El oído melancólico

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EL OÍDO MELANCÓLICO José Joaquín Parra Bañón


Ensayo acerca del silbo siniestro, la melancolĂ­a y el genio creativo




© José Joaquín Parra Bañón, 2011

jjpb@us.es

Libro inscrito por el autor en el Registro de la Propiedad Intelectual


SUMARIO

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El perro de san Cucufa Escenas y escenarios Pose acúfeno-melancólica Aristóteles. Marsilio Ficino. Cornelio Agrippa Giorgio Agamben, 1977 Albert Dürer. Melancolía I, 1514 Albert Dürer, 1491-1521 Erwin Panofsky. Giorgio de Chirico Giorgione. Víctor Hugo. Girolamo da Santacroce Pablo Picasso. Joan Miró Benjamin. Kounellis. Goethe. Bartleby Adolf Hitler. Hipólito d’Este Michelangelo Antonioni. Saturno Lucas Cranach, 1528. Giovanni Bellini Lucas Cranach, dos melancolías de 1532 Niños, perdices, perros y doncellas angelicales Hans Sebald Beham. Virgil Solis. Domenico Fetti María de Magdala. Vouet, Giordano y de la Tour Edvard Munch. Girolamo Mocetto Hildesheim. Robert Burton. Fármacos Alison Smithson. Francisco de Goya Wilde. Bernhard. Bertillon. Alberto Giacometti El santo Job y Cristo. Alberto Savinio y Claudio Magris Lampedusa y Shakespeare. Parrasio de Éfeso J. M. Coetzee. Don DeLillo


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Walter Gropius. Alma Mahler Antonio Tabucchi. Hipócrates de Cos Conciencia del ruido. Celio Aureliano, Ishaq Ibn Imran, etc. Jerónimo de Estridón José de Ribera. Vincent van Gogh Franz Kafka. Adolf Loos Robert Walser. Jean-Michel Basquiat Sigmund Freud. Ron Mueck Pecados capitales y tentaciones Meditaciones de Juan Bautista y perfil de Pablo de Tarso Julio Cortázar. Leopold Bloom Zurbarán. Edward Hopper. Silencio Isidoro de Sevilla. Cesare Ripa Abraham Janssens. Rembrandt Mark Rothko en negro Frigyes Karinthy Hieronymus Bosch. El infierno de El jardín de las delicias

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[fig.1] Ayne Bru, Martirio de san Cucufa, 1504-1507. Museo de Arte de Catalu単a, Barcelona

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EL PERO DE SAN CUCUFA

Ayne Bru, o Aine Bru si se opta por otra de las caligrafías propuestas, o Hans Brün si se da por cierto que era de origen germánico quien pintó en la primera década del dieciséis la tabla después titulada, según el lugar y la circunstancia, el Martirio de san Cucufa o el Martirio de san Cugat o, en vez de martirio, La Degollación de san Cucufate o la Degollación de san Cucufato, pues degollando están a ese hombre maniatado al tronco de un árbol podado que ocupa el centro del cuadro, pintó en la esquina inferior derecha un perro lacio, mustio, tumbado en el suelo de tierra, como dormido, con la cabeza vencida sobre sus patas delanteras y el rabo, sin fuerza, perdido entre las traseras, ajeno al suceso, indiferente a la ejecución, sin que le despierte el apetito la sangre humana que ha comenzado a encharcarse cerca de él, a empapar la capa de pelo forrada de rojo, imperturbable a la aparición celestial de un cristo resucitado que por primera vez se manifiesta casi desnudo, impúdicamente cubiertas las ingles por un velo que transparenta la carne y que resalta la prominencia del miembro divino. Un perro tal vez innecesario, un testigo ciego, sordo y mudo, quizá esclavo de uno de los dos que conversan mientras esperan a que el matarife acabe de hacer su trabajo, quizá siervo del que desde atrás mira hacia la izquierda entre las dos cabezas cubiertas, quizá compañero de Cucufato (santo que fue incluido en la Leyenda áurea después de que Santiago de la Vorágine lo excluyera; cuyo martirio fue referido por Prudencio en su Peristephanon, cuya existencia histórica no está del todo documentada) cuando aún no se merecía la corona de los mártires ejecutados a cuchillo (la suya de filigrana de alambre de oro), antes de ser incluido en la nómina de los que fueron degollados y decapitados, nómina mucho más larga 13


[fig.2] Sabine Weiss, Frantisek Kupka, 1951

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la de ellas que la de ellos (nómina masculina en la que ni siquiera figura el conato de degüello de Isaac a manos de su padre), en la que abundan los nombres de vírgenes infantiles, las agüedas y las julianas y las lucías y las bárbaras, sacrificadas por sus pretendientes o por sus propios progenitores frustrados, por sus gobernadores o por sus violadores, o por cualquiera que quisiera hacer de verdugo y derramar por arriba la sangre que no pudo ser derramada por abajo, porque es a ellas a quienes sajan y extirpan los miembros y los órganos, los senos y los ojos, las manos y las cabezas. El perro de san Cucufato no ladra ni participa de la acción: como el monasterio en obras en el ángulo opuesto (el de San Cugat del Vallés de donde procede esta tabla de 164 x 133 centímetros, expuesta en el MNAC), forma parte silente de la representación; como el aura que sobrevuela la mano que tira de la cabellera de Cucufato para despejarle el cuello y que así el cuchillo de carnicero no tenga obstáculos, es un símbolo. Es un perro fantasmal, un espectro canino, más irreal que los ángeles custodios que acompañan al hijo de dios en las alturas, menos terrenal que ellos a pesar de estar adherido al suelo. Tal vez aluda a la melancolía. El perro de san Cucufato no está melancólico: es el perro de la melancolía, uno más antiguo que el galgo de Durero, otro de los que vinieron de occidente a la aurora, uno de los que huelen la muerte y no se espantan [fig.1]. El perro de san Cucufato, quizá como su patrón procedente de Scila, lleva en el cuello un collar y en el collar de cuero una anilla en la que su dueño enhebró la correa precisa para dominarlo. La piel del perro de san Cucufato, láctea y nocturna, conduce a la piel de la capa, tal vez despojo del santo, que hay tirada de mala manera en el suelo para que el cárdeno sanguinolento del forro, para que con su aspecto de víscera y de cosa procedente de un desuello (el 15


[fig.3] Endre Ady

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de san Bartolomé en la Sixtina, el de Marsias a manos de Apolo, el del prevaricador Sisamnes ilustrado por Gérard David, uno de los que se enfunda Xipe-Tótec) sirva de pedestal a la escena. Cucufato tiene algunos pelos circunvalándole los pezones y una rala mata de bello en el esternón; no le han depilado ninguno de los sobacos, ni siquiera el pubis: el pelo inguinal le sobresale por encima del nudo del cordel que le ata a la cintura el calzoncillo. Tiene los brazos delgados, algo más el izquierdo, más nervudo que el derecho, también atado por la muñeca, aunque de la atadura solo se vean tres vueltas de cuerda, al árbol sin ramas, a la Y a la que también sujetaron a Sebastián para ser asaeteado. Detrás de él hay una zarza. En el cesto, del que asoman las empuñaduras de los dos cuchillos que están a la espera, hay una cuerda que aún no ha necesitado usar el verdugo para ejecutar al condenado, para cumplir profesionalmente con su obligación de hacer santo al comerciante. Faltan cinco minutos para que el carnicero, que ahora, debido al esfuerzo aprieta los dientes, vacíe su capazo de esparto y para que, después de guardarse las herramientas en el jubón, meta dentro de él la cabeza exenta del mártir y, si como le sucedió al padre de santa Bárbara no lo fulmina antes un rayo celestial, vaya a tirarla a un barranco, a abandonarla en una madriguera de lobos, a sepultarla en un agujero en la tierra, o a clavarla espetada por la garganta en una pica izada frente a la puerta de la ciudad como advertencia a los transeúntes, si es que estas últimas son las órdenes que ha recibido de quien le paga, de Rufo, el prefecto (el sucesor del prefecto Maximiano, quien no pudo acabar con Cucufato a pesar de haberlo sometido a la hoguera, que fue quien sucedió al prefecto Galerio, quien antes que él no pudo exterminar a Cucufato porque después de desgarrarlo con peines de púas le sanaron todas las heridas y no dejaron ningún rastro en su cuerpo). 17


[fig.4] FĂŠlix Nadar, Charles Baudelaire

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Galerio, Maximiano, Rufo, sea prefecto, clérigo o mercader ilustre, y en este caso compañero de oficio del mártir, podría llamarse alguno de los tres ciudadanos, ese con sayas que parece que bendice o ese al que por debajo de la capa le asoma, indiscreta y premonitoria, la punta de la vaina de su espada, el que se apoya en un mástil (en un astil si la pantorrilla de Cucufato dejara ver lo hay en su base) que apunta a los omóplatos del perro, a ese depósito de la melancolía que yace arrinconado ahí debajo. Los dos hombres que hablan se dicen lo mismo que se estaban diciendo los dos testigos que hablan en La flagelación de Piero de la Francesca: utilizan las mismas palabras en idéntico tono, acaso pronunciadas en otro idioma, quizá diciendo columna donde aquellos dicen muñón, o pronunciando látigo en vez de faca. El murmullo de la conversación impía no es lo único que se oye en el cuadro. Además del fluir silbante de la sangre al brotar de la brecha y del chapoteo del chorro al impactar en la sierra, hay un hombre que sale del templo arrastrando los pies y hay dos campanas en la espadaña incompleta, dos campanas conventuales que ya han comenzado a tañer. El perro de san Cucufato fue adoptado por Salvador Dalí para hablar nostálgicamente de sí mismo y de sus añoranzas, y una vez que se hubo apropiado, lo sumergió, agazapándolo bajo una superficie acuática, aunque evitando que se humedeciera: en 1950, completándole la grupa inconclusa de Bru y tintándole de ocre las manchas, en el cuadro Yo mismo a la edad de seis años cuando creía ser una niña levantando con suma precaución la piel del mar para observar a un perro durmiendo a la sombra del agua y, cuatro años después, situándolo ahora en el mismo lugar en el que lo tumbó su predecesor, en Dalí desnudo en contemplación ante cinco cuerpos regulares metamorfoseados en corpúsculos, en los que aparece repentinamente la Leda de Leonardo cromatizada por el 19


[fig.5] Jacopo Bassano, San Jer贸nimo, 1556. Galer铆a de la Academia, Venecia

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rostro de Gala. El perro melancólico de san Cucufato muestra su oreja izquierda: una oreja blanca y negra, alicaída (las orejas son las alas de la melancolía). El perro de la melancolía es un perro siniestro.

ESCENAS Y ESCENARIOS

Hay comportamientos y concurrencias, situaciones y ocasiones en las que una postura es un indicio y un gesto una señal; coyunturas en las que una actitud se convierte en un signo y un semblante en una marca del carácter. Hay poses, intencionadas o casuales, descuidadas o teatrales, que se adoptan para ser útiles como código. Hay posturas minuciosamente calculadas por el actor para darse identidad, para informar sobre un estado anímico, para expresar una dolencia; poses cuya intención es incitar a los intérpretes a leerlas. Hay escenas y lugares en los que la posición de la mano respecto al oído es un síntoma. No es extraño encontrar en el arte de occidente figuras que reclinan su cabeza en una de las manos; son frecuentes los retratos en los que el personaje apoya decaída la cabeza en una de sus dos manos, en esa que unas veces duerme prieta como puño y otras amanece abierta como una cuenca receptiva, trasformada en una cuna adulta. Una buena parte de las imágenes que se sostienen la cara lo hacen inclinándola unos grados hacia siniestra, apuntalándola con la mano firme de ese mismo flanco. Algunas de estas personas, de las que acomodan su cabeza desfallecida en la izquierda, de las que cobijan manualmente su oreja izquierda, están oyendo en ese momento un silbido indefinible que procede de dentro, un ruido interno que las incomoda y que las hace parecer sombrías y taciturnas, un rumor de fondo que las posee y las 21


[fig.6] Pieter Codde, MelancolĂ­a, h.1630

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turba. Se trata de hombres y de mujeres, de hembras y de varones de mirada extraviada y compostura árida: de criaturas que están sintiendo un cierto «silbido en la oreja izquierda» al que en ese momento, en esa postura, con ese gesto, procuran en algo mitigar. Ninguna de ellas lo logra silenciar completamente. Una importante fracción de aquellas más apocadas y menos sometidas al rumor constante que habita su oído la conforman las de complexión melancólica: las propensas habitual o circunstancialmente a la tristeza; las soturnas y las atrabiliarias; las que han padecido la prestigiosa melancolía clásica: la melancolía sagrada de los griegos, la demoníaca del medievo y la filosófica del Renacimiento más culto; aquella descrita antes de que fuera adjetivada y universalizada por el Romanticismo y sus poetas, la definida antes de que en 1819 el médico galo Jean Étienne Dominique Esquirol la incluyera en el apartado de las manías, la previa a ser considerada un proceso depresivo y la que, en definitiva, aún no se había visto complicada por las derivas y por las implicaciones patológicas que introdujeron en ella los apóstoles de la psiquiatría moderna. Aunque la antigua melancolía fue simbolizada y representada por una figura femenina (al principio una muchacha, una ninfa, una núbil alada, y luego un ángel asexuado o un serafín varonil, y también una anciana), fueron masculinas la mayoría de las víctimas, hombres casi todos los pacientes más conocidos. Desde Hipócrates de Cos casi hasta la publicación de Duelo y melancolía por Sigmund Freud, desde Galeno de Pérgamo hasta la invención francesa de la palabra lipemanía, el silbido en la oreja izquierda fue considerado un indicador inequívoco de la melancolía, y se creyó que la oclusión del oído con la palma de la mano era uno de los síntomas más relevantes del padecimiento de esa dolencia auditiva. El silbido en la oreja izquierda, han dicho reiteradamente 23


[fig.7] Jan Davidsz de Hemm, Estudiante en su cuarto, 1628. Ashmolean Museum, Oxford

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las artes plásticas europeas, avaladas por los razonamientos tomados de la filosofía e inspiradas por la literatura, cuando no basándose en la experiencia vital del autor de cada una de las obras, es una de las dolencias del melancólico, una de sus muchas desazones; o quizá lo que han dicho y aún sigan pronunciando es precisamente lo contrario: que el silbido en la oreja izquierda es causa de la melancolía, y que si no es su origen, sí es un reactivo para ella, un acelerador y un cómplice, un agravante de la misma. Tal vez la melancolía, y acaso aquello y esto pueda ser demostrado pronto por la ciencia, también es un indicio del padecimiento del zumbido siniestro: un presagio de esa patología auditiva que hoy la otología denomina «acúfeno», o «tinnitus», entre los que diferencia a unos que son calificados como subjetivos de otros que son considerados objetivos, a los que han acordado llamar «somatosonidos»; es decir, que distingue entre un acúfeno psíquico y otro somático: entre uno cuyos síntomas no son de naturaleza eminentemente corpórea o material y otro cuyos síntomas son de naturaleza eminentemente corpórea o material.1 La melancolía y el silbido soturno tal vez no sean más que formas de expresión: quizá no se trate más que de gestos o de voces pronunciadas por otras cosas que no han encontrado mejor cauce para manifestarse, otro medio con el que exteriorizarse. Tal vez, como insisten en no pocas ocasiones tanto la psicología como la otorrinolaringología, no se trate más que de reacciones del cuerpo ante malestares no siempre identificables, de naturaleza insustancial, inmunes a los tratamientos farmacológicos, derivados de imprecisos estados de conciencia. Ya que no hay una única definición conceptual para la melancolía, una que haya sido universalmente aceptada por la psiquiatría descriptiva, y conocidas las dificultades que se han sucedido a lo largo de la historia del término durante el intento de 25


[fig.8] Lucian Freud, Muchacha leyendo, 1952. Col. Particular

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precisar su ámbito y su léxico, tanto a la hora de discernir cuáles de sus síntomas lo son inequívocamente y de aceptar o rechazar como tales algunas de sus múltiples manifestaciones, no siempre clínicas, el trabajo de indagar en algunas de sus representaciones artísticas buscando correspondencias, evidencias y argumentos, posibilita establecer vínculos, siquiera figurativos, entre las múltiples melancolías descritas y los nunca musicales zumbidos en los oídos izquierdos de los miembros de la especie humana, todavía inmadura. Asomarse a la pintura y a la literatura, a la línea que dibuja y a la línea que escribe sin establecer distinciones entre grafías, permite analizar algunas conexiones entre la genialidad creativa, el carácter melancólico y los acúfenos, abrir algunos nuevos túneles que los unan y que permitan tratos carnales entre ellos. Seleccionar unas pocas imágenes del repertorio de los afectados por la tríada de fenómenos (acúfeno-melancolía-genio), estudiar algunas de las imágenes más características del álbum de retratos de los inmortalizados en pose acúfeno-melancólica, o en postura melancólico-acúfena, tal vez sirva como confirmación de lo que ya aventuraban los textos de medicina griega que nos ha sido permitido conocer: que el zumbido en el oído izquierdo es un síntoma de la melancolía y que un método para aliviar las molestias de este silbido creciente (no siempre causado por un tumor cerebral) es presionarse el oído izquierdo, taparse la oreja con la mano izquierda, apoyar la cabeza por ese lado siniestro en la palma curativa.2

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Dennis Stock, rodaje de El planeta de los simios: Franklin Schaffner, 1967

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NOTAS

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AA.VV.; Acúfeno como señal de malestar, actas del XXIV congreso de Otorrinolaringología y patología cérvico-facial, Granada-2010, Publidisa, Sevilla, 2010. Bolaños, María; Pasajes de la melancolía. Arte y bilis negra a comienzos del siglo XX, Trea, Gijón, 2010. p.21 Warburg, Aby; Atlas Mnemosyne, tr. J. Chamorro, Akal, Madrid, 2010. Warburg, Aby; “Durero y la antigüedad italiana”, en El Renacimiento del paganismo. Aportaciones a la historia cultural del Renacimiento Europeo, tr. E. Sánchez, Alianza, Madrid, 2005. Warburg, Aby; El ritual de la serpiente [1924], tr. J. Etorena, Sexto Piso, Madrid, 2008. Cf. Granada, M. A.; Cosmología, religión y política en el Renacimiento. Ficino, Savonarola, Maquiavelo, Anthropos, Barcelona, 1988. Cf. Benjamin, Walter; El origen del drama barroco alemán, tr. J. Muñoz, Taurus, Madrid, 1990. Cf. Rivera García, Antonio; “La pintura de la crisis: Albrecht Dürer y la Reforma”, en rev. Artificium, I., pp.100-119 En este sentido, por ejemplo, el catálogo y la exposición Mélancolie. Génie et folie en Occident, inaugurada en 2005 en Galeries Nationales du Grand Palais de País, comisariada por Jean Clair, en la que cronológicamente y a través de doscientas cincuenta obras, se propone un recorrido por la iconografía de la melancolía desde la Grecia aristotélica a la contemporaneidad. Agamben, Giorgio; La palabra y el fantasma en la cultura occidental [1977], tr. T. Segovia, Valencia, Pre-Textos, 2009. pp.37-40 Citado en AA.VV.; Durero. Obras maestras de la Albertina [cat], Museo Nacional del Prado, Madrid, 2005. p.164 Koemer, Joseph; “La cultura de la mirada”, rev. FMR, nº 6 nueva serie, abril-mayo 2005, Milán, 2005. pp.85-112. Klibansky, R., Panofsky, E., Saxo, F.; Saturno y la melancolía [1964], edic. M. L. Balseiro, Madrid, Alianza, 2006. pp.279-297. Cf. Panofsky, E.; Vida y arte de Alberto Durero, tr. M. L. Balseiro, Alianza, Madrid, 1995. Fuentes, Carlos; La Silla del Águila [2002], Alfaguara, Madrid, 2003. pp.121 y 354 DeLillo; Ruido de fondo (1984), tr. G. Castelli, Seix Barral, Barcelona, 2006. p.100 Mujica Lainez, Manuel; Bomarzo [1961], Seix Barral, Barcelona, 2009. Malaxecheverría, Ignacio; Bestiario medieval, Siruela, Madrid, 1999. pp.150153 277


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AA.VV.; Durero. Obras maestras de la Albertina, Op. Cit. p.163 Los bloques de madera preparados para las xilografías se encuentran en el Museum of Fine Arts de Boston; algunas de las versiones impresas en el MOMA de Nueva York. Citado por Clair, Jean; “La melancolía y sus objetos”, en rev. FMR, nº 6, abril-mayo, 2005. pp.25-54 Rivera Garza, Cristina; Nadie me verá llorar, Tusquets, Barcelona, 2003. pp.13-14 Cf. Jakson, Stanley W.; Historia de la melancolía y la depresión. Desde los tiempos hipocráticos a la época moderna, Turner, Madrid, 1989. Foucault, Michel; Historia de la medicina, Elsevier, Barcelona, 2006. Aldo Conti, Norberto; Historia de la depresión. La melancolía desde la antigüedad hasta el siglo XIX, Polemos, Buenos Aires, 2007. Savinio, Alberto; Nueva enciclopedia [1977], tr. J. Pardo, Seix Barral, Barcelona, 1983. p.291 Magris, Claudio; Alfabetos. Ensayos de literatura [2000-10], tr. P. González, Anagrama, Barcelona, 2010. pp.62-64 Tomasi di Lampedusa, Giuseppe; Shakespeare [1953], tr. R. Baena, Nortesur, Barcelona, 2009. p.25 Coetzee, J. M.; Verano, tr. J. Fibla, Mondadori, Barcelona, 2010. p.99 DeLillo; Ruido de fondo, Op. Cit. p.261 Tabucchi, Antonio; El tiempo envejece deprisa, [2009], tr. C. Gumpert, Anagrama, Barcelona, 2010. p. 44 Hipócrates; Tratados hipocráticos [V a.C], edic. C. García Gual, Madrid, Gredos, 2000. pp. 59-81. Hipócrates, en Epidemias VIII, identificó la melancolía con la epilepsia: por lo general, dice “los melancólicos se tornan epilépticos y los epilépticos melancólicos,; lo que determina uno u otro de ambos estados es la dirección que toma la enfermedad; si acomete al cuerpo, epilepsia, si al espíritu, melancolía”. López, M. A., Abrante, A., Esteban, F.; Guía abreviada de acúfenos, Publidisa, Sevilla, 2010. p.19 Sobre la iconología de san Jerónimo en su celda trata el capítulo II.3 “La construcción de la habitación. Arquitecturas para san Jerónimo” de Parra bañón, José Joaquín, Arquitecturas terminales. Teoría y práctica de la destrucción, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2009. pp. 111-156 Alciato; Emblemas [1551], edic. S. Sebastián, Madrid, Akal, 1985. p.42 Los textos de Durero fueron editados por Rupprich, Hans (ed.); Dürer, Berlín, 1956.

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Kafka, Franz; Cuadernos en octavo [1917], tr. C. Garger, Madrid, Alianza, 1999. p.17 Calasso, Roberto; K [2002], tr. E. Dobry, Anagrama, Barcelona, 2005. Kafka, Franz; La transformación [1912]. Quizá las mejores traducciones al castellano para apreciar la importancia de los sonidos en la historia de Gregor Samsa sean Kafka, Franz; La metamorfosis, tr. P. Fernández-Galiano, Madrid, Akal, 1989. Kafka, Franz; La metamorfosis, tr. Jorge Luis Borges, en Relatos completos I, Buenos Aires, Losada, 2009 y Kafka, Franz; La transformación, tr. G. Lorenzo, Madrid, Funambulista, 2005. Amann, Jürg; Robert Walser. Una biografía literaria [2006], tr. R. Pilar, Siruela, Madrid, 2001. p.86 Freud, Sigmund; Duelo y melancolía [Trauer und Melancholie, 1915], 1917. Isidoro de Sevilla; Etimologías (edición bilingüe en dos tomos de J. Oroz y M. A. Marcos), BAC, Madrid, 1994. Ripa, Cesare; Iconología [Roma, 1593], tr. J. Barja, Akal, Madrid, 2002. Karinthy, Frigyes; Viaje en torno de mi cráneo [1936], tr. F. Oliver, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2007.

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