar el líquido y este debió haber ido por la vejiga, pero como le quedaba flojo buscó salir por cualquier lugar: “Era una manguerita que estaba suelta y terminó perforándole el ano a la bebé. Después le pusieron un drenaje en el pechito, como una bolsita para drenar el líquido. Me pidieron una segunda válvula y yo comencé a buscarla, pero mientras me demoré, la niña agarró una bacteria”. Ariel fue operada cinco veces. La primera operación fue para ponerle la válvula y así drenar el líquido cefalorraquídeo. La segunda para quitarle el conducto que se le había contaminado. Después la intervinieron para sacarle la válvula y ponerle unos drenajes directos de su cabecita a las bolsitas, en la parte trasera de su cerebro. La cuarta operación fue para trasladar los mismos drenajes hacia delante, porque no dejaba de sangrar, y la quinta fue para ponerle otra válvula. Rosalía lamenta el deterioro que sufrió su hija tras cinco meses de hospitalización sin medicamentos en el tiempo oportuno y con mala alimentación: “Yo tuve que llevarla en coche a todos lados porque estaba débil, adormecida y flaca. Ya no caminaba y había perdido masa muscular. Si bien es cierto que siempre logré conseguirle las medicinas, no lo hice en el momento justo. Por ejemplo, si me pedían una medicina para hoy, yo la conseguía dos o tres días después. Eso incidió en su decadencia. Además, a la niña le pusieron muchas vías sin éxito porque estaba muy deshidratada. Le colocaron una vía central, que iba desde el corazón hasta la pierna y resulta que las venas colapsaron de tanto medicamento. A la niña se le trajo el músculo y se le formó una pelota que le impedía mover la extremidad”.
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En junio de 2016 dieron de alta a Ariel pero tenía que regresar al hospital para asistir a las radioterapias. Recuerda Rosalía que una doctora le advirtió que la niña podía quedar ciega tras este tratamiento, dependiendo de la extensión sobre la cual la radiaran. Los padres tenían que tomar una decisión: “Decidimos que no se la harían pero después la misma especialista nos explicó que esa resolución quedaba en el área de Oncología y no en Radioterapia. En ese tiempo la niña se recuperó y hasta la llevamos a Zaraza, porque ella quería ir allá. Después faltaban las quimio y yo les dije a los doctores que sentía que mi hija no estaba preparada para ello. Los médicos me respondieron que si seguíamos esperando iba a ser peor porque el tumor seguiría avanzando”. Fueron tres días seguidos recibiendo quimioterapia. Según Rosalía la niña salió de allí contenta y caminando en las dos primeras jornadas. En la tercera fue diferente: la niña convulsionó. “Ella se acostó porque estaba tomando tratamiento para dormir, debido a la ansiedad y a los trastornos del sueño que sufría. Entonces, para controlarle todo eso, le pusieron tratamiento. Ella se lo tomó y se quedó dormida. Yo me acosté con ella y de repente sentí que algo temblaba en la cama. Era mi hija que estaba convulsionando. Volteó los ojos y cerró la boca con demasiada fuerza, con el riesgo de partirse la lengua. En ese momento comencé a pegar gritos y el papá la agarró. Como pude me puse un pantalón y unos zapatos, le metimos un tenedor para que no se partiera la lengua, y la sacamos para el hospital. Llegamos al J.M. De los Ríos y allí no había anticonvulsivo. Corrí de piso en piso buscando esa medicina hasta que se la pusieron y le pararon la convulsión. Me dijeron que había durado mucho tiempo con ella y que seguramente le habría afectado algún órgano”. Ariel necesitaba sodio para subir sus defensas, o por lo menos eso fue lo que Rosalía recuerda que le pidieron los médicos: “Me pusieron a buscar un medicamento de sodio y yo llamé a mis amistades. Todos comenzaron a moverse. La niña se veía bastante bien: comió y jugó, y cuando ya casi me la iban a dar de alta ella me dijo: “Mamá, yo me voy a morir pero quiero que sepas que nunca te voy a dejar. Nunca”. Tuvo una semana de recuperación. Jugó con unas Barbies que le habían regalado y compartió amorosamente con su mamá. Una noche, tras varios días sin dormir, Rosalía
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le pidió a la hermana que le hiciera la suplencia de vigilia con la niña, para ella poder descansar algunas horas en su casa. Esa noche, la hermana le refirió a Rosalía que una enfermera entró al cuarto de Ariel y le quitó un aparato que servía para dosificar la cantidad de medicamento que requería la niña. Eso la descompensó. “Se lo quitaron cuando yo no estaba. Al llegar me di cuenta de que mi hija estaba como halada y con las ojeras hundidas. Yo comencé a llorar y dije: “Dios mío, mi hija se me está muriendo”. La trasladaron a la sala intermedia, donde estaban los niños graves, pero allí le pusieron una sonda para orinar y mi hija no podía ni cerrar los ojos para descansar. Solo los giraba. Recuerdo que una doctora me pidió que le hiciera unos exámenes para precisar su tiempo de coagulación y yo no tenía ni un medio. Entonces ella me explicó que yo iría a otro hospital donde me harían la prueba gratis, el Dr. José Gregorio Hernández, y ella misma sacó dinero de su cartera para pagar el taxi”.
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Rosalía cree que su hija empeoró porque le retiraron ese aparato con el medicamento prescrito. Lamenta no haber estado allí para evitarlo. Al final, solo le quedó resignarse y entregar su pesar a Dios: “Cuando yo vi que la niña estaba sufriendo demasiado, yo me puse frente a su cama y le agarré la manito. Yo dije: ‘Mi Dios, si no es para mí, que sea para ti, pero que mi hija no sufra de este modo’. Esto no es justo. Ella es una princesa que no merece sufrir así. Ya le habían puesto un tubo en la boca y después de que se la entregué a Dios, mi hija suspiró, levantó su manito y se fue. Yo me separé para que los médicos hicieran su trabajo y cuando me dijeron que no duró mucho rato en paro, porque no aguantó, no tuve ni un reproche”. La mamá de Ariel es pródiga para dar detalles respecto a las precarias condiciones del centro de salud: baños contaminados, chiripas y zancudos en las instalaciones, inseguridad dentro del hospital y pésima comida para los pacientes; pero no es tan enfática a la hora de señalar responsables. Dice que no quiere culpar a ninguno de los médicos por lo ocurrido a su hija, solamente les pide, de corazón, que tomen a sus pacientes más en serio, sobre todo por ser niños. Pide perdón a Dios por el poco apego que ahora siente hacia la vida, después de que murió su primogénita Ariel y se separó del papá de esta. Confiesa que su único motivo para continuar es su segunda hija Ariana, de siete años de edad: “No quiero estar en este mundo. De verdad, no. Perdí la mitad de mí, por eso, después de que vea a mi hija Ariana grande, graduada y hermosa le pido a Dios que me deje volver a abrazar a Ariel. Sinceramente me dicen que la vida es maravillosa, pero cuando se te pierde una parte de tu razón de ser, te cuesta pensar en seguir adelante”.
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LA MADRE DE ARIEL
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HISTORIA 6 - RAFAEL VELÁSQUEZ: “SI MI HIJO NO SE HUBIESE INFECTADO ESTUVIESE VIVO AHORITA” Rafael Velásquez fue otro de los niños que murió en el Hospital J.M. De los Ríos tras sufrir varios procesos infecciosos. No pudo recibir tratamiento ni diálisis en los últimos meses de vida porque no tenía los accesos vasculares abiertos. Yormaris Morales, su madre, cuenta la historia DALILA ITRIAGO
-¿Qué número ocupa tu hijo en la lista de los fallecidos del área de Nefrología del Hospital J.M. De los Ríos? -¿El séptimo? Yormaris Morales desconoce la jerarquía de la muerte. Para ella, de 27 años de edad, no importa tanto quién murió primero o quién lo hizo después. No se trata de números, promedios, datos o proyecciones. Es sobre su único hijo, de siete años de edad, sobre el cual habla ahora. Es sobre Rafael Velásquez. Un niño que a su entender murió en el Hospital J.M. De los Ríos, el 21 de agosto de 2017, debido a procesos infecciosos que adquirió en ese mismo centro de salud. La ONG Prepara Familia sí se ha encargado de documentar los casos de menores de edad que fallecieron en el año 2017, a causa de bacterias e irregularidades en la aplicación de tratamientos. Con actas de defunción y resultados de exámenes en la mano se estarían contando nueve víctimas: Raziel Jaure, Samuel Becerra, Dilfred Jiménez, Daniel Laya, Deivis Pérez, Rafael Velásquez, Cristhian Malavé, Ángel Quintero y Ronaiker Moya. Extraoficialmente se dice que son 17. “Luego de que a él le colocan su primer catéter, el primer peritoneal, lo dializaron por dos semanas. Este se le salió porque esto lleva un periodo de maduración y no lo respetaron. Hubo que esperar quince días más para que le colocaran un nuevo catéter, el cual se le obstruyó y hubo que cambiárselo. Al siguiente mes le cambiaron el tercer
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catéter peritoneal y este se contaminó. En aquél tiempo lo manteníamos con pura dieta y medicamentos. A él le controlaban el ácido base, el potasio, con bicarbonato; y yo solo tenía que comprar el Kayexalate, que no era tan costoso como ahorita. Era algo accesible”, explica Yormaris. El caso de Rafael puede ser fácil de sintetizar, pero no así de comprender. Nació con uretras de valva posterior el 31 de julio de 2010, en Cúa, estado Miranda. Esto significa que el niño orinaba pero no vaciaba completamente su vejiga, lo cual le fue dañando los riñones. A los dos meses de vida dejó de orinar y presentó una insuficiencia renal estadio cinco. Entre los dos y los seis meses de edad recibió diálisis peritoneal, a pesar de su poco peso. Luego de que el primer catéter se le salió, el segundo se le obstruyó y el tercero se le contaminó, perdió todos los accesos abdominales para recibir tratamiento. A los seis meses de edad le colocaron su primer catéter en la yugular, pero a los tres años los doctores le explicaron a Yormaris que las venas de Rafael estaban obstruidas. Ella dice que en ese momento desahuciaron a su hijo, porque los especialistas le insistían que los caminos para que la medicina viajara por su cuerpo y lo sanaran estaban bloqueados. Incluso por la vía femoral. Ella, con lógica de madre, se llevó a su hijo a casa y decidió controlarle el problema renal con dieta. Así estuvo durante año y medio, hasta que los doctores le explicaron que el niño no podía seguir orinando por el ombligo y que debían realizarle una operación de desviación de uretra. Con la urgencia llegaron también las paradojas. Para que el niño recibiera el trasplante de riñón, debían cerrarle la vía por donde orinaba, así fueran tres gotitas. Esto quizá le haría perder su función renal y de allí la consecuencia directa sería volver a requerir hemodiálisis; con la incertidumbre de no tener un acceso vascular para colocarle el catéter. En esos primeros tres años de hemodiálisis iba tres veces por semana al J.M De los Ríos. Desde los tres y hasta los cuatro años y medio de edad lo redujeron solo a martes y jueves; y luego de durar 12 meses con su más reciente catéter, este también se le infectó. Agarró una bacteria por el punto de partida del catéter que se expandió a varias partes del cuerpo y se alojó en el abdomen. Allí hizo estragos. Se sembró. Provocando que al niño sufriera una celulitis en la pierna, que le dificultó el fémur, y una osteomielitis (infección en los huesos) en el miembro superior derecho. MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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Entonces, como cuenta su mamá, vivían “del timbo al tambo”: de la Unidad de Traumatología del Hospital Pérez Carreño, donde estuvo algunos meses hospitalizado, al Hospital de Niños, donde lo dializaban. Cree Yormaris que en este caso la contaminación del catéter pudo ocurrir por el agua, por mala manipulación del material o por no haber tenido el cuidado necesario que ameritaba. Asegura que la noticia de la osteomielitis fue la peor de las torturas, pues le explicaron que a Rafael quizá le tendrían que raspar el hueso del brazo y muy probablemente este no crecería, o de hacerlo quedaría deforme. Esto no llegó a ocurrir. La infección cedió con el antibiótico que lograron colocarle. Sin embargo, después aparecería otra situación irregular en el Hospital de Niños: el catéter se había obstruido. “Al parecer no estaban lavando los catéteres correctamente porque ellos le dejan una cuestión que se llama Eparina, para que no se formen coágulos a nivel de las mangueritas, y a mi hijo, a los cinco años y medio, se le obstruyó. En diciembre de 2015 le hicieron el cambio de catéter y con este estuvo durante casi un año; pero a finales de 2016 se le infectó. Si mi hijo no se hubiese infectado estuviese vivo ahorita. Si a él no se le hubiese contaminado, se le hubiese podido colocar otro en el sitio anterior; pero él pasó por un proceso infeccioso muy fuerte y su corazón estaba totalmente colapsado por las cirugías cardiovasculares que le habían realizado previamente sin éxito alguno”, agrega. Después de un tiempo le explicarían a Yormaris que las principales venas del niño, esas que lo conectan con el riñón, las femorales y la vena cava, que es la vena del corazón, estaban mal formadas. Eran venas tortuosas. Esto impidió que el catéter del corazón funcionara. La osteomielitis y el traslado de la bacteria al abdomen hicieron que el niño empezara a presentar fiebre. Una muestra que se le había tomado en esa oportunidad presentó infección urinaria. Entonces empezó a botar mucha secreción por el pipí y le dolía mucho. En enero de 2017 convulsionó alrededor de cinco veces, por el proceso infeccioso que atravesaba; y eran unas fiebres muy elevadas, que no podían controlarse: “Cada vez que lo metíamos en Hemodiálisis era una convulsión segura. La primera bacteria que se le detectó fue estafilococos. Luego, en marzo, le salió otra bacteria, Azinetovacter, y ya para abril el niño tenía cuatro meses con el catéter infectado”, asegura.
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Yormaris sabía que su hijo necesitaba que le cambiaran ese catéter pero ya ningún urólogo del hospital quería hacerlo, porque sabían que él tenías las vías obstruidas. Ella le pidió a un cirujano externo que intentara colocarle el catéter por debajo de donde Rafael ya lo tenía. En esta ocasión, el médico le dijo que podía repetir el procedimiento pero sin compromiso alguno, pues el proceso infeccioso del niño era muy fuerte y la bacteria muy agresiva. “Él me dijo que no podía garantizarme que el catéter nuevo no se contaminaría. Yo le dije a la doctora adjunta de Nefrología que iba a sacar al niño para colocárselo y ella me dijo que no podía hacerlo porque él estaba hospitalizado, que eso era ilegal, y que si quería hacerle ese procedimiento tendría que egresarlo. En abril de 2017 hablé para que me lo dieran de alta. Eso fue un día miércoles y me dijeron que el viernes me lo daban. Después, el doctor habló conmigo y me dijo que no podía hacer ese procedimiento afuera porque el niño ameritaba terapia intensiva, cosa que no me había dicho en un principio. Decidí quedarme en el hospital y hablé con las doctoras. Les pedí que planificaran la cirugía. Yo sabía que ese doctor estaba vetado, pero necesitaba que le cambiaran el catéter a mi niño”, revela Yormaris. La operación se realizó a finales de mayo pero tampoco tuvo éxito: “El doctor le colocó el catéter, pero no funcionó. Nosotros conseguimos todo: el tubo de tórax, el catéter y el clurobax (drenaje que se coloca en el tubo de tórax para que caiga la sangre); pero cuando entró en terapia intensiva, que era el protocolo, se descompensó. Me comentaron que sus paredes estaban fibrosadas y esto no permitía la fluidez de la sangre. Después de esto fue tres veces a quirófano, pero ni siquiera lo pudieron abrir. El viernes 18 de agosto empezó a deteriorarse: “Me duele, me duele…”, decía. Le colocaron el oxígeno, pero al día siguiente amaneció más descompensado y con la mirada perdida. No me miró pero sí me sintió a su lado y me dio un beso. Él no quería morir yo le hablé muchísimo. Le decía: “Tú estás consciente, Papi, poco a poco te vas a ir recuperando. No te vayas a morir, no me vayas a dejar sola. Tú eres lo único que tengo. Yo te quiero demasiado. Yo te voy a cuidar. Siete años que yo tengo contigo a mí no me pesan. A mí no me importan los años que vengan, pero que tú estés conmigo. Yo te quiero a mi lado. El domingo 20 le pusieron morfina porque el dolor ya era muy fuerte”. La infección urinaria no pudo ser controlada y llevaba más de dos meses sin diálisis porque el catéter continuaba contaminado. Seguía sin acceso vascular para colocarle tratamiento. Ese lunes 21 de agosto empezó a descompensarse a eso de las 2:00 de la mañana, su frecuencia cardiaca comenzó a bajar, entró en paro respiratorio y murió. MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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Yormaris recuerda que llevaba ocho días sin dormir, cuidando la frecuencia cardiaca de Rafael. Una doctora le había indicado que si esta bajaba a menos de 30 pulsaciones por minuto, tendrían que colocarle adrenalina. Al final, el sueño logró vencerla. Cuando la enfermera llegó a las cuatro de la mañana le informó que la frecuencia cardiaca estaba bajando y ella creyó que se trataba de una falla del monitor. “La enfermera me dijo que iba a llamar a la doctora, una que decidió quedarse aunque no era su guardia, porque se condolió del niño. Ellas lo reanimaron pero ya el niño había muerto. Él nunca había sufrido un paro respiratorio y una doctora que había subido a dar apoyo me dijo que ya habían pasado 15 minutos y que no respondía nada. Yo la empujé. Le dije que no me hablara, le dije que estaba loca, que mi hijo no se había muerto; y me preguntaba “¿Por qué, Dios mío?” “¿Por qué permitiste que mi hijo se fuera?” Después, las saqué a todas de la habitación y apagué las luces. El niño estaba frío, frío, frío. Como yo era muy obsesiva, lo metí en un fregador que había llevado para el cuarto y lo bañé. Le cambié el pañal, le eché su jabón, lo sequé, lo envolví, le eché su colonia y le puse una camisa. Una camisa de muñequitos, me acuerdo. Después me acosté como hasta las 8:00 de la mañana con él, hasta que una amiga me lo quitó de encima y dijo que tenían que llevárselo. Cuando el niño falleció todavía estaba oscuro”.
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HISTORIA 7 - JOSÉ ALEJANDRO GOITÍA: “DIMOS CARAJAZOS POR TODOS LADOS PARA SALVAR A MI HIJO” José Alejandro Goitía murió nueve días antes de cumplir cinco años de edad. Los médicos le diagnosticaron leucemia mieloide aguda M-4, un tipo de cáncer en la sangre que afecta en su mayoría a los adultos y a solo uno o dos de cada mil niños. Surianny Coraspe, su mamá, relata el trajinar que sufrió cuando buscaba curar a su hijo. DALILA ITRIAGO
“José Alejandro era un niño sano. Cuando nació, en el Hospital de la Cruz Simón Bolívar, de Maturín, pesaba 3 kilos cien gramos y medía 42 centímetros. Era hermoso y blanquito. Eso fue el 9 de diciembre de 2010. Al añito y medio le empezó a dar una fiebre muy alta y le salieron llaguitas. Se le inflamó tanto la encía que no se le veían los dienticos. Había que comprarle una crema pero no se conseguía. Estaba desaparecida. El niño empezó a complicarse. Luego de 21 días con fiebre de 39 y 40 grados, lo llevé al Hospital de La Cruz, al Manuel Núñez Tovar, a la Clínica Metropolitana y al Ambulatorio de Los Guaritos, en Maturín. Los médicos me decían que no me preocupara y que solo tenía que limpiarle la boca al niño, hasta que una prima consiguió que un médico amigo le mandara a hacer una hematología. Los valores del niño estaban descendiendo: las plaquetas en 28 y la hemoglobina en 6. Él me dijo que había que hospitalizarlo, para que recibiera tratamiento vía endovenosa, pero los otros médicos no estaban de acuerdo. Después de hospitalizarlo de emergencia me dijeron que el niño tenía dengue. Luego de un mes lograron controlarle la fiebre, los valores empezaron a subirle y le dieron de alta; pero después le salieron unos hematomas cuando ni siquiera se había golpeado. Él ya hablaba clarito al año y medio y yo le preguntaba: “¿Papi, te golpeaste, te caíste?” y él me decía: “No, mami, yo no me he caído”. Entonces lo volvieron a hospitalizar de emergencia en el Hospital Manuel Núñez Tovar.
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Un día cambiaron al niño del área de Pediatría para un cuarto solo. Me dijeron que ninguno de los dos podíamos recibir visitas y que él tenía que usar tapabocas. Después me informaron que había que hacerle una punción de médula, pero todo era un misterio. Nunca me decían qué tenía el niño. Nunca me dijeron nada malo. Nunca me hablaron de leucemia. A diferencia de la hematóloga, que no hablaba, una de las pediatras de este hospital sí me recomendó que sacara al niño de allí y me lo llevara a Caracas, pues me dijo que allí lo iban a agarrar para experimento, porque nadie sabía en realidad qué tenía mi hijo. Yo me quería morir. No sabía ni dónde estaba parada. No conocía los términos médicos con los que me hablaban y, además, no tenía ayuda de nadie, solo de mi papá. Era el único que estaba cubriendo los gastos de mi hijo. Pero en ese momento ya se estaba quedando sin dinero y no hallábamos qué hacer. Ahí fue cuando me llamó la señora Beatriz Adrián, el señor Luis Francisco Cabezas, y la señora Andreína Flores, quienes me ayudaron y me trajeron al Hospital de Clínicas Caracas; donde un hematólogo pediatra me dijo que mi hijo tenía Púrpura Trombocitopénica. O sea, su Hemoglobina descendía demasiado, sin poderla controlar. Estuvo siete meses recibiendo tratamiento con Inmunoglobulina, para poder controlar el descenso de la hemoglobina, pero un día se me cayó. Estaba jugando en la casa, se le rompió su boquita y empezó a botar mucha sangre. Lo llevé al Hospital Manuel Núñez Tovar y los residentes no me lo quisieron ver. Me dijeron que no me preocupara porque el niño no había botado un litro de sangre y no se iba a morir por eso. Al día siguiente le mandaron a hacer un examen de sangre. La hemoglobina le llegaba a tres, a cuatro, y las plaquetas a 17, cuando tendrían que estar por encima de 300. Eso se le reflejaba. A él le gustaba mucho bailar pero me decía: “No puedo más, siento como sueño, estoy cansado”. Como a los tres meses vinimos otra vez a Clínicas Caracas y el doctor recomendó extirparle el bazo. Conseguimos una consulta con una anestesióloga en el Hospital San Juan de Dios y coordinamos para hacerle la operación allí. Luego el hematólogo de la clínica se echó para atrás. Después me explicaría que al parecer el niño lo que tenía era leucemia.
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Conseguimos una consulta en el Hospital J.M. De los Ríos con una doctora que sí nos pidió hacer una punción de médula. Ya era la tercera especialista que veía a mi hijo, pues la punción que le habían hecho en Maturín no daba con el diagnóstico. Las muestras estaban mal tomadas. Tenían que meter al niño al quirófano y se lo tomaban a sangre fría, cuando apenas tenía dos añitos. Fue allí donde lo diagnosticaron con Leucemia Mieloide aguda M-4. Esos son niveles que van del 1 al 7. Ellos me dijeron que no es un cáncer común en los niños, puede ocurrir en uno o dos de cada mil. Es más frecuente en los adultos y es la más agresiva que hay porque ataca muy rápido. No es controlable. La doctora que le hizo la punción me dijo que no podían hospitalizármelo allí porque no tenían cupo y además estaban remodelando la sala de Oncología. Me puse mal y regresé a Maturín. Viajamos en bus durante toda la noche para poder llegar a la mañana siguiente directo al hospital. El niño empezó a descompensarse demasiado rápido. Yo no le decía nada pero era muy pilas y me preguntó: “Mami, ¿qué tengo?” Al llegar allá le iban a empezar su quimioterapia pero el oncológico de Maturín se contaminó. Al niño empezó a bajarle la hemoglobina y no podía caminar. Necesitaba una transfusión de sangre y solo podían donarle mi papá, unos primos y un amigo. Cuando tocaba la transfusión, las aguas negras reventaron por el Banco de Sangre. Las heces inundaron todo eso. Ya ellos habían hecho la donación pero la sangre se contaminó. No pudimos transfundir al niño. Mi hijo se estaba muriendo y yo no sabía qué hacer. Me hablaron entonces de una doctora en Puerto la Cruz, pero la médico tratante de él no me daba la referencia y sin eso yo no podía trasladar al niño a ningún lado. A las 4:30 de la madrugada decidí irme al Hospital Razetti de Puerto la Cruz, él llegó casi desmayado. Allí lo hospitalizaron y lo pasaron para Oncología, donde comenzó su primer ciclo de quimioterapia. Fueron cuatro meses que le pegaron bastante. Era un niño gordo y en una semana perdió mucho peso. Le dieron vómitos, diarrea, fiebre y le salieron más llagas en la boca. El Seguro Social le dio el tratamiento pero las áreas no estaban adecuadas. Disponíamos de una habitación para cuatro pacientes. O sea, cuatro pacientes más sus representantes.
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El baño tampoco era apropiado. La cocina eran cuatro hornillas para 27 pacientes. Mi mamá se tenía que parar a las 4:00 o 5:00 de la mañana para que cuando el niño se levantara tuviera su comida lista. Nosotras dormíamos en el piso o en una silla. Gracias a Luis Francisco y a las muchachas empezamos a recibir ayuda de todo el mundo. Nos llamaron de Maturín, Puerto Ordaz, Caracas, Valencia, Maracay, de las fundaciones Pequeños Guerreros, Anunciando una Esperanza y Dar es Recibir, así como de gente de afuera, de Estados Unidos, México y España. Todos nos ayudaron menos el gobierno. Después de la primera quimio regresamos a Maturín, pues ya habían descontaminado el área oncológica. Empezó su segundo ciclo pero la doctora nunca lo chequeó. Nunca subía hasta el piso pero cada vez que bajaba a la consulta me decía que tenía que entender que mi hijo iba a morir. Ella quería suspenderle el tratamiento al niño pero entre las enfermeras y las residentes se lo ponían escondido. Así siguió con su quimioterapia hasta el final. Después me enteré de una doctora que hacía trasplantes en Valencia. Me trasladé a verla con todos los exámenes del niño y a él lo dejé con mi mamá. Cuando ella se puso a revisar los informes médicos me dijo que ahí no se le relataba nada de lo que le había pasado al niño. Lo que hacía la doctora de Maturín era copiar y pegar del primer informe. Lo único que le cambiaba era la edad: “Porque si te das cuenta, el primer informe es igual al último”, dijo. A pesar de los riesgos, le hicimos el trasplante. Yo fui la donante de médula. En una semana recibió más de 10 quimio. Después esperaba un mes y venía la otra serie. En Puerto La Cruz estuvo unos cuatro meses. En Maturín, para terminar todo el ciclo de quimioterapia, nueve meses y en Valencia casi un año. Los insumos, las medicinas, el traslado y la estadía de mi mamá fueron cancelados por Luis Francisco Cabezas, Andreína Flores y Beatriz Adrián, más unas fundaciones que nos ayudaron. En contraste con la Gobernación de Maturín que no nos ayudó, a pesar de que en el hospital hablé con la propia gobernadora y para ese entonces, todo salió evaluado en 400 mil bolívares. El hospital es público pero no tenía tratamiento, eso había que comprarlo. Me dirigí a la gobernadora y ella me dijo que sí, que ella me iba a dar el apoyo. Me pidieron una
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cantidad de papeles y nosotros cumplimos con los requisitos, pero a la hora de irnos fui a buscar la plata del niño y me salieron con que no tenían dinero. Lo único que me dieron fueron 10 mil bolívares, como para comprarle un desayuno en la vía. En Valencia, en la Unidad de Trasplante del Hospital Enrique Tejera, todo fue excelente: las enfermeras, el portero, los doctores. Él recibió su trasplante, su tratamiento, su cuidado. Todo fue excelente y mi niño aceptó el trasplante y sus valores empezaron a subir, pero de repente hubo una recaída, se le hizo un estudio y la doctora me dijo que el trasplante había sido rechazado porque él estaba invadido. El equipo médico no me dejó sola en ningún momento. Siempre estuvieron con nosotros, hasta que me dijeron: “No mamá, ya no podemos hacer nada. Llévate al niño para tu casa y dale todo lo que le puedas dar”. Eso fue muy triste. No pudimos hacer más nada. Todo fue muy, muy rápido. Para su trasplante sí pasamos mucho trabajo porque ya había más fallas de medicamentos. Fue difícil conseguir Vidaza. La recibía de un paciente porque necesitaba una dosis mínima y quedaba, pero después el paciente se complicó y había que comprarla. Cada ampolla costaba 40 mil bolívares y necesitaba ocho ampollas. Además, era una dosis mínima que después de usar tenías que desechar. Por lo menos sé que él no sufrió mucho. Yo vi morir a todos sus amiguitos. Todas esas muertes nosotros la presenciamos en el hospital y eso era una muerte tras otra. Se moría uno ahorita y en la noche otro, al otro día otro. Era algo demasiado fuerte. Cuando murió él me tenía la mano agarrada, pero en ese momento yo me estaba orinando. Le dije que me dejara ir al baño y me dijo que no. Le vi su mirada muy paralizada y me dijo que me calmara. Cuando salí a la puerta, que iba a agarrar hacia el baño, escuché el grito de mi mamá y lo conseguí desmayado. Murió el 30 de noviembre de 2015. La verdad, él no era un niño normal. Tú lo veías bailar vallenatos y tenía cosas de gente adulta. Cuando cumplió tres añitos le hicimos una fiesta en el hospital y le llevamos mariachis. Los músicos iban a cantarle Los Pollitos y él les dijo: “¿Por qué ustedes van a cantar eso?” Y los mariachis decían: “¿Nosotros no vinimos al cumpleaños de un niño?” Después de su muerte lloro mucho. En mi casa, en mi cuarto, pero sin que mis padres me vean. No me gusta. Me cuesta porque yo salía a todas partes con él. Ahora no me MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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apetece nada. Las visitas al cementerio también las he recortado por mi mamá y mi papá. A ellos también les pega mucho. Nosotros íbamos todos los días. Ahorita vamos solo lunes o miércoles. Creo que lo único que me llena es ayudar, porque hacer algo por mí, la verdad no…No puedo. Nosotros dimos carajazos, como se dice vulgarmente, por todos lados y creo que las autoridades deben enfocarse más en la salud; en vez de estar peleando por cosas innecesarias. En Venezuela se están muriendo muchos niños porque no hay tratamiento,
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LA MAMÁ DE JOSÉ ALEJANDRO
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HISTORIA 8 - SOFÍA VILLAHERMOSA: “MI HIJA SUFRÍA TANTO QUE LLEGAMOS A DECIR: ¡DIOS MÍO, LLÉVATELA POR FAVOR! Sofía del Valle Villahermosa murió cuando tenía tres años y ocho meses de edad. Le diagnosticaron leucemia aguda. Su padre, Pedro Villahermosa, cree que pudo haberse salvado si le hubieran aplicado la quimioterapia de forma completa y oportuna. Confiesa que al presenciar que la morfina no calmaba los dolores de su hija, llegó a rogarle a Dios que se la llevara de este mundo. DALILA ITRIAGO
Pedro Villahermosa cuenta que apenas cierra los ojos escucha la voz de su hija que le dice: “Me duele, me duele”. Debe tratarse de un susurro pues la niña apenas tenía tres años y ocho meses de edad cuando murió, pero el sonido es tan persistente que apenas lo escucha, Pedro llora. Se llamaba Sofía. Sofía del Valle, como la virgen amada por los orientales, y nació en Maturín un 4 de junio de 2011. A los dos años y medio le diagnosticaron leucemia aguda y según su papá no recibió un tratamiento de quimioterapia completo ni oportuno que lograra salvarla. Murió el 11 de febrero de 2015. “Estaba hinchada y los ojitos se le pusieron un poquito brotados. Yo le hablaba y no me escuchaba. Cuando hacía pipí, orinaba sangre. La teníamos sufriendo y poniéndole pura morfina, pero no le hacía absolutamente nada. “Me duele, me duele”, decía. Después, ya ni hablaba y cuando la veíamos tocándose la pierna imaginábamos que su dolor era insoportable”, recuerda Pedro. Nació en el hospital Manuel Núñez Tovar, de Maturín, en un parto “normal” para el cual hubo que comprar desde el algodón y el alcohol hasta las sábanas de la cama. En ese tiempo era la madre de la niña, Yulimar Guzmán, quien trabajaba. Se desempeñaba como secretaria en una constructora. Entonces, Pedro se encargaba de cuidar a Sofía. Relata que un día, una maestra del maternal le preguntó por el morado que tenía la niña en la pierna. Él no sabía qué responder y creyó que se trataba de un golpe.
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A la semana siguiente la marca desapareció, pero se formó otra en uno de sus brazos. Ya en la tercera ocasión fue la propia directora quien lo llamó para reclamarle el hematoma. Esta vez en la espalda. “Me dijo que necesitaba hablar conmigo pues Sofía había estado presentando morados raros en todo ese tiempo y yo era quien la cuidaba. Tuve una pequeña discusión porque le dije que si acaso creía que yo le pegaba a la niña. Me dijo que no, pero insistía en preguntarme por los morados”, relata. Las dudas se despertaron una noche, cuando la familia dormía. Pedro vio la espaldita de su hija y notó que había otro lunar púrpura. Esta vez de mayor tamaño y detrás de la oreja: “Ahí le dije a mi esposa que nos levantáramos inmediatamente para llevar a Sofía al hospital”. En el ambulatorio conocido como Los Guaritos le explicaron a Pedro, en palabras sencillas, qué era la leucemia. Él dice que hay que imaginarse un círculo lleno de células donde una de ellas se deforma. Después, esta termina provocando el daño de las otras y el organismo empieza a trabajar de manera incorrecta. Todo esto pasa en la sangre del paciente con este tipo de cáncer. “En el hospital la internista le hizo una referencia para que la tratara la hematóloga. Luego la hospitalizaron para hacerle los exámenes de médula y todos los otros que hubo que pagar por fuera porque allí no había nada. En ese lugar lo único que te dicen es que tienes que resolver. Tuvimos que reunir entre toda la familia y un día hasta amanecí en el Terminal de Oriente porque no tenía dónde dormir”, cuenta Pedro. Posterior al diagnóstico de leucemia aguda, Sofía requería de quimioterapia. Al igual que otros padres, que recibieron el mismo diagnóstico para sus hijos, Pedro denuncia que no hubo la mejor disposición por parte de la oncóloga encargada del caso. También deplora la irregularidad en la aplicación del tratamiento. “En la mañana pasaba un médico oncólogo de guardia pero era para supervisar a los pasantes, no para revisar a mi hija. La quimioterapia la conseguíamos por el Seguro Social pero siempre incompleta. Faltaba una medicina que se llamaba Asparaginasa. Entonces teníamos que buscarla en otros estados del país o en Colombia. De los cuartos, había hasta cinco niños más sus representantes en cada uno, y los baños eran horribles
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y sucios. No había agua. Los olores salían de las alcantarillas y los pacientes olían esas cosas”, enumera el padre. La falta de enfermeras fue otro elemento que incidió en el colapso de la salud de la niña. Asegura Pedro que a veces no había quién le colocara la quimioterapia. Más aún, ni siquiera quien le bajara la fiebre. “En el piso donde estaba Oncología también funcionaba Pediatría. Entonces eran dos enfermeras para un promedio de 28 niños. Cuando la niña se sentía mal no se podía llamar a la doctora sino había que llevarla a emergencia, o buscar un médico de guardia. El asunto es que ellos trabajaban hasta el mediodía. Cuando bajábamos a emergencia y le decíamos: “Mira, es que Sofía tiene fiebre…”. Ellos respondían: “Dale Atamel”. Y nosotros volvíamos: “Pero mira, es que sigue con fiebre”. “Dale más Atamel o pónganle pañitos, báñenla”. Eso era todo”, rememora. En ese contexto, incluso con la niña muy enferma, Pedro y Yulimar decidieron sacarla del hospital. Ya no conseguían las medicinas requeridas y tampoco le garantizaban la aplicación del tratamiento: “Ella estaba mal y la doctora nos sugirió que buscáramos la manera de hospitalizarla en Caracas pues en Maturín no evolucionaba. Dijo que la condición de la niña era de alto riesgo y que no le daba probabilidades de vida”. Pedro dice que en la capital solo encontró tres negativas consecutivas. En el Hospital J.M. De los Ríos le dijeron que no había camas y que tenían contadas las medicinas y los insumos. En el hospital San Juan de Dios le reiteraron esta información; y en el Hospital de Clínicas Caracas, que es privado, el oncólogo le advirtió que Sofía no iba a evolucionar más allá de la quimioterapia. La niña, que siempre fue alegre, hiperactiva y amorosa se tornó apagada. “La última especialista que vimos nos puso en una situación que yo no se la deseo ni a mi peor enemigo. Nos dijo que a Sofía le iban a colocar una quimioterapia pero que eso no le iba a servir, pues pocos niños la habían aguantado. Que la íbamos a hacer sufrir, pero que era un riesgo que podíamos correr como última esperanza para salvarla. Prácticamente nos dijo que le diéramos de comer para que ella disfrutara lo poco de vida que le quedaba”, recuerda. Los padres de Sofía se arriesgaron. Buscaron donativos para pagar la medicina de esa quimioterapia, se regresaron a Maturín y a los tres meses volvieron al hospital para MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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comenzar el ciclo. Pero, como comenta su papá, ella no resistió más: “Sofía se fue desmejorando y lamentablemente en el hospital no tenían las condiciones para atenderla. Una vez un doctor entró a la habitación, la vio y dijo: “¿Por qué a esta niña no la tienen con una bomba de hidratación de morfina?, ¿Cómo es posible que esté sufriendo así?” Hasta que Sofía cayó. Le colocaron oxígeno porque no podía respirar y cuando le fueron a aplicar la quimioterapia no aguantó. Murió en los brazos de su mamá mientras decía: “Ayúdame, ayúdame, que me pica, me duele”. Como si algo la estuviera quemando. “Lo peor que puede existir en el mundo es ver sufrir a un hijo. Llegamos a un momento que nosotros decíamos: “¡Dios mío, llévatela por favor, ya, llévatela!” ¿Ves qué irónico? Pedíamos que se la llevara rápido porque estaba sufriendo mucho y la morfina no le hacía nada”, confiesa Pedro. Cree que, al final, Dios lo escuchó.
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EL PAPÁ DE SOFÍA
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HISTORIA 9 - CARLOS SANTIAGO MIJARES: “LLEVÉ A MI HIJO AL HOSPITAL PARA QUE EXPERIMENTARAN CON ÉL” Idalia Brito denunció falta de atención médica oportuna para su hijo Carlos Mijares. El niño, de año y medio de edad, estaba desnutrido. No podía retener ni el calcio ni el potasio. Por ende, le era imposible aumentar de peso. La extrema delgadez impidió que se le pudiera tomar siquiera una vena para salvarlo. Sufrió un derrame y murió en el Hospital J.M. De los Ríos, principal centro de salud de los niños en Venezuela. DALILA ITRIAGO “Mi hijo no necesitaba de una medicina difícil de encontrar. Él solo requería de anticonvulsivo, citrato de potasio, bicarbonato y vitaminas. Esto siempre lo tuvo. Yo digo que mi bebé falleció por negligencia médica. Cuando lo llevé al hospital debían dejarlo en Emergencia, para tenerlo en observación, y lo mandaron para piso, a hospitalización, donde no había oxígeno. Me lo puyaron 40 veces en dos días. Entonces me le vino un derrame, se le reventaron las venas y la sangre le llegó a los pulmones”. Así resume de entrada Idalia María Brito, la historia de su hijo Carlos Santiago Mijares Brito quien, en teoría, murió el 11 de agosto de 2017 en el Hospital J.M. De los Ríos de Caracas, producto de un paro respiratorio. Su madre tiene otra versión de los hechos y nadie le saca de la cabeza que en el caso de su hijo hubo mala praxis. Ahora, acompañada de Camila, su hija mayor de cinco años de edad, y de Sadana, la gemela de Carlos, Idalia procura reconstruir sus recuerdos. Carlos Santiago Mijares Brito nació el 20 de febrero de 2016 en la Maternidad Santa Ana de San Bernardino, Caracas. No llegó al año y medio de edad. Su venida al mundo ocurrió de manera accidentada. En la semana 32 del embarazo su mamá sintió un desprendimiento. Era el cordón umbilical, lo que llevó a los médicos a hacerle una cesárea de emergencia. A los cuatro días de nacido el bebé sufrió un paro respiratorio. Estuvo 15 días con neumonía y un mes más en terapia intensiva. Cuando cumplió el mes de vida, Idalia notó que la cabeza le crecía de una manera inusual. Les comentó esto a los médicos y
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en efecto, el niño tenía hidrocefalia. Así que antes de cumplir dos meses de existencia a Carlos lo operaron para colocarle una válvula que le permitiera drenar ese líquido. “Yo le dije a la doctora y, como siempre, me salieron con unas bonitas palabras. Me dijo que me dedicara a ir a verlo, que de lo demás se ocupaban ellos. Y yo le dije que no, porque él iba a ser mi hijo para toda la vida, en cambio de ellos sería solo un paciente por un rato”; relata Idalia, quien cree que el niño sufrió un derrame cerebral debido al oxígeno que recibió durante 19 días seguidos, cuando estaba en la incubadora: “A mí se me salió el cordón como si tuviera una tripa y yo me puse mi panty y me fui al hospital. Cuando llegué allá se dieron cuenta de que era el cordón y la doctora lo metió. De ahí fue cuando el bebé se contaminó porque ya yo me lo había tocado”. Idalia también duda de la pureza del agua con la cual se atendió al niño en la incubadora. Asegura que mientras estuvo en la Maternidad Santa Ana nunca le pidieron agua potable, por lo cual cree que al niño le colocaban botellas con agua de grifo. Después de esa primera operación que le hicieron para colocarle la válvula, el 14 de abril de 2016, vinieron cuatro más. En la segunda, el 7 de mayo de 2016, se la removieron; en la tercera, el 16 de mayo de ese mismo año, se la sacaron; en la cuarta, el 15 de julio de 2016, se la volvieron a colocar y, en la quinta y última, el 25 de enero de 2017, la destaparon. Fueron cinco intervenciones en menos de diez meses. “La neuróloga me decía que él sería un niño normal, porque tenía las condiciones. Ya él decía “teta”, cuando quería el tetero; “cucú”, cuando se hacía pupú y “caramba”, cuando yo regañaba a Camila. El problema como tal era que no aumentaba de peso y botaba el potasio y el bicarbonato por la orina”, cuenta. Pero de eso solo se dieron cuenta apenas cuatro meses antes de morir, pues según comenta Idalia en los estudios previos no salió reflejada esta condición. Dice que una neuróloga llegó a comentarle que todo lo que le ocurría al niño pudo haber sido consecuencia de haber recibido tanto oxígeno de manera directa mientras estuvo en la incubadora. No fueron ni una, ni dos, ni tres. Carlos Santiago estuvo hospitalizado seis veces en su año y medio de vida. Una de ellas luego de convulsionar en septiembre de 2016. A estas alturas Idalia no tiene muy clara la causa de estos desajustes. Cree que todo surge de la desnutrición, que a su vez era consecuencia de la imposibilidad de retener el potasio y el bicarbonato. MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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El diagnóstico del niño fue descalcificación: botaba el calcio por la orina. Le pusieron el tratamiento y fue evolucionando pero, insiste su mamá, la atención médica no fue la mejor: “Yo veía que mi bebé estaba triste, descompensado, y lo llevé al hospital el 5 de agosto de 2017. Allí me lo hidrataron y la doctora me dijo que no tenía nada, que seguramente era algo viral. A los pocos días, se me hizo pupú cuatro veces y vomitó. Lo volví a llevar al médico el miércoles 9 y ahí sí lo internaron pero lo subieron a hospitalización cuando lo tenían que haber dejado en Emergencia. Supuestamente no había camas allí. Entonces lo bajaron el 11 de agosto, cuando ya el bebé estaba muy mal y comenzó a convulsionar”. Idalia asegura que entre los mismos médicos hubo poca disposición de ayudar, porque ni siquiera hicieron el esfuerzo de tomarle una vía central al niño para pasarle tratamiento. “El miércoles 9 de agosto lo puyaron como 19 veces y no pudieron agarrarle la vía. Al día siguiente lo intentaron en el cuello. Lo puyaron 21 veces más. No podían porque estaba muy deshidratado y se le reventaron unas venas por su condición de desnutrición. La sangre se le fue directamente a los pulmones y un doctor me dijo que le sacó 60 c.c. de allí. El día que murió salió una doctora, como a las 12 del mediodía, a decirme que el bebé había entrado a paro respiratorio. Después, como a la 1:20pm, me llamó y dijo que no lo habían podido sacar de ese estado. Yo quería matar a los doctores de Cirugía Menor, porque si ellos hubieran podido agarrarle la vía a mi hijo, él no hubiese fallecido”, insiste Idalia bañada en llanto. El bebé murió con 5,4 kilos de peso cuando tenía que pesar entre 9 y 11 kilogramos. Su madre aún está consternada y no comprende por qué tuvo que perder a su único hijo varón: “Dicen que se trata de un aprendizaje de la vida pero yo no creo. Yo era muy rumbera, me gustaba mucho la cerveza, y aquí no tomaba pero a veces me iba a Barlovento y me tomaba unas cervezas con mi papá y mis hermanos. Yo me pregunto en qué fallé como madre o como persona, y si bien he cometido muchos errores, creo que mis hijos no tienen por qué pagar la culpa de eso”.
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LA MAMÁ Y HERMANAS DE CARLOS SANTIAGO
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HISTORIA 10 - JEIVER OLLARVE: “MI HIJO JEIVER MURIÓ POR FALTA DE INSULINA” Se puede padecer diabetes crónica y morir a los 21 años de edad por no saberlo. Este es el caso de Jeiver Ollarve, quien se enteró de que tenía esa enfermedad cuando registró una subida de azúcar accidental y no encontró insulina para regularizarla. Su madre, Doralys Ollarve, relata la historia. Admite que aún le pregunta a Dios por qué le quitó a su hijo. DALILA ITRIAGO
“Yo no lo acepto. A lo mejor todavía no estoy preparada. En la iglesia me dicen que no lo llore tanto, que ese era su destino. Pero, ¡eso no me llena! A veces pensé: “Cónchale, Diosito, si yo no soy mala con nadie, trabajo en la iglesia por ti, sigo todos tus mandamientos y hago todo, ¿por qué tú tienes que ser tan malo conmigo? ¿Por qué yo no puedo conseguirle la medicina a mi hijo? ¿Por qué me lo quitaste?” Pero ellos dicen que no me tengo que poner brava con Dios, que él sabe lo que hace, y que a lo mejor mi hijo iba a sufrir, porque él ya casi no veía, ni podía caminar bien por la diabetes. La enfermedad se lo estaba consumiendo poco a poco y él sufría callaíto. Solo”. Esto no siempre fue así. Jeiver Ollarve nació el 6 de diciembre de 1995 en el Hospital de Río Chico, estado Miranda, con muy buena salud, llegando a pesar 4 kilogramos. Fue el hijo del medio, entre Darly Fuentes, que ahora tiene 25 años de edad y Héctor Luis Castro, su hermano menor de 18. Doralys, una joven madre de 47 años, asegura que Jeiver nunca fue un niño enfermizo. Era pelotero, pertenecía a la escuela Halcones de Wilches, ubicada en Mamporal, y también trabajó como manager de softball de ese mismo grupo. Desde que tuvo un mes de nacido fue criado por su abuela, porque Doralys tenía que trabajar para mantener a la familia, y así transcurrió su infancia y juventud. Sin mayores acontecimientos y ningún vestigio de enfermedad: “Yo empecé a trabajar en una empresa procesadora de pollos, desde las 7:00 de la mañana hasta las 12 de la noche, y entonces era mi mamá quien lo atendía. Él se fue acostumbrando a ella. Todo el tiempo vivieron juntos. Estudió su primaria y se graduó de bachiller a los 15 años, en
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el liceo Almirante Luis Brión. Después, quiso estudiar en la Brigada de los Bomberos de Higuerote pero era menor de edad, y el año pasado lo llamaron pero ya él tenía la enfermedad. No pudo presentar”. De joven, mientras estudiaba, se rebuscó con cualquier trabajo informal. De lo que fuese, siempre que fuera honesto. Dice Doralys que era “bien mandado” y con tal de que le pagaran bien, él lo hacía. Se incorporó en la pollera, pero allí se caía mucho, porque se mareaba. Recuerda su mamá que un día regresó a casa en una ambulancia, pues se había rajado la cabeza. También laboró en una fábrica de bloques, como promotor turístico en Aguasal y hasta limpiando casas y terrenos: “No le apenaba ningún trabajo”. Pero la normalidad se resquebrajó al llegar la segunda década de vida. La rutina empezó a agotarlo físicamente. Las mañanas las dedicaba a estudiar y en las noches trabajaba como carretillero en la planta procesadora de pollos. Quería pertenecer a algún cuerpo de seguridad, pero ni en la Policía de Miranda ni en la Guardia Nacional lo aceptaron porque hizo el examen cuando era menor de edad. Después empezó a decirle a su abuela que se cansaba mucho, que le dolían las piernas y hubo un evento en su comunidad, con unos jóvenes mala conducta de la zona, que fue el detonante indirecto hacia su muerte. “El año pasado hubo un problema con los malandros del sector La Troja, en el municipio Buroz de Mamporal. Salió una bandita que quería gobernar al pueblo y él no se les quedó callado. Entonces los malandros lo querían someter. Ellos tienen una guerra con otro sector que llaman La Madre Vieja y mi hijo tenía un amigo allá, que trataba como a un primo. Hasta que vino un amigo y me advirtió que sacara a mi hijo del barrio porque me lo iban a matar. Creyeron que él le informaba a la banda contraria sobre lo que pasaba en el barrio. Por eso fue que nosotros lo mandamos para San Cristóbal, para protegerlo”, relata. La mudanza le afectó su salud e hizo aflorar la enfermedad, hasta entonces desconocida. Estaba acostumbrado a vivir en una zona cálida y al parecer la altura de las montañas le provocó hipoglicemia, según explica su mamá. El médico le recomendó que se tomara dos refrescos, pero él no estaba al tanto de padecer diabetes. Siguió la prescripción, e inclusive se comió un caramelo, y esto lo agravó. El hermano de Doralys, que en ese momento había ido a visitarlo, lo llevó al Centro de Diagnóstico Integral más cercano y en ese CDI un médico cubano le dijo que era diabético: “Mi hermano me llamó para contarme que le habían hecho una serie de MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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exámenes al niño, entre ellos el de la glicemia, y que había salido positivo. Me dijo que tenía que entregármelo porque si no se iba a morir allá. Entonces se lo trajo”. En solo un mes por los Andes, Jeiver regresó con el azúcar en 700, lo que provocó que su mamá estuviera llevándolo toda la semana al hospital de Río Chico, a los Bomberos del mismo sector y hasta un internista privado. En ninguno de estos sitios lograron controlarle el azúcar porque no tenían la insulina. Según Doralys, solo el especialista fue claro respecto a la salud del joven. Les explicó que él tenía diabetes tipo 1 pero crónica, que su páncreas estaba dañado y que podía vivir todo el tiempo que deseara siempre y cuando se cuidara. Allí le puso un tratamiento de insulina llamado 70/30: “El doctor le dijo que había nacido con la diabetes pero que nunca le había avanzado y además nosotros tampoco nos habíamos dado cuenta; pero para tener todo el organismo como lo tenía era porque había nacido con ella”. Para ese entonces todavía quedaba un poco de insulina en Río Chico y Jeiver mejoró un poco con el tratamiento que le compró su mamá. Hasta recuperó peso, según ella recuerda. Pero al tiempo los jóvenes mala conducta de la zona volvieron a meterse con él y lo amenazaron directamente de muerte, al apuntarlo con un arma mientras él intentaba comprar en la bodega. “Me volví como loca. Bajé hasta donde estaban ellos y los insulté. No me importó que estuvieran armados. Les dije que si ellos sabían quién les había matado a su hermano o su primo fueran hasta el otro barrio y se enfrentaran con los responsables. Que lo hicieran si verdaderamente ellos eran guapos, pero que dejaran a mi hijo en paz. Ya no me interesaba que me dieran un tiro, pero tampoco las cosas podían ser así. O sea, mi hijo no podía vivir allí porque ellos se creían los dueños del caserío. No. Ese día los enfrenté porque tenía mucha rabia e impotencia, pero después llamé a mi hermano, que vive aquí en Petare, y le pedí que sacáramos a Jeiver de La Troja, pues ya estaban rodeando la casa de mi mamá”, cuenta Doralys. Vivir lejos de sus afectos, lejos de su abuela, su madre, sus hermanos y sus amigos peloteros entristeció a Jeiver profundamente. Se cansaba con solo subir las escaleras del barrio y la insulina prescrita le alcanzó hasta diciembre del año 2016. Su mamá le consiguió una llamada Insulina N pero esta no le prestaba: “Nosotros caminamos toda Caracas, Guarenas, Guatire y Barlovento preguntando por todas las farmacias, los ambulatorios y los hospitales pero la insulina que le mandaron no se conseguía”. MUERTES PREVENIBLES EN VENEZUELA JUN . 2018
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Después probaron darle hierbas: “Me decían que le diera agua de esto o de aquello para bajarle el azúcar; que si le hiciera un té de concha de auyama o de la flor que llaman “Mata ratón”, pero eso tampoco le hizo nada. Jeiver nunca le contó a su mamá cómo se sentía en realidad. Cómo se iba apagando. A su pareja sí le dio detalles: “Sandra, ya no veo y voy al baño y no hago pupú normal. Hago como un moco”. Ella no lo contó en el momento, solo ahora le revela a Doralys el deseo de Jeiver de regresar con su familia a La Troja y sanar: “Lo que más me duele es que en sus últimos días él no estuvo con nosotros. Murió solo. Sufriendo solo y callado. Hasta un día que me dijo que se iría con una tía a Cumaná porque le habían dicho que allí estaba la medicina”. Esa fue la última vez que Doralys vio a su hijo. Él pasó a despedirse pero tan desmejorado estaba, que ni siquiera se bajó del carro: “Cuando llegó a Cumaná me llamó pero me dijo que se sentía muy mal. Que esa tarde descansaría un poco y al día siguiente saldrían a buscarle la medicina”. A la mañana del otro día su mamá lo llamó tempranito. La cuñada le comentó que Jeiver ya no hablaba. Se había caído la noche anterior de la cama y se había golpeado. Ella misma había mandado a su marido a buscar la insulina pero la realidad de la capital se intensificaba en el interior del país. No la consiguieron. Después, como a las nueve de la mañana, Doralys volvió a llamar a la tía de Jeiver porque tenía un mal presentimiento. Aleida le reiteró que él no podía hablar. “Eso fue lo peor. Yo le dije ¡ponle el teléfono, vale, yo quiero saber de él!” Ella lo hizo y él me dijo: “Bendición, mami”. Eso fue lo último que le escuché. Como a las doce del día nos llamaron para decirnos que había muerto. Eso fue el 24 de marzo de 2017. Se le subió demasiado el azúcar, como a 900, y en el hospital no había nada con qué bajársela. Le dio un paro, un coma diabético y un infarto”, recuerda Doralys. A ratos piensa que su hijo pudo haberse salvado si ella le hubiera comprado más insulina. Solo adquirió medicinas para cinco meses, desde que le diagnosticaron la enfermedad, en agosto, hasta diciembre. Pero ya cualquier cálculo es inútil. Doralys vive apesadumbrada y admite que hace un gran esfuerzo para sobreponerse a la tristeza y a
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la pérdida. Piensa que las autoridades deben invertir en el área de salud urgentemente y dedicarse a abastecer los ambulatorios y hospitales, en vez de perder el tiempo en discusiones políticas. “El Hospital de Río Chico era el único que estaba funcionando por aquella zona y antier lo cerraron. ¿Por qué lo cerraron? Porque los médicos, las enfermeras y todo el personal no tienen ni guantes para atender un parto. Ellos mismos decidieron cerrarlo porque no hay ni siquiera una jeringa”, asegura. La falta de medicinas e insumos médicos no solo provocó la muerte de su hijo Jeiver. Una de sus primas, Clara Muñoz, de 47 años de edad, murió en el 2016 de un paro respiratorio producto de una asfixia no atendida. “Eso pasó hace un año. Sus hijas cuentan que a ella le dio una asfixia. La llevaron a Mamporal y a Tacarigua y no consiguieron oxígeno. No había ni nebulizador para descongestionarla. Así que se murió ahí. Muerta, muerta, pues el médico que estaba de guardia no supo qué hacerle”, relata Doralys al revelar que ella tampoco sabe muy bien qué hará con su vida: “¡Será seguir!”
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LA MAMÁ DE JEIVER
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