organista

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EL ORGANISTA LOCO DE IRANZU

Relato de finales del siglo XIX del intelectual navarro Juan Iturralde y Suit (1840-1909), que su gran amigo Arturo Campión encuadró en “Leyendas y tradiciones religiosas, patrióticas y fantásticas de Navarra”. En este escrito se refleja con descarnada realidad el deplorable estado en que encontró el monasterio de Iranzu, víctima de “las leyes de desamortización, el brutal despojo de los monasterios y la expulsión de los frailes”, anotó.

Hace muchos años que visité por vez primera el venerando ex monasterio de Iranzu. Aquel severo y primoroso monumento, oculto en medio de abruptas soledades y ceñido de espesos bosques, situado en el fondo de una garganta cortada por altísimas y tajadas peñas, sin más rumores que el murmullo continuado del torrente que baña sus cimientos y el mugido de los vientos huracanados que barren y azotan aquellas breñas con singular violencia, produce profunda impresión de tristeza y predispone a la meditación. Pensador y poeta debió ser el que echó los cimientos de aquel asilo de santidad y ciencia en tan grandiosas y desamparadas soledades, donde todo parece hablar de Dios y donde la vista sólo puede extenderse y espaciarse elevándose al cielo. El monasterio de Iranzu se descubre al doblar un extenso recodo rodeado por todas partes de montes poblados de encinas y nogales, y coronados de plateadas rocas. Llegando a él después de atravesar una vasta explanada donde se alza una historiada cruz de piedra y una ancha calzada que termina ante un enorme arco ligeramente apuntado, sobre el cual se ve una elegante ventana de medio punto. Por aquel arco se penetra en patio desmantelado; en el muro que lo cierra hay una gran puerta, y más allá, los primorosos claustros románico-ojivales; todo ello vestido, festoneado, cubierto amorosamente por la hiedra, que parece querer ocultar el vandalismo de los hombres.

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El monasterio de Iranzu, una de las más antiguas abadías benedictinas de España, fue donado con el lugar de Abárzuza por D. Sancho el Mayor a la catedral de Pamplona en 1027, siendo conocido en aquellos tiempos, según se cree, con el nombre de San Adrián. Llegó a gran decadencia en el siglo XII y fue restaurado por el obispo de Pamplona D. Pedro de Artajona (o de París), que estableció en él monjes bernardos del célebre monasterio de Scala Dei; escogiéndolo dicho prelado para lugar de su sepultura, y siendo enterrado allí a su muerte, acaecida en 1193, en lugar próximo al altar mayor. La suerte del monasterio de Iranzu fue la de casi todos los de nuestro suelo después del inicuo despojo perpetrado por la Revolución: expulsados los monjes de su santa morada, abandonada ésta, vendido o saqueado su patrimonio, el soberbio monumento se convirtió pronto en desoladas ruinas, imponentes y tristes, con la poesía de la majestad caída. Todos nuestros extinguidos monasterios presentan ese conmovedor aspecto; pero en ninguno quizá se retrataron la desgracia, el abandono y el olvido con tan patética severidad como en Iranzu. Una vegetación exuberante ha invadido aquella grandiosa morada con pintoresco desorden: la hierba, los arbustos, los árboles, y sobre todo la hiedra, extendiéndose por todo el sagrado recinto, trepando hasta lo alto de los mutilados muros, retorciéndose en torno de las columnas y oprimiéndolas en estrecho abrazo, parece querer ocultar, como ya dijimos, el vandalismo de los hombres, vistiendo y adornando con las galas de la Naturaleza lo que él criminalmente destruyó. Cuando por primera vez contemplé aquella ruina, que según un ilustre escritor

“hiela el corazón y puebla la mente de mil fantásticas visiones” (Madrazo), yo también sentí penetrada el alma de horror sublime, y me detuve en sus umbrales con indignación y pena profundas. Pasé, sin embargo, por entre aquel dédalo de muros y arcos desplomados, y penetré en la iglesia. El antiguo pavimento, que en otro tiempo ostentaba venerandas lápidas sepulcrales, estaba oculto por montones

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de escombro desprendido de lo alto; veíanse cruzar las nubes por los anchos boquetes abiertos en la bóveda; y en el mutilado ábside y en los pilares cuarteados, y en las profanadas aras y en los violados sepulcros se retrataba la más espantosa desolación. Las golondrinas habían anidado dentro del templo, sobre las cornisas, y revoloteaban gorjeando en torno de sus pequeñuelos, y nuestros pasos, al resonar en aquellas solitarias naves, hacían huir a las alimañas, que sorprendidas y medrosas se ocultaban en las grietas de los muros y en las concavidades de las entreabiertas sepulturas. Al llegar a un ángulo del destrozado imafronte descubrimos en un oscuro rincón, acurrucado en tierra y recostado sobre un montón de escombros recubiertos de maleza, a un anciano de extraño y respetable aspecto; apoyaba los codos en las rodillas y descansaba la frente sobre sus manos, que casi la ocultaban. Inmóvil, entregado al parecer a profundas meditaciones, permanecía indiferente a cuanto en derredor suyo pasaba, y no pareció haber reparado en nuestra presencia. Vestía un raído balandrán que fue negro, y a su lado se veía un gorro de terciopelo, pelado ya por el uso, que era el tocado con que habitualmente abrigaba su cabeza. Sorprendido por tan inesperado encuentro e interesado por el aspecto extraño y venerable a la vez de aquel hombre, me detuve a contemplarlo, buscando una explicación a su presencia en tal sitio, hasta que mi bondadoso acompañante, anciano sacerdote de uno de los vecinos pueblecillos, comprendiendo mi extrañeza, dijo adelantándose a mis preguntas:

-¡Vamos! Ya está por aquí el buen D. Jerónimo. Debí figurármelo al sentir el viento que sopla hoy por estos montes-. Y agarrándome del brazo y separándome de allí mientras señalaba con índice su frente, cual si quisiera indicar que estaba privado de razón, añadió:

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-Adivino la curiosidad de usted, y voy a satisfacerla refiriéndole lo que atrae aquí a ese venerable señor; pero dejémosle tranquilo, porque al infeliz le molesta en extremo que turben su soledad y le distraigan de sus pensamientos.-Tiene el aspecto de un filósofo –dije, impaciente por entrar en materia. -¿Filósofo?... No lo sé –contestó mi amigo-; pero con seguridad es loco y es poeta.Y penetrando en desierto claustro, y sentándonos sobre dos primorosos capiteles que entre otros fragmentos arquitectónicos yacían por tierra, me refirió la historia de aquel hombre, que como él lo hizo voy a relataros. *** Al finalizar el primer tercio de este siglo, pocos años antes de la revolución que expulsó a las comunidades religiosas de España, el monasterio de Iranzu se encontraba próspero y poblado de monjes cistercienses que desde el fondo de este desierto ejercían benéfica influencia sobre el país, al que moralizaban con el ejemplo de sus virtudes, instruían gratuitamente y socorrían generosos en sus necesidades. El culto que en este santo asilo se daba a Dios era espléndido; las funciones religiosas que frecuentemente se celebraban en él, magníficas, y a presenciarlas acudía con devota solicitud inmenso concurso de montañeses que habitaban aquellas comarcas. Entre lo mucho notable que allí se admiraba, llamaba singularmente la atención del sencillo pueblo el hermoso órgano de la iglesia, cuyas voces llevaba el viento, encajonado en el valle, a grandes distancias. Ecos de la oración cristiana que desde el fondo de las selvas y rompiendo el silencio de aquellas soledades se elevaban hasta el cielo, asociados a la solemne voz de las campanas. Y si el órgano era notable, no lo era menos el organista. El monje que desempeñaba tan honrosas funciones, y cuya fama se extendía en veinte leguas a la redonda, era un respetable religioso a quien sus padres habían hecho ingresar cuando niño en el

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convento, en clase de acólito, a fin de que en aquel asilo santo pudiera educarse e instruirse y vivir después si se sentía con vocación religiosa. En aquel desierto había transcurrido feliz y sosegada su juventud; sin ambiciones, sin deseos, sin más aspiraciones que el vivir a la sombra de los artísticos claustros que fueron testigos de sus inocentes y místicos ensueños, y ser enterrado bajo las sagradas bóvedas cuando Dios le llamara a su seno. Entre los pobladores de aquel cenobio ninguno había quizá con menos afición que él al cultivo de la ciencia, todo por el arte musical que desde niño constituía sus encantos. La finura de su oído, la pureza de su voz, fueron causa de que a su ingreso en la santa casa se le designara para formar parte del coro de infantes, instruyéndole y permitiéndole consagrarse de lleno a sus estudios favoritos, para los que tan excepcionales aptitudes presentaba. Algún tiempo después, el anciano organista del convento le inició en los secretos de la armonía y composición, que fueron para él como el descubrimiento de un nuevo idioma de expresión y riqueza inagotables, y por último le hizo aprender el clavicordio y el órgano. Sus progresos fueron extraordinarios, y pronto aventajó a su maestro; y cuando éste, fatigado por el peso de lo años, cesó en su cargo, fue su discípulo predilecto el designado para reemplazarlo. Todos los ensueños de éste se habían cumplido, y la realidad sobrepujaba a sus deseos. Sentado delante del órgano, dejando correr los dedos sobre el teclado, haciendo resonar el grandioso instrumento, no se hubiera cambiado por el más poderoso monarca de la tierra; y cuando la comunidad se retiraba de la iglesia, se quedaba él allí aún, arrancando torrentes de armonía del sonoro instrumento, estudiando sus secretos, improvisando admirables melodías; abstraído por completo de las cosas de la tierra, entornados los párpados cual si evitara el distraerse con las imágenes del mundo exterior, unas veces; y otras, sumergiendo su mirada y dejándola vagar en las misteriosas que llenaban las naves, o en los jirones de nubes que a través de las ventanas veía, con soñadora distracción, cruzar y flotar ligeras, cambiando a cada instante de color y de forma.

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Así pasaba largas horas, recitando al mismo tiempo a media voz, con fervor entusiasta, las plegarias y salmos en cuyo sublime significado inspiraba casi siempre sus improvisaciones; y cuando los rayos del sol traspasaban los ámbitos del templo, sumergido ya casi en las tinieblas, se levantaba el P. Jerónimo con los ojos arrasados en lágrimas, despedíase hasta el día siguiente de su tesoro de armonías, y sacudiendo una larga cuerda que pasaba por lo alto de la bóveda, sonaba el toque del Ángelus, que venía a ser la última nota de aquellos conciertos admirables. Y así pasaron años y años; y así transcurría dulcemente la existencia para el virtuoso monje que a todas horas bendecía al Señor por la felicidad que le había deparado en el fondo de aquel desierto. Pero, cuando menos lo pensara, se vio sorprendida la comunidad por los acontecimientos políticos que dieron por resultado las leyes de desamortización, el brutal despojo de los monasterios y la expulsión de los frailes. Las primeras noticias que acerca de ello llegaron a aquel retiro se tuvieron por falsas, porque allí no se alcanzaba a comprender iniquidad semejante; hasta que hubo que sucumbir ante la horrible realidad y padecer tan espantoso infortunio. Aquellos días de profundo dolor y confusión fueron iguales en todas las casas religiosas. Al serles comunicadas las impías órdenes del Gobierno, se elevaron súplicas conmovedoras a los poderes públicos; se retiraron inútilmente al cumplimiento de tan tiránicas disposiciones, como atentatorias al derecho de propiedad más legítimo y sagrado, y por último, cuando llegó el momento de abandonar las santas moradas, se protestó de nuevo con energía, hasta que la fuerza inicua los arrancó violentamente de aquellos lugares consagrados por las sepulturas de sus hermanos. El día en que los ejecutores de aquella iniquidad se presentaron en Iranzu para expulsar de allí a los frailes, se encerraron estos en su cenobio y se reunieron luego en la iglesia, donde las fervientes y tristes oraciones eran frecuentemente interrumpidas por sollozos. Requerido el abad a que entregase el monasterio, protestó enérgicamente, como depositario de aquellos bienes que eran de la Iglesia, y con su resistencia pasiva obligaron los monjes a que por la fuerza se les

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sacara del recinto y se les arrojara al campo. Se encaminaron entonces lentamente, transportando los vasos sagrados y las reliquias, hacia el pueblecillo de Abárzuza; y al llegar al punto en que el angosto valle forma un recodo que oculta el monasterio, se volvieron para contemplarlo, se arrodillaron, oraron largamente, y besando la tierra se despidieron con lágrimas en los ojos de aquellos sitios donde dejaban sus corazones. El P. Jerónimo, cuya naturaleza impresionable le hacía sentir aquel inmenso infortunio, sin darse cuenta de lo que sucedía, como dormido, sin comprender en su sencilla honradez que aquello pudiese acontecer; y así llegó a Abárzuza. Se hospedaron los religiosos en las casas del pueblo, cuyos habitantes se disputaban el honor de darles hospitalidad, y así estuvieron mientras llegaban las instrucciones de su superior jerárquico, en las cuales había de indicarse el punto adonde se debieran encaminar. En medio de su infortunio les servía de consuelo el sentirse cerca, muy cerca del cenobio, de sus pobres celdas, de aquel santuario, confidente de sus almas, tristezas y alegrías. Pero esa circunstancia les sirvió al mismo tiempo de dolor acerbísimo, porque les permitía contemplar la brutal expoliación, el horrendo saqueo de que era objeto y víctima su anta casa. Generalmente, después de ocupar la mañana en los oficios divinos y en obras de piedad, se dirigían por la tarde, a través de los bosques, hacia el viejo monasterio, deteniéndose en sus umbrales; y si se les permitía la entrada en la iglesia abandonada, penetraban en ella y permanecían en oración hasta que la noche empezaba a extender sus sombras por el valle, y durante aquellas visitas presenciaban con espanto como iban despojando de su preciosa biblioteca, de su ajuar y sus joyas, a la anta y solitaria morada, con la brutal indiferencia del merodeador que despoja a los muertos después de la batalla; y como para evitar profanaciones se conducían a lugar sagrado, de orden de la autoridad eclesiástica, retablos, sitiales, imágenes y diversos objetos de mobiliario religioso. El crear es difícil, costoso y lento; el destruir, fácil y rápido. Aquello requiere luz en la mente, fuego en el corazón y constancia firme; esto puede realizarlo un

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malvado, un salvaje o una fiera. Así es que no había transcurrido mucho tiempo cuando el majestuoso cenobio, desmantelado, abandonado y triste, sin nadie que lo protegiera de la acción destructora del tiempo y del vandalismo de los hombres, semejaba una nave que, víctima de furiosa tormenta y arrojada a playas inhospitalarias, va deshaciéndose miserablemente. El P. Jerónimo era de los que con más asiduidad visitaba el monasterio. Allí pasaba largas horas, triste, sombrío, silencioso, orando en un rincón del templo. Aparte del sentimiento religioso y de la poesía de los recuerdos que como a todos los monjes le atraían allí, existía para él un motivo especial que le clavaba en aquel sitio: el sentimiento del arte. Aún no había sido transportado el órgano de la iglesia, y podía hacer resonar él aquellas voces que conmovieron las naves con las alabanzas del Señor, y pulsar el majestuoso instrumento en medio de la soledad, como lo había pulsado entre los fieles. En aquellas ruinas desamparadas, en aquel desierto triste y silencioso, habitaba también Dios; y por lo mismo que la maldad humana había querido arrojarle de su casa, ansiaba él entonar cánticos en honor suyo, como tributo de amor purísimo y homenaje de desagravios. Subía, pues, el monje a la tribuna del órgano, y sólo allá con Dios, con sus recuerdos y con la inspiración que de ellos brotaba, inundaba el recinto de dulcísimas armonías impregnadas de la tristeza de su alma; y aquella poética expansión de su atribulado espíritu le servía de consuelo e iba trocando poco a poco su dolor acerbo en dulce melancolía. Mas al penetrar el P. Jerónimo en la iglesia de Iranzu vio cierto día con espanto que el órgano también había desaparecido. Se le antojó entonces aquel templo desnudo por completo, húmedo, frío y silencioso, un inmenso sepulcro en donde había sido él enterrado vivo. Se arrodilló como de costumbre, pero no pudo orar; elevó los ojos a lo alto y tropezó su mirada con la sombría bóveda que parecía oprimirle como losa funeraria. ; contempló aquel cuadro de desolación que aún no se había mostrado a sus ojos tan desgarrador; comparó tiempos con tiempos; dejó errar la fantasía recordando el esplendor pasado del monasterio y la alegre y santa paz que allí se cobijó durante tantos siglos; y cuando

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tras de aquellas risueñas alucinaciones, desconsoladora realidad le hirió la vista, se dejó caer en un oscuro rincón y rompió a llorar. Cuando salió de aquel desamparado cenobio era ya de noche; las estrellas brillaban en el firmamento con luz purísima y oscilante, cuyos fulgores parecían más vivos contemplados desde aquel angosto valle encajonado entre las rocas; el viento encorvaba las frondas de los árboles y unía sus quejidos con los rumores del torrente y con esas indefinibles voces que surgen de lo profundo de las selvas. La oscuridad era completa, y el caminar en tales condiciones, por una estrecha senda oculta entre peñascales, barrancos y maleza, arriesgado en extremo. Emprendió, sin embargo, la marcha el pobre monje en dirección a la aldea, tropezando y cayendo, bañado en sudor que el cierzo helado secaba rápidamente, y magullado, calenturiento, exánime, llegó a su casa cuando casi empezaba a alborear el día. Los choques sufridos por aquellas naturaleza impresionable y sensible eran demasiado violentos; las olas de la tristeza que hacía tiempo iban represándose en el corazón de aquel hombre, rompiendo sus diques y desbordadas, invadían todo su ser, anonadándolo. Sucumbió, pues, a pesar de su temperamento vigoroso, y cayó gravemente enfermo. Al cabo de un mes entre la vida y la muerte, presa de furioso delirio, se inició por fin la mejoría, y pronto se encontró en plena convalecencia; pero si su cuerpo había recobrado la salud, se notaba en su espíritu algo anormal y extraño. Su mirada vaga e incierta brillaba a veces con resplandores bruscos, cual si reflejara las alternativas de fulgores y sombras de una luz que agoniza; Se le veía siempre sumido en profunda tristeza y encerrado en un mutismo casi absoluto, y manifestaba repulsión a la música, no queriendo abrir nunca el desvencijado manicordio que le habían proporcionado, ni asistir a los oficios religiosos, solemnizados con órgano u orquesta, que se celebraban en aquellos pueblos; pasaba largas horas en la iglesia cuando sabía que había de encontrarla solitaria, y allí recitaba repetidas veces el Miserere. Interrumpió, sin embargo, sus hábitos cierto día; se encerró en su cuarto y se dedicó con afán a poner en música aquel su salmo

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favorito; se le oyó ensayar sus improvisaciones en el manicordio, y se observó que cuantas veces lo verificaba, concluía por cerrar con estrépito el viejo instrumento y arrojar con amargura al fuego las páginas musicales que trazara. Su carácter fue ensombreciéndose desde entonces más y más, y en sus brillantes ojos se retrataba la lucha horrible y perpetua entre la insaciable aspiración del alma a la consecución del ideal, y la impotencia humana. Durante algún tiempo ni habló de Iranzu ni pensó en visitarlo; pero una tarde tempestuosa de noviembre se encaminó allí en silencio y penetró en la iglesia en ruinas. Se arrodilló en el suelo húmedo, y como de costumbre oró largo rato por la religión y por la patria, porque los que alzaran aquel santo cenobio... y por los dichosos, por las víctimas y por los verdugos. Falto e fuerzas, se sentó luego sobre los escombros en un oscuro rincón bajo la tribuna del órgano, y contempló aquel pavimento formado por las sepulturas destrozadas de hermanos suyos; evocó el recuerdo de aquellas generaciones de monjes desaparecidos, pulverizados, confundidos allí con el polvo de la ruina, olvidados ingratamente de todos, y que únicamente la madre amorosa por excelencia, la que cuida del hombre más allá de la muerte, la Iglesia, en fin, tenía presentes a todas horas, y en especial en aquel día que cabalmente era el día de difuntos. El fraile humilló su frente hasta la tierra, recitando repetidas veces el De profundis; se incorporó de nuevo hondamente emocionado y brotó de su atribulado espíritu, como de costumbre, el Miserere. El viento, brusco casi siempre en aquel valle, parecía tener ese día mayor violencia y hacía retumbar las bóvedas, azotando, invadiéndolo todo, recorriendo la abandonada morada en todas direcciones, golpeando y arrancando tejas y ventanas desvencijadas, y produciendo estrépito imponente. Cual si el mutilado monumento le estorbara para barrer furioso el valle, el huracán parecía querer aventarlo furibundo, y se cebaba en él como la fiera sobre la víctima que aún le pusiera resistencia. Cada hueco de los resquebrajados muros, cada concavidad de la montaña, cada grieta de puertas y ventanas, cada rama de árbol o de arbusto formaban otras tantas arpas eólicas a las que el viento arrancaba sonidos de

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expresión inimitable; ora se internaba como ola inmensa en los claustros desiertos; giraba en espiral en torno de columnas y labrados capiteles; tropezaba con estrépito en los ángulos de las galerías; volvía de rechazo al jardín central; sacudía cipreses, acebos, bojes y madreselvas; volaba nuevamente a lo largo de los muros hasta encontrar una salida, bramando como fiera enjaulada, y se precipitaba con furia por la puerta del templo desmantelado que recorría locamente, escapándose al exterior por los huecos de las ventanas y rosetones románicos desprovistos de vidrios; ora ascendía a la robusta torre y azotaba su espadaña, dándoles vueltas vertiginosas a las veletas y arrancándoles chirridos agudos. Unas veces sacudía las frondas de los árboles, haciendo gemir las ramas; otras encorvaban los flexibles arbustos, y restregándolos sobre la tierra producía un siseo prolongado. Aquello era admirable, gigantesco, terrorífico y tierno a la vez. Las grandiosas armonías producidas por millares de voces de timbre y de potencia desconocidos, se confundían, se mezclaban, se unían amorosamente y se separaban después repeliéndose con furia espantable. Cuán pequeñas, cuán miserables y raquíticas eran a su lado las más sublimes que haya podido inventar el hombre. Ni la melodía ni el ritmo, tal como los conoce el arte humano, existían allí; pero no obstante, las notas suaves, amorosas, embargaban el oído y arrobaban el alma, mientras que las fuertes con sonoridad grave e imponente la sobrecogían; y las sacudidas violentas como el retemblar del trueno suspendían el ánimo y producían en él una impresión intensa de respeto y temor, y un íntimo sentimiento de la propia pequeñez. El fondo de aquellas armonías indescriptibles lo formaba una voz noble, sostenida y grave como el rumor del mar; casi invariable en la tonalidad, pero de variedad infinita en sus matices; y sobre aquel fondo, vibrante y uniforme sin ser monótono, se destacaban sonidos melódicos de timbre y de carácter distintos, voces angélicas, rumores misteriosos que parecían murmurar palabras de dulzura, suspiros prolongados, risas alegres y frases burlonas, gritos de triunfo, gemidos de amargura,

imprecaciones

desesperadas...

Todo

esto

mezclándose

o

interrumpiéndose por intervalos de profundo silencio, cual si la naturaleza

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necesitara respirar y cobrar fuerzas, y acompañado a veces por sacudidas y golpes furiosos. El monje escuchaba absorto aquel concierto apocalíptico. Aquella grandiosa agitación que llenaba los espacios y arrancaba sonidos y vibraciones a la naturaleza entera, se le comunicó también a él, haciendo vibrar su alma exaltada y conmoviendo todo su ser. Le palpitaba el corazón acelerado, y sus latidos repercutían con violencia en su cerebro; su mirada extraviada vagaba por los ámbitos del templo, exploraba sus naves sumergidas ya en sombras y se clavaba con insistencia en las sepulturas que formaban el pavimento, de cuyas profundidades creía oír brotar voces doloridas. La tempestad que bramaba iracunda, la hora, el sitio, el recuerdo, parecía armonizarse para arrancar del alma un grito de piedad y de misericordia. El organista, transfigurado por la admiración, se levanta y exclama: “Eso es lo que

yo sentía y soñaba y quería inútilmente expresar. Ese es el arte, el gran arte, siempre distinto y siempre el mismo, uno y grandioso, de variedades y matices infinitos dentro de la unidad. ¿Qué es el lado de éste el arte humano, pobre, deficiente y pequeño para pintar los tormentos y afectos sobrenaturales del alma? ¡Bendito sea Dios, cuyo soplo parecen ser los huracanes y las brisas que amorosas o iracundas hacen resonar ese inmenso instrumento construido por la naturaleza, esa gigantesca arpa vibrante de continuo! Yo reniego desde ahora del arte humano; yo vendré aquí siempre que sienta ese soplo divino, y entre las ruinas de mi pobre cenobio escucharé la voz de Dios, que los hombres no pueden robar ni destruir ni hacer enmudecer; que durará siempre. La voz de Dios, de la que ésta no es sino eco lejano, débil, apagado, y que sólo ha de oírse con su grandeza y belleza absoluta en las mansiones celestiales, donde las ansias, las aspiraciones, los amores purísimos de los bienaventurados formarán un himno sin fin sobre el que se destacará esa voz amorosa de Dios.” Y así lo hizo. El monje desde aquel día ya no volvió a abrir el clavicordio ni a hablar de música. Visitaba diariamente Iranzu. Los días de calma se detenía poco tiempo

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allí, pero en los de tormenta pasaba entre las ruinas horas y horas, y aun noches enteras, solo, absorto, escuchando sin perder una nota las armonías del viento en las ruinas del monasterio, sin reparar en las inclemencias del tiempo ni en el rigor de la temperatura. Y así lo encontramos nosotros, como dijimos al principio. Cuando algunos años después volvía a Iranzu, aquellas ruinas, más desoladas aún estaban desiertas, pero en la morada veneranda, habitada en otros tiempos por santos y sabios, se hallaba instalado como guarda un licenciado de presidio con su familia, uno de cuyos hijos seguía los negocios en montes y veredas.

-¿Qué

fue

del

monje

organista?-

le

pregunté.

-Ah, el loco. Ya espichó. Dicen que les corrompió a los de su casa al morirse, pidiendo que lo trajesen a enterrar entre estos escombros de la iglesia para oír silbar al cierzo... Y pensar que a aquellos fatuos los llamaban sabios...-

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