Arquitecturas sin memoria

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PIES DE FOTO PARA ARQUITECTURAS SIN MEMORIA

José Joaquín Parra Bañón



José Joaquín Parra Bañón

pies de foto para Arquitecturas SIN MEMORIA

[2012]


ÍNDICE

Prólogo · Por una arquitectura comparada · Enric Bou

Pornografías La construcción de la imagen Álbum de retratos en blanco y negro de arquitectos en bañador Le Corbusier en traje de baño Le Corbusier muestra orgulloso su herida Walter Gropius en pie de guerra Magritte disfrazado de Gropius Ati Gropius en Lincoln Walter Gropius a pie de obra Mies Van Der Rohe desenfocado Santo Tomás tras la escuadra Mario Ridolfi delante de Adalberto Libera Alvar Aalto, sin manos, en 1956 en Venecia Arquitecturas de Alberto Giacometti 46 de la calle Hippolyte-Maindron, París Aparición de César Vallejo a Cartier-Bresson como Giacometti Giacometti + Walser = Gaudí funeral W, el más solitario de los arquitectos En recuerdo de Robert Walser Sistema lápiz Adolf Loos, el arquitecto severo y denso Adolf Loos en su medio Adolf Loos concentrado y convaleciente Melancolía izquierda de Durero Kostantín Mélnikov en su tristeza Jože Plečnik. Arquitecto del Castillo de Praga Cesare Ripa o la iconología de la arquitectura Francesco Rustici, Alegoría Francis Bacon por el suelo John Soane visita a Francis Bacon John Soane en ausencia Conocimiento irracional de Antonello da Messina


Atmósferas de Peter Zumthor Carlo Mollino en las nalgas Ocupaciones de Carlo Mollino Carlo Mollino de espaldas Reivindicación de Giulio Romano Arne Jacobsen por duplicado Custodia de Juan de arfe con retrato de Diego Parra Alexander Ródchenko en mono Primer plano de Alexander Ródchenko Várvara Stepánova desde Moscú Cuatro arquitectos en efigie en Boston Especulaciones de Yousuf Karsh en el MFA Eileen menguante Alison Smithson a rayas Pierre Dac, calculador Habitaciones de Georges Perec Andréi Rublev, días de 1978 Terragni muere en una escalera nupcial Carlo Scarpa, caído en Sendai Primo Levi circuncidado Marcel Duchamp carpintero Duchamp cierra la última puerta Curzio Malaparte pedalea en Punta Massullo Una casa a mi imagen y semejanza Brigitte Bardot (sin Libera) en la Malaparte Arquitectura para ciegos Índice de imágenes y créditos fotográficos


Por una arquitectura comparada Enric Bou

La maison, plus encore que le paysage, est un “état d’âme” Gaston Bachelard

Es libro constituye un desafío para el lector. En particular si uno espera encontrar una monografía sesuda o comentarios a ilustraciones de arquitectos y arquitectura. Comienza con unos comentarios de corte erudito a fotos de arquitecto, tomadas lejos de la obra, a pie de playa, junto a mujeres, montando a caballo, en compañía de otros arquitectos. A medida que avanza el volumen también lo hace el atrevimiento “comparatista” del autor, que incluye a artistas, directores de cine, escritores, reunidos aquí por su particular habilidad de interpretar el mundo en clave espacial o arquitectónica. Este original planteamiento tiene su lógica si lo acercamos a otros ámbitos. En el de los estudios literarios se ha sufrido durante muchos años de una limitación monoteísta de enfoque. A causa de la fuerza no casual de la herencia romántica y la presión resultante de los planteamientos nacionalistas, la lengua (cada una de ellas, a veces nacional, otras no) limita la construcción de la tradición. Con los enfoques internacionalistas que originaron en Goethe y la idea de Weltliteratur, se empezaron a introducir aires refrescantes al insistir en desvelar los lazos fundamentales que existen entre literaturas, y a poner en evidencia la imposibilidad de leer en sólo una lengua, o dicho de otro modo, de respirar en una única tradición cultural. En los últimos años el comparatismo literario se ha ido enriqueciendo con otras asociaciones, no sólo entre literaturas en lenguas diferentes, sino también al ampliar el ámbito de la curiosidad. Por ejemplo, al poner en relación a otras artes o medios expresivos, o también en respuesta a nuevas situaciones en el mundo. El eurocentrismo, como ha explicado Eric Hobsbawm, entró en crisis al final de la edad dorada de los años sesenta, con la caída de los últimos imperios coloniales de vieja planta. En consonancia, la comparación en literatura implicaba no sólo los contactos entre tradiciones lingüísticas distintas, sino que abrió el análisis a otros ámbitos. Además de establecer relaciones con producciones artísticas estudiadas por otras disciplinas, se abrió el interés hacia la comparación entre construcciones culturales de esas disciplinas, entre manifestaciones cultas y populares o occidentales y no occidentales, entre los mundos baqueteados por la empresa colonial (no sólo Salman Rushdie ni José M. de Pemán), entre construcciones de género, entre modos de significado racial o étnico, entre articulaciones hermenéuticas del sentido y análisis materiales de los modos de producción y distribución. Tanto ha cambiado el objeto de estudio en la literatura que la 9


Asociación Internacional de Literatura reconoció hace casi veinte años que quizá convenía modificar el nombre de la asociación eliminando la palabra “literatura” del nombre de la misma. Por fortuna no lo hicieron, pero el hecho de que dudaran es muy significativo. Los enfoques y la evolución del comparatismo no sólo afectan a las relaciones entre construcciones lingüísticas. Mutatis mutandi, pueden tener un sentido en el terreno de la arquitectura. Las piedras hablan, nos recordaba Victor Hugo en un celebrado capítulo de Notre Dame de Paris, que fue aprovechado por Roland Barthes en su “Semiología y Urbanismo”. Como decía el semiólogo francés: “La ciudad es un discurso y este discurso es verdaderamente un lenguaje. La ciudad habla a sus habitantes, hablamos nuestra ciudad, la ciudad donde nos encontramos, simplemente por habitarla, por recorrerla, por mirarla”. Así los edificios que configuran la ciudad esconden un secreto relacionado con el lápiz que los dibujó. Son también un discurso, un lenguaje. Debemos a Georges Didi-Huberman una iluminación acerca de la lectura de obras de arte que puede sernos de utilidad para leer este nuevo libro de José Joaquín Parra Bañón. Un libro que está anclado en un comparatismo de nueva estirpe y que aplica a una original lectura de imágenes. El interés del filósofo francés por las relaciones entre medios se notaba ya en uno de sus primeros trabajos acerca de la fotografía. A propósito de la lectura de una Anunciación de Fra Angélico se lamentaba de las limitaciones de una semiología que sólo posee tres categorías: “lo visible, lo legible y lo invisible”. Así, dejando de lado el estatuto intermediario de lo legible (el resultado del cual es la traducibilidad), la mirada sobre el cuadro del pintor italiano en el mundo de lo visible, es algo que podemos describir. En la categoría de lo invisible se abren las puertas a una metafísica, que incluye todo lo que está fuera de campo del cuadro o el más allá ideal de toda la obra. Ante esta situación proponía Didi-Huberman una alternativa a esta semiología incompleta: la eficacia de las imágenes se fundamenta en lo que él llamaba los «entrelacs» (intersticios), en el caos de conocimientos transmitidos y dislocados, de no-saberes producidos y transformados. Sería una mirada cercana a una atención flotante, una larga suspensión del momento de concluir, donde la interpretación tendría la posibilidad de explorar diversas dimensiones, entre lo visible poseído, captado, y la prueba visible de una posesión. Esta mirada compleja que no atiende a la maniobra de completar, está más próxima a una relación dialéctica con la imagen, a no querer poseer («saisir») la imagen sino a un dejarse poseer por ella. En efecto, leyendo las potentes didascalias (si se me permite el italianismo) pergeñadas por Parra Bañón, se generan intersticios en las razones del sentido, que verdaderamente nos poseen. Este uso de la “didascalia” va más allá del sentido en español, palabra que deriva del griego, enseñanza, instrucción. Como reza el DRAE: “En la antigua Grecia, conjunto de catálogos de piezas teatrales representadas, con indicaciones de fecha, premio, etc.”). Los capítulos de Pies de foto para arquitecturas desmemoriadas ilustran, completan, establecen nuevos juegos de relaciones. Nos dejamos poseer por las imágenes. Son ejemplos de mirada compleja, que detecta los «entrelacs» (intersticios), y sabe organizar 10


un aparente caos de conocimientos. Las imágenes (fotografías) de arquitectos ofrecen intersticios y clarividencias en el caos de conocimientos transmitidos y dislocados, de los no-saberes producidos y transformados. El ladrillo y en general todos los materiales constructivos limitan la capacidad de expresión del arquitecto y determinan las posibilidades de construcción. La arquitectura, quizá sin saberlo, ha tenido una condición comparatista desde sus orígenes. Pero ésta ha sido limitada a unos nombres, a unas tradiciones estéticas. El estilo griego y el romano, el románico y el gótico, el neoclásico, barroco, modernista (en el sentido de Art Nouveau) y modernista (en el sentido de movimiento moderno), fascista, postmoderno, son nombres que en general están poco ligados a un solo país o a una escuela arquitectónica. El mérito del libro de José Joaquín Parra Bañón no es el de poner en evidencia el carácter comparatista que pueda tener la reflexión crítica sobre la arquitectura, cuestión obvia y de relativo interés, sino el darle un nuevo sentido a este carácter comparatista. En el ojo, en el ordenador, en la ordenación del autor, la arquitectura está directamente ligada a unos autores, a sus vidas amorosas, y éstos a su vez a libros y ciudades, cuadros y películas. Una realidad de cartón piedra, ladrillo y piedra, mármol y cristal y metal, es cuestionada en su materialidad. La arquitectura, como la literatura, será comparada o no será. José Joaquín Parra Bañón nos lleva por ese camino inexorable que pasa por la destrucción de viejas ideas y la no complacencia ante lo obsoleto en lo nuevo. Así actúa este lingüista de la piedra, o arquitecto de la palabra, que ya estudiara el Pensamiento arquitectónico en la obra de José Saramago, o lidiara con todo un Catálogo de esdrújulos, o que consiguió demostrar en Bárbara arquitectura bárbara virgen y mártir dos tesis compatibles e innovadoras: que Santa Bárbara está en el origen de la arquitectura y que de la destrucción, del arrasar, más que construir y conservar, derivarán mayores beneficios que del kitsch y absurdo conservacionismo que domina nuestros pueblos y ciudades, destinados a convertirse en parques temáticos de la posmodernidad. En este nuevo libro Parra Bañón da una vuelta de tuerca a su planteamiento lingüístico y arquitectónico para trazar líneas de vidas que son pies de fotos de (algunos) arquitectos a pie de obra. Libros, palabras, imágenes participan en una apasionante maniobra de revisión. Líneas que no son rectas, o que como escribiera Cortázar en Fin del mundo del fin están escritas por escribas que “escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los rincones más imperceptibles de cada papel.” Así Parra Bañón escribe en los márgenes de fotografías más o menos conocidas de arquitectos famosos y puede establecer una especie de hagiografía laica de las líneas de fuerza que esconden las mentes, las vidas y amores, las pasiones y vicios, de esos seres humanos de los que se ha borrado su línea vital tras las sombras poderosas de bloques de cemento y pedazos inmensos de cristal. Las fotos son excusa para trazar (o adivinar) secretas relaciones entre el ser humano que proyectó y el edificio que cambió nuestras vidas. Atento al paisaje de la modernidad, al impacto del Movimiento Moderno, 11


genera una auténtica denuncia de lo que no funciona en la arquitectura que este movimiento y sus defensores y seguidores han impuesto en los habitantes de las ciudades, de Chicago a la Défense, de Frankfurt a Mumbai, de la Castellana a Shanghái. Frente a la artimaña de la complicidad autocelebratoria, surge una voz que pone entredicho el coro cómplice de loas y lisonjas. En una primera lectura rápida, el proyecto de Parra Bañón pudiera relacionarse, toute proportion gardée, con otros en los que prima el intento de presentar una visión globalizante de una realidad que se resiste a clasificaciones. Encontraría su lugar como una variación contemporánea del género de las poliantea, las colecciones misceláneas enciclopédicas de materiales de la cultura clásica grecolatina y la historia sagrada que se realizaron entre los siglos XVI y XVIII. O bien de algunas de sus variantes: Officina, Sylva, Hortus floridus, Thesaurus, Theatrum, Syntaxis, Panoptikon, Argumenta; o de sus equivalentes en lenguas vulgares: Teatro, Fábrica, Jardín, Florilegio, etc. Esas colecciones consistían en series de tópicos literarios, cronologías, santorales, biografías escuetas, iconografías, bestiarios, herbarios, lapidarios, galerías de personajes ilustres, epítetos, apotegmas, ejemplos, anécdotas, fábulas, repertorios mitológicos, etimológicos, onomásticos, topográficos y doxográficos, que debían servir para los ejercicios de composición retórica o progymnasmata. Pero el libro de Parra Bañón no se trata de un mero catálogo. Está más cercano del ejemplo de Cesare Ripa. Él fue autor de una Descrittione Dell’imagini Universali cavate dall’Antichità et da altri luoghi, un libro de emblemas inspirado en representaciones egipcias, griegas y romanas. El libro de Ripa corresponde a un tiempo en el cual se pensaba que las ideas incluso las más abstractas se podían representar en modo visual. Su libro es un compendio de sugerencias para representar virtudes y emociones, las estaciones. Compendio de sabiduría antigua, pretendía servir de fuente para poetas, oradores y predicadores, proveyéndoles de los necesarios símiles. Como nos recuerda Parra Bañón, Ripa ha de citar, como autoridad anterior, a Platón: “decía Platón que los arquitectos son muy superiores a todos los demás que en las artes se ejercitan, pues entre todas ellas consiste su oficio en enseñar, demostrar, distinguir, describir, delimitar, juzgar y comprender todas las demás, según su propio modo y su medida”. Otro proyecto de envergadura similar sería el del historiador del arte Aby Warburg y su proyecto Der Bilderatlas MNEMOSYNE, con el cual quería estudiar desde una perspectiva antropológica los sistemas de símbolos del mundo antiguo y moderno, estableciendo relaciones insospechadas. No se limitó al estudio del arte puro, sino que se interesó también por un sentido amplio de la “cultura”. Por ello exploró la producción y la circulación de imágenes, que tienen que ver con problemas como la superación de la ansiedad o el control de las emociones más fuertes. Uno pudiera aventurar que este libro se limita a una serie de reelaboraciones de descripciones agudas en el sentido de la nueva semiología apuntado más arriba, o de una experimentación en iconología que resulta en excesos de la ékfrasis. Pero no es así. En 12


Pies de foto para arquitecturas desmemoriadas Parra Bañón lleva hasta el extremo este recurso retórico que consiste en la descripción de una obra de arte visual. Como es sabido, en la antigüedad se refería a la descripción de cualquier cosa, persona o experiencia. Proviene del griego ek y phrasis, “fuera” y “hablar” respectivamente, del verbo ekphrazein, proclamar o nombrar a un objeto inanimado. Ante esta asombrosa colección de fotografías, José Joaquín Parra Bañón ejerce una lectura rigurosa, atenta a los mínimos vestigios del significado: sombreros, botones de la chaqueta, miradas, son interpretadas bajo un ojo escudriñador y atento. Pascal nos advertía en sus Pensées acerca de la problemática de la velocidad de lectura: « quand on lit trop vite ou trop doucement on n'entend rien » (si leemos demasiado deprisa o demasiado lentamente no entendemos nada). El peligro se amplía si lo aplicamos a la velocidad de la narración de la visión. Parra Bañón encuentra la velocidad justa de descripción y lectura. Una velocidad que es iluminadora. Posiblemente uno de los grandes maestros de la iconología, Erwin Panofsky, quedaría sorprendido de la interpretación literal de la Melancolía de Durero que propone José Joaquín Parra Bañón. El silbido en la oreja izquierda es síntoma del melancólico y una posible solución a esa molestia es hacer como la figura del ángel representado por Durero en un grabado muy conocido: “coger la sierra y serrar un tronco, darle la vuelta al reloj y esforzarse en oír el roce descendente de cada grano de arena, golpear con el martillo el cincel sobre la piedra de toque, tañer la campana, hacer rodar la esfera monte abajo contra Sísifo, clavar el punzón en la tablilla, ladrar a quien puede responder con un ladrido, atender al crepitar del sol hundiéndose en el mar, mirar más allá.” Estas son fotos de interiores y de interioridades. Las fotos de rostros esconden los cuerpos, escritos, vaginas y prepucios, con una atención a la vida sentimental y sexual de los arquitectos y artistas. José Joaquín Parra Bañón es un arquitecto atípico, que escribe y sabe escribir. Que no tiene manías y se coloca en el punto de mira de sus propias críticas. Los últimos libros de Georges Perec le sirven para demostrar que el escritor francés “no trabajaba con guiones, que no hacía bocetos ni borradores, que no recurría a apuntes o a anotaciones para planificar su obra: que en lo que Perec confiaba era en los mapas. Y en esa perversión de los mapas que son los planos.” Es raro, por desgracia, encontrar sujetos que saben desmarcarse de su oficio o profesión. Frente a la sacralización fundamentalista, un sano saber mirarse en el espejo y notar los defectos, las arrugas. Es este un libro en el que arquitectura y escritura van íntimamente unidas. Los arquitectos viven en casas. Los escritores también. Algunos escritores llegan a diseñar sus propias casas. La casa del escritor Curzio Malaparte es un episodio importante en la asociación entre escritura y arquitectura. Merece la atención por tantas razones: el escritor italo-alemán convertido en arquitecto, la colocación del edificio en un promontorio imponente, la película de Jean-Luc Godard Le Mépris que se rodó en esa casa, la presencia de Brigitte Bardot en Capri, etc. A ella cabría añadir la imposible y bella Villa Fontana Rosa, que se hizo construir Don Vicente 13


Blasco Ibáñez en la ciudad francesa de Menton, el “Jardín de los novelistas”, dedicado primordialmente a Cervantes (decorada con bellos azulejos valencianos con motivos de Don Quijote), acompañado por bustos de Balzac, Flaubert, Dickens, Dostoievski. O la casa que Wittgenstein diseñó para su hermana, de un radical modernismo casi inquietante. Los textos de Parra Bañón inauguran un género de postilla, en el sentido de acotación o glosa de un texto. Tienen algo de pies de foto, como indica el título del libro, y también de notas a pie de página, aunque el libro no esté adornado con ninguna. Jorge Guillén y Pedro Salinas se jactaban en su doble exilio estadounidense, lejos de España, aislados en la rigidez de reglas impenetrables del mundo académico norteamericano, de no escribir textos “con patas”, es decir con notas a pie de página. Comentaba sarcásticamente Salinas acerca de sus colegas norteamericanos: “esos cebollinos que aquí se hacen scholars, y que a mí me miran como a un poeta, o crítico impresionista, es decir sin patas, o footnotes, como ellos.” Presumían así ambos de la libertad del libertino, del saber que puede permitirse el lujo de prescindir de la cita de fuentes. No por descaro o plagio, sino por la autoridad que concede el saber hacer. Así las notas o pies de Parra Bañón, embargados de un profundo sentido de libertad, de quien sabe que no debe sujetarse al formalismo de unas normas académicas castrantes y puede articular un discurso, enfoque y visión altamente original. El autor consigue escribir una línea continua que corresponde a su vagabundeo por el mundo “(acaso parecida a la línea de una madeja de hilo desmadejada y deshilachada sobre la acera)”. Notas al margen, pies de fotografía, arquitectos y arquitecturas, libros y entregas componen este tratado comparatista y confirman que en su origen, en su lectura, la casa, aún más que el paisaje, es un estado de ánimo.

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1 pornografías

Las arquitecturas de las que nos alimentamos, incluidas las obras maestras que ingerimos como sacramento, tienen una biografía incompleta, carne insuficiente para los sarcófagos menos voraces. Datos técnicos e informes estadísticos hay en abundancia; hay apologías que las ensalzan; críticas, con excesiva frecuencia benévolas, que las empujan hacia los altares sin hacerlas pasar por la cruz; análisis, a menudo incompletos e injustos, que pretenden divinizarlas y hacerlas inaccesibles; estudios que, en cuanto adivinan en ellas metáforas y analogías, las hacen incomprensibles; tesis que afirman haber encontrado poesía en su prosa, sangre en sus grietas y piedras preciosas en su estructura. De la arquitectura que nos cohíbe y nos conmueve hay planos de situación con las tarifas y los horarios de visita impresos en el reverso del díptico; algunos dibujos; reproducciones en escayola y recortables impresos en cartón de 200 gramos; miles de imágenes tomadas desde todos los ángulos, captadas con todos los objetivos de todas las cámaras que hay disponibles en los mercados. De algunas, de las atribuidas y de las anónimas, hay fotografías magníficas de los consagrados: de Gabriele Basilico y de René Burri, de Alexander Ródchenko y de Guiuseppe Pagano, de Candida Höfer y de Andreas Gursky; también de los novicios y de los postulantes a gestionar el comercio de la edición. Acerca de algunas se han publicado monografías monumentales, con cientos de páginas ambiciosas a todo color; catálogos financiados por los más grandes museos, firmados por comisarios expertos, redactados por voluntariosos profesores universitarios que no siempre son elocuentes, a los que a menudo se les nota su incomodidad con las palabras y su falta de hábito en el trato carnal con el lenguaje; ensayos patrocinados por las fundaciones que custodian el legado del ilustre arquitecto o de la arquitecta célebre, que tienen su sede en la casa en la que vivió sus últimos días. La arquitectura de nuestros antepasados ya tiene casi de todo: carece de un poco de circunstancia, de rostro, de atmósfera, de espíritu, de biología; le falta un poco de humanidad. Ya le queda menos para alcanzar el estado, imposible y terminal, de completitud: ya conocimos la cara de Ivonne Gallis, la mujer con la que Le Corbusier se ayuntó en París el 18 de diciembre de 1930, y juzgamos el pañuelo que se puso en el pelo para reclinarse a su vera en la playa de Cap-Martin; ya nos hemos mirado en los ojos felices de 17


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Eugénie Savoye, sin quien no hubieran sido posibles Las horas claras. Ya sabemos que algunos de los artífices de la arquitectura tomaban el sol, y en qué postura lo hacían: con qué se vestían para ir a la playa, quién estaba a su lado, cómo se llama el que acompaña a Nelly y a Theo van Doesburg (que luce bañador asimétrico) en julio de 1922 entre las rocas de Rügen y en qué lugar Theo levanta en sus brazos a Nelly van Doesburg dos o tres años después. Hemos visto el bañador con correa que se puso Alvar Aalto cuando estuvo en 1956 en el Lido y el bañador desmesurado de su biógrafo, que posa para la posteridad sonriente, dental a su lado: ninguno de los dos nos enseña su ombligo. Y nos hemos sorprendido con un Adolf Loos Misteriosamente feliz, abrazado a Elsie, mientras se bañaba en Sylt. Todos parecen humanos. De las arquitectas y de los arquitectos que nos iluminan y nos educan con sus obras mejores tenemos cierta información anecdótica, precarias notas a pie de página, especulaciones sobre si padeció o no la sífilis, sobre si traicionó a Alma Mahler o sobre si fue ella la adúltera que lo engañó, apenas los prolegómenos de un álbum de fotos sin fecha ni localidad. ¿Fueron realmente tan insípidas sus existencias? ¿Dan las autobiografías de los que abastecen el salero de la arquitectura sólo para ocupar media solapa? ¿Es posible entender sus obras como si fueran anónimas, sin saber nada sustancial de ellos y de ellas? ¿Cómo leer a Robert Walser desconociendo los caminos por los que se extravió, los manicomios que conoció, el lápiz con el que escribió? ¿Le añade algo a la obra de Carlo Scarpa la dipsomanía? ¿Purga acaso Giuseppe Terragni su pequeño pasado con su muerte en la escalera de la casa de su prometida? Antiguos o modernos, denigrados o ensalzados por Thomas Bernhard, visitados o eludidos por G. W. Sebald, tácitamente considerados como tales o excluidos por Georges Steiner en sus Lecciones de los maestros (donde omite la mención de alguno de ellos), los arquitectos más célebres comparecen en las páginas albinas de la historia sin otro equipaje que cierta selección de sus obras y un exiguo repertorio de imágenes, de retratos en los que muchos de ellos han posado fumando. Si bien Gustave Flaubert fue Madame Bovary, ni la E 1027 es Eileen Gray ni la Farnsworth House es Mies van der Rohe (quizá sólo de Jože Plečnik se pueda decir que es al Castillo de Praga lo que Franz Kafka a George Samsa). Fragmentarios, inconexos, mal cosidos, deshilachados, idílicos e irreales se les niega la novela, la continuidad y la trama: insustanciales, metafísicos, su única materialidad es la de su producción objetiva; su única piel la constancia de la destrucción que causaron. No se sabe si han conocido la disidencia o la desgracia, ni cuantos de sus hijos los abandonaron al alcanzar la razón. Mercenarios, se les fuerza a ser conformes a los patrones, a someterse a los mercaderes, a humillarse ante los gobernantes y a dejarse profanar por los mecenas menos escrupulosos. Nunca se da la relación de las cosas que no hicieron ni el menú de las que comieron los días de fiesta. Nada esencial, a pesar del viejo intento de Giorgio Vasari, se sabe sobre ellos. Cuando las hay, sus biografías son demasiado verídicas, excesivamente reales y distantes de las propuestas de Jean Echenoz. A los más grandes, incluso a aquéllos que 19


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dejaron lo suficiente como para que de su herencia germinaran fructíferas fundaciones internacionales y ubérrimos patronatos municipales, incluso a los que tienen aulas con su nombre en las universidades, los académicos se ven obligados a improvisarles una vida acorde a las exigencias del presente así como los exégetas se sienten forzados a inventarles momentos de gloria y actos heroicos que los beatifiquen; para equilibrar la balanza, para mancillar los halagos ajenos, los cronistas de sociedad les atribuyen conversaciones con la doncella que subió descalza las escaleras (y que ese día no se había puesto ropa interior) y les imputan, copiadas de los diarios de los escritores más trágicos, agrias controversias con sus padres. No es del todo ajena a la pintura de El Bosco la obra de Konstantín Mélnikov ni la de Walter Gropius a la rigurosa regla benedictina; no pretendió competir con la selva Lina Bo Bardi al ponerle zancos a su Casa de vidrio ni Alison Smithson adelantarse al futuro con su Pabellón solar; no amó Adalberto Libera lo suficiente a Curzio Malaparte en Capri ni Alvar Aalto tuvo clemencia con aquel carpintero suizo que, por celos y atormentado por los pensamientos más turbios, se equivocó en la intersección de las escuadras del pabellón. Sobran las exaltaciones y las monografías en aquellos estantes en los que escasea lo cotidiano y la costumbre: los martirologios y los santorales donde falta la condición y la circunstancia, los hechos que sustenten los signos y los significados, los sucesos menudos y traumáticos que den sentido a la arrogancia y a la autoría, a la totalidad y a la perfección, al entusiasmo y al furor. Pues ¿acaso no tenemos los herederos derecho a acceder a la nómina de sus visitas a los prostíbulos y a saber la cuantía de lo que en ese lugar abonaron por el servicio y, por qué no, a ser informados tanto de su afición a la ópera dominical y a la épica como del origen de su rechazo, sistemático y universal, a todos sus semejantes? ¿Acaso a sus devotos no les gustaría saber qué libros leían en la cama, cuál fue su lecho de muerte, en qué consistió su suplicio? La teoría que defiende lo contrario, que de todos ellos se sabe demasiado, que lo añadido a la obra en estado puro son interferencias y equívocos, no carece sólidos motivos ni de argumentos muy firmes. Los más radicales postulan que una vez borrados sus apellidos de las enciclopedias, que hayan sido destruidos todos los rótulos que con sus denominaciones y sus seudónimos hay atornillados en los edificios, que hayan sido exhumados sus cadáveres (si en todos los casos se supiera dónde encontrarlos), habría que decretar el olvido absoluto de todos y cada uno de sus nombres. Los menos violentos, convencidos de que a nuestros coetáneos les sobra estridencia, propugnan el retorno al silencio, la vuelta al anonimato, el ayuno y la continencia. Mientras se impone una u otra postura, mientras los contendientes dirimen mordiéndose a dentelladas este conflicto, porque la biografía tampoco es suficiente, por darle cauce a la especulación literaria y su lugar a la mentira, para construirles el armazón de un pasado espectral en el que poder colgar su sarcasmo o para dotarlos de músculos en los que hundir un cuchillo, para trastornar su memoria o para que puedan ser reducidos a ceniza penitencial, para hacerlos más oscuros y transcendentes, distraigámonos con 21


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algunos proemios y algunos epitafios para arquitecturas sin texto, descontextualizadas y desmemoriadas, y, como pies de foto con escolios y escrúpulos, algunas apostillas y algunas glosas a la iconografía de los exhibicionistas que posaron para la historia, para la sal de la tierra que humilde se expone a la inclemencia de la destrucción. La guerra es un tema medular de la arquitectura; la primera guerra mundial es una obra atribuible al germen del Movimiento Moderno; la segunda es una de sus criaturas deformes. La idea de la guerra anida en la cabeza de la arquitectura; es una tenia cerebral. Sin guerra, la Tebas en la que vivía Píndaro no hubiera sido arrasada por Alejandro Magno en el -335 con el único propósito de perdonarle la vida a la casa del poeta. Sin guerra, sin bombardeos metódicos, no se produciría la renovación del tejido urbano anquilosado ni la sustitución del patrimonio arquitectónico por las novedades de la arquitectura. Sin guerra no habría ruinas ni para los arqueólogos ni para los bardos. Sin guerra, en definitiva, no sería del todo necesaria la arquitectura: no se necesitarían lugares donde refugiarse de los vecinos, cubiertas bajo las que amparase de los proyectiles, muros tras los que ocultarse de los francotiradores, sótanos en los que sumergirse para no perecer en el primer ataque. La guerra, ya lo postuló la poliorcética, justifica la ciudad fortificada y las murallas que la limitan; la balística determina la altura de sus baluartes y la posición de sus troneras; Troya no habría sido nada sin el cerco naval y los arietes de los aqueos; Héctor no habría ascendido al altar de los mitos si no hubiera conocido en propia carne las armas vengativas de Aquiles. La guerra, dicen las multinacionales de la construcción, es uno de los fármacos de la arquitectura; la guerra, dicen los promotores, es a la arquitectura lo que la cirugía a la medicina; la guerra, dicen los arquitectos, es beneficio y quimioterapia. Walter Gropius fue uno, otro de los arquitectos que combatió armado en un frente de guerra: si Giuseppe Terragni avanzó hasta el frente ruso en la segunda, a Walter Gropius le correspondió enfrentarse a sus enemigos, entre otros menores de la primera, en el frente de Alsacia. Si a Terragni lo trastornó la guerra y lo condujo a la psiquiatría, a Gropius lo dejó durante tres días interminables aprisionado bajo los escombros de una casa reventada por los explosivos. Él fue el único superviviente, el único herido que emergió de los escombros tres días después de haber sido enterrado. Él es el único arquitecto del que, por el momento, se tienen noticias de que haya resucitado, escapado por una grieta de su sepultura. Tras su resurrección no ascendió a los cielos: en vez de a una de las marías camino del sepulcro, para desgracia de Gustav Mahler, se le apareció a Alma Mahler en un sanatorio. La segunda guerra Gropius la pasó en su casa de Massachusetts, donde era imposible que llegaran las balas, las bombas, los proyectiles, los misiles erráticos, las incipientes cabezas nucleares. Su casa estadounidense, levantada en el claro de un bosque, en Lincoln, no muy lejos de Harvard, tiene en la parte de atrás, orientada hacia el sur, una jaula de tela metálica, una habitación bajo techo cercada con alambre de doble torsión. Desde el interior de la casa se llega a este campo de batalla a través de la cocina y es, por su situación intermedia y los hábitos, un comedor y una sala de estar que el matrimonio, que 23


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2 construción de imágenes

La arquitectura de las postrimerías del siglo XX y la de los balbuceos del XXI ha sido publicitada precedida de los retratos a todo color de sus progenitores, no siempre poseedores del título académico de arquitecto: no es extraño que esto le haya sucedido a una arquitectura que ha confiado más en las imágenes que en las ideas, más en la máscara que en la estructura, más en el paisaje que en la intimidad y más en lo efímero que en lo trascendente. El proceso de construcción de la imagen pública del arquitecto crepuscular del ahora se inició en las vanguardias y se sustanció durante el Movimiento Moderno: no en vano fueron los grandes maestros quienes argumentaron la conveniencia de convertirse en personaje, los que alimentaron con sus posados el álbum doméstico de la arquitectura global. No pocos de aquellos, solos o en compañía, místicos o eróticos, posaron ante la cámara luciendo su bañador de boutique parisina. Ya se conoce con todo detalle, porque ha sido posible contemplarlo en directo y en reproducciones de alta resolución, el semblante que tienen algunas de las arquitectas famosas y la cara de algunos de los arquitectos de éxito. Son reconocibles sus rostros porque es fácil toparse con sus figuras enhiestas y con sus máscaras publicadas a toda página en todos los medios de difusión y también, desde hace unos días, en la primera pantalla de sus respectivas páginas www. Se ha visto, por ejemplo, a Zaha Hadid ensayando posturas ante la cámara y, por sus retratos de diva y por las crónicas a pie de foto que las comentan, la ciudadanía sabe la marca de los abrigos con los que se viste para cada sesión y el nombre del diseñador de la joya que elije para anillársela en el dedo amular de la izquierda. No sólo los del gremio de la construcción son ya capaces de reconocer a Norman Foster aun cuando no vaya acompañado por su sexóloga y editora de cabecera e, incluso, algunos se saben de memoria los nombres y los apellidos de los tres arquitectos alopécicos de occidente, de aquellos tres que visten, como sacerdotes diocesanos de antaño, rigurosamente de oscuro de arriba abajo. Poco a poco los espectadores se han ido acostumbrando a ver fotografías de arquitectos que han posado gratuitamente para la posteridad, de arquitectas y de arquitectos, vivos o muertos, retratados en las más diversas posturas y en las más variadas situaciones, imágenes que han servido para documentar los primeros o los últimos capítulos de sus monografías y de sus antologías 25


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(nunca los capítulos intermedios), imágenes retocadas que desde los años cincuenta han decorado las portadas de las más ilustres revistas mundanas y la de los suplementos dominicales de los periódicos más rentables. Y son conocidos los personajes y sus disfraces, y reconocido el aspecto de los actores de la arquitectura contemporánea porque sus retratos aparecen en el epílogo de la historia de la búsqueda de la identidad de la arquitectura, historia que fue reactivada, o acaso iniciada, por aquellos arquitectos que, sin ser completamente conscientes de ello, al tiempo que construían con sus actos el Movimiento Moderno pretendían, según unos, construir un mundo acorde a la imagen que tenían de sí mismos y, según otros, construir su imagen a semejanza del mundo convulso que los circundaba y del que no lograban emanciparse. El proceso de construcción de una identidad coincide en este periodo con el proceso de construcción de una imagen: de una identidad y de una imagen tanto en cuanto a colectivo profesional como en cuanto a individualidades artísticas: este proceso les exige a los arquitectos individualizarse, caracterizarse, personificarse y forzar la distinción entre unos y otros; y los incita a potenciar lo privado, a manufacturar una máscara y un hábito particular, a fabricar sin que se noten demasiado las imposturas un estilo, a diseñar una marca reconocible, a cultivar el orgullo y a invertir cada vez más en publicidad. La necesidad o la conveniencia de inventarse una estructura en la que sustentar las posibles fachadas de cada cual abocará a no pocos al egocentrismo arquitectónico, al narcisismo, a menudo pernicioso, cuando no patológico, que acabará caracterizando a la arquitectura crepuscular de la primera década del siglo XXI y que previsiblemente determinará, si no cambian con urgencia mucho las cosas, la de las décadas venideras. El proceso de construcción de la imagen pública del arquitecto, al que a su modo ya se refirieron los Nueve libros de historia de Herodoto y el Génesis en sus primeros capítulos (recuérdese que Caín es en ese relato el arquitecto fundacional), se aceleró hasta el vértigo hace apenas unas décadas, casi al mismo tiempo que inició la arquitectura centroeuropea del Movimiento Moderno un descomunal esfuerzo por hacerse ver, por difundirse y por publicitarse en esa sociedad de entreguerras y de posguerra en la que pródiga quería intervenir con la legítima intención de ser comprendida y aceptada por ella sin renuncias excesivas ni demasiadas asperezas. El de la invención y la construcción de las imágenes de las obras y de los autores de la arquitectura fueron dos procesos que avanzaron en paralelo, aunque a velocidad desigual: se publicaban, por ejemplo, ciertos proyectos y edificios selectos, pero raramente el rostro pusilánime de sus autores; se documentaban las obras en las revistas especializadas, cada vez más numerosas y muníficas, pero en muy pocas ocasiones iban acompañadas del retrato de su productor. El interés de la sociedad y el de la propia disciplina arquitectónica por la biografía de sus actores es relativamente reciente. Desde el mito cretense de Dédalo y del hebreo del rey Salomón, uno una versión mundana de Hefaistos y otro la de un único dios constructor, hay que avanzar casi hasta Giorgio Vasari, quien con su Vida de los más excelentes 27


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pintores, escultores y arquitectos, publicado en 1550, azuzó por primera vez al arquitecto para que se pusiera definitivamente en pie y dejara de someterse, humilde y humillado, a su soberano y a su cliente, y desde aquí, este desaforado trabajo por eludir el anonimato, casi hay que saltar hasta los albores de la fotografía al avanzar en las pesquisas sobre el proceso de identificación de los autores con sus obras. A mediados del siglo XX, por ejemplo, fuera de Viena apenas se sabía nada de la vida pública de Adolf Loos, y a unos kilómetros de allí nadie había visto aún su cara compungida y eternamente malhumorada. Hay que responsabilizar a La Bauhaus, a aquella comunidad académica de artistas que hizo convivir y copular sin demasiadas reservas a arquitectos con fotógrafos, el impulso más decidido en esta tentativa de conocer algo de la biografía de los gestores de la arquitectura; y que hay que atribuirle otro paso adelante a aquellos que se interesaron por fotografiar ellos mismos sus obras con la Leica o la Hasselblad comprada expresamente para ello y a los que decidieron retratarse a la vera de sus edificios para que así, por razones de proximidad, relacionaran a los autores con sus creaciones (a imitación de los dioses que exigieron ser retratados flanqueados por su Adán y por su Eva). Muchos factores, aparte de la vanidad y el ansia de gloria, incentivaron las relaciones carnales entre la arquitectura y la fotografía, muchos intereses que propiciaron, por ejemplo, la divulgación de los retratos de los arquitectos: los grandes fotógrafos se interesaron por los arquitectos más relevantes y los retrataron al mismo tiempo que los que luego serían llamados «grandes maestros» (y ahora, al hilo de Thomas Bernhard, «Maestros antiguos») concientes de las repercusiones y de los beneficios que podían reportarles el ser perpetuados por aquellos retratistas que también aspiraban a la gloria, posaron devota y obedientemente para ellos y, cuando pudieron, los contrataron con su propio dinero para que documentaran sus vidas y dejaran testimonio de su aspecto cambiante y de su paso por un mundo al que también pretendían transformar. Cada fotografía publicada era una condecoración susceptible de ser añadida a la solapa de la guerrera. Algunos arquitectos prefirieron retratarse en grupo: en multitud, como los posados al inicio y al final de cada congreso; en pandilla, tanto durante un día de baño en la playa como en la visita que hicieron a la acrópolis de Atenas durante su viaje de iniciación; y también en parejas, como se observa en aquella fotografía adolescente en la que el menudo Fernando García Mercadal, para darse importancia, coloca a su vera en El Escorial a Le Corbusier: era el 10 mayo de 1928. En ella el gigante suizo francófono señala con su dedo arquitectónico el plano enrollado que sujeta con su mano derecha el aborigen: el creador visitante (ha venido a Madrid a dar dos conferencias propagandísticas en la Residencia de Estudiantes) apunta con su índice al cilindro de papel que, inclinado hacia el suelo, contiene los planos del templo hierosolimitano. Fernando es el profeta Ezequiel y su acompañante con pajarita el ángel que porta la información celestial, el que dicta las dimensiones de todas las cosas y la nómina de los materiales con los que habrán de ser hechas, la disposición del espacio y las instrucciones para conducir la luz por los ámbitos. Los dos llevan gafas (uno 29


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de los símbolos de la arquitectura moderna), pañuelo en el bolsillo de la chaqueta (aunque al de Zaragoza en esta toma no se le ve) y sombrero de distinto color. Fernando García Mercadal es el que esta mañana de primavera, de toda la comitiva, de toda la ecúmene de la arquitectura, está más contento.

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58 ARQUITECTURA PARA CIEGOS

Santa Bárbara, santa Águeda y santa Lucía son, en la cronología de la imaginación, contemporáneas. Las tres, por diversas razones poéticas, son cobijos, regazos, senos, recipientes, habitaciones interiores de la arquitectura. Las tres adolescentes, porque ninguna de ellas se morían cuando le amputaban el trozo o el miembro del cuerpo elegido por el verdugo que las sometía a tortura, fueron al final decapitadas. Los pechos que le cortaron a Bárbara y los que siete veces le extirparon a Águeda, porque cada vez que se los sajaban volvían a brotarle, son los ojos que Lucía, porque se los han desorbitado con unas tenazas quirúrgicas, lleva como una ofrenda en una bandeja. Lucía es la negación de la luz, la santa cegada, la exaltación de la ceguera, la portadora de la oscuridad. Imaginemos a santa Lucía como relevo de santa Bárbara en el amparo de la arquitectura, como su otra patrona. Imaginemos una arquitectura que no pudiera ser vista: que sólo pudiera ser palpada, olfateada, degustada, oída, sentida prescindiendo de la tiranía de la mirada; una arquitectura que pudiera ser pensada también con el tacto y con el olfato, conocida con el paladar y con el oído. Imaginemos, en tal caso, cuál sería el fracaso de la arquitectura que ha sido construida sólo para reclamar la atención del ojo, para excitarlo, para satisfacer su deseo, para contentar su libido. La estridencia visual de la actualidad incita a desear un universo sin ojos, una realidad ajena al despotismo de la óptica, un mundo que (acaso como terapia) prescinda (siquiera temporalmente) de ver. Imaginemos una realidad que, saturada de imágenes, hastiada de simulacros, cierre un momento los párpados; imaginemos una arquitectura que exige ser tocada a ciegas para ser percibida, para poder emocionar. Imaginemos publicaciones sin fotografías ni dibujos que hablaran más de ideas que de gestos, más de conceptos que de máscaras, más de formas que de pantomimas. El sueño de algunas arquitecturas es pasar inadvertidas: debiera de ser el anhelo de todas, su obligación perpetua. Quizá aún sea posible imaginar y proyectar una arquitectura para ciegos, imaginar y proyectar sin someterse a la hegemonía de las imágenes. Imaginar y darle lugar a una arquitectura de la oscuridad. Imaginar una arquitectura sin pies de foto y, sin embargo, con buena memoria.

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