Diario de Auguste Morisot, 1886–1887

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DIARIO DE AUGUSTE M O RISO T (1886-1887)

Exploración de dos franceses a las fuentes del Orinoco


DIARIO DE AUGUSTE M O RISO T (1886-1887)

Exploración de dos franceses a las fuentes del Orinoco

FUNDACIÓN CISNEROS

Planeta


Coordinación y edición Departamento de Publicaciones • Fundación Cisneros Documentación y estudio introductorio Alvaro A. García Castro Traducción del diario Julieta Fombona David Nevett Traducción de documentos Joelle Lecoine Fernando Timosi Corrección Gustavo Patiño Díaz, Carlos Yusti, Patricia Miranda y Miguel Bustillo Diseño y diagramación Adelaida Contreras • Fundación Cisneros Impresión Impreso en Colombia por Quebecor World Bogotá S. A.

©Fundación Cisneros, 2002 MIEMBROS FUNDADORES Patricia Phelps de Cisneros Gustavo Cisneros Ricardo Cisneros PRESIDENTA Patricia Phelps de Cisneros P R ES ID E N T E E JECU TIVO Pedro R. Tinoco T. Av. La Salle, Quinta Centro Mozarteum, Urbanización Los Caobos, Caracas, Venezuela. Teléfonos: (5 8 )2 1 2 793 0804 (5 8 )2 1 2 793 0859

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Hecho el depósito de ley ISBN: 958-42-0330-4 Todos los derechos reservados. Ningún párrafo o imagen, contenidos en esta edición, puede ser reproducido, almacenado o transmitido, total o parcialmente, por ningún medio, sin la autorización expresa de la Fundación Cisneros.


CONTENIDO

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P resen ta ció n

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A g r a d e c im ie n t o s

15

E st u d io pr e lim in a r

PARTE I 33

D e F r a n c ia a M a r tin ic a , V e n e z u ela (T rin id a d , C a r a c a s, C iu d a d B o lív a r),

La M a r i q u i t a , e m b a r q u e p o r e l O r i n o c o

D e l 6 DE FEBRERO DE 1886 AL 10 DE JUNIO DE 1886

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Introducción

43

Diario de viaje de Auguste Morisot

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Salida de Francia

98

Abordo del Olinde-Rodrígues

126

¡En el Orinoco! Primera visión del Orinoco

133

En Ciudad Bolívar

148

En La Mariquita

189

Notas

PARTE II 195

P a r t id a de C iu d a d B o lív a r h a c ia el A l t o O r i n o c o , C a ic a r a , A tu re s, M aip u re s, S a n F e r n a n d o de A tab ap o , P ie d ra D a n a c o

Del 11 de junio de 1886 al 19 de noviembre de 1886


199

La partida de Ciudad Bolívar hacia el Alto Orinoco

329

Notas

PARTE III 341

P a r t id a de C iu d a d B o lív a r h a c ia el A l t o O r i n o c o (C a ic a r a , A tu re s, M a ip u re s, S a n F e r n a n d o de A tab ap o, P ie d r a D a n a c o )

Del 19 de noviembre de 1886 a l l í de marzo de 1887

414

San Fernando de Atabapo

486

Notas

493

A nexos

495

C a r ta s c ru z a d a s en tre

499

N o m br es C ien t ífic o s

502

B ib lio g r a fía

A. M o r i s o t y H . F u l d ( h i j o )


PRESENTACIÓN



P R E S E N T A C IÓ N

El tiempo de las grandes expediciones parece haber pasado. Pensar en ello nos lleva a un fin de siglo evocador: 1886. América era entonces la tierra enigmática hacia donde se volcaba la mirada de científicos y aventureros, escritores y artistas. El Amazonas y el Orinoco encienden el alma de muchos de estos hombres a casi cuatro siglos de un encuentro de culturas que cambiaría el mundo. La ciudad francesa de Lyon florece entonces entre industria y arte, seda e impresionismo. De ella surge Auguste Morisot, joven pintor, recién egresado de la Es­ cuela de Bellas Artes, para unirse a la expedición de Jean Chaffanjon, connotado explo­ rador que regresa al Orinoco en busca de las fuentes del misterioso río. Morisot quedará como ilustrador oficial de esta expedición; su diario de viaje, im­ pecablemente llevado, revela la sensibilidad extrema de un artista que despierta al mundo impactado por la intensidad de colores, la exposición de la luz, las reflexiones sobre un universo que se acelera definitivamente. Sociedad y economía, pintura y foto­ grafía, poesía y pasión: todo llena la obra de Morisot. Guadalupe y Martinica, Caracas y Ciudad Bolívar, primeras etapas de un viaje que duraría nueve meses. Luego sería el Orinoco. Morisot se irá descubriendo a sí mismo a medida que remonta el río, en las condiciones más difíciles. Dibuja, pinta, ilustra; colec­ ciona plantas, clasifica. Nos entrega, cien años después, una colección única, inédita, que el destino regresó a Venezuela, y una verdadera historia se encuentra aquí, en las páginas de esta magnífica obra que nos permite poner al alcance tanto del lector co­ mún, como del especializado, un pedazo de nuestra historia. El Fondo Morisot, conservado y estudiado por la Fundación Cisneros, está forma­ do por más de tres mil documentos: botánica, etnografía, dibujo, pintura, fotografía, sus notas dispersas, sus cartas; en fin, su diario de viaje, su alma que nos revela hoy a un siglo de distancia. De esta manera, el Fondo Morisot se convierte en un aporte efectivo de nuestra Fundación en su permanente labor de difusión y proyección de la cultura latinoameri­ cana en el ámbito mundial. Patricia Phelps de Cisneros

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Qué feliz sería si pudiera hacerles Regar mis apuntes al mismo tiempo que este diario;Renarían muchas lagunasy excusarían bastantes repeticiones, repeticiones necesarias, ya que escribo día a día, a medida que los hechos se presentan y representan, y, sin embargo, aún temo ser parco por no decir nada de mi estado de alma: ¡cuántos sentimientos, cuántas emociones sin expresar!... Auguste Morisot, 17 de julio de 1886



AGRADECIMIENTOS

lización de esta obra, queremos mencionar a las siguientes per­ sonas e instituciones: En Lausanne, Suiza: Maríe-Madeleine Brumagne, nieta de Auguste Morisot, y Fredy Buache, su esposo. En París, Francia: Biblioteca Nacional de Francia, Sociedad Geográñca de Francia; Jean Bastié, presidente de la Sociedad Geográfica de Francia; Michel Florín, director de la Sociedad Geográñca de Francia. En Lyon, Francia: Museo del Tejido y Artes Decorativas; Museo de Bellas Artes; Galería Le Lutrin; Biblioteca Municipal; Christian Briend, conservador del Museo de Bellas Artes; Paul Gauzit, galerísta y coleccionista de arte; Jean-Jacques Lerrant, crítico y coleccionista de arte. En Bruselas, Bélgica: Sergio Purin, en los Reales Museos de Arte e Historia de Bélgica. En Venezuela: Embajada de Francia y su excelentísimo em­ bajador, señor Laurent Aublin; Biblioteca Nacional; Hemeroteca Nacional; Colección O rnitológica Phelps; Andrés Ortega Mendoza, investigador; Iván Drenikoff, investigador; Franz Rízquez Clemente; Julieta Fombona y David Nevett, por la tra­ ducción del Diario de Auguste Morisot; Joelle Lecoin, por la tra­ ducción de documentos; Femando Timossi por la traducción de documentos y por su valiosa asistencia en las entrevistas en Fran­ cia y Suiza; Luis Miguella Corte y Alvaro González; María Eugenia Mosquera, historiadora, quien brindó su asesoría a lo largo del proyecto; personal de la Fundación Cisneros, en especial a los miembros del Departamento de Publicaciones, y a Rafael Rome­ ro, director de la Colección Cisneros. A todos ellos, nuestro agra­ decido reconocimiento.



ESTUDIO PRELIMINAR


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r u “Proyecto de portada del diario de viajes” Litografía


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Auguste Morisot había sido, hasta ahora, poco menos que un misterio. En Vene­ zuela, apenas se sabía de su presencia como el compañero de Jean Chaffanjon en la expedición a las fuentes del Orinoco de 1886-1887, y en Francia se le conocía además como pintor y como maestro, enigmático y retraído. Sólo un puñado de investigadores sabía que Morisot había dejado ciertos materiales relativos a la expedición, aún inédi­ tos, y cuya verdadera naturaleza y potencial sólo se intuían. Estos materiales, después de muchas peripecias, forman hoy el Fondo Morisot de la Fundación Cisneros, una parte importante de los cuales presentamos aquí para el público de habla hispana y francesa. Estamos seguros de que esta primera edición del Diario de Auguste Morisot cautivará al lector, no sólo porque indudablemente es un valioso aporte para el conoci­ miento de aquella polémica expedición o de la vida a lo largo del Orinoco a fines del siglo XIX, sino porque es también un emocionante y ameno relato. Es el diario de un artista pleno de sensibilidad y en cuyo origen se esconde una historia de amor; amor por la naturaleza, por los seres humanos en general y por una mujer en particular. Es una parte de la historia de un joven pintor francés que, en busca de méritos que le permitan conseguir la mano de su amada secreta, se lanza a una descabellada aventura en el Orinoco y allí, a su vez, se enamora de la naturaleza virgen, de su fauna, de su flora y del río mismo. Esta experiencia va a cambiarlo profundamente, tanto en lo personal como en su vida posterior de hombre, artista y docente, convirtiéndolo en un maestro en todo sentido, amado y respetado por todos cuantos lo conocieron. Auguste Ernest Morisot nació en la pequeña población de Seurre, Cóté d’Or, en la Borgoña francesa, el 12 de abril de 1857, el segundo hijo en una familia de muy modes­ tos recursos. Su infancia no fue feliz, motivo por el cual evitó siempre referirse a ella. A muy temprana edad quedó huérfano al morir Louis, su padre, maitre de hotel, y poco después, su madre, Ernestine Joigneault, contrajo matrimonio con un hombre que mostró poco amor por sus hijastros. Auguste y su hermano mayor, Louis, fueron aleja­ dos de la casa materna y llevados a vivir con una hermana de su madre, en otra pobla­ ción. Muy jóvenes aún, los hermanos marcharon a París a hacer su vida, primero Louis y luego Auguste; allí éste se emplearía en telares que trabajaban la seda, tal vez por influencia de su hermano y otros emigrados lyoneses, familiarizados con la principal 17


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industria de su región. También viajó a Inglaterra, donde aprendió el idioma. La in­ fluencia de su hermano, anarquista comprometido que llegó a publicar un libro sobre la pobreza, las reuniones con simpatizantes y las lecturas de autores radicales como Jaurés, convirtieron al joven Auguste en un librepensador socialmente sensible. Pero Auguste no estaba destinado a estremecer las estructuras de la sociedad de su tiempo; había en su naturaleza un anhelo más fuerte que la lucha social y éste era su vocación artística, y así, en 1880, a los 23 años, aprovechando que su hermano era entonces oficial veterinario del ejército y él quedaba exento, por tanto, del servicio militar ordi­ nario, Auguste estaba de regreso en Lyon e ingresaba en la afamada Escuela de Bellas Artes de esa ciudad. Entre sus condiscípulos se encontraba Henry Page, hijo, cuyo padre, ingeniero in­ dustrial, era un destacado empresario en la industria de la seda. La familia Page adqui­ rió la costumbre de propiciar reuniones y recibir en su casa a artistas e intelectuales, reuniones a las que Auguste se hizo asiduo, en especial, a las de los domingos, a cuya mesa tenía un puesto reservado. Allí conoció a Pauline, hija mayor de los Page, y en 1882, él de 25 años y ella de 22, se juraron amor eterno en la Cartuja de Portes, en Bénonces, idílico lugar al pie de los Alpes Franceses, grabando sus iniciales en la puerta de la iglesia. Los convencionalismos de la época hacían de todo punto imposible que un mucha­ cho de origen humilde, y artista por añadidura, aspirase siquiera a contraer matrimo­ nio con una joven de una de las familias más acaudaladas de la villa. Este amor fue, por lo tanto, mantenido en secreto de mutuo acuerdo, hasta que Auguste terminara sus estudios y alcanzara méritos suficientes para ser aceptado en la familia Page. La oportunidad se presentó en octubre de 1885, justo cuando Auguste egresaba de la Escuela de Bellas Artes: el famoso explorador Jean Chaffanjon, también lionés, se encontraba en la ciudad, solicitando los servicios de un dibujante para su próxima ex­ pedición al Orinoco, en nombre del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes de París. Para ello, la Cámara de Comercio de Lyon convocaba a un concurso cuyo ganador obtendría 12.000 francos para gastos de viaje y estipendio por su participación en la misión; los dibujos, además, se aplicarían a los diseños de las telas en la industria de la seda. Auguste y Pauline decidieron que ésta era la vía para obtener rápidamente los dos requisitos: prestigio y fortuna, por lo que el joven artista se lanzó a un entrenamiento en el dibujo de flores que duraría dos meses; además, Augusto confesaría luego que desde niño había soñado con participar en una expedición a lugares remotos. De re­ pente, sin embargo, el concurso fue cancelado sin mayores explicaciones; ¿qué había sucedido? Al parecer, las credenciales de Chaffanjon pesaban más en su contra que a su 18


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favor y la Cámara de Comercio retiraba la oferta. Por lo tanto, si el explorador deseaba contratar un dibujante para su misión, debía procurárselo y costeárselo él solo. Repo­ niéndose de su decepción y dispuesto a jugárselo todo a esa carta, Morisot decidió en­ trevistarse con el explorador y se ofreció a acompañarlo sin remuneración alguna, sólo por el pasaje y los gastos del viaje. Chaffanjon, naturalmente, aceptó esta oportunidad de obtener lo que buscaba, ahorrándose los emolumentos y aceptó. El 28 de enero de 1886 firmaban ambos un contrato especificando no sólo esta particularidad, sino que las conferencias o publicaciones que la expedición generase serían firmadas en conjun­ to y los posibles beneficios repartidos a partes iguales, entre ellos o sus herederos. Una semana después, se hallaban en París y culminaban los trámites y autorizaciones nece­ sarios para el viaje; el 6 de febrero, ambos zarpaban de Saint Nazaire rumbo al Caribe, el 18 llegaban a Guadalupe y al día siguiente a Martinica. Morisot queda impactado inmediatamente con el color y la exuberancia del trópi­ co caribeño. En esa isla permanecerán casi un mes y conforme viajan, primero para Trinidad y después a La Guaira, adonde llegan el 18 de marzo, sus ojos y sus dedos no tienen descanso: dibuja y escribe sin cesar. En Caracas los dos franceses asistieron a una alocución del presidente Joaquín Crespo y después a la elección de Antonio Guzmán Blanco como nuevo mandatario, ambas en el Congreso Nacional; Chaffanjon se entre­ vista con Crespo, aunque sin invitar a su compañero, y el presidente condecora a am­ bos con la Orden del Busto del Libertador, lo cual causa mucha gracia a Morisot, quien reconoce que no ha hecho nada para merecerla. El joven artista va de sorpresa en sorpresa, el clima, el colorido, la vegetación, los olores, los tipos humanos, los paisajes, todo lo asombra y cautiva en este nuevo mundo que se abre ante él. Aunque su trabajo como dibujante oficial de la expedición lo obliga a dibujar sólo flores y animales, Auguste dibuja sin descanso, desde que llegó al trópico, todo lo impresiona. Su Diario, llevado escrupulosamente desde el día de su salida de Francia, está lleno de descripciones a todas luces pictóricas, se diría que Morisot está pintando con palabras lo que no puede, de momento, conservar en sus croquis. No obstante los comentarios de Chaffanjon, que se burla del novel viajero, el pintor se mantiene extasiado y continuará hasta el final del viaje documentando su entorno. Para entonces, la relación entre ambos jóvenes, el explorador, por un lado, y el artis­ ta, por otro, se ha definido claramente: habrá colaboración, pero, tratándose de dos personalidades totalmente distintas y dos caracteres fuertes, no habrá entre ellos amis­ tad. Hasta el final mantendrán las distancias y ni siquiera llegarán a tutearse, a pesar de una convivencia estrecha durante catorce meses, nueve de ellos pasados en condicio­ nes muy adversas, cuidándose mutuamente en las crisis de enfermedad que ambos sufrieron, tendrán varios altercados fuertes y Morisot se encierra en sí mismo, echan­

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do de menos un amigo sincero en quien confiar. Al fin y al cabo, tenía consigo la presencia constante de Pauline en su pensamiento y en sus cartas, foto y mechón de cabello, como era de rigor entonces. El pintor se lamentará de ello y reconocerá luego que no toda la culpa es de Chaffanjon, quien es un hombre calculador y poco emoti­ vo, lo contrario del artista, emocional y sensible, sino en parte, también se debe a que éste ya tenía ideas preconcebidas hacia su compañero desde antes de salir de Lyon. En efecto, poco antes de su partida, Auguste había sido avisado por amigos y otras personas que debía andarse con cuidado, pues corría el riesgo de no regresar. Otras advertencias hechas en Caracas reafirmaron la idea que Morisot ya se había forma­ do de Chaffanjon: el explorador era un hombre sin escrúpulos y quizás no se llegara a las fuentes. Después de todo, los negocios formaban una parte importante de la expedición, demasiado importante a ojos de Morisot, y además consumían un tiem­ po valioso que, como se verá, tuvo sus repercusiones a la hora de la salida hacia el Alto Orinoco. Aunque en realidad Chaffanjon no era el ogro feroz cuya fama él mismo cuidaba de mantener, sí era un hombre de gran determinación y no le importaba mucho el aspec­ to humano de sus actividades, a menos que le fuera conveniente para sus propósitos. La misión tenía como objetivo oficial la obtención de datos geográficos, geológicos, etnográficos y biológicos, lo cual cumplió a cabalidad. Tampoco debemos olvidar que, con la única excepción de las cabeceras, el curso del Orinoco fue minuciosamente cartografiado desde Ciudad Bolívar. Como toda exploración de la época, subyacía tam­ bién la intención de inventariar los recursos de las regiones desconocidas para los eu­ ropeos, con el fin de emprender luego empresas comerciales lucrativas, sobre todo para el país del explorador. El descubrimiento de las fuentes era una eventualidad. La ruta de la expedición tampoco se mantuvo; efectivamente, el itinerario original de la expe­ dición contemplaba el recorrido del Casiquiare hasta el río Negro y de allí el regreso por el Amazonas o, al menos así lo era hasta marzo de 1886. El tiempo empleado en asun­ tos privados de Chaffanjon y las circunstancias adversas posteriores, los obligaron a realizar el viaje tal como lo conocemos hoy. El 2 de abril de 1886 los franceses salían de Caracas, embarcándose en La Guaira rumbo a Trinidad y Ciudad Bolívar, donde permanecieron más de dos meses, entre asuntos de negocios de Chaffanjon y diligencias infructuosas para conseguir embarca­ ción y tripulantes, tal vez porque era inminente la llegada de la estación de las lluvias y ningún patrón o marinero deseaba salir en un viaje tan largo con semejantes perspec­ tivas. Pero, a pesar de esto, no todo fue tiempo perdido, pues los franceses procuraron aprovechar los largos días de espera colectando y dibujando especímenes de fauna y flora en los alrededores de Ciudad Bolívar. Aquí Morisot desarrolla la técnica que deno­ mina “fumée noire” para preservar las imágenes de plantas muy delicadas que se mar­ 20


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chitan al poco tiempo de ser cortadas y aprende a preparar especímenes de animales y plantas para su conservación. Es aquí donde el pintor recibe su iniciación como explorador, pues hasta entonces todo ha sido viajar cómodamente y alojarse en hoteles de primera; en el Orinoco, en cambio, aprenderá a vivir de la caza y la pesca, a dormir al aire libre en chinchorro y a experimentar en carne propia las inclemencias del clima tropical, que hasta ese mo­ mento conoce sólo en su aspecto más amable y pictórico. Finalmente, el 11 de junio de 1886, ambos expedicionarios logran salir de Ciudad Bolívar en una falca con mercancías del gobernador del Alto Orinoco que se dirige a Caicara, donde esperan encontrar otra embarcación y marineros para continuar cami­ no hasta San Fernando de Atabapo; allí buscarán embarcaciones más livianas y una tripulación de indios y marineros conocedores de aquellas aguas. Durante este trayec­ to, Morisot enferma gravemente de malaria, hasta el punto de que la noticia de su supuesta muerte llega a Europa, causando consternación en la comunidad lionesa. No obstante el tiempo inclemente, tormentoso, con el viento y la corriente en contra, los robos y las deserciones de los marineros y los frecuentes ataques de malaria que sufren ambos, consiguen llegar y, después de muchos días, superar los raudales de Atures y Maipures; por fin, el 17 de octubre llegan a San Fernando de Atabapo. Habían emplea­ do cuatro meses en un trayecto que se soba hacer en mes y medio en la época seca. Después de permanecer en esa población más de una quincena, el 4 de noviembre vuelven a emprender el rumbo hacia las cabeceras. Cuentan con otra tripulación y embarcaciones, pero nuevamente deben enfrentarse al hambre, las deserciones, hostibdad y amotinamiento de los tripulantes. Finalmente, el 15 de diciembre pasan el rau­ dal Guaharibos y acampan al día siguiente en Peñascal, cuya barrera de rocas impide definitivamente el paso de las embarcaciones grandes. Alb se queda Morisot, cuidando éstas y los equipos, mientras Chaffanjon, con una pequeña curiara y dos marineros, continúa el viaje. Lo demás es conocido: tres días después, el explorador regresa, apa­ rentemente, triunfante: ¡Las fuentes han sido descubiertas! Incluso pudo ver a los te­ mibles guaharibos, de los que da una descripción que, hasta ahora, no se corresponde con grupo indio alguno. El regreso es mucho más rápido que la ida y para el 10 de abril de 1887 están de vuelta en Ciudad Bolívar; su odisea por el Orinoco ha durado nueve meses exactamen­ te. Aquí, los dos franceses se separan definitivamente: Chaffanjon permanecerá aún dos meses más en la ciudad, mientras Morisot se embarca inmediatamente rumbo a Francia, llegando a Lyon, vía Marsella, a finales de ese mes. Morisot está en Francia, sí, pero varado en Lyon, sin dinero, porque esa fue la única cláusula de su acuerdo que Chaffanjon respetó. El joven pintor tiene aún puestas sus 21


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esperanzas en la futura publicación del Diario y en los diseños de flores, pero la llegada de Chaffanjon a París, dos meses después, es una amarga decepción: su compañero de viaje lo excluye de honores, conferencias y publicaciones; ni siquiera le envía el pasaje para que se traslade a la capital y por si fuera poco, en medio de todo esto, Auguste debe regularizar su situación, pues ha sido considerado desertor al no haberse presentado a cumplir con sus obligaciones militares por estar de viaje. Marcha pues, al cuartel a Auxonne, donde estará desde finales de 1887 hasta principios del siguiente año; en este lugar, sus ideas pacifistas y su temperamento de artista le causarán no pocos pro­ blemas, pero la experiencia servirá para escribir otro pequeño Diario. En noviembre de 1887 logra obtener un puesto como profesor de dibujo en la Escuela Regional de Vaise y, en julio del siguiente año, el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes lo nom­ bra Oficial de la Academia por su participación en la expedición al Orinoco. Es un reco­ nocimiento que, al menos, servirá para ir adquiriendo el prestigio que necesita. La publicación en 1889 del libro de Chaffanjon, £7 Orinoco y el Caura, que será un éxito editorial, es otro duro golpe: ni siquiera las ilustraciones son las de Morisot, pues el explorador había contratado a otros dibujantes que se basarían en las fotografías y, seguramente, en algunos dibujos del propio Morisot que conserva Chaffanjon. Ade­ más, el artista apenas es mencionado de pasada y la versión del explorador difiere en muchos aspectos del Diario del pintor, que era llevado día a día, mientras que su com­ pañero “tomaba pocas notas y confiaba casi todo a su prodigiosa memoria”. Poco a poco, Morisot va escalando posiciones; al menos es respetado y admirado en su ciudad y tiene un trabajo estable y en julio de 1889 se casa con su amada Pauline. Hacia 1890 viaja a París y allí ve a Chaffanjon, por vez primera desde la aventura de ambos. El explorador le obsequia y dedica un ejemplar de su libro y le confiesa que sin la ayuda de Morisot no habría podido llevar a feliz término la expedición. Pero no hay amistad entre ellos y sí cierta recriminación por parte de Morisot; no volverán a verse jamás. Decepcionado, a su regreso de París, el pintor clasificó por fechas y guardó los materiales que trajo del Orinoco y sólo volvería a sacarlos 60 años después, para fir­ marlos debidamente, cuando la idea de publicarlos empezaba ya a rondarle la cabeza. La primera bija de Pauline y Auguste muere en 1890, a los pocos días de nacer, pero en 1893 viene al mundo Marcelle, quien será uno de los motivos preferidos en la obra del artista y que conservará y transmitirá a su propia hija, Marie-Madeleine Brumagne, el legado del abuelo. En 1892 Morisot es nombrado profesor de la Escuela Municipal de Dibujo y en 1895 logra el puesto de profesor de diseño de ornamentos en la propia Escuela de Bellas Artes de Lyon, quedando como titular al año siguiente. Él mismo crearía luego la cátedra de boceto y un curso de estilos. La cátedra de boceto hacía énfa­ sis en una técnica desarrollada por él durante su viaje, que consistía en la elaboración de bocetos rápidos del natural, con sujetos en movimiento, lo que un crítico llamó “es22


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tenografia de lo real”, pues se trataba de una verdadera taquigrafía pictórica, para no perder los detalles esenciales del sujeto y elaborar luego la obra definitiva con más calma. La docencia se alternará con la creación constante de obras de arte, empleando todos los medios técnicos a su alcance, el ejercicio continuo de la pintura, el dibujo, el grabado, la fotografía, los vitrales, el diseño de interiores, de muebles, ornamentos, herrajes, platería, objetos utilitarios, incluso lencería, materiales publicitarios; en fin, Morisot destacará en todas las técnicas y medios de su época. Diseña hasta en sus más mínimos detalles al menos dos mansiones particulares, una desaparecida y la otra aún en pie, además de una capilla y parte de otra. Para 1906 es nombrado profesor de la Escuela Regional de Arquitectura. La expedición, empero, había cambiado al joven artista. En efecto, Morisot experi­ mentó una radical transformación durante su viaje por el Orinoco, evidente en sus cartas y en el texto del Diaria, este cambio hizo que Pauline temiera que a su regreso Auguste fuera ya otra persona y que rechazaría todos los planes que ambos se habían propuesto para su futuro común. Pero en esto se equivocaba; Auguste vino, efectiva­ mente, cambiado: el joven citadino se había convertido en un hombre al que no lo arredraban las dificultades, capaz de sobrevivir en las condiciones más adversas al mis­ mo tiempo; el librepensador y hombre práctico de carácter impetuoso, había dado paso a un hombre profundamente tolerante, religioso, imbuido por una filosofía panteísta y un sentido místico de la vida y, por si esto fuera poco, el Orinoco, la selva virgen, el trópico, influenciarían su obra para siempre. Su estancia en el trópico es la verdadera etapa formativa del pintor; aquí se forja como profesional y adquiere la soltura y las inclinaciones que caracterizarán su obra de aquí en adelante. Por su pintura, se le conoció como “el pintor del bosque”, tema característico en él y en sus cuadros, al menos al principio, trasladó la selva tropical a Francia, dándole ade­ más un sentido cuasi-religioso a sus telas. En ellas, el bosque es comparado y represen­ tado como una inmensa catedral, con sus vitrales, columnas, cúpulas y sus habitantes son seres etéreos, sobrenaturales. En sus otros trabajos, los motivos de flores, frutas, hojas, lianas, la vivienda india, todos sacados de su experiencia orinoquense, se repiten constantemente, ya sea en forma explícita o implícita. No sólo estos motivos, sino su amor todo por la naturaleza salvaje, formaron parte de las enseñanzas que impartió a varias generaciones de pintores lioneses. Su obsesión lo llevaría al regreso a documentarse sobre Venezuela y el Orinoco, leyendo a los autores que habían escrito sobre la región, desde los primeros cronistas coloniales (Caulín, Gumilla, Gilij), hasta los viajeros de su tiempo (Crevaux, Morisse, Wavrin, Tallenay, Michelena, Hamilton Rice), pasando por los grandes naturalistas (Humboldt, Bonpland). En sus ratos libres asistió a conferencias sobre América del Sur 23


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y visitaba a menudo el Jardín Botánico de Lyon (Tete d’Or) para contemplar y apren­ der sobre las plantas tropicales; se convirtió así en un conocedor del Orinoco y su re­ gión que, ya anciano, encontraba paz y satisfacción en las horas que pasaba en la Biblioteca de Lyon, leyendo sobre el río de sus sueños. Ya sin apuros económicos, se dedicó a dar clases gratuitas a aquellos jóvenes de talento que no podían costearse los estudios formales de dibujo y pintura. Siempre ataviado de negro, era una figura, am­ pliamente conocida y respetada en la ciudad; apreciado no sólo por sus discípulos, sino por todos los que lo conocieron. Su naturaleza se había vuelto retraída y se apartó siem­ pre de las muchedumbres, buscando deliberadamente pasar desapercibido. Por ello, se mantuvo al margen de toda publicidad y de los círculos y movimientos artísticos que pudieron haberlo lanzado a la fama. No pintaba para hacerse famoso o por dinero, sino porque no podía hacer otra cosa, era algo tan natural y tan inevitable en él como respirar. Su estilo artístico no puede encasillarse en ninguna escuela, pues era una categoría en sí mismo; colocado a caballo entre dos siglos y dos movimientos, entre el impresionismo y el art déco, del que algunos críticos de principios del siglo XX conside­ raron precursor. Sí inspiró, en cambio, a muchos otros artistas lioneses; en 1927, un crítico se lamentaba de que algunos de ellos, que exponían en el Salón de Artes Decora­ tivas de París obras de clara inspiración del maestro, no lo reconocieran explícitamen­ te. Su gran modestia, su alejamiento de los círculos académicos y de toda posible proyección de su obra, hicieron de él un artista misterioso, privilegio de unos cuantos coleccionistas y críticos. Morisot trabajó sin descanso pero sin alharaca; rehuyó las asociaciones y expuso sólo en la localidad (Salones de Otoño de Lyon, Hall Artistique de La Vie Franchise, Galerías Maire-Pourceaux, Malaval, Salón del Sud-este); su obra fue adquirida por co­ leccionistas particulares, por la Villa de Lyon y el Museo de Bellas Artes. En 1927, con el apoyo de la prensa lionesa, la Escuela de Bellas Artes, críticos y sus antiguos alumnos, muchos de los cuales eran ya artistas reconocidos, sería postulado para recibir la Le­ gión de Honor, máxima condecoración francesa, la cual rechazó argumentando que otros artistas de mayor valía que él no la habían recibido. Retirado de toda actividad profesional, en 1933, a los setenta y siete años, él y Pauline se radican con su hija en Bruselas, donde hace su última exposición en 1949 y el 1 de abril de 1951 muere poco antes de cumplir 95 años. Pauline lo seguiría en 1956. Habían estado casados durante 62 años. Después de su muerte se le hicieron varios homenajes y en años posteriores se realizaron diversas exposiciones de su obra, principalmente en la Galería Saint-Georges, de Lyon.

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EL DIARIO DE EXPLORACIÓN

Durante la expedición, Auguste produjo, sin contar la obra estrictamente “cientí­ fica” para la cual fue contratado, más de 450 piezas, entre dibujos, acuarelas, monotipos y óleos; además de un herbario de 164 plantas, 377 impresiones de “fumée noire” y 67 fotografías tomadas algunas por él y la mayoría por Chaffanjon. Pero ésta es apenas la obra personal que hizo durante el viaje, sabemos que realizó muchos dibu­ jos detallados de flora y fauna que, presumiblemente, quedaron en manos de Chaffanjon, tal como fue acordado. Esta parte de su obra permanece desconocida has­ ta el presente, ni ella ni numerosos especímenes de aves y otros animales recolectados por ambos aparecen entre los materiales que el explorador entregó a los museos de Historia Natural y del Hombre, en París. Podemos hacernos una idea de cómo eran, por los ejemplares inconclusos o repetidos que conservó el pintor. Como es natural, difie­ ren mucho de los trabajos que hacía a gran velocidad y para su propia satisfacción, donde no estaba obligado, por la exactitud “científica”, a dejar de lado su propia inspira­ ción: Sin embargo, estos materiales, en realidad, no son más que complementos de su Diario al cual quiso que acompañaran una vez publicado. Originalmente, según su propio testimonio, el Diario de Auguste Morisot que aquí publicamos por vez primera fue escrito por varias razones: en primer lugar, era una manera de hacerle saber a Pauline de sus actividades, día a día, y está lleno de mensajes en clave para ella. En segundo lugar, lo escribía también para sus amigos más cercanos, los “Hermanos marrones y hermanitas de lunares”, es decir, sus condiscípulos de la Escuela de Bellas Artes de Lyon, como Louis Appian, Henry Page, Jean-Baptiste Bertrand, Francois J. Guiguet, que destacarían más tarde con su propia obra y que, siguiendo la costumbre de la época, vestían con un traje oscuro que denotaba su condi­ ción de artistas y, por supuesto, las otras hermanas Page, de las cuales Pauline era la mayor. Y en tercer lugar, Auguste escribió para él mismo, pues el Diario no sólo es una amena crónica de la expedición con noticias circunstanciales de terceros, sino que con­ forma un cúmulo de descripciones pictóricas detalladísimas y de las sensaciones que a ellas iban unidas en el momento de su percepción. Es casi un cuaderno de notas donde los personajes y paisajes quedan descritos para una posterior elaboración en el estudio. Morisot indica con prolijidad de detalles los colores, luces, sombras, tonos y perspecti­ va de los sujetos observados. En una ocasión, el pintor escribe a sus amigos que no le vayan a enseñar el Diario al editor de un periódico local, tal como le solicitaba Chaffanjon, puesto que no estaba destinado al gran público sino sólo para sus allegados. Pero sabemos, por un lado, que una cláusula del contrato hablaba de publicaciones y, por otro lado, él mismo alude en su correspondencia al “Libro de la expedición” ilustrado por él y que será publicado al 25


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llegar a Francia. Como apoyo a esta afirmación está entre sus dibujos la portada de dicha obra, firmada por ambos y que seguramente debió haber comentado con Chaffanjon en más de una ocasión. Esto, sin contar las ilustraciones de los artículos de prensa “que se harían eco de la fama y renombre de su compañero, el ilustre explora­ dor”. Como sabemos, esto no ocurrió así y al aparecer el libro de Chaffanjon, Morisot guardaría sus materiales orinoquenses durante muchos años. Naturalmente, a pesar de estas recomendaciones, sus cartas y entregas eran esperadas con gran avidez entre sus corresponsales; el diario, era leído y releído en voz alta una y otra vez en las reunio­ nes y en privado por otros, de manera que, aun en forma general, su aventura se cono­ cía y comentaba, al menos en ciertos círculos de Lyon. El Diario fue llevado meticulosamente al principio en cuadernos escolares y en li­ bretas de bolsillo después, que Morisot copió y recopió incansablemente, primero du­ rante la expedición misma, pues envió sendos ejemplares para su madre y hermano, para Appian, que vivía en París, y para los Page y sus otros “hermanos marrones”. Ya de regreso, los originales, en bastante mal estado, fueron pasados en limpio por él y luego por Pauline, de manera que hoy existen parte de los originales y al menos dos copias manuscritas fieles de las notas de campo. Ya a los pocos años de la expedición Chaffanjon-Morisot se comienza a poner en duda el descubrimiento de las fuentes del Orinoco; en 1893, Eliseo Réclus, en su Nueva geografía universal, decía que, al menos, se había llegado hasta el riachuelo que origi­ naba el gran río. Otros viajeros y exploradores recorren la zona y recogen las versio­ nes locales que sostienen que el explorador francés no pudo ir mucho más allá de Peñascal; tampoco coincidía la toponimia que asignó Chaffanjon en esa última etapa del viaje con la realidad. Morisot, sin embargo, guardó silencio y no quiso publicar su Diario en ese entonces. En primer lugar, por no haber podido constatar él mismo la veracidad o falsedad de dicho suceso y se negó a crear una polémica innecesaria a ese respecto; en segundo lugar, porque su versión escrita difería de la de Chaffanjon, y todo junto afectaría negativamente, sin duda, su ya bien establecida posición de hé­ roe nacional. El explorador se había casado y Morisot, como padre de familia, no quiso afectar la memoria de aquél ante los ojos de sus dos hijos. Es sólo después de la muerte de su compañero que se va haciendo cada vez más firme en él la idea de publicar el Diario. Ya en 1887 y 1889, recién venido del Orinoco, Morisot había donado al Museo Guimet de Lyon varios objetos etnográficos; también publicó unas “Notas etnográficas” en el Bulletin de la Société Anthropologique de Lyon, en 1890, y en el Lyon Républicain, varios artículos sobre la expedición, en 1902. Muchos años después, en 1937, publicaría unas

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“Notas arqueológicas”, junto con Robert de Wavrin, en el Bulletin des Americanistes de Belgique y en 1939 publicó extractos de su Diario en la misma revista. Para entonces Morisot, que había titulado originalmente su obra: Journal d exploration aux sources de 1 Orénoque (1886-1887), tenía ya varias versiones ano­ tadas casi listas para publicar. Preparó primero una versión completa en tres tomos titulada: Mission J. Chaffanjon. 1886-1887. Exploration de deux Franqais a la découverte des sources de l’Orénoque (Vénézuéla) Par: A Morisot, le compagnon de J. Chaffanjon, que era el título del supuesto libro que ambos publicarían al llegar a Fran­ cia. Pero, al mismo tiempo, había preparado, otra versión abreviada, sólo de la parte de la expedición orinoquense propiamente dicha, titulada: Un Peintre sur l ’Orénoque, en dos tomos. En 1938 se dirigió a la embajada de Venezuela en Bruselas, donde dejó un ejemplar de esta versión y 37 obras, entre dibujos y pinturas, con la esperanza de que el gobierno venezolano se interesara en la publicación. Esto no se concretó, sin embargo, y los materiales terminaron en la Biblioteca Nacional de Caracas, hasta 1984, cuando fueron devueltos a su nieta. Entre 1939 y 1942, donó otros objetos etnográficos y un ejemplar manuscrito de su Diario abreviado a los Reales Museos de Arte e Historia de Bélgica, además donó otros objetos al Museo Real de Africa Central y al rey Leopoldo de Bélgica le cedió algu­ nos dibujos y le propuso la publicación de su Diario. Todas estas diligencias resultaron infructuosas. Entre las personas que conocieron el manuscrito y le hicieron observa­ ciones estuvo también Francois Vicard, director del Museo de Bellas Artes de Lyon. En 1939 conoció al gran explorador Belga Robert de Wavrin, estableciéndose de inmediato una gran amistad entre ellos. Este leyó el manuscrito de Morisot y después de hacer algunas observaciones lo animó a publicarlo. El marqués de Wavrin era uno de los que desde hacía años había declarado abiertamente que consideraba que el descu­ brimiento de las fuentes del Orinoco por Chaffanjon había sido un fraude. De Wavrin había llegado hasta el raudal Guaharibos sin poder ir más allá y estaba en ese momento buscando financiamiento para una expedición definitiva a las fuentes del gran río. Morisot, emocionado y a pesar de sus 82 años, trazó la logística de la expedición, inclu­ yendo varias rutas alternas, puestos de aprovisionamiento de víveres y combustible y sugirió que en vez de ir por el río, se dirigieran a La Esmeralda en avión (con lo cual él mismo podía acompañar a De Wavrin) y de allí continuaran en curiaras hasta las fuen­ tes. Lamentablemente, este sueño del anciano artista-explorador no se realizaría. Acerca de la polémica sobre si Chaffanjon fue o no un fraude, Morisot pasó por tres etapas: en la primera, por supuesto, consideró de buena fe la verdad anunciada por aquél, pero después fueron surgiendo las dudas: intrigado por ciertos indicios, como eran la casualidad (según Chaffanjon) de que se hubiesen velado las dos placas que dijo 27


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haber tomado del sitio de las fuentes; lo difuso y ambiguo de la descripción del mismo lugar que aquél le hizo y que él intentó dibujar; el lapso extremadamante corto que le tomó llegar hasta allí, los supuestos guaharibos que no correspondían con otras des­ cripciones. Estaba también el encuentro en Ciudad Bolívar con Ermanno Stradelli, quien le dijo al mismo Chaffanjon que dudaba de su hazaña y cuya versión de que el francés había llegado sólo hasta el raudal de los Guaharibos fue repetida ya por to­ dos los que escribieron del tema; la posterior apreciación de Réclus y la actitud mis­ ma de su compañero, lo fueron convenciendo de que tal vez éste se hubiese equivocado. Finalmente, Morisot conoció las descripciones de otros exploradores como Alexander Hamilton Rice, que llegó hasta Guaharibos en 1920 y empleó a uno de los que acompañaron al francés en su juventud y que afirmó que éste se había devuelto sin llegar a las fuentes. Había también otros testimonios como los del viejo cacique Aramare y del famoso guía Luis Vega, que subió con De Wavrin, localizados por el pintor en sus lecturas y confirmados luego en persona por el marqués, que terminaron por hacer ciertas sus sospechas. Sin embargo, Morisot no le guardó rencor a su compañero de expedición, aunque en un momento empleó términos muy duros contra él cuando estaba planeando con De Wavrin la expedición que no llegó a darse; al final de sus días declaró estarle agrade­ cido por la inmensa oportunidad que le brindó de satisfacer su anhelo de la niñez y que marcó su vida y su carrera para siempre, supuso que, tal vez, su compañero se confun­ dió al llegar a un arroyo que surgía debajo de las rocas, y por la premura de la situación consideró que ya esto era suficiente como descubrimiento; lo cierto es que sus debilida­ des y mezquindades quedaron atrás cuando Morisot considera lo asombroso de la ha­ zaña realizada con tan pocos recursos, los otros aportes ciertos de la expedición y la admirable determinación y coraje de Chaffanjon. Después de su muerte, su hija primero y su nieta después, se encargaron de obtener los materiales dispersos de la obra de su padre y abuelo; en 1984, no pudo realizarse la publicación de los materiales que estaban depositados en la Biblioteca Nacional de Caracas por falta de recursos y el gobierno venezolano los restituyó a la nieta del pin­ tor. Todos los esfuerzos que ésta hizo a su vez en Francia y Bélgica, con el mismo obje­ tivo, tampoco dieron resultado. La Fundación Cisneros, haciéndose eco de las sugerencias de algunos investigadores (Andrés Ortega) y como parte de su política de conservación y difusión del patrimonio cultural de la región del Orinoco, trajo de vuel­ ta en 1998 los materiales de la obra venezolana de Auguste Morisot. La versión del Diario que hemos elegido para ser publicada en ésta su primera edición es la más com­ pleta, con las anotaciones al original que le hicieran el marqués de Wavrin y su autor, gran parte de las cuales se encontraban en notas separadas. Por nuestra parte, hemos

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acotado algunas aclaraciones para el lector crítico. Como título, elegimos el encabeza­ do original que aparece en los primeros manuscritos y las ilustraciones son también parte de las que el mismo Morisot seleccionó para acompañar al texto.

Alvaro A. García Castro 17 de noviembre de 2001

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“Auguste Morisot, tres meses después de su regreso de la exploración” Fotografiado por su amigo Louis Appian.


A mis amigos (Hermanos Marrones y Hermanitas [de] Lunares) Diario cotidiano de Auguste Morisot — dibujante— Compañero de Jean Chaffanjon De Francia a Martinica



PARTE It DE FRA N CIA A M A RTIN IC A . VENEZUELA (T R IN ID A D , CARACAS, C IU D A D BOLÍVAR), LA M ARIQ UITA, EM BA RQ UE PO R EL O R I N O C O

Diario de viaje

Del 6 de febrero de 1886 al 10 de junio de 1886


Caracas 18demarzo 2 deabril

Las Bonitas 1 Caicara del Orinoco,24de¡n Arauca

Capanaparo

La Urbana 30deagosto

S a n t a B á r b a r a 5 de septiembre,

Serranía Barraguán

Cinaruco parguaza

Raudal de Atures 2cdeseptiembre Raudal de Maipures 4deoctubre

* C e r r Q j u n t a d o 25 de septiembre

I s l a R a t Ó n 1 1 de octubre

Raudal de Santa Bárbara Guavtate

San Femando de 17 de oclubre-4 de noviembre

' \_ J s la Cánda i

Playa PeláaA

Cerro Yapacana-

Isla Pumname 19 de noviembre1 Isla Temblador 21'


Martinica 9defebrero-15de marzo

Puerto España sdeabm Campano i? d e marzo Trinidad CañoMacareo 6de;

del Pao 22-25 de junio,

.Almacén 15 de¡unto Barrancas.

Soledad

rt ®rc¡udad

/

’Guayana Vieja San Félix (Puerto Tablas)

a i 7 deabnmdejun¡o

'HaciendaLa Mariquita 19-24 de abra ^Hacienda LoLPalos Grandes 12 de ¡un»

l

12 de junio

♦Hacienda LaXurora 17-23 de mayo 22 de junio

3l Infierno

Rio Carom 1 de juno

da

leralda 3 de diciembre

:m ra ae Parima oo,

'

Raudal Peñascal 18dediciembre al^de Guaharibos 15dediciembre

Cerro Delgado Chalbaud



INTRODUCCIÓN


sn¿ “Acuerdo notariado entre Jean Chaffanjon y Auguste Morisot” 5 de febrero de 1886


IN T R O D U C C IÓ N

EL D E S C U B R I M I E N T O DE LAS F UE N TE S DEL O R I N O C O 1.

En enero de 1886, el explorador Jean Chaffanjon, encargado de una misión cientí­ fica por el majestuoso río venezolano, se procuró un solo compañero, el joven dibujan­ te Auguste Morisot. Aparte de las colecciones y estudios hechos en el curso del viaje, meta de toda ex­ ploración, el gran objetivo de los dos exploradores consistía en remontar el curso del Orinoco con la firme voluntad de intentar lo imposible a fin de llegar a sus fuentes, hasta entonces sin descubrir. Según decían los indios, las fuentes estaban celosamente guardadas por una nación de indios antropófagos, los feroces guaharibos2, quienes, armados de flechas envenena­ das, impedían la entrada de todo ser humano en su vasto territorio de selvas vírgenes. En su relación del Tour du M ondé, el explorador Jean Chaffanjon menciona incidentalmente las escalas hechas en Martinica, Trinidad, La Guaira, Caracas, Ciudad Bolívar... Aborda el hecho principal, el único que cuenta, desde el principio... es decir, desde el 11 de junio de 1886, día en el cual los dos exploradores abandonaron Ciudad Bolívar en una falca a la conquista de las fuentes del Orinoco. Sin embargo, desde su salida de Francia, el 6 de febrero de 1886, el joven y entusias­ ta pintor, que no quería perder ningún detalle de éste su primer gran viaje, escribió día a día sus impresiones personales, las que ilustró con más de 250 bocetos y dibujos to­ mados del natural. En opinión de sus amigos y otras personas que le hicieron el honor de leer sus notas, éstas constituyen el relato vivo y colorido de impresiones espontáneas cada vez más cautivantes. La primera parte de su diario es la relación de las escalas hechas en esta espléndida y hospitalaria tierra sudamericana: Antillas, Guadalupe, Martinica, Trinidad, La Guaira, Caracas, Ciudad Bolívar. Es la iniciación a su nueva vida, es el grito entusiasta de su admiración ante las impresionantes bellezas naturales que saltaban a sus ojos, su espí­ ritu y su corazón. En cuanto a la segunda parte, que trata de la exploración propiamente dicha, corro­ bora el relato de su compañero en el Tour du Monde. 39


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Pero las mismas cosas vistas, experimentadas por dos seres con opuestos estados de alma, no podían ser sentidas, experimentadas ni expresadas de igual forma... Mientras el explorador menciona especialmente las cosas que tienen interés cien­ tífico, el pintor cuenta, día a día, las peripecias cotidianas de esta vida de aventuras, las reflexiones que nacieron de ellas..., es la fiel exposición de una exploración (sin duda la última), hecha con los medios más elementales, y en las condiciones más desfavora­ bles. Hoy, los exploradores parten a la aventura con los más perfeccionados instrumen­ tos, con los nuevos elementos que el prodigioso progreso actual pone en sus manos... Actuar de otro modo sería una locura. Ese fue un poco nuestro caso. Durante nueve meses, iban a luchar sin descanso contra el río mismo. Celoso de guardar el secreto del lugar de sus fuentes, parecía estar aliado con los elementos, los seres vivientes, suscitando cada día nuevos obstáculos con el fin de aniquilar sus perse­ verantes esfuerzos. Pero nada pudo doblegar su voluntad ni hacerles perder la fe en el éxito de su em­ presa. A pesar de todos los obstáculos, regresaron triunfantes. Pero antes de entrar en materia, debo rendir homenaje al gran explorador belga, el marqués de Wavrin, que ha estado quince años entre las tribus indias de la ignota América del Sur. Yo le conocía antes por sus preciosos libros, ricos tesoros de nueva y juiciosa documentación, igual que su hermoso y evocador filme “Venezuela ”, que fue el objeto de una cordial correspondencia, y la franca y leal simpatía que unió de inmedia­ to a los dos fervientes amigos del Orinoco. Desde entonces, después de haber satisfecho su deseo de conocer mi Diario de via­ je, el experto viajero consideró que dicha obra era digna de ver la luz con la condición de expurgar de él lo que estuviera “al margen” del tema principal: “el Orinoco”. Viéndome que yo, el octogenario en que se había convertido el joven explorador de antaño, tenía dudas de emprender tal trabajo, tomó amablemente en sus manos la tarea de subrayar al margen, con lápiz, los párrafos interesantes de conservar. Desde entonces, me espolea constantemente con el fin de que, texto e ilustraciones, estén presentables para el editor, mientras los acontecimientos lo permitan. Por ello le estoy enormemente agradecido. A este sincero testimonio de afectuosa gratitud asocio a mi antiguo y querido alum­ no de la Escuela de Bellas Artes de Lyon, hoy su secretario general y autor de varias respetables obras4. Al ser yo jubilado de dicha escuela, él se dedicó en cuerpo y alma a editar mi Diario, que duerme, desde hace medio siglo, en la noche de un viejo armario. Apenas había él terminado de anotar las páginas roídas de parásitos, cuando una en­ fermedad inoportuna, unida a problemas angustiosos en estos últimos seis años, detu­ vo repentinamente la edición. Y, cosa notable, las páginas subrayadas por el intrépido

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viajero belga que no conoció las del escribano lionés, hechas sobre una copia mecano­ grafiada, son concordantes en todos sus puntos. Esta evidente coincidencia de que el relato, despojado de sus inútiles “acotaciones ”, es susceptible de interesar al editor y al lector, disipa mis escrupulosas dudas, y a menu­ do reviso y releo las impresiones entusiastas de mis años jóvenes. Por lo tanto, se debe al vivo impulso de mis dos excelentes amigos que me haya atrevido a dar a la luz el relato de este viaje por el majestuoso Orinoco, esperando que el lector, deseoso de abs­ traerse un instante de la ruidosa agitación de este siglo de hierro, encontrará la sereni­ dad mental deseada. Estas impresiones sobre la altiva naturaleza, aunque escritas a más de cincuenta años de distancia, son aún y serán siempre de una viva actualidad, afirma el experto De Wavrin. En efecto, en sus manifestaciones infinitas, visibles e invisibles, la naturaleza per­ manece inmutable. Fuera de ella, todas las obras humanas serán efímeras, perecederas. Hoy, más que nunca, los hechos y los acontecimientos nos han dado y nos seguirán dando la medida evidente de la fragilidad del hombre, igual que la negación, en todos los órdenes, de sus más admirables y geniales creaciones. Estas, creadas bajo la máscara de una buena obra, no fueron y no serán en realidad más que una atemorizante espada de Damocles, que los hombres no han debido jamás suspender sobre sus propias cabe­ zas, hasta que las condiciones de la moral, de la conciencia y de la razón se hayan aloja­ do en el corazón de los hombres, al punto de hacer salir de él para siempre al absurdo y ridículo pensamiento de envilecer los maravillosos beneficios de la ciencia, aplicándo­ los sobre ellos para su propia destrucción5.


Notas

(1) Esta introducción fue escrita por Morisot hacia 1939, cuando estaba a punto de publicar este diario, por sugerencias del marqués de Wavrin. Fundación Cisneros. FM. Item No. 7:1-6.

<2>Nombre dado a los yanomami en tiempos pasados, también se les conocía en esa eepoca con el nom­ bre de guaicas. (3) Año 1889, 2o semestre, página 337 y siguientes. Publicación ilustrada de la editorial Hachette, de París, donde Chaffanjon dio a la luz su versión de la expedición, reeditada luego en forma de libro con el título: El Orinoco y el Caura.

,4) Antoine Vicard. ® La memoria de los rápidos progresos tecnológicos y su aplicación en la “Gran Guerra”, como se le llamó a la Primera Guerra Mundial, estaban aún frescos en la mente del autor.


D I A R I O DEL VIAJE DE A U G U S T E M O R I S O T


sr$ "Auguste Morisot, compañero de Jean Chaffanjon” Fotografiado por Jean Chaffanjon en San Fernando el 20 de octubre de 1886.


D IA R IO D E V IA JE D E A U G U S T E M O R IS O T

A Pauline Page (la mayor de las Hermanitas [de] Lunares) Su querido recuerdo no me abandona nunca; me sostiene y me consuela en las horas de lucha y tristeza; está en todas partes entre líneas, no expresado. Este diario, única manera de hacerle llegar noticias mías a mi futura esposa, fue escrito sólo para ella. Como había de ser leído en las reuniones de familia, en su casa de la calle Rachais, ante amigos, no dejaba traslucir nada de mi estado de ánimo. Más por pudor que por esconder mi afecto, que aún no habíamos hecho público, callé todo lo que me llenaba el corazón. De vez en cuando una frase le daba a entender sólo a ella que, si por Francia mi voluntad, mi energía y mis esfuerzos estaban puestos en el éxito de nuestra misión, mi corazón y mi pensamiento estaban con ella, a la que asociaba con la idea de la patria, que ella personificaba para mí. Además, si hubiera muerto en la expedición, mi diario habría quedado en manos de mi compañero... Nuestras diferencias de carácter, opinión y sentimientos nos con­ vertían en dos seres vedados el uno al otro, y habría muerto dos veces de sólo pensar que él, tan ajeno a mi alma, pudiera leer en ella como en un libro abierto. Por esto sólo consignaba hechos superficiales. Además, ¿qué hubiese hecho Chaffanjon con el dia­ rio; él, que se burlaba de mí al ver que me pasaba el día escribiendo? “Se ve que es su primer viaje, cuánto fuego, qué ardor...”, me decía, encogiéndose de hombros, mientras me veía escribir o dibujar al vuelo. De hecho, él tomaba pocas notas, confiado en su prodigiosa memoria. Esta exploración fue, sin duda, la última que se hizo con recursos tan simples, tan primitivos. Hoy en día, se parte a la conquista de los descubrimientos con todo el material que el progreso pone a la disposición del hombre. ¿Por qué padecer inútil­ mente cuando hay mejores recursos para hacer las cosas? Además, el éxito de toda la empresa depende de ello, y no se debe descuidar nada para obtenerlo. ¡Hacerlo de otro modo es una locura! Sin embargo, así fue el caso nuestro. Pero tuvimos la satis­ facción de regresar. En octubre de 1885, recién egresado de la Escuela de Bellas Artes, me enteré casual­ mente de que se organizaba una expedición para ir a estudiar la cuenca del Orinoco y que el jefe, el Sr. Chaffanjon, solicitaba que, a costas de la Cámara de Comercio de Lyon, se le adjudicara un dibujante cuya misión sería dibujar la flora y la fauna de esas regio45


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nes inexploradas1. Inmediatamente fui a ver al Sr. Castex-Desgrange, profesor de la clase de flores, en la Escuela de Bellas Artes, encargado de la elección del candidato, y le expresé mi ardiente deseo de participar en esta exploración; gracias a sus buenos y generosos consejos en pocos días estuve listo para enfrentar el concurso. Desgraciada­ mente, unos días antes de la fecha fijada para escoger al afortunado candidato con los mejores estudios de flores, la Cámara de Comercio, en una repentina decisión, se negó a votar los doce mil francos destinados a la adjudicación de un dibujante. Así quedó el asunto... No sé qué impresión produjo esta noticia sobre mis rivales, para mí fue un golpe durísimo... De joven ya soñaba con viajes; crecí con el secreto presentimiento de satisfa­ cer mis gustos aventureros. Mi desilusión fue grande. Fue la pulverización súbita de todos mis sueños, acariciados durante todo un largo mes... Cada día, preparándome para el concurso, iba a los invernaderos del Parque Téte d’Or a hacer apuntes de flores exóticas. Allí, dibujando, mi pensamiento flotaba y ya me veía en medio de una vegeta­ ción fantástica, de un bosque de palmeras gigantes de las cuales tenía una débil mues­ tra frente a mis ojos... Durante un mes viví con la fiebre de una imaginación demasiado errática; la vida real, presente, no existía, yo pertenecía por entero a la vida futura, esperada, llena de lo desconocido, y justo en el momento de alcanzarla, todo se derrumbaba de golpe. Aun­ que mi decepción fue grande, afortunadamente no duró mucho. Supe poco después que el Sr. Chaffanjon estaba de paso por Lyon en busca de un dibujante; me hice pre­ sentar; vino a ver mis estudios de flores y como para acompañarlo yo no pedía nada más que mis gastos de viaje, el acuerdo fue rápido; el Sr. Chaffanjon se procuró un com­ pañero a muy bajo costo. Yo, por mi parte, demasiado feliz de formar parte de una exploración, no pensé para nada en la cuestión económica y renuncié sin lamentacio­ nes a los doce mil francos de la Cámara de Comercio. ¡Qué me importaba el porvenir!, si incluso el regreso era dudoso. Asegurada ya mi participación en el proyecto, mi compañero me dio doscientos francos para mis gastos y el viaje a París. Debía estar allá el 3 de febrero y estábamos a 28 de enero; me quedaban entonces seis días para hacer mis preparativos y mis visitas de despedida. No me extenderé sobre esos últimos días dedicados a los parientes y amigos; todo el que se prepara para una separación más o menos larga pasa por emociones semejan­ tes. Cada cual me aconsejaba a su manera y todos trataban de disuadirme, exponién­ dome los peligros de semejante aventura2que, por otro lado, al igual que yo, no conocían sino a través de los libros. Lo que más temían, y sobre lo que insistían particularmente, era el aislamiento y sus terribles consecuencias en el caso de que uno de los dos cayera enfermo. Les preocupaba la idea de dos hombres solos en un país inmenso y descono­ 46


D IA R IO D E V IA JE D E A U G U S T E M O R IS O T

cido, expuestos a todas las inclemencias, a la merced de cualquier eventualidad y mina­ dos por la fiebre y las privaciones. Además, en ese momento, estaba en boca de todos la muerte de nuestro predecesor, el Dr. Jules Crevaux, y de sus compañeros, recientemen­ te asesinados en América del Sur (al remontar el Pilcomayo en El Chaco)... Todo esto no hacía sino aumentar la inquietud que sentían por mí3, pero también mi deseo de partir. Me separé de mis amigos de Lyon, muy conmovido por los testimonios de afecto y simpatía que me prodigaron, me detuve en Baune, entre dos trenes, con tiempo apenas para abrazar a mi madre; los adioses más fáciles son los más cortos, y me dirigí a Troyes a pasar un día con mi hermano y su pequeña familia. Me obsequió un botiquín y su revólver de oficial; con mucho gusto acepté este regalo, ya que mi compañero no me suministraba sino un fusil Gras que le prestaba el Ministerio con la orden de entregar los cartuchos vacíos. ¡Oh ingenuidad burocrática y aún mayor simpleza la de mi com­ pañero al transmitir semejante orden seriamente! El 3 de febrero estaba en París en casa de mi amigo Louis Appian; juntos hicimos mis provisiones de colores, crayones y, sobre todo, papel. Fui a ver a mi compañero, dedicado a sus preparativos en medio de sus numerosos cofres, y juntos corrimos al Ministerio para mi nombramiento oficial como dibujante de la misión; luego nos apre­ suramos al Museo donde él debía varias visitas, y nos dimos cita en la Estación del Oeste. Añadí mi pequeña maleta a sus muchos paquetes y estreché la mano de Appian4, quien me había acompañado. ¡Fue la última mano que estreché antes de dejar mi que­ rida Francia, que acaso no volvería a ver! Después de una noche de tren en un compar­ timiento atestado, llegamos la mañana del 6 de febrero a St. Nazaire con lluvia y viento glacial.

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sra “Diploma a Auguste Morisot nombrándolo oficial de la Academia por su participación en la misión científica a la Cuenca del Orinoco” 12 de julio de 1888

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SALIDA DE FRANCIA

1886, 6 DE FEBRERO, ST. NAZAIRE

Llegamos de París en la mañana con un tiempo deplorable, gris y triste; lluvia pene­ trante y un frío que cala cuerpo y alma; nos metimos en el hotel más cercano, nos aseamos un poco y tomamos un desayuno liviano. Desaparece la modorra de una no­ che de insomnio. Dejó de llover, persiste el viento glacial, vagamos por la ciudad-iglesia románica al borde del mar de un efecto impresionante. Cruel decepción: esperaba en­ contrar una carta en la lista de correos y nada... ¡partir sin una última noticia! Embarcamos a las cuatro en el Washington. Son muy interesantes los preparativos para zarpar y por lo tanto buenos para distraerse de los pensamientos tristes... Toda esta multitud, este bullicio, me dan fiebre... Por fin, después de los últimos adioses, todo el mundo a bordo... El barco vira sobre sí mismo, la gente en el muelle agita sus pañue­ los, se lanzan besos, levantan sombreros y al paso de esas mudas demostraciones de pena, de afecto y de enternecimiento, el barco sale del puerto y comienza a cabecear. A unos trescientos metros disparan dos cañonazos; es la despedida vibrante del coloso flotante que nos lleva dejando tras sí una larga estela ¡efímero lazo que aún nos une a Francia!, ¡a Lyon! Minutos después vemos la ciudad, dibujada sobre un fondo de oro, perderse, junto con la silueta de su vieja iglesia, en una atmósfera púrpura. Paseo por la cubierta del Washington-, última mirada a la costa francesa que ya no es más que una ligera neblina. Cuando desaparece del todo, para disipar mi melancolía, hago como la mayoría de los pasajeros, miro los delfines juguetear alrededor del navio y le presto algo de atención a las exclamaciones de algunas pasajeras jóvenes a la vista de cinco delfines que atraviesan una ola de frente dando un salto de más de dos metros de altu­ ra. Nos presentan a la esposa del vicerrector de Martinica (la Sra. Guerrier va a encon­ trarse con su marido en Fort-de-France, la acompañan sus hijos, dos muchachas y cuatro muchachos). Una campana anuncia la cena. Gran sala espléndida con ciento veinte puestos, cinco mesas con doce cubiertos por cada lado. A estribor preside el Coman­ dante, a babor el Comisario de a bordo. Los otros oficiales cenan en una sala aparte. Todas las mesas se llenan, cada cual se coloca según sus conocidos o sus simpatías. La familia Guerrier, amiga de Chaffanjon, nos invita a compartir una mesa con ellos; a partir de ese momento entablamos amistad. La conversación es bastante animada al principio, pero poco a poco se vacían los asientos; las mujeres particularmente deser­ tan; el mareo va ganando terreno, al menos la mitad de la sala está apoyada en la borda, pagando tributo al mar. Permanezco firme en mi puesto, como con buen apetito a pe­ sar del repugnante olor de aceite recalentado de las máquinas (olor que llega a todos los rincones del barco y contribuye mucho al mareo). Había un menú a la Casatti, café 49


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después de la cena; pousse-café, en el crepúsculo, paseo por la cubierta con Lucien, el mayor de la familia Guerrier, fumando cigarrillos. Tarde muy fresca, sorpresa a la vista de la estela fosforescente producida por unos microorganismos agitados por la hélice. El barco se mueve mucho y como no dormí la noche anterior, me siento muy cansado —voy a recuperarme— . Bajamos a la cabina, olor muy desagradable. El camarote para dos es muy cómodo: dos camas una sobre la otra pegadas al tabique, del techo cuelgan dos salvavidas en caso de accidente. Chaffanjon ya está dormido en la cama de arriba, me echo en la otra. Qué buena es la posición horizontal, aunque no estoy muy a mis anchas en la estrecha cama, unos setenta centímetros. Paso muy buena noche a pesar de esa exigüidad y del ruido constante de la máquina. 7 DE F EB RE RO

Apenas nos despertamos, nos traen un caldo tibio al camarote. ¡Maldición! Me le­ vanto inmediatamente sin ningún malestar, pero mientras me aseo, el mar picado nos sacude de tal manera que golpeo constantemente la cabeza contra el lavamanos y em­ piezo a sentir la pesadez de la sopa contra el estómago, me da un sudor frío. Me apresu­ ro en vestirme para subir a cubierta a respirar aire fresco; me ahogo en el camarote, todo se enturbia, ya no encuentro mis cosas, ahora sí caí yo también... Día triste, muy triste, frío, malestar constante, sin fuerzas ni para pensar; no estoy cómodo si no estoy echado en una silla de extensión, abrigado del viento gélido. Todo resulta insoportable, el olor de los camarotes, de las cocinas, del tabaco, etc.; todo me produce asco, sobre todo la vista de aquellos que forzándose a comer vienen luego a devolver la cena al lado de uno. Tomo un poco de caldo que no puedo retener en el estómago, lo devuelvo. Sin embargo, en la tarde, a pesar de mi repugnancia, entro al comedor, tomo un ligero re­ constituyente y bajo rápidamente al camarote a echarme en la cama, estoy fuera de combate... Se está tan bien echado cuando uno está mareado... Pasé una buena noche, durante el día oteé dos barcos en el horizonte y miré los delfines saltar y el vuelo de las gaviotas, en los ratos en que el mareo me dio tregua. 8 DE F EB RE RO

Me despierto sintiéndome de maravilla, ni rastros de la mala experiencia del día anterior. Visita al navio toda la mañana. Buen almuerzo, ¡me hacía falta! En las mesas todavía faltan algunas damas; aún no se atreven a enfrentarse al comedor. Empiezo a darme cuenta de que uno se alimenta bien en el mar, comer ocupa la mayor parte del día, ¡es espantoso! A las seis de la mañana el camarero le lleva a uno a la cama una taza de chocolate o de café con leche, a las ocho los que tienen apetito pueden ir al comedor a tomar sopa y un poco de carne fría, a las once llaman para el almuerzo serio, el cual 50


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dura hasta las doce o doce y media con el café y el pousse-café. A las seis llaman para la cena, que se prolonga en algunas mesas hasta las ocho, de nuevo con café y pousse-café, y a esa hora llaman a los pasajeros otra vez para tomar té con pastelillos. Entre comidas el comedor se transforma en salón y hay a discreción limones, agua de azahar, azúcar y agua fresca de fresa para saciar la sed; ¡qué régimen! Entre estos numerosos banquetes, excepto para aquellos presa de la fiebre del jue­ go que pasan el día entero y gran parte de la noche jugando a las cartas, el tiempo pasa en titubeantes paseos por la cubierta, donde uno se tropieza a cada rato con alguien, en tenderse en la silla de extensión para meditar o leer mecido por las olas, en apoyarse en la borda, a estribor o a babor, para contemplar, soñar o dejarse mecer. Invariablemente siempre es lo mismo; uno se encuentra, habla, vuelve a pasear conversando, fumando cigarrillos, luchando contra la brisa, menos glacial que la de los últimos días. Sin embar­ go, si uno mira el mar, siempre es nuevo, es un espectáculo que no cansa nunca; se señalan una vela unos a otros, ¡va rumbo a Francia! Por fin hoy no veo más que caras sonrientes, todo el mundo está feliz de haber dejado de sentirse mal, o casi; sólo se oyen preguntas como “entonces, ya estamos me­ jor que ayer, ¿no? Pues sí, qué gran día” o “todavía me siento un poco revuelto, pero en comparación con lo de ayer...”, etc. El Sr. Cosmao, comisario de a bordo, nos ofrece amablemente un coctel (bebida fría de los países calientes a base de ron) en su camarote; alegre compañero, muy expansivo, nos contamos historias alegres, nos enseña la foto de un primo suyo muerto en Tonkin, y como parece quererlo mucho, ofrezco hacerle un retrato en grande y uno de él a la sanguina. A partir de ese momento estamos mejor y gozo de su preferencia. 9 DE FEBRERO

Dibujé toda la mañana. Ahora la mesa está completa; reaparecen las mujeres; ya hacían falta, la conversación no es tan libre, en verdad, pero sí llena de encanto jovial. En el horizonte se perfila con claridad un espléndido velero de cuatro mástiles, los delfines siguen con sus maniobras alrededor del barco, al igual que cuatro gaviotas que nos siguen desde St. Nazaire. Las gaviotas se alejan hasta una distancia considerable pero regresan a descansar a unos metros de nosotros. Si se contempla esta inmensa planicie líquida que nos rodea por todas partes y cuyo círculo parece bastante restringido, ¿cuántas bellezas no se descubren? En este abismo moviente se refleja otro abismo más puro y más insondable en una miríada de destellos multicolores que ni el brillo del oro más fino y de las piedras pre­ ciosas más rutilantes podría igualar. Basta la brisa más leve para animar, para agitar esta masa; cómo sería si el soplo de una tempestad inflamase y ensombreciese todo 51


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“A bordo del Washington Sanguina sobre papel • febrero de 1886


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esto; ¡un espectáculo así debe ser sublime! Afortunados quienes lo presencian, debe dejar una huella profunda en el corazón y el espíritu. Cuántos pensamientos despierta en mí esta inmensidad del mar, cuando acodado en la proa del barco, con la mirada perdida en las profundidades que se extienden ante mí y presa de las fiebres devoradoras de lo desconocido, trato de penetrar el velo oscuro de mi destino; pero qué nostalgia se apodera de mi alma cuando aislado en la popa no oigo más que el chapoteo de la hélice cuyos golpes me alejan cada día más de aquellos que amo. Sigo con la mirada la estela, larga cinta sin fin que desaparece tras el horizon­ te, mi mente franquea el más allá, vuelvo a ver claramente los rostros amados, entriste­ cidos, y mi corazón sangra. 10 DE F EB RE R O

La misma vida de los días anteriores, los mismos paseos por la cubierta, nos estu­ diamos unos a otros y ya empiezan las bromas. Un pasajero simpático se mete en un pleito con uno antipático: intermedio cómico ¡qué tipos! Por otro lado, todos somos tipos. Se definen dos campos bien delimitados, la mitad de los pasajeros se buscan, los otros se evitan; es bastante divertido, rompe la monotonía. Ya hay grandes temas de conversación, y empiezan las críticas de unos y otros. 11 DE F EB RE RO

Brisa muy fuerte y ventiscas; el oleaje es constante; el barco se balancea con fuerza —muchos se sienten mal— , ahora, lejos de afectarme, este movimiento me resulta agrada­ ble. Hoy en la mesa los platos y los vasos están sujetos con bandas, el oleaje hace de las suyas y se oyen risas a cada rato: a pesar de las precauciones, una botella que olvidaron acostar se estrella contra un vaso y una pila de platos mal colocados cae en cascada; al maitre dhotelno debe parecerle muy gracioso. Los mesoneros traen los platos uno a uno, cortan la comida en una mesa y sirven a cada cual por separado. Hay que verlos trastabillar, metiendo la cabeza entre nosotros al pasamos un plato; a pesar de su buen pie de marine­ ro, los pobres diablos hacen verdaderos esfuerzos y despliegan su destreza para no echar sobre el vestido de la vecina o los hombros del vecino la comida que nos está destinada. De los 120 pasajeros de primera clase, por lo menos sesenta se dirigen a Colón, a la empresa del canal; son ingenieros, técnicos o mecánicos. Están contratados, dicen ellos, con buenos sueldos para empezar, y sobre todo, fundan grandes esperanzas en el por­ venir. Desgraciadamente en Panamá las fiebres los diezman, los aniquilan con extraor­ dinaria rapidez. Por ejemplo, de los 64 que llegaron juntos el año pasado, quedaban veinte seis meses después, y sólo pudieron regresar a Francia cinco de ellos — de estos sesenta ¿cuántos regresarán? 53


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Todos envidian nuestra suerte, con gusto cambiarían de destino y de trabajo... ¿quién sabe?, tal vez nosotros quedemos por allá y ellos vuelvan a la bella Francia. Es cierto que si nosotros corremos más riesgos en lo que toca a lo imprevisto, tenemos menos en lo que toca a las fiebres; la suerte decidirá, yo voy confiado. Pasamos cerca de las islas Azores; vista de la isla Santa María que se perfila con nitidez como una nube gris sobre la línea del horizonte. Nos abandonan los delfines y las cuatro fieles gaviotas que revoloteaban alrededor del barco desde la partida. 12 DE F EBRERO

Ya he terminado el retrato del joven teniente muerto en Tonkin. Cosmao quedó encantado. Empecé el de Lucien Guerrier según natura, más interesante. Paseo por la proa; voy a ver el ganado; cuatro bueyes, do? becerritos lastimosamente flacos, tres grandes jaulas llenas de carneros y unas quince más de gallinas, patos, pavos, etc. Los animales grandes están atontados por el fuerte balanceo, tienen un aspecto triste y resignado, pero las aves de corraP esperan con impaciencia la llegada de su alimento y sobre todo del agua; como estos animales sirven para alimentar a la tripulación y a los pasajeros, todos los días se van vaciando las jaulas; todas las mañanas se inmolan algu­ nas de estas pobres víctimas. Viento fuerte — el barco se balancea mucho— en la cubierta, admiro por un buen rato una puesta de sol nubosa en muy agradable compañía —grandes ensoñaciones— , el barco visto desde la proa parece hendir el agua, dulce sensación. La campana de la cena interrumpe nuestra contemplación y el efecto más bello del poniente ocurre cuando estamos todavía en el comedor. Al terminar de cenar ya ha caído la noche, quedan algunas luces crepusculares a estribor y hay un fresco agradable. Paseos por la cubierta, charla encantadora que se prolonga todas las tardes hasta que se apagan las lámparas a las once, y aún más tarde, de manera que nos vemos obligados a acostarnos sin luz, ya que está expresamente prohibido encender cualquier lámpara en los camarotes por temor a los incendios. Sólo los jugadores infringen esta medida de prudencia cubrien­ do con cobijas los tabiques del camarote a fin de que ningún rayo de luz los delate al oficial de ronda. Mi reloj tiene tres horas de adelanto respecto a la hora de a bordo, la cual se fija todos los días según la posición del sol; a mediodía hacen lo que se llama el punto con un sextante, es decir, establecen a qué longitud y latitud estamos a las doce del día. Es interesante ver en el mapa la distancia ya navegada y el punto en el océano donde estamos — más o menos a mitad de camino— . Ganamos veinte minutos por día y hacemos de 295 a 305 millas.

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Trabajé toda la mañana en el retrato de Lucien en su camarote. Antes del almuerzo fui a respirar aire fresco al bulevar (la cubierta) y entablé una conversación con un joven mecánico destinado a Guadalupe; se mantiene apartado, muy indispuesto por el mareo. Como desde hace tres días persiste el oleaje, con algunos vendavales, no ha teni­ do un minuto sin malestar — cómo quisiera haber llegado ya— , ¡pobre muchacho, la pasa muy mal! No piensa sino en la llegada, en tocar tierra; me hace algunas confiden­ cias melancólicas, me habla de su sufrimiento cuando temía perder la vista. Al pensar en alguien que actualmente pasa por algo parecido, siento el corazón oprimido. Des­ pierta mi interés en un principio por simpatía, pero doblemente porque su mal fue el mismo que el de la Srta. E5, una mancha en el ojo aparecida de repente. Durante tres largos meses se creyó ciego. Físicamente no sufrió mucho y ahora está completamente curado, ¡qué alivio! Chaffanjon me ha fotografiado en cuatro grupos distintos. Terminé el retrato de Lucien, empecé el del Comisario, aunque jamás hubiese creído posible dibujar con todo este bamboleo, uno se acostumbra a todo. Salvo algunas sacudidas demasiado bruscas, como dibujo con mi cartón en las rodillas, no me percato del oleaje. Terminada la cena, por primera vez una dama se sienta al piano y varios pasajeros cantan con acompañamiento, pequeña velada encantadora. Una noche espléndida como siempre, vista desde la proa, mi sitio favorito. Nada detiene la vista: la brisa da agrada­ blemente en la cara, se respira mejor un aire más puro que en cualquier otra parte del barco. Uno se siente reanimado y, como durante el día ya empieza a hacer calor, es de lo más agradable tomar el fresco. Un marinero nos anuncia que mañana entramos al mar tropical y que veremos probablemente peces voladores. Tres días sin barcos a la vista. 14 DE FEBRERO, D O M I N G O

Ya está terminado el retrato del Sr. Cosmao; él insiste en celebrar la ocasión invi­ tándonos a tomar cocteles en el salón de fumadores, lugar de reunión de los desocupa­ dos y aficionados a los aperitivos —historias verdes contadas por un grupo de libertinos. Vemos enormes plantas marinas flotando como serpientes gigantes nadando entre las olas, los marineros dicen entonces que entramos en los trópicos. Gracias a esas mis­ mas plantas (que se llaman uvas de mar), Cristóbal Colón se salvó de ser degollado por su tripulación: fueron para ellos indicio cierto de tierra cercana. Aparecen los primeros peces voladores, muy curiosos. Al acercarse al barco, que toman seguramente por un monstruo, salen del agua y vuelan recto mientras tengan las alas húmedas, unos cincuenta a cien metros como máximo; como apenas se elevan cuatro o cinco metros por encima del agua,

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“Pasajeros del Olinde-Rodrigues Auguste Morisot al fondo. Fotografiados por Jean Chaffanjon


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no es raro que una ola los devuelva a su elemento. Así deben huir de todo monstruo marino, las largas aletas que les sirven de alas son las únicas armas defensivas que poseen para escapar de sus enemigos y despistarlos. Dos de ellos caen en el entrepuente. No ten­ go oportunidad de verlos, los marineros disponen de ellos. 15-16 DE F EBRERO

La misma vida monótona, empleé parte de estos días en hacer a la sanguina el bello perfil de una de las Srtas. Guerrier. Visita a las máquinas de cabo a rabo, maravilloso. El mecánico en jefe que me guiaba (después de prestarme ropas viejas para bajar a ese hoyo donde todo rezuma aceite y agua) tuvo la extrema bondad de explicármelo todo; como no tengo ningún conocimiento de mecánica, no podía sino testimoniarle mi ad­ miración a medida que me hacía comprender los principales rodajes que accionan esta masa flotante. ¡Cuánta simplicidad en todas estas cosas tan complicadas! Subí de la cala sumamente impresionado, mi curiosidad momentánea está satisfecha... qué bella ha de ser la mecánica como estudio. Uno se acostumbra pronto a la vida a bordo, se adquieren hábitos y todo el mundo se siente casi como en casa; nos parece que nos hemos conocido toda la vida y mañana o pasado mañana ya no nos veremos nunca más. Se acostumbra uno rápido al medio en que se está, sin olvidar ni por un minuto el que se acaba de dejar. 17 DE F E B RE RO

Me presentan al comandante del Washington, el Sr. Dardignac, quien tiene la ama­ bilidad de poner su camarote a mi disposición para dibujar con mayor comodidad. Ca­ marote muy espacioso, amueblado con sencillez, donde la luz entra por todos lados, como en un verdadero taller de pintura. No logré el retrato de la mayor de las Guerrier, ¿será por estar instalado más cómodamente? Comencé el retrato de la hijita del co­ mandante, de seis años de edad, como mi sobrinita. Mientras más se acerca la hora de la separación, más aumenta la intimidad entre los pasajeros, de manera que esta tarde, después de la cena, subieron el piano del comedor hasta la cubierta, no sin dificultad; se dispusieron luces, y a pesar del oleaje que no ha parado en los últimos días, se bailó hasta las diez y media de la noche. Traté de bailar una polca; no soy muy ducho en tierra firme, así que con este suelo que se va de los pies fue aún peor; afortunadamente, tuve una pareja muy indulgente. 18 DE F EBR ERO

Desde temprano reina en el buque una actividad inusitada, la palabra tierra es re­ petida por todas partes, todo el mundo se precipita a la cubierta. A nuestra derecha 57


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aparece una silueta de montaña gris casi transparente: es la isla Désirade (el antiguo lazareto de leprosos) que se pierde en la bruma mañanera, en tanto que frente a noso­ tros, diáfana como una nube sobre el horizonte del mar, la Grande-Terre de Guadalupe parece avanzar hacia nosotros, aunque no tan rápido como quisiéramos. Pronto los planos se acentúan, se distinguen las lomas de las montañas del fondo, todo se colorea y navegamos en línea recta de Este a Oeste frente al más bello panorama que ojos euro­ peos puedan soñar. Una fascinación, un encanto, un entusiasmo continuo se apodera hasta de los más habituados a tales espectáculos. Todos estamos acodados en la borda, y a cada momento se escapan exclamaciones, ¡un grito de sorpresa, un murmullo de admiración! Durante dos horas pasan delante de nosotros las colinas azules de fondo, racimos de palmas reales, de mangle y manzanilla que coronan la cresta de las cordille­ ras; las plantaciones de caña de azúcar en las vertientes recuerdan de lejos nuestras praderas; hay pequeñas aldeas escondidas como nidos a la sombra de los cocoteros, cabañas de pescadores aisladas, diseminadas por el playón, rodeadas de largas perchas de donde cuelgan las redes, barcas marrones sobre la arena de oro, todo ello crepitante, resplandeciente de luz bajo los rayos argentinos de un potente sol matinal. Hace apenas doce días que dejamos nuestra Francia bajo un viento glacial y húme­ do; todo era brumoso, gris y triste, muy acorde con los pensamientos melancólicos de una partida, y hoy todo flamea y resplandece en torno nuestro. ¡Qué luz tan resplande­ ciente!, ¡qué color y qué calor! Este sol caliente, esta riqueza de luz, esta naturaleza exu­ berante; todo este cuadro encantador evoca en mí una multitud de recuerdos, de impresiones experimentadas cuando de niño devoraba los relatos de los primeros na­ vegantes. Por fin llegamos a la vista de Pointe-á-Pitre, precedida del gran faro que la domina. Siendo el estrecho bastante peligroso, un piloto6 negro sube al Washington para diri­ girnos a puerto. La mayoría de los pasajeros se apresta a bajar a tierra y ya varios osten­ tan los cascos Stanley blancos. El Sr. Cosmao, comisario de a bordo, nos hace el amable ofrecimiento de llevarnos en su lancha, extensivo a mi nuevo amigo Lucien Guerrier; me ofrece también un para­ sol algo manchado, pues él tenía dos. Acepto con gusto, ya que no dispongo más que de un sombrero de fieltro suave y, según dicen todos, el sol es el enemigo más peligroso para los no aclimatados. Nos detenemos bastante lejos de la ciudad. Apenas dispara­ dos los dos cañonazos, el saludo de nuestro barco, una multitud de pequeños veleros, piloteados por dos negros cada uno, rodean el Washington. Todas estas cáscaras de nuez se bambolean un rato alrededor del transatlántico hasta que se agrupan a babor y los marineros sueltan las escaleras. Inmediatamente los negros se precipitan, todos quieren llegar de primero: gritos, encontronazos violentos, disputas. Los más astutos y ágiles suben por el costado mismo del barco y en un santiamén la cubierta es invadida 58


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por esta ola de negros con las piernas desnudas, muy musculosos, apenas cubiertos por un pantalón roto y una camisa abierta. Un paltó, sin camisa debajo, que descubre un tórax ancho y poderoso. Con gran dificultad nos abrimos paso entre toda esta masa de gente de pelo en­ crespado, que grita, gesticula, interpela a los pasajeros para llevarlos a tierra, ofrecien­ do sus servicios a todo pulmón en un patois medio francés sin erres. Por fin alcanzamos la lancha del Comisario que nos espera desde hace rato; Cosmao está al timón y hay cuatro marineros armados. Apenas instalados, a bogar... pero no vamos tan rápido como los vertiginosos veleritos de los negros que llevan a los demás pasajeros. ¡Oh, cómo vuelan esas barcas de los negros y qué envidia me da! Qué sensación tan peculiar produce el poner pie en tierra firme. Los primeros pasos son pesados y titubeantes, pero el pie reconoce pronto el piso firme que no se le escapa. En el puerto nos asedian varios grupos de negras y mulatas; negras sire­ nas, quienes al avistarse un barco, acuden a exhibir sus encantos con sus vestidos cla­ ros de colores abigarrados. Esos tonos, chillones si se miran aisladamente, se armonizan tan bien en conjunto en esta atmósfera luminosa, que la mirada queda agradable­ mente complacida por la sorpresa que produce tanta audacia de colorido. Las co­ quetas de puerto usan trajes tipo “directorio”, simples, de larga cola y ceñidos bajo el seno. Sólo que, creyendo añadirle un encanto más, llevan esta ropa almidonada, rígida, con pliegues angulosos hechos con una plancha y así cada movimiento pro­ duce un ruido de periódico estrujado; despliegan toda la amplitud de sus vestidos de cola, rígidos como cucuruchos de papel blanco, decorados con grandes rayas azu­ les, cuadros rojos y lunares amarillos, azules o negros y motivos florales de todo tipo. Mientras el Comisario se afana con los asuntos del barco, entramos en la ciudad arrastrados por un simpático grupo de pasajeros, casi todos ingenieros y mecánicos en ruta a Panamá. Absorto en los diversos tipos físicos, nuevos para mí, de los indios que vamos encontrando y para los cuales los jóvenes chistosos del grupo tienen siempre un calificativo o broma que más o menos viene al caso y también por las anécdotas que se refieren, y cuantas barbaridades se dicen entre pasajeros, veo la ciudad de manera muy incompleta. Las casas son casi todas de madera, pintadas de colores claros — apenas de un piso o dos a lo sumo— ; algunas tienen techo de tejas o de planchas de zinc que resplande­ cen bajo el tórrido sol. Afortunadamente las frondas de árboles de todo tipo y las copas de palmeras y cocoteros sobresalen de los techos encandilantes y arrojan una nota de verdor que descansa la vista. No hacemos más que pasar frente a la “sabana”, donde unos árboles gigantescos protegen a los numerosos paseantes del calor agobiante. Me parece que hace mucho 59


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más calor en tierra que a bordo, ¿será que nos hace falta la brisa del mar, o será que caminamos más? Visita obligada al viejo mercado tan pintoresco y con un olor tan particular, que nada tiene en común con nuestros halles-, las flores y las frutas tropicales lo atiborran y su perfume domina todos los demás sentidos. El mercado es un hormiguero de nativos de los matices más variados que deambulan con pintorescos vestidos multicolores, en medio de un atrayente desorden de productos coloniales, de flores raras para nosotros, en toda su espectacular belleza, frutos tropicales, grandes racimos de bananos cargados de sus largos frutos en forma de doradas medialunas, mangos y mangas perfumados de trementina, aguacates, ver­ dadera mantequilla tropical, piñas con su penacho de hojas espinosas, marrones de coco, algunos de los cuales, despojados de su gruesa corteza fibrosa, contienen una leche fresca y sabrosa. Entrevemos allí tipos humanos de una extraordinaria belleza, mujeres con el cuer­ po arqueado, combado hacia adelante, bajo el peso de una cesta cargada de provisiones, que llevan en equilibrio sobre la cabeza, y vestidas con un simple traje blanco pegado al cuerpo, sin almidonar, que no recuerdan en nada los pretenciosos arreglos de las co­ quetas del puerto. La cola del vestido, graciosamente recogida en la cintura, deja ver una pierna fina, negra, bien moldeada y los largos pliegues del vestido se ciñen al cuer­ po y dibujan las bellas formas esculturales acentuadas por el andar sensual y el movi­ miento de las caderas. Una, que me impresionó por su simplicidad, no llevaba sino un largo vestido negro ligero; el cuello de la camisa emergía como un vivo blanco en el escote abierto, y este vivo blanco, como un destello claro entre el negro rojizo de la piel y el negro azulado de la tela, producía un efecto pictórico muy llamativo. Después de una prolongada resistencia, los pasajeros convencieron a una mulata muy bella, tocada con un reluciente madrás, para que se dejara retratar posando nada más que media hora; yo también me dejé seducir y rodeado de una quincena de pasaje­ ros del Washington y de una cincuentena de negros y de negras que se empujaban para ver, hice un rápido apunte a la sanguina. El azar hace que encontremos al Sr. Guerrier, vicerrector de Martinica, en gira de inspección en Pointe-á-Pitre. Efusiones entre el padre y su hijo Lucien, mi nuevo amigo. Los dejo solos unos instantes, y luego los tres regresamos a bordo porque ya era hora. Dicha y sorpresa de toda la familia Guerrier al encontrarse todos re­ unidos. Ahora el aspecto del barco ha cambiado, toda la cubierta de segunda está abarrota­ da, repleta de negras que van a Martinica. Se disponen a pasar la noche al aire libre, unas, recostadas en cajas de vainilla o en sacos de cacao, miran tristemente alejarse la 60


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costa; otras, en cuclillas y envueltas en cobijas o en inmensos chales multicolores, se disponen a dormir. Saludamos a Pointe-á-Pitre y navegamos perpendicularmente respecto a nuestra dirección de esta mañana, ya que la capital de Guadalupe está casi en la punta del ángu­ lo recto formado por la Grande-Terre que contorneamos esta mañana y la Basse-Terre que seguimos esta tarde. Cuando aparecieron a nuestra izquierda las islas de Los San­ tos, el sol poniente delineaba con un borde dorado los artísticos grupos de la cubierta. Desafortunadamente la mayoría de las nuevas pasajeras están mareadas, lo que enfría un poco mi entusiasmo por la belleza de sus líneas, ya que un olor agrio se mezcla con el acre olor del cacao y el aroma aceitoso de la vainilla que emana de las cajas. Además, la campana de la cena nos llama. Noche muy calurosa. A las dos de la mañana me despierta bruscamente un disparo de cañón y, sobre todo, la falta de aire en mi camarote; subo rápidamente a tomar aire a la cubierta justo en el momento en que el barco se detiene frente a St. Pierre de Martinica. Me es imposible distinguirla en la oscuridad. La maniobra casi silenciosa, acallada por la noche, es muy impresionante; algunos pasajeros se bajan, entregan el correo y el equipaje de los que se quedan, y reanudamos la marcha. El frescor arrecia y bajo a tratar de dormir. Al alba de esta mañana del 19 de febrero, avizoramos Fort-de-France frente a no­ sotros, como un gran brazo que se adentra casi quinientos metros en el mar. El fuerte de San Luis, hosco y sombrío, recorta sobre un cielo de ámbar rosado su grande e impo­ nente masa azul. A nuestra izquierda, al pie de la colina del fondo, la ciudad parece dormir aún bajo las brumas azuladas y frías de la mañana; una brisa fresca hace chapo­ tear suavemente las olas y nos trae un aroma suave de verduras, de flores y de ñutas; aroma indefinible, peculiar de las colonias. Esperamos al piloto, el cielo se vuelve más luminoso y dorado, toda la bahía se torna violeta. Bordeamos lentamente el fuerte y, de repente, al entrar al puerto, el sol, el terrible sol, se muestra en toda su gloria, verdadero espectáculo de fuegos artificiales que disipa bruscamente la deliciosa impresión de fres­ cura matinal. En el muelle, algunos blancos, europeos o criollos, esperan a parientes o amigos, a los que avistan y saludan de lejos. Se destacan en medio de una cincuentena de negros, curiosos o maleteros, y de negras coquetas que, como en Guadalupe, vienen a exhibir sus encantos. El barco maniobra un buen rato y suelta el ancla a tres brazas del muelle. Algunos negritos, desnudos como gusanos, nos piden monedas haciendo piruetas. Les lanzamos unas cuantas monedas al mar, entre el muelle y el barco, y todos esos pequeños renacuajos se lanzan de cabeza al agua a ver quién cogerá la moneda en el fondo. Un negrito fue lo bastante hábil como para llegar antes que los otros y cosechar más de veinte monedas que se metía en la boca al salir a la superficie, viva imagen de los monos almacenando provisiones en sus mejillas. 61


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Frente a los muelles del carbón, hacia la proa del navio, esperan un centenar de negras vestidas de simples harapos negros que apenas cubren unas piernas muy musculosas y un pecho ancho que parecería de hombre si no se distinguiesen los senos que se pierden muy abajo entre los pliegues del camisón negro. Están listas, a la menor señal, para transportar carbón al barco. Fort-de-France es el puerto de aprovisionamiento de carbón para los navios que van hasta Colón; durante los dos días necesarios para esta operación los pasajeros tie­ nen tiempo para visitar la ciudad y algunos alrededores. Estas carboneras, con expre­ sión dulce y resignada de bestia de carga y poses esculturales, presencian impasibles, acostumbradas, los preparativos del desembarco. Sus harapos cubiertos de polvo de carbón forman un conjunto homogéneo y armonioso con el color de la piel, el cual es como el de las estatuas antiguas, de un bronce oscuro. Su gran simplicidad, la belleza de sus actitudes, la soltura de sus movimientos contrastan curiosamente con la rigidez y tiesura, adecuada a las circunstancias, de las coquetas de puerto emperifolladas con sus ropas almidonadas. En cuanto la pasarela toca tierra, empiezan a cargar el carbón; es un continuo cruce de carboneras que van y vienen del buque al muelle. Nos bajamos en medio de ese ir y venir; nos despedimos y cada cual se va por su lado. Primera altura del sol medida con el teodolito. Atravesamos los muelles negros de polvillo de carbón y tomamos el camino som­ breado de mangos y tamarindos que bordea la sabana. Hay cabras enanas, y unos pe­ queños cabritos juegan entre las raíces de dos enormes jabillos; las raíces de estos árboles sobresalen de la tierra e invaden el camino y hay que sortearlas a cada paso. Pasamos al pie de la estatua de la emperatriz Josefina, nacida en Martinica, que se alza en el centro de la gran plaza despejada. Nueve gigantescas palmeras la rodean y le dan sombra. Seguimos bajo el ardiente sol y recorremos la sabana en toda su longitud para llegar al Hotel Beliot, situado sobre la avenida que está enfrente. Me apresuro a pedir papel y tinta a fin de enviar algunas cartas para anunciar nues­ tra llegada aquí; a mis padres y a ustedes, mis amigos. El barco que las llevará llega mañana y en el próximo les envío mi diario. Después del almuerzo, mientras Chaffanjon se ocupa de sus asuntos personales, deambulo por la ciudad en compañía de un simpático pasajero (Pablo X), joven inge­ niero rumbo a Panamá; de naturaleza entusiasta y emprendedora y de labia y empuje del auténtico parisino. La ciudad tiene un aspecto de conjunto deslumbrante y parece muy limpia, con sus tonos claros y sus colores vivos. Las viviendas, como en Guadalupe, son de un piso, máximo dos, sin duda por temor a los terremotos y a las grandes tormentas, tan fre­ cuentes aquí. Generalmente son de madera, aunque algunas tienen los cuatro muros 62


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fundamentales de piedra, pintados de tonos claros. Las ventanas no tienen vidrio, sólo persianas por donde puede pasar el aire; los techos no tienen chimeneas. Hay muchas tiendas donde se despliegan los fragantes frutos del país. Cada tienda está protegida de la lluvia y del sol por una especie de toldo tendido sobre la acera. De ambos lados de la calle corren profundos riachuelos, donde a toda hora del día las ne­ gras, con sus vestidos decentemente levantados, se lavan y refrescan las piernas en las frías aguas corrientes. Hay un gran mercado nuevo, hecho de hierro, menos pintoresco que el viejo merca­ do de Pointe-á-Pitre. Una iglesia pintada de colores, baja, como aplastada, con una nave de medio punto, vitrales descoloridos y un bello órgano. Unos bancos largos y muy sencillos hechos de la bella madera de las colonias ocupan toda la nave central y reem­ plazan las lujosas sillas de nuestras iglesias. Entonces, ¿aquí pueden sentarse a rezar todos sin distinciones y sin aligerar el bol­ sillo? A medida que caminamos, la variedad de indios que cruzamos nos da una ligera idea de la multiplicidad de los tipos raciales en todas sus innumerables mezclas, de la variedad de los matices que se degradan en miles de tonos intermedios, desde el más bello negro tinto, hasta la más ligera sombra de agua de regaliz; del pelo más ensortija­ do, los labios más liposos y la nariz más roma, a los rasgos que se afinan más y más y llegan casi a confundirse con el tipo europeo. A todos los distingue cierto olor sui generis, un olor peculiar a todos y al cual hay que habituarse. Entre ellos hay algunos hindúes que impresionan por la finura de sus rasgos regu­ lares y la nobleza de expresión. Tocados con un voluminoso turbante, altos, encarama­ dos en largas piernas desnudas, flacas y bronceadas y con el torso enjuto apenas cubierto por miserables harapos otrora blancos, dan la impresión de grandes garzas coronadas de un enorme penacho. Por un contrato entre Francia e Inglaterra, estos pobres seres fueron importados directamente de la India a las Antillas, en convoyes especiales, para trabajar en las plantaciones reemplazando a los negros que, desde su liberación, se han vuelto más exigentes. Como a los hindúes les pagan mucho menos, los negros los con­ sideran despreciables competidores, se declaran sus encarnizados enemigos y los tra­ tan como auténticos parias —los pobres diablos dan verdadera lástima— . Sus grandes ojos oscuros, profundos y tristes, velados por largas pestañas negras, parecen mirar al infinito y llorar por la bella patria perdida para siempre7. La mayoría de ellos pide limosna; uno de esos desdichados, medio desnudo, con el cuerpo devorado por una horrible lepra, tirita de fiebre en una esquina; un poco más allá, un negro afligido de elefantiasis arrastra una pierna tan gruesa como su cuerpo. Como los viejos centavos de Napoleón I y de Luis Felipe circulan todavía aquí, la oca­ sión es buena para deshacerse de esta moneda pesada y engorrosa que nos pasan los 63


“Mulata en el mercado de Pointe a Pitre” Sanguina sobre papel beige • Febrero de 1886


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tenderos. Al pie de la fuente Gueydon, que sin duda abastece a la ciudad, cruzamos la colina que domina Fort-de-France. Por un camino escarpado, bordeado de risueñas pro­ piedades y de jardines perfumados, llegamos a Punto de Vista, tan apropiadamente llamado. Mientras respiramos a pleno pulmón la brisa marina que nos golpea delicio­ samente el rostro, secándonos el copioso sudor, disfrutamos de una espléndida vista de la bahía que la mirada abarca casi por entero; hacia el Suroeste, la inmensa superficie azulada semicircular parece haberse elevado con nosotros, un cielo luminoso se refleja en innumerables lentejuelas plateadas que la brisa hace centellear. A nuestros pies, Fortde-France es un nido de verdura donde brillan las cabañas multicolores; la gran sabana arenosa se extiende ante el puerto hasta el umbral mismo de la ciudad como una gran alfombra en la que uno debe limpiarse los zapatos antes de entrar en las calles claras y limpias, después de desembarcar y atravesar los muelles negros de polvo de carbón. Más allá, el puerto, donde el Washington, rodeado de varios botes, nos aparece como una gallina en medio de sus pollitos. El majestuoso fuerte, penetrando en el mar, limita el puerto a la derecha, en tanto que a la izquierda la costa, bordeando el golfo, se pierde en el horizonte arqueado cual inmensa flecha que hiere al cielo. Bajando de Punto de Vista, nos maravillamos ante las flores y plantas indias de un jardincito sobre la vertiente de la colina, separado del camino tan sólo por una pequeña valla. El propietario, sin duda halagado y encantado por nuestra admiración, que mani­ festamos en voz alta, nos invita a franquear la valla para ver más de cerca todas esas maravillas. Nos extasiamos frente a cada una de ellas, tan novedosas para nosotros, y me alegro de encontrar tan bellos modelos. Como auténtico patriarca, nuestro imprevisto anfitrión nos ofrece un refresco a la sombra de un cenador de fragantes plantas trepadoras, y mientras saciamos nuestra sed nos cuenta sobre su amor por las plantas y la soledad, introduciendo hábilmente algunos consejos prácticos sobre las colonias. Lo habríamos escuchado durante horas — tan simpático y comunicativo era— , pero el sol empezaba a declinar y a nuestro pesar tuvimos que dejar a este encantador personaje que nos parecía conocer desde siempre y que caracteriza tan bien la bondad hospitalaria del criollo. Era hora de regresar a Fort-de-France donde iba a cenar con Chaffanjon en casa de uno de sus amigos, el Sr. Gerrier, un paisano de Lyon que pasaba una temporada en Martinica y había ido a recibirnos por la mañana. Al regresar por el camino de tama­ rindos que bordea la quebrada cerca de la fuente Gueydon, cuando quise alcanzar con mi sombrilla el fruto de uno de estos árboles, una joven hindú de unos quince años salió de una de las cabañas destartaladas del otro lado de la avenida y trepó al árbol (sin el menor cuidado de raspar sus bellas piernas de un cálido color marrón dorado) y con la agilidad de un gato cogió un tamarindo que nos ofreció con toda naturalidad, sin una palabra o contracción en la cara. Sus grandes ojos misteriosos parecían lo único 65


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vivo en esa máscara de bronce, su nariz horadada dejaba ver, a falta de joya, un adorno de papel, el liviano vestido de harapos dibujaba unas formas exquisitas; la elegancia de su porte y la vivacidad de sus movimientos contrastaban con la placidez de su rostro severo de antigua estatua oriental. En cuanto nos ofreció el tamarindo, desapareció emitiendo un gritito seco sin dar tiempo de darle las gracias, y se perdió entre los pintorescos grupos de sus compañeras que cocinaban y conversaban frente a sus cabañas. Algunas menos miserablemente vestidas, llevando una jarra en equilibrio sobre la cabeza, con el torso cimbreado y el pecho arqueado, se dirigían majestuosamente hacia el riachuelo haciendo sonar los gruesos anillos de plata que adornan sus tobillos. Están engalanadas con prendas de plata de todo tipo. Del fino cuello ambarino cuelgan collares de monedas, unos aros de plata penden de las alas de la nariz y de las orejas en varios sitios, unas grandes pulse­ ras planas cubren gran parte del antebrazo y ciñen hasta debajo del codo los bellos brazos de bronce en un gran círculo de plata. Aparte de la camisa sin mangas cerrada en el cuello y la falda ordinaria que llevan, están artísticamente drapeadas: una banda ancha de tela estampada con ramajes mul­ ticolores les rodea las caderas, cruza el pecho, al que cubre a medias, pasa por el hombro derecho y, echada sobre la cabellera negra, cae en pliegues ligeros encuadrando los be­ llos rostros de Madona con ojos llenos de misterio. Pablo X regresó al hotel; y yo llegué a tiempo a casa del Sr. Gerrier, nuestro paisano. Gran charla sobre Lyon y la colonia saboreando el aperitivo tradicional: cerveza con ron, leche, azúcar y hielo. El hielo en las Antillas está en todos los vasos, es el primer plato en la mesa. Novedosa cena totalmente local, servida por dos negras descalzas vestidas con trajes abigarrados. Platos típicos y frutos de las colonias. A las ocho nos esperan en casa del Sr. Guerrier, el vicerrector, donde pasamos una encantadora velada en familia, con música hasta las diez. En cambio, como contraste, a cincuenta metros de ahí, oímos una bacanal infernal; era un baile que acababan de montar en honor de los pasajeros del Washington. Cada vez que un barco hace escala aquí, en todos lados organizan fiestas para atraer a los extranjeros, que siempre cargan con todos los gastos. A pesar de mi poco gusto por el baile, la ocasión era buena, así que fuimos a ver un baile negro típico, con danza, música y en especial costumbres esencialmente primiti­ vas. Mientras un maldito pífano, acompañado de unos timbales, nos martilla el tímpa­ no con notas agudas y estridentes como pinchazos de aguja, las sensuales negras se entrelazan de dos en dos ejecutando alrededor de la sala un símil de danza del vientre, frotándose entre sí con un meneo voluptuoso que se acelera más o menos según la cadencia. Algunas más favorecidas logran conquistar a un pasajero cautivándolo con su baile para luego llevárselo lejos del sarao. 66


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Regresamos al hotel; primera noche en tierra sin padecer la asfixia del ca­ marote — buen descanso esta vez— . 2 0 DE FEBRERO

Esta mañana partimos para St. Pierre de Martinica. Pasaremos por lo menos unos quince días allí esperando el próximo barco que ha de transportarnos a Venezuela, campo de nuestra expedición. Echamos una mirada de despedida al Washington, mañana si­ gue ruta a Panamá. Algunos de los pasajeros nos acompañan hasta el pequeño vapor que hace el servicio de Fort-de-France a St. Pierre; apenas del tamaño de un bateau-mouche, se balancea con­ tra el muelle en el extremo de la sabana, en una caleta frente al puerto grande. Un silbido hueco y sonoro estalla en vapor blanco y nuestros amigos de un día nos saludan con la mano; el muelle se aleja, Fort-de-France desaparece y nos deslizamos frente a la isla. Como St. Pierre está al norte de Fort-de-France, costeamos las mismas riberas que no pudimos ver la noche antepasada en el Washington. Son mucho más agrestes y accidentadas que las de Guadalupe; las montañas al fondo son mucho más altas y quebradas. Doblamos varios cabos. Van apareciendo una tras otra grandes bahías bordeadas de una franja roja arenosa que las olas de un azul profundo salpican de espuma blanca; en estas playas se ven, a veces, rodeadas de algas marrones, las estacas donde ponen a secar las redes y que sirven para amarrar las embarcaciones. Algunas están volteadas más allá en la playa. Hay pequeñas aldeas de pescadores en las laderas de la montaña, a la sombra de los bananos y de los cocoteros cuyos troncos se entrecruzan en todos los sentidos; se ven algunas cabañas esparcidas en medio de los sembrados de caña de azúcar de un verde amarillento tierno. Otras laderas se van escalonando hasta perder su cálido color para ir a confundirse con el azul violáceo de los altos morros cubiertos de bosques; éstos, a su vez, están coronados por picos de crestas dentadas que se recortan en el azul profundo del cielo. En el lado opuesto de la costa, grandes nubes blancas se amontonan en el horizonte, rodando unas sobre las otras como montañas de nieve refulgente; se creería ver la imagen luminosa de la isla reflejada en el espejo infinito del cielo. Vemos desfilar así ante nuestros ojos admirados la pequeña aldea de pescadores Case Pilote, El Carbet (se dice que Cristóbal Colón se surtió allí en su primera visita a la isla), verdadero nido hundido a la sombra de una abundante vegetación, y entramos en el golfo de St. Pierre. La ciudad, acurrucada en el fondo del golfo, despliega sobre la colina las manchas claras de sus cabañas. Está protegida del viento norte por la montaña Pelée, cuya alta cima se corona de nubes, de modo que el tórrido sol deja caer sus rayos verticalmente y convierte a la parte baja de la ciudad en un auténtico horno. Navios de todos los tone­ lajes están anclados en su puerto natural y un gran número de barcas y chalanas se 67


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entrecruzan efectuando la descarga. Los cargadores negros amontonan en el muelle las cajas, los toneles, los sacos, etc., que despiden un fuerte aroma a bacalao, a pescado, a aguardiente, a cacao y a toda clase de comestibles. Atravesamos el muelle entre todas estas mercancías amontonadas, la plaza Bertin y luego subimos la empinada calle del Petit Versailles hasta la cabaña de los Leones. Dos leones de piedra, como centinelas encima de la puerta de entrada, adornan la fachada, que esconde de los pasantes la coqueta casa agazapada al fondo de un pequeño patio rodeado de muros cubiertos de enredaderas. Allí viven en comunidad, a la francesa, muy en su casa, lejos de todo ruido exterior, cuatro de nuestros compatriotas: los señores Ambaud, Mandeix, Aymard y el hermano de mi compañero. Todas las semanas, por turnos, le encargan las comidas a la negra Julina, la cocinera, y se ocupan de las cuentas de la casa. Sólo se admiten amigos, compartien­ do gastos naturalmente, de manera que aun para una estadía corta en St. Pierre, muchos prefieren a los hoteles este pequeño cenáculo donde se está en familia, en buena y alegre compañía, libre e independiente, como en casa. Cuando Chaffanjon era profesor de Historia Natural en el Liceo de St. Pierre, vivió así con ellos. Presentó al nuevo huésped al cual se le dio muy buena acogida y así me integré a la casa comunitaria. Era la hora del almuerzo, así que nos sentamos a la mesa; durante todo el rato, todos se esforzaron por hacer que me sintiese a gusto y persuadirme de que estaba en casa tanto como ellos. Louis Ambaud es un gran naviero de El Havre y viene una o dos veces al año a visitar su destilería de ron, cuyo director es Andrés Mandeix. El hermano menor de Chaffanjon es el agente. Es posible que en la destilería se establezca cierta jerarquía, pero en la casa todos son iguales, no hay más que camaradas. Fue tanta la amabilidad que me prodigaron mis nuevos anfitriones que al final de la comida me parecía haberlos conocido toda la vida. Como hoy es sábado, planean dejar los negocios más temprano y subir al Morro Rojo a pasar el domingo en casa de uno de sus amigos, Monsieur Raybaud. Nos damos cita en el Zoológico. Mientras ellos van a la destilería en el Mouillage sobre el puerto, nosotros nos apresuramos a hacer visitas durante toda la tarde. Yo llevaba un traje negro de invierno, bajo el agobiante calor, y exhibía con desenfado los grandes manchones amarillos de mi parasol, tanto bajo los rayos ardientes del sol como de las intermitentes lloviznas. Nuestra primera visita es al gobernador, Sr. Allégre, en el Palacio de la Intendencia. Nos da una bienvenida muy cordial; paseamos conversando por los sombreados cami­ nos de un magnífico jardín, donde se abren a la admiración las más bellas flores de la región. Antes de dejar al gobernador, nos invita al baile y a la fiesta que dará el 6 de marzo. 68


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Nos vamos luego al Zoológico, donde el director, el Sr. Thierry, amigo de Chaffanjon, nos recibe personalmente y nos muestra bellas y ricas colecciones de Historia Natural. Por primera vez veo la famosa serpiente trigonocéfalo, tan temida en Martinica (aun­ que disecada). Mientras recorremos el inmenso y magnífico jardín público, el amable director nos advierte que podríamos toparnos con algunos especímenes en la parte más salvaje del jardín. Allí ya no es un jardín, sino una verdadera selva virgen donde todos los árboles del trópico están representados por los más bellos especímenes; ele­ gantes palmeras, ceibas y jabillos imponentes, acacias de flores escarlatas, caobos ma­ jestuosos, palmas de cinta extrañamente sostenidas por arbotantes y muchas raíces que se hunden en tierra. Todos estos árboles entrelazados, mezclados, entretejidos por lianas y plantas con las más variadas flores y hojas forman sobre nuestras cabezas unas bóvedas de verdor enormes de imponente efecto. Bajo esta sombra, en este amasijo caprichoso de la naturaleza donde se oye el rui­ do de una cascada, se desprende un olor penetrante, un misterio envolvente que me presenta un anticipo de las verdaderas selvas vírgenes que espero ver pronto cuando estemos junto al Orinoco. Pájaros multicolores juegan en el ramaje, poniendo una nota risueña en esta sole­ dad que alegran con sus cantos y sus vuelos. Sus colores brillantes se mezlan con los de las flores de todos los matices sobre este fondo de verdor. Pequeños pájaros-mosca, colibríes de plumaje oro y zafiro pasan justo por encima de nosotros con la rapidez de una piedra lanzada con fuerza; el ruido de sus pequeñas alas imita el zumbido de una piedra de manera que instintivamente uno mueve la cabeza como para evitarla. Van como flechas de árbol en árbol, revoloteando de flor en flor y se detienen en el aire delante de cada una con un revoloteo de alas tan veloz que se hacen invisibles; el largo pico, como la trompa de una falena8, se sumerge en el cáliz de las flores para aspi­ rar el rocío. Algunos negritos de pelo ensortijado les montan cacería con una cerbatana. Nos reíamos de su torpeza cuando, sorprendidos, vimos caer un colibrí aturdido por la pe­ queña bala de tierra. Lo capturaron y lo van a conservar, según dicen ellos, alimentán­ dolo con agua azucarada. Al salir de allí, los cuatro huéspedes de la casa común nos esperaban al pie de la colina, cerca del Zoológico, en un coche ligero especial para este país accidentado. Nos despedimos agradecidos del Sr. Thierry y aún bajo el encanto de las maravillas que acabábamos de ver, subimos al coche y los seis, cómodamente sentados, nos deja­ mos subir al Morro Rojo. El sol en su ocaso está la mayor parte del tiempo oculto por nubes acumuladas en el poniente y a medida que subimos la temperatura se vuelve más fresca. Los pobres caballos suben durante más de una hora un camino empinado y tortuoso pegado a los 69


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flancos de la colina, bordeando un precipicio profundo. De la ladera de la montaña sale un torrente que cae al fondo del abismo en cascadas de al menos cincuenta me­ tros de altura y luego serpentea bajo la sombra de árboles tupidos, grandes grupos de bambú y heléchos arborescentes. Me impresiona cómo las grandes líneas del pai­ saje me recuerdan las montañas del Haut-Bugey. Si no fuera por el detalle de una vegetación completamente distinta, me creería en la ruta de Bénonces a la Cartuja de Portes. Si se sustituyen nuestros venerables cedros por los inmensos jabillos, nuestras gran­ des hayas por las soberbias ceibas, las acacias de largas vainas marrones y aplastadas por los tamarindos de vainas largas y cilindricas como grandes cigarros, nuestros sau­ ces por heléchos arborescentes de tronco corto y musgoso, nuestros saúcos por los elegantes bambúes que bordean el camino en grupos diseminados adornados con gi­ gantescas plumas de avestruz, nuestras verdes praderas, nuestros campos de trigo, de cebada y de maíz, sobre todo, por campos de caña de azúcar, de donde emergen pláta­ nos cargados de fruta y con las hojas desgarradas por el viento; nuestros rectos álamos, verdaderos paraguas cerrados bajo nuestro cielo templado, por los cocoteros y palmas de todo tipo que se despliegan como sombrillas o abanicos bajo este sol tórrido; si se inunda el conjunto del paisaje con un luminoso calor, sería como tener Martinica en Bénonces, sin temer su maravilloso sol, el enemigo más temido de los habitantes del trópico, sobre todo de los recién llegados9. La creciente frescura del aire, después del calor de estufa del día, me hace tiritar un poco y me siento menos molesto con mis ropas de invierno cuando llegamos al Morro. El Morro Rojo es un pueblo en la meseta de la montaña del mismo nombre a unos ocho kilómetros de St. Pierre; no es más que una larga calle bordeada a cada lado por cabañas, granjas, chalés o villas enmarcados por jardines. Algunos chalés y cabañas se desprenden de la línea de la calle y se esparcen por la ladera de la colina desde donde se domina el mar. A este encantador pueblito tan bien situado, casi al pie del primer contrafuerte de la montaña Pelée, cuya cima se esconde en una bruma espesa y vaporosa10, suben los sábados por la tarde los más ricos habitantes de St. Pierre, criollos y europeos, dueños de las elegantes villas, para descansar de una semana agobiante por el calor y los nego­ cios y respirar un aire más puro y fresco, saturado por las flores aromáticas que ador­ nan los espléndidos jardines y los setos. Nos recibe un anfitrión encantador, el Sr. Raybaud, un criollo simpático. Hacemos un recorrido rápido por su bello y cómodo chalé, rodeado de un corredor abierto. Cena alegre, noche fresca... ¡Sueño de plomo! 70


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21 FEBRERO DE 1886

Ya dije refiriéndome a Fort-de-France, que las ventanas no tienen vidrios, sólo per­ sianas. Por eso hay constantes corrientes de aire, ya que nada está herméticamente cerrado; el fresco de la mañana penetra en nuestro pequeño cuarto y nos despierta bien temprano. Una negra nos lleva una verdadera esencia de café en tazas rosadas microscópicas, dignas de figurar en una casa de muñecas —jamas probé un café tan delicioso— . Al abrir las persianas la ilusión es completa: más que nunca me creo transportado a Bénonces, ya que mis sentidos se dejan captar por los mismos efectos de allá. Se respira el mismo ambiente perfumado y el mismo aire fresco y vivificante que disipa en un santiamén las últimas brumas del sueño; las mismas masas de árboles, algunas copas de palmas retienen aún entre sus ramas remansos de nubes semejantes a los que pla­ nean sobre las montañas de la Cartuja de Portes; las mismas vegas que se cierran en gargantas estrechas, abriéndose, no sobre la gran llanura del Dauphine donde serpen­ tea nuestro bello Ródano, sino sobre la inmensa llanura del mar como vapor gris perla, ligeramente rosado por los reflejos opuestos del sol naciente; hasta el mismo cacareo de las aves de corral aumenta la ilusión... Todo en el pueblo recordaría el nuestro si no emergiesen algunas copas de cocotero sobre las cabañas. Las chozas, granjas y villas son más o menos similares a las de nues­ tros suburbios, pero en lo tocante a los nativos, el aspecto es totalmente diferente, so­ bre todo hoy domingo. Paseando por la calle del pueblo, llegamos hasta la iglesia justo a la salida de la misa. Nada más sorprendente y pintoresco. Resultan verdaderamente deslumbrantes todos esos grupos de nativos con atuendos multicolores saliendo a la luz viva desde el interior sombrío de la iglesia. En medio de ese tropel abigarrado, pensé en el acto de la plaza pública en Lakmé, el que presenciamos el mes pasado en el Gran Teatro de Lyon. Nos codeamos y hasta tropezamos con estos nativos de todos los matices de ne­ gro; las mujeres se muestran muy orondas en sus refulgentes vestidos abigarrados, pero los hombres nos miran de reojo y con menos simpatía. Todos hablan con exuberancia un patois del que no reconozco sino algunas palabras francesas mal pronunciadas. Visita del gobernador, el Sr. Allégre, que también ha venido a pasar su domingo al Morro. Tuvo la bondad de mandarnos una soberbia cesta de flores exóticas para mos­ trarme los recursos que ofrecen a un dibujante estas maravillas de las colonias. Nos invitó a asistir esta tarde a una función del Teatro de St. Pierre, en su palco. A pesar de nuestros esfuerzos, fue imposible convencerlo de que se quedara a comer. Al mediodía, una siesta después de un excelente almuerzo, siempre nuevo por sus platillos y frutas especiales y todo en cantidad. Todos los invitados duermen agobiados por el calor, unos en hamacas, otros en sillas de extensión. Meciéndome también en una mecedora, a la 71


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sombra del corredor, lo que quisiera es estar con ustedes, amigos... (un rosal trepador despliega a mi alrededor flores como peonías y me envuelve en su perfume lánguido... con un ruido de alas similar al del faleno, un pequeño colibrí oroverde, viene casi al alcance de la mano a aspirar el zumo de esas rosas púrpuras). Hace apenas tres semanas que los dejé, pero parecen ya tan lejanas, ¡por la canti­ dad de cosas bellas que he visto, por las fuertes impresiones nuevas y por el pesar de no poder compartir mis entusiasmos y mis emociones! Para acercarme a ustedes y comu­ nicarles parte de esas impresiones, las recojo a cada instante del día. Deben ser las cuatro y media en Lyon en este momento. Veo unas figuras amadas leyendo o tejiendo y conversando en la pequeña terraza de la calle Rachais11; la puerta del patio se abre y se cierra violentamente al dejar pasar un visitante, y la perrita pom­ pón, despertada de golpe, ladra de rabia para luego entregarse a demostraciones de alegría al reconocer un amigo. Todos rodean a este amigo, lo interrogan... de repente estallan las notas lacrimosas de un organillo que todos los domingos, a esta misma hora, interrumpen la conversación; seguirían sonando monótonas hasta la noche, si una manita caritativa no dejase caer una limosna. La musiquilla se detiene inmediata­ mente con un crujido mecánico que aún oigo, y va a reanudar sus plañideros gemidos un poco más lejos... La conversación se reanuda... Me siento más cerca de ustedes en medio de esta naturaleza accidentada que evoca nuestra campiña preferida, llena de dulces recuerdos: meseta risueña desde donde las fértiles pendientes llegan hasta el mar en enormes olas de verdor mientras en derredor las llanuras verdes, las vegas flo­ ridas, las sabanas, se despliegan al pie de las colinas boscosas, contrafuertes de la mon­ taña Pelée cuya cresta está envuelta en nubes que los vientos de mar empujan hasta nosotros. Un ruido infernal que viene de afuera me hace volver a la realidad: avalancha de máscaras en la calle. Me había olvidado por completo de que estábamos en carnaval, ¡qué alboroto! Los nativos de uno y otro sexo, ataviados y enmascarados, recorren el pueblo a todo lo largo, bailando y cantando cuatro o cinco palabras al ritmo de una tonada siem­ pre igual durante todo el trayecto; un pífano, un tambor y un triángulo los acompañan marcando la cadencia. Un tropel de chiquillos de pelo ensortijado y de negritas los preceden dando saltos; no veo más que dos disfraces originales: un murciélago y un conejo. El resto sólo tiene interés como conjunto por la variedad y el juego de colores entrecruzados. Individualmente están atrozmente disfrazados. Todos tienen la manía de imitar a los blancos y de querer hacerse pasar por tales; se esmeran particular­ mente en disimular las partes del cuerpo habitualmente descubiertas y cuyo color pudiera delatarlos, de modo que usan guantes, demasiado cortos en la muñeca, y * medias blancas que les llegan a las rodillas (dos prendas que quizás no usen sino en 72


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carnaval). También se cubren el pelo encrespado y el cuello con una bufanda que dejaría la cara descubierta si no tuviesen el cuidado de cubrírsela con una fea másca­ ra de mimbre sobre la cual pintan una cara de blanco repugnante con unos ojos muer­ tos sin expresión. La lluvia disuelve una parte de esas máscaras, pero los más pertinaces, los negritos, se empeñan en seguir bajo el aguacero el danzante paseo calle arriba y calle abajo, con la cadencia del monótono canto repetido a saciedad. A las cinco regreso a St. Pierre. Sigue lloviendo. Tres de los invitados, quizá reacios a mojarse o más bien ya cansados del paisaje, toman la régie (omnibús). El Sr. Raybaud y Louis Ambaud prefieren bajar a pie y me uno a ellos con entusiasmo, feliz de volver a ver bajo otro aspecto los espléndidos parajes entrevistos el día anterior. La lluvia difumina la lejanía y da a los racimos de setos, a los bambusales y heléchos arborescentes de los primeros planos, un resplandor de una gran frescura. Cuando callamos, se oye el murmullo sordo de la cascada que cae al fondo del ba­ rranco sumergido bajo un velo perlado, que se mezcla con el ruido de nuestros pasos apresurados y el de las gotas que caen sobre la sombrilla. Por un pequeño claro llegamos a St. Pierre al anochecer. Hay un tiovivo primitivo en la sabana. Nos encontramos de nuevo en pleno carnaval. En las calles, en la calle principal sobre todo, hay disfraces por todas partes, corren, gritan, ríen, se empujan, en la penumbra, bajo la luz fugitiva de un rápido crepúsculo y la indecisa claridad de faro­ les humeantes. Con lentitud y esfuerzo llegamos a la casa. Justo después de cenar, aunque cansa­ dos, acompaño a Chaffanjon al teatro; en su palco nos esperaba el Gobernador, que había llegado unos minutos antes. Representaban “La favorita”, pero la sala resultaba mucho más bella e interesante que la escena. Los ricos, blancos, mulatos o negros, sentados en las butacas y los palcos, están todos, sin excepción, vestidos a la europea, tan de etiqueta como en Francia, si no más, por lo cual no ofrecen nada notable desde el punto de vista local. Aún más, su corrección en el vestir y la seriedad de sus gestos contrastan claramente con el abando­ no, la naturalidad y el aspecto pintoresco de la clase obrera, sentada en la segunda y la tercera galería. Allí no se ven sino negras con sus mejores galas, tocadas para la ocasión con un madrás de rayas o cuadros amarillos sobre fondo negro, los colores para las ceremonias. El efecto es mágico: un centelleo, un mariposeo de colores subidos, de ama­ rillos múltiples y de negros variados que se cruzan y armonizan con los oros refulgentes de sus zarcillos y de los muchos adornos en la cabeza y el escote de ébano. Todos esos tonos vibrantes de sol poniente resaltan aún más bajo el fuego de las lámparas, al con­ tacto del negro cálido de la piel y de las rayas negras entrelazadas y brillantes de los peinados. Acodadas en la barandilla, con los ojos muy abiertos, mostrando el nácar 73


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reluciente de sus dientes en sus anchas caras regocijadas, resultan tan bellas por su ingenuidad y sencillez de alma como por sus coquetos vestidos. Es magnífico observarlas: casi no escuchan el canto, pues están pendientes, sobre todo, del argumento; se estremecen, lloran, se suenan las narices en las escenas patéti­ cas. Cuando los dos amantes abrazados cantan el dúo de amor, momento en que se impone un completo silencio, ellas se retuercen de alegría y se ríen de gusto. Los acto­ res, acostumbrados a esto, no se desconciertan en lo más mínimo por estas ruidosas demostraciones que deberían frenarlos en seco (me sentía apenado por ellos) y acep­ tan impasibles el aplauso dirigido más al comediante que al cantante. Sólo por registrarlos menciono los coros detestables cantados por los nativos con voz de carraca, soportable en la calle, en carnaval, pero en el teatro es como para pararle los pelos de punta a un calvo. Se dice que la representación de “La africana” es muy bella aquí, con negros auténticos como coristas y extras. Como en la casa común no hay camas para nosotros, dormimos en el hotel. Qué asombro al ver el mueble inmenso que ocupa casi toda la habitación: una cama enor­ me, estilo imperio, con un dosel sostenido por cuatro columnas. Uno puede acostarse a lo largo o a lo ancho, es de lo más cómodo, sin cobijas inútiles, dos sábanas solamente, entre las que me deslizo. Noche asfixiante, me despierto ahogado por la falta de aire; de un salto llego hasta las persianas que abro de par en par para poder respirar. Afuera, ni la más leve brisa. Muevo las persianas para convencerme de que aún hay aire alrededor. Es la misma impresión penosa que tuve en el barco, la noche de nuestra llegada al puer­ to de St. Pierre. Insomnio, por fin, demasiado despacio, ¡llega la mañana con algo de fresco! 22 DE FEBRERO

Visita al Uceo. El establecimiento tiene más de trescientos alumnos de los cuales las tres cuartas partes son negros. Mi compañero se topa allí con viejos conocidos: el admi­ nistrador, el Sr. Caré y el censor, y estos señores me deparan la mejor de las acogidas. Chaffanjon pide ver a su amigo Lochart; interrumpimos su curso de Física; todos los alumnos se levantan de sus bancas al vernos entrar. Atravesando el patio principal, oímos a la banda ensayando La Marsellesa. No la tocan muy bien, pero estamos tan lejos que este eco de Francia es aún más delicioso al corazón que al oído. Nos llevan al Círculo de Profesores. Chaffanjon me presenta a sus antiguos colegas que se reúnen ahí, después de los cursos, para tomar el aperitivo helado y leer las últi­ mas noticias de Francia. Hay publicaciones de todo tipo, literarias, científicas, artísticas y cómicas, apiladas en las mesas. Desde nuestra llegada a la isla no ha venido ningún correo de Francia, de manera que no hay otras noticias más que las traídas con noso­ tros por el Washington. A la llegada del próximo barco, estaré aquí para devorarlas.

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Una gran confraternidad parece reinar entre todos estos profesores llamados por sus funciones tan lejos de la Madre Patria. El Sr. Fulchonis, profesor de dibujo del liceo, me propone un paseo por las pintores­ cas orillas del río Roxelane, que pasa por St. Pierre. Allí, en el río, más bien seco, las lavanderas negras, medio desnudas, lavan ropa sobre las grandes piedras redondeadas que cubren el lecho accidentado del río y que la mengua de las aguas deja al descubier­ to. Es un gran tema para un cuadro con el marco maravilloso de las orillas frondosas reflejadas en el agua del riachuelo, filtrándose entre las rocas. Ellas, por grupos o espar­ cidas, están medio escondidas por las rocas redondas con el torso completamente des­ nudo y vestidas sólo con una falda artísticamente levantada y sostenida en la cintura que descubre sus piernas morenas, hasta medio muslo. Unas de pie, inclinadas o aga­ chadas, pisotean o frotan las piezas pequeñas; otras, con poses de amazonas en comba­ te, golpean la piedra repetidas veces con la camisa o el vestido que lavan. Estas negras presentan, en la diversidad de sus movimientos, bellas formas un tanto masculinas. Esto se explica si se considera este tipo de ejercicio. En verdad, vistas por detrás, se las tomaría fácilmente por hombres debido a sus espaldas anchas y poderosas y sus cade­ ras comparativamente estrechas, pero de frente no hay lugar a engaño: aun de lejos se percibe en las más fuertes, en las mejor plantadas, dos largas peras colgantes a guisa de senos, que podrían tranquilamente echarse a la espalda. Su reputación de limpieza se afirma aquí aun en detrimento de la ropa, a la que no ahorran ningún esfuerzo. Me asombra que después de tal combate contra la piedra les quede algún tejido entre los dedos. Jamás he visto ropa más limpia y blanca que en Martinica, pero es verdad que se gasta rápido. Tomé algunos apuntes. Entramos al Pa­ lacio del Gobernador. El Sr. Allégre está en plena preparación para su fiesta. Paseo con él por esas grandes y numerosas salas que están decorando artística­ mente con la ayuda amistosa del Sr. Fulchonis. En la noche vamos a casa del Sr. Cot, también profesor del liceo. Naturalista apasio­ nado, nos enseña con orgullo su bella colección de Historia Natural que envidiaría un museo de provincia. Es un hombre de una dulzura y una bondad extremas, como todos a los que apasiona el estudio de las maravillas de la naturaleza. Cena encantadora; to­ mamos el té en casa de su vecino, el Sr. Aniard, profesor de cuarto año. Su joven esposa toca el piano. Cantos, agradable velada. 23 DE FEBRERO

Bien temprano vagamos por las calles para aprovechar un poco el fresco de la ma­ ñana. Se dice que la felicidad nunca es completa: el aire fresco que respiramos no es siempre muy perfumado.

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sftl “Grupo de cinco jóvenes hindúes”.


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En todas las calles, casi frente a cada puerta, una negra viene a tirar, en el profundo riachuelo que bordea la acera, el contenido de un enorme vaso de gres de forma alarga­ da que llaman “canari”; este recipiente sirve de watercloseft (no los hay en Martinica). Los riachuelos son, afortunadamente, de corriente fuerte y llevan velozmente al mar todo lo que se les echa. De no ser así, la circulación por las calles de mañana sería imposible. Hacia las ocho no queda nada de esta mala impresión, ya que a partir de ese momento se ve a las mismas negras lavándose las piernas en el riachuelo en el mismo sitio donde, una o dos horas antes, vaciaban el “canari”. Nuestros pasos nos llevan al mercado, tan pintoresco como el de Guadalupe. ¡Qué mezcla de colores! Un ir y venir de mujeres negras, de criollas de todos los matices que van de compras al mercado en vestidos livianos y claros, un madrás de colores vivos envuelve las cabelleras negras y crespas; otro del mismo color cubre los redondeados hombros y deja caer sus puntas a mitad de la espalda. Las vendedoras, sentadas o en cuclillas frente a un despliegue de frutas fragantes, legumbres, comestibles, pescados, ensalzan a gritos agudos su mercancía. Circulamos trabajosamente; todas nos interpe­ lan, nos tiran de la manga, quieren que compremos algo en sus puestos. Comimos, caminando, un panecillo y algunas bananas, bebemos cada uno un agua de coco que no puedo terminar, desabrida y demasiada para bebérsela de una sola vez. Si en verdad todo aquello es un placer para la vista, el oído queda un poco sacrificado y el olfato padece sensaciones bien variadas según las partes del mercado por donde uno ande. Sin embargo, no he sentido jamás en ninguna parte de Francia este olor particu­ lar de los mercados coloniales, una mezcla de aromas indefinibles que uno respira al desembarcar en las islas, dominada por el cálido perfume de las frutas tropicales. Pensaba que en las colonias, dado el clima, uno podía vestirse con más desenvoltu­ ra que en Francia. ¡Pues no! Por el contrario, los criollos son más estrictos y más riguro­ sos en el vestir que nosotros. Si uno quiere que lo consideren y lo respeten, hay que estar siempre vestido de levita y pantalón negros con una camisa bien blanca y almido­ nada. Pero, si para salir se es esclavo de las conveniencias, uno se desquita ampliamente en casa. Lo primero que se hace al llegar es deshacerse rápidamente del pesado y ajusta­ do ropaje europeo para ir a sumergirse en el agua vivificante de la fuente que corre por la pileta al fondo del patio (allí es donde por la mañana y la tarde se toman las refres­ cantes duchas). Luego uno se pone la morisca, ropa de andar por casa muy liviana, de algodón, franela o seda, que consiste en un amplio pantalón muy ancho y una camisola de la misma tela. El primer día da risa verse disfrazado en semejante traje de carnaval, que por cierto viene al caso en este momento, pero la comodidad y el bienestar que se sienten con ese tejido liviano hacen olvidar prontamente su lado cómico y antiestético. Toda la tarde en la casa continúo, con ayuda de una fotografía, el retrato de la nieta del comandante del Washington que no tuve tiempo de terminar a bordo. 77


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Alas cuatro me encasqueto el sofocante traje europeo y voy a encontrarme con los anfitriones de la casa, en la destilería Ambaud, situada sobre el puerto con todos sus talleres de fabricación, almacenes y depósitos de todo tipo. Mandeix, a pesar de estar muy ocupado, tiene la amabilidad de pasearme a través de las enormes pipas y numerosos alambiques que pueblan los almacenes explicándo­ me in situ la fabricación del ron y el aguardiente. El ron es el producto de la destilación del jugo de la caña de azúcar, en tanto que las melazas, los residuos de la caña, forman un arrope que, destilado, da el aguardiente. Ambos son claros como agua de manantial; el ron de buena calidad se colorea con una larga estadía en los barriles, en tanto que el aguardiente que no se deja envejecer, se colorea con caramelo; es lo que se vende como ron ordinario. Si los negocios y las ganas de ver y de conocer obligan a salir a toda hora, uno no pasea sino en las mañanitas o al atardecer, con el fresco. Terminada la jornada, el hermano de mi compañero hace bajar uno de los botes de la destilería cuyos muelles, cubiertos de barriles, afloran al puerto. Un obrero toma los remos y nos deslizamos frente a St. Pierre. La ciudad se extiende a nuestra izquierda en una larga medialuna enmarcada entre la gran curva arqueada del golfo, las colinas y los pequeños morros al fondo, al pie de los cuales se aferran las casas de piedra dispuestas como sobre un tablero de ajedrez. Las fachadas claras estallan coloreadas por un mara­ villoso efecto de sol poniente a punto de desaparecer en el horizonte; sus cálidos rayos alumbran de rosa los pilotes de los puentes y de los muelles tapizados con barriles de ron y de mercancías cubiertas con lonas; doran también el armazón y los flancos de los barcos, chalanas y barcazas que emergen de la masa opalina sobre la que flotamos. El suave balanceo del bote, el chapoteo de las olas, la dulce brisa de mar nos reviven después de tanto calor.... todo predispone a la fantasía. Una distensión general parece manifestarse en una naturaleza más serena y silenciosa; los objetos se cubren de una bruma coloreada y, mientras el cuerpo se mece suavemente, el pensamiento busca flo­ tar más allá de estos vapores dorados hacia las almas gemelas tan lejanas, dejadas con angustia... Estos pocos minutos que preceden a la caída rápida de la noche, pues casi no hay crepúsculo, son los más deliciosos del día. Después de dejar el bote, aún presa de estas diversas sensaciones, nos encaminába­ mos mecánicamente hacia la casa cuando, al pasar delante de la pequeña puerta de la iglesia del fuerte que da a la calle y que el anochecer ocultaba a nuestra atención ador­ mecida por la continuación de nuestros sueños, un fuerte murmullo, que se escapaba de esta puerta, como el silbido del viento en una chimenea, despertó bruscamente nues­ tra curiosidad. Sorprendidos, entramos. En medio de una penumbra iluminada por unos cirios como lágrimas luminosas, unas mujeres arrodilladas e inclinadas rezaban en la nave central. Casi todas eran euro­ 78


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peas o criollas blancas; las pocas negras se distinguían apenas. Uno hubiese creído estar en una iglesia de Francia. Asistían a un oficio de Cuaresma. Tan pronto el Padre en la penumbra salmodiaba una frase o un versículo, todas las asistentes respondían juntas, tímidamente al princi­ pio y luego inflando la voz in crescendoc hasta el final del responso, imitando así el mugido de una tempestad que se eleva gradualmente y se calma de golpe. Esta súbita calma rota sólo por la voz cascada del Padre, como el ruido de las olas sobre la playa, producía un contraste extraño. Una procesión de sombras movientes, iluminadas por las luces vacilantes de los cirios, se esparció entonces por las dos naves laterales. La sombra que invadía este lugar de misticismo, velando imperceptiblemente los objetos, daba a la ceremonia un carácter de grandeza misteriosa muy apto para conmo­ ver las almas devotas. Y hasta nosotros, simples curiosos, sin esa fe ingenua, esa dulce creencia en la ora­ ción, nos sentimos emocionados por la poética belleza de esa simple escena en esa at­ mósfera agrandada por las tinieblas que encerraban, concentraban, el efecto de claroscuro digno de un Rembrandt. El sentimiento que se desprendía de esas siluetas prosternadas — la mayoría de ellas, como nosotros, lejos de la madre patria, y que mezclaban sin duda a sus rezos consoladores el recuerdo de los seres queridos dejados allá—- irradiaba sobre nosotros y nos penetraba de un enternecimiento admirativo. He recibido carta de Lucien Guerrier invitándome en nombre de sus padres a ir a pasar dos o tres días con ellos. Mañana temprano tomaré el buque para Fort-de-France. 24-25 DE FEBRERO. F O R T -D E-FR A N C E

Dos días saboreando las puras alegrías de una vida de familia, dos días que se fue­ ron demasiado rápido durante los cuales no deseaba ni siquiera salir a conocer mejor la ciudad. Largas conversaciones con Lucien, ambos recostados en la ventana de su cuarto. En el Washington dibujé los retratos de la Srta. Clementina y de la Srta. Enriqueta, las dos tan buenas hermanas de mi amigo, pero como no estaba satisfecho con el segundo, quise aprovechar mi estadía aquí para rehacerlo. Durante las comidas que nos reunían a todos, la Sra. Guerrier me prodigaba, como a sus hijos, atenciones maternales. El Vicerrector, por su parte, espíritu despierto, fino conversador y de gran encanto, daba libre curso a su labia inagotable tan colorida y era un continuo estallido de risas. Las charlas interminables se prolongaban en el vestíbulo que sirve de comedor abier­ to al patio. Los dos hermanos menores, Jorge y Pablo, cuyos juegos son demasiado 79


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ruidosos en estas casas de madera, iban a jugar más libremente al patio, a la sombra de algunos árboles, entre ellos un betel (los hindúes, tan aficionados a sus hojas, vienen todos los días a mendigar algunas para masticarlas). Ahora comprendo por qué, en Guadalupe o aquí, no encontraba ninguna mujer blanca en las calles: las damas francesas o criollas, cuya tez de una blancura de lirio me sorprendía, se quedan en la casa durante todas las horas de calor del día, en medio de las constantes corrientes de aire de las persianas y los tabiques calados. Dan órdenes a las sirvientas negras, las envían al mercado o a hacer recados, se ocupan de los cuidados del hogar y se entretienen cosiendo, tejiendo o leyendo. Sólo al declinar el sol, hacia las cinco, después de cambiarse el vestido de andar por casa, cómodo, ligero y de cola larga, por el ajustado y pretencioso vestido de etiqueta impuesto por la moda civilizadora, salen a la calle a pasear o a hacer visitas. Nosotros también a esta hora hacemos el paseo habitual y tradicional de todos los blancos de Fort-de-France, es decir, damos una vuelta por la sabana, distante una cincuentena de metros de la casa, al extremo de la calle que desemboca en la avenida que la bordea. La mayoría de los paseantes son funcionarios; después del trabajo se­ dentario de las oficinas vienen a respirar un poco de brisa fresca y comentar los hechos locales, las últimas noticias o los pequeños chismes políticos y otros que pululan en este centro oficial de pueblo. Durante este paseo formal, hemos saludado a algunos, evitado a otros y regresado raudos a ponernos cómodos y disfrutar de la música. Las señoritas de la casa, músicas expertas, cantaban con una bella voz grave acompañándose con el piano, y nosotros escuchábamos religiosamente balanceándo­ nos en las mecedoras. Oh, mis amigos, era como la imagen de nuestras veladas íntimas, en familia, de la calle Rachais, que dejaron en mi corazón profundas e imborrables hue­ llas; a veces un canto favorito sumaba su nota real a la ilusión y emoción que me opri­ mía la garganta... 26 DE FEBRERO

Chaffanjon, que había llegado de St. Pierre esta mañana, pasó a recogerme. Vamos juntos a Balata, más arriba de Fort-de-France, a casa de uno de sus amigos, el Sr. Mazuyer, dueño de una bella y rica plantación. Recibimiento franco y desinteresado y una hospitalidad muy escocesa. La casa, de un orden y una limpieza sin igual. Nuestro anfitrión nos pasea por la lujuriante hacienda3asentada a medias entre la mesa y la vertiente de una de las colinas por­ tentosamente frondosas, verdadero caos de vegetación ondulante hasta el mar cen­ telleante y esplendoroso. 80


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Más allá, el cabo de Trois-Ilets perfila las crestas escarpadas de sus morros contra un cielo de acero damasquinado de nubes de plata. Grandes plantaciones de café y cacao tapizan las colinas; macizos de mangos, na­ ranjos, aguacates y cocoteros ponen sus variadas notas armoniosas en esta sinfonía de verdes múltiples. Las matas de magnolias y los gigantescos ramos de rosas aromáticas esparcen su suave perfume y cantan con un tono más elevado en este concierto de verdor. Nos atrae el murmullo de una quebrada que serpentea al fondo del barranco; nos sumergimos en sus aguas claras y límpidas que reflejan las rocas musgosas bajo los bananos y los heléchos arborescentes. Hay lianas colgantes que se entrecruzan en to­ dos los sentidos. En los bordes, unas coles del Caribe despliegan grandes hojas que re­ flejan el azul del cielo. De un bastonazo detienen a una araña inmensa y peluda, una tarántula, que corría por la roca donde habíamos puesto nuestra ropa, con la intención de esconderse allí. Por todos lados aparecen, en veloz carrera, unos pequeños cangrejos de tierra apenas del tamaño de una mano, que nos es imposible capturar (los llaman turluru12, deformación del término de la lengua caribe itururu13). Una culebra de rayas negras longitudinales se ha deslizado bajo una piedra, frente a nuestras narices, pero no tiene nada en común con el temible trigonocéfalo de Martinica. Remontando el escarpado, muy a pesar nuestro pisoteamos flores de todos los matices y de formas nuevas para mí; también plantas desconocidas, entre otras, la de­ licada y sutil “sensitiva”, que al menor roce o toque cierra rauda el fino encaje de sus hojas como una joven muchacha sorprendida en su desnudez, que, con un gesto rápido e ingenuo, se envuelve en su velo virginal. Excelente almuerzo, espárragos y fresas con crema, cosechadas en casa... en pleno febrero. Nuestro generoso anfitrión nos invita a recoger una brazada de magnolias, de ro­ sas, de heléchos, etc., para la familia Guerrier, a casa de quien regresamos a terminar agradablemente la jornada. Por el camino vamos a hacer la adquisición de un casco blanco de oficial, ahora ya no me va a hacer falta la sombrilla y mi sombrero de tela lo meto al fondo de mi maleta para no sacarlo hasta el regreso a Francia. 27 DE FEBRERO

Regreso a St. Pierre. Paso la mañana en el Círculo de Profesores y me doy un hartaz­ go de noticias de Francia. Al mediodía, cada uno se va por su lado y yo me quedo en la casa para escribir y dibujar. Monsieur (el perro) ronca echado a mis pies, y Julina, la sirvienta de bello negro ambarino, tocada con un gran sombrero de paja de ancha ala,

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deambula sin prisa, entregada a sus tareas y arrastrando dificultosamente las alpargatad que calzan sus pies desnudos*1 Se traslada lentamente de la cocina a la pileta del patio, donde, con movimientos pausados, lava la vajilla del almuerzo. Con un suave balanceo de cabeza sobre su largo y fino cuello de cisne negro, va y viene, derecha y flexible con su vestido imperio de color rosa té, y (que no se disgusten los amantes de curvas y corsés) aparece, a fe mía, casi majestuosa cuando su larga cola barre las losas del corredor, y graciosamente pintoresca cuando con la cola recogida en la cintura, o simplemente bajo el codo, la deja caer en pliegues dignos de una estatua griega. Si no supiese ya cuán abnegada es con los inquilinos de la casa, la creería perezosa, pero no es más que indolente, defecto propio de los nativos de esta ciudad adormecida de St. Pierre. Gracias a esta indolencia puedo hacerle unos apuntes más completos, ya que mantiene bastante tiempo la misma pose. La intimida y azora un poco que la dibu­ jen con ese feo sombrero de trabajo; ella preferiría tener el madrás y el vestido de los días de fiesta, pero su dulce mirada de perro fiel, un tanto melancólica, recupera poco a poco su serenidad habitual y su aparente indiferencia. Ahora que he regresado a nues­ tro cenáculo y a nuestra ruidosa vida de solteros, puedo enmendar un olvido y descri­ birles la Casa de los Leones que es más o menos el tipo de todas las casas burguesas. Debe su nombre a los leones de piedra que adornan la puerta del muro exterior, pero a medida que conozco mejor su historia y la de sus ocupantes me siento inclinado a creer que su nombre se debe más a estos últimos, ya que son el terror del vecindario. El muro exterior es lo bastante alto como para que los vecinos y los peatones no pue­ dan mirar hacia adentro, ni la casa ni el jardín, y como son frecuentes las bacanales de todos los diablos, los festines ruidosos y las prácticas de tiro al blanco con revólver y con carabina, deben preguntarse alarmados qué cosas suceden en ese enclave tan mis­ terioso cuyo umbral franquean a veces sólo algunas amigas criollas o mulatas privile­ giadas. Uno allí se siente tan en casa que, sin temor de resultar s h o k in tomamos, maña­ na y tarde, un buen baño en la pequeña pileta de la fuente al fondo del patio. Después de pasar la puerta de entrada, se atraviesa por un jardincito. Los días de recepción se entra por el salón que ocupa la parte anterior pegada al muro lateral iz­ quierdo, pero las más de las veces se atraviesa todo el patio a la derecha para entrar directamente en el comedor que, con el salón, ocupa toda la planta baja. Estas dos pie­ zas están separadas por un tabique calado. El salón es muy grande y el comedor muy pequeño; no es más que un vestíbulo grande en el que la escalera que sube a los dormi­ torios ocupa un buen espacio. Las ventanas y puertas no tienen vidrios, sólo persianas; el aire circula con la misma libertad que los insectos y los reptiles. A cada rato, un anoli, 82


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pequeña lagartija verde con un bolsón bajo la garganta, viene a pasearse como por su casa; en cuanto a las arañas, mosquitos, cangrejitos, etc., son los amos del lugar... La cocina está al fondo del patio frente al comedor, en otra ala del inmueble con los otros dormitorios y demás dependencias. Julina, por lo tanto, tiene que atravesar una parte del patio para servirnos: ¡pobre muchacha, cuántos viajes de su cocina a la mesa! Siempre se le está olvidando un “ca­ charro ahí”, pero basta con decirle esa palabra para que busque el objeto que falta. Aun­ que no hay que tener mucha prisa, pues su indolencia habitual no le permite dar ni un paso ni hacer un gesto más rápido. Después del almuerzo, siempre alegre y animado, se toma el café en el salón; echa­ dos en un sofá o un sillón, seguimos la conversación fumando cigarrillos hasta la hora en que cada quien debe ir al trabajo. Lo mismo de noche, después de cenar, hasta la hora de dormir. El vapor para Francia parte mañana, les envío este principio de diario. 28 DE FEBRERO

Los cinco huéspedes de la Casa de los Leones (Aymard no está) hemos sido invita­ dos a almorzar con el Gobernador en el Palacio de la Intendencia. El Sr. Allégre nos recibe sin ceremonia, en familia, como dice con su amabilidad habitual. ¡Platillos franceses, brindis a Francia, a nuestro anfitrión, al éxito de la explo­ ración! Alusiones al magro festín que seremos para los indios antropófagos. Mientras tomamos el café y fumamos, jugamos un juego de bolos de salón en la gran sala engalanada y tapizada, lista para el baile oficial del próximo sábado 6 de marzo. Larga conversación sobre la política de la colonia, bebiendo cerveza helada en la terraza que da al gran jardín lleno de luz y calor. Me entero de que los morenos14 (la palabra negro15 es una injuria para todo hom­ bre de color) no están tan mal como se cree allá. Ellos, que son los que más poder tienen tanto administrativamente como por ser los más numerosos, no tienen sino una meta: acaparar los empleos, apoderarse de todas las funciones públicas y sustituir a la raza europea actual dirigente. ¡Pues vaya, no tienen un pelo de tontos! La política aquí es más complicada que en Francia, lo que no es poco decir. Además de las mismas diferencias de opinión y de clase de la metrópoli, existe el odio de las tres razas siempre en guerra una contra las otras dos: la raza morena16, la de sangre mezcla­ da y la europea o blanca. Este odio debe haberse transmitido desde que los primeros colonos, dueños de plan­ taciones, esclavizaron a la raza africana y a sus descendientes, mulatos o sangre mez­ clada. De generación en generación, por más de dos siglos, los mantuvieron bajo el 83


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yugo y el látigo. Hoy los morenos17 lo recuerdan a pesar de la emancipación de estas dos razas, de la igualdad social; los hijos de los antiguos esclavos, igualados a los hijos de los antiguos opresores, parecen no tener más que un deseo: desquitarse. Las prerro­ gativas acordadas a los blancos excitan naturalmente su envidia y albergan un odio sordo que se manifiesta en casi todos los asuntos políticos de la colonia. En las grandes ocasiones estalla a pleno día. Los mulatos o mezclados, orgullosos de las gotas de sangre europea que corren por sus venas, mantienen al negro puro a distancia, lo que complica y oscurece aún más la situación... El Sr. Allégre, buen diplomático, con la esperanza de acabar con esas divisiones de raza o suavizarlas, es el primero en dar el ejemplo de conciliación prodigando a los negros las mismas atenciones y consideraciones que a los blancos, y hasta un poco más, según el reproche que éstos le hacen; pero hasta ahora nada, al parecer, logra reconciliar las dos razas oprimidas con los antiguos amos. Pero basta ya de política. A las tres de la tarde, un gran alboroto y una multitud en la calle principal de St. Pierre. Desde las ventanas del Palacio presenciamos por un buen rato el ir y venir con­ tinuo de las máscaras que desfilaban por centenas abajo, en la calle, en atavíos de los más horrorosos y extraños y de los colores más diversos. En conjunto, el efecto es bas­ tante hermoso. Después del fuerte calor dejamos el Palacio acompañados del Gobernador, a quien saludan a cada paso; lo compadezco sinceramente. Atravesamos la calle donde se agita la compacta muchedumbre y bajamos al puerto. Allí, donde reinaba la calma acentuada aún más por la serena majestad de un soberbio sol poniente, unos marineros nos espe­ raban en una barca para llevarnos a un velero cuya silueta sombría y violácea se perfi­ laba a doscientos o trescientos metros del muelle sobre un fondo de cielo naranja. Se iba a bautizar por lo civil ese navio perteneciente a la casa Ambaud — el bautizo religioso había sido en El Havre a su salida— . En honor del Sr. Allégre, el padrino, todas las banderas estaban desplegadas; a medida que nos acercábamos, las más altas pare­ cían bogar en el oro verde del cielo y flotar entonces en el alto cénit azul. El capitán nos recibe y nos da una vuelta para que conozcamos el navio. Luego, traen el champán helado; se destapan una tras otra varias botellas, y vaso en mano se rocía el navio, y a todos los asistentes, hasta al Gobernador. Muchas carcajadas en medio de una lluvia de diamantes y perlas. Parecía que el sol, que ya se hundía en la línea violeta del mar, no quería desaparecer, sin añadir, él también, su resplandor más brillante a la ceremonia y sin lanzarnos sus mejores rayos y cálidos colores. Ambaud había hecho las cosas en grande, lo había previsto todo.

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Ya había caído por completo la noche cuando regresamos a casa, donde nos acom­ pañó de buen agrado el Sr. Allegre, ¡brindis en su honor! ¡Uf! En toda mi vida no he bebido tanto champán como en estas últimas tres semanas; ¡si al menos me gustase! Verán que no estamos tan mal, comemos nuestro pan blanco de primero. ¡Ya veremos!18. 1 DE MARZO

Desde hace ocho días hace un calor extremo, 32°C a la sombra, 52°C al sol19; ya desaparecieron los chubascos refrescantes de los primeros días. Caliente y penosa ma­ ñana en la casa; lectura. Esta noche, todos vamos a cenar a El Carbet, pueblo a cierta distancia al sur de St. Pierre, en casa de un amigo común, Mr. Blondet. Un poco antes de la puesta del sol, Chaffanjon y yo nos vamos en barca a nuestra invitación. Nos alejamos un poco de la costa para disfrutar de lejos todo el conjunto coloreado por el poniente; de aspecto cambiante cada día y siempre más bello y más envolvente. Baño de mar como aperitivo que sustituye ventajosamente la ducha cotidiana en casa. Llegamos a una playa arenosa donde hay un olor a pescado podrido que no con­ cuerda con la belleza del lugar. No hay crepúsculo, la noche llega rápido y nos sorpren­ de; momento fresco y muy húmedo. En verdad, Martinica es uno de los países más húmedos, todo se oxida rápidamente. Para huir de este mal olor, caminamos descalzos hasta la casa, a unos trescientos me­ tros del mar, por lo menos. Es una manera de irnos habituando para cuando ya no tenga­ mos zapatos en la expedición. ¡El aprendizaje será duro a juzgar por este principio! Nos esperaban. Una cena muy animada, llena de humor y alegría. Un intermedio en el postre: se oye una gritería afuera, a algunos pasos de la casa un negro acaba de matar una serpiente trigonocéfalo, de esas tan temidas. Corremos afuera, y a la luz de las antorchas examinamos el reptil, lo miramos por todos lados y nos lo llevamos. Unas negras atraídas por el ruido ven con horror a los “békets’(blancos) tocar la terrible víbora. Es un bello espécimen — 1,4 metros de largo— , el centro del cuerpo, del grueso de dos dedos, se adelgaza imperceptiblemente en los extremos; la cabeza triangular, ancha y aplastada, contrasta con la fina y redonda forma del cuello y parece indicar el sitio natural del talón. Esta cabeza aplastada es sólo una boca equipada a cada lado de tres colmillos de al menos un centímetro y medio cada uno. El veneno contenido en una glándula en cada diente es de extrema toxicidad. Comprendo ahora todas las precauciones tomadas para evitar semejantes inyectores, uno se cura rara vez de una mordida.

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La cena, interrumpida tan bruscamente, concluye feliz y jovial, y después de enro­ llar a la trigonocéfalo en un periódico para envasarla al llegar a la casa, regresamos a pie a St. Pierre, alumbrados por dos antorchas que llevamos por turnos. Es una medida de cautela que practican siempre los negros para espantar o ver a los noctámbulos reptiles en el camino. Si esto no los espanta, en todo caso, al menos permite no ponerles el pie encima. El lado pintoresco de este retorno con antorchas me encantó. 2 DE MARZO Paseándose uno ve con frecuencia contrastes notables; una negra trabaja o lleva un paquete sobre la cabeza, mientras fuma una vieja pipa o un cigarro largo de los que se hacen especialmente aquí, y a su lado se ve a un negro muy musculoso con una especie de bambú en la mano, del grueso de un mango de escoba, dando dentelladas a esta especie de junco: lo que mastica es caña de azúcar, posiblemente su alimento del día. Cuando las negras tienen que llevar un paquete, sea el que fuese, se lo ponen en la cabeza, así sea pesado, frágil o muy liviano, aun una carta. Si uno las envía al correo, colocan la carta sobre la cabeza y le ponen encima una piedra para mantenerla, luego se van muy derechas meneando las caderas cadenciosamente, descalzas o con unas alpar­ gatas que arrastran al andar. Caminan con las manos vacías, con los brazos caídos y susurrando por todo el camino. Los primeros días, cuando oía monologar detrás de mí, creía ser la causa de la verborrea; pero pronto me percaté de que hablaban solas: con la mirada puesta en el vacío, repiten sin duda, al andar, los mandados pendientes que van a hacer después. Los hindúes, cubiertos de harapos y de aspecto miserable, mantienen su tipo de belleza fina y regular. Sus ojos negros tan profundos se ensombrecen aún más con la expresión de tristeza que se refleja en sus bellas máscaras de bronce. Las mujeres culíes parecen padecer menos de la miseria; están cubiertas de joyas de plata. Según dicen, todo el dinero que ganan lo funden para hacer anillos, pulseras o zarcillos. Se ven algunas con los brazos cubiertos de brazaletes de la muñeca al hombro, con un pequeño intervalo libre que permite flexionar los codos. Llevan anillos en todos los dedos, argollas en las dos alas de la nariz; en un lado, una argolla del tamaño de una pulsera y en el otro una joya análoga a los pendientes que llevan las francesas. En cuan­ to a las orejas, aquello supera todo lo que pueda imaginarse: del lóbulo de la oreja, en el lugar en que muchas francesas (quizá demasiadas) tienen una incisión por donde cabe un pulgar y por consiguiente una argolla ad hoc, cuelga una cadena larga de letras de buen tamaño; la punta de la oreja está atravesada por una joya y otras más están plan­ tadas en medio del cornete de la nariz. Vi indias con todas esas joyas reunidas, pero lo que me causó más admiración fueron las pobres que, a falta de plata, se pasaban flores

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a través de las orejas o narices, o a falta de flores, un pedacito de madera o de papel enrollado. Quizá no resultaran tan deslumbrantes como las otras pero me impresiona­ ban más: lucían más genuinas y parecían más orgullosas con sus bellos ojos, grandes y negros, tan profundos y tan tristes. Dormimos en la casa en una hamaca, cosa que sale más barato que un hotel. Cuan­ do uno está balanceándose tranquilo en su hamaca y a punto de dormirse, se siente de pronto una masa hedionda que cae brutalmente sobre uno con un ruido sordo: es la cucaracha de aquí, llamada “cancrelat” o “ravet ”, dos veces más grande que las cucara­ chas de Lyon. Además, como es alada, tiene la ventaja de tomarse más libertades con uno que su pobre congénere lionesa. En la casa hay varias arañas más o menos del tamaño de una nuez, a las que se respeta religiosamente ya que le montan una implacable cacería a las cucarachas. De los mosquitos ni hablo, son cosa demasiado común, así como los pequeños anolis, nues­ tros huéspedes favoritos. Como las ventanas no tienen vidrios, sólo persianas, todos estos bichitos entran con la mayor facilidad a los cuartos y se pasean como por su casa, y hasta sobre los habitantes. 3 DE M ARZ O

Preparativos en casa para recibir a cenar al Gobernador, el Sr. Allégre. Toda la casa está conmocionada, unos están encargados de procurarse la vajilla, ya que la nuestra está incompleta y dispareja; otro, los vinos; un tercero se ocupa de la cocina, pero la mesa es demasiado pequeña y faltan sillas. A la postre, se vencieron todas las dificulta­ des. Teníamos cubiertos de plata magníficos que nos prestó alguien, una vajilla de por­ celana y vasos del más fino cristal, pertenecientes a otro..., todos ellos invitados naturalmente. Finalmente, todos nuestros esfuerzos fueron coronados por el éxito. A la hora se­ ñalada, teníamos ante nuestros ojos maravillados y sorprendidos una mesa magnífica y suntuosa. Hubo champán, buenos vinos, numerosos brindis, poca política y charla jovial. Éramos once a la mesa. 4 DE M A R Z O

Preparativos para una segunda recepción. Uno se deja llevar porque se tienen las cosas a mano y se invita a la gente encantadora que nos ha acogido tan bien en todas partes. Esperando la hora de la cena, acompaño a Chaffanjon a El Carbet. Nos llevó una hora larga desde St. Pierre en bote. Mientras mi compañero visita a uno de sus amigos, bago un bosquejo de la costa de St. Pierre dominada por la montaña Pelée. Es la prime­ ra pintura al óleo desde mi salida de Francia, pero fue un mal comienzo.

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Fue difícil embarcarnos de nuevo, el mar estaba muy bravo, y llegamos tarde para la cena. Nos esperaban con impaciencia y nos dieron una buena reprimenda muy mereci­ da. Cena más alegre y sobre todo más ruidosa que la de la víspera. Siempre mucho champán. Les recomiendo el galope alrededor de la mesa y verán por qué. Mientras uno de los convidados cantaba “Dos gendarmes un domingo ”, todos, a caballo sobre nuestras sillas, con las servilletas pasadas por el respaldar como riendas, galopábamos alrededor de la mesa levantando la silla con las rodillas; creo que hundimos el parqué en varias partes. ¡Me reí de buena gana y en ese momento no sentí ansiedad alguna por el mañana! Si ustedes conociesen este pequeño cenáculo de gente joven muy inteligen­ te y seria y los viesen hacer esta cabalgata tan seriamente como si se tratase de un asunto de negocios, también se habrían sentido animados y arrastrados por el juego. Es una verdadera vida de bohemia, con un poco de holgura. Lo que uno no tiene hoy, el otro se lo da o presta; todo es de todos. No tuvimos éxito al intentar hacer buen vino con Madeira y vino ordinario. 5 DE M ARZO

En la mañana asistí al funeral de una niña europea, cuyo padre es conocido de los huéspedes de la casa. Encontré a Lucien Guerrier, venido de Fort-de-France para esta ceremonia y para asistir mañana al baile del Gobernador. Alegría al volvernos a encontrar, nos vamos a separar lo menos posible. Bosquejo de sol poniente hundiéndose más allá del mar en una bruma de esmeralda y oro. Esta­ ba completamente rodeado por un círculo de negros mirándome pintar. Yo me había colocado a la orilla del mar, con las olas casi lamiendo mis zapatos, pero los que estaban parados frente a mí me tapaban totalmente el efecto. El agua les llegaba a las rodillas, cosa que no los molesta nada, a mí en cambio ellos me molestaban sobremanera y tuve que decírselo, ¡lamentándolo mucho! A pesar de su antipatía natural por todo lo blanco (según los negrófobos de la casa), me pareció que en esa ocasión no era así: ellos me eran simpáticos y no creo que sintieran animosidad contra mí. La actitud despreciativa de los blancos hacia ellos explica quizá esta animosidad tan cerril. En Francia, en cam­ bio, donde el corazón desempeña un papel tan grande, todos sentimos una verdadera simpatía por esta raza de esclavos emancipados. Todos lloramos con el relato de sus miserias y sufrimientos en la época en que estaban oprimidos; todos nos indignamos de la espantosa injusticia que azotó y estigmatizó a su raza. ¿Por qué en las colonias el corazón de los blancos se endurece al contacto con ellos?, ¿de quién es la culpa?, ¿de los blancos o de los negros? No lo sé, pero quiero guardar mi simpatía para estos últimos tanto por el recuerdo de sus inmerecidas desgracias, como por su facha pintoresca, un festín para el ojo de un pintor que no desea ver sino la bella superficie de las cosas, sin


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buscar profundizar. Además, quince días es poco tiempo para ello, y sobre todo me daría miedo descubrir fealdades, como en otras cosas: quiero llevarme el más delicioso y poético recuerdo de mi primera estadía en esta sugestiva tierra de América. Ahora los sentimientos de piedad y compasión que yo sentía por los negros escla­ vos se disipan al contacto con el negro emancipado. En vez de condolerme de él, lo admiro: su suerte es más envidiable que la de un modesto empleado o un obrero de una fábrica cualquiera de Francia, y estoy seguro de que el negro más paupérrimo no cam­ biaría su miserable posición por la de ellos, y tendría razón. El negro, hombre primitivo arrojado a la civilización, sin duda ha debido conservar los defectos inherentes a su raza y tomar algunos de los nuestros. Como muchos blan­ cos, quizá sólo busque la satisfacción de sus apetitos materiales, pero lo creo muy ma­ leable y su nivel moral no es ciertamente inferior al de muchos obreros blancos, cuyo objetivo no va más allá del vaso o la botella, ni aun al del buen burgués, cuya única aspiración es redondear su fortuna y su vientre. La prueba está en el liceo, donde todos los niños negros y mulatos se aplican con tozudez y rivalizan con los niños blancos a fin de formar una generación nativa capaz de ocupar pronto los más altos cargos de la colonia que ahora detentan los blancos. Esa es su meta y es razonable. Aun el negro más pobre tiene conciencia de su libertad, y quiere permanecer libre. Como lógica y filosofía no es inferior a la de todos los proletarios citadinos que tuvie­ ron la torpeza de dejar sus campiñas, donde la miseria es poca, para venir a arrastrarla pesadamente en la ciudad. En cuanto al antiguo esclavo, éste sabe contentarse con poco, aprovecha el clima favorable que le permite holgazanear todo el día, si le parece. Sus necesidades son módicas; un medio pantalón y una franela le bastan para vestirse, un techo de hojas de palma, sostenido por cuatro picas clavadas en el suelo le sirve de abrigo contra el sol y la intemperie. Algunas bananas, cocos u otra fruta, pescado, un trozo de caña de azúcar, son todo el alimento que requiere y lo tiene casi al alcance de la mano. No paga alquiler y casi nada en impuestos; trabaja sólo cuando quiere darse algún gusto extra. El que ahora trabaja como el negro de antes es el obrero de los talleres o de las fábricas; él es el verdadero esclavo de la sociedad humana. ¿Acaso goza de esa libertad de que estamos tan orgullosos, y con razón, de haberle restituido al negro? ¿Qué aire respira? Una atmósfera viciada, contaminada tanto por las máquinas y por los produc­ tos fabricados como por la aglomeración de individuos más o menos sanos. En el taller, del alba hasta la noche, no ve el sol, sólo los rayos pálidos y descoloridos que dejan filtrar los cristales brumosos. Sin esperanza de un mejor porvenir, consume su fuerza y su vida en su papel de máquina, de autómata; no es sino el servil esclavo de la máquina, la cual con gestos humanos parece ser su amo y gobernarlo directamente. Los días para

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él se suceden monótonos, como su trabajo especializado, sin traer nunca la emancipa­ ción a la que aspira. Sólo conoce la libertad de nombre, en los mítines, en tanto que el último de los emancipados de ayer la disfruta. ¡Si el negro pudiese comparar su suerte con la de los obreros de ciudad sentiría una legítima satisfacción al percatarse de que la mayoría de esa raza de sus antiguos opre­ sores es, ella misma, una raza de esclavos! Cómo desaparecería su odio, si es que nos odian, para ser reemplazado por la compasión. ¡Así es el mundo! 6 DE M ARZ O

Baile en el Palacio del Gobernador. Pedí prestado un traje para la ocasión. De cada diez invitados, ocho no tenían un traje completo que les perteneciese. Sala artísticamente decorada por Mr. Fulchonis, unos hermosos tapices. Aquí, aún más que en la vida de todos los días, blancos y negros forman campos bien separados. Ningún invitado de raza blanca bailó con alguien de la raza opuesta. Solamente el Gobernador, el Sr. Allégre, muy cortés y sobre todo muy políticamen­ te, fue de un lado al otro, multiplicándose, prodigándose tanto para los unos como para los otros. Me tomó paternalmente del brazo y se paseó de arriba abajo dándome bue­ nos consejos. Estoy conmovido y honrado de la simpatía que me manifiesta y se lo agradezco. Como soy muy mal bailarín, apenas bailé una vez lo mejor que pude con mi indul­ gente pareja, la Srta. Clémentine, hermana de Lucien, y luego, junto con Lucien y otros tres franceses, fuimos a admirar a los bailarines del campo opuesto. Si las mujeres negras, aun sin saberlo, son bellas sin corsé, con sus simples vestidos de día, livianos, drapeados a la griega, carecen totalmente de gusto cuando quieren ostentarlo; y para un enemigo de los corsés, había ocasiones de regocijo, ¡oh amigos Henry y Guiguet!20Guiguet hubiese podido dar libre curso a su verba habitual y desta- * car con frases justas lo cómico y grotesco de las grandes damas negras queriendo imi­ tar a las mundanas parisinas. ¡Ah! ¡Resultan tan risibles que es como para hacer llorar a un pintor! ¡Y hasta tienen la osadía de echarse polvos de arroz! Y, sin embargo, si se quiere la igualdad de las razas, hay que aceptar que los indivi­ duos tienen el derecho de imitarnos, de vestirse como nosotros; aunque lo pintoresco salga perdiendo; los pintores tendrán que acostumbrarse, como todo el mundo. Entre tanto, yo, a las jóvenes morenas21 de las familias más ricas de la isla a las que veo llevar muy seriamente un vestido parisino, último grito y escotado, prefiero con mucho ver el ágil cuerpo de una negra de pueblo, trajeada artísticamente en su simple ropa “directo­ rio” tan bien hecha para ella. En cuanto a los señores morenos22 en traje de ceremonia —ya de por sí tan poco estético— y que exageran aun la etiqueta, yo los tomaba siem­ pre por lacayos. ¡Yo prefiero con mucho al moreno23 maletero, con sus pies descalzos, el 90


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pantalón recogido a media pierna y la camisa abierta (no enfundados en la armadura que llevamos hoy) enseñando su robusto pecho! Desde hace tanto tiempo en Francia, con los horribles atuendos que llevan las muje­ res, nos hace falta el bello espectáculo de un vestido estético que deje adivinar las formas exquisitas de un cuerpo femenino, por tanto, en cuanto llegamos aquí, me sorprendió y encantó ver por fin a las mujeres con vestidos chapeados a la antigua que delinean sus formas, que parecen estar hechos para ellas. Me choca verlas con otras prendas. Visité el salón de juego, aunque el juego no me atrae. Regresé a casa a las seis de la mañana, bastante cansado. Sufrimos muchísimo con el calor en esta fiesta, y no dejo de pensar en lo bien que habríamos estado si en lugar del afectado traje negro de eti­ queta hubiésemos usado nuestras batas moras, es decir, la liviana ropa carnavalesca que se lleva en casa. 7 DE M ARZO

Domingo de Carnaval. Me levanté a las diez y media. Máscaras por todos lados. Calles atestadas, buen efecto de conjunto, pero todos esos negros enmascarados, en masas tan compactas, exhalan un olor sui generis demasiado fuerte. Llegada del navio La Colombie a la rada de St. Pierre. Visita al navio en compañía del Procurador General (el Sr. Coste, yerno del Sr. Guerrier, el Vicerrector) y de la fami­ lia Guerrier. Bello y delicioso paseo en alta mar a la caída del sol, brisa fresca, único buen momento de la jornada. 8 DE M A R Z O

Lunes de Carnaval. Máscaras en las principales calles, cada vez más. Almuerzo en casa del Sr. Caré, administrador del liceo. El liceo es muy grande, tiene trescientos alum­ nos, casi todos morenos24. Hemos ido con la familia Caré a la verbena del Gobernador, en los jardines del Palacio. Todos los juegos de feria están representados. Largo paseo por los jardines ¡aún en levita de invierno, siempre! y casco Stanley. Lucien viene a cenar a la casa y después velada en casa de su cuñado, el Procurador General. 9 DE M ARZ O

Martes de Carnaval. Toda la mañana en casa; leí y dibujé. Durante los últimos tres domingos y ayer lunes, los disfraces no han dejado de pasearse, de hormiguear en las calles de St. Pierre, pero eso no era más que el preludio de esta tarde de Carnaval. Hoy, apenas se ve una persona con la cara descubierta entre cien disfraces. Por to­ das partes no se ven más que máscaras y más máscaras. Afluyen en tropel de todas las 91


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calles adyacentes y se precipitan en el río humano siempre creciente que fluye por la calle principal. Cogidos en esta corriente humana; arrollados, sacudidos, aturdidos por los gritos; medio ahogados en esta masa compacta y cerrada y asfixiados por el olor dominante a opopónaco mezclado con el de todos estos cuerpos en ebullición, logramos difícilmen­ te llegar al café más cercano. Cómodamente sentados frente a un “punch” helado, pre­ senciamos tranquilamente el continuo desfile de máscaras. Todo St. Pierre está en esta calle que atraviesa la ciudad de punta a punta. Como nosotros, algunos burgueses en sus ventanas y algunos comerciantes frente a sus tiendas, miran pasar el torrente de ondas abigarradas y multicolores. Es un torbellino indescriptible, pasmoso, una mezcla constante de grotescos dis­ fraces masculinos y vestidos femeninos en múltiples combinaciones; éstos, los más numerosos. Es un hormiguero de seres amontonados al azar, gritando, cantando, sal­ tando, frotándose unos contra otros con un balanceo voluptuoso y un movimiento circular de las caderas, que imita la danza del vientre; un fuego cruzado de colores con­ trapuestos, vivos y claros, armonizados por los rayos de un sol ardiente; trajes dispares, del más maravilloso efecto de conjunto y de un juego de colores tan variado como el de los cristales de un poderoso caleidoscopio. Y, sin embargo, detallados individualmente, son más bien feos, salvo raras excep­ ciones, pues todos tienen la cabeza envuelta hasta los hombros con una bufanda, y este envoltorio informe de tela, que destruye la bella conjunción del cuello y la cabeza, pone desafortunadamente una nota discordante a la habitual belleza de líneas ondulantes de cada sujeto. Usan esta horrible bufanda (ya les hablé de esto a propósito de las máscaras del Morro Rojo) porque todos aspiran a parecerse a los blancos, pero solamente en los días de Carnaval; usando este inocente pero feo artificio, tienen la esperanza de pasar por tales. Por tanto, todos se afanan a ver quién disimulará mejor su pelo ensortijado y su cuello ancho o fino, bajo esta gran bufanda de algodón o seda, encapuchándolo todo, a ver quién llevará los guantes más largos, las medias más altas y... hasta zapatos, para esconder mejor a los ojos indiscretos las partes del cuerpo normalmente descubiertas, que revelarían su color de piel y su origen25. Pero lo que contribuye especialmente a la fealdad individual es el antifaz ovoide en tejido metálico que les cubre toda la cara como un bozal y en cuyo fino trenzado pintan dos ojos muertos, inexpresivos, horribles. Así emperifollados, con la cabeza aprisiona­ da, no parecen percatarse en lo más mínimo de la temperatura del día (35° a la sombra, la más alta desde que llegamos) y se sacuden como diablos. De repente se produce una agitación y, como por arte de magia, esta marea viva, hormigueante, se corta en seco; los disfraces retroceden espantados y se quedan clava­ 92


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dos, petrificados donde están ante la imagen de una cruz y de dos cirios que llevan dos monaguillos, dos negritos vestidos de rojo y blanco; los precede un pertiguero trajeado de oro con su larga vara con puño de plata, que no tiene ni qué usar para abrirse paso; unos auténticos sacerdotes en traje de ceremonia los siguen a distancia, camino a una funeraria. La mascarada, tan bruscamente interrumpida por este violento contraste, que no obstante armonizaba tan bien con el decorado, echa a andar de inmediato a todo dar. La alegría, reprimida un momento, se hace más viva; los saltos, los sobresaltos de contento se multiplican y la muchedumbre enmascarada se abalanza para seguir la corriente. Algunos blancos, religiosamente respetados, así como algunos indios de bello ros­ tro descubierto, se destacan en medio de estas fealdades enmascaradas, aunque bellas y sugestivas en conjunto. A veces se distinguen representaciones de personajes políticos, notables o excén­ tricos del país. Los morenos26 tienen el don natural de la imitación, y todas las carica­ turas que podemos ver dan, según se dice, el toque justo y característico de los personajes aludidos. Representan también ingenuas escenas callejeras: agentes de policía que llevan ne­ gros encadenados que aún tienen en la mano gallinas robadas. Frente a nosotros se abre de pronto un claro, y presenciamos un espectáculo ines­ perado: una deliciosa escena campestre en mímica-figurativa en plena calle, digna de las tablas de nuestros teatros. Una veintena de jóvenes negras, vestidas todas iguales con el sencillo traje local que moldea con sus ligeros pliegues los menores movimientos del cuerpo, simulan bailando la zafra de la caña de azúcar. Al son de tres panderetas golpeadas con fuerza por unos negros, avanzan despacio meneando voluptuosamente las caderas. En la mano derecha llevan en alto un machete* (cuchilla de hoja larga y ancha y punta redondeada, especial para cortar caña de azúcar y abrirse camino entre las lianas), con la otra mano se apoyan ligeramente en una larga caña de azúcar aún cargada de hojas. Al son de ciertos golpes de pandereta más secos y marcados, dejan caer el machete con un gesto lleno de gracia como si estuviesen cortando caña. El son de las panderetas se pierde de manera imperceptible en el ruido infernal de esta multitud delirante, y las negras, arrastradas en su torbellino, desaparecen sin dejar de balancearse sensual y lánguidamente. Y, a pesar de todo este bullicio, percibimos nítidamente, a intervalos, la voz penetran­ te de una pobre negra vieja sin máscara que chilla a reventar “Pistachos tostados” como chillan en Francia “Está fresco el coco” o “Cerveza, limonada”, tres cosas más a propósito aquí que los pistachos tostados. El hormiguero sin tregua continúa durante la tarde y gran parte de la noche; pero tres horas de este espectáculo son más que suficientes para nosotros, y dejamos este 93


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horno polvoriento, esta atmósfera recargada con todas estas exhalaciones humanas, para ir a respirar la brisa pura y húmeda del mar, centelleante al fondo de una calle lateral estrecha y muy empinada que lleva al puerto. Nuestra mirada descansa del ir y venir tumultuoso ante un sereno y maravilloso efecto de sol poniente con fondo de oro y esmeralda en este cielo siempre tan variado dentro de su marco, sobre la línea violeta del mar. Lucien Guerrier viene a cenar con nosotros en la “casa común”. Aunque a ninguno de los dos nos gusta bailar, acompañamos, todavía enfundados en nuestras levitas ne­ gras y sin máscaras, a unos profesores solteros disfrazados. Van a pasar la noche en los numerosos bailes que abundan en todas las calles en tiempo de carnaval. Afortunada­ mente, para esta población enamorada del baile, las fiestas abundan, pues se hacen en habitaciones ordinarias, desamuebladas para la ocasión, de techo bajo y poco más de seis metros de ancho por seis de largo. Naturalmente las habitaciones están siempre atestadas y no se vacían nunca; es un vaivén continuo mientras que bailarinas y bailarines encapuchados, emperifollados, enguantados, enmascarados, se enlazan estrechamente, se frotan unos contra otros me­ neando las caderas, dándole lentamente la vuelta a la pieza al son de la tonada “¿Conoces el país?” o “No hables, Rosa, te lo suplico”, ejecutada muy lentamente por un violín, una mandolina, una flauta o una cometa. Bailando, van tarareando la misma tonada. Polcas, mazurcas, valses, todo lo bailan igual y muy lentamente. Dejamos a nuestros frenéticos compañeros para que se entregasen de lleno a la embriaguez del baile y de las intrigas de amor pasajero en esas estufas perfumadas de opopónaco (es su perfume favorito) y de emanaciones humanas concentradas, y regre­ samos a la casa, contentos de no tener una pasión tan grande por el baile y el placer, aunque no podemos evitar cierta admiración, dado el clima debilitante, por semejante resistencia en nuestros compatriotas, equiparable a la de los nativos, prueba de nuestra pronta y fácil aclimatación en todas las latitudes. 10 DE MARZO, MIÉRCOLES DE CENIZA Chaffanjon regresó muy tarde del baile. Está molido. Revisité las magníficas colec­ ciones del Sr. Cot, profesor de Historia Natural en el liceo. Día muy, muy caluroso. Fuerte recomendación de evitar el sol. Llegada del vapor Venezuela. Subimos a bordo, paseo por mar. En la tarde oímos el último cañonazo del Washington, el buque en que llegamos aquí, ya de vuelta de Colón y de regreso a Francia... Lleva, sin duda, mi último diario. Demasiado tarde para ir a saludar al Cdte. Dardignac y a Cosmao, ¡qué lástima! Hoy todavía se ven máscaras en la calle, ¡qué pesadilla! Afortunadamente la Policía ha anun­

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ciado que el Carnaval está enterrado y que a partir de la medianoche no puede haber máscaras en la calle. Lucien y su familia han regresado a Fort-de-France, los veremos por última vez antes de nuestra próxima salida de Martinica. 11 DE M A R Z O

Visita de despedida al administrador del liceo, en el Círculo estaban todos los pro­ fesores. Votos por nuestro regreso, insisten sobre todo en que no nos dejemos comer por los antropófagos. Ultima visita al Sr. Thierry, director del Zoológico. Maté un ciempiés, un miriápodo de veinte centímetros de largo y dos de grueso, el cuerpo sólo, sin contar la masa de patas a cada lado. Jornada de diligencias y visitas. 12 DE M ARZ O

Descanso. Me quedé en la casa en compañía del Señor Buen Perro. Leí y retomé mi diario todo el día. Los bambúes cortados sirven para confeccionar todo tipo de recipientes y envases de todos los tamaños: potes para flores, vasos, etc. Las lianas reemplazan ventajosa­ mente a las cuerdas y hasta los cordeles, porque las hay muy finas. 13 DE M ARZ O

Debíamos partir a Fort-de-France esta mañana, pero el mar está demasiado fuerte, el barco permanece en la rada. Encontramos al Comisario en Jefe de St. Pierre, con quien conversamos y muy amablemente, a mi pedido, nos hace visitar el monumento de la Policía, llamado El Violín. De regreso a la casa, solo. No queda nada de nosotros. Nuestros baúles ya volaron. Estoy desamparado y febril. Leo lo que me cae en las manos. Toda partida es un des­ arraigo que me entristece. Revivo las emociones del gran desgarro al dejar todo lo que se ama... Cena de despedida en casa del Gobernador. Todos los inquilinos de la casa están invitados. Velada del todo íntima y muy francesa, sin ceremonias, conversación sobre la colonia, siempre muy interesante. Últimos brindis. Para damos suerte, Mr. Allégre nos abraza a los dos. Me conmueve esta demostración de su interés y su buena acogida, y la quiero conservar en el recuerdo con agradecimiento. 95


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fs . "Trinidad-Gabarras inglesas” Plumilla y tinta negra sobre papel • 16 de marzo de 1886

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14 DE M ARZ O

Seis de la mañana. Melancólicos adioses a toda la casa; Mandeix, Ambaud, que me acogieron como a uno de ellos, permanecerán siempre en mi memoria mezclados a los primeros y buenos recuerdos de mi estadía en St. Pierre. El pequeño vapor que hará el viaje, especialmente de St. Pierre a Fort-de-France, no sale sino a las ocho. Dos horas de espera. Mar de Marejada El pequeño vapor es menos pesado que un bateau-mouche, así que sufrimos fuertes sacudidas. Hora y media de balanceo agradable a lo largo de la costa. Nos seguían unos delfines con un cuerno en el lomo que iba dibujando una curva sombría bajo las olas. Al llegar a Fort-de-France vamos a ver a la familia Guerrier. Junto con Lucien visita­ mos el navio St. Domingue; el Comandante nos ofrece café y nos enseña los curiosos objetos y recuerdos que ha coleccionado en sus viajes. Tarde amena con la familia de Lucien. Piano, cantos, cena y velada en su compañía. ¡Adiós a toda la familia!... ¡Cuántos votos sinceros nos acompañan! Buena y gentil familia; demasiado emocionado, me fue imposible expresarles verbalmente mi afec­ tuoso reconocimiento, pero desde lo más profundo de mi corazón les digo “Gracias”. 15 DE M ARZ O

Hotel Bédiat. Levantados muy temprano. Preparamos las cosas para el embarque, Lucien viene a acompañarnos al vapor Olinde-Rodrigues-, a las ocho y media levantan la pasarela, Lucien baja. La emoción me deja mudo. Chaffanjon y yo nos quedamos apoyados melancólicamente en la borda. De repente, entre el grupo de personas veni­ das al muelle, vi a un negro que hacía señas hacia donde estábamos y mostraba el puño. Aquello tenía que ser con nosotros y viendo el azoramiento de mi colega le pregunté: — ¿Quién es ese negro y qué quiere de nosotros? — Es Sonson27, el que llevé en mi primera exploración. Viene a reclamarme dinero, ¡afortunadamente llegó tarde! Sentí una fuerte conmoción, pero me guardé mis reflexiones. “Pobre negro!... Este último minuto tiñó de oscuro mis luminosos recuerdos. ¿Es un presagio?... Al fin, el barco oscila, busco a Lucien con la vista, nos cruzamos señas con la mano, mientras nos vemos. Mis ojos húmedos lo pierden pronto. La sabana, el fuerte San Luis, Fort-de-France y la isla toda desaparecen bajo un fuerte chaparrón. El cielo se confunde con el mar. El Olinde-Rodrígues parece flotar entre dos aguas. Sereno sobre las olas, nos lleva a Venezuela, campo de nuestra explora­ ción, con un suave balanceo y mucho oleaje. Cuántas cosas no pasarán antes de nues­ tro retorno a Martinica y quién sabe si volveré a ver a estos nuevos amigos que ocupan ahora un puesto en mi pensamiento y corazón.

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¡St. Pierre, Fort-de-France, Martinica! Tan hospitalarias, serán para mí palabras mágicas, sonarán deliciosamente en mi oído y me evocarán las bellas y fuertes impre­ siones de una primera estadía en las colonias. Allí fue mi iniciación, mi bautizo de la vida colonial. Los otros países de América me sorprenderán menos, encontraré siem­ pre un reflejo de mis primeras y fuertes impresiones.

"A BORDO DEL 0LINDE-R0DR1GUES'

DEL 15 DE MARZO DE 1886 AL 7 DE ABRIL DE 1886

CONTINUACIÓN DEL 15 DE MARZO DE 1886 “A BORDO DEL OLINDE-RODRIGUES”

Varios chaparrones al dejar las costas de Martinica, anegadas de lluvia. Nadie en cubierta. De hecho los pasajeros son poco numerosos. Veinte en primera clase y alrededor de ciento cincuenta en la segunda cubierta. Presentación al Comisario de a bordo (Sr. Bourboulon). Nos da a cada uno un ca­ marote, me hace visitar el suyo, muy cómodo, que pone a mi disposición para dibujar o pintar. Me enseña sus propias pinturas, marinas, naturalmente, bastante buenas. Sim­ patizamos en el acto. St. Lucía a la vista. Esbozo su silueta accidentada, montañosa, cuyas “tetas” redon­ das se alzan en primer plano. El comedor es tres veces más pequeño que el del Washington. Los veinte pasajeros ocupan la mesa del medio, presidida de un lado por el Comandante, del otro por el Comisario. Nos situamos del lado de este último, alegre y divertido conversador. Al lado del Comandante están dos damas, por lo tanto más reserva. Fuerte oleaje. 16 DE M ARZO

Tiempo espléndido. El sol se alza entre las Bocas de Dragón28, unas islitas depen­ dientes de la gran isla de Trinidad, bordeadas de caletas que parecen lunetas o palcos. En una de esas islas, cuento cinco palcos, cinco caletas más o menos iguales, que cobijan cinco o seis viviendas. Verdaderos nidos en esta lujuriante vegetación. Los habitantes sólo pueden comunicarse por mar o atravesando la pequeña lengua de tierra escarpada y frondosa que los separa. A las ocho de la mañana, estamos a la vista de Puerto España, capital de la isla de Trinidad. 98


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Lanzan el ancla lejos, muy lejos del puerto, pues éste tiene un fondo insuficiente en el momento para permitir que nos adentremos. El Comisario y el agente de correo nos ofrecen, amablemente, un puesto en su barca para ir a tierra. Dada la distancia, nos tardamos mucho en llegar. Muchísimos barcos en la rada. Al desembarcar, me impresiona ver hindúes mucho más limpios y ricamente vesti­ dos que en Martinica. Sus ropajes muy blancos contrastan vigorosamente con las pier­ nas desnudas, bronceadas, largas y flacas. Encaramados en piernas oscuras, con el cuerpo todo vestido de blanco y la cabeza cubierta de una especie de turbante del mismo color, parecen grandes garzas blancas. Las mujeres están ricamente trajeadas y llevan en abundancia muy bellas joyas. A cada paso encontramos grandes pájaros negros nada incomodados por los tran­ seúntes. Son especies de buitres (zamuros) respetados como las cigüeñas en Alsacia. Limpian las calles de sus inmundicias. Es el UMDP29, el aseo del lugar. Visita al Consulado francés, y luego los cuatro nos vamos a tomar un “coke-tail’30 en el Ice-StablishmeníE31, uno de los grandes cafés restaurantes de la ciudad. Almorza­ mos allí. Después de esperar un buen rato para que nos sirviese, el mesonero, muy ocupado, trae de una vez cinco grandes platos diferentes. La mesa quedó enteramente cubierta. Es la costumbre del país. Bastante práctica... para el servicio. Tanto peor para el delica­ do que gusta de comer ciertos platos calientes. Nos codeamos con varios chinos y chinas. Los indios, blancos, negros, ingleses, fran­ ceses, etc., están todos vestidos como nosotros, mejor no hablar de eso. Atravesamos la sabana, una gran explanada muy árida; unos indios, a la sombra de unos mangos y jabillos, forman bellos y pintorescos grupos que habría que tener tiem­ po de esbozar. Unas cabras enanas, como en Martinica, pastan en los aledaños las hier­ bas secas, amarillas de polvo. Unos zamuros planean sobre todo esto; saltando torpemente limpian con rapidez un cadáver de gato o perro. Pasan unos negros a horca­ jadas sobre el lomo de unos burritos: no tienen nada de caballeresco. Ferrocarriles, tranvías, gas, nada de eso existe en Martinica, país atrasado o dema­ siado accidentado. Este ofrece una gran parte plana y, además, es inglés. Puerto España o Port of Spain, capital de la gran isla de Trinidad, es una ciudad comercial muy importante, de aspecto cosmopolita con sus hindúes, chinos, negros, mulatos, mestizos y blancos, donde domina el elemento inglés, negociantes, mercade­ res, funcionarios blancos o de color. Los almacenes de todos los productos son inmensos, admirablemente aprovisio­ nados y como las mercancías están pechadas de un arancel mínimo, son abundantes, excesivas. Grandes corredores de árboles sombrean la ciudad. Las calles ya no tienen 99


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nombres franceses, como en Martinica o Guadalupe. La principal avenida tiene el nom­ bre de la reina (Queen’s Avenue). Trinidad fue descubierta por Colón en su tercer viaje a las Indias Occidentales en 1498. Fue arrebatada a los españoles a finales del siglo pasado32 por los ingleses, quienes la han explotado muy ventajosamente, sobre todo desde que enfrentaron con éxito el peligro económico que amenazaba a la colonia con la abolición de la esclavitud. Apenas emancipados, los negros no quisieron trabajar más donde ellos y sus pa­ dres habían padecido el yugo de la esclavitud; felices de ser libres, se retiraron al inte­ rior de la isla y allí, contentándose con poco, construyeron algunas cabañas y se dedicaron a sembrar la tierra. Entonces, repentinamente privados de trabajadores, los dueños de las plantaciones de café, de caña de azúcar, de cacaotales, asistidos por el gobierno de las colonias inglesas, tomaron una decisión radical: hicieron traer de Asia varios miles de chinos y culíes-hindúes ontratados por un período de cinco años. Una vez terminado su contrato, muy pocos han regresado a su país. Libres a su vez, ahora siembran por su cuenta y se convierten en pequeños propietarios. Lo cual expli­ ca la riqueza, la blancura de las ropas y la profusión de joyas que llevan los hindúes ricos de aquí, comparados con los de Martinica. Regresamos al navio en lancha de vapor, afortunadamente vamos volando bajo el viento: deliciosa sensación. Bogamos dos veces por agua verde, la cual afortunadamen­ te no mancha. Desde el navio hago varios apuntes de la costa, de la ciudad lejana, de su puerto, de sus chalanas en su ir y venir, de los barcos en la rada. Cenamos a bordo, es la bella hora del sol poniente. Mi vecino de mesa es un sacerdote, agradable conversador. Su presencia es un ligero freno a los cuentos demasiado verdes que se contaban de nuestro lado. Con todo, la cena es una risa continua y general. Al subir a cubierta, la noche ha caído; un gran fuego ilumina la costa. Se hablaba en la ciudad de una plantación de caña devorada por el fuego, ¿será eso? Zarpamos a las ocho para La Guaira. Muy cansado. Nada más fatigante que bajar a tierra, donde falta la brisa del mar. Meci­ do suavemente, me dormí un rato en la cubierta, así que sólo dormité en mi camarote. 17 DE M ARZO

Despertar a las siete, en la rada de Carúpano. Entre la ciudad y nosotros se levanta una enorme roca con una torre encima, un faro, sin duda. Es el hotel de los pelícanos. Sirve de asilo a todos los pelícanos negros de la costa. Estos vuelan por docenas unos detrás de otros, girando alrededor de esta roca que emerge del mar, y se dejan caer como masas inertes sobre sus presas a flor de agua. Tres horas en la rada. Aprovecho para hacer un apunte de las primeras costas del continente americano. Son aquí muy 100


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onduladas y accidentadas; es una cadena de montañas que se pierde de vista. Carúpano se halla al pie, en una bahía, sobre una franja de tierra que luce muy estrecha. Levamos ancla a las diez. A babor vemos las costas de Venezuela, la isla de Margarita aparece pronto a estribor. Hace casi cuatro siglos que Cristóbal Colón visitó estas costas de Paria. Fue en las bocas del Orinoco, cuya impetuosidad de aguas, al chocar con las del mar, estuvo a punto de ser funesta para sus viejos navios, donde el gran navegante comprendió que un río de esa importancia tenía que venir de un vasto continente y no de una isla. Este ilustre y primer explorador del continente americano quedó tan maravillado de la belleza, de la riqueza del país, que creyó ver el sitio original del Edén bíblico. Espere­ mos que todavía hoy merezca esa comparación a pesar de sus nuevos ocupantes, los civilizados. Gigantescos delfines, más grandes que los de las Antillas, un cuerno en el lomo, piruetean graciosamente alrededor del barco. A las dos, parada repentina, la máquina se estropeó. Quieren echar el ancla, 23 metros de sondeo, demasiado profundo. Dos pequeñas velas blancas son desplegadas en la proa para obviar el viento del cabo que nos hace retroceder. Estamos inmovilizados entre la isla de Margarita a la derecha y el continente vene­ zolano a la izquierda. Las costas a cada lado están a más de una legua. Con el telescopio se divisa un pequeño pueblo en el borde de la isla. Su llano suelo parece muy árido, lejanas montañas al fondo. Esta isla de Margarita — en francés, La Perle— debe su nombre a los bancos de ostras perleras que un conquistador español descubrió un año después del paso de Colón33. Esta riqueza excitó pronto la codicia de aventureros y piratas de todas las naciona­ lidades; de manera que esta isla casi árida fue el teatro de luchas constantes cuyos avatares, por un tiempo, le dieron nuevos amos. Después de la guerra de independencia quedó con Venezuela, que la llamó Nueva Esparta, en homenaje a su valiente adhesión a la causa independentista. Según dicen, en una iglesia de su capital (Asunción) hay una Virgen milagrosa con un manto cubierto de perlas. Hoy en día los bancos perleros están agotados y abandonados. Los habitantes de la isla se dedican a la pesca, y muy poco a la agricultura, debido a la aridez del suelo, roca y arena. Hora y media parados durante la cual fuimos literalmente tostados por un sol tó­ rrido, a plomo. En la pequeña tierra amarilla y seca frente a nosotros, ¡qué tremendo ha de ser el calor!, todo parece quemado. 101


“Grupo de notables de una villa cub en Trinidad”


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En la sala de juegos no se percatan de la parada, arriesgan sólo pequeñas sumas, y por eso son bastante divertidos y placenteros. Como está prohibido usar fósforos a bordo, encendemos nuestros cigarrillos en un viejo mechón embetunado que arde constantemente en un barrilete de hierro blanco, original. Llaman a cenar justo en el momento en que uno podría, sin temor, disfrutar del sol, de los esplendores del poniente, y como no hay crepúsculo, las estrellas ya brillan en un cielo ensombrecido cuando volvemos a subir a cubierta. Allí, suavemente mecidos por el oleaje, vivificados por la brisa que se lleva el humo de nuestros cigarrillos, conversamos agradablemente los cinco: el doctor de a bordo, el agente de correo, el Comisario Bourboulon, Chaffanjon y yo. Un ingenioso doctor, un pasajero, se toma la conversación por su cuenta. Durante dos horas nos tiene bajo el encanto de su labia extraordinaria, de sus cuentos y relatos pintorescos, más o menos verídicos, pero muy interesantes y divertidos. Bourboulon, siempre tan dicharachero, quedó eclipsado. Deliciosa velada. 18 DE M ARZ O

A las seis y media, amanecer espléndido. El sol, suave y bello al levantarse y sobre todo al ponerse, es fulminante y terrible todo el día desde su aparición. Bordeamos costas aún muy accidentadas dominadas por la cordillera de Los An­ des34, altas montañas boscosas cuyas cimas están tapadas por leves nubes. Parecen una gran carta geográfica en relieve. Pueblitos al borde del mar, al fondo de caletas o en las sabanas. Pasamos frente a Macuto donde acuden a temperarlos habitantes de Caracas, a tomar baños de mar. A las ocho, estamos a la vista de La Guaira. El desembarco toma mucho tiempo. En la barca, Chaffanjon fotografía nuestro navio, el Olinde-Rodrigues. Abordamos en el muelle donde reina un tráfago indescriptible. Apenas podemos abrirnos camino entre el amontonamiento de mercancías, de negros y maleteros de todos los matices, cruzándose, siguiéndose, multiplicándose, uno con sacos de café o de cacao, este otro con cajas de conservas, etc., que amontonan en el muelle. Mezcla de olores de todos los productos. Encuentro con los Sres. Pitón y Romain Janin, de Lagnieu. Chaffanjon me los presenta. Con Janin hemos hablado mucho de Lagnieu, Villebois, ¡Bénonces! Tan lejos, qué alegría evocar esos rincones amados. Me ocupé del encargo de Vincent de los cafés, me enseñaron bellas muestras que le enviarán mañana mismo. 103


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La Guaira es la ciudad más caliente del litoral; agazapada al pie de la alta montaña de La Silla, encajada en un hemiciclo rocoso herido todo el día por el terrible sol, es un verda­ dero homo. Data de mediados del siglo XVI. Unos vascos, entre ellos un Simón Bolívar, antepasa­ do del Libertador, fueron sus primeros fundadores35. La ubicaron en una punta de tierra expuesta, sin golfo natural y mal situada para ser un puerto de mar; pero gracias a una escollera de protección es hoy día una rada bastante segura, muy importante comercialmente. Numerosos barcos vienen a buscar y traer los múltiples productos de exportación e importación. Este activo fogón es también el verdadero puerto marítimo de Caracas, la capital de Venezuela, situada a 920 metros de altura en la vertiente opuesta de La Silla y a diez kilómetros a vuelo de pájaro. Las caravanas de burros y muías se toman cerca de tres horas para descender el sen­ dero abrupto que comunica la capital con el puerto. Es un continuo vaivén. Unos suben los productos importados de Europa, otros bajan cargados de sacos de café, de cacao y demás productos de las plantaciones del fértil valle de Caracas. Para subir a Caracas vamos a tomar un pequeño tren. En dos horas trepa y recorre sus 33 kilómetros de vías férreas. Ya hace tres años que funciona. Unos ingenieros franceses dirigieron las obras. Es, según parece, un verdadero logro, dadas las dificultades, una ma­ ravilla de audacia36. A las tres, Janin, Pitón, el doctor de a bordo (Fouilloux), el Comisario (Bourboulon) y el agente de correos (Souillié) nos acompañan al tren para Caracas. Despedida de estos tres últimos. Parten esta tarde para Colón, harán escala allí tres días y zarparán de nuevo a la querida Francia. ¿Los volveremos a ver alguna vez? No he visto nada más conmovedor que este trencito, rodando por una vía de un me­ tro de ancho, aferrándose a la montaña, resoplando para llegar a su meta. Primero, se divisan plantaciones de café devoradas por las langostas\ pequeñas nubes se elevan al acercamos. Campos de cactus, de bananos secos. Algunos aloes (agaves) disemi­ nados se yerguen como postes de telégrafo en miniatura sobre esta tierra quemada, amari­ lla, color característico del país. Al fondo de una quebrada algo fértil corre un riachuelo, vemos al pasar una familia de indios acampados, visión demasiado rápida, grandioso cuadro. El tren serpentea por el flanco de varias montañas resecas y uno siente casi vértigo cuando bordea barrancos de por lo menos trescientos metros. ¡Oh Bénonces!, ¿dónde estás? Qué pequeño y verde lucirías frente a esta naturaleza árida, salvaje y quemada. Una o dos barracas penden de los flancos de este desierto. Unas cabras aquí y allá tratan de encontrar hierba; algunas la buscan hasta por los rieles; se echan bruscamen­ te a un lado y, encaramadas en una roca sobre el precipicio, nos miran pasar. 104


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En ese recorrido de dos horas el tren se detiene cuatro veces a coger agua. Con el sol aplastante, los sedientos viajeros pueden también refrescarse una vez en un kiosco en medio de esta aridez. Se dice que a la vuelta, al bajar a La Guaira, son tantas las sacudidas, que la gente llega a marearse. Naturaleza desolada, grandiosa, pintoresca. Después de atravesar cuatro pequeños túneles la temperatura cambia repentina­ mente, así como el paisaje. Ya estamos en la meseta. De una naturaleza seca, árida, muy accidentada, se pasa súbitamente a una vasta planicie frondosa donde la aparición de algunas fábricas anuncia la cercanía de una gran ciudad. En la pequeña estación, de dimensiones que guardan proporción con las del tren, nos recibe el Conde de Bovet, un conocido de Chaffanjon al cual había telefoneado de La Guaira. ¡Sí, el teléfono ya ha llegado aquí y no es lo único! Tienen todas las cosas más modernas. Vamos al hotel en coche. Sufrimos fuertes sacudidas, las calles están llenas de ba­ ches con profundos carriles llenos de polvo amarillo. Este polvo da miedo; levantado por los vehículos, los caballos, los burros, los peatones, no permite ver en torno a uno, una verdadera nube. ¡Y esto no es nada, según parece! Hasta la estación de las lluvias no hará sino em­ peorar, nos dice el Conde. No hemos visto casi nada hasta el Hotel St. Amand, situado en la plaza principal de la ciudad. Tan pronto nos cambiamos y sobre todo nos cepillamos, nuestro nuevo compañe­ ro nos lleva al club. El Conde de Bovet es un alto y apuesto mosquetero, de soberbio bigote rubio, muy elegante, distinguido, exuberante conversador, habla muy alto, un poco para la galería o para oírse mejor. Me divierte y me interesa. Apenas en el fresco del club me siento afectado de escalofríos. ¿El sol fulminante me habrá infligido una pequeña lección? En el tren, para no perderme nada de la belleza y bizarría del sitio, me quedé en la plataforma de atrás del vagón las dos horas, a pesar de que el sol pegaba con todo su fuego. Tengo prisa por meterme en la cama. Estoy afiebrado y no como nada. 19 DE M A R Z O

Hoy tengo fiebre, tos fuerte, un dolor de cabeza atroz. Salgo sólo para ir a la farma­ cia; buena botica. Triste mañana en el salón del hotel. Pienso... sobre todo en ustedes, mis amigos, ya que estoy con ustedes constante­ mente, siempre, a cada minuto del día. Todo lo que me ocurre es para escribírselo, para 105


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hacérselo compartir. Para ustedes consigno cada hecho, cada impresión... la superficie solamente, con la esperanza de que lean mis profundas intenciones y la prueba de mi constante comunión de alma. Cuando mis pensamientos vagan demasiado, tomo mi libro de español e intento aprender algunas palabras, ya que no entiendo nada a mi alrededor. Es muy desagrada­ ble. Especialmente si se quiere conocer un país y mezclarse en su vida. Pensaba estudiar un poco en el mar ¡pero, caramba!, entre los pasajeros los ociosos son muchedumbre, uno se deja llevar por uno, por el otro y el tiempo se va en mirar, pasear, fumar, hablar o escuchar. Todo esto a bordo es un gran trabajo. En el almuerzo trato de comer, no tengo apetito. Bebo caliente, en tanto que todos en la mesa toman hielo, no me tienta, al contrario. ¡Oh!, las corrientes de aire, cómo les temo ahora, afortunadamente en Caracas las ventanas tienen vidrios, y con razón, la temperatura de la noche muy diferente de la del día, es más bien fresca. En la tarde, visita a los dos doctores Dubreuil, dos lioneses amigos de Chaffanjon. Hablamos largo de Lyon, de conocidos comunes. ¡Qué dulzura, tan lejos! La fiebre aumenta, me hacen una consulta médica de lo más amistosa. Me retiro pronto. Ipecacuana. ¡Pésima noche! 2 0 DE M ARZ O

Esta mañana estoy mucho mejor, no más fiebre, tos fuerte persistente, muy con­ trariado de no poder salir. ¿Será que no tendré el placer de conocer Caracas? ¿Debo quedarme en un salón del hotel o en mi cuarto, habiendo tanto qué ver afuera? ¡Si al menos tuviese cabeza para estudiar español mi encierro sería soportable! En la tarde, la fiebre regresa y me obliga a meterme en cama. Visita de los doctores Dubreuil, nueva consulta. Son dos republicanos del 48, exiliados después del golpe de Estado. Han hecho servicios asombrosos a todos los franceses de Caracas. Como ven, son dos lioneses bien franceses, nos hacen honor. — Has cogido una buena gripe — me dicen— , reina en este momento. Es decir, pago mi tributo a Venezuela, a su sol, a su clima. Lo prefiero así, después espero no tener que preocuparme. Hay, parece, algunos casos de fiebre amarilla, pero muy pocos, pequeños restos de la terrible epidemia de 1884. Si hubiese sido infecciosa, habría tenido diez o quince días de encierro, ¡qué bella perspectiva! Mi gripe es preferible, en dos días ya se me habrá pasado. Quinina y opio para esta noche. 106


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21 DE M ARZO

Larga, muy larga noche, bastante buena sin embargo; no tosí mucho. La noche viene casi de golpe, sin crepúsculo, a las seis y media, y dura hasta las cinco y media de la mañana. Es mucho cuando uno aún no duerme a la hora en que el señor Sol aparece, ¡Oh!, la bestia malvada. Qué implacable es entonces, aplastante en pleno día, a él le debo mi gripe. Esta mañana de domingo, todavía mal del pecho pero sin fiebre. Visita de Janin venido de La Guaira. Con qué placer lo vuelvo a ver. Para rehacerme el apetito y fortalecerme, nos ofrece ostras y vino blanco. Me arriesgo a salir. Juntos visitamos varias iglesias durante la ceremonia de la misa. Mi sorpresa a la vista de mujeres sentadas en el suelo, arrodilladas o agachadas, todas en poses y vesti­ dos muy artísticos. Es la clase pobre: negras, mulatas o mestizas, blancas con sangre india. En las sillas y los bancos se encuentran las bellas caraqueñas; soberbio tipo de españolas con una ligera mezcla de indio. Hoy en día pocos blancos venezolanos son de pura raza castellana; todos tienen un poco de sangre india en las venas; lo cual, de paso, no les hace ningún daño, les da un tipo particular de belleza; las mujeres, sobre todo, son notables. Algunas llevan la mantilla con arte, otras exhiben sombreros y vestidos a la parisina, sin duda para resaltar mejor la belleza del vestido local. Desayunamos con Janin, siempre lleno de atenciones y cuidados. ¡Qué habré he­ cho para encontrar tantas simpatías! ¡Cuántas deudas morales que saldar! Como voy a trabajar allá, si tengo éxito, me hará muy feliz poder hacer por los otros lo que han hecho por mí. Encontramos a varios soldados venezolanos, pobres diablos vestidos con viejos uniformes, sobras del ejército francés. Si no fuese tan triste, sería comiquísimo, pare­ cen verdaderos fantoches. En cuanto a los oficiales, llevan el amor a los galones al grado supremo. No contentos con los muchos galones del kepis y la chaqueta, un simple capi­ tán lleva cosido en el pantalón una banda de oro de dos dedos de ancho, pues si no ¿cómo reconocer que el pantalón rojo pertenece tambin a un ilustrísimo oficial? Exac­ tamente como el tambor mayor de nuestras revistas. Imagínense esa profusión de oro y galones y cómo debe brillar al sol e impresionar a los soldados, pobres reclutas, mal vestidos y mal armados, casi descalzos, que constituyen la milicia del país. Los botines barnizados de los oficiales, lo único sin doraduras, brillan, por supuesto. De hecho, to­ dos aquí tienen muy bellos pies, pequeños y bien arqueados. Despliegan también un gran lujo por el calzado, me fijé esta mañana que todos los señores usan magníficos botines lustrados e irreprochable atuendo, en contraste con los muchos que andan des­ calzos. Esos bellos jóvenes, cubiertos de joyas, de cadenas de oro, de anillos, se descu­ bren la cabeza diez metros antes de entrar a la iglesia, por la prisa que tienen de deshacerse del sombrero que destruye un tanto la obra del peluquero. Me parece que estos elegantes acuden a la hora de los oficios menos para rezar que para admirar a las 107


“Soldados en Caracas” Sanguina sobre papel • 21 de marzo de 1886


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bellas señoras y hacerse admirar por los bellos ojos negros que brillan bajo las manti­ llas. ¡Es humano! Hoy domingo, en cambio, los hombres del pueblo se han puesto una camisa blanca cuyos faldones dejan flotar al viento, cosa que resulta antiestética a un recién llegado. En las calles pasan caravanas de una veintena de burritos, atados uno detrás del otro, muy cargados: traen los productos del interior a Caracas o a La Guaira. Es un cuadro pintoresco. Se ven también con frecuencia dos grandes toneles que, de lejos, avanzan balanceándose sobre el suelo. A medida que se acercan se ve a un hombre sentado entre los dos toneles y entonces se distinguen cuatro patitas finas que trotan bajo esta masa en movimiento: es simplemente el panadero, su pequeño asno lo lleva a domicilio con el pan. Para cualquier oficio que necesite transporte se emplean burros, siempre bu­ rros. Es la bestia de carga más práctica y económica. Qué simpáticas me resultan estas buenas bestias de apariencia tan resignada. ¿Será porque están siempre afanadas o por la admiración por los grupos pintorescos que forman estas caravanas a cada vuelta de esquina? Esta tarde, a pesar de un cierto temor al frío, Chaffanjon me lleva en coche (y cuán­ tas sacudidas) a La Palomera, a unos kilómetros de Caracas. Allí se aloja un lionés ami­ go suyo del grupo de la casa común de Martinica; convalece de fiebre amarilla. Cuando me presentaron al lionés, el Sr. Page (tu tocayo, Henry) caí en la cuenta de que no éra­ mos desconocidos el uno del otro. Como frecuentábamos el mismo restaurante en Lyon, nos veíamos con frecuencia, sin hablarnos. Naturalmente el reconocimiento fue rápi­ do. Es tan dulce hablar de las más pequeñas cosas del país de uno cuando se está tan lejos. Deliciosa velada, pero a causa de la temperatura tan fresca no disfruté tanto como si hubiese estado bien de salud. Prometo volver; regresamos muy tarde. 22 DE M ARZ O

Mal despertar. Chaffanjon me informa que le han robado setecientos francos que había dejado en su maleta durante nuestra ausencia de ayer. Gran revuelo toda la ma­ ñana. Arresto del botones del hotel adjudicado a nuestra habitación. En la tarde regresamos a La Palomera, de día esta vez. Subiendo la colina donde se esconde la casa, gozamos del panorama de toda la ciudad de Caracas, situada al pie de la sierra denominada La Silla (2.600 metros de altura). La capital tomó el nombre de la tribu india Caracas que encontraron instalada en el valle los primeros españoles. Pero qué árido parece todo el valle en esta época del año; las faldas de la montaña están peladas, resecas, no se ve sino una tierra ocre. Hay quemas. Las cimas altas, en cambio, son muy arboladas. Un pequeño río, el Guaire, se desliza por el valle y riega la parte baja de la ciudad; en su recorrido algunos puntos son bastantes frondosos. Se dice que en

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“Caracas. Puente de hierro sobre el Guaire’ Sanguina sobre papel • Marzo de 1886


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estación de lluvias, el aspecto de la campiña cambia totalmente; todo reverdece como por encanto, espontáneamente. Después de una larga y agradable charla con Page, del cual me gusta la voz clara y franca como su mirada, regresamos a la ciudad. Allí, un polvo amarillo nos ciega. Las calles son notables por su mal mantenimiento, están hundidas, horadadas. ¿Cómo serán en la estación de lluvias? No tienen canales para el desagüe y desconocen, sin duda, los vertederos. Se dice que cuando Guzmán Blanco, dentro de algunos días, sea reelegido Presiden­ te de la República, en sustitución de Crespo, todo esto cambiará como por arte de ma­ gia; tendrá el mismo efecto sobre la ciudad que el de la lluvia sobre el valle. Sin embargo, desde hace tres años se han hecho aquí grandes progresos, se crearon las dos vías férreas actuales, siendo la de La Guaira a Caracas una obra maestra de audacia; la ciudad está atravesada por tranvías, alumbrada por gas y luz eléctrica, aun­ que esta última ya no funciona. Millares de hilos de teléfono y telégrafo se cruzan en todo sentido. Esos hilos entrecruzados sobre la ciudad polvorienta sugieren la idea de una vasta telaraña en el techo de un apartamento descuidado. Todo es amarillo en este país: el polvo, las casas, los habitantes, los burros, los pájaros, las flores, el color de la bandera, incluso la fiebre. El amarillo es color dominante, el de la tierra seca, árida, triste y el del sol que dora todo lo que toca. La ciudad es un tablero de juego, las calles son perpendiculares las unas a las otras; no tienen nombre; es la calle norte, número tanto, calle oeste, número tanto. Salvo los edificios, como el Palacio y las iglesias, las viviendas son construcciones ligeras y no tienen más de dos pisos: fueron reconstruidas después de la casi completa destrucción de Caracas por el famoso terremoto de 1812 cuando murieron aplastados bajo sus escombros más de diez mil habitantes de los cincuenta mil de la ciudad. En la tarde, antes del poniente, es también el momento en que las señoras1 y las señoritas* toman el fresco a través de los barrotes de sus altas ventanas. Todas las casas burguesas tienen en la planta baja rejas de herrería, bombeadas hacia fuera para poder ver los dos lados de la calle. Son de muy variadas formas. Es al revés de Martinica, donde las ventanas sólo tienen persianas sin vidrios. Las señoras salen poco de noche; se contentan con pasar sus veladas tranquila­ mente recostadas en sus ventanas enrejadas y floridas, en tanto que afuera, jóvenes amigos apoyados en las ventanas abombadas pasan horas enteras parados, conversan­ do, riendo, flirteando. De la calle un tanto oscura, los interiores iluminados dibujan en siluetas sombreadas grupos encantadores, verdaderos cuadros, cada cual más artístico por las poses lánguidas que saben asumir las plácidas caraqueñas aureoladas de luz. Esas rejas combadas, verdaderas jaulas de amor, cita de novios, enamorados o preten­ 111


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dientes, han escuchado hartos suspiros y confesiones. Entre los rígidos e impasibles barrotes se han cruzado muchas promesas y muchos besos. Y si la risa fresca de las señoritas llena de alegría muchos corazones, sus velados ojos quizá han llorado y hecho llorar muchas veces. A juzgar al vuelo, un gran lujo se despliega en los salones donde el ojo del pasante puede penetrar un instante. Retratos de generales, tamaño natural, penden de los mu­ ros en suntuosos marcos dorados. Pocos cuadros. Me gustaría conocer un interior venezolano. La sociedad nativa de origen español es muy aficionada a todo lo moderno en lo que toca a la literatura, la ciencia y, en me­ nor grado, el arte. Ya no me asombra todo este progreso rápido, apresurado. Aquí dicen con orgullo que la República de Venezuela es la hermana menor de la República Fran­ cesa, de lo cual debemos estar orgullosos y mostrarnos dignos; buscan modelarse se­ gún ella, adoptar sus ideas, su forma de gobierno... y hasta los uniformes militares, de los que aceptan los viejos saldos. 23 DE MARZO Sentado junto a la ventana, con el Palacio Federal enfrente, traté de aprender espa­ ñol toda la mañana en el Hotel St. Amand. Mesa de huéspedes esencialmente cosmopolita. Naturalmente los venezolanos pre­ dominan, seguidos de los ingleses, los angloamericanos, pero pocos franceses. En la mesa, prodigiosos ramos de flores exóticas: forman un cono muy apretado abajo que se abre hacia arriba, imitando un poco la forma de la piña. Implica un gran trabajo y mucha paciencia, para producir un efecto menos bello y menos artístico que el de colocar estas flor 1: libremente, al azar, en floreros. De repente un ; uido infernal nos hace precipitarnos afuera. Tiros por todas partes. En este país de revoluciones, en vísperas de elecciones presidenciales, ¿iremos a tener una? No, vemos una nube de langostas. Llega sombría, amenazadora, oscureciendo la luz y apestando el aire. Todos se arman de inmediato, unos con placas de alambre, otros con ollas de hie­ rro o calderos, o cualquier cosa a mano, metálica o no, para hacer la mayor cantidad de ruido posible. También disparan tiros de fusil, encienden fuegos por todas partes y todo esto para impedir que la nube caiga sobre Caracas. Durante más de dos horas esta nube ha sobrevolado la ciudad que queda sumergida en una semioscuridad. La canti­ dad de langostas era tal que, pasada la nube, había casi tres centímetros de excremen­ tos en las calles sobrevoladas. En ciertos puntos exteriores de la ciudad, donde cayó la cola de la nube, hemos caminado sobre una espesura de dos a dos y medio centímetros de estas langostas. En un santiamén, el terreno amarillo se volvió negro. Se oía un cru­ jido horrible de insectos y temible el ruido de las ávidas mandíbulas. La poca vegeta­ 112


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ción desapareció en unos minutos. No quedó ni una hoja en los árboles. Las ramas se doblaban bajo el peso de su masa. Era un espectáculo lamentable, un azote más terrible que nuestro granizo. Estas invasiones de langostas, nubes temibles de quien nadie guar­ daba memoria en el país, han venido repentinamente a sembrar la miseria y la conster­ nación justamente un año después de la expulsión de los religiosos y la abolición de los conventos en 1874 por Guzmán Blanco. De manera que las personas creyentes — muy numerosas aquí— ven en esta nueva plaga de Egipto, que se multiplica todos los años, un verdadero castigo de Dios. Coincidencia o no, es bastante curioso. ¿No sería posible remediar este mal destruyendo inmediatamente los huevos aUí donde se han posado estos voraces saltadores? Visitamos al Director de la Biblioteca Nacional, conocido de Chaffanjon. La Biblio­ teca forma parte del antiguo convento franciscano, el cual, después de la expulsión de los religiosos, fue transformado en universidad, museo y bibhoteca. Ésta posee un gran número de volúmenes escogidos; la nación está, con razón, muy orgullosa. El Director, hombre muy amable, nos enseña dos libros que pertenecieron a Napoleón, legados por Bolívar. Nos expone el estado lamentable de las finanzas del gobierno y de la administración. Es una confusión, un horrible despilfarro. Cada quién para sí, aún más ávidos que en Francia. Muchas cosas qué decir de la política del país, pero no me gusta hacerlo. El Director de la biblioteca nos informa que ha habido una revuelta estudiantil; hay un centenar presos, aunque mañana los sueltan. Dos veces a la semana, de tarde, la música militar ameniza los paseos en la Plaza Bolívar. ¡Oh Luigini! ¡Oh conciertos de Bellecour!37, ¿dónde estarán? Algunas damas se arriesgan a venir más por tomar el fresco que por la armonía. Son la admiración de todos. La Plaza Bolívar es la más bella y la más céntrica de la ciudad. La estatua ecuestre del Libertador se erige majestuosa entre las flores y el verdor. Ustedes saben que aquí Simón Bolívar es considerado como un dios. Gracias a él Venezuela se liberó del yugo español y después de once años de luchas encarnizadas conquistó definitivamente su independencia. Bobvar fue el primer presidente de la nueva República. Larga caminata e instructiva conversación con el Dr. Dubreuil. 2 4 DE M ARZO

Hoy tendrá lugar la lectura del mensaje presidencial. Una tropa inimaginable, compuesta de personajes excéntricos de lo más disparata­ do y cómico. Con gestos y poses de parada, van a solicitar al Presidente de la República de Venezuela que presida la sesión del Senado. Verdadero ballet de ópera para ir a to­ mar la bandera. 113


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Al son de la música, cinco morenitos avanzan con movimientos de danza quebran­ do el paso, los otros miran alineados... ¡qué alineación! ¡Si Ramollot estuviera aquí los sacudiría! ' A pesar de lo cómico, esta toma de bandera no deja de ser muy impresionante, por la mucha convicción y solemnidad que le ponen al asunto y por lo sugestivo de este glorioso emblema. El General a cargo está tan decoradcfque ya casi no se ve la tela del uniforme. El Palacio Federal está frente a nuestro hotel, por lo tanto estamos bien situados para ver lo que pasa en la plaza. Asistimos a desfiles y coreografías de tropas burlescas, siempre nuevas. No se puede soñar nada más esotérico. Imaginen unos kepis y chacos franceses puestos al azar en la cabeza de unos po­ bres diablos: negros, mulatos o zambos (mestizo de negro) acostumbrados a andar sin sombrero; una túnica demasiado larga o demasiado corta; el cinturón casi en las axilas; un pantalón rojo haciendo de acordeón sobre los pies descalzos o unas alpargatas la­ mentables. ¡Pobres reclutas de un cómico inimaginable! Me dan francamente lástima y les otorgo toda mi simpatía. Aceptan ese papel con tanta seriedad y resignación. Me aseguran que la milicia se compone de cuatro mil soldados y de tres mil genera­ les: ¡inconcebible! Pero cuando pienso que hay uno o dos generales en cada familia bur­ guesa hispanoamericana, no me sorprende. En efecto, paseando por las tardes, cuando las bellas caraqueñas se asoman a sus altas ventanas enrejadas, he visto sólo retratos de generales engalanados de pies a cabeza. Nos topamos con el senador Bello, conocido del Washington. Muy amablemente nos ofrece un buen puesto para asistir a la sesión del Senado. Una campanilla anuncia la llegada del presidente Crespo. Todo el mundo se le­ vanta. Saludando a derecha e izquierda, el general Crespo se dirige al asiento presidencial cojeando (tuvo una caída de caballo recientemente). Ahí da una corta alocución que no entiendo, puesto que desgraciadamente no sé español, y pasa su mensaje al Ministro de Progreso. Éste sube a la tribuna y lee durante dos horas. Dos horas de lectura en una lengua desconocida es una locura, incluso fulminante. Afortunadamente pude amortiguar este golpe de mazo, dibujando discretamente en el fondo de mi casco. Los senadores de aquí no tienen el cráneo respetable y reluciente de nuestros pa­ dres conscriptos. Son, en parte, muy jóvenes. Tampoco tienen, para refrescarse, el gran bufete de nuestras cámaras; en un rincón de la sala, una simple mesa en la cual hay varias jarras y vasos. Un negro está especialmente encargado de pasar los vasos de agua a los parlamentarios que no pueden o no quieren molestarse. 114


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De noche, efecto de luna magnífico, gran fresco. Larga caminata por la Plaza Bolí­ var escuchando más la conversación que el concierto. 25 DE M A R Z O

Estudié español toda la mañana. Almorzamos con el Dr. Dubreuil y dos jóvenes venezolanos. Vamos a admirar su espléndida biblioteca. Cada quien aquí está orgulloso de su biblioteca. Varios libros raros e interesantes. Aprecian mucho nuestros autores franceses. Leemos un cuento de Cartas de mi molino. Gustan mucho de las otras obras de su espiritual autor. Page viene a verme, entramos en varias iglesias, la ciudad posee una quincena al menos. Les he dicho que Guzmán Blanco convirtió los conventos en edificios públicos o nacionales. No hay más que algunos curas y un arzobispo, escogido por el gobierno y no impuesto por la iglesia. La mitad del Palacio Arzobispal está convertido en Palacio Municipal. Las iglesias son más o menos todas de estilo renacentista y del siglo XVII. Lo dora­ do se despliega a profusión. ¡Cómo gusta el oro aquí! Cristos horrorosos, sanguinolentos, llevan una especie de calzón de baño en tela bordada. Las estatuas de la Virgen y los santos tienen trajes de tela. Esta combinación de figuras de yeso, madera o metal con tejidos multicolores bordados de oro, es de un franco mal gusto. ¡Es feo! Los confesionarios son abiertos. Las mujeres, arrodilladas en tierra, lucen magníficas en sus actitudes y su fervor. Se hacen cuatro señales de la cruz por una: la primera en la frente, una segunda en la boca, una tercera en el pecho y la última que las une a todas. En general, los hombres son muy adictos a todo lo que brille: aman el lujo, el aparato. Los de la clase acomodada son de una elegancia extrema. Impecables, bien peina­ dos, las negras cabelleras relucientes de aceite o de pomada, cuajados de joyas, bellos diamantes en los dedos y en la corbata, gruesas cadenas de oro en el chaleco. En Francia seguramente los tomarían por lo que no son. Al ver estos bellos y orgullosos caballeros, engalanados como nuestras mujeres de vida alegre y con tal despliegue de joyas, sería fácil confundirlos con nuestros caballeros de industria o creerlos vulgares arribistas que se cubren de oropel para deslumbrar y engañar sobre sus orígenes. Pero aquí, en este país nuevo, bajo este sol caliente y brillante, esto no choca cuando se piensa que todos, descendientes de los orgullosos conquistadores españoles, pero con algo de sangre india, sienten aún el amor de esos pueblos primitivos por las cosas vivas, brillantes; está en la sangre. Ya he dicho que por miedo a un nuevo terremoto, las viviendas no tienen casi nunca más de dos pisos. Los almacenes y las tiendas, por lo 115



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general, sólo tienen planta baja, y las mercancías no están desplegadas afuera: todos los productos están amontonados en el interior y altos, y anchos portones permiten en­ trar a caballo, aunque más frecuentemente en muía. Page llama un coche y me lleva a ver una hacienda a algunos kilómetros de la ciudad. Debo decirles que mi nuevo amigo es representante de varias casas de sederías lionesas y de otros productos. Tiene gran experiencia en los países cálidos. Desde hace diez años, se desenvuelve en las Antillas y la Guayana. En su primer año de negocios en Venezuela le falló la suerte; la fiebre amarilla lo inmovilizó durante mes y medio. Su convalecencia está casi terminada. ¡Qué buen y animoso muchacho!, es siete años ma­ yor que yo, de ojos claros y francos, voz cálida y simpática, sano juicio, preciso, de una extremada delicadeza, muy sensible, hasta susceptible. Hay que andarse con tiento, y Chaffanjon, que vivió varias veces con él en la casa común de St. Pierre de Martinica, no lo conoce del todo. A unos kilómetros de la ciudad atravesamos una llanura un poco más fértil, con algunas bellas haciendas. Son habitaciones típicas, los muros de los jardines están construidos enteramente con cráneos de bueyes armados de su cornamenta. Esto hace suponer que la ganadería se explota aquí en gran escala. Magníficas plantacio­ nes de cafetales. Cada planta de café está protegida del sol fuerte por otro árbol lla­ mado bucare. Langostas, las terribles langostas, se echan a volar al acercarnos. La cosecha de café ya se hizo, ¡sin lo cual sería la ruina del propietario! Al teatro en la noche. Presentaban Marinos. No comprendí gran cosa; un poco más, sin embargo, que en el Senado. Cuando, con los cascos coloniales puestos, Chaffanjon y yo nos dirigíamos a nues­ tras butacas de parqué, faltando bastante para que empezase la obra, oí una tormenta creciente detrás de nosotros, con estos gritos: “¡Sombrero! ¡Sombrero! ¡...brero!3”. Le pregunto a Chaffanjon qué los hacía gritar así y me responde riendo y quitándo­ se el sombrero; “Gritan: '¡Sombrero, ...brero!’ ”. Lo imito lentamente riendo también y volvió a reinar el silencio. El casco sólo es usado aquí por los extranjeros, los habitantes usan sombrero. El teatro fue edificado en el sitio de la iglesia de San Pablo, destruida por la revolución. De construcción muy liviana, en madera, un poco como nuestro circo de Rancy de Lyon, pero más coqueto, con más lujo, más aparato, más dorados. Ahí, al menos, pude apreciar la real belleza de la mujer hispano-venezolana de Caracas y su gracia lánguida. 117


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Subimos al Calvario, punto culminante de la ciudad; una frondosa colina con be­ llos paseos, rodeado de jardines y sitios de sombra, muy frecuentado por los habitan­ tes. La mirada se extiende por el vasto y magnífico panorama de colinas y montañas que rodean a la ciudad. Allí domina una gigantesca estatua de Guzmán Blanco, el anterior y futuro Presi­ dente de la República; su efigie, retrato o estatua está por todas partes. Es un segundo dios, después de Bolívar. Una barrera circular de al menos quinientos metros de largo rodea la estatua; está hecha con los cañones de fusil cogidos a los españoles o a los insurrectos. Otras estatuas de Guzmán Blanco y de héroes de la Independencia adornan las diferentes plazas públicas. La mayoría de ellas no están bien colocadas y se caen. Los habitantes caminan poco. Todos los desplazamientos, las diligencias, se hacen en coche, en tranvía, a caballo o en asno, según el rango o la situación. Los jinetes llevan todos fundas para revólver, incluso los que andan en asno. El revólver se lleva a la vista. El pequeño juguete que me prestaste, Guiguet, no ha salido de mi maleta. En cuanto al revólver de reglamento que me dio mi hermano para la expedición, está en el fondo de mi baúl y no saldrá hasta la partida a Bolívar en el alto Orinoco. Por el momento, la mejor arma es la sombrilla; el gran enemigo, el sol. Los nativos le temen tanto y más que nosotros, de manera que ninguna precaución está de más. 27 DE MARZ O

Hoy, gran acontecimiento histórico: elección del Presidente de la República, en sus­ titución del general Crespo. Se lleva a cabo en el Palacio Federal, frente a nuestro hotel. Una gran sala tapizada de amarillo y llena de grandes retratos de generales. Naturalmente, el retrato de Bolívar ocupa el panel central, y a su lado tiene el corte­ jo de los generales de la Independencia. Naturalmente también, el de Guzmán Blanco, el Restaurador, frente al Libertador, rodeado de los retratos de su estado mayor. Bajo la mirada de esos dos grandes hombres y su gloriosa compañía, los dieciséis miembros del Consejo Federal deliberan por pura forma. Al desenlace, “¡Hurra!”, “¡Guzmán Blanco fue elegido!”, “¡Todo el mundo lo sabía!”. Aplausos frenéticos; golpes de bastón en el piso, gritos... Afuera truena el cañón; disparan fuegos artificiales en pleno día en el patio del Palacio. Se disparan más de cien cohetes; no se ven sino los bastones. Durante todo el tiem­ po la música militar toca constantemente la misma tonada..., se hacen declamaciones, discursos al aire libre. Por todos lados grupos entusiastas gritan, algunos cantan, es un 118


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alborozo generalizado, una cacofonía indescriptible. Toda la ciudad está embanderada, los colores venezolanos — amarillo, azul y rojo— estallan en las claras casas, de vez en cuando un banderín francés resplandece ante nuestros ojos como un sol. Me quito respetuosamente mi casco frente a nuestros queridos colores nacionales. Visitamos el Palacio Municipal perteneciente al Arzobispado; en la gran sala de los matrimonios, como de costumbre, no se ven en las tres paredes del salón más que re­ tratos en suntuosos marcos dorados. Los de Bolívar y Guzmán Blanco en los puestos de honor. La cuarta pared de la sala que hace de fondo la ocupa completamente un grande y bello cuadro de Tovar y Tovar pintado en París hace apenas dos años. Repre­ senta a los diputados de los Estados Unidos de la América del Sur firmando el Tratado de Independencia. Es el único cuadro que he podido ver aquí, aparte de las copias más o menos buenas de las iglesias, ¿tendré al menos la ocasión de ir al Museo? 2 8 DE MARZO, D O M I N G O

Después de haber estado en las mismas iglesias que el domingo anterior, Page y yo vamos a almorzar con Janin, quien vino de La Guaira a pasar domingo y lunes. Janin, muy alegre, muy exuberante, va a reunirse con su familia. Entonces, en conciliábulo con Page, nos paseamos por la ciudad entregados a largas e íntimas charlas. Asistimos a una pelea de gallos. Es una cosa repugnante. Alrededor de una pequeña arena de unos dos metros de diámetro, unos individuos, unos apostadores, con los ojos desorbitados, gritan, gesticulan, mientras dos gallos de cuello rojo, pelado, se matan uno a otro con las patas armadas de espuelas de acero. En medio de los combates de dos minutos, cada propietario agarra su gallo, un po­ bre guiñapo que apenas puede sostenerse de pie, cuya cabeza se bambolea de un lado a otro, casi muerto, y lo reanima a punta de masajes, agua en la cabeza o de cualquier otra manera, para reanudar el combate hasta que llegue la muerte para uno de los dos. Sucede a menudo que los dos gallos se matan entre sí. Salí de allí como borracho. Un coche nos lleva, con mucho traqueteo, a las afueras de la ciudad. Visita a los antiguos cementerios. Las bóvedas son columbarios: muros de dos y medio metros de espesor por cuatro o incluso cinco metros de alto. Seis a siete hileras de pequeños nichos han sido horadados en el espesor del muro. Cada nicho en forma de bóveda de medio punto contiene un cuerpo. Cuando la urna es colocada en el nicho con los restos del difunto, se sella el hueco con una placa en la cual se tallan las inscripciones. Unos ganchos exteriores permiten colgar flores, coronas, exvotos. Es muy original, muy imponente. Estos muros espesos y altos son entonces largos e inmensos sarcófagos con varios centenares de urnas. Al­ gunas tumbas similares a las nuestras están esparcidas en el jardín interior38. Hago un mal apunte. 119


A m "Antiguas tumbas españolas” Lápiz sobre papel • 28 de marzo de 1886


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Le expreso entonces a Page el pesar que tengo por no poder dibujar lo suficiente e incluso de estar perdiendo la costumbre y ello debido a que Chaffanjon no me deja momento libre; me lleva a todas partes con él. Chaffanjon desdeña todo lo referente a tomar notas y siempre dice: “Cómo se ve que es su primer viaje, cuánto fuego, cuánto ardor”, alzando los hombros cuando me ve escribir o dibujar al vuelo... Ir a casa de unos y otros, sin duda, me procura un buen ambiente en este país don­ de uno cuenta sobre todo por las simpatías que se granjea, pero yo soy más bien hura­ ño, estoy harto de simpatías. Soy celoso de mi libertad y estoy cansado de tantas nuevas presentaciones, de escuchar siempre las mismas historias que se amplifican diariamente, de oír siempre hablar de negocios, de dinero, de minas de oro más que de exploración39. Cuando pienso que hay tantos apuntes por hacer, mi lápiz se enerva y, así disguste a mi compañero, quiero vagar solo, al azar, y dibujar, y es, por cierto, lo que me aconseja Page. 29 DE M A R Z O

En la mañana escribo mi correspondencia en el hotel. Escribo a mis primos Vurpas de Vaise y leo en español. Tarde encantadora en La Palomera. Ceno con Page en compañía de algunos invitados. Algunos apuntes. 3 0 DE M A R Z O

Impaciencia por regresar a La Palomera esta tarde. No me siento a gusto sino con Page. La hora de la separación se acerca. Chaffanjon, dedicado a sus asuntos. El general Crespo, Presidente de la República (Guzmán Blanco, recién electo, está aún en París), dará a mi compañero cartas de recomendación para las autoridades de las regiones que atravesaremos. Velada íntima con Page40. Largas charlas confidenciales, me da muy buenos conse­ jos, que emanan de un corazón tan sincero, tan desinteresado, que más que simpatía lo que nos liga es una verdadera amistad. ¡Es digno de ser tu homónimo, Henry! Ya que ha de ir a Lyon en mayo próximo, acabo de entregarle una carta para ti y Guiguet. Estoy seguro, de antemano, de que simpatizarán; es franco como el oro; ustedes mismos po­ drán darse cuenta de ello. A Guiguet, pregúntenle sin reservas, él sabe todo lo que uste­ des piensan de mi compañero, lo conoce muy bien, pues vivió un tiempo con él en la casa común de St. Pierre de Martinica y, como sus amigos Ambaud y Mandeix, es muy reservado con él. Pero Chaffanjon lo es menos: le confesó sin escrúpulos sus intencio­ nes conmigo. Desde entonces Page me tomó afecto. Mi compañero me confió su proyecto de hacerme dibujar la mayor cantidad posi­ ble de flores en Bolívar y sus alrededores; en cuanto yo haya hecho una treintena de 121


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planchas, tiene pensado despacharme para Francia. Y le dijo imprudentemente: “Una vez solo, me ocuparé de minas de oro... y no tendré que ir a las fuentes [del Orinoco]”. ¿Lo estorbo en sus combinaciones de negocios? Hombre prevenido vale por dos; pero estas cosas ocultas arrojan una sombra en mi alma y desde entonces hay una gran nube entre nosotros... ¡Lástima! Sería tan hermoso tener de compañero a un álter ego. Cuando ambos estemos en plena selva, sería tan bueno intercambiar sentimientos, aspiraciones, espe­ ranzas, esbozar proyectos, hablar de los que se ama... tener, en fin, frente a uno a un ser simpático ante el cual poder mostrarse sin reservas... Pero tendré que ser muy reserva­ do con él, y esta constricción que voy a estar obligado a imponerme me entristece... Tal vez no me sea muy difícil hacerlo, ya que somos totalmente opuestos en gustos, aspira­ ciones, carácter y temperamento41. Como las electricidades de signo opuesto se atraen, así habrá de ser para el éxito de nuestra misión. En todo caso, estoy muy decidido a hacer sólo cinco o seis planchas de flores en Bolívar y el resto remontando el río... ¡¡¡y sí iremos a las fuentes!!! Con este hombre tan preocupado por las cuestiones de dinero, de oro sobre todo, sé de antemano que no tengo que esperar ningún beneficio de nuestra expedición, a pesar de nuestros acuerdos escritos... pero ni la cuestión pecuniaria, ni la gloria me importan42. Hacer esta exploración a las fuentes del Orinoco; contribuir con toda mi alma y mis fuerzas a su éxito; recoger el máximo de impresiones, recuerdos, testimonios precisos escritos o dibujados; ésa es mi meta, sostenido por el pensamiento de los que amo. Sí, mis amigos, mi propósito es firme: tener voluntad — y buena voluntad— , escribir, di­ bujar, trabajar sin tregua, ser firme, resuelto, reservado, bueno sin familiaridad, ésa será mi divisa y mi fuerza. ¡Qué importa lo demás. No teman. Tengan confianza! He empezado a dibujar febrilmente.

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Chaffanjon me trae el diploma de oficial del Busto de Bolívar43 que el Presidente de la República acaba de darle para mí. Heme así decorado con la Legión de Honor de Venezuela, sin haber hecho nada para merecerlo. Y ese diploma dice, sin embargo, que fue por grandes servicios rendidos al país. ¡Anticipan un poco el porvenir! ¿Me ven ustedes con la roseta multicolor que floreaba el ojal de Chaffanjon en Lyon? No, jamás mancharé mi hábito con semejante decoración, tan poco merecida. Qué broma, qué desperdicio, qué regateo el de esta condecoración. Hay quien la quiere. Y pensar que en Francia hay tanta gente que se deja entusiasmar. Guardo este di­ ploma a título de curiosidad para enseñarles el espécimen y también porque, dada la

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buena intención de mi compañero, que concede tanta importancia a estos engañabo­ bos, considero inútil disgustarlo por un asunto sin importancia. Algunos apuntes de mujeres del pueblo, al ir a La Palomera. Se ponen en la cabeza, a guisa de mantilla, un chal negro o blanco, de lana o seda, que les envuelve todo el cuerpo y deja caer sus puntas por detrás, sobre la falda. Es muy curioso, este chal hace de tocado y de mantón. Buena y última tarde en La Palomera. Dibujo toda la tarde. Adioses a Page (mañana dejamos Caracas). Siento una gran tristeza, un desgarro. ¡Fue bueno conmigo! Es un amigo sincero el que dejo. Espero volver a verlo en Francia. Mientras tanto, ¡reemplácenme a su lado, acójanlo como si fuera yo! ¡Pensar que en dos meses estará en Lyon, que los verá, amigos! ¡Qué felices los que viajan a Francia!... Y, sin embargo, no quisiese regresar al hogar de mis afectos antes de haber cumpli­ do con mi misión. Debo primero mirar hacia delante y trabajar, y pensar en el regreso después. 1 DE ABRIL

Presurosos preparativos de despedida: a los buenos Dres. Dubreuil, a Mr. Manson, su amigo, etc. El Sr. Bovet nos acompaña a la estación. A las tres tomamos el pequeño tren de La Guaira; esta misma tarde nos embarcamos para Trinidad. Bajamos muy rápido; fuerte y agradablemente sacudidos, pero no sentí ningún mareo. Desde el interior del vagón, volví a ver al vuelo el paisaje quemado, los profundos y temibles barrancos, pero sin afrontar el sol; ya le pagué mi deuda. Cuál no sería nuestra agradable sorpresa al encontrarnos al bajar del tren a nues­ tras viejas amistades del Olinde-Rodrigues-, el Comisario Bourboulon y el agente de correos Soullié, avisados de nuestra llegada por Janin. Es una gran alegría reembarcar en el Olinde-Rodrigues, recién llegado de Colón. Janin y su primo Pitón nos acompañan al muelle: muy amables los dos, guardaré de ellos el mejor recuerdo. El agente de correos nos ofrece un puesto en su lancha para llegar al buque. Al vernos, gran asombro del Dr. Fouilloux y del comandante Leneveu, que nos creían en el Orinoco. De hecho, hace tiempo que quisiera estar en el río; pero no me quejo de ese retraso, me ha permitido conocer a Page, ver y conocer muchas cosas interesantes. Amable acogida a bordo, cocteles, en nuestro honor, en el camarote del doctor.

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so¿ “Estación de Caracas” Lápiz sobre papel • I o de abril de 1886


A BORDO D EI

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2 DE ABRIL

Vida de barco, día caliente, insignificante. Algunas costas a lo lejos (islas de La Tortuga y de Margarita), las mismas costas ya vistas bajo un mismo sol ardiente. Todo el día estudié español. 3 DE ABRIL

Con un calor tórrido nos quedamos anclados desde la mañana hasta las seis de la tarde frente a Carúpano. Como Bourboulon y el agente de correos bajaron a tierra a sus servicios, pasé todo el día leyendo o filosofando con el Dr. Fouilloux. 4 DE ABRIL

A las cinco y media estamos en la rada de Trinidad. El navio sigue anclado bastante lejos de la ciudad, Puerto España. Por temor a que enfermos provenientes de Colón pudieran tener fiebre amarilla, que abunda allí, hacen una severa inspección y nos mantienen en cuarentena hasta las tres de la tarde. Una chalupa de vapor nos lleva inmediatamente a tierra. Apenas he­ mos dejado su puente, el Olinde-Rodrigues leva anclas. Dos tiros de cañón, ¡adiós! Lo sigo con la mirada hasta que llegamos a tierra, donde lo pierdo de vista. Llegamos al Hotel Francia, regentado por el Sr. Scbock, un lionés también, conoci­ do de Page y de Chaffanjon. Es de notar que encuentro lioneses por todos lados y se dice que no son viajeros. ¡Parece que es al revés! Bella habitación con ventana sobre la plaza de la Marina. Hindúes, importados de la India para la explotación de la colonia inglesa, vienen a la sombra de los grandes árboles, como para hacerme admirar mejor los trajes abigarrados de las mujeres, el por­ te noble y majestuoso de los hombres, sus siluetas elegantes y sus grupos pintorescos. Durante la tarde, en el salón, se habló mucho de Lyon y el Sr. Schock, con una buena voz de barítono, entonó con mucha expresividad varias de nuestras piezas favoritas. Su linda y joven esposa lo acompañaba al piano. 5 DE ABRI L

Toda la mañana de carreras y compras en los fabulosos almacenes de Puerto España. No se puede contar con comprar nada en Ciudad Bolívar, todo es carísimo, exorbi­ tante. La razón es muy simple: los comerciantes de Bolívar hacen sus encargos a los almacenes de aquí (que ya obtienen fuerte ganancia sobre el precio de fábrica). Como tienen que pagar un arancel muy elevado, además del precio del transporte, a pesar del alto costo acumulado, los negociantes de Bolívar quieren obtener grandes ganancias y por lo tanto piden cifras exorbitantes por artículos de cuatro centavos44. 125


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Compré dos trajes livianos, uno de franela azul claro y otro del mismo tono, de algo­ dón. Ambos se componen de un pantalón largo holgado y de una chaqueta camisola. Como saben, ¡todavía llevo mi traje negro de invierno! ¡Dios mío! ¡Qué pesado y caliente es! En Bolívar lo cambiaré con gusto por uno de estos dos trajes livianos y lo pondré en el fondo de mi baúl. A propósito, he convenido con el Sr. Schock enviarle mi baúl desde allá: se ofrece amablemente a guardarlo hasta mi regreso. Como hay que prever toda contingencia, si se enteran de una desgracia podrán pedírselo al Sr. Schock, Hotel Francia, Puerto España, Trinidad. De todos modos, Page les informará dado el caso. Debido a los frecuentes terremotos, las casas son de madera, muy elegantes, con grandes marquesinas exteriores apoyadas en columnatas; se forma un ligero pórtico del lado de la calle, que abriga a los peatones de la lluvia y el sol. El segundo piso está hecho de grandes ventanales abiertos. Algunos apuntes de hindúes. Adiós a la familia Schock, muy simpática. Por fin a las seis nos embarcamos para Ciudad Bolívar en el Bolívar, barco de río de dos pisos, dos ruedas, sin mástiles, especial para navegar en el mar y remontar el río. Es el enlace entre Ciudad Bolívar y Trinidad, cada quince días hace el viaje entre las dos ciudades. Mañana veré el Orinoco, mi campo de batalla. Toda la noche bogaremos por el golfo de Paria y mañana temprano estaremos en el delta del Orinoco, tal vez en el mismo lugar en que, cuatrocientos años antes, Colón descubrió el continente americano. Al ver que la fuerte corriente hacía retroceder, por tan gran trecho, las aguas del océano y ponía en peligro de naufragar a sus carabelas, el gran Almirante tuvo la certeza de que un caudal así no podía provenir de una isla, por grande que fuera, sino de un continente. Algunos pasajeros cuelgan sus hamacas en el puente en un entrecruzamiento muy pintoresco. Se disponen a pasar la noche. Tengo de compañero de camarote a un español que no habla ni una palabra de francés ni de inglés, no pelearemos. ¡EN EL ORINOCO! P R I M ER A V I S I Ó N DEL O R I N O C O 6 DE ABRIL

Nos despertamos a las cinco en el caño Macareo, uno de los pequeños brazos inte­ riores del delta del Orinoco, de unos trescientos metros de ancho. Nos deslizamos en­ tre dos riberas abruptas, bordeadas de altos bosques imponentes, majestuosos. Esta 126


E N EL O R I N O C O !

primera visión exterior de la selva virgen es tan inesperada, tan subyugante, que qui­ siera gritar mi admiración. Estamos enteramente rodeados. No se puede ver a más de un kilómetro hacia de­ lante o hacia atrás, tan sinuoso es este caño y en cada uno de sus meandros sucesivos es una nueva sorpresa, una silueta inesperada, una impresión más fuerte. En las riberas, más o menos accidentadas, planas, hay masas compactas de vegeta­ ción: hojas, plantas, lianas, ramas, todo entrelazado y confundido, conformando una verdadera muralla de verdor donde la vida vegetal parece ahogar toda otra vida; ¡don­ de la débil brisa mañanera, que nos roza apenas, parece no tener acceso! Este bosque, de apariencia hostil, impenetrable, como cerrado a todo ser humano, es tan bello en su grandeza, tan calmo en su imponente majestad, que me siento inme­ diatamente conquistado por sus maravillosos atractivos. Sí, me lleno los ojos y el cora­ zón de esta naturaleza grandiosa, y a pesar de la necesidad de lanzar exclamaciones a cada vuelta de rueda del Bolívar, permanezco mudo. Por lo demás, a mi compañero lo dejan frío tales espectáculos, pues ya los ha visto antes, y, además, no los ve desde el mismo punto de vista. Con ustedes, mis amigos, me hubiese gustado compartir mis impresiones. ¡Qué agradable sería ver estas bellezas juntos!, ¡las emociones se centuplicarían! De cuando en cuando, algunas orillas desnudas, arenosas. Se ven ani­ males apostados en la arena, descansando; unos chigüires sorprendidos en su quietud, desaparecen lentamente bajo los tiros de fusil de algunos pasajeros. Unos jabirus, gran­ des garzas blancas con un collar rojo, que llaman también garzones soldados, yerguen su alta talla al pie de la muralla frondosa como vigilantes centinelas. Son objeto tam­ bién de algunos tiros de fusil, sin efecto. Un poco más allá, cúmulos de cañacoro, con las hojas parecidas a las de los bananos, de la altura y anchura de un hombre, surgen de la tierra, muy juntas, verdadero ejército de escudos que protegen la entrada inviolada de la selva. A veces sobresalen grupos de árboles por encima del río. Enlazados por lianas, por miles de enredaderas, cargados de orquídeas, de nidos suspendidos en las extre­ midades de sus ramas como lámparas japonesas, inclinados sobre el agua, parecen querer escapar de la masa sofocante para vivir del aire, de la luz, del movimiento, de la vida del río. Algunas aberturas profundas, bocas de riachuelos o cañosa, van a perderse bajo el bosque sombrío. En las dos orillas del caño, los árboles inclinados, doblados unos sobre otros, mezclan sus ramas; unas lianas enormes, como innumerables serpientes, se re­ tuercen y se entrecruzan, en torno a una infinidad de plantas trepadoras, a cual más extraordinaria, y forman un porche natural, oscuro y lleno de misterio. Me gustaría deslizarme en piragua bajo ese porche de sombra. Tomar contacto con la naturaleza salvaje, pasar el primer susto... 127


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T9, “Indios e indias en Trinidad” Lápiz sobre papel • Abril de 1886


¡E N E L O R I N O C O !

Unas guacamayas, grandes pericos azul cielo y amarillo dorado, vuelan en parejas chillando como arrendajos. Diversas zancudas, grandes pájaros de gran variedad de colores, unas de vuelo rápi­ do, otras más lentas y pesadas, huyen delante de nosotros o atraviesan el río a algunos metros de la proa. Atracción tentadora para los tiradores, todos le lanzan su pólvora a los gorriones. Pronto aparece una curiara que dos indios y una india dirigen hacia nosotros. Ha­ cen gestos para que les tiremos algún objeto. Estos indios de la tribu de los guaranaos45 están desnudos, son de un cálido color de cobre rojizo; un simple paño del tamaño de medio pañuelo cubre su desnudez, el pelo (negro-azul) largo y lacio detrás de la nuca, cubre la frente, a la altura de las cejas. Estos salvajes llevan el pelo cortado a lo perro46 por lo cual podría decirse que están a la moda francesa actual; mejor que eso, debería decir que es a la inversa. Unos minutos después pasamos delante de su pequeña ranchería. En la orilla, de unos cuantos metros de alto, están los ranchos, las cabañas; techos de hojas de palmera sostenidas por cuatro palos; un techo cónico que domina a los demás debe ser la del jefe47. Algunos bananos y detrás la gran selva. Se distinguen hamacas colgadas bajo las chozas. De prisa, esbozo el poblado. Navegamos a veinte metros de la orilla, bordeando a veces la margen izquierda, a veces la derecha, muy de cerca, con lo cual podemos disfrutar de la vista de ambas ori­ llas. Muy variadas siluetas. A las diez, un campo de bananos indica la cercanía de un segundo poblado guaranao, siempre adosado sobre la ribera llana frente a la selva que lo domina con su masa imponente. Un poco más arriba se ve una sepultura india frente a la masa de verdor, a unos metros de la orilla. El cuerpo está protegido por un liviano techo de hojas, sostenido por cuatro troncos. Aquí la corriente me parece imperceptible, se diría el Saona48. Al mediodía, el cauce del caño se ensancha, se empiezan a ver algunos bancos de arena. Quizá veremos algunos caimanes. Entramos al gran Macareo49 en la encrucijada del caño Manamo. Trecho erosionado, árido, como de un kilómetro: restos de un incendio. Los indios, se dice, le prenden fuego a la selva cuando han escogido un emplazamiento para asentarse o sembrar. Ahora las dos riberas son más lejanas. Chozas de indios aisladas, diseminadas, muy espaciadas entre sí. A la una de la tarde, el río se hace menos sinuoso y más ancho, un horizonte más vasto se extiende hacia delante; los últimos planos profundos apenas se vislumbran. Dos barcas de vela, venezolanos sin duda, ya que no se ven más ranchos indios, algunas 129


D1A IU O DE A U G U ST E M O R IS O T

cabañas de venezolanos sombreadas por cocotales y bananos. Terreno cultivado alre­ dedor. La gran selva está en segundo plano, más lejana. Hasta aquí las orillas no eran más que llanuras cubiertas de una masa compacta de selva, pero ahora empezamos a descubrir por encima de esta masa boscosa la silueta gris de una cadena de montañas. Al llegar al verdadero río Orinoco, en la punta extrema del delta, junto con la gran boca de Navios que dejamos a nuestra izquierda, entramos en contacto con la civiliza­ ción venezolana; el paisaje cambia, el río se ensancha abruptamente. Es un panorama inmenso, con casi tres kilómetros apenas se distingue la orilla derecha, la silueta de la gran isla Tórtola, que emege en medio del río y lo fuerza a llevar la mitad de sus aguas del otro lado. Corta parada en la margen izquierda, en el pequeño pueblo de Barrancas. Rápido una silueta al lápiz. A medida que avanzamos se descubre, entre las islas arboladas, la verdadera anchu­ ra del río: un mar, sobre todo en la punta de isla Tórtola. A lo lejos, sobre la montañosa ribera derecha, Guayana Vieja, vestigios de la anti­ gua aldea de San Tomé, segunda con ese nombre, antaño capital de la Guayana venezo­ lana. Destruida al final del siglo XVI por el famoso Raleigh, navegante inglés a la búsqueda de El Dorado, fue reconstruida sobre sus cenizas y se mantuvo hasta la se­ gunda mitad del siglo XVII. Esbozo rápido del Castillo50, viejo fuerte en ruinas, cons­ truido por los primeros españoles, en un nido de verdura que domina todo el río. Al fondo, aguas arriba, se eleva una alta colina, sin duda las primeras estribaciones de la sierra Imataca. A las cuatro la anchura del río es de unos 2.800 metros. En la ribera derecha, arenosa y rocosa, algunos rebaños de ganado esparcidos. Pequeñas colinas arboladas se suceden decreciendo desde la serranía de Imataca. No vemos caimanes. Pasaremos de noche por los bancos de arena donde hay oportuni­ dad de verlos antes de llegar a Bolívar. En suma, durante toda la mañana hemos atravesado el delta y desfilado entre una impresionante naturaleza virgen, exuberante; una tribu de indios, los guaraúnos, la ha­ bitan en estado salvaje, satisfechos de su suerte, sin envidiar nuestra civilización, ni los civilizados que pasan frente a ellos. Son indios tranquilos, inofensivos, el doctor Crevaux pasó tres semanas estudiándolos. Chaffanjon también vivió una semana con ellos. Desde el delta, a medida que nos acercamos a Bolívar, la civilización reaparece. Cuan­ do remontemos el río más allá de esta ciudad desaparecerá de nuevo y encontraremos otras tribus de la misma raza que los entrevistos esta mañana51. Hacemos escala tres cuartos de hora en Puerto de las Tablas. Los últimos rayos de un suntuoso crepúsculo doran con su cálida luz los pequeños ranchos alineados en lo alto de la ribera arenosa que les sirve de muelle. 130


¡E N E L O R I N O C O !

Una barca de vela está amarrada en la orilla. Una carreta de doce bueyes se dispone a hacer un transporte al interior. Rápido un apunte. El pueblo situado en la orilla derecha, en la desembocadura del Caroní, afluente del Orinoco, es el punto de desembarque para ir a las importantes minas de oro de Caratal, El Callao y otras. Fue en un sitio del pequeño pueblo de Puerto de las Tablas donde, en la segunda mitad del siglo XVI, dos misioneros jesuítas españoles fundaron el primer San Tomé que los holandeses destruyeron unos años después y que los españoles reedificaron en Guayana Vieja, para ser destruido de nuevo por Raleigh. En el siglo XVII transfirieron una tercera y última vez esta capital a Angostura, o Ciudad Bolívar. Cosa curiosa, no hay aduana en este Puerto de las Tablas; los viajeros que quieren bajarse para ir a las minas deben llegar hasta Ciudad Bolívar para hacer la declaración de aduana y regresar entonces a Las Tablas a tomar el próximo barco. Muy divertido, ¿no les parece? Pues bien, resignadamente se toman la cosa como si la estación estu­ viese a la misma distancia más allá de Ciudad Bolívar. Ahora que el sol se puso, es agra­ dable sentir un poco de aire fresco. Durante todo el día no sabía qué hacer para respirar, ¡jamás he sentido tanto calor! De noche, la costa se clarea. Restos de un incendio de bosque virgen. Efecto mágico, como sólo queda el res­ plandor de los troncos descarnados, sin llama, se creería ver el aspecto de una gran ciudad iluminada. Estos fuegos duran a veces meses y se extienden bastante lejos. Sólo la acción de las lluvias en toda su intensidad puede apagarlos. Un lejano resplandor rojo permite suponer que, más allá, la sabana todavía arde. El puente del Bolívar tiene un aspecto peculiar; las hamacas se cruzan en todos los sentidos. Algunos pasajeros se balancean ya para pasar la noche. A las diez el cielo se alumbra. Un grueso, muy grueso cohete, salido de arriba, ha venido a caer a cierta distancia de la orilla, no es más que un aerolito, algo bastante frecuente, según dicen. Antes de regresar a mi camarote, repasaba un poco de español, cuando un choque violento me hizo tambalear, acabábamos de tocar un banco de arena casi a flor de agua. Al instante todos los pasajeros estaban de pie, fuera de hamacas y camarotes..., el espec­ táculo valía la pena. El mal fue prontamente reparado. Gracias a la fuerza de la corriente y con la ayuda de la máquina de atrás, en unos minutos el barco reemprendió su ruta, y los pasajeros, su descanso. El río siempre es muy ancho, apenas si se distinguen las costas, y sin embargo se ve muy lejos en esta noche no oscura. Bella y productiva jornada. Una decena de apuntes al vuelo. 131


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"Villa de Barrancas a orillas del Orinoco' Lápiz sobre papel • 6 de abril de 1886


EN CIUDAD BOLÍVAR 7 DE ABRIL

Cinco y media de la mañana, apenas despunta el día, rápidamente amanece. Este paisaje es muy diferente del paisaje de río abajo y delta, las dos riberas se han acercado, la de la derecha es rocosa y arenosa. A las seis estamos frente a Ciudad Bolívar, estoy sorprendido. El Bolívar echa ancla frente a una alta orilla arenosa donde hay esparcidas unas cajas, toneles, planchas y escombros de toda clase. Es el puerto y su desembarcadero. Pensaba que vería una ciudad en anfiteatro y no es sino una alta franja de arena sobre la cual se percibe una hilera de casas bajas. Atracamos a más de diez metros por debajo del borde de la orilla de arena, es impo­ sible ver la ciudad en su conjunto; para eso habría que estar casi en medio del río. Triste impresión. El Orinoco aquí tiene escasamente ochocientos metros de ancho, su lecho se encaja entre dos colinas rocosas. La ciudad, distante unos 450 kilómetros del mar, está cons­ truida en el estrechamiento del río, en el lado derecho, de ahí su antiguo nombre de Angostura. Una simple plancha nos permite bajar a tierra. Entramos con la arena hasta los tobillos. Nos dirigimos apresuradamente al Consulado francés atraídos por la esperada co­ rrespondencia, por las noticias de Francia, de los parientes, amigos, de los cuales esta­ mos tan privados desde nuestra salida. ¡Me esperaba un paquete de cartas! ¡Qué apuro de estar solo para devorarlas! Me contuve, sin embargo. Y conversamos gentilmente con el cónsul, el Sr. Früstuck52 (un gran comerciante alsaciano francés de modales fríos, pero bueno y servicial) y con su hermano Francois53, más expresivo y simpático. Leí, indiferente, frente a todos, las dos cartas oficiales del Ministerio de Instrucción Pública adscribiéndome a la misión; y apretando preciosamente mi paquete de cartas amigas, me escapé al borde del río, a la sombra de un rancho derruido, y allí, solo con sus pensamientos, lejos de toda mirada, frente al gran y sugestivo Orinoco, mi nuevo amigo o mi futuro enemigo, dejé desbordar mis emociones. ¡Cuántos sollozos, cuántas lágrimas! Imposible reprimir mis sollozos, al leer sus cartas, ese algo de ustedes mismos dado al Querido Exiliado. Imposible detener mis lágrimas tan a menudo rechazadas, ante sus pensamientos que me traen de tan lejos el poderoso consuelo de sus corazones amigos. Experimenté en ese momento una de las emociones más fuertes de mi vida. Era doloroso y dulce a la vez. ¡Cómo tanta felicidad podía ser causa de tantas lágrimas! 133


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ñ . “San Félix” Lápiz sobre papel • 6 de abril de 1886


E N C I U D A D B O L ÍV A R

Creedme que esta profunda emoción no es debilidad o pesar, al contrario... Cuan­ do, como una ola bienhechora, el contenido de mi corazón se desbordó, me sentí alivia­ do, fortificado y más resuelto que nunca, después que el cálido rayo de su afecto ha venido a iluminarme y envolverme con su querido ambiente en el campo mismo de mi lucha con el porvenir... Sí, ahora sí, estoy seguro de regresar... victorioso...54. ¿Cuántas veces leí y releí sus preciosas cartas...? Las releeré a menudo. Un diario de la mañana nos da la bienvenida y nos desea feliz viaje; es un buen augurio, ¡gracias! Para no ser abrumados en esta ciudad donde todo está sobrepreciado, evitamos el gran Hotel de Bolívar55. Nos indican una modesta posada a cargo de un vasco de los Pirineos Orientales, el padre Clos, meridional de pura cepa, alegre, cantando en todo momento aires gascones o vascos, salteados de tirolesas. Muy simpática impresión. Uno se siente en el sur de Francia. El comedor es una especie de galería que da al patio. Toda la vida interior se da en este patio y en su galería amoblada con dos mesas, en una de las cuales escribo. Es el club francés, de noche. Cortés acogida de los clubmeii', todos comerciantes-financieros que vienen a descansar de los negocios hablando de ellos. Somos una pequeña diver­ sión a sus charlas habituales y aguantamos una avalancha de preguntas. Juego de bi­ llar a cuatro bolas menos interesante que el normal. En nuestra habitación, dos hamacas están tendidas de las paredes de planchas cubiertas de tela, nada de sillas, ni mesas, por todo mobiliario nuestras dos maletas y baúles (el resto del equipaje y los instrumentos para la exploración están aún en la aduana, los retiraremos mañana), un pequeño trí­ pode de metal con una palangana, dos jarros de agua y clavos en la pared para colgar nuestros efectos. Es de lo más simple. No siempre tendremos tanto. Adiós a las camas, nos acostamos definitivamente en hamacas. 8 DE A BRi L

Mi primer cuidado es llevar a sellar mi libreta militar al Consulado56. Me ofrecen guardarla durante nuestra exploración. Tomamos juntos el aperitivo de costumbre aquí. Regreso a dibujar a la posada y ponerme cómodo, es decir, endosar la morisca (traje de interior de algodón) y quitarme con alegría mi pesado y único traje negro (pantalón y levita de invierno) que no me he quitado desde la salida de Francia y sin el cual no puedo salir, ni hacer visitas so pena de ser muy incorrecto. Aquí se vive muy apegado a la etiqueta. Conveniencias y convenciones hacen de la gente, supuestamente emanci­ pada, muy esclava. 135


“El vapor Bolívar en el puerto de Ciudad Bolívar” Lápiz y trazo de tiza blanca sobre papel beige • 9 de abril de 1886


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En algunos días me liberaré de la levita y me pondré la chaqueta de algodón sobre el pantalón negro. De las diez a las tres el calor es extremo. El padre Clos y las dos sirvientas negras parecen sufrir particularmente. Beben a menudo mucho alcohol y duermen grandes siestas. En medio del patio, un gran cocotero yergue sus palmas despedazadas; pájaros can­ tores multicolores rojos, azules, turpiales amarillos, vienen a refugiarse. A su sombra, un puerco flaco y sucio no encuentra buen sitio, algunas gallinas abren el pico, sin aliento. Después del fuerte calor, paseo a donde me lleven los pasos. Por la puerta abierta de una casa del barrio de abajo, veo en la oscuridad interior una capilla ardiente. Un niño muerto está expuesto en medio de la sala, las llamas danzantes de los velones alumbran su rostro pálido. Se preparan para el veloricf, vela­ da de muerto; esta costumbre consiste en festejar, cantar, beber hasta la ebriedad du­ rante toda la noche que precede al entierro. Parientes, amigos, vecinos vienen a regocijarse con la dulce convicción de que el niño es un ángel más en el cielo. La madre misma baila y se embriaga; llorará mañana. Después de la cena, velada en el club. Se habla de fundar una sociedad de geografía, hermana pequeña de la de París. Prontamente me ofrezco para dibujar el proyecto de diploma. A pesar de algunos desacuerdos, mañana mismo empezaré el proyecto57. 9 DE ABRIL

Esta mañana vago por la ciudad. Del lado de la laguna, aparece en anfiteatro sobre una inmensa roca, una colina rocosa redondeada, allí donde termina la roca redonda empieza la arena. La iglesia blanca resplandece en la cumbre. Me parece más alta y más recargada de decoración que las de Caracas. Fachada blanqueada con cal, con algunos tonos azul claro en las maderas exte­ riores. Su alto campanario octogonal es independiente de la iglesia. Es de finales del siglo pasado. Con las puertas abiertas, el ojo se detiene en un delgado tabique que tapa el inte­ rior, aún hay que franquear la puerta de esta especie de biombo para tener una vista de conjunto. La nave principal es una bóveda de medio punto apoyada en cuatro pilares cuadra­ dos que la separan de las naves laterales de techos rectos y vigas descubiertas. A la izquierda, un baptisterio de mármol, bello grupo de san Juan Bautista bauti­ zando a Cristo, de fondo, un pintor bien intencionado, pero desastroso, ha pintado en el muro sobre sus cabezas, un horrendo Espíritu Santo que planea en medio de un gran sol amarillo. Es una lástima, desentona con las dos estatuas de mármol blanco que, de 137


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verdad, son muy buenas. Las menciono, ya que son las únicas obras artísticas que he visto en las iglesias de Venezuela. Prefieren esas muñecas ahogadas en ropas lujosas, cubiertas de joyas, frente a las cuales los devotos se prosternan y rezan con fe admirable. Varios sepulcros en la iglesia, de 1830 a 1874. Piedras con inscripciones grabadas que hacen de lápida. Un grabado en piedra bastante original: un perro se lamenta de­ lante de una tumba con una urna encima y sobre la cual está representado el retrato del amo. Sauces llorones le dan sombra. El altar está pegado al muro del ábside. Se destaca sobre un fondo de papel azul, sembrado de estrellas de oro, medio despegado. Un facistol está en la puerta de entrada, frente al altar. El pulpito está en el pilar central. Numerosos y lujosos reclinatorios. Las casas de los barrios pobres son de tierra con los techos de palma, como nues­ tros cobertizos. Todas las mujeres del pueblo llevan a sus niños a caballo sobre las cade­ ras, costumbre que me parece más práctica y racional que la francesa. Hasta la edad de seis o siete años, los niños de uno y otro sexo se pasean desnudos por la calle. Los hay muy bien proporcionados; pero la mayoría tiene las piernas raquíticas, la barriga demasiado grande y un ombligo de varios centímetros de largo, una auténtica tripa umbilical. En la ciudad, las casas bajas, de un piso la mayoría; las ventanas enreja­ das, como en Caracas, carecen en su mayor parte de tejado, cubiertas con una terraza de aspecto oriental. Aunque esas terrazas estuviesen a niveles distintos, parece que se puede saltar de una a otra y recorrer la cuadra de casas. Al borde del río están los principales almacenes. Todos, al igual que algunas vivien­ das aisladas, tienen de fachada una especie de pórtico apoyado en columnas de hierro, que forma galería en el piso superior y protege este piso y la planta baja de las fuertes lluvias y del fuerte sol. Ciudad Bolívar, antigua Angostura, situada al margen derecho del Orinoco, a 420 kilómetros del mar, es la tercera San Tomé, capital de la Guayana venezolana. Esta capital, fundada primero en la desembocadura del río Caroní, después mudada a Guayana Vieja, fue definitivamente edificada en la segunda mitad del siglo XVIII en el sitio donde el río, atrapado entre colinas rocosas, es más estrecho (ochocientos metros más o menos). Por esta razón, San Tomé recibió el nuevo nombre de Angostura (el estrechamiento) que después de la Independencia tomó el del gran Libertador: Bolívar, o Ciudad Bolívar58. Hoy en día es un centro esencialmente mercantil, de unos doce mil habitantes. No hay industria; no se ocupan sino de minas de oro, comercio, tráfico. Los únicos medios de transporte de las mercancías importadas y los productos de exportación son los barcos de vapor y los navios de vela que suben por el Orinoco hasta Bolívar. Importan 138


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todo tipo de comestibles, objetos, productos industriales de todos los países, que las casas comerciales venden a precios fabulosos a los habitantes y a los traficantes del Orinoco y el río Negro. Estos traficantes, mercaderes aventureros, son los intermedia­ rios entre los productores y estas casas de comercio. Suben el río en grandes barcas cargadas de comestibles, objetos de intercambio de todo tipo. Se paran en los pueblos ribereños que alimentan y van incluso al interior, trafican sus mercancías contra los productos del país: cacao, vainilla, habas de Tonka o sarrapia, caña de azúcar, caucho, gomas de muchas clases, que compran o intercambian a los nativos a precios viles. Lle­ van después esos productos a los negociantes de la ciudad, los cuales, sin ningún traba­ jo, los entregan al consumo y a la exportación con gran provecho. En este momento el Orinoco está muy bajo, es el fin del verano o estación seca. Pronto empezará la lluviosa o invierno. Entonces el río se infla prodigiosamente. Su nivel sube de diez a quince metros y sus aguas alcanzan a veces las primeras casas de Bolívar, a unos veinte metros de su nivel actual. ¿Se imaginan la masa de agua que debe caer en los seis meses de lluvia? Más allá de Bolívar las llanuras inundadas forman un verdadero mar interior. 10 DE ABRIL

El Bolívar se dispone a partir para Trinidad, me apuro en escribir algunas cartas y mandarles mi diario. En unos veinte días ustedes sabrán que recibí sus afectuosos y reconfortantes pensamientos. Apuntes a orilla del río. Mientras dibujaba, un viento formidable se levantó de golpe; tempestad repentina, polvareda. Ocurre casi todas las tardes desde que llegamos. Cuando estemos en barca en el Orinoco tomaremos precauciones, naufragaríamos muy fácilmente. ¿Será por la llegada de las lluvias? Chaffanjon planea una pequeña cacería para mañana domingo. 11 D E A B R I L .

Armado de una carabina Flaubert, para no cazar sino pájaros pequeños para nues­ tra colección, partimos muy temprano a los alrededores de la ciudad, derecho al bambudal más cercano. Cuál no sería nuestra sorpresa al ver numerosos pájaros de todo género y color. Demasiado grandes para ser cazados con nuestros cartuchos. Derribamos algunos de los más accesibles, mientras iguanas —lagartijas enormes de unos sesenta centíme­ tros de largo, la cola levantada en ángulo recto con el cuerpo, el cuello hinchado— pasaban frente a nosotros como rayos. Su carne, dice Chaffanjon, es tan delicada como la de pollo. Cuando estamos sumergidos en el bosque, sorprendemos una gran canti139


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“Nuestro cuarto en el albergue" Lápiz sobre papel • Abril de 1886


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dad de garzas y gallinas de agua, ellas mismas de caza en las orillas herbosas de una laguneta. Como sea, arriesgo un cartucho a la cabeza de una garza indiferente o indolente. Se desploma, para mi gran sorpresa. No lejos del borde de la laguna, algo insólito emerge del agua calma, parece la rugosidad de una corteza de árbol; es nada menos que las rocallosas protuberancias de los ojos y el hocico de dos jóvenes caimanes, únicas partes aparentes de la cabeza fuera del agua, justo para permitirles ver y respirar. Sus ojos, que hace un segundo acechaban el momento de echarse sobre una presa, seguían ahora todos nuestros actos y gestos; apenas hicimos el simulacro de apuntar, dos cabezas se hundieron sin rizar el agua. Es extraño ver tan cerca de la ciudad tanta caza, tantos animales libres; este primer contacto con ellos, esta primera impresión de nuestra futura vida de salvaje me entu­ siasma. Invitados a almorzar en casa del Sr. Liccioni, el director de El Callao59; vamos a la posada a dejar nuestra caza, lavarnos un poco y endosarnos la levita negra. Esta mañana nos pusimos la liviana morisca que llevaré de ahora en adelante en la ciudad, excepto para visitas o ir al club. Tanto peor si me toman por un peón o un sirviente. Don Antonio Liccioni es el rey de las minas de oro, el creador y el gran director de las fabulosas minas de El Callao que se encuentran a algunas jornadas a caballo al su­ reste de Ciudad Bolívar. Sus acciones originales valen casi dos millones60, se dice que mucha gente se suicidó de rabia por haber dejado escapar tal fortuna cuando, en un momento de crisis, al prin­ cipio, se vendieron por un saco de harina. Este archimillonario era pastor en Córcega. Emigró para tentar la fortuna, le sonrió plenamente y no podía haber acordado sus favores a uno más digno. No hay infortu­ nio que no alivie. Es la Providencia de la región. Constantemente hace donaciones magníficas; así me entero de que el artístico baptisterio que referí el otro día fue com­ prado por él en París y donado a la Catedral; es una obra francesa, no me sorprende ya que haya atraído toda mi simpatía. Don Antonio ha permanecido sencillo, llano, sólo que habla el francés con un acen­ to particular, mascando las palabras, me cuesta entenderlo. Toda la familia nos acogió muy cordialmente. Los hijos de Liccioni me son muy simpáticos, se expresan muy correctamente en nuestra lengua. Mi vecina de mesa no sabía una palabra de francés y como yo aún no sé español, me perdí de una agradable e instructiva charla, tanto más que la conversación general era a veces en francés, pero más a menudo en español. 141


D IA R IO DE A U G U ST E M O R IS O T

Qué tontería venir a un país sin hablar el idioma, no se puede captar sino la super­ ficie de las cosas, el alma del país se escapa completamente. ¡¡Y es el punto más intere­ sante, más instructivo!! Después del fuerte calor de esta tarde de domingo, seguimos la corriente de los habitantes, cuya burguesa distracción es hacerse llevar en tranvía a una especie de café que llaman El Bebé, a unos dos kilómetros; este tranvíaa, el único de la ciudad, va del puerto a ese restaurante bordeando la Alameda, magnífico y polvoriento paseo a lo largo del río, sombreado por árboles gigantes, unas monstruosas ceibas\ Siempre mu­ cho viento al sol poniente, una horrible polvareda nos ciega, pronto las lluvias la con­ vertirán en un fango espeso. 12 DE ABRIL

Respondo a la buena carta de Lucien Guerrier y del hermano marrón, el pintor Antoine F. En la parte angosta del río, una pequeña isla rocosa emerge en medio del Orinoco. Un alto poste de hierro colado se yergue en esta roca; La Piedra del Me­ dio. Este poste me intrigaba desde nuestra llegada. Sirve únicamente para aguantar el hilo telegráfico que une Bolívar a Caracas. Aun siendo la parte más estrecha del Orinoco, de ochocientos metros, el alcance del hilo que reposa en este majestuoso poste queda así reducido a la mitad: cuatrocientos metros, ¡ya es bastante! El río me atrae, sin saber cómo, me encuentro siempre en su orilla. Es tan grandio­ so, tan majestuoso, tan sugestivo para mí; los efectos del cielo son tan bellos ahora, que algunas nubes blancas, gris ámbar, anunciadoras de lluvia, empiezan a dibujar armo­ niosos arabescos sobre la monótona limpidez de los primeros días. Ahí es el espacio, la calma, lo desconocido... ¡Y todo es interesante, diferente para un pintor! Llega un barco con los productos del país; curiaras1cargadas de plantas; nativos e indios caribes proceden al descargo, en tanto que aguas abajo a lo lejos un navio apare­ ce en la extremidad de la lengua de tierra. Es francés, es el Dieu Merci. Viene a echar el ancla a algunos metros de El Callao, que se prepara a partir, anclado frente a la duna de arena resplandeciente. Ya tengo varios apuntes, buenos documentos. En La Alameda, las enormes ceibas dominan con sus frondosas copas sobre el pa­ seo y la duna de arena. Sus troncos colosales se abren en el suelo en múltiples compar­ timientos que forman verdaderos establos o cajas como para albergar a un caballo. Cada crecida del río desagrega sus bases y descubre sus monstruosas raíces, imitando todas las especies de formas apocalípticas; innumerables reptiles se entrelazan, retor­ ciéndose, reptando en múltiples contorsiones, para hundirse aún a diez o quince me­ tros más abajo en la tierra arenosa. Verdaderas cabelleras de una gorgona gigante. 142


EN C IU D A D B O L ÍV A R

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Baño en el Orinoco, no muy prudente debido a los caimanes, pero tan bueno, el agua es tibia. El calor es tan excesivo que se siente un malestar general, no se sabe dónde buscar aire respirable. Varios franceses se alojan en la posada del padre Clos, entre otros un lionés: Duringe, hijo de un fabricante de sedas. Regresa de las minas de oro en un estado lamentable, en salud y fortuna. A pesar de su mala suerte, sus reveses, sufrimientos y hambre, quiere regresar apenas esté recuperado. La fiebre del oro, como la del juego, es incurable. Cuando estamos a la mesa, en la galería, es un desorden, una merienda de estu­ diantes en vacaciones. El padre Clos no sabe qué hacer; debe responder a todos a la vez; se acordará de nosotros, dice riéndose. Nos atienden unos negros indolentes, alcohólicos y, a fe mía, cuando uno tiene sed y pide hielo, ¡hay que apurarse! Primera pintura al óleo. Esbozo de sol poniente, hecha a bordo del vapor francés Dieu Merci. El capitán nos hace visitar su joya de barco y nos retiene para la cena. Por la tarde. En las terrazas del club, a la búsqueda de un poco de aire. Vista al inte­ rior de las casas, en el apartamento del cónsul de Chile, a estas horas se podrían come­ ter muchas indiscreciones visuales. 14 DE ABRIL

Estudio de flores cogidas de una de las magníficas acacias de la plaza de mercado, situada un poco a contramano de las tiendas y separada del río; agradable paseo som­ breado por estos árboles elegantes cuya masa de flores de rojo vivo les ha valido el nombre en francés de flamboyant Primer estudio de flores, ¡en fin! nada notable, tendré que entonarme. Nos encontrábamos muy cómodos en ropa interior, ¡hace falta valor para quitárse­ la y endosarse la pesada y espesa levita negra! ¡Con qué alegría la enterraría en el fondo de mi baúl, definitivamente! A toda hora, tanto antes de almuerzo como después, incluso cuando el calor es más fuerte y todo el mundo hace la siesta, hábito que quiero evitar, salgo, paseo al azar, a la caza de los apuntes; ¡lo que hace ya decir que a esas horas sólo se ve en las calles al pintor Morisot y a los perros! Naturalmente, cuando me detengo a dibujar, escojo siem­ pre un rincón de sombra, si es posible; si no, esbozo al vuelo; no se debe bromear con el terrible sol. No es sino después de las cuatro, al hacerse menos ardientes sus rayos, cuando oso dibujar con la sola protección de mi casco. 143


ñi “Calle de Ciudad Bolívar” Lápiz y trazos de tiza blanca sobre papel beige • 9 de abril de 1886


E N C I U D A D B O L ÍV A R

Siempre que me instalo con mi plegable y mi cartón en las rodillas, me rodea inmedia­ tamente la gente de pueblo: venezolanos bronceados, mestizos, mulatos, negros, quienes con mucho respeto e interés siguen el desarrollo del dibujo. Aquí también el negro domi­ na en las clases bajas; el ojo queda tan impactado como en los países ya vistos. Un dibujo de casas rústicas en tierra roja, cubiertas de palmas como todas las de las barriadas, de las aldeas. 15 DE ABRIL

Día sofocante en la posada. Pájaros mosca, turpiales y otros pequeños pajaritos de pico fino o grueso, de gran variedad y colorido, vienen confiados a abrigarse en los arbustos y palmas del cocotero del patio. Chaffanjon piensa en su colección, mata a algunos desde la ventana de nues­ tro cuarto. Aprendo a descamarlos, es decir, a desprender delicadamente su exterior (piel con plumaje, cabeza, patas y alas) de sus pequeños cuerpos, los cuales engullen los gatos y el cerdo61. El calor sin aire es cada vez más fuerte; los nativos se ven tan afectados como los recién llegados, no aclimatados, yo lo soporto bastante bien. Los animales son los que dan más lástima, apenas se mueven y siempre tienen el pico o la boca abiertos como faltos de aire. Las hamacas están ocupadas con frecuencia, aprovecho para esbozar las curiosas y pintorescas poses que Chaffanjon y los inquilinos toman en sus transparentes envases envases aéreos. Durante el día se bebe mucha agua del filtro, sólo se bebe agua filtrada, y se puede además refrescarse con hielo a discreción. Se fabrica en la ciudad. Es, creo, la única in­ dustria del país, junto con una fábrica de dinamita que iremos a ver mañana. Por todos lados se consume hielo en cantidades, se halla en todas las mesas a la hora del aperitivo y de las comidas. ¡Qué bienestar indescriptible beber frío! Cuando estemos en el río, adiós hielo y bebida fresca, mientras tanto, gran consumo. 16 DE ABRI L

Aquí no se camina, ¡o muy poco! Los peones mismos tienen una montura; asno, caballo o machcf (mulo). Como mi compañero quiere hacer su provisión de dinamita, partimos en carreta alta y ligera a la fábrica situada a dos o tres kilómetros de la ciudad. Un ingeniero inglés viene con nosotros y el Sr. Früstuck, uno de los grandes administradores, Vicecónsul francés, nos acompaña a caballo. Nos recibe el director de la fábrica, el Sr. Dalstein, alsaciano, huésped muy bueno; después de hacernos visitar su fábrica compuesta de 145


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varios talleres separados, perdidos en los bosques, entre los nidos de hormigas bachacos\ nos ofrece un copioso almuerzo con champán. Primera lluvia. Regreso pintoresco; siempre en carreta alta escoltados por el Vicecónsul, su hermano y otro caballero, situación original. 17 DE ABRIL

¡Gran decepción: el Bolívar acaba de llegar, ¡ninguna carta! ¡ni una! Espero que el próximo correo, en una docena de días, me compense ampliamente de este violento golpe al corazón. Lluvia toda la mañana. Invasión de mosquitos e insectos. Mañana dejamos la ciudad hasta el próximo correo. El Sr. Pinelli, empresario corso emparentado con la familia Liccioni, pone amable­ mente su propiedad a nuestra disposición para hacer colecciones y estudios de la flora y de la fauna. La Mariquita, bello nombre, está en pleno bosque a tres cuartos de hora a caballo, una hora y media a pie de Bolívar. Preparativos de salida. Al club, como todas las tardes. En la ciudad, esencialmente cosmopolita de unos doce mil habitantes, el elemento extranjero es el que predomina sobre el de los nativos propiamente dicho. La población extranjera se compone de corsos, italianos, ingleses, alemanes, estos últimos son los más numerosos. Los franceses del continente están en minoría, son principalmente vascos. Cada nacionalidad tiene su club. El de los alemanes es, se dice, el más importante. Me interesa poco. En el club francés, los corsos y los italianos dominan. Son las perso­ nalidades financieras y comerciales de la ciudad, los principales accionistas y agentes de las florecientes minas de oro de El Callao y otras. Unos son apasionados del juego de billar de cuatro bolas y del dominó. Otros, con nosotros, leen ávidamente los últimos periódicos de Francia y de otros países. Agotada la lectura, se va a hablar al atriumd; toda casa burguesa, bajo el modelo de la casa romana, posee un patio interior, una especie de atrium, alrededor del cual reina una galería apoyada en columnatas. Las diversas piezas o cuartos dan todas sobre esta galería donde se hace la vida en común, al igual que en el ventilado patio. En medio del atrium del club, se encuentra a mane­ ra de impluviumd, un pequeño círculo de tierra donde están encerradas dos pobres plantas. Alrededor de este círculo es donde se agrupan los no jugadores; arrellanados en una mecedora, beben muchos vasos de agua helada y fuman muchos cigarrillos. Se habla en cuatro idiomas diferentes: francés, italiano, inglés, español; este último es el más utilizado. 146


EN C I U D A D B O L ÍV A R

Si las dos plantas pudiesen contarme lo que oyen, sabría bastante sobre el gobier­ no, la aduana, las finanzas, los fraudes, etc. La aduana es inaudita, exorbitante, unos buitres. Toda mercancía importada debe pagar al menos la mitad de su precio como arancel de entrada; los productos del país, forzados a pasar por Bolívar, también se ven afecta­ dos por un fuerte impuesto de exportación. A causa de estos aranceles excesivos, el contrabando y el fraude son practicados en gran escala por todos los comerciantes, ¡a ver quién es más listo!... Lo que explica la rapacidad de los aduaneros es que el presupuesto del país se alimenta únicamente del producto de las aduanas. Juzgaréis si hay que ordeñar duro, porque se desprende de todas las conversaciones, en el club, en la posada, donde­ quiera que vamos, que empezando por el jefe de Estado hasta el más humilde de los funcionarios públicos, es una sangría infernal, aún peor que en todas partes. Es una perpetua carrera por el dinero, el oro, que desempeña el mayor papel aquí. ¡Oh, bece­ rro de oro! Nuestra hamaca (chinchorro*) es de fibra de palma; cada malla es libre, suelta, sin trenzar, como las del género que se vende en Francia. Por el juego de esas mallas el chinchorro es muy manejable, muy elástico, se extiende a voluntad y se puede tomar cualquier posición a lo largo, cruzado, en diagonal y permanecer siempre horizontal, lo que no se puede lograr con las mallas trenzadas. ¿Será la falta de costumbre de la hamaca lo que me causa prolongados insomnios? ¿Será el calor, el tabaco, los nervios, la excitación de la jornada? Lo cierto es que el sueño no viene y las noches son muy largas. Mi compañero se duerme rápido, de un buen sueño un tanto sonoro; a sus ron­ quidos viene a sumarse el de nuestros vecinos separados de nosotros por un tabique de tela... entonces, ¡se acabó! Todos los esfuerzos por dormir, para aletargar mi pen­ samiento, son vanos; él me lleva a ese pequeño rincón amado de la calle Rachais... Me vuelvo y revuelvo en mi hamaca como san Lorenzo sobre su instrumento de marti­ rio... las once, las doce suenan... el insomnio tiene algún chance de ser vencido, los ronquidos mismos parecen querer contribuir con su ritmo monótono; ¡pero caram­ ba!, un gallo canta, dos gallos lo imitan, y diez y en fin todos los gallos de la ciudad se responden. Apenas los cantos de los gallos se extinguen en la lejanía, viene el turno de los burros; ¡y Dios sabe lo numerosos que son! En el momento en que uno, de voz reso­ nante, da el tono, todos, uno después del otro, se lanzan con el mismo aire; y en la calma de esas noches donde el menor ruido se duplica, esto repercute de calle en calle durante más de una hora hasta que todos los burros de la ciudad hayan desgranado

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su romance. Y los vednos siguen roncando con el acompañamiento de la punzante músi­ ca de un mosquito... ¡La una!, ¡¡las dos!!, ¡¡bueno!! Así es cada noche. ¡Y cuán larga!

EN LA MARIQUITA P R O P I E D A D DEL S R PINELLI, Q U I E N , M U Y G E N T I L M E N T E , LA P U SO A N U E S T R A D I S P O S I C I Ó N PARA P E R M I T I R N O S H A C E R C O L E C C I O N E S DE PLANTAS, I N S E C T O S Y PÁJAROS 18 DE ABRIL

¡Triste jornada de domingo! Chaffanjon salió esta mañana para La Mariquita, a instalarse y acompañar el equipaje esencial para nuestra estadía: fusiles, instrumentos, teodolitos, material para colección y dibujar, utensilios, etc. ¡Gran vacío! Caída la noche, dos jinetes se paran frente a la posada, llevando en mano un caballo bien enjaezado. Son mis dos guías, los dos peones de La Mariquita, enviados por mi compañero. Troto un tiempo con ellos saboreando la alegría del momento, la dulzura de la ca­ balgata, el duende de un envolvente claro de luna, el misterioso sosiego que se esparce sobre la llanura ondulada sembrada de oscuros islotes de vegetación, el ritmo de los pasos apagados de los caballos en la arena; algunas palabras a media voz lanzadas por mis guías referentes a sus machos y a la noche1... sus mulos1y la bella noche. Pero consternado, apenado más bien, de no poder conversar con ellos sino por sig­ nos o monosílabos, taloneo duro y los adelanto dejándome conducir por mi montura; me lleva directo a la meta. Entre dos masas árboladas, difuminadas, las tres cabañas de La Mariquita se me aparecieron pintorescamente agrupadas bajo la bruma plateada de la luna. Una luz brilla en la cabaña del medio, Chaffanjon, sorprendido de verme llegar solo, sin guías, sale. Aquí está nuestro hogar provisional. Las dos cabañas de al lado son: una con cercado1 o empalizada, para los caballos y el ganado; la otra para las aves de corral. La habitable no es sino un gran techo de hojas de palma; una mitad sostenida por cuatro muros de tierra que forman la choza propiamente dicha, compuesta de dos pie­ zas, ahí depositan nuestros equipajes e instrumentos; la otra mitad del techo es soste­ 148


E N LA M A R IQ U IT A

nida por postes o troncos de árbol. Forma un vasto pórtico primitivo, bajo cuyo abrigo se puede vivir al aire sin temor del sol o de la lluvia. Es el “ranchó *. Entre dos postes se mece ya el chinchorro de Chaffanjon donde se repantingaba esperándome. Los peones y yo colgamos los nuestros de los travesaños y los postes de este refugio. Un filtro de piedra, único mobiliario, se yergue sobre cuatro pies; saboreamos su agua límpida y fresca. Entonces, bien envuelto en franela, sufro las consecuencias adoloridas de un pri­ mer paseo a caballo, me dejo arrullar por el ligero balanceo de la hamaca, disfrutando el encanto indefinible de esta primera noche al aire libre. Al apagarse la lámpara, bajo la sombra del techo de hojas se dibujan las figuras entrelazadas de los chinchorros y postes en la claridad de afuera. Un delicado concierto se eleva, de la arena, de las hierbas, de los bosques. Alborada de la tierra a la luna. Mil ruiditos del monte: crujidos, gritos de pájaros, de animales, silbidos, chirridos de insectos... toda una vida nocturna se despierta, canta en la luz irreal; luego, gradualmente, todo se adormece. ¿Es el recogimiento preludio del sueño o la espera antes de la acción en el misterio y en el silencio? Todo esto tan nuevo me arrebata y me mantiene mucho tiempo despierto. 19 AL 2 4 DE ABRIL

Una estrella centellea aún en el cielo frío que clarea al levante, cuando descendemos a tomar nuestro baño mañanero. En el hueco de una roca envuelta en bruma y frescor nocturno, serpentea una pequeña fuente. Cae en cascada en una pileta de bordes areno­ sos. Grupos de árboles, plantas acuáticas lo cubren de un umbroso nido de verdura. Aún aletargado por el sueño y el frescor de la noche, confieso que bajando por pri­ mera vez en esta media luz casi fría, el sonido de la fuente me causó una opresión glacial. Pero una ducha rápida bajo la cascada, unos enérgicos retozos en la pileta que da para unas tres brazadas y una fuerte fricción despiertan la circulación de la sangre y disipan la primera impresión. Mientras, las cosas a nuestro derredor se distinguen cada vez más. Se colorean, se enrojecen, se calientan. Cuando, frescos, dispuestos, remontamos el alto de la vega donde están las chozas, el sol se muestra sobre las pequeñas colinas arboladas, en un baño de oro enceguecedor. Jamás he visto amaneceres tan conmovedores, violentos y rápidos. Al abrigo del techo de hojas, en el rancho (nuestro hogar), los peones nos llevan una buena taza de humeante café con leche. 149


ñ . “Nuestra casa en La Mariquita” Lápiz y trazos de tiza blanca sobre papel beige • Abril de 1886


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Entonces, en ropa extraliviana: ancho pantalón de algodón, chaqueta de lo mismo, sin camisa, los pies en las alpargatas (sandalias) sin medias, el casco blanco en la cabe­ za, fusil al hombro, caja botánica o cartón en bandolera, salimos al monte cada uno por su lado. Como no hay más que un fusil de caza para los dos, lamentablemente, nos turna­ mos el Lefaucheux o la carabina Flaubert. Así, mi sueño se realiza. Estamos en pleno principio de exploración, es la vida de los bosques, la iniciación a nuestra vida futura tan deseada. Nos encontramos en un terre­ no muy ondulado. Y de bajar y subir estas lomas arboladas, de abrirse paso en la male­ za, las manos y los tobillos salen un tanto rasguñados, al igual que nuestro camisón, empapado en sudor, qué importa. El fruto jugoso y astringente del manzano-caoba que abunda por aquí, nos permite recuperar nuestra excesiva sudoración. En este deporte, cómo se dilata el pecho; el corazón bate ampbo y Ubre; la sangre se caldea: se respira la vida directamente... Sí, pisar, explorar una tierra nueva, hacer la conquista de estas lomas, de estos bosques; descubrir cada día los rincones escondidos, impenetrables, misteriosos; ir de sorpresa en sorpresa a la vista de bellezas desconoci­ das, de flores nuevas, de seres nuevos; identificarnos más y más con la naturaleza; te­ ner la idea de que uno es libre, amo del suelo hollado, es algo dilatante que nos hace más conscientes de vivir. Cazar me parece tan natural que creería haber sido cazador toda mi vida, conti­ nuar el sueño de mi infancia o retomar la función de una vida anterior. Hay que creer que el gusto por la cacería es innato al hombre y que esta primera necesidad de nues­ tros ancestros originales se ha implantado tan profundamente en nosotros que la civi­ lización no ha podido sino adormecerla bajo su barniz artificial. Tan pronto se enfrenta la necesidad, tan pronto hay que combatir o debatirse en la naturaleza, esta pasión se despierta con toda la agudeza y la astucia instintiva del pielroja. Yo sólo he cazado una vez, gracias a ti, Henry, cuando estuviste en Bénonces, mien­ tras yo hacía estudios de paisajes... ¿Recuerdas cuando, sentado sobre un árbol, apoya­ do en tu fusil, querías posar para un estudio de cazador en reposo?... Guiguet nos leía historias de Armand Sylvestre que él subrayaba con finas reflexio­ nes. Mi bosquejo estaba pintado a medias, cuando sobre la cresta de la boscosa monta­ ña frente a nosotros, un águila majestuosa se puso a describir círculos. Era tentador, quise derribarla. Tú me confiaste tu fusil. Yo subí por la empinada pendiente del bosque, sudoroso, sofocado, agarrándome de las ramas, de la maleza, cuando de repente, mi ascenso fue interrumpido: una enorme víbora estaba enros­ cada en la rama sobre la cual iba a poner la mano para apoyarme. Sólo tuve tiempo de echar el cuerpo hacia atrás y, a quemarropa, mil fragmentos palpitantes saltaron por todas partes. 151


O SA R IO OH A U G U ST E M O R IS O T

Mi cacería terminó, adiós águila. Pero al devolverme, me di cuenta de que en el ardor de mi deseo, no había pensado en el guardabosque; al regreso, mi fiebre se había calmado, confieso que no volví a respirar tranquilo hasta que devolví el arma a su propietario. Aquí los guardabosques no son temibles, como en Francia; en cuanto a las serpien­ tes, no hemos encontrado aún más que dos culebras inofensivas; sin cuidado de otras más peligrosas, nos metemos en la maleza, viendo sólo el pájaro por abatir. Y abatimos de todos los colores y de todos los tamaños para colecciones; desde un pájaro azul de cabeza negra y blanca del tamaño de una gallina de Guinea, hasta colibríes, los más microscópicos pájaros mosca. En cuanto a nuestras presas comestibles, se componen de tórtolas (paloma5a), de periquitos* y a veces de perdices y pequeños hortelanos, ninguna presa de pelo. El peón que había ido a buscar una vaca escapada del cercado, nos dice haber visto un venado*, un ciervo. ¡No tenemos esa suerte! Seguimos sí algunos rastros, pero es todo; hay también numerosas huellas de liebres, pero imposibles de sorprender, de ver la menor oreja... Los pericos, en cambio, no pueden disimular su presencia; parlanchines, bullangue­ ros, escandalizan eternamente, pero como pájaros inteligentes y astutos, escogen como lugar de discusión la copa de los árboles más altos y frondosos; unos hacen de centinelas y a la menor alerta, todos se esconden silenciosos en el ramaje o se escapan chirriando. Las palomas también detectan al cazador desde muy lejos. Encontré sus árboles favoritos. Para sorprenderlas, he de echarme en las zarzas y arrastrarme, la vista en el árbol, hasta descubrir su plumaje gris entre el follaje y el monte. De las diez a las tres, la caza y el paisaje no son interesantes, la ardiente luz que cae casi vertical devora, se come todos los tonos; los valores se igualan, el calor es sofocante; las presas permanecen* escondidas en los cúmulos de sombra; es el momento de regre­ sar a trabajar. De regreso al abrigo frondoso del rancho, damos las presas a los peones, colgamos fusil y carabina al poste central y después de una buena fricción, cada quien se pone a trabajar. Dibujo las flores que encontré o que Chaffanjon ha recogido, y él, por su lado, prepara sus colecciones. Por suerte, aquí mi compañero es más interesante que en las ciudades. Allá no se ocupa más que de operaciones comerciales sin ninguna relación con nues­ tra misión; echa las bases para negocios personales después de la exploración; da la impresión de debatirse en un elemento que no le es propio. Su elemento está aquí, en plena naturaleza. Es un silvestre. Está siempre pendiente de sus colecciones, lo mismo cazando que descansando. Descarna numerosos pájaros, pone en prensa las plantas recogidas y cosecha gran cantidad de insectos. Al mediodía, anota alturas de sol para establecer el punto: longi152


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tud y latitud, y como hay que hacerlo entre dos, mientras que él maneja el teodolito, consulto el cronómetro para anotar el segundo exacto de su observación. Me gustaría saber fijar el punto yo mismo, pero no nos anticipemos. ¡Cómo deplo­ ro mi ignorancia! Aun así, si las enfermedades no vienen a entrabar nuestras operacio­ nes, llevaremos preciosos documentos. Chaffanjon regresa a Bolívar por negocios; he disfrutado plenamente durante dos días del Lefaucheux, a solas con los sirvientes, todos nos hemos entendido más o menos. Nuestro alimento principal es el producto de la caza. Las comidas que preparan los peones desaparecen pronto; sea un sancochó1de pericos, sopa amarilla picante, mezcla de todo tipo de condimentos donde nadan los periquitos cazados, duros y coriáceos, sea nuestra presa de la caza es asada o sancochada con algunos trozos de carne seca; sin nada de pan —gran privación— , es reemplazado por galletas y cazahó: torta aplasta­ da, circular, hecha de harina de mandioca. De beber, agua filtrada. Después de las comidas uno se mece en su hamaca, es tiempo de fumarse una pipa y cada quien regresa a sus ocupaciones. En el día un sirviente nos prepara un refrigerio, un guarapó, bebida a la que son muy aficionados: agua filtrada azucarada con papelóna (azúcar morena de caña) en la cual se echan unos trozos de cazabe. Cuando el sol menos ardiente declina al horizonte, retomamos nuestros paseos por el monte. Llevo la carabina Flaubert, pero sobre todo mi cartón o mi caja de pintar. Y mientras Chaffanjon hace sonar su pólvora, dibujo a la sombra de un caobo... y pienso en las preciosas cartas de las que no me separo y que puedo releer lejos de todo ojo indiscreto... ¡y me embebo de sus afectuosos pensamientos! Son para mi corazón como el eco de sus voces amigas; música del alma de la cual no me puedo saciar, canto amado que sabemos de memoria, pero que nos gusta tararear en todo momento... y reemprendo mi trabajo con más ardor. Sombríos cúmulos ruedan en el horizonte todas las tardes con amenaza de tempestad. Los crepúsculos son fulgurantes; invoco en vano al gran acuarelista Ravier62, sólo él podría expresar el deslumbre e impresión profunda. Antes de que la noche rápida nos sorprenda, vamos a bañamos de nuevo en la fuente; y entonces, revividos y fortificados, vamos a cenar a la luz de la lámpara. Tan pronto hemos bebido el café, un viento fresco mece nuestras hamacas, disper­ sa el humo de nuestras pipas y mientras la noche negra rodea nuestro refugio abierto medio alumbrado por la vacilante lámpara, uno de los peones descuelga su cuatró, especie de guitarra primitiva de cuatro cuerdas, y viene a sentarse entre nuestras ha­ macas y se pone a cantar con voz de carraca unas melopeas que compone mientras se acompaña con su instrumento. Este poeta músico nos canta por turnos, exaltando 153


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E N L A M A R IQ U IT A

nuestros actos y hechos del día; cual rapsoda, improvisa sobre la cacería, los dibujos, La Mariquita... y eso dura horas, siempre en el mismo tono, hasta haber desgranado el rosario de sus observaciones e inspiraciones poéticas. Su sincera convicción me agrada. Y no es sólo un bardo, también tiene una bella naturaleza de artista; habiéndome visto dibujar, tomó papel amarillo del herbario y se puso a crayonear pájaros, animales fantásticos, ingenuos y curiosos. Dulcemente acariciado por el viento y por el ritmo monótono de su melopea, mi pensamiento flota y me lleva lejos de esa música rústica que sorprende de primera y luego no se escucha. Después de un largo rato de fantaseo y descanso, laboro algunas frases de español o doy algunos trazos a lápiz, en tanto que alrededor de nosotros numerosas especies de insectos, atraídos por la luz de lámpara, vienen por ellos mismos a nutrir nuestras co­ lecciones. Ciertos coleópteros, después de muchas vueltas, pierden el norte, caen deses­ peradamente en nuestros cráneos pelados que toman por espejos de lentejuelas. ¡Flac! Los taimados mosquitos, ellos, no se dejan engañar, trabajan sin descanso. ¡Qué ener­ vamiento esas bestias! En el bosque, en la cabaña, en cualquier lado, no se puede uno apoyar en la menor cosa; poste, árbol, roca, tierra, raíz, sin ser invadido por termitas o por cantidades de hormigas de todos los tamaños, desde las minúsculas rojas, hasta los negros bachacos de dos centímetros, de cabeza monstruosa, armada de dos mandíbulas, que recuerdan en pequeño las pinzas del ciervo volante63. Estos bachacos son muy interesantes, van muy lejos a buscar su sustento. Entre hierbas y arenas, trazan un verdadero sendero que se puede seguir por kiló­ metros. Termina a menudo en unos árboles que estos himenópteros despojan por com­ pleto; mientras unos, subidos a los árboles, recortan las hojas en pequeños segmentos que dejan caer al pie del árbol y que son recogidos por sus compañeros, otros se los llevan a modo de estandartes. Sobre los troncos y ramas de los árboles se ven protuberancias del tamaño de un barril; son nidos de termitas (especie de hormigas blancas que, más a menudo, hacen su nido en tierra, como pequeños montículos). Estos insectos se comen todo, roen todo. El techo de palmas nos abriga de sol y lluvia, pero no del fresco nocturno; y si durante el día estamos casi desnudos, es prudente abrigarse por la noche. Hay que enrollarse en la franela, endosar la moruna de lana, ponerse calzado y alpargatas contra los mosquitos y echar la manta a través del chinchorro para el momento en que nos despierte el fres­ co de la noche. Y este verdadero ritual meramente para ir al mundo de los sueños es todo un trabajo. Aunque el sueño tarde siempre en venir, aprecio la hamaca tanto como la mejor de las camas. 155



E N LA M A R IQ U IT A

La noche del Jueves Santo una verdadera tempestad se abatió sobre nuestro techo. Imposible proteger la lámpara, contaré las ráfagas de viento. Tuvimos que realumbrar varias veces. Bajo la noche de tinta exterior, su llama vacilante dibujaba en luz movediza, inter­ mitente: hamacas, fusiles, cascos y diferentes objetos colgados de los postes y vigas. De repente, deslumbrantes relámpagos incendian la noche con estrépito y destacan vigo­ rosamente esos mismos objetos en siluetas negras sobre un cielo de fuego. Toda la noche, nuestra hamaca fue balanceada por un viento furibundo y húmedo de lluvia que pulverizaba sobre nosotros. Completamente envuelto en mi manta, no me incomodó demasiado. Por la mañana el volumen de agua de la cascada se había triplicado. El Viernes Santo, los peones guardan rigurosamente la costumbre de ayunar. Son admirables en la firmeza de sus piadosas prácticas, apenas mordisquean algu­ nos bizcochos. Nosotros, acechados por futuros ayunos y confiados en que en nuestra calidad de exploradores estamos dispensados de abstinencia, almorzamos y cenamos con palomitas. En víspera de Pascua, antes de bañarnos en la fuente, hicimos nuestra lavandería en traje de Adán, el aprendizaje me vahó una pequeña torcedura. 25 DE ABRIL

¡Un pequeño almanaque de bolsillo, un querido recuerdo64que consulto a menudo, me informa que es el día de Resurrección! Soba pasar esta fecha con ustedes, mis amigos, donde he conocido las alegrías pu­ ras de famüia. ¡Qué lejos están esas horas felices para mí! ¡Espero que nada haya cambiado para ustedes y que estén todos reunidos, febces en torno a la gran mesa acogedora de la calle Rachais! Cuando repaso el hermoso pasa­ do; cuando pienso que no estoy más con ustedes, que no probaré hoy de aquella felici­ dad famüiar, qué oprimido siento el corazón, como en un torno; pero esto no durará... quiero ahogar con el trabajo todo recuerdo pesaroso, toda idea de tristeza; no quiero saber lo que es el día de Pascua; quiero buscar el olvido en mis flores, y si no logro repeler mis pensamientos, cazaré... La mitad de la mañana se había apenas ido en dibujar flores que se ajan y marchitan rápidamente, cuando llegó un caballero, el amable dueño de La Mariquita, el Sr. Pinelh. Febz distracción. ¡Todo el tiempo dedicado a nuestro huésped! Charlas, paseos, ocio forza­ do. Cahente y sofocante día, cada uno va al filtro por tumos; ¡el agua es tan buena aquí!, pero lo que nos aparta de nuestros hábitos es la adición de algunos vasos de ron. Nuestro huésped, de origen corso, es un hombre de treinta y cinco a cuarenta años, de ojos negros burlones y vivaces en una cara rojiza; comerciante y ciudadano correcto, 157


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Sfii Anexo a la carta a sus amigos en Lyon”


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bien vestido; serio, razonable; un tanto escéptico cuando habla de negocios con suave ceceo en la voz; se convierte en un niño, bromista en la intimidad; siempre dispuesto a buscar el lado cómico; trata con Chaffanjon, quien no responde en el mismo tono, yo sí y se establece un duelo constante entre nosotros dos. El excesivo calor del día hacía presentir un aguacero. Al querer partir el Sr. Pinelli, todas las compuertas del cielo se abrieron de una vez. Imposible retenerlo, fue bajo un chaparrón torrencial, en la más negra de las noches, como caballo y caballero regresa­ ron a Bolívar. 26 DE ABRI L

Desde las cinco y media, gran cacería hasta las once. Buen estudio de flores en la tarde. Como mañana llega el Bolívar con el correo de Francia, nos preparamos a salir tem­ prano para Ciudad Bolívar. 27 DE ABRIL

Antes del alba tomamos una altura de estrella al teodolito, veloz ducha en la casca­ da. Remontando la quebrada, deslumbrante salida de sol. Pero esos rayos de sol, tan buenos después del baño, se hacen pronto flechas agudas, quemantes, cuando ya en­ jaezados de ciudadanos, con la levita negra de invierno, con zapatos de ciudad, hay que hacer siete kilómetros a pie en la sabana, tierra arenosa donde sólo se avanza con tra­ bajo. De La Mariquita a Bolívar se atraviesan grandes llanuras arenosas, áridas, chaparralesf. Algunos árboles tortuosos, pintorescos, raquíticos, de hojas muy orna­ mentales se hallan diseminados; esos chaparros1recuerdan vagamente los olivares del sur de Francia. Salvo por esos chaparros y algunas hierbas secas coloreadas por un sol ardiente, todo es arena y rocas. Llegamos acalorados a casa de Pinelli. Nos ofrece café, y la Sra. Pinelli, bella venezo­ lana, nos acoge amablemente. Nos hacen prometerles ser sus huéspedes hoy, aceptamos con la condición de que la Sra. Pinelli me concederá el favor de dejarme dibujar su soberbio perfil. ¡Aceptado! Pero tengo apuro de ir a casa del Sr. Früstuck, el cónsul. ¡Nueva decepción, no hay cartas! ¡Duro golpe, el efecto que esto me produce es in­ descriptible! Entonces, tristemente, llevado por mi buena estrella, soy atraído cerca de la oficina de correo, y sin saber por qué entro por curiosidad. 159


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Mis cartas, como van dirigidas al consulado, no tengo que ocuparme de ellas; el cónsul las hace recoger con su correspondencia personal. Aquellas no reclamadas, sin indicación de calle o dirección conocida, son echadas en una caja común donde cada quién busca lo que le interesa. Ahí estaba yo, interesado en los diferentes personajes, atareados, trillando, palpan­ do cada carta, examinándola, sopesándola como para adivinar lo que contiene así no sea dirigida a ellos, cuando veo entre las manos de un negro un sobre con una letra muy conocida. Era una carta de mi madre que había omitido poner en la dirección: “Consulado francés”. Me ven precipitándome sobre el negro sorprendido, quitarle la carta de sus manos negras que bendije y a mi vez rebuscar en la caja. ¡Era la única! No dejaré nunca de ir a echar un vistazo cada vez que venga el correo. 28 DE ABRIL.

En la posada Clos, días cahentes, monótonos de ciudad, en traje ciudadano, negro, pesado, insoportable. Contraste con las facilidades y la vida Ubre de los días precedentes. Asunto de aduana. Contrabando del Sr. Napheggi. En la noche, gran cena y cham­ pán en honor del arreglo. No valen las palomitas ni el agua filtrada de nuestra fuente en La Mariquita. Me acuesto tarde, ¡demasiado tarde! 3 0 DE ABRIL

El Sr. Dalton, amable comerciante y simpático clubman, graciosamente pone a mi disposición su caballo; salgo solo por la mañana a la fábrica de dinamita a visitar al buen Sr. Dalstein, el director. Regreso por el camino de los escolares a través de bosques y lagunas, fehz de cabalgar el mayor tiempo posible, a pesar de las consecuencias, ¡qué buena vida! ¡Por qué no puedo hacer todos los días paseos así! En la tarde retrato al lápiz de la Sra. Pinelli. 1 DE MAYO

Estadía en la posada. En la mañana, esbocé el retrato del lionés Duringe y en la tarde el de Napheggi. Es una satisfacción poder dejar aquí algunos recuerdos haciendo a alguien feliz. Cuarto de hora rabelesiano. El padre Clos nos presenta cuenta de 544 francos por quince días. 160


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Chaffanjon furioso. Le ruego que me deje hacer y, cuenta en mano, discutí punto por punto con nuestro meridional quien, sin vacilar me hizo una rebaja de 144 francos. ¡Qué bien! Lo que prueba que no hay que embalarse, eso me habría pasado ciertamente por mi cuenta. 2 DE MAYO

Primer ensayo de pesca con dinamita en la orilla del Orinoco, bastante más allá de Bolívar. Un cartucho ha dado poco resultado. Algunos caribes flotaron en la superficie. En una pequeña caleta, más aguas aba­ jo, tres caimanes de dos y medio a tres metros han venido a enseñar las protuberan­ cias de sus hocicos a unos metros del borde. El Winchester de mi compañero voltea uno. Dibujo los caribes en el sitio, ya que se descomponen pronto y los colores se desvanecen. Son los peces más antipáticos que se puedan ver: cabeza achatada, mandíbula infe­ rior muy sobresaliente, parece un perfil de bulldog furioso. Del grosor de una perca, son tan peligrosos para los imprudentes como los caimanes o los gimnotos (anguilas eléctricas). Llegan en gran número al menor ruido, se echan con avidez sobre todo lo que se tira o cae al agua y con sus terribles mandíbulas llenas de dientes afilados se llevan los pedazos de carne del tamaño de monedas de veinte francos. En la tarde una barca de vela nos atraviesa el río y nos deja en Soledad, en el lado izquierdo, justo frente a Bolívar. Pequeño pueblo, que el ancho del Orinoco separa de la ciudad, parece perdido en la ribera lejana, solitaria, como de hecho lo indica su nombre. Si, en porvenir más o menos lejano, construyen un puente, el primero, sobre el río65, Soledad po­ dría volverse un barrio de Bolívar y cabeza de línea de un ferrocarril, que, de mu­ cha utilidad, uniese Caracas a esta ciudad, pero las revoluciones gravan el presupuesto, en tanto que el país no tenga un gobierno más estable, adiós puente, ferrocarril. 3 DE MAYO

Llegada de los barcos Lola y El Callao. Cuando un navio está a la vista y echa ancla frente a la ribera de arena, es un gran acontecimiento, todo el mundo se precipita: unos como espectadores, otros en espera de alguien o algo, correo sobre todo. ¡Otra decepción! 161


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“Indio caribe" Grafito sobre papel beige • Mayo de 1886

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EN LA M A R IQ U IT A

4 DE MAYO Por la tarde, salida a caballo para La Mariquita. Espero estarme hasta la llegada del próximo correo en el Bolívar, es decir hasta el 9 de mayo. Llego justo para la cena que Chaffanjon, regresado el día antes, había preparado. Ya no tenemos sino un peón, el bardo, poeta y músico, pero mal cocinero, y debe­ mos hacer nuestra propia cocina. Mi compañero se las arregla de maravillas. Les había dicho que a la caída de la noche, al desaparecer el sol en el horizonte, un rumor extraño salía de la tierra, se crecía hasta la noche profunda y se apagaba gra­ dualmente. Este coro inmenso hecho de todos los gritos de animales, insectos, pájaros, se reinicia al alba antes de la salida del sol, hasta que su globo de fuego adormece todos los ruidos. Himno recogido a la noche, o canto de alegría al día, son tan nuevos e impresionantes como la primera vez. Una cigarra asume el papel de tenor fuerte, parece querer dominar todos los ruidos. Cuando empieza a hacerse oír, imita el canto de una gallina que acaba de poner, el ronroneo se hace entonces tan fuerte, hueco y lejano que varias veces he creído oír el silbido de una locomotora en las cercanías. Juzguen mi asombro, sabiendo que no hay ferrocarriles en el vasto estado venezo­ lano de Guayana, cuya capital es Bolívar. 5 DE MAYO

A la caza desde temprano, hasta el gran calor. Retomo la vida salvaje con alegría, con felicidad reencuentro los mismos bosques simpáticos, me sumerjo deliciosamente en los mismos montes donde la maraña de lianas y ramas me obligan a realizar desvíos. Pericos y tórtolas predominan. En la tarde dibujo del natural con todo mi equipo de pintor, el fusil a mi lado, listo a disparar sobre las imprudentes palomitas o paraulatas que la costumbre o la curiosi­ dad atrae a los chaparros o caobos en torno. Gran caza de noche hasta muy tarde, muy cansado. 6 DE MAYO

Trabajo al aire desde la mañanita, ya que en la tarde algunas flores se ajan rápido o se cierran. Es muy difícil dibujarlas en el sitio. Un montón de obstáculos imprevistos se oponen. Lo más frecuente es que uno no pueda instalarse, ni situar el caballete, ni plantar la sombrilla. 163


DIARIO DH AUGUSTE M O R ISO T

Se puede siempre hacer un apunte o un pequeño dibujo parado, pero si se quiere hacer un estudio detallado, en una gran hoja Ingres, para acercarse en lo posible al ta­ maño natural, hace falta una instalación seria con caballete y sombrilla y ahí yace la dificultad a menudo. Superado este obstáculo, apenas instalado, uno, dos, diez mosquitos te devoran, así como el sol, ya que la sombrilla debe más bien proteger a las plantas, puestas al descu­ bierto por la misma circunstancia que uno. Si las corto para dibujarlas en el rancho, se marchitan y secan. A pesar de todas las dificultades, espero llegar a dibujar algunas planchas intere­ santes. En la tarde, llegada del Sr. Pinelli acompañado del doctor Farrera, sabio ingenuo al que nuestro huésped toma el pelo constantemente... Bajo una máscara de atención a todo lo que dice el sabio, los ojos que ríen sin reír de Pinelli y los dobles sentidos afluyen. Viendo mi cartón, el doctor me lo pide prestado, saca una hoja blanca y se pone a dibujar una choza muy alejada en el monte bajo unos árboles. ¡A fe mía! Es infantil, simple, ingenuo como él; pero expresa muy bien la cosa lejana, simplificada. Me la dedi­ ca con su más bella letra. Entonces, para que el recuerdo fuese completo, le ruego posar unos instantes y esbozo su retrato en su dibujo. Me entero de que fue él quien pintó como fondo en el baptisterio del obispado el notable Espíritu Santo en un sol amarillo, planeando sobre piedras triangulares que­ riendo representar unas olas. Ahora que conozco al autor-aficionado, me siento más indulgente y tomo en cuenta sólo la intención. El doctor tiene su propiedad a una hora de aquí, nos invita a almorzar allá a fin de visitarla a nuestras anchas y devolvernos nuestra acogida. Me regocijo de pensar cómo el Sr. Pinelli va a divertirnos con este buen hombre. 7 DE MAYO Siempre muy temprano dibujo al aire libre, después del baño vivificante y el sabro­ so café muy bien preparado por Chaffanjon. Se tuesta el café en una olla; un viejo mo­ linillo primitivo nos permite molerlo en vez de machacarlo. En cuanto a la cocina, es sumaria; la hacemos al aire libre; sobre tres piedras pone­ mos la olla bajo la cual está la leña. Con una vara final a guisa de pincho, mi compañero hace deliciosas brochetas de palomitas. Reconozco que Chaffanjon es muy experto en la vida de bosques. Nada lo enreda y lo que emprende lo hace con gusto, con pasión incluso. Está lo mismo en medio del bosque, acostado o agazapado para recoger hormi­ gas o plantas, que sobre los árboles para buscar orquídeas o nidos, o en los riachuelos 164


ÍÍN LA M A R IQ U IT A

investigando la fauna y la flora. Es sinceramente explorador y así es como yo lo aprecio, en su verdadero elemento y no en la ciudad, que ya me urge dejar para llevar a cabo nuestra misión. Tenemos siempre nuestras pequeñas discusiones pero esas nubes se disipan pronto. ¡Qué hermoso sol poniente el de hoy! Al estar muy lejos del rancho para buscar mi caja de pintura, y tener sólo mi cartón de dibujo, tomé al vuelo algunas notas, ya que estos efectos son muy efímeros, no duran. Me fijé mucho, no se me olvidará más. A propósito, quiero responder la carta de Bertrand referente a los crepúsculos verdes. A medida que el campo de oro, sobre el horizonte, se degradaba en el azul del cénit, los dos tonos oro y azul, fundidos, daban un verde de agua tan delicado y hermoso que, lejos de chocar al ojo, lo encantan. ¡Pero aún no he visto el tan celebrado rayo verde! 8 DE MAYO

Mismo baño en la poza de la quebrada antes del amanecer, y después estudio del natural. A las nueve, puntual a la cita, el Sr. Pinelli llega a caballo para la visita al doctor Ferrara. Su propiedad, El Centenario, está a una hora de La Mariquita. Chaffanjon coge su herbario en bandolera y yo mi cartón de dibujo. Guiados por el caballero? Pinelli que acopla su montura a nuestro paso, ya que va­ mos a pie; zanqueamos la llanura arenosa erizada de rocas y chaparros diseminados, de pronto nos aparece al horizonte Ciudad Bolívar en anfiteatro como una Jerusalén leja­ na y, en primer plano, montado en su muía, la silueta quijotesca del sabio doctor que viene a nuestro encuentro. Apunte de la marcha de los dos caballeros y Chaffanjon a pie. Propiedad magnífica por su situación; mismas colinas, misma vegetación que en La Mariquita, pero en masas más compactas. Cacería abundante, nada de fusil, mi car­ tón lo reemplaza ventajosamente. Regresaré con impresiones que valdrán más que hor­ telanos66. La choza, mucho más cómoda que la de La Mariquita, habitada constantemente. Bebemos varias mañanas* (aperitivos) y nos ocupamos del almuerzo que el doctor parecía haber olvidado por completo. Se decide al fin a sacrificar un chivo? y nosotros nos encargamos de todos los preparativos; Chaffanjon participa en el destazado y en el asado a la manera de los llaneros (los guardianes de rebaño de los Llanos, llamados “cowboys’ en las praderas de la América del Norte y “gauchos en las pampas de la República de Argentina). Al pie de un árbol, se enciende una hoguera protegida por piedras, los dos flancos del chivo son enfilados en pértigas de dos metros, las cuales, apoyadas oblicuamente contra el árbol, permiten asar la carne que vigila un peón. Así cocinada al aire puro, con 165


A “En la casa del doctor Ferrara” Carboncillo y trazos de tiza blanca sobre papel beige • 8 de mayo de 1886


EN LA M A R IQ U IT A

leña perfumada, el resultado es de lo más suculento. ¡Todas las salsas y combinaciones culinarias de los mejores restauradores no valen este plato simple, primitivo, sano! En cuanto a nuestro anfitrión, es un mundo de saber y de ingenuidad, ha leído mucho, muy instruido, tiene noción de todo, incluso de pintura en donde se atreve a usar los pinceles, como les dije. El almuerzo fue un fuego continuo de dichos, de bromas mezcladas con inicios de conversación seria, literaria o científica que el Sr. Pinelli terminaba siempre en bromas o divertidas confusiones. Un ejemplo: cuando salió el doctor un instante para ir a buscar un libro en apoyo de su argumento, mojaron rápidamente con el dedo la bola de mercurio de un termóme­ tro colocado detrás de él; cuando regresó, la evaporación veloz había bajado el mercurio varios grados; se le aseguró que en su casa hacía mucho más fresco que en Bolívar y en La Mariquita. No tuvo dudas y estuvo muy orgulloso. En un cuarto desnudo, bajo, sombrío, en el que el día sólo accede por dos agujeros a guisa de ventana, sin duda el dormitorio del doctor, unas hamacas son colgadas de los muros y a los travesaños del techo de hojas. Una gran piel de oso hormiguero sirve de alfombra. El Sr. Pinelli y mi compañero vienen a hacer la siesta. Hago un apunte de ellos mien­ tras leen el diario antes de dormirse. El doctor descansa en otra pieza. Paseo por la propiedad, visita al rebaño de cabras dispersas. Antes de irnos de El Centenario, el doctor nos manda servir unas buenas calabazas de leche. Nos acompaña un rato y, en un espléndido claro de luna, proseguimos de regreso a La Mariquita, llevándonos un alegre recuerdo de este buen hombre original, víctima ingenua del Sr. Pinelli quien, por el camino, iba recordando jocosamente los hechos y gestos del doctor, las bromas notables de esta jornada memorable, fructífera en apuntes. ¡Delicioso regreso demasiado corto! Noche sin aire, literalmente devorado por los mosquitos. 9 DE MAYO, D O M I N G O

Al despertar manchas rojas en toda la superficie del cuerpo dejada al descubierto durante la noche (torso, cuello, brazos), picadas de mosquitos. Último estudio de flores, mañana nos vamos definitivamente de La Mariquita. ¡Voy a revisitar los rincones favoritos donde más he trabajado, pensado, cazado, soñado! Lavandería a fondo. Los dos desnudos en el riachuelo. Dos horas lavando nuestra ropa bajo la cascada; dos morunas cada uno, tres camisas de franela, varios pares de zapa­ tillas y pañuelos. ¡Qué ajuar! ¡Y esta sensación de vacío! ¡Qué hambre y qué cansancio!

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D IA R IO DE A U G U ST E M O R IS O T

Lástima que estuviésemos apurados, habría hecho un esbozo. Eran tan hermosas las combinaciones de tonos de la piel al aire libre con la naturaleza como marco. ¡Y qué reflejos! No se ve eso en nuestros talleres de pintura y los modelos no están en acción. ¡Es soberbio! Pero estoy agotado. 10 DE MAYO

Adiós a La Mariquita. Dulce nombre, dulce estadía, es una amiga que dejo: bajo su rancho acogedor donde desde el primer momento estuvimos como en casa, en sus bos­ ques, en sus hondonadas que me parece haber conocido de toda la vida, experimenté las primeras impresiones de la vida al aire libre. Mi iniciación a la vida de explorador se hizo allí, bajo su ala hospitalaria, entre esa bella naturaleza amada donde viví pensan­ do tanto en ustedes..., mis amigos. Sí, dejo en La Mariquita parte del alma. Gran mudanza, un burrcf llevará nuestro equipaje e instrumentos. En pleno calor sofocante regresamos a Bolívar, a pie, silenciosos, apretados y estira­ dos en nuestro traje negro de ciudad. Qué sudada, pasándonos el dedo sobre la frente podríamos llenar una copita de licor. Si tuviésemos nuestras morunas como en el bosque, la caminata y el calor no nos afectarían en nada; no padecimos yendo a casa del doctor Ferrara, al contrario, fue un placer. Pero así vestidos con una levita de invierno, calzados, cuando se tiene la planta del pie endurecida de ir descalzo o en alpargatas. No se puede figurar cuán penoso y matador es caminar aunque sólo sea por hora y media en tales condiciones, bajo un sol a plomo y en arena, donde uno se hunde y resbala a cada paso. Los kilómetros en Fran­ cia no son nada, aquí, uno los cuenta; por lo demás, como les be dicho, el menor despla­ zamiento se hace a caballo, muía o asno, señores y peones. Las monturas que el Sr. Pinelli había puesto a nuestra disposición para ir a La Ma­ riquita fueron llevadas el día siguiente a Bolívar para su uso personal. Nuestra primera visita es para él; llegamos chorreando a su residencia; nos esperaba para almorzar. Hasta nuestra salida definitiva para el alto Orinoco, lo que no puede tardar, espero, el Sr. Pinelli pone graciosamente a nuestra disposición una parte de su depósito, ofici­ na situada sobre la parte rocosa del Orinoco que domina. Seremos libres, muy a nues­ tras anchas para trabajar y dormir. Para llegar, se pasa sobre las rocas y la arena donde algunas daturas y otras plan­ tas curiosas crecen entre las hierbas. Bellos modelos para dibujar. Vista soberbia del río: aguas abajo, sobre el pequeño golfo donde los vapores, barcas de vela, falcas, curiaras vienen a amarrar, en la caleta arenosa que sombrean las ceibas, los podero­ sos colosos de La Alameda. Toda la vida del río se pasa allí bajo nuestros ojos. La otra cara: muchos mosquitos. 168


EM LA M A R IQ U IT A

Una carta de mi hermano, de mi madre, alegría incompleta, nada de los amigos... de Lyon. En casa del padre Clos encontramos los mismos pensionarios, los mismos habituales. Vamos a dormir al depósito Pinelli, a la orilla del río; después de haber probado la vida sana y libre de La Mariquita, la estadía en Bolívar me es penosa. Estoy ansioso de entrar en contacto con ese hermoso Orinoco tan atrayente. Mientras tanto, es en la oficina del Sr. Pinelli donde trabajo, pinto, dibujo, escribo, en compañía de su nieto: un joven corso de dieciocho años, aprendiz de comerciante que lleva sus libros. Desde la puerta y las ventanas siempre abiertas se tiene vista sobre el río. Los te­ mas para apuntes abundan. En los alrededores, indios caribes hacen el oficio de peones camineros, muy pintoresco, gente del pueblo y peones también. Aquí, como en Caracas, los burros, los dóciles borriquitos, se llevan toda mi simpa­ tía; desaparecen casi bajo la albarda, o bajo la carga que monta aún el amo; algunos más privilegiados no tienen sino la silla y el jinete. Uno de esos burros llevaba, amarrada a la silla, un pavo vivo, empaquetado con hojas de palma trenzadas alrededor del pequeño cuerpo, sólo la cabeza y las patas esta­ ban libres. Muy ingenioso para un viaje largo y muy decorativo. Los dibujos, la lectura, la correspondencia, la copia de mi diario para mi hermano y mi madre, algunos paseos a caballo por los alrededores, todas esas ocupaciones varia­ das matan el tiempo, pero sin disipar el tedio febril de tanto retraso en echarnos al río. Mi compañero se mueve mucho para eso; siempre muy ocupado; está en relaciones y en proyectos de negocios con las altas personalidades de aquí. El por un lado, yo por el otro, ¿obtendrá pronto el barco y los marineros deseados? Cada día son nuevas esperanzas y nuevas decepciones. A caballo a la fábrica de dinamita, segundo ensayo con cartuchos. Pesca exitosa. Chaffanjon ordena su provisión de cartuchos, nos fotografía en dos grupos, se las enviaré en el mismo correo con esta parte del diario. En una me encontraron a caballo detrás del personal de la fábrica; en la otra, con los directores: los dos hermanos Früstuck, el Sr. Dalstein, todos alsacianos, y el ingenie­ ro alemán Krieger, muy antipático, su ojo turbio y parpadeante me desagrada; nos mira de lado y hace una mueca cuando quiere sonreímos. El director y el personal parecen temerle mucho, ¿será tan poderoso? A propósito, les dije que el club alemán era el más importante; es decir, son los más numerosos. Esta raza prolífica tiene la meta de expan­ dirse por todas partes y suplantar al comercio francés desacreditándolo por los medios más desleales, así imitan groseramente nuestros artículos, nuestros productos, sobre los cuales ponen la etiqueta “Made in France ”o Artículo de París ”; los presentan y los venden como tales; entonces, como contraparte, importan verdaderos artículos de Pa­ rís, verdaderos productos franceses sobre los cuales tienen el cuidado de sustituir la 169


'Morisot con directivos de la fábrica de dinamita’ Foto de Jean Chanffajon • Ciudad Bolívar


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etiqueta por una: “Made in Germany”. La diferencia de calidad de los objetos es tan clara a los ojos de los clientes, que no quieren más que productos supuestamente he­ chos en Alemania, y dado el primer paso, introducen sus productos que pasan con los otros. Es simple, al alcance de todas las inteligencias poco escrupulosas: para todo y en todo, el mismo leal proceder es empleado por ellos, juzguen si son peligrosos, y el inge­ niero de la fábrica me parece que los personifica bien. Sí, son falsos bonachones obsequiosos, dulzones, minando por debajo nuestro co­ mercio y prestigio para levantar el de ellos en nuestro detrimento. Y mientras que por tales procederes asientan aquí su influencia comercial, indus­ trial y financiera, deben sonreír y hacer muecas a la vista de esos dos franceses que, por el honor de su país y la ciencia, van a la exploración de las fuentes de un río, del cual Francia no sacará ningún provecho material. Son alemanes, un mundo nos separa. Finalmente, como reacción a esta tensión enervante, esta tarde, 16 de mayo, el gene­ ral Villegas, yerno de don Liccioni67 y candidato a Gobernador de Bolívar, viene a traer una amable diversión a nuestras decepciones cotidianas. Nos ofrece espontáneamente una agradable cabalgata a fin de visitar la gran propiedad de su suegro que él gerencia. — ¿Cuándo parten para el Alto Orinoco? nos pregunta el General. — En unos diez días — responde Chaffanjon— , el Gobernador no cree poder pro­ veernos la falca y los marineros para ello antes de ese tiempo. — Entonces, señores, ¿quisieran hacerme la amabilidad de venir a pasar algunos días a nuestra hacienda La Aurora68 situada a ochenta kilómetros al sureste de Bolí­ var? Es cosa de ocho horas a caballo. Si mis peones detectan algún tigre o venado en los alrededores, cazaremos; si no, tendrán la oportunidad de ver un corral y estudiar a sus anchas la vida del llanero?. — Con el mayor placer, General. — Bueno, señores, a partir de mañana son ustedes mis huéspedes, como no parti­ remos hasta la noche, cuento con que compartan nuestra frugal cena. De manera que tenemos por delante una buena semana de vida activa durante la cual pienso hacer nuevos estudios de flores u otros, y además nuestra estadía en Bolí­ var se prolonga más allá de nuestras previsiones, este anticipo de exploración romperá la monotonía de una espera febril y deprimente, a pesar de todas las ocupaciones. 17 DE MAYO

A la mañana siguiente, un peón viene por nuestro equipaje, una carreta los lleva a La Aurora con los de nuestros compañeros de viaje. En la tarde, acudimos a la invitación del General, nos recibe bajo el bello pórtico de su patio69, sin demostraciones exuberantes, simplemente, de todo corazón, nos hace sentirnos a gusto. 171


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Y mientras Chaffanjon habla en español con él, hago un apunte del interior de su encantadora casa: un patio, cuadrado y asoleado, lujuriante de vegetación, está encua­ drado en un vasto pórtico sostenido por altas columnas. A esta galería interior, al aire libre, dan todas las piezas de la casa; allí se recibe, se come, se duerme la siesta, se lee. Alrededor de las mesas, un sillón Luis XV butacas, mecedoras, sillas. Toldos contra el sol bajan a media altura entre las columnas. Largas rayas de oro pasan por arriba y se alargan en las losas del pórtico. Es ahí donde, bajo la lámpara de suspensión que se balancea de las vigas del techo, cenamos alegremente con los otros cinco invitados: el joven hijo de don Antonio Liccioni, el Sr. Pinelli, ambos parientes cercanos del General, y tres amigos; inmediatamente des­ pués de la cena el guía, un llanero, lleva las bien enjaezadas monturas puestas a nuestra disposición por nuestro huésped, cada cual fija a la silla su hamaca envuelta en una manta, entonces, guiados por el peón, los ocho caballeros, revólver bajo la moruna o la chaqueta, inseparable compañero de una cabalgata, aun cuando nunca haga falta usar­ lo, nos vamos de Bolívar en la más clara de las noches. Convidada también de nuestro huésped, la luna, fiel a la cita, nos inunda con su blanca luz. Alegremente, seguimos el camino arenoso, familiar, de la fábrica de dinami­ ta. Al aparecer ésta en la masa frondosa de árboles, ¡entonamos La Marsellesa con voz vibrante! (les he dicho que todo el personal es francés, de Alsacia, excepto el ingeniero alemán). Estupefacción del Sr. Dalstein, el simpático director, ¡sorprendido en seme­ jante hora, de escuchar ese canto soberbio tan lejos de la patria! Llamada inmediata: ¡no se pasa así cerca de un francés sin beber por la querida Francia! ¡El corcho salta, levantamos las copas, cinco minutos de gran felicidad! Inútil decirles que Krieger, el ingeniero alemán, no se dejó ver. Las grandes sabanas de areniscas, con algunas hierbas, rocas y chaparros nos per­ miten cabalgar a menudo varios al frente. Entonces, habrá que ver quién hace más bro­ mas a su vecino, de derecha o izquierda, ¡o una excentricidad! El hijo de Liccioni, el más brillante caballero de la caravana, pega un grito de repente, echa las riendas sobre el cuello de su montura, extiende los brazos y, con la sola ayuda de sus rodillas, lanza su caballo a todo galope, lo dirige a voluntad y lo para en seco, acostado sobre la grupa. Estos caballeros, grandes pohticos, financieros, comerciantes serios, se vuelven ni­ ños grandes tan pronto salen del ambiente de negocios. El Sr. Pinelli, sobre todo, da el tono, cabalga a mi lado y asusta a mi caballo; replico lo mejor que puedo, tal vez demasiado, ya que cuando los chaparros se hacen más densos y nos fuerzan a hacer fila india, me abandona por otro. En estos llanos inmensos; en esta bella noche de luna llena, se podía, a una gran distancia, distinguir la masa compacta, imponente, de los grandes árboles que bordean los arroyosJ, anchos riachuelos. 172


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Atravesamos varios, uno de ellos, engrosado por las últimas lluvias, era bastante rápido, la silla se mojó pero el caballo no perdió pie. Con titubeos y dificultad, los caba­ llos penetran en la sombra negra de esos bosquecillos frondosos y frescos. ¡Pero qué deliciosos minutos mientras se refrescan! Nosotros también queremos probar esa agua corriente. Nuestro guía, sin bajar del caballo, tira en el río un cuerno de buey amarrado a una cuerda. La retira llena y nos la pasa por turno. ¡Qué prácticos son estos llanerosl Algunos caballeros enturbian su agua con ron. Los caballos no están herrados, de manera que son capaces de hacer descensos pe­ ligrosos a través de las rocas sin dificultad, verdaderas proezas de fuerza y habilidad. ¡Qué hábiles y valientes son estas pequeñas bestias; cómo las quiere uno! No se pueden hacer más de diez kilómetros por hora, a menudo se debe ir con gran cautela, sobre todo atravesando los ríos y las montañas; se recupera en las llanuras. Llanuras y rocas dan paso a sabanas rocosas alternadas de pequeñas colinas corta­ das por ríos o arroyos. Después de tres horas a caballo, a unos treinta kilómetros de Bolívar, franqueamos una colina más alta que las precedentes, una montaña. Al hacerlo, el aspecto del paisaje cambia. Es nuevo y llamativo. Grupos de grandes palmeras moriches' recortan sus masas sombrías en el cielo profundo. Los rectos y altos troncos lanzan orgullosamente en la noche clara como fuegos de artificio sus palmas en abanico. Estas siluetas son tan nuevas e imponentes al claro de luna que cada nuevo morichal* es una explosión de entusiasmo. Estos morichales, erigiendo altas sus cabezas melenudas por encima del tropel de chaparros, parecen pastores en medio de sus rebaños. Diseminados en la sabana, los grupos de palmas lejanas se funden en el velo noc­ turno del horizonte. Estos palmares crecen siempre cerca de los manantiales, sus pies escamosos se bañan entre las hierbas altas, en charcos centelleantes. En el día, bajo el sol abrasador, su sombra es un verdadero oasis, me habría refrescado con placer. En fin, a la una y media de la madrugada hacemos alto frente a una casa desierta; tanto por los caballos como por nosotros, decidimos descansar algunas horas. Cinco horas y media a caballo y sesenta kilómetros cubiertos, admito que, para una primera etapa, estuve satisfecho de nuestra parada. Ya empezaba a no sentir mis riñones y no saber qué parte del cuerpo mantener en la silla. Después de una ligera cena que no toco (tenía sed, sobre todo, y había agua, lejos de los morichales), colgamos las hamacas en la casa desierta. Durante ese tiempo el peón, mestizo indio, verdadero llanero, desensilla los caba­ llos, los entraba y los deja ir a la sabana. Echamos una sola cabezada hasta las seis. Nos quedan una veintena de kilómetros por recorrer. Disipada completamente la fatiga las monturas son desentrabadas y ensilladas y a pesar de estar aún fuertemente adolori­ do, como consecuencia de la cabalgata anterior, remonto con entusiasmo mi caballo. 173


“Interior de una habitación bolivarense” Lápiz y trazos de tiza blanca sobre papel beige • 17 de mayo de 1886


E N LA M A R IQ U IT A

Llegamos dos horas después al cercado de La Aurora. El paisaje atravesado era soberbio, pero no tenía el aspecto tan grandioso y las si­ luetas no eran tan impresionantes como las vistas a la luz misteriosa de la luna. Recepción de reyes. La Aurora, antes Santa Rita, es muy cómoda en semejante de­ sierto. Como en La Mariquita, la cabaña principal está hecha de tierra; su techo de hojas de palma desborda sobre el muro desnudo y forma galería. Las dependencias, ranchos y casas de peones se hallan más allá de los diferentes corrales. El conjunto compone una pequeña aldea. La sabana en torno es propiedad de la hacienda-, tiene cerca de treinta leguas cuadradas; numeroso ganado está disperso. Algunos toros están ahora en un vasto cercado de empalizadas a poca distancia de las chozas. Es el corral donde encierran temporalmente el ganado para realizar varias operaciones, particularmente el herraje y la castración. El primero consiste en aplicar hierro rojo con la seña del propietario al flanco o muslo del animal. En la mesa, el general Villegas nos anuncia que tiene la intención de mandar a recoger todo el ganado que se pueda encontrar en su enorme hacienda, para llevarlo a herrar al corral, “y si desean una buena cabalgata — nos dice— , podrán darse ese gusto a partir de mañana mismo”. Imagínense nuestra alegría. Después de almuer­ zo, cinco llaneros, lazo en mano, se aprestan a salir para batir la sabana y agrupar el grueso del rebaño. Pero antes de salir, deben ser los actores de una escena penosa a la que asistimos. Uno de los peones, mestizo de negro e indio, que se había llenado de ron, hurtado de las provisiones, fue castigado por su amo, menos por el robo que por la injuria. A este pobre pingajo humano, completamente ebrio, convulsionado por las que­ maduras y estragos de más de un litro de alcohol engullido de un golpe, el General hizo ligarle los pies con su propio lazo. El extremo de la cuerda fue lanzado por encima de la viga del rancho y los peones izaron el cuerpo del desgraciado verticalmente, cabeza abajo, tocando tierra sólo por la nuca. Me es imposible decirles lo que sufrí viendo tal cosa. Me sentí palidecer. Estaba indignado, asqueado, descorazonado, furioso contra el amo, lágrimas en los ojos y en la voz, me interponía, pedía piedad, pero me hicieron comprender que, en este país hay que actuar así con esta gente, que les hace falta una lección, a él y a los otros, y que cualquier otro que no fuese el General le mandaría dar veinte varazos en la planta de los pies. En fin, gracias a mis súplicas, no lo dejaron sino veinte minutos en esta enfadosa posición. Salió bien librado, excepto por el miedo, y me alegro porque estos peones parecen muy dulces y me son bastante simpáticos. No son ladrones sino de aguardien­ te, pasión contra la que no tienen defensa. Al día siguiente, al despuntar, Chaffanjon y yo, montamos de nuevo. Los otros ca­ balleros, habituados a estas faenas, prefieren quedarse en casa. 175


D IA R IO DE A U G U ST E M O R IS O T

Tres llaneros nos guían a la dehesa al encuentro de los que salieron la víspera. Sus pies desnudos, bronceados, están armados con enormes espuelas sostenidas con correas, dignas de figurar en un museo. Aparte de esto y el casco blanco (ellos tienen el sombrero de paja) estamos vestidos como ellos, cómodamente, sin chaqueta, con la camisa abierta al cuello, no sentimos ya la fatiga de ayer, ni nuestras adoloridas partes. Nuestra misión es también recoger, por el camino, todo el ganado que encontre­ mos y empujarlo delante de nosotros a fin de juntarlo al gran rebaño. Es, pues, por un día la vida misma de los llaneros. Bajo un ardiente sol, nuestros buenos pequeños caballos trotan mucho rato en las hierbas altas, entre los retorcidos chaparros y los majestuosos morichales, y entonces la sabana se ondula en altas colinas que franquean animosamente. De cuando en cuan­ do la sombra de los pequeños bosques y de una selva soberbia nos alivia de los quemantes rayos. Como el camino en la selva permite apenas el paso de un jinete, se arriesga a romperse la cabeza si en vez de mirar hacia delante tiene la desgracia de entretenerse con la profunda belleza a sus lados; lianas, ramas están ahí para llamarlo a la realidad; incluso con todas las precauciones, éstas nos golpean constantemente y nos derribarían, si no tuviésemos el cuidado para evitarlas al echarnos de lado o acos­ tarnos sobre el caballo. Después de recorrer varias leguas así y marchado por dos horas, entramos en el cercado: recinto empalizado de unas treinta leguas cuadradas en el que viven sueltos caballos y ganado, como en estado salvaje (la legua de aquí es de cinco kilómetros y medio). En Francia no se tiene noción de semejantes propiedades. Arreamos delante de nosotros todos los animales que encontramos diseminados; dos por aquí, tres por allá, a veces a uno o dos kilómetros de distancia el uno del otro. Dos horas después de nues­ tra entrada al cercado, distante dos horas a caballo de La Aurora, alcanzamos las orillas del Caroní empujando un pequeño rebaño de unos sesenta animales. Ahí, en un gran prado pegado al río, se nos aparecen los cinco llaneros salidos la víspera, rodeando un rebaño de más de quinientas cabezas de ganado. Nada más emocionante como pinto­ resco que la aparición de esos jinetes dominando esa masa moviente y hormigueante. Juntamos nuestra colecta a la de ellos, los vaqueros1 sacan inmediatamente del rebaño, soltándolas en la sabana, las vacas con becerros demasiado jóvenes y débiles para el regreso y el cruce de ríos a nado; durante ese tiempo bajamos diez minutos del caballo, justo para tomar un poco de agua del río, agua sabrosa y relativamente fresca en razón de la fuerte corriente. El Caroní, río tan rápido y largo como nuestro Ródano, desemboca en el Orinoco en Puerto de las Tablas, cerca de ochenta o cien kilómetros de aquí. Cogemos algunas guayabas de las masas espesas que sombrean la orilla y presto 176


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en la silla de nuevo. Retomamos el camino de La Aurora empujando delante de noso­ tros esta marea viva. ¡Nada más emocionante y hermoso que ese rebaño de animales salvajes lanzados al galope, apretados, compactos, rodeados por diez jinetes que los dominan a cuerpo entero y aullando para activarlos! Y yo aullaba como los otros, arremetiendo contra los belicosos toros, deseosos de pararse a presentar batalla; galopando sobre otros picados de libertad que rebasaban el alineamiento y trataban de esquivarse. ¡Qué sensación tan nueva!, me creía transportado a las primeras edades, cuando los pueblos pastores erraban de pradera en pradera. ¡Qué vida tan sana! Cómo se sien­ te vivir, sin cuidado de la fatiga, del calor, del sol tan temible. Llegados al río profundo no vadeable, el rebaño siempre al galope, no nos deja des­ vestirnos como a la ida, apenas tiempo de poner el revólver al cuello, y nuestros caba­ llos, arrastrados por ola viva, se precipitan desde la orilla accidentada a la corriente. Si en ese momento algunos caimanes o culebras de agua acechaban plácidamente una presa, esta avalancha de seres hormigueantes que se precipitaban con estruendo en su elemento, ha debido aterrarlos un tanto, a despecho del dicho “abundancia de bienes no daña”. Es deliciosa la sensación que se siente en un caballo que nada. En principio parece que uno se va a hundir, entonces se siente uno resbalar, flotar, con agua hasta los pectorales, sorprendido de repente de ver venir la otra orilla a uno sin haber hecho uno mismo el menor movimiento. Con nosotros recostados de su cuello, nuestras valientes pequeñas bestias escalan animosamente la orilla alta y abrupta de una pendiente de más de 45 grados. Son admirables; de hecho, ningún obstáculo las detiene; al no estar herradas, pasan por doquier, tanto sobre las rocas resbaladizas, como por las más es­ carpadas cuestas o el monte más denso. Los llaneros y mi compañero dejaron secar su ropa puesta, yo preferí, aún trotando, quitarme el pantalón mojado y seguir con las piernas al aire, estilo indio. Pero al cabo de diez minutos, hube de volver a ponérmelo, aún mojado, por no aguantar el roce con la silla húmeda. Por otra parte, bien pronto ingresamos en la selva. Cruzar la selva con el rebaño fue mucho más difícil que el río. Varios animales se escaparon del estrecho sendero traza­ do a punta de machete, inútil irlos a buscar a causa de lo inextricable del monte, impo­ sible de penetrar a caballo. No se perderán, regresarán al cercado donde dejamos numerosas vacas con sus becerros jóvenes. En fin, a las tres de la tarde, hicimos entrar el rebaño en el corral, cerca de las casas. El corrales un recinto de cien por ciento cincuenta metros de lado, rodeado de pilones gruesos como un hombre y de su altura. Hace falta eso para resistir el enlo­ quecimiento del rebaño, ya que al sentir un tigre, el ganado, asustado, intenta rom­ per todo para huir. 177


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Salidos a las siete de la mañana; no haberse bajado del caballo sino diez minutos a tomar un trago de agua y comerse una fruta; trotar o galopar sin pausa, no haber to­ mado, antes de salir sino una taza de café y una galleta, varios baños a caballo encima de eso, los dejo que se imaginen cuál era nuestro apetito: paseo ideal que espero ver reanudarse un poco más arriba, en el Caura, en Caicara o alrededores, me asegura Chaffanjon. No pensaba que en un solo día se pudiese uno broncear de esta manera; ya estába­ mos, pero ahora no podemos vernos sin reírnos. En el cuello, en el escote de la camisa, se dibuja un corazón marrón hasta la base del esternón; en las muñecas y manos, unos auténticos guantes. A la mañana siguiente, temprano, me aboco a la búsqueda de flores para dibujar; cuando regresaba de mi trabajo, los peones acababan de sacrificar una becerra y tuve la sorpresa de asistir a todos los preparativos del asado, a la pintoresca manera india, a la “llanera”. Para eso, quitan al animal abatido lo que llaman la paletaa, es decir los dos flancos; en cada uno, enfilan entre las costillas una pértiga de dos metros. En una tercera pérti­ ga del mismo largo, ensartan el corazón, el hígado y otras visceras que envuelven en la membrana interior veteada de grasa, el peritoneo, creo; a esta tercera vara así atada la llaman el entreverada\ Al pie de un gran árbol para proteger la llama del viento, se hace una gran fogata, y ponen las tres varas en haz sobre el fuego. Dos peones vigilan el asado. En una escala mayor, es la misma escena pintoresca del chivo del doctor Ferrara. Figúrense que a la mesa llevan las vituallas tal como las sacan del fuego, digno de Gargantúa. Detrás de nosotros, tres peones al porte de armas sostienen cada uno en una mano una de las largas varas humeantes, clavada en tierra, como un estandarte. La otra mano está armada con un machete, largo espadón de sesenta centímetros. Por turnos, plantan la percha cerca de cada comensal al que le tienden el machete y cada quien corta la tajada que le apetece en esta carne olorosa. En un principio, la vista de esta pantagruélica vitualla me ofusca, pero el apetito domina mi repugnancia y, como todos, ataqué sin pan una gran tajada de asado, ¡y qué tajada! Fue todo un banquete. Incluso en Inglaterra con sus roastbeetíbde primera ca­ lidad, no he probado carne más suave, más jugosa, sabrosa. Definitivamente la cocina simple, al aire libre, con leña, es superior; da a los platos un aroma que todo el arte de Brillat-Savarin70 no podría obtener en nuestros más ingeniosos hornos modernos. Esto ha introducido un cambio sobre nuestras conservas y carne seca. Durante la siesta, apunte del hijo de Liccioni de indio, es decir, desnudo, sólo con un simple paño. Me creía frente al modelo de la Escuela de Bellas Artes. Combate de toros en el corral. Los llaneros son de una habilidad extraordinaria con el lazo; colgado de la silla, siempre listo a ser lanzado, vuela con mano segura al objetivo. Todo animal lanza­ 178


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do a correr es parado en seco, cogido por donde ellos quieren, por la cabeza, cuernos, patas, sobre todo, y cae. Entonces, se procede a varias operaciones, herraje, castra­ ción. Asistimos al bello espectáculo de la vida del llanero, impromptu, sin aparejos. Ca­ rreras épicas; competencias de velocidad, de habilidad, de fuerza entre toro y jinete. Es entusiasmante y tentador, pero los dos exploradores, jinetes de ocasión, se contentan con admirar. Una carrera muy original consiste en espantar un toro a gritos, galopar detrás, muy cerca, y en el momento oportuno el jinete agarra la cola y de un golpe firme y seguro lo levanta y da en tierra con él. Los llaneros sobresalen en esto. Como cual­ quier vaquero, el hijo de Liccioni ejecutó con maestría este truco de fuerza y habilidad, demostrando gran audacia y afirmando su calidad de jinete artista. Qué concentración de fuerza en la muñeca y en las rodillas hace falta en el momento preciso para no ser derribado. Jinete y montura son soberbios. El toro, atontado, regresa lastimoso sin sa­ ber por qué clavó las narices cayendo de rodillas71. Pasamos cinco buenos días en La Aurora, durante los cuales, sin descuidar nuestro trabajo hicimos observaciones científicas, levantamiento de puntos astronómicos, apun­ tes, dibujos, estudios de flores del natural, y pudimos aún consagrar varias horas a nues­ tros compañeros. Excepto a la hora de la siesta, estos “caballeros” se divertían como muchachos, todo era pretexto para mostrar sus cualidades de destreza, agilidad, habilidad. Se jugó incluso a la elemental tapa; carreras locas ultrarruidosas en torno al pórtico de la casa. Por salir a dibujar del natural casi al terminar las comidas perdí varias ocasio­ nes de divertirme y de ver algunos juegos locales muy interesantes, pero no me arre­ piento, porque llevé de La Aurora preciosos documentos con gratos e imborrables recuerdos. Cada vez más deploro no saber más español. Cuántas cosas instructivas se me escapan y se me escaparán aún. Sin hablar de las constantes agudezas, las espirituales salidas lanzadas durante la alegría de las comidas, perdí el beneficio de numerosos cuentos, discusiones e in­ formaciones interesantes. Cómo quisiera también poder expresar en la lengua del país todo mi cordial y enfático agradecimiento a nuestro generoso huésped que ha­ bla poco francés. ¡Jamás olvidaré al general Villegas y su hospitalidad de reyes! Olvidaba decirles que no tuvimos tiempo de cazar. Durante mis paseos en la bús­ queda de flores para dibujar, vi algunos venados rápidos y lejanos, algunas huellas de tigre\ pero ninguno de esos animales. Estos felinos que llaman “tigres, son jaguares y tienen la facultad de trepar a los árboles. 179


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ín¿ "Desde la oficina del señor Pinelli” Lápiz sobre papel • 24 de mayo de 1886

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E N LA M A R I Q U I T A

23 DE MAYO

Domingo en la tarde, dejamos La Aurora, en ruta a Bolívar, siempre la hamaca, la cobija y la manta en la silla. Nuestro amable huésped nos acompaña más de una legua y regresa a su hatcf donde lo retienen todavía, por algunos días más, trabajos que tiene que supervisar y hacer terminar. Durante un buen rato lo saludamos con la mano. Dos invitados habían salido la víspera, por lo que quedamos entonces cinco jinetes y el guía, un llanero. El General deja tras de sí una cierta melancoha; andamos en silen­ cio. Morichales, pantanos llenos de palmas moríches, chaparrales, sabanas intermina­ bles, el sol se pone frente a nuestros ojos, de lo más bello. Auroras boreales extraordinarias. Rayos de luz de todos los colores, apoteósico. Me quedo rezagado para admirar la silueta de mis compañeros atravesando una colina; se recortan en el cielo de fuego levantando un polvo de oro. El espectáculo es tan hermoso que no puedo resistir el deseo de dibujar, lo mejor posible, al grupo ecuestre, al balanceo de mi caballo al paso rápido, apurado por alcanzar a los otros. Rápidamente todo se degrada y se confunde. A la caída de la noche, un ruido infernal surge de todos lados; el croar de sapos, de ranas..., de los sonidos más cristalinos a las notas más cavernosas: zumbidos de insec­ tos; chirridos de cigarra; silbidos, gritos de toda especie de pájaros, de animales. Música deliciosa, adormecedora, sonora bajo la bóveda nocturna: coro armonioso de la sabana que exhala un himno a la noche serena y dulce. Himno tan alegre como sereno en el que la infinidad de los seres parecen expresar su felicidad de no estar más bajo el ojo ardiente del sol. Y entonces, cuando llega la noche, silencio total, todo se calma como por encanto. No se perciben sino siluetas negras en el fulgor del cielo ligeramente estrellado. Algu­ nos pájaros inquietados por nuestra cercanía huyen en la noche gritando. Unas luciér­ nagas, cuando trazan líneas de luz; vi pasar a las primeras como un relámpago y posarse en tierra, creí que los jinetes que me precedían tiraban sus cigarrillos, pero las Eneas de fuego, que se cruzaban, se multiplicaban, me dieron la explicación. ¡Qué dulzura, qué bienestar en esta noche, qué silencio! Mecidos por nuestras monturas, no se oyen más que sus pasos sordos en la arena y el chasquido de la hierba. Entonces, instintivamente, como los seres de la sabana, lanzo mi encantamiento emocionado, a plena voz canto mis romances tan queridos y evocadores. Cada quién entona o tararea una tonada cualquiera, y, gradualmente, la voz humana se apaga también; todo vuelve al silencio en la llanura medio oscura; cada quien se recoge y el pensamiento vuela lejos, lejos... Cerca de los seres queridos. ¡La felicidad del momento, el sentir del sitio, el trote del caballo, su movimiento regular, la noche, su misterio, su silencio!, ¡todo exalta la imagi­ nación, todo lleva al repliegue en sí mismo, al recuerdo, al sueño! Deliciosa sensación de 181


A “El Orinoco” Lápiz sobre papel • 29 de mayo de 1886


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una vida doble: una real, exterior, tan diversa, tan nueva; la otra, la del corazón, inte­ rior, profunda. ¡Lástima que no pueda, con toda la fuerza de mi afectuosa evocación, hacerles compartir esa dicha íntima, casi divina! ¿Tendré cartas mañana en Bolívar? Después de habernos hecho cruzar un río en plena oscuridad, nuestro guía se pier­ de en la sombra espesa de un bosque bajo. Imposible encontrar un camino; damos vueltas y vueltas en la noche más oscura, nos dábamos contra los árboles y entre noso­ tros. No veía ni la cabeza de mi caballo; de repente, se cae, hunde las dos patas traseras en un hueco, que afortunadamente no era hondo, una bombaa dice el guía; las ramas nos golpean, arriesgamos partirnos la cabeza, romperles las patas a nuestros caballos; se encienden en fin algunos fósforos, el guía reencuentra el camino, y salimos del abis­ mo. Nada más interesante para un pintor que el efecto mágico de cada fósforo en este monte oscuro. Durante algunos segundos, justo el tiempo para impresionar, cada lum­ bre fugaz hacía surgir del fondo de tinieblas, jinetes, ramas, follajes, como luminosas apariciones fantásticas. Digno de Rembrandt. El camino nos lleva a un rancho donde pedimos hospitalidad para unos minutos de reposo. Esta gente iba a descansar, pero como son muy hospitalarios, se apresu­ ran a ofrecernos unas rústicas butacas, en X, cubiertas de pieles de venado o buey72. Y mientras mis compañeros conversan en español con el huésped, y su mujer prepa­ ra café, aprovecho un rincón débilmente iluminado para repasar mis impresiones borroneadas a caballo. Nos enteramos de que la revolución está en Bolívar. Esto me daría igual si, a nuestra llegada allá, encontrase cartas, ¡cartas! ¡ah, esa palabra... en fin, paciencia... ¡mañana! Después de un alto de media hora, subimos a caballo hasta una cabaña que no alcanzamos sino a la media noche. En ese momento la luna se hallaba magnífica, inun­ dando de bella claridad la sabana medio oscura. Aunque tarde para sernos útil, la co­ queta se dejaba ver justo para hacerse admirar. Teníamos entonces seis horas a caballo en los riñones, era casi suficiente; sin em­ bargo, si estuviese seguro de hallar cartas, con alacridad empujaría hasta Bolívar. Qui­ siera pasar mi vida a caballo. ¡Por qué no podemos hacer nuestra exploración así! ¡Desgraciadamente, sobre el río sólo los caballos... de vapor pueden utilizarse! El ran­ cho fue enteramente puesto a nuestra disposición. En su única pieza, que medio tabi­ que de hojas de palma separaba del ganado, colgamos nuestras hamacas a postes del techo. De los bolsones de su silla el guía sacó bizcocho, carne fría. Después de esta ligera colación, nos dormimos con el mugir del ganado y el gruñido poco melodioso pero continuo de un cerdo. Al día siguiente, antes del alba, después de que el peón recogió los caballos que había entrabado y soltado en la sabana, repusimos en la silla nuestras hamacas enro183


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liadas en su manta y después de una buena taza de café servida por nuestros huéspe­ des, que compensamos ampliamente, tomamos a las seis el camino a Bolívar. A las nueve, entramos en la ciudad, sorprendidos de que la famosa revolución no causara más revuelo. Ruidos enormemente exagerados; simple truco, se dice, de parte del Presidente del Estado de Bolívar para hacer una incursión y procurarse hombres. Como ha llegado hoy 24 de mayo el Bolívar, me precipito al Consulado donde fui agradablemente sorprendido. ¡Al fin! ¡Cartas!, y de todos, incluso una que no osaba esperar. Gracias Sr. y Sra. Page, gracias señoritas, mis queridas pequeñas hermanitas... de lunares. Vuestra carta colectiva me da una grande y profunda alegría. ¡Qué recon­ fortantes tan buenos recuerdos, tales ánimos, deseos tan sinceros! ¡Vosotros sabéis al menos cuánta felicidad puede traerle al ausente un pensamiento! ¡Gracias, gracias! En cuanto a las cartas de Henry y de Guiguet, me las debían; las esperaba hace tiempo, aunque no sorprendido, ¡no las agradezco menos... mucho! Cartas muy tiernas de mi madre, hermano y sobrinita, con una flor, ¡querida niña! Una de Guerrier, nada de Appian, así estoy indemnizado ampliamente de las anterio­ res decepciones. La ciudad parece tranquila, pero en estado de sitio. La manera de reclutar hombres es muy simple aquí. Todos los peones, sirvientes sin chaqueta, sin sombrero ni zapatos, son cogidos en redadas... ¡y son numerosos! De­ ben servir tal cual; se les pone un fusil entre las manos, a veces un viejo kepis del ejérci­ to francés en la cabeza y ¡en marcha! Guardias montadas por tales soldados hay en todos los rincones de la ciudad en estado de sitio; no es prudente andar tarde en la noche, a cada instante se oye gritar en la noche: “¿Quién vive?” por un centinela que no se puede ver, ni comprender... ¡qué hacer y qué decir! Paso cerca gritando: “¡Francia!”, pues así no se molestan en disparar. Se dice que un hombre y una mujer han sido muertos por unos centinelas que no los habían oído o los habían malentendido. Pensamos partir antes de fin de mes... lo deseo ansiosamente, aunque retomo to­ das mis ocupaciones citadinas: dibujos, correspondencia, copias del diario, ensayos de impresiones de flores, de plantas, me consumo aquí... y dejar atrás este ambiente de negocios en el cual se mueve mi compañero apenas toma contacto con la ciudad. Chaffanjon escribe a Lucien Jeantet, redactor en jefe de El Republicano de Lyon. ¿Insertará él su carta? Me ruega decirles que le pasen detalles suplementarios sacados de mi diario. Este es para ustedes, mis amigos, y no para el público; pero de cualquier manera, si lo juzgan a propósito, pueden decirle de viva voz que: en Martinica, en Cara­ cas, en Bolívar, hemos recibido la acogida más franca y la más simpática hospitalidad. Que todos los medios nos fueron suministrados por las autoridades del país para lo­ grar nuestra misión. Digan que en Venezuela se ama sinceramente a Francia. Dicen con 184


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orgullo que la República Venezolana es la hermana menor de la República Francesa. ¡Es decirlo todo! Pero si tenemos el derecho de estar orgullosos de la afectuosa admira­ ción de este joven pueblo por Francia, que califican como faro del mundo, no debemos dormirnos en este prestigio; otras naciones rivales ambicionan esta influencia y traba­ jan soterradamente para desacreditarnos. Todos nuestros esfuerzos deben tender a merecer cada vez más esta alta estima, debemos rivalizar con iniciativa y audacia y, por todos los medios políticos, industriales, científicos, artísticos u otros, combatir leal­ mente los procederes desleales, pero incansables, de nuestros rivales que invaden la plaza y poco a poco nos suplantan. Díganle también que, para fines de mes, contamos en lanzarnos al río en curiara o piragua73, según lo que nos pueda procurar el Presidente del Estado Bolívar; que, de una vez, pensamos remontar a las fuentes con el mínimo de estadía en Caicara y en San Fernando de Atabapo, los dos pueblos principales situados en nuestra ruta a la orilla del río. En suma, las fuentes como meta, aprovechando al paso todas las infor­ maciones y documentos científicos posibles. La estación de lluvias o invierno empezó hace unas tres semanas. El río sube todos los días, lentamente, comparado a nuestro Ródano cuya crecida es tan veloz. La del Orinoco dura de tres a cuatro meses; se eleva a doce, quince y a veces veinte metros. En el interior, toda la cuenca del río se inunda: llanos, bosques. Los prados de Bourgogne, las llanuras de Bresse, invadidos por el dulce y lánguido Saóne deben ser meros estanques comparados con este mar interior producto de la crecida formi­ dable de este río y sus afluentes. Hay que decir también que llueve sin cesar durante seis meses. Todos mis días transcurren en la oficina del Sr. Pinelli o en las orillas del río, dibu­ jando el Orinoco, viendo correr cada vez más veloces sus aguas amarillentas y turbias, este abismo de misterio que se lleva árboles arrancados, restos del bosque, como islas flotantes. ¡Y languidezco por conocer las riberas inquietantes, llanos y bosques vírge­ nes que ha lamido a su paso desenrollando sin fin su larga cinta de al menos dos mil quinientos kilómetros! ¡Qué gran día para nosotros aquél en que, sabe Dios después de qué peripecias, plantaremos la bandera francesa en la fuente de esta cinta! El depósito del Sr. Pinelli domina el río. Siempre en compañía de su sobrino, un buen muchacho que me habla de su bello país, Córcega; me ocupo de mi correspondencia, de mi proyec­ to de diploma ensayo impresiones de flores o hago la copia de mi diario para mi her­ mano. Mientras escribo en la ventana que da al río, no lo pierdo de vista y me interrumpo a menudo para dibujar la llegada de una barca, de una curiara... ¿Cuál será la nuestra...? Uno o dos vapores, veleros o bellas barcas venezolanas, lanchas3 pintorescas, piraguas* encapuchadas con techo de hojas de palma alternan en el cuadro de la venta­ na que da al río. 185


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Hermosas curiaras indias, hechas de un solo tronco de árbol vaciado, están ama­ rradas bajo nosotros. Las dos extremidades, proa y popa, son como la punta de un elegante zueco de Bressane. Algunos indios caribes traen del interior productos que cambian o que venden en Bolívar para tener algún dinero; además, la ciudad los emplea en limpiar las calles, plazas. Tienen por todo vestido, pasada por la cintura, una simple banda de algodón azul marino, con una punta elegantemente echada al hombro; el resto del cuerpo, torso y piernas, está desnudo. Estos indios viven y acampan cerca de sus curiaras, en la orilla. Las mujeres hacen su limpieza y cocina en las rocas, a la sombra de los depósi­ tos que dominan el río. Pasé todo el trabajo del mundo tomando algunos apuntes a hurtadillas, tan salvajes son. Sin embargo, disimulando, pude capturar unas si­ luetas, entre ellas una india agachada tras una de sus compañeras buscando pio­ jos en su espesa cabellera negriazul y comiéndoselos. Algunas están desnudas con su paño azul. Para venir a la ciudad, se pertrechan de una gran camisa-falda roja, que sus promi­ nentes vientres levantan por delante. Es una ropa amplia que les cuelga, sin talla, plisada en línea recta con las axilas, mangas cortas, una especie de ancho cuello en pliegues cubre los hombros. La parte baja de la ropa está adornada con volantes de bandas amarillas, azules, verdes. Un pañuelo de varios colores está anudado graciosamente en la cabeza, en parte cae suelto sobre las espaldas. El color es muy apetecido por las mu­ jeres. Prefiero el azul marino que llevan los hombres. Algunos indios caribes viven permanentemente aquí. Al restaurante acude uno con su mujer; un día que llevaban carbón, ya que son carboneros, aceptaron posar el tiempo para un apunte. Estos indios son de suave trato, hablan bastante bien el espa­ ñol, son más o menos los únicos que buscan ponerse en contacto con la civilización. Pronto veremos otros, en su ambiente, todavía más típicos, quienes a diferencia de éstos no han sufrido cambios. A fin de mes pensábamos partir para el Caura en una curiara (barca hecha con un solo tronco de árbol vaciado), pero cada día hay cambios, modificaciones. Todos los días mi compañero conoce a alguien nuevo que le promete una curiara o una falca o una lancha, pero de todo eso no sale nada; quedamos en una expectativa febril. No hubiese creído que en una ciudad fluvial como ésta, fuese tan difícil procu­ rarse lo necesario para navegar en el río, es decir, una barca y una tripulación de marineros. ¿Será una cuestión de precio, de economía? Mi compañero no espera nada más del gobernador demasiado preocupado de su peligrosa situación; Chaffanjon espera otra ocasión74. 186


E N LA M A R IQ U IT A

1 DE J U N I O

La ocasión se presenta hoy en los rasgos simpáticos del general Molina75, goberna­ dor del Territorio del Alto Orinoco**. Llegado aquí en piragua, la pone a nuestra dispo­ sición para remontar el Orinoco. Quiere acompañarnos a las fuentes con una treintena de hombres; sólo busca la gloria y, en su entusiasmo, quiere —-dice él— , encargarse de todos los gastos. ¿Su oferta será la decisiva? Apuesto, moreno, de fisonomía muy abierta, aspecto decidido, entusiasta, encantador y cortés, el general Molina nos convida, con algunos clubmenh, a un sancocho de gallinaa. Almuerzo animado, se hacen proyectos suntuosos, se pronuncian varias alocuciones, brindis. Y, gracias a él, que designan Pre­ sidente, se funda definitivamente, bajo los auspicios de Chaffanjon, la primera Socie­ dad Científica y Geográfica de Bolívar, hermana menor de la de París. Someto mi proyecto de diploma que ofrezco graciosamente a la Sociedad. Es aceptado; antes de nuestra salida que esta vez me parece próxima, me apresuraré a ponerlo en limpio para que sólo falte mandarlo a París a grabar y sacar pruebas. Correspondencia, copia del diario, lectura, dibujos, esbozos del río y muchos ciga­ rrillos me permiten esperar menos febrilmente la partida. Por demás, no hay mal que por bien no venga; este retraso me ha permitido encon­ trar un procedimiento práctico para obtener impresiones de plantas, ya que no podré ciertamente dibujar todas las que quisiera. Después, muchos ensayos infructuosos con tinta de copiar, tinta china, mina de plomo, etc. Por fin tuve un resultado maravilloso con el negro de humo. Esta vez, si dificultades imprevistas me impiden dibujar y acuarelar las plantas que, al cogerlas, pueden ajarse y marchitarse rápido, tomaré im­ presiones y, con mis dibujos y acuarelas, regresaré aún con bellos y numerosos docu­ mentos para la fábrica de Lyon y la decoración. Ahora estoy tranquilo76. 10 DE J U N I O

Al fin tenemos embarcación para remontar el río, está lista y nos espera. El general Molina, obligado a ir a Caracas, nos la confía con su tripulación y las muchas mercan­ cías que la barca debe transportarle a San Fernando de Atabapo, sede de su gobierno. Debimos partir ayer, pero estando tan cercana la llegada del vapor correo Bolívar, lo hemos esperado hasta hoy. Y qué bueno fue, ya que no habría recibido una carta ines­ perada que quisiese siempre llevar en mí como precioso talismán, último pensamiento amigo, supremo y afectuoso consuelo77. ¡Bendigo nuestro retraso! Es media noche, sa­ limos por la mañana; tendré justo el tiempo de poner el diario en el correo, así como la respuesta a esta última caída del cielo. Hoy fue la precipitación para despedirse, preparar nuestro material, equipaje e ins­ trumentos. Hay que pensar en todo, dada la imposibilidad de procurarse en ruta lo que falte. No llevo más que una pequeña maleta, mis cartones y colores, mi baúl se queda 187


D IA R IO DE A U G U ST E M O R IS O T

én Bolívar, lo buscaré en diciembre, porque volveré... ¿no me protegen ángeles buenos? (Ahora que vamos a viajar en el río y llevar la verdadera vida de exploración, no podré enviarles más mi diario en cada correo. Quién sabe si podré hacerles llegar noticias mías durante el transcurso de nuestra exploración, ...también, por temor de que me ocurra alguna desgracia (no será) y que mi diario caiga en manos profanas, lo escribiré en modo telegráfico, justo para anotar los lugares y principales hechos del día, sin ex­ presar ningún sentimiento. No descubriré mi estado de alma, ya que si cae en las ma­ nos de mi compañero cuyo estado de alma y manera de ver son tan diferentes, podría no gustarle y no hacérselo llegar. Entonces, para evitar eso, me contendré y constreñiré en lo posible en mi relato del día. Tengo mucha esperanza. ¡Hasta la vista!

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N OTAS

Notas (a) En español en el original. (b) En inglés en el original. (c) En italiano en el original. (d) En latín en el original. (1) El interés de la Cámara era obtener motivos florales para la industria de la seda. (Nota de A. Morisot) (2) La adversa. (3) “La expedición debía durar 18 meses, a un lugar desconocido en condiciones muy difíciles y en compañía de alguien que no gozaba de la confianza de sus allegados”. Carta de Pauline Page. Fundación Cisneros. FM. IBHM. ítem N°-21-A. 06/02/1886. (4) Jacques Barthelemy (Adolphe) Appian, pintor lionés, alumno de Corot y Daubigny, padre de Louis, el mejor amigo de Morisot, también pintor, aguafuertista y fotógrafo. Ambos de gran influencia en su obra. (5) Pauline Page. Amaz, Jacques. 1989. Auguste Morisot (1857-1951). Un artiste explorateur. Voyage aux sources de L'Orinoque. Memoire de Maitrise. Instituí d’Historie de lArt. Université de LumiéreLyon-2. (6) Práctico, encargado de guiar el buque hasta el puerto. (7) (Nota de A. Morisot escrita en 1910). En 1887, los negros consiguieron detener la introducción de inmigrantes de la India a Martinica e hicieron repatriar a todos los que se encontraban allí en esa época. (8) Mariposa. (9) Esta y las menciones sucesivas a Bénonces y sus alrededores eran mensajes en clave para Pauline; fue allí donde se enamoraron y su lugar preferido para excursiones. (10) Volcán activo, que en 1912 destruyó Saint-Pierre, causando la muerte de miles de personas; Morisot guardaba recuerdos tan gratos de esta ciudad, escribiendo sobre ella en la prensa lionesa y conservó los recortes de prensa sobre la tragedia. Fundación Cisneros. FM. IBHM. ítems N° 12-A y 12-B. (11) La familia Page vivía en el No. 231 de esa calle de Lyon, que llevaba el nombre de la familia de la madre de Pauline. (12) Tourlourou, en el original. (13) Itourourou, en el original (14) Noirs en el original. (15) Négre en el original. (16) Noiren el original. (17) Noirs en el original. (18) Morisot tenía razón: esta vida espléndida se acabaría al llegar al Orinoco, donde pasaron infini­ dad de estrecheces a causa de la escasez de comida y la inclemencia del clima. (19) Así está en el original (52°C), aunque parece una temperatura excesiva; Morisot bien pudo haber registrado unas cifras correspondientes al momento de mayor calor en la isla. Hay que tener en cuenta que marzo es la mitad de la estación seca en el Caribe y si la temperatura media de Martinica fue 26°C en el año 2001, las máximas y mínimas pueden tener grandes diferencias. 189


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(20) Henry Page, hermano de Pauline, y Francois Joseph Guiguet, pintores lioneses, condiscípulos de Morisot en la Escuela de Bellas Artes de Lyon, Guiguet destacó también como dibujante y diseñador y trabajó en la Escuela de Bellas Artes de París. (21) Noirs en el original. (22) Noirs en el original. (23) Noirs en el original. (24) Noirs en el original. (25) Es posible, más bien, que estos disfraces de blanco, como ocurre en muchas otras fiestas similares donde el orden establecido se trastoca temporalmente, buscaran no parecerse a ellos, sino ridiculizarlos como miembros de la clase dominante. Las fiestas de Locos, Locainas y Zaragozas han servido históri­ camente como medios de representación de un determinado statu quo y como catarsis colectiva en sociedades fuertemente jerarquizadas. (26) Noirs en el original. (27) Sou Sou en el original. (28) La Boca de Dragos o Bocas de Dragón es el nombre dado al estrecho norte entre Trinidad y la costa de Paria por Cristóbal Colón en 1498. (29) Urbanité Municipale de París (servicio de recolección de basura). (30) Así en el original, es cock-tail. (31) Así en el original es establishment (32) En 1797. (33) El nombre se origina en una palabra árabe que identificaba los placeres y, por extensión, las perlas del golfo Pérsico en el siglo XV por lo cual, en agosto de 1498, Cristóbal Colón le dio este nombre al conocer la riqueza perlifera de la isla. (34) En realdad se trata de la Cordillera de la Costa, que recorre el litoral norte de Venezuela. (35) La Guaira era ya puerto en 1558; en 1589 el gobernador Diego de Osorio decreta las ordenanzas que habrían de regirlo. En este año, Simón de Bolívar “el viejo” llegó a Caracas procedente de Santo Domingo.

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(36) Construido entre 1880 y 1883 por un consorcio estadounidense-británico: “The La Guayra and Caracas Railway Company Ltd.”, bajo el segundo gobierno de Antonio Guzmán Blanco. (37) Hermosa plaza principal de Lyon, enorme espacio donde se hacían conciertos y representaciones teatrales. (38) Se trata del Cementerio de los Hijos de Dios, diseñado por Olegario Meneses para depositar los cuerpos de las víctimas de la epidemia de cólera que asoló Caracas en 1855; principal cementerio de Caracas hasta que fue clausurado en 1879, cuando se construyó el Cementerio General del Sur bajo el segundo gobierno de Guzmán Blanco. (39) (Nota de A. Morisot, escrita en 1910): “¡Pobre estudiante e ignorante pintor! Yo desconocía que Chaffanjon estaba en su auténtico papel de explorador hablando de negocios y ocupándose de minas de oro; yo, reacio a todo comercio, pensaba que nuestra misión era esencialmente científica y que toda intención industrial o comercial lo que hacía era rebajarla. En tanto que Chaffanjon, por el contrario, queriendo darle al comercio y a la industria las riquezas del subsuelo, como le aportaba a la ciencia y al arte las maravillas y las producciones del suelo que descubre, daba pruebas de ser un explorador consu­ 190


NOTAS

mado; el pobre pintor, lleno de prejuicios, desprovisto de sentido práctico, no veía sino el ideal de la exploración”. (40) Pudo tratarse de un pariente de la familia de Pauline, aunque no hay evidencia al respecto. Este Page sí viajó a Lyon y visitó a dicha familia. Carta de los Page. Fundación Cisneros. FM. IBHM. ítem N°. 19-C. 22/12/1886. (41) Sobre el carácter de Chaffanjon, véase nota del 26 de junio de 1886. (42) Morisot tenía razón aquí; en efecto, a pesar de haber suscrito un contrato notariado en París el 5 de febrero de 1886, en el cual los beneficios y los créditos producidos después de la expedición debían compartirse entre ambos exploradores, Chaffanjon obvió completamente a su compañero a la hora de los beneficios, conferencias, honores y publicaciones, sin tan siquiera invitarlo y mencio­ nándolo apenas. (43) La Orden del Busto del Libertador fue creada el 14 de septiembre de 1880 por el presidente Anto­ nio Guzmán Blanco, modificando la antigua Medalla de Distinción de una sola clase, creada el 11 de marzo de 1854. La nueva Orden tiene cinco clases y se decretó su otorgamiento por servicios prestados a la patria, la humanidad y la civilización de los pueblos. Está vigente y sigue siendo la condecoración más alta que otorga el Estado Venezolano. Pérez Tenreiro, Tomás. Condecoraciones Nacionales. Cara­ cas: Concejo Municipal del Distrito Federal, 1968. (44) Es interesante ver aquí la dependencia económica de Ciudad Bolívar con respecto a Trinidad, que hacía de intermediaria en el tráfico comercial entre Europa y Guayana, puerta para el sur y los llanos de Venezuela. (45) Así en el original. Llamados guaraúnos, guáraos, waraos. Habitan desde tiempo inmemorial el delta del Orinoco y regiones adyacentes. Navegantes, fabricantes de curiaras, son una cultura de ribera y humedales, pescadores y recolectores con agricultura incipiente. (46) Ala chien en el original. (47) Morisot se confunde al ver la choza ceremonial o “Casa del Canobo” ( Cuaijanoco, Jebu ajanoco), donde se guardaban los objetos sagrados y se almacenaba la yuruma o fécula de moriche para su repar­ to ritual, en ese entonces habituales en toda ranchería. Hoy prácticamente han desaparecido. (48) El Saona en el original (río de Francia). (49) Es el río Grande en la confluencia con el Manamo, pues ellos venían por el Macareo. (50) En español en el original. Se trata de los castillos de San Francisco, construido en 1678, y San Diego de Alcalá, en 1757. Allí estuvo la capital de la provincia de Guayana entre 1632 y 1764. Hoy, vecindario Los Castillos. (51) Tal vez en esa época Morisot pudo ver algunos río arriba. Hoy no suelen verse rancherías guarao más allá de Barrancas y Ciudad Bolívar. (52) Carlos, vicecónsul. Los Früstuck eran comisionistas y agentes de minas residenciados en la calle Constitución. Carlos, el vicecónsul francés, tenía una joyería y platería entre las esquinas de Venezuela y Miscelánea. Eran también dueños de la Fábrica de Dinamita Nobel. Sus privilegios consulares le fue­ ron otorgados por el Gobierno Nacional el 4 de marzo de 1884 y confirmados por decreto del Congreso Nacional del 4 de junio siguiente. El Heraldo. Ciudad Bolívar. N° 19.22/07/1887. ANH. Hemeroteca. (53) Nombrado cónsul en Ciudad Bolívar el 27 de enero de 1887, por el enviado extraordinario de la república francesa Theodore Thiessé. AHG. Relaciones Exteriores. 1887.5.1.13. (54) En el doble sentido de alcanzar las fuentes y la mano de Pauline. 191


D IA R IO D i A U G U ST E M O R IS O T

(55) Gran Hotel Bolívar. (56) Morisot debía cumplir con parte de su servicio en el tiempo que empleó en la expedición. A su regreso a Francia encontró que estaba acusado de desertor, pero pronto regularizó su situación. (57) Esta sociedad, inspirada por Chaffanjon y cuyo presidente sería el general Guadalupe Molina, parece que no pasó de su primera sesión. Fundada definitivamente el 6 de junio siguiente, fue la prime­ ra sociedad científica del país. (58) El gobernador José Solano y Bote efectuó la mudanza para el sitio de la Angostura del Orinoco en 1764. El nombre de Ciudad Bolívar le fue dado por decreto de la Asamblea Legislativa Nacional el 24 de junio de 1846. (59) Antonio Liccioni, emigrante de origen corso que llegó a Venezuela procedente de Colombia hacia 1865. Ganadero y empresario, su mina “El Callao” se convierte en la más productiva del mundo hacia 1881. Figura más destacada de Ciudad Bolívar, protegió y estimuló las actividades de los franceses en esa región y se dedicó también a negocios con la explotación de caucho y balatá. Cabrera Sifontes, Horacio. La Guayana del oro y don Antonio Liccioni Caracas: Ediciones Centauro, 1984. Era propieta­ rio de la firma Liccioni, Vicentini y Cía., que se dedicaba a exportaciones de productos del país y a importaciones de mercancías y efectos del extranjero. El Heraldo. Ciudad Bolívar: N° 44.23/08/1887. (60) Aunque en el original no se especifica, se refiere a dos millones de francos. (61) Morisot conservó una colección de aves que se perdió en la década de los treinta, cuando un profesor del colegio de su nieta la pidió prestada y nunca la devolvió. (62) Auguste Ravier, pintor paisajista lionés, de gran influencia en la obra de Morisot. (63) Coleóptero. (64) Se lo había regalado Pauline. Este almanaque permitirá a Morisot llevar el cómputo correcto en su diario, a diferencia de Chaffanjon, con cuya obra presenta discrepancias en las fechas. (65) Se adelanta Morisot a Julio Verne, quien describirá este puente y este ferrocarril como una reali­ dad en su novela El soberbio Orinoco, publicada en 1898 y que se basó en el relato de Chaffanjon. Esta predicción debió esperar ochenta años para hacerse realidad: el Puente Angostura fue inaugurado el 6 de enero de 1967 y el ferrocarril no es hoy ni siquiera un proyecto. (66) (Nota del traductor). Pájaros muy apreciados en Francia. (67) Antonio Liccioni. (68) Los hijos de Antonio Liccioni, Julio, Leopoldo y José Roberto, asociados con Eduardo Demóstenes Villegas, habían comprado La Aurora, antes llamada Santa Rita, el 22 de enero de ese año, junto con los hatos San Felipe y Tócoma. Villegas, casado con Natalia, hija de don Antonio Liccioni, era el administra­ dor. La Prensa Liberal. Ciudad Bolívar: N°. 225.13/04/1886 y Cabrera Sifontes, H. Op. cit., pp. 12-13. (69) Atrium en el original. (70) Maestro del arte de la mesa, gourmety famoso chefen la Francia del siglo XVIII. (71) A esta actividad se la conoce con el nombre de “toros coleado^” y es muy común en Venezuela, donde tiene lugar hoy en casi todas las fiestas de los pueblos del interior del país. (72) Se trata del auténtico ture, butaque o putaque indio que los ebanistas caraqueños del siglo XVI convirtieron en pieza clave del mobiliario criollo y que sería luego exportado a Europa. Contribución venezolana al mobiliario universal. Duarte, Carlos F. Muebles venezolanos. Siglos XVI, XVII y XVIII. Caracas: Grupo editor, 1967.

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N O TA S

(73) Curiara, embarcación hecha con el tronco ahuecado de un árbol. Piragua se denomina las más grandes embarcaciones, y cuando se le añaden tablas a los costados, para hacer las bordas más altas, se las llama falcas. (74) Es muy posible que la causa de las dificultades que los exploradores franceses tuvieron para en­ contrar una embarcación con tripulantes, fuera lo adelantado de la estación de las lluvias. Como ellos mismos lo van a experimentar después, a partir de mayo la crecida del Orinoco hace casi imposible la navegación en contra de los vientos y de la corriente. Ese año, al parecer, según dice el propio Morisot, la estación de las lluvias había empezado a principios de mayo (véase anotación en el Diario del 24 de mayo). (75) Guadalupe Molina. Gobernador interino del Alto Orinoco entre 1886 y 1887. (76) Este párrafo parece indicar que, después de todo, los dibujos de Morisot tenían siempre como destino final la industria de la seda lionesa. Una carta posterior de Pauline sugiere que ambos contaban con los beneficios que ello le pudiera reportar a su regreso. (77) Recibía Auguste la carta de Pauline del 6 de febrero de 1886. Fundación Cisneros. FM. IBHM. Item

N°-21-A. 0 El cuadro al que se refiere Morisot representa el acto protocolario llevado a cabo el 5 de julio de 1811, cuando se proclama la Independencia de Venezuela; se titula La ñrma del Acta de Independencia y fue concluido en 1883. La referencia de Morisot a unos inexistentes “Estados Unidos de América del Sur” se debe, con toda probabilidad, al hecho de que para el momento en que él lo ve, Venezuela llevaba el nombre oficial de “Estados Unidos de Venezuela”, denominación instituida en la Constitución de 1864 y que se mantuvo hasta que la Constitución de 1953 restituyó la de “República de Venezuela” que había tenido entre 1830 y 1863. (**) El Territorio Federal Alto Orinoco fue creado el 20 de diciembre de 1880, segregando del Territorio Federal Amazonas la parte correspondiente al curso alto del gran río, entre los raudales de Atures y la sierra de Maigualida; abarcaba, por el Oeste, hasta el nacimiento del río Codiari, hoy Colombia; su capi­ tal sería San Fernando de Atabapo. El 23 de octubre de 1893 desapareció como entidad, reintegrándose al Territorio Federal Amazonas. ' Morisot dividió su diario en tres “tomos”; sin embargo, aquí en lugar de tomos hemos considera­ do tres partes.

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“Sabana” Lápiz sobre papel beige • Mayo de 1886


PARTE IP PARTIDA DE C I U D A D BOLÍVAR HACIA EL ALTO O R I N O C O (CA1CARA. ATURES, MAIPURES, SAN F E R N A N D O DE ATABAPO. PIEDRA D A N AC O)

Del 11 de junio de 1886 al 19 de noviembre de 1886


“Evitando el naufragio” Lápiz sobre papel • Junio de 1886


Al ver cosas inacabadas o muy imperfectas, los que vean mis estudios no tendrán ni idea de la dificultad de mi situación, de los inconvenientes y padecimientos durante su ejecución. Pero me río de los críticos y gustoso los enviaría al Orinoco a dibujar en las mismas condiciones que tuve que soportar. Auguste Morisot, 4 de julio de 1886


12 de junio, mañana, reflexión" Lápiz sobre papel beige • 1886


LA PARTIDA DE CIUDAD BOLÍVAR HACIA EL ALTO ORINOCO

11 DE J U N I O DE 1886, SEIS DE LA M A Ñ A N A

Nos embarcamos en la falca del general Molina, atestada de mercancías destinadas a San Fernando de Atabapo; es una pesada embarcación de fondo plano de unos siete a ocho metros de largo y aproximadamente dos de ancho con una tarima apropiada para que los marineros maniobren. La parte delantera está al descubierto y la parte de atrás está cubierta por una carrozaa, techo o capota semicircular hecho de hojas de palmera, bajo el cual están apilados los sacos y cajas de mercancías. Encima de éstos y a la mano, colocamos nuestro ligero equipaje, maletas, material de dibujo, instrumentos, fusiles y un teodolito. Como ven, no se trata de una curiara, que es una embarcación hecha con un solo tronco de árbol ahuecado; la que debía suministrarnos el Gobernador de Bolí­ var no llegó nunca. Esta la pusieron amablemente a nuestra disposición por estar ya lista, pero como está muy cargada, nuestra instalación es bastante incómoda. ¡Qué más da!, viviremos bajo esta carroza, bajo este techo donde no se puede estar sino en cuclillas o sentado entre el amontonamiento de mercancías, instrumentos y utensilios con los riñones aporreados por alguna caja. Por lo tanto, preveo largas noches en el futuro cuando las lluvias próximas nos obliguen a refugiarnos bajo techo. ¡Ya veremos! La tripulación está compuesta de seis hombres: cinco en la proa y el capitán al ti­ món, sobre la plataforma de atrás. Con nosotros dos, hacemos ocho mozos de buen apetito que no se van a contentar con promesas. Además de provisiones de arroz, café, azúcar y galletas, llevamos carne seca, una vaca entera cortada en tiras y un centenar de latas de conserva. Atravesamos el Orinoco frente a Ciudad Bolívar, que se divisa como un anfiteatro, y atracamos en Soledad. Visita rápida al pueblo de una cincuentena de casitas, pareci­ das a las de los aledaños de Ciudad Bolívar y unos trescientos o cuatrocientos poblado­ res. Observaciones con el teodolito. Regreso rápido a bordo para hacer un apunte de la ciudad en forma de anfiteatro.


D I A PU O D E A U G U S T E M O R I S O T

Volvemos a atravesar el río y vamos bordeando la margen derecha de orillas abrup­ tas y rocosas. A las once desembarcamos en una playa rocosa para preparar el aim uerzcf. Mientras hacemos las mediciones y estudios, cada uno por su lado, los hombres prepa­ ran la comida. Cada cual con su tarea. Unos transportan a tierra los rudimentarios enseres culinarios del nómada: una ollita para el café, otra más grande para la carne del sancocho, una damajuana para sacar agua, unos tazones pequeños y dos platos para Chaffanjon y para mí. Otros van a buscar las piedras de base y la leña para la fogata. Como la tripulación, incluyendo al capitán, son nuestros asalariados, nos atienden como verdaderos sirvientes. Café antes y después del almuerzo, como aperitivo, digestivo y nutritivo. Carne seca asada y galletas. El calor es agobiante y terrible el reflejo del sol sobre las rocas desnudas: pasamos dos horas penosas. En cuanto terminamos el segundo café, los hombres transportan en un santiamén los utensilios culinarios a bordo y zarpamos. Costeamos la margen derecha. Nos cruza­ mos con árboles muertos llevados por la crecida; pasan amenazadores como mons­ truos apocalípticos alzando desesperadamente sus miembros descarnados cual largos tentáculos listos para atraparnos al pasar. Frente a la isla de Orocopiche, un fuerte chorro? (corriente; boca de un caño o quebrada que desemboca en el río y crea una corriente muy fuerte). Es un lugar que presenta mucha dificultad: no hay brisa y se hace imposible atravesarlo con la vela o con los canaletes?. Es necesario usar cuerdas y... halar. Es una posición peligrosa; la falca está demasiado cargada y para aligerarla, en previsión de un posible naufragio, se descargan las provisiones y las cajas más grandes y luego... manos a la obra... Completamente desnudos, la tripulación hala y hala con cuerdas, a veces con el agua casi hasta los hombros. Por fin, después de una hora de esfuerzos pasamos la peligrosa corriente, no sin antes haber estado a punto de volcar varias veces. Como la brisa sigue sin aparecer, los hombres echaron mano de los canaletes, re­ mos pequeños usados con las dos manos que accionan en cadencia: “...un, dos; un, dos. Bordeamos bosques que la creciente ya ha empezado a inundar. En las márgenes aún no anegadas hay caimanes tomando sol, muchas garzas! blancas y grises, unos marabúes enormes que parecen tener la estatura de un hombre. Por encima de nuestras cabezas pasan chillando bandadas de pericos. A las seis desembarcamos en una ribera arenosa propicia para pasar la noche. En algunos árboles diseminados colgamos las hamacas. Lo primero que hacen los marine­ ros al poner pie en tierra es buscar leña seca para la fogata y no les cuesta mucho en­ contrarla: por todas partes, aun en las márgenes más desnudas, hay detritus, hierba seca, ramas, troncos enteros dejados por las crecidas anteriores. Ya encendido el fuego, echan la carne seca sobre la llama y la voltean con una vara, y en pocos minutos está lista la comida; el café lo hacen al mismo tiempo. Un marinero nos sirve la cena en la 20 0


LA P A R T ID A DE C I U D A D B O LÍV A R H A C IA EL A LTO O R I N O C O

cama, es decir, en nuestras hamacas. Los hombres extienden sus mantas en el suelo, bajo nuestros pies, pues prefieren dormir en la arena antes que balanceados en un chin­ chorro. Sopla una brisa bastante fuerte, muy agradable que nos compensa del calor del día. Hermoso claro de luna: hago un apunte en la rubia y envolvente claridad. ¡¡Releo mis cartas!! y tardo mucho en dormirme. 12 DE JU N IO

Como sopló brisa toda la noche, no hubo mosquitos afortunadamente. Una noche fresca, muy buena. Café en la madrugada; izan la vela de inmediato para aprovechar la brisa. Mientras la brisa nos favorece, la falca boga lentamente y los marineros descan­ san sentados al frente. Uno de ellos toca un cuatro1, especie de guitarra de cuatro cuer­ das. Los otros, mecidos por las aguas y la tonada, parecen estar bajo el influjo del encanto de esa dulce mañana de íamiente. Pensativos y silenciosos, contemplan la corriente del río y los esfuerzos que se ahorran. Desembarcamos en una ensenada a la que domina una cabaña de lo más pintores­ ca: El Carito. Está construida sobre una roca y bajo la sombra de árboles gigantescos cuyas raíces están adheridas al peñasco. Acampamos al pie del peñasco en la orilla del río. El dueño de la cabaña nos informa que hay venados1en la cercanía y Chaffanjon se va a cazar. Trae de vuelta uno para el almuerzo, pero con el apetito de los marineros, no nos durará ni para tres comidas, es increíble cómo comen. Un caimán grande tomaba sol a unos treinta metros; tres balas contra el cuero lo hicieron saltar al río como impul­ sado por un resorte. Era un hermoso espécimen, pero nos fue imposible arrastrarlo hasta la orilla. Al mediodía, el dueño de la cabaña nos ofrece llevarnos a la hacienda del general Alfaro, a unos tres cuartos de hora a caballo. Como aún los mandados más cortos se hacen aquí a caballo, muía o burro, pone amablemente a nuestra disposición dos bu­ rros, ya que no tiene otras monturas. Nos reciben como reyes; la casa es cómoda, hasta lujosa... Nos ofrecen coñac del mejor. Al General lo llena de orgullo y contento hacernos visitar Los Palos Grandes, su hermosa propiedad de cría y cultivos. Como en la hacien­ da La Aurora, hay un gran corral para encerrar el ganado: es un cercado hecho con troncos de árbol del grosor de un cuerpo humano. Había caballos aún no domados y muchos burros y borricos. Quizá uno de los burros que dibujé en Ciudad Bolívar venía de Los Palos Grandes o de El Carito cargado de productos. Refugiado bajo un techado durante un chubasco, esbozo uno de ellos bajo la lluvia, junto a una carreta rústica de grandes ruedas. Vastos sembradíos de caña de azúcar bordeados de plátanos, cocoteros y palmas de todo tipo. Campos de yuca, una planta de jugo venenoso que los indios usan para envenenar sus flechas2. De la raíz de la yuca se extrae una harina muy nutritiva con la que se hace una especie de pan redondo, el 201


A “Trapiche” Pluma y tinta negra en papel -13 de junio de 1886


LA P A R T Í D A D E C I U D A D B O L ÍV A R H A C Í A E L A L T O O R I N O C O

cazabe, que es el pan de los indios. De la harina de yuca se saca la tapioca3, pero sólo en las regiones donde hay exportación; aquí no hay industrias. Hago un rápido apunte del trapiché1, la prensa de la caña de azúcar, un ingenio simple, primitivo, pero muy bien pensado. En la tarde, al regresar el ganado al corral, nos traen calabazas de leche espumosa. Los Palos Grandes me recuerda a La Aurora, bella hacienda muy bien mantenida. Con los ranchos de las dependencias que la rodean, parece un gran caserío de techos de paja donde, como una gallina con sus polluelos, domina la casa del amo, verdadero se­ ñor del lugar. El general Alfaro, simpático caballero de unos cuarenta y cinco a cincuen­ ta años, alto, enjuto, bronceado, inteligente, activo y enérgico, me parece el hombre indicado para llevar con bien una propiedad de la importancia de Los Palos Grandes. Nuestro amable anfitrión se empeña en que nos quedemos hasta el día siguiente y para inducirnos nos muestra dos lujosos chinchorros listos para recibirnos. Cena a la venezolana, todos los distintos platos a la vez en la mesa y, como pan, bollitos de maíz cocidos o cazabe. Nuestro anfitrión y su esposa, encantadores, pasamos una velada deliciosa; luego, colgamos las hamacas en el corredor o pórtico que rodea toda la casa, como en La Aurora. 13 D E J U N I O

Chaffanjon fotografía Los Palos Grandes y el trapiche. Entretanto, yo dibujo cui­ dadosamente los detalles del interior del ingenio, interesante documento etnográfico: dos bueyes accionan tres grandes cilindros verticales de madera entre los cuales aplas­ tan la caña. El jugo de caña no se compara con nuestro pichenet. Hago apuntes de los peones, de jóvenes indios y de niños desnudos. Después de un agradable almuerzo, el General pone amablemente a nuestra dis­ posición dos caballos para el regreso al campamento; el día anterior, nuestro guía se había llevado de vuelta a El Carito nuestras dóciles monturas. Haciendo votos por nuestro éxito y buena fortuna, la gentil señora de Alfaro nos da un saco donde hay dos grandes quesos. Nuestro anfitrión se empeña en acompañarnos hasta la em­ barcación. Nunca olvidaré Los Palos Grandes ni la acogida real que allí nos brinda­ ron. El general Alfaro, como el general Villegas, caracterizan la generosa hospitalidad venezolana. Imposible zarpar, no sopla brisa alguna. Un espléndido crepúsculo: pinto una acuarela y evoco el nombre del gran acuarelista Ravier: sólo él sería capaz de cap­ tar este fugitivo y maravilloso espectáculo. Aprovechamos el amable ofrecimiento de colgar nuestras hamacas en la cabaña de El Carito. De buenas nos libramos: llovió toda la noche. Los hombres de la tripulación están empapados. Ya nos toca­ rá a nosotros. 203


D IA R IO D £ A U G U S T E M O R IS O T

14 DE JU N IO

Amanecer digno de Ravier. Como todavía no hay brisa, me adentro en el bosque. Estudio plantas al pie de cactus gigantescos. Por fin, después del almuerzo, se siente una ligera brisa. Recogemos rápidamente la ropa que habíamos lavado y puesto a secar sobre unos arbustos, expresamos nuestros mejores votos a nuestros buenos anfitriones de El Carito y alzamos el ancla. Nos dirigimos a la isla Bernabela, al fren­ te de nosotros, y la bordeamos. Me instalo adelante con mi sombrilla de pintor: ¡un bonito cuadro! El viento desaparece bajo un sol tórrido y tenemos que desembarcar en la isla bajo una invasión de mosquitos. Todo el mundo se agita, lucha, no se oyen más que palabro­ tas, carajos3, y manotadas en la cara, los brazos, el cuello, el torso desnudo de los hom­ bres. Qué suplicio el de esos bichitos horribles: parece inocuo pasar tanto trabajo por cosas tan diminutas. Y además de los dardos envenenados de los mosquitos y la plaga, nos devoran unas moscas microscópicas que en vez de dardos usan ventosas y cada succión, a la vez que produce una picazón insoportable, hace aparecer en la piel una gotita de sangre, de modo que las manos, las muñecas, el cuello y la cara se cubren no sólo de picaduras blancas producidas por la plagaay los puyones1, sino también de una infinidad de puntitos rojos que debido a su abundancia llegan a producir una costra, obra de las horribles mosquitas. Es imposible evitar estas picaduras. Para protegerme las manos cuando pinto trato de usar, a guisa de guantes, un par de calcetines a los que les be hecho huecos para los dedos, pero me resulta incómodo y poco práctico, así que me resigno a dibujar sin ellos. Después de esperar que soplara brisa haciendo café, nos apresuramos a aprovechar un vientecito fresco que, en pocos minutos, bincha nuestra vela y avanzamos como un vapor. Se oía la tempestad que llegaba de lejos, de muy lejos; la oíamos rugir en los bosques que bordean la margen del río y arrojarse sobre noso­ tros con un ruido inmenso, como un tren mugiente que avanza a toda velocidad. El chubascoa, la borrasca, seguía cobrando fuerza y levantaba un fuerte oleaje que amena­ zaba con hacer zozobrar la falca demasiado cargada, de modo que abordamos la ense­ nada más cercana. Amarramos no sin dificultad bajo una lluvia diluviana. Los hombres colocaron la vela adelante como una tienda de campaña y esperamos el fin de la tem­ pestad tendidos sobre las tablas del frente con la mirada puesta en el lúgubre resplan­ dor del sol poniente que dibujaba nubes fantásticas en el cielo. Antes de que cayera completamente la noche, del lado contrario a la puesta de sol, pudimos presenciar una maravillosa aurora boreal: unos rayos de un gris oscuro azulado atravesaban un arco iris en cuyo interior había un semicírculo luminoso; todos los rayos oscuros producidos por las nubes de lluvia se dirigían al centro del círculo luminoso y después de atravesar el arco iris se confundían con el círculo. Me resultó espléndido y muy curioso, además, dada la situación. 204


L A P A R T I D A DE C IU D A D B O L ÍV A R H A C IA E L A l.T O O R IN O C O

Mientras los hombres cantan, o más bien tararean, acompañándose con el cuatro, cada cual se entrega a sus propios pensamientos... Por fin aparece la luna. Una brisa suave se alza después de la tempestad, así que izamos la vela para llegar a un lugar propicio para colgar las hamacas. ¡Qué noche pasamos entre dos árboles: prácticamen­ te devorados por los mosquitos! ¿Por qué no tenemos mosquiteros como los hombres de la tripulación? 15 DE J U N I O

Dejamos la isla Bernabela a la derecha. El río es anchísimo. Bordeamos los bosques inundados y pasamos junto a los primeros árboles sumergidos. Quedamos ensartados entre troncos y ramas de todo tipo. Entonces los marineros se arman de palancas1(lar­ gas pértigas puntiagudas) y de garabatos4 (largas varas con gancho), y mientras unos empujan con las palancas para despejar la embarcación, los otros, a estribor, engan­ chan las ramas con los garabatos y la hacen avanzar a fuerza de músculo. Ofrecen un espectáculo hermoso y pintoresco al realizar esta labor. Toda la mañana, sin brisa, los marineros remontan el río enganchándose de los árboles con sus dos primitivos instrumentos. Entre nosotros, éstos son reemplazados por uno solo: el arpón. A la una llegamos al pequeño puerto de Almacén. Una edifica­ ción domina desde la alta orilla, y hay que subir hasta allí para avizorar el caserío, com­ puesto de unas diez casitas, cuatro a cada lado de un camino bastante ancho y unas pocas más dispersas por los alrededores. Después de hacer observaciones con el teodolito, al igual que un plano de las mon­ tañas circundantes, como soplaba una ligéra brisa quisimos alzar el ancla, pero no ha­ bíamos contado con que los hombres, como todos los marineros que hacen una escala, no tenían otro deseo que quedarse a pasar la noche allí, esperando que, según la cos­ tumbre, organizaran un baile para ellos. De modo que de la manera más lenta posible hicieron el simulacro de izar la vela, pero al decaer la brisa hubimos de quedarnos. ¡Qué alegría! En un santiamén extrajeron de sus bolsos unos estupendos trajes negros, y vestidos, o disfrazados, de verdaderos caballeros, desaparecieron entre las casitas del pueblo. Pobres de nosotros con nuestras casacas de franela ya en estado lamentable: no hacíamos muy buena figura. Sin embargo, los hombres regresaron pronto muy desilu­ sionados: no hubo baile. Chaffanjon toma una foto de la falca y yo hago algunos apuntes. En la noche hici­ mos la cena a la luz de las antorchas, ramas secas untadas de grasa. Un ambiente mági­ co sobre un fondo oscuro del que sobresalían, luminosas, dos o tres ramas tortuosas y una malla de oro, un borde luminoso dibujaba la silueta de los hombres que formaban un grupo fantasmagórico. Como no había piedras en los alrededores, hincaron en la tierra tres palos en forma de triángulo sobre el cual pusieron la olla. El cielo está muy 205


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ru ‘Amanecer en el Carito” Grafito sobre papel • 13 de junio de 1886


LA P A R T ID A D E C I U D A D B O L ÍV A R H A C I A E L A L T O O R I N O C O

encapotado e incierto y aceptamos el ofrecimiento de una cabaña acabada de cons­ truir y aún deshabitada; por fin pasamos una buena noche, sin mosquitos. 16 DE J U N I O

A las cinco de la mañana del día siguiente atravesamos el caserío con nuestras ha­ macas y mantas; es una situación cómica que recuerda la mudanza de Guiñol5. Después del almuerzo (desayuno) partimos rápido para aprovechar la brisa que se levanta. Por querer terminar un estudio de flores, almuerzo solo a bordo prosiguiendo con mi dibu­ jo. Los hombres traen a bordo un nidito de colibrí del tamaño de media cáscara de huevo de gallina; contiene dos pichones ya a punto de alzar el vuelo, del tamaño de un saltamontes, y los marineros se turnan para darles agua con papelón6. Resulta conmo­ vedor ver unas criaturitas tan graciosas entre las manos toscas y oscuras de estos semisalvajes no desprovistos de sentimientos, sin embargo. Dos de ellos son mestizos de indio y negro, zambosa, los otros son racionalesa, venezolanos blancos, aunque ellos también tienen sangre india en las venas. Los conquistadores, antaño, se negaban a conceder un alma racional a los autóctonos de las Antillas y de Tierra Firme. Estos peones marineros son seres primitivos, de aspecto dulce, serviciales, pero ladrones de todo lo que se consume, en especial aguardiente. Como la corriente es menos fuerte por la margen izquierda, atravesamos frente a Almacén. Algunas riberas arenosas se extienden frente a los bosques. La brisa cesa de repente y avanzamos con las palancas. Encallamos varias veces. Armados de machetes (un regalo de nuestro buen amigo el señor Dalton, indispensables para abrirse camino entre la maleza), Chaffanjon y yo nos adentramos en el bosque con nuestro fusil. Reco­ mendación para no perderse: romper ramas al pasar y tallar señas en los troncos de los árboles. Nos adentramos, machete en mano, en una maleza impenetrable que se vuelve a cerrar sobre nosotros sin cesar. Confieso que pese a todas las precauciones para seña­ lar el camino, me habría costado mucho, si hibiese estado solo, regresar al punto de partida. No vimos nada para cazar. A las siete, cenamos, no teníamos nada en el estómago desde la mañana. Esperan­ do la brisa, prendemos fuego a un tronco de árbol seco caído sobre la playa de arena que nos separa del bosque. Efecto mágico. De pronto, de la otra margen del río, más allá de la línea sombría de las colinas lejanas, un globo de fuego, partido por una nube, se alza lentamente proyectando hacia nosotros un ancho surco de luz. La vela, inmóvil hasta entonces, se balancea ligeramente y se hincha de pronto; nos lleva a otra ribera donde quizás habrá menos mosquitos. ¡Qué noche tan hermosa! Echado sobre la ca­ rroza y con la mirada perdida a lo lejos... muy lejos... uno se deja mecer por el suave balanceo de la falca. Los marineros descansan, la brisa a la que tanto invocaron, los alivia por un rato. Un dulce momento de reposo. 207


A “15 de junio por la mañana” Grafito sobre papel beige • 1886


LA P A R T ID A D E C iU D A D B O L ÍV A R H A C IA EL A L T O O R I N O C O

Navegamos frente a riberas muy variadas y pintorescas. A los lugares planos y are­ nosos les siguen márgenes accidentadas pobladas de árboles gigantescos. Bajo la mira­ da fría de la luna cobran formas extrañas y monstruosas. Todos miran, pero a menudo sin ver, pues cada cual contempla su cielo interior nadando en el río de sus pensamien­ tos... El azul de la atmósfera, la luz acerada, la calma circundante, la sombra misteriosa del bosque profundo, móvil y cambiante, la dulce brisa, el silencio... todo esto nos pene­ tra. Después del acostumbrado esfuerzo ruidoso de los marineros, nos parece que la falca está encantada y que su vela, como un ala blanca, nos lleva a un país de ensueño... Y las siluetas desfilan ante la mirada contemplativa y soñadora que deja de verlas, pero cuyo encanto envolvente la afecta y de ella guarda su reflejo, su misterio. ¡Qué sereni­ dad, belleza y grandeza en esta inmensa naturaleza! ¡Qué pequeño es el hombre en medio de ella, pese a creerse tan grande! No encontramos un lugar propicio donde desembarcar, así que echamos el ancla. Pese a la claridad inmensa de la luna se distingue apenas la otra orilla del río: es un verdadero mar. Envueltos en nuestras mantas dormimos junto a los hombres sobre las tablas; primera noche que no dormimos en hamaca. 17 DE J U N I O

Nos despertamos ante la isla del Venado con una gran brisa y de inmediato levan­ tamos el ancla. Luego, los hombres hacen el café en un vasto banco de arena en medio del río. En esta capa blanca se pueden leer como en un libro los nombres grabados por los visitantes de paso: escriben de todo y hay dibujos admirables. Se pueden leer las ondas del viento, los rastros de los insectos y de los reptiles, las patas de pájaros gran­ des y pequeños, las huellas de animales de todo tipo, extraños jeroglíficos entrecruzados. Desgraciadamente nuestros pasos borran y perturban este bello decorado, dejando profundas sombras azules, verdaderas manchas de tinta en esta nieve de arena, cru­ jiente y sedosa como papel de china... 52 grados ¡qué calor! Bordeamos la orilla. Vanamente, los hombres, de frente al levante y con las dos manos como altavoz, conjuran la brisa: en vano la invocan, la imploran, silban a todo pulmón... es el barinés7, viento contrario, del Oeste, el que se alza. Entonces, a regañadientes hay que avanzar con la palanca y el garabato, engancharse de los troncos de árbol y de las ramas de la orilla o que emergen de la superficie del agua. Es cierto que es muy penoso, y comprendo su disgusto, cuando la más ligera sonrisa de la brisa po­ dría aliviarlos de tanto trabajo y tantos gritos. La orilla, a todo lo largo, está llena de grietas y quebrada en barrancos. Como la crecida del río mina y socava los bordes, despejando las raíces de los árboles, éstos caen bruscamente en el Orinoco con un ruido inmenso. ¡Ay de la falca que pase en ese mo­ mento! De esos árboles sumergidos, medio ahogados, y de sus ramas, se aferran los 209


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íTi¿ "16 de junio por la noche" Grafito sobre papel beige • 1886

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LA P A R T ID A DE C IU D A D BO LÍV A R H A C ÍA El. A LT O O R I N O C O

marineros para remontar la corriente cuando falta la brisa. Pero no avanzan así mucho tiempo, parece que nacieron cansados, como Guiñol. A propósito, les pido disculpas por mi letra, escribo bajo la carroza, mientras navegamos. Cuando avanzamos a la vela, no hay demasiadas sacudidas, ¡pero no es igual cuando los hombres hacen avan­ zar la falca con la palanca! ¡Y pensar que hasta dibujo así! Desde Ciudad Bolívar, no he perdido el tiempo y si sigo así voy a tener un hermoso álbum. Al ir avanzando, le voy tomando más gusto a esto; es mucho más variado y menos monótono que en Ciudad Bolívar. En la tarde (no confundir con después de almuerzo) nos detenemos en Guasarapa, un pequeño caserío anidado a la orilla de un bosque. Un árbol majestuoso domina la ribera. Quizá la próxima crecida socavará sus raíces y el gigante caerá al río. Aquí el Orinoco tiene un promedio de tres kilómetros de ancho. Dos curiaras pequeñas enca­ llan cerca de nosotros. Nos devoran los mosquitos. Velada desagradable. Pasamos la noche sobre las tablas de la embarcación. Mucha humedad y un fuerte chubasco. Nues­ tras mantas quedan empapadas. 18 DE J U N I O

Pasamos frente a Borbón, un pueblo poco más importante que Almacén. Chaffanjon le dispara a unas toninas (especie de atún del grueso de una marsopa que no teme luchar con un caimán)8. A la una, nos detenemos en la isla Papona, casi desnuda. Sobre los bancos de arena blanca repta una especie de baña de hojas lanceoladas, cuyo tallo se mezcla artística­ mente con los jerogbficos de las huellas y trazas iguales a las que vimos ayer. Sobre esta arena blanca, dorada, tan luminosa que refleja la luz, el calor es terrible. Unas ocas salvajes de alas azul oscuro alzan el vuelo ante nosotros. Unas iguanas3(lagartos verdes de unos sesenta centímetros de largo) huyen por todos lados, caen de los árboles como masas gelatinosas y corren a velocidades vertiginosas. Vemos huellas de un tapir. Tarde excepcionalmente caliente. Visitamos la isla para cazar. Hay una laguna en el centro rodeada de juncos y maleza. Vemos caimanes y garzas casi del tamaño de un hombre asoleándose en la orilla. No hay un solo arbusto en esta arena, nada que pueda ocultar­ nos. Pero no nos hacen caso: las garzas alzan el vuelo tras las ocas salvajes hacia el otro lado de la laguna y los caimanes se sumergen en su elemento líquido. Sería inútil dispa­ rarle a una presa que no se puede ver. Habría que atravesar la laguna a nado, cosa nada prudente por la cantidad de caimanes. Nos sorprende una fuerte tempestad. Hacía demasiado calor. Quedamos empapados. Con dificultad hincamos palos en la arena mojada para colgar las hamacas. Algunos hombres duermen sobre la arena húmeda y otros a bordo. 211


D I A R I O D I: A U G U S T E M O R I S O T

El conjunto de las dos hamacas y las mantas, abrigos y ropa mojada colgados de ramas de arbustos dispersos bajo el claro de luna conforman un cuadro de lo más pin­ toresco. ¡Noche deliciosa después de la tempestad! ¡Me asaltan los recuerdos, las re­ flexiones!... Tardo muchísimo en dormirme. Nada de mosquitos, pero sí, en cambio, hormigas bastante feroces. En cuanto a uno lo pica uno de esos bichitos infinitamente menudos, un escalofrío recorre todo el cuerpo, es inaguantable... no queda más que despojarse de toda la ropa. 19 DE JU N IO

Nada de brisa en la mañana. Hacemos observaciones con el teodolito. Cazamos y recorremos la isla con un marinero. Del lado opuesto a nuestro campamento, el Orinoco es muy ancho. Bancos de arena que las ocas salvajes vuelven azules, pero es imposible acercarnos, estamos demasiado expuestos. Al regreso, tuve la fortuna de sorprender a tres imprudentes ocas a unos cuarenta metros. Pude abatir una reptando por la arena e hicimos un sabroso sancocho. Por fin la brisa. Recogemos rápidamente nuestras cosas y dejamos la islita de Papona donde evoqué a Robinson, sobre todo cuando caminábamos descalzos por los bancos de arena plateada que, después de la tempestad, habían quedado lisos como nieve re­ cién caída; sólo nuestros pasos dejaban manchas oscuras azuladas sobre la extensión inmaculada. En el horizonte, el río se confunde con el cielo y se ven algunas islitas lejanas. ¡Cuánta agua! ¡Cuánta agua!, diría Mac-Mahon. Me olvidé de comentarles que uno de los marineros había desaparecido tres días atrás. Acaba de unirse de nuevo a nosotros. Con la complicidad de la tripulación, se apoderó de una curiarita3y huyó para no comprometerlos. ¿Con qué fin? ¿Sería para desertar después de habernos robado? Tendremos que estar vigilantes, aunque quizá nuestra aprensión no tenga fundamento. Los hombres son serviciales y parecen alber­ gar por nosotros un respetuoso temor, pero ¡quién sabe lo que hay dentro de esas cabe­ zas!... Aunque besan a menudo las medallas que llevan y los escapularios suspendidos al cuello con una cuerda, nuestra confianza no debe dormirse. A las dos de la tarde llegamos a la desembocadura de río Aro, en la otra ribera. Dos curiaras más se nos acercan. Avanzamos con la palanca; los hombres rivalizan en velo­ cidad y se estimulan, pero aquello no dura mucho, los nuestros pierden pie y nos vemos obligados a echar el ancla cerca de una selva virgen llena de mosquitos. Mientras yo dibujo, Chaffanjon se adentra en la selva y trae de vuelta un paují, un pájaro de cabeza negra y torso blanco del tamaño de un pavo. Los hombres hacen un sancocho muy apreciado aquí. Lluvia torrencial. La noche es memorable: imposible dormir. Todos agachados, la tripulación y nosotros dos bajo la carroza e incomodados por las cajas y sacos, nadie se 212


L A P A R T I D A D E C I U D A D B O L Í V A R H A C I A F.l. A L T O O R I N O C O

puede mover sin molestar al vecino del lado, ni estirar las piernas sin tropezar con una cabeza o un cuerpo y, para colmo, los terribles mosquitos no nos dan tregua, sus dar­ dos atraviesan hasta las mantas más gruesas. Es intolerable, no se oyen más que pala­ brotas, gruñidos y sobresaltos y las palmadas que se mezclan con el silbido incesante y el sonido de la lluvia sobre la carroza. A las dos de la madrugada, al cesar la lluvia por fin, podemos movernos, salir de ese lugar de suplicio. Subimos a la barrancaa de la ribera y nos apresuramos en hacer el café bajo la cúpula goteante de la selva. Como compensación de la noche, presencio un bello espectáculo. Para disfrutarlo mejor me alejo de la fogata a la mayor distancia posible a que la lumbre del fuego me permite ver el papel sobre el que dibujo unas líneas a lápiz. Los marineros de cuclillas en torno a la fogata se destacan sobre el fondo sombrío de la noche, aún más profunda y más negra bajo la cúpula espesa de la selva; unos se ven a plena luz, los otros, aureolados por un resplandor dorado. Algunos troncos, lianas retorcidas y el follaje resplandecen con diferentes tonali­ dades de luz hasta perderse en las tinieblas; en tanto en el lado opuesto, en la abertu­ ra que da sobre el río, las siluetas de otros grupos de árboles se dibujan en negro contra un cielo al fondo apenas visible y que, en contraste con el resplandor de la fogata, es de un azul profundo. Ese trocito de cielo es nuestra esperanza, pues si aclara podría aparecer la luna y quizá brisa que nos permita huir de este infierno tan pintoresco, pero lleno de mosqui­ tos. Chaffanjon, de pie, apoyado contra un árbol con los brazos cruzados, escucha a los hombres contar historias de tigres. Más que sus cuentos, de los que sólo capto una que otra palabra, sus gestos, sus expresiones y sus miradas vueltas constantemente hacia la profunda oscuridad, me dan a entender que sienten un gran espanto por esos felinos. Al cabo de una hora y media de conversación, la lluvia nos obliga a refugiarnos bajo la carroza de la falca donde, pese a los mosquitos y la incomodidad, me vence el cansancio y puedo dormir unas dos horas. Por fin, a las cinco de la madrugada dejamos sin pesar esta ribera infestada a doscientos metros río arriba de la isla Cusipa. Nunca una noche me pareció tan lar­ ga, y nos esperan muchas otras iguales, pues estamos en plena estación de lluvias. ¡Qué lástima! Estamos remontando el río en el peor momento, cuando la corriente es más vio­ lenta, los vientos contrarios y los mosquitos abundan. En la estación seca, el río está bajo, hay poca corriente, nada de mosquitos y una buena brisa lleva la falca río arriba rápidamente. Pero ¡qué más da!, nos atrasamos unos dos meses, pero, pese a lo que nos cueste, al fin y al cabo llegaremos. Debimos zarpar en noviembre para que nos tocara la estación seca9. 213


"Marinero” Grafito y aguada blanca sobre papel beige • 17 de junio de 1886


LA P A R T Í D A D E C I U D A D B O L ÍV A R H A C I A E L A L T O O R I N O C O

2 0 DE J U N I O

Según mi pequeño almanaque, hoy es domingo. Nada de brisa, de modo que avan­ zamos con la palanca con mucha dificultad: tenemos que atravesar varios chorros y, además de la fuerte corriente del río, nos topamos con pequeños afluentes y otras co­ rrientes muy fuertes que tienden a alejarnos de la orilla. La embarcación está, enton­ ces, a merced del que maneja el garabato. Es un momento de gran suspenso: si por torpeza el hombre no logra engancharse de la rama prevista, no hay remedio, la co­ rriente se lleva la falca. Es lo que acaba de suceder; el marinero del garabato falló en su intento y la corriente nos arrastra más de un kilómetro río abajo antes de poder ganar la orilla. Todos están furiosos. Triste jornada, nada de brisa. Son ya las cuatro de la tarde cuando volvemos a pasar por nuestro lugar de penurias de anoche. Me pregunto si la noche que viene será igual. Nos detenemos a un centenar de metros río arriba del lugar de anoche. Triste día para las fuentes del Orinoco. Celoso por guardar sus fuentes intocadas, me parece que el poderoso Orinoco hincha cada día sus aguas turbias y torrentosas para llevarnos lejos de nuestra meta... es un camino a contracorriente que desenvuelve sin fin su in­ mensa cinta líquida, abigarrada, de abismos perturbadores, misteriosos, lleno de peli­ gros, donde, de un momento a otro podemos precipitarnos y rodar como en un sudario... Ese río fogoso, que fascina, que hay que recorrer a contracorriente, cobra entonces para mí el aspecto de un formidable gigante que, nosotros, unos pigmeos, tenemos que com­ batir sin descanso... y vencerlo. Y si yo fuera escultor, lo representaría mucho más terri­ ble que el olímpico Ródano, en el clásico bronce de Guillaume Couston frente al Soane, en el vestíbulo de nuestro gran Ayuntamiento. Las otras falcas están muy lejos. En fin, quizá mañana corramos con mejor fortuna. 21 DE J U N I O

¡Qué noche, otra vez! ¡Cuántos mosquitos! Desde la mañana, una buena brisa. Por fin vamos avanzando. Bordeamos la isla Cusipa, muy arbolada, bellas siluetas de árbo­ les. Ala derecha, río arriba, la isla Cusipa. Frente a la selva, una gran extensión de arena blanca, desnuda en brusca transición, algunos troncos de árboles secos, vestigios de la última crecida, están enterrados en la arena. En ese momento una bandada de golon­ drinas vuela sobre el banco de arena; son tan numerosas, que se creería estar viendo una gran mancha oscura sobre la extensión dorada. Otras, más lejos, se han formado en una línea recta. ¿Habrán aprendido este sentido de la alineación de los tendidos telegráficos de los países civilizados adonde emigran? Las ocas y los patos tienen tam­ bién sentido de la alineación; vuelan en sesgo por encima de nosotros, en formación triangular o lineal, de una longitud que alcanza a menudo a abarcar la mitad de la an-

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&L “Bajo la carroza” Grafito y aguada blanca sobre papel beige • 19 de junio de 1886


IA P A R T ID A D E C IU D A D B O L ÍV A R H A C IA EL A L I O O R I N O C O

chura del río. La ribera es muy variada, se ven formas nuevas muy curiosas: protube­ rancias de hojarasca, agrupamientos de verdor, masas compactas de lianas se extien­ den unas sobre otras hasta la copa de los árboles a los que coronan. Malezas, entrelazamientos de plantas trepadoras se disputan el aire y la luz y extienden regular­ mente sus hojas frente al río, todas invariablemente en la misma posición. Algunas copas de árbol y otros esqueléticos se alzan todavía sobre esa hojarasca asfixiante, pero muy pronto las plantas invasoras las alcanzarán para formar columnas de verdor, nue­ vas formaciones tupidas. Luego vienen los árboles colosales que se parecen a nuestros robles, pero cuyo as­ pecto es enteramente transformado por una red de lianas sin hojas parecidas al corda­ je de un navio — algunas del grosor de un cordel y otras más gruesas, como un cable— . Escalan el árbol cuyas ramas se extienden más allá de la orilla y luego se dejan caer y cuelgan sobre el río. Como decidí instalarme sobre la carroza, a menudo corro el riesgo de que me enlacen o me barran. Hoy, gran alegría, tenemos una buena brisa y avanzamos. Así que para no desperdiciarla no nos detenemos; hoy no habrá sancocho y nos contentamos con unas galletas mojadas en agua con papelón. A mí no me contraría esto, estoy cansado de esa maldita carne — ¡siempre, todos los días, esa carne seca cortada en tiras!— . Como esa carne está expuesta día y noche encima de la carroza, sufre todas las intemperies y empie­ za a exhalar un repugnante olor putrefacto. Imaginen qué delicia para nosotros cuando logramos procuramos una pieza de cacería. Prometemos un litro de roif a los marineros si llegamos antes del anochecer a Boca del Pao; por lo tanto grandes esfuerzos con la palanca y el canalete. Vistos en el crepúsculo son hermosos estos hombres semidesnudos perfilándose sobre el cielo dorado del ocaso, mientras hacia el levante el cielo de un oscu­ ro gris azulado está cruzado de relámpagos espléndidos cada dos o tres segundos. Pese a todos los esfuerzos de la tripulación y a sus invocaciones a san Elmo y san Lorenzo, patronos de los marineros, la brisa no llega, nos coge la noche y es imposible llegar a Boca del Pao. Nos vemos obligados a echar el ancla en un sitio inabordable. Dormimos a bordo10. Nosotros dos colgamos nuestras hamacas del pequeño mástil y de las cuerdas de estribor. Chaffanjon encima de la parte delantera donde duermen los hombres sobre las tablas del suelo y yo por encima de la carroza al alcance directo de los efluvios putrefactos de la carne en descomposición — cada día el olor se hace más nauseabun­ do— . Durante mis permanencias diarias sobre la carroza de la embarcación, este olor me incomoda mucho, ya que no me acostumbro a él, pero sacrifico el olfato por la vista. Prefiero padecer y estar en el mejor lugar para ver desfilar la ribera, disfrutar el paisaje, las maniobras, dibujar, escribir Ubremente sin molestias, a no ser por las lianas. Pese al mal olor, la noche fue muy buena, fresca. 217


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A las tres de la mañana, brisa y luna. Levantamos el ancla. Nos deslizamos frente a varios islotes, algunos techos de cabañas pasan ante nosotros llevados por las aguas de la crecida. A las siete ya estamos en la pequeña ensenada de Boca de Pao, donde están amarradas una falca y varias curiaras. Hacemos algunas observaciones con el teodolito y luego un sendero encantador que trepa por el bosque nos lleva al pueblo. Está situado a unos cien metros de la margen izquierda del río, del lado de Barcelona, y como sus habitantes pueden comunicarse a caballo o en burro con las ciudades del litoral, hay pulperías muy bien aprovisionadas pese a donde se encuentran. El pueblo es muy lim­ pio, con unas cincuenta a sesenta casitas bien construidas. Cuatro caminos bastante anchos sirven de calle. Las casas que los bordean están separadas unas de otras por pequeños conucos1(huertos)11 cercados por empalizadas de bambú, de cactus o de otras plantas. Los habitantes son bastante mezclados: negros, mestizos de indio, zambos, mulatos, venezolanos y algunos indios caribes, igual que en Ciudad Bolívar. Como el capitán de la embarcación acaba de irse a su pueblo, a unas seis horas a caballo de aquí y no volverá sino en dos días, Chaffanjon propone ir a hacer observacio­ nes geográficas al pueblito de Moitaco, a dos horas en curiara río arriba, en la margen derecha. Vamos a buscar también la tumba de uno de nuestros compatriotas, Francois Burban, uno de los acompañantes del doctor Jules Crevaux en su exploración al Guaviare. Picado en la pierna por una raya, toda la ciencia del doctor Crevaux resultó vana para salvarle la vida, y Burban murió en medio de atroces sufrimientos. Fue ente­ rrado en Moitaco y hemos decidido hacer el piadoso peregrinaje. Un vecino nos presta una curiara y tomamos dos hombres de nuestra tripulación — uno es el mestizo de indio, el más simpático de todos— , algunas provisiones, y a bogar. ¡Qué diferencia esta pequeña curiara hecha con un solo tronco de árbol! Diviso de paso la desembocadura del río Pao a algunos metros río arriba del puerto donde dejamos la falca. Bordeamos la isla del Pao, verde y chata, cubierta de juncos. Delante de los bordes sumergidos de la isla emergen algunos islotes de juncos: unas garzas de plumaje de un blanco muy puro arrojan una nota esplendorosa en medio de todo ese verde. Durante largo rato bordeamos la gran isla del Pao que, a medida que remonta­ mos la corriente, se puebla de bosques. Partimos a las once y media, pero como la brisa amainó, los dos marineros tuvieron que usar los canaletes. Demasiados sacudones, de modo que es imposible escribir y dibujar, hay que resignarse. A las dos y media nos detenemos un rato en una playa sombreada de la isla. Almorzamos, cada uno con una galleta, queso y papelón, todo junto, curiosa amalgama. En vez de café, un trago de ron, y ¡otra vez en camino! Por fin, dejada atrás la interminable isla del Pao, percibimos a lo lejos Moitaco, en la margen derecha. Enhorabuena tenemos el pueblito a la vista, pero hay que tener valor, 218


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ya que hay una contracorriente muy fuerte entre la isla del Pao y la isla de los Caribes frente a Moitaco, y una brisa en contra. Con mucha dificultad abordamos la isla de los Caribes frente a Moitaco y un fuerte aguacero nos obliga a desembarcar y a refugiar­ nos bajo la vela que nos sirve de tienda: muy pintoresco. Seis horas de curiara para llegar aquí con un calor tropical. Aunque estamos un poco río arriba del pueblo, tene­ mos que remontar aún más para alcanzarlo, de modo que la violencia de la corriente no nos lleve más allá de nuestra meta. Visto desde lejos, nos separan unos 1.200 me­ tros; Moitaco tiene el aspecto de una aldea europea: la fachada blanca de una iglesita resplandece al sol en medio de una veintena de casitas también blancas12. Seguramente cerca de esta iglesita yacen los restos del francés Burban, un explora­ dor como nosotros. Para nosotros es una dulce y piadosa obligación ir a llevar a su tumba el recuerdo emocionado de sus dos compatriotas... quizá nos aguarde un desti­ no semejante al suyo. En esta tierra salvaje, la vista de una aldea que evoca las nuestras me aparece como una Jerusalén lejana, ¿llegaremos al fin? Cuando escampa, el sol ya está declinando; rápidamente analizamos la posición, la topografía de la costa, el relie­ ve isométrico de los cerritos más allá de la ribera de Moitaco. Yo hago algunos apuntes. Ya son las seis, demasiado tarde para intentar atravesar hasta la margen derecha. Con pesar abandonamos nuestro proyecto y partimos con la esperanza de dete­ nernos en Moitaco dentro de dos días. La misma corriente contra la cual luchamos todo el día ahora nos favorece. Apenas habíamos alcanzado la mitad del río entre la isla de los Caribes y la isla del Pao cuando el cielo se encapotó. Una inmensa nube de un gris sombrío a caballo sobre una larga y luminosa cola de cúmulos dorados por los últimos rayos del poniente se abatió de repente sobre nosotros. El efecto era maravilloso y palpitante. En cuanto apa­ reció en el horizonte, apenas tuvimos tiempo de desnudarnos, meter la ropa bajo las mantas y recoger la vela. Los hombres tuvieron que luchar contra la brisa contraria, anuncio de la tempestad. La catarata se arroja sobre nosotros en el momento en que arrastramos la curiara hacia la playa. Como nuestra ropa está resguardada sólo nos mojamos la piel. Con gran dificultad extendemos la vela, que chasquea al viento, para proteger la curiara y nos metemos debajo lo mejor que podemos y, así, empapados, desnudos y agachados, sosteniendo con la cabeza esa tienda improvisada, esperamos los cuatro a que pase el chubasco. Por más de una hora, unos relámpagos interminables desgarran la noche sin cesar. El mestizo indio, que vació solapadamente la botella de ron apenas empezada, se vuel­ ve muy locuaz. Lo amonestamos severamente, cosa que lo afecta tardíamente y luego nos divertimos con sus reflexiones de borracho y sus monólogos de niño castigado que se alternan con el estruendo de los relámpagos. Por fin amaina el viento, pero la lluvia sigue pertinaz. La noche es muy oscura, algunas luciérnagas brillan entre la maleza y 219


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nos dan la ilusión de una luz lejana, de una casa iluminada. El agua gotea por todos lados sobre nosotros a través de la vela y empezamos a temblar de frío. Entonces, para combatir cualquier enfriamiento, no nos queda más que un recurso: vestirnos lo más pronto, izar la vela, arrastrar la curiara hasta el río, acostar al borracho en el fondo sobre una manta, tomar cada uno un canalete y entrar en calor remando hasta Boca del Pao. Durante dos horas, bajo la lluvia, entre dos aguas, remamos en la noche oscura. Una lumbre casi imperceptible, a ras del horizonte, fue nuestra salvación. Con el cuello extendido y los ojos muy abiertos, esa luz nos permite presentir más que ver vagas formas amenazadoras: islotes, troncos flotantes, árboles sumergidos que pasamos como una tromba. Cualquier choque podría precipitarnos en el abismo. Según el lugar donde aparece la sombra, donde amenaza el peligro, gritamos “¡a babor!” o “¡a estribor!” al hombre en el timón. No se oyen más que nuestros gritos repetidos incansablemente y la voz del otro hombre, el borracho, que los repite como una letanía. La lluvia también sigue cayendo incansablemente. Es de veras un milagro que, lanzados a una velocidad tal en medio de semejante oscuridad, hayamos podido evitar los mil obstáculos que surgían ante nosotros. Gracias al apunte hecho al vuelo esta mañana, reconozco la si­ lueta de la desembocadura del Pao y grito: “¡Alto!¡Puerto!", pese a que Chaffanjon ase­ guraba que estaba mucho más abajo. Desembarcamos no sin dificultad. En nuestra falca todos duermen el sueño profundo del borracho; los hombres apro­ vecharon también nuestra ausencia para satisfacer su pasión por el ron. Como están acos­ tados sobre nuestras cosas, y queremos ponernos ropa seca lo más rápido posible, los sacudimos firmemente, hasta con rudeza. Luego, mientras ellos siguen roncando con más fuerza que antes, abrimos una lata de conservas de chicharrones de Tours y tenemos una cena reparadora, la mejor desde que salimos de Ciudad Bolívar con excepción de Los Pa­ los Grandes. Por fin, exhaustos, pasamos el resto de la noche sobre unos sacos de harina duros como rocas, y a pesar de ello y de los mosquitos, descansamos bien. 23 DE J U N I O

En la mañana, lo primero, un baño en el Orinoco y desaparece todo el cansancio. Sigo pensando en el aguacero de ayer: es imposible imaginar con qué violencia y rapi­ dez estas tempestades nos toman de sorpresa y qué hermosas y aterradoras son. Estoy feliz de haber visto y vivido una noche semejante y no la olvidaré nunca. Todas las mañanas, los habitantes de Boca del Pao vienen a buscar agua al río con unas grandes vasijas de tierra roja que llevan en la cabeza; las mujeres, sobre todo, son muy pintorescas. Por más feas y desaliñadas que sean, en cuanto se colocan estas bellas vasijas sobre la cabeza o el hombro, resultan tan bellas como Rebecas o Tanagras. Algu­ nas, después de lavar la ropa, se la van colocando en la cabeza y a menudo la rocían con calabazas, luego, con una pipa entre los labios suben de nuevo hacia el pueblo muy 220


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derechas, con el cuerpo arqueado y sus harapos mojados, ciñéndoles las formas; aun en el caso en que son poco estéticas, cobran el aspecto de verdaderos drapeados dignos de los griegos. Pasé el día haciendo observaciones en el teodolito con Chaffanjon y dibujando flores en el bosquecillo cerca del pueblo. El capitán no ha regresado todavía de su pue­ blo ¿Llegará esta noche? Se pone el sol. Paso mala noche: dos veces colgamos las hama­ cas al aire libre entre dos árboles y dos veces la lluvia nos obliga a correr a refugiarnos bajo la carroza de la falca. La permanencia bajo la carroza es asfixiante, los mosquitos lo devoran a uno y los sacos de harina, usados como colchón, otra vez duros como peñas. Al despertar, sorprende encontrarse todo entumecido y con dolor de espalda. Un baño ante las narices de los caimanes nos resultó reparador. 24 DE (U N IO

El capitán de la falca regresó esta mañana, pero no podemos partir todavía porque no hay brisa. Hago estudios de flores. Cuando veo a Chaffanjon, pese a que está muy bronceado, comparado con las cabezas y torsos morenos de nuestros marineros y de otros indios, me parece que tiene la tez de una joven. Ya verán esa tez de muchacha cuando volvamos, ¡qué relativo es todo! Un habitante del pueblo nos ofrece hospedarnos en su casa y con mucha alegría cuelgo mi hamaca bajo techo y tomo una siesta. Por primera vez entablé una conversa­ ción en español con nuestro encantador huésped. No fue muy brillante, pues me cues­ ta mucho salir de la confusión que me ocasiona mi inglés; cuando intento hablar español, pienso en inglés y resulta un enredo que no se entiende. Ojalá pueda poner el inglés en un compartimiento aparte. Paso mucho trabajo y se me escapan muchas cosas... pero poco a poco... 25 DE JU N IO

Por fin partimos de Boca del Pao después del almuerzo. Los hombres, indiferentes ante la aparición de la brisa y la posibilidad de que desaparezca en unos minutos, pien­ san ante todo en su estómago y lo llenan desmesuradamente. Tanto peor si tienen que avanzar con el canalete y la palanca. Y ahora tienen que afanarse. Estudio español bajo la carroza. Unas toninas que parecen grandes marsopas nos rodean. Con la falta de brisa nos es imposible atravesar el río para llegar a la margen derecha y a Moitaco. Nos detenemos en la margen izquierda, en una casa abandonada. Sus habitantes debieron abandonarla seguramente por la amenaza de la crecida del río que día tras día aumen­ ta considerablemente. Muy pronto esta casa estará anegada, y por el momento está como posada a la orilla del río, protegida pintorescamente por un árbol que da totumos y otro de forma muy curiosa. Los hombres se instalan en la casa para hacer el sancocho, 221


“Marinero” Grafito sobre papel beige • 25 de junio de 1886


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pues vamos a pasar la noche allí. Tenemos a la gran isla del Pao enfrente; hago una acuarela de un efecto gris, triste. Lluvia. No les he contado que en cuanto está listo el sancocho, los hombres nos traen a cada uno una buena porción allí donde nos hallemos. Cuando dibujo no me gusta mo­ verme de donde estoy. A veces nos traen las dos porciones en un mismo plato; enton­ ces, para llevarnos a la boca el arroz o el caldo usamos un fragmento de totuma13. Para la carne simplemente usamos los dedos como tenedor. Después de servirnos, los hom­ bres se ponen en círculo en torno a la fogata y todos meten las manos unos tras otros en la olla. Esto hace que no nos volvamos a servir cuando nuestra ración nos resulta insuficiente. ¡Cuántos moscones e insectos de todo tipo ingerimos con nuestros ali­ mentos! ¡Y qué agua bebemos! Un agua lodosa, turbia, cargada con todo el limo que el río lleva en su constante crecida. Nos es imposible instalarnos en la casa, está demasia­ do deteriorada. Nos refugiamos bajo la carroza de la falca. Pasamos una noche malísi­ ma, llueve sin cesar... y los mosquitos, /Qué plaga!”, dicen los hombres. Noche atroz. 26 DE J U N I O

En la mañana se sienten los efectos de la mala noche, no siento gusto por nada, y sin embargo no puedo resistirme al deseo de rehacer a lápiz la acuarela de un paisaje que pinté ayer. El mismo pájaro grande que había notado en la copa de un árbol sin hojas sigue allí esta mañana, posado en la misma rama. Avanzamos con la palanca toda la mañana aún bordeando la margen izquierda. Para hacer el sancocho nos detenemos frente a Moitaco, que divisamos en la margen opuesta entre las islas del Pao y de los Caribes, ya conocidas por nuestra aventura en curiara. El sancocho es de pato reat, cosa que nos descansa de la carne de siempre. Seguimos río arriba por la margen iz­ quierda; después de pasar la isla de los Caribes, que dejamos a la derecha, divisamos otra vez Moitaco río abajo de la isla. Parece espléndida esa pequeña aldea casi europea, dorada por los últimos rayos del poniente. Ya que las circunstancias no nos permiten conocerla a la ida, pues es el capitán el encargado de la navegación y hace lo que puede, que no es mucho, seguramente tendremos la oportunidad de conocerla al regreso. La noche nos sorprende un poco más arriba. Echamos amarras y sólo los hombres des­ cienden a tierra. A machetazos se abren camino entre la maleza y desbrozan un lugar donde hacer el café. Nos lo traen a bordo; junto con un cigarrillo, nos sirve de cena. No sé si les conté que se hace café cada vez que ponemos pie en tierra y aun más de una vez en un lapso muy corto, lo cual resulta muy dispendioso; nos lo traen antes y después de cada comida, aunque esta noche nos conformamos con uno solo. El tiempo está espléndido y todos nos disponemos a dormir al aire Ubre. Cuelgo mi hamaca de las cuerdas de adelante y los hombres duermen debajo de mí sobre las tablas del piso. Chaffanjon flota en su hamaca colgada encima de la carroza. Suspendido en el aire en 223


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su chinchorro, parece un enorme murciélago con las alas desplegadas, y yo, mecido en el mío con los ojos puestos en las estrellas que la punta del pequeño mástil parece seña­ larme, me fumo un cigarrillo y dejo volar mi pensamiento hacia ustedes, saboreando esta noche deliciosa en la que, por un azar inesperado e inexplicable, no hay mosquitos. ¡Qué lejos se me antojan las fatigas y exasperaciones de las noches pasadas! Veo algu­ nos relámpagos en el horizonte, pero pienso que no será nada14. 27 DE J U N I O

Noche estupenda, sin mosquitos. ¡Cómo se aprecian los pocos momentos de bien­ estar que sólo nos procura el azar! Aparte de esa plaga, los horribles mosquitos, no tenemos mucho de qué quejarnos hasta ahora. Sé muy bien que éstos no son más que pequeños desagrados en comparación con lo que tal vez nos espera, de modo que no me quejo, simplemente los comento de paso. ¡Enhorabuena! La brisa nos es favorable hoy y avanzamos sin dificultad. ¡Qué ale­ gría! Atravesamos el río y nos detenemos en la margen derecha, justo enfrente de San­ ta Cruz, de la que nos separaban tres kilómetros, es decir, todo el ancho del río. Desde Boca del Pao hasta La Piedra, el río está sembrado de grandes islas que lo obligan a ensanchar su cauce. Pasamos frente a selvas vírgenes inundadas y de pronto se desata una violenta tempestad. Afortunadamente estamos al abrigo de una pequeña ensena­ da natural. El Orinoco ya no es más que un mar enfurecido; unos minutos antes de desatarse la tormenta el cielo mostraba una belleza trágica. Se necesitaría un pintor como Ravier para captar la impresión sobrecogedora y la vibrante emoción del mo­ mento. Cuando regresa la calma, seguimos río arriba para tratar de encontrar en la orilla de la selva inundada un lugar seco para desembarcar. Lo encontramos, ¡por fin! Mientras tres de los hombres preparan la comida, dos se adentran con nosotros en la selva; nos abren paso armados de machetes. Sin estos largos cuchillos, de los que ya he hablado, no es posible avanzar en esta maraña de la selva virgen: plantas, arbustos más o menos espinosos, lianas, ramas verdes o secas, son obstáculos a cada paso. Aun­ que hay muchísimas huellas de piezas de caza de todo tipo, regresamos sin nada. La crecida del río las ahuyenta por instinto lejos de la ribera. Pensábamos, no obstante, ver algún mono o alguna ave, pero nada15. Con la esperanza de encontrar un lugar propicio para la noche, seguimos un poco río arriba, pero no podemos desembarcar: todo está inundado. Bien instalado, como ayer, en mi chinchorro colgado del cordaje, saboreo las delicias de la calma después de la tempestad. A las dos de la mañana, como se alzó la brisa, descolgamos rápidamente los chinchorros y el viento hinchó la vela. Vuelo encantado bajo la caricia de la brisa. No­ che clara y fresca. Envuelto en mi manta, tendido a estribor con los hombres, vemos

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con alegría desfilar la ribera sombría de formas fantásticas. ¡Qué buena brisa y cómo nos lleva con tanta facilidad! Viendo cómo avanzamos, gracias a ella, casi me veo tenta­ do a participar en las invocaciones cotidianas de los marineros a esta caprichosa. Chaffanjon se mantiene en vela junto al timonel. Avanzamos mucho hasta la salida del sol en esta mañana del 28 de junio. 28 DE J U N I O

Comencé el día lavando concienzudamente toda mi ropa en la curíaríta amarrada a la falca. Entramos en el Torno, virando por un codo en ángulo recto que hace el Orinoco. Ahora avanzamos de Norte a Sur. Más allá de Santa Cruz, montañas bastante bajas en la otra margen, las islas de Santa Cruz detrás de nosotros. Estamos a babor en la mar­ gen derecha y la isla Guanaré está a estribor. El río es muy, muy ancho aquí. Primera escala del día, frente a la isla del Burro. Descanso. Las lianas enlazan unos árboles gi­ gantescos muy curiosos, muy nuevos para mí. Segunda escala frente a la isla Guanare, cinco seis veces más grande que la isla del Burro y que volvemos a encontrar más allá de ésta. De caza toda la tarde. Unos venados pasan velozmente por un claro de la floresta, más allá de una gran laguna, pero demasiado lejos... no tuvimos tiempo de disparar. Entregados a la acción y a la pasión del momento, no vemos otra cosa que la presa. Hay que cortarles la retirada, de modo que sin preocuparnos por los obstáculos y calzados sólo de alpargatas seguimos adelante. Si no encontramos de inmediato una abertura, tratamos de pasar con la cabeza baja y los cascos por delante por el enmarañamiento de lianas y plantas, aunque tengamos que devolvernos luego. Atravesamos lagunas, el agua a medio cuerpo, indiferentes a los caimanes, los tembladores, boas16 y otras alimañas que acechan. Topamos de frente con tallos de bambú espinoso que debemos evitar rápidamente, so pena de salir de allí desnudos y ensangrentados. Es inútil insistir, hay que rodearlos; no sin dejar algunas plumas, es decir, jirones de nuestros ya despedazados atuendos. En la mesa: ocho pequeñas tortu­ gas y un venado derribado por uno de los marineros. ¡Esto sí es una cacería de verdad! Variada, agitada, rica en impresiones e impru­ dencias. Por fin vamos a tener una buena comida, con alimentos frescos. No tenemos nada en el estómago desde esta madrugada y ya es noche cerrada. Preparan el asado a la llanera. Maravilloso efecto de claroscuro digno de Rembrandt: hago un rápido apun­ te a la luz lejana del fuego. Y luego, a comerse el asado. Otra noche lamentable: los mosquitos, ¡qué criaturitas infernales! Cada picadura me da escalofríos; es tan tonto no poder defenderse de la picadura enervante y febril de esos bichitos tan pequeñitos, mucho más temibles, en mi opinión, que los jaguares, las boas, los caimanes y demás animales grandes. Éstos, en cuanto los vemos, podremos dar cuenta de ellos con nues­

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tros fusiles. Pero batallar toda la noche, en el vacío, contra un enemigo inasible que sin cesar acosa y da fiebre es el más grande de los suplicios, digno del infierno de Dante. Tres especies de mosquito nos devoran sin tregua: primera, el mosquito, pariente cercano de su primo francés, aunque su picadura escuece más, participa en todos los festines; segunda, el puyón, una mosquita microcóscopica que nos ataca en bandadas. No tiene dardo, pero chupa la sangre con una ventosa y cada mordida deja en la piel un puntito rojo, de modo que además de las picadas de los primeros, estamos cubiertos de puntitos rojos subcutáneos cuyo escozor es tan violento que mi cuello y muñecas se convierten pronto en una sola llaga con costra. Esa mosquita infernal aparece en cuan­ to sale el sol y desaparece, gracias a Dios, en el ocaso. Pero inmediatamente aparece la tercera especie, el zancudo? de largas patas, el más grande y terrible de estos dípteros. Su dardo, una larga aguja, atraviesa las mantas más gruesas. Indiferente al viento y al humo del tabaco, nada lo asusta, sólo ve su presa y su picadura es espantosa... ¡Ay, las noches! Y pensar que nuestros marineros tienen mosquiteros; gracias a su precaución pueden disfrutar del descanso necesario, al menos de noche. Durante el día el suplicio es menos infernal, uno se mueve, los puede ver y hasta ahuyentar con la condición de no hacer otra cosa, pues en cuanto uno está ocupado o descansando, se abaten sobre uno y la caza vuelve a empezar... Caza mucho menos placentera que la de ayer, en la selva grande, que vamos a repetir hoy. 29 DE JUNIO Puesto que hay muchos venados. Salimos otra vez de cacería en la mañana con la esperanza de traer de vuelta otro de ellos. Cada uno va por su lado, Chaffanjon con su Winchester de 26 disparos y yo con mi Lefacheux de dos disparos. No tenemos ni sa­ buesos ni monteros y ningún desbrozador nos precede para abrirnos camino y obser­ var dónde está la caza. Mi único compañero es el indio mestizo cuya vista y oído están tan desarrollados como los de un sabueso. Con él, estoy seguro de no perderme en el laberinto de la selva, y si hay que cargar con un venado, lo hará gustoso. Sin cruzar palabra nos hundimos en la maleza al azar, en línea recta, pero por instinto seguimos las huellas de los animales, tomamos el primer sendero que encontramos hecho por los huéspedes de la selva. Nuestros salvajes predecesores tuvieron el cuidado de abrirnos el camino para así sorprenderlos, cosa que aprovechamos. Fuera de esas sendas, de esas aberturas, no hay paso posible, el camino está cerrado, y habría que abrirse camino a machetazos, lo cual espantaría la caza. Es preferible entonces tomar la senda que halla­ mos ya abierta, tanto más cuanto es atractiva y promisoria, pues guarda las huellas de muchos animales que uno espera siempre ver en cada recodo. Además, esas huellas llevan siempre a la meta deseada, a un lugar interesante, un claro en el bosque o una laguna donde los animales vienen a pastar o beber agua. 226


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A pesar de las alpargatas, los bambúes espinosos desparramados en el suelo nos laceran los pies; como ayer, atravesamos ciénagas, lagunas, charcos de agua, nos adentramos en los altos pastos donde casi desaparecemos. Desde hace un rato segui­ mos las huellas frescas de unos jaguares, mucho más abundantes que las de venado o de tapir, cuando de pronto el indio lanza una ligera exclamación: “Un venado”. Le pre­ gunto “¿ Dónde ? ”ay me señala con el dedo un lugar en la maraña de la maleza. Por más que agucé la vista, como Miguel Strogoff no vi nada. Yo le iba a dar mi fusil cuando por fin descubrí en esa pared de hojarasca una cabecita de cierva que, como desde una ventana, nos observaba con curiosidad. Como no veía sino la cabeza, le apunté y en cuanto sonó el disparo, la venada dio un brinco altísimo. “No me extraña, fallé el tiro”, dije, y como el indio corrió hacia el lugar, aña­ dí: “Es inútil, vámonos1”. Como no era a más de treinta metros, el indio quiso, no obstante, investigar. Lo seguí, y cuál no sería mi sorpresa al ver al pobre animal ten­ dido muerto en el suelo. La bala le había atravesado el corazón ¡y yo que le había apuntado a la cabeza! Pues bien, amigos, a pesar de la perspectiva de varias comidas frescas, sentí una gran melancolía por haber sido yo la causa de la muerte de un animalito tan bello e inofensivo. Viendo sus grandes ojos velados y su lengua sanguinolenta, deploré since­ ramente esa necesidad de matar para comer y desde entonces ya no entiendo el que se cace por placer, sólo por necesidad, y aun así...17. El indio quiso cargar solo hasta la embarcación la pesada presa, pero yo lo ayudé como pude; nos costó mucho regresar a puerto, pues nos habíamos alejado bastante. ¡Y ahora tenemos dos venados que nos alcanzarán para cuatro días! No se pueden imaginar cómo engullen estos marineros. Nuestro estómago, de capacidad normal, sólo puede contener comida para seis u ocho horas, así hagamos una sola comida al día, pero ellos tienen un estómago tan elástico, tan desarrollado, que mientras más comida haya, más comen, y ello hasta tal punto que, después de comer, ostentan una panza desmesurada durante todo el día. ¿Creerán que pueden acumular reservas para los días de escasez? De nuestras andanzas por el monte no sólo regresamos con caza mayor, también traemos garrapatas. Habría que vernos dedicados a arrancárnoslas. Además, más de diez veces por minuto hay que pasarse la mano por el cuello para ahuyentar a las hor­ migas, las arañas, los gusanos o aplastar los eternos mosquitos. En vez de omitir esto, prefiero repetir varias veces lo mismo que, además, ¡se repite con tanta frecuencia! ¡Les pido disculpas! Una pequeña boa se desliza en el río frente a nosotros. Hoy, ningún apunte, estoy exhausto. A las cuatro, a navegar el río otra vez; dejamos atrás nuestra islita del Burro y la punta de la isla de Guanaré. Acabamos de detenernos entre ésta y la isla Matapalo. 227


ñ i "Mi equipaje de dibujante bajo la carroza" Grafito con trazos de gouache blanco sobre papel beige • 30 de junio de 1886


LA P A R T ID A D E C IU D A D B O L ÍV A R H A C IA EL A L T O O R I N O C O

Mientras los hombres preparan la cena, hacemos una exploración rápida por la flo­ resta: en cuanto cae la tarde, se cubre de abundante rocío y regresamos sin nada y empapados. 30 DE JUNIO Tenemos a la derecha la isla Matapalo. Al fondo, el paisaje cambia: montañas azu­ les más allá de la masa tupida de la ribera; me alegra volver a ver cómo se destacan esas crestas contra el cielo. A las diez ya estamos frente a la isla Boca del Infierno. A la una, todavía frente a esta isla, desembarcamos para almorzar en una encantadora orilla cubierta de bañas... Siempre hay algo nuevo: unas lianas grandes rodean el tronco de los árboles y trepan hasta la copa, mezclando sus hojas con el follaje y las ramas de éstos con torsiones de lo más raras. Desde arriba dejan caer unas especies de raíces adhesivas semejantes al cordaje de un navio; las hay tan rectas y flexibles que se diría que son cordeles atados aüí deliberadamente para permitir a las trepadoras enlazarlas para subir a mezclar también sus hojas de un verde más tierno con las demás. Toda esta vegetación entrelazada, enmarañada, forma verdaderas cúpulas de ver­ dor cuyo único defecto es ser impenetrables por compactas y tupidas. A no ser por esto, serían verdaderos quioscos de sombra y frescor donde sería delicioso un rato de siesta para descansar de la exasperación de los mosquitos y del cansancio de las noches. Les hago un dibujo del interior de la carroza, mi rincón acostumbrado. A las nume­ rosas guacharacas, de plumaje tan bello como el de nuestros faisanes, no parece moles­ tarles nuestra presencia... ¿quizá saben que no son comestibles? Chaffanjon halla que huelen demasiado a pescado, y prefiere lanzar un cartucho de dinamita al río; sacamos un morocoto, suculento pescado de gran tamaño. Es un cambio después de estos dos días de carne de venado, la cual ya empieza a tener su olorcillo, su tufito. Los marineros tenían razón entonces de atiborrarse lo más posible... sabían que el venado no iba a durar más de dos días. En la medida en que yo mismo me voy volviendo más salvaje, entiendo mejor a estos primitivos y su apetito de bárbaros. Aunque todos los días son los mismos hombres, haciendo los mismos preparativos para la misma comida, como ellos dicen, el cuadro es cada vez diferente en cada etapa y el sitio del desembarco cam­ bia: es siempre nuevo, interesante y hermoso. Cada nuevo paisaje de fondo ofrece vis­ tas para pinturas muy variadas. Desdichadamente no puedo pintar todo lo que me llama la atención y en particu­ lar los efectos fantásticos en la noche a la luz del fuego, pero me lleno con ello los ojos, me impregno profundamente y, con la ayuda de algunos trazos que hago a ciegas sobre el papel en blanco, espero lograr reconstituir más tarde algunas de esas impresionantes escenas, tan conmovedoras para un pintor. 229


O SARIO DE A U G U ST E M O ÍU SO T

Dormimos frente a la isla Boca del Infierno. Noche igual a las anteriores; apenas colgamos las hamacas, la lluvia nos desaloja y nos metemos como podemos bajo la carroza. Salvo durante las largas horas de tempestad cuando es imposible otro ruido que el crepitar de la lluvia que cae estruendosa sobre el techo de palmas de la carroza, escuchamos toda la noche el rugido lúgubre del río rompiendo sus aguas contra las rocas de Boca de Infierno, nombre muy adecuado. 1 DE JU LIO

Como saben, mi misión es dibujar la flora y la fauna, así que toda flor curiosa que descubrimos la dibujo de pie, directamente si es posible, o debajo de la carroza antes de que se marchite. Si no tengo tiempo o algún inconveniente me impide dibujar alguna flor, le tomo de inmediato la impronta, así como a las hojas exóticas, con formas origi­ nales. Acabamos de encontrar una planta espléndida, el changuango18. Un tubérculo grande, parecido a un nabo aplastado, podría hacer las veces de papa, pero ¡qué diferen­ cia! Del tubérculo se alza un bello y extraño tallo, recto, a rayas, Uso como la piel de una anguila; a la altura de un hombre se abren en forma de sombrilla tres o cuatro grandes hojas, muy decorativas. Releo mis cartas. Mañana melancólica. Atravesamos varios chorros y corrientes dificultosas. A las doce, estamos frente a la punta sur de la isla de Boca del Infierno. Hay un raudal o rápido del otro lado. Demasiadas corrientes por las rocas que obstruyen el lecho del río y el paso se vuelve inaccesible. Era el rugido de ese raudal, ese gran ruido sordo y lejano, lo que oíamos anoche cuando se calmaba la tempestad. Más allá del río se divisan unas montañas pequeñas cubiertas de altos bosques muy tupidos. Siguiendo por la margen derecha nos acercamos a La Piedra, un puebUto de una veintena de casas diseminadas; la iglesia es sólo una casa más, común y corrien­ te, aunque hay algo que la distingue: delante de la fachada, a la derecha de la puerta de entrada, hay un travesaño en cuya mitad está suspendida de una fuerte tira de cuero, a la altura de un hombre, la campana para llamar a los fieles. Es una lástima que la puerta esté cerrada, pues me hubiese gustado ver si el interior concuerda con la rústica simpli­ cidad del exterior. La pobre campana no debe sonar a menudo, pues dicen que el cura viene a decir misa una vez al año, en su visita pastoral. Pero si en verdad los recién nacidos y los novios pueden esperar la venida del cura para recibir ya sea el bautismo o la consagración del matrimonio, el asunto es otro para los moribundos... así que en casos de fuerza mayor tienen que prescindir de los santos óleos. El pueblo se llama La Piedra porque está al pie de unas rocas redondas y negras parecidas a las de Ciudad Bolívar. Al trepar por estas rocas uno divisa el Orinoco hasta perderlo de vista y se ve con claridad la parte del río que nos ocultaba la isla de Boca del Infierno, así como la inmensa planicie más allá. Siluetas de montañas a nuestro alrededor. 230


LA P A R T ID A D t C I U D A D B O L ÍV A R H A C IA t i A L T O O R I N O C O

Olvidé contarles que después de las noches en que nos sorprende la tempestad, como nuestras hamacas, mantas y ropa quedan más o menos empapadas, en cuanto desembarcamos nuestro primer cuidado es extenderlas de inmediato al sol. Es lo que acabamos de hacer. Chaffanjon sabe que hay inscripciones indias en las rocas de la isla Boca del Infier­ no de modo que resolvió partir a la una, en cuanto terminamos de almorzar. Nos em­ barcamos en la pequeña curiara y llevamos tres de los hombres de la tripulación. La travesía hasta la isla es peligrosa: rápidos en el río, rocas y muchos remolinos. La isla está rodeada de bosques y en el interior hay llanuras de juncos por todos lados, chapa­ rros y rocas redondas muy parecidas a las de las llanuras de La Mariquita y Santa Rita. En varias de estas rocas lisas y redondeadas hay algunas inscripciones indias. Hago un calco de los dibujos; es probable que un pueblo indio haya vivido en el lugar, ya que es el punto culminante de la isla, desde donde se avizora un vasto horizonte y se puede prevenir cualquier sorpresa. También grabé allí las mismas iniciales que en la Cartuja. ¡Es un recuerdo lejano, muy lejano! Regresamos en la tarde a La Piedra. Muy sacudidos en la curiara; yo dibujaba con dificultad unas flores raras recogidas en la isla. Llegamos para la cena. Noche de insom­ nio, de palabras acaloradas... Un fuerte altercado con mi compañero, ¿la causa? ¡los mosquitos y nuestra falta de mosquiteros!19. 2 DE JU LIO

Dejamos La Piedra en la madrugada. Una fuerte brisa nos permite atravesar el río, así que estamos en la margen izquierda. La carne podrida encima de la carroza exhala un olor insoportable; está llena de gusanos... y pensar que habrá que comerla si no en­ contramos una presa de cacería. No se aguanta, así que me vuelvo a meter bajo techo. Hacemos muchos remiendos, esto parece un taller de costura, pues hay que reparar los desgarrones de la ropa hechos durante la caza y por la selva. Pero aquí, del fondo de la falca, suben también efluvios de agua estancada. Me encuentro entre dos fuegos. Sin embargo, como soy el único a quien incomodan estos olores tendré que aguantarlos, tanto peor para mi olfato delicado. En cuanto a los hombres, se hacen a todo, hasta se acuestan junto a la carne podrida: con tal de que se coma, ¡qué importa el olor! La putrefacción hubiese podido evitarse seguramente obligándolos a proteger la carne de la lluvia y las moscas, y también hubiese podido decírseles que achicaran la falca, pero nadie se encarga de ordenar nada, se deja pasar todo... y naturalmente ellos no hacen más que lo que no pueden evitar. Y tienen razón, toman las cosas como van llegando, con filosofía, inconscientes de la importancia de nuestra misión... En cambio, cuando se ponen a trabajar se entregan por entero... con tal de que la cosa no dure mucho. Estos hombres son independientes, son unos diletantes, unos 231


£1¿ “Fuerte chubasco” Grafito sobre papel • 2 de julio de 1886


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artistas. Durante toda la mañana estuvieron haciendo o reparando garabatos y palan­ cas. Es curioso verlos usar los pies descalzos como si fueran dos manos suplementarias. Chaffanjon está furioso con ellos y en particular con el capitán. Está convencido de que como timonel no conoce su oficio, pues piensa con amargura que deberíamos estar al menos en Las Bonitas y que tal como vamos no llegaremos allí antes de diez días, de modo que hemos tardado un mes en recorrer un trayecto que puede hacerse en quince días o a lo sumo tres semanas, cuando se trata de una falca muy cargada como es nuestro caso. Esta tarde nos azota un formidable ventarrón con lluvia, el chubasco más fuerte que hemos padecido hasta ahora. Casi nos hace zozobrar. Con mucho trabajo mantenemos la falca amarrada en la orilla. Los hombres están en el agua hasta medio cuerpo y sostienen la embarcación para que las aguas no la sumerjan. ¡Lluvia torrencial, vientos terribles!, ¡y qué olas! ¡Diablos! nuestros instrumentos, nuestros efectos y ¿qué será de los documen­ tos, de nuestra misión? En circunstancias como éstas los hombres se portan a la altura, son magníficos, muy identificados con sus tareas, entregados de todo corazón a lo que hacen. Gritan, sueltan carcajadas, parecen gnomos, están en su elemento. El indio, senta­ do en una rama de árbol que emerge del río aguanta estoicamente la lluvia diluviana. Éste, sobre todo, es muy pintoresco, todo un personaje. Algunos minutos antes de la tempestad, la masa de agua perdió el color, pasó a ser amarillo ocre, color de tierra, bajo un cielo negro y trágico. Tuve apenas tiempo de ano­ tar esas curiosas relaciones de tonos en una acuarela cuando se abrieron las esclusas. Cuando pasada la borrasca nos pusimos en camino otra vez, uno de los marineros al empuñar la palanca exclamó: “Vamos con Dios”3, y el capitán añadió: “Y con la Virgen, con la Virgen...”20. Pobre gente. ¿Creerán que Dios va a ocuparse de ellos, de nosotros, unos pigmeos? Nunca más que aquí, en medio de esta naturaleza grandiosa y hasta hostil, he sentido nuestra insignificancia y la grandeza de la Divinidad. Pero como es­ toy consciente también de que Dios ve nuestras intenciones, nuestros pensamientos más secretos, no creo en la necesidad de invocarlo, de rezarle. Debemos sentir por Él respeto y no perturbarlo con plegarias vanas ni obligarlo a ocuparse constantemente de nuestras míseras y pequeñas vidas. Pero aunque desgraciadamente no tengo la fe del carbonero de estos simples de espíritu, acepto con dicha y gratitud las plegarias que se hagan por mí, debido al recuerdo que sube del corazón a los labios, ¡pues creo en el recuerdo!21. Como las aguas se van calmando gradualmente, avanzamos un rato, pero por lo pertinaz de la lluvia y la rápida caída de la noche tuvimos que refugiarnos en una pe­ queña ensenada frente a la isla del Pollo. Ni pensar en desembarcar, primero porque ya es de noche y luego porque la ribera es tan impenetrable que habría que abrirse camino a machetazos para encontrar un terreno donde hacer un fuego, pero todo está inunda­ 233


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do. Vamos a hacer los preparativos para comer y dormir a bordo. Es la primera vez que la inundación y la lluvia nos obligan a cocinar en la falca. Para ello extendemos la vela en la parte de adelante a guisa de toldo. Desbaratamos algunos barriles vacíos, pues es la única madera seca que tenemos, todo lo demás está empapado. Como horno, pren­ den el fuego en la olla grande: muy ingenioso, pues así no se queman las tablas del piso y no se incendia la falca. Nuestro menú de la cena: sancocho de changuango y carne podrida, ¡un verdadero horror! Los hombres le quitan los gusanos a la carne sumergiéndola en el agua varias veces; luego la muelen y la cocinan en agua con manteca, pero el olor a podrido persiste pese al cocimiento. Los preparativos de la velada, el café, la cena, el café de nuevo, algu­ nos apuntes y la conversación, se prolongaron más de tres horas. Tres horas menos de estar bajo la carroza devorados por los mosquitos. Fueron momentos muy íntimos, pintorescos y encantadores aunque muy mojados: todo transpiraba agua. Me hubiese gustado pasar toda la noche conversando así. Lástima que no puedan ver los apuntes con los que ilustro mi diario, pues se da­ rían cuenta mucho mejor de todas las situaciones y del ambiente; pero lo vamos a re­ leer juntos con muchos detalles e imágenes esclarecedoras. Algunos instalaron sus hamacas bajo la vela, pero yo preparé mi descanso bajo la carroza: puse mi manta sobre los sacos de harina para atenuar su dureza y pasé una noche menos mala de lo que presumí. 3 DE JU LIO

Esta mañana, como no acaba de escampar y la lluvia arrecia otra vez, avanzamos con la palanca después de haber hecho el café a bordo. Matamos varias corales y otras serpientes que vemos en las ramas que emergen del río. Nos detenemos frente a la isla de la Gallina y recorremos toda la ribera bordeada de un pequeño bosque, atravesamos un vasto chaparral, pero no encontramos huella alguna de presas de caza, sólo huellas de tigre. Por consiguiente, vamos a comer de almuerzo otra vez esa carne podrida. ¡As­ queroso! En la cena, en cambio, me como un corazón de palma. Sin embargo, cuánto trabajo, cuántos pinchazos cuesta extraer este palmito. Esa palmera defiende muy bien su corazón con un largo buso muy alto protegido por hojas con espinas. Se nos acabó el papelón, pues lo desperdiciamos como todo lo que se consume. Afortunadamente to­ davía nos queda café, que tendremos que tomar sin azúcar. Dormimos allí mismo, a falta de brisa para llegar a Mapire, que percibimos a lo lejos. En las bellas noches estrelladas como ésta, cuando me tiendo en la hamaca y el sueño no llega, mis ojos escudriñan el cielo, van de una estrella a otra. ¡Cómo brillan en este firmamento tropical! Cada uno de esos diamantes lanza en la noche, inconmensu­ rable estuche de terciopelo azul, destellos de colores muy variados. La imaginación se 234


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pierde ante esos mundos arrojados en el infinito. ¡Pobres de nosotros! La Cruz del Sur, que no vemos en nuestros cielos, atrae a menudo mi mirada. Quizá a esta misma hora, allá, allende el océano, dos ojos tristes contemplan también el cielo y nuestras miradas se encuentran en una misma estrella. Un gran ruido sale de pronto de la selva, se elevan voces lúgubres y luego se apagan gradualmente: son los araguatos, los monos aulladores. Es su plegaria nocturna, dicen los hombres; rezan tres veces al día dando aullidos en coro, al amanecer, a mediodía y en la noche. ¡Qué buen ejemplo! A propósito de monos, sólo he visto dos, dos capuchi­ nos de pelo largo, muy bonitos. Para mis ojos de europeo, acostumbrados a verlos sólo amarrados o enjaulados, es una gran sorpresa verlos en estado salvaje arrojarse de un árbol a otro y desaparecer cuando quieren... 4 DE JU LI O

Vamos rumbo a Mapire. Atravesamos una gran ensenada. Pensamos llegar al pue­ blo dentro de unas horas. Mientras dibujo y hago una acuarela de una flor, los mosqui­ tos prácticamente me devoran. Es un sufrimiento tanto físico como moral, pues pese a la más férrea voluntad, uno no puede entregarse de lleno a lo que hace y el trabajo no es bueno. Al ver cosas inacabadas o muy imperfectas, los que vean mis estudios no ten­ drán ni idea de la dificultad de mi situación, de los inconvenientes y padecimientos durante su ejecución. Pero me río de los críticos y gustoso los enviaría al Orinoco a dibujar en las mismas condiciones que tuve que soportar22. Es inaudito cómo les gusta a los hombres estar en cuclillas durante largos ratos; parecen tener preferencia por esta posición que a mí me es imposible mantener más de cinco minutos. Ellos están allí plantados, sobre la punta de los pies y sentados sobre los talones, durante horas enteras. En cuclillas y formando un círculo, cara a cara, alternan la conversación con largos silencios; luego, uno de ellos, con una voz cálida entona una canción, otro murmura en otro tono y el tercero entona con notas más bajas, luego todos mezclan sus voces e imitan ya sea el dulce canto de la brisa tan deseada, ya sea el coro de los araguatos o el formidable rugido del viento que encrespa las aguas embravecidas y hace crujir todos los árboles del bosque. Crean así, instintivamente, una armonía imitativa con armoniosos acordes sin palabras, cosa que tiene mucho encanto. Se darán ustedes cuenta de que son unos artistas, como todos los seres sensi­ bles a las cosas de la naturaleza. Gran cacería de palomas: tendremos algo fresco para el almuerzo. Vimos un matapalof, árbol de leche venenosa, de formas prodigiosas. Por fin a las cinco desem­ barcamos en Mapire. En la pequeña ensenada hay un árbol casi acostado cuyo tronco forma un arco sobre las aguas y nos da sombra. En la ribera lodosa hay por doquier trazas de campamentos anteriores, fuegos apagados, caparazones calcinados de tortu235


“Mapire, plaza e iglesia” Grafito sobre papel • 4 de julio de 1886


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gas inmensas23, viejos recipientes para el jugo de la carne hechos de un tronco de árbol ahuecado. Desde abajo sólo se ve del pueblo una casa y una palmera. Hay un sendero abrupto y difícil que lleva a él. Atravesamos el pueblo, muy limpio y bastante grande comparado con los demás. Como vamos cargados con nuestros ins­ trumentos y el teodolito, todo el mundo sale a vernos. Cuando llegamos a la plaza para hacer observaciones con este aparato, el sol está demasiado bajo, ya es muy tarde, pese a toda nuestra diligencia para llegar antes. Una gran cantidad de tipos de todos los colores nos rodean, hasta negros a caballo. Ya les conté que en Ciudad Bolívar consideran un punto de honor hacer a caballo todas las diligencias, aun las más cortas. ¿Qué pensarán al vernos cargar con nuestros aparatos? Somos un espectáculo novedoso. Como en La Piedra, la iglesia está en la plaza: más o menos la misma edificación con techo de hojas de palmera, aunque son dos campanas en vez de una, suspendidas del travesaño sostenido por dos postes. De­ bido a la importancia del pueblo, la viga transversal está más alta, así que hay una pe­ queña escalera apoyada contra el muro para subir a tocar las campanas. Desde la plaza, el horizonte opuesto al Orinoco es una llanura inmensa que lleva a las lejanas ciudades del litoral. La vista del Orinoco es espléndida. Se puede seguir su curso con la mirada hasta muy lejos, hasta que se pierde de vista. Más allá de sus ribe­ ras boscosas se divisan siluetas de montañas azules recortadas contra un cielo violáceo y algunas nubes coloreadas por los rayos del poniente. Volvemos a bajar al puerto y colgamos las hamacas del árbol en la orilla; esperando que se cocinen las palomas, sa­ boreamos un cigarrillo meciéndonos y soñando envueltos por la noche. Una buena cena. Subimos a dormir en una casa abandonada a la entrada del pue­ blo. Toda la noche la lluvia nos cayó encima por las goteras del techo de hojas, calado, roto, en ruinas. Como el propietario murió hace un tiempo, la casa quedó abandonada y han dejado que todo se arruine. Más nos hubiese valido quedarnos bajo el árbol. 5 DE JU LIO

¡Catástrofe! Una gran sorpresa muy desagradable nos esperaba cuando volvimos a bajar a la embarcación: tres de nuestros hombres habían huido en una curiara que robaron con la intención de escapar. Esto era algo inevitable: se llevaron algunas de nuestras provisiones y parte de la carga. Afortunadamente, no falta ninguno de nues­ tros objetos. En cuanto a la mercancía, el general Molina seguramente cargará a benefi­ cio de inventario lo que perdió, ya que hechos como éste deben ser usuales. Como ocurre siempre, los prófugos son los tres mejores marineros, los más ingeniosos; seguramente huyeron no a causa de la falta de víveres, sino más bien por el temor de que los enroláramos para ir al Alto Orinoco a nuestra llegada a Caicara. El capitán, que dice estar enfermo, no quiere seguir adelante. A bordo se desperdiciaron muchas cosas por 237


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su culpa, y ahora teme correr con las consecuencias de su incompetencia y de sus robos cuando lleguemos a Caicara. Los dos hombres que se quedaron con nosotros nos cuen­ tan horrores sobre él; se vengan. Parece ser que en cada pueblo que desembarcábamos se llevaba mercancía y la vendía por cuenta propia. Es un pirata, y los desertores tam­ bién, tenían la firme intención de hacer zozobrar la falca para saquearla, pero, sin que lo supiéramos, nuestra presencia y las circunstancias desbarataron sus proyectos. Ade­ más, ese capitán no ejercía influencia alguna sobre su tripulación, los hombres se bur­ laban de él y no le obedecían, con lo cual todo andaba mal, o, más bien, se habían concertado entre ellos para que todo anduviera dejado de la mano de Dios. La embarcación está muy mal mantenida, sucia y con averías; Chaffanjon se de­ dica a reparar el timón ayudado por los dos hombres que nos son fieles. Pese a su fidelidad y al hecho de que sienten por nosotros cierto respeto mezclado con miedo, no les tengo mucha confianza. Vamos a estar alerta. Subimos de nuevo al pueblo a hacer observaciones con el teodolito y a trazar un mapa de las montañas de los alrededores. Otra vez, todo el pueblo nos rodea, desde ayer somos el tema de todas las conversaciones. Chaffanjon se ocupa en conseguir marineros para reemplazar a los tres desertores y al capitán. Sólo un muchacho de unos dieciocho a veinte años, que desea reunirse con su familia en San Fernando de Apure, se compromete a acompañarnos como marinero hasta Caicara. Ahora ya no somos ocho a bordo sino cinco; con la tripulación reducida a la mitad estamos muy decididos a hacer de marineros hasta ese pueblo donde tomaremos nuevas disposicio­ nes. ¡Nos faltan diez días todavía!; me temo que mis apuntes van a padecer con mi nuevo oficio de marinero, pero voy a tratar de hacer muchas observaciones y dibujar algunos trazos al vuelo durante los momentos de buena brisa. Mi compañero compró víveres y cenamos con carne fresca. Eso nos hace olvidar la atroz carroña envenenada que teníamos sobre la carroza; por fin tiramos al agua esa horrible carne con gusanos que nos estaba envenenando. Espero que la nueva provisión no corra con la misma suerte, ya que ahora que soy marinero me voy a ocupar de que eso no suceda. De ambos lados del área desnuda que llaman “puerto” se extiende la selva virgen. Durante la caza descubrimos hermosos barrancos al fon­ do de los cuales fluyen arroyos cuyas cascadas, por sus saltos precipitados, muestran la prisa por participar en la crecida del Orinoco; está bordeado de plantas espléndi­ das de una infinita variedad: ¡qué buena colección para los invernaderos de nuestro parque Téte d’Or! Desde las hojas redondas más anchas hasta las más largas y espi­ gadas están presentes todas las formas intermedias: hojas lanceoladas, hojas con forma de corazón, de abanico, hojas simples, recortadas, hay de todo. Árboles de raí­ ces gigantescas como monstruos atormentados se mezclan con lianas más tortuo­ sas que las raíces. Contrastando con ellos, se yerguen ante nosotros unos bambúes 238


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rectos, tupidos, espinosos que parecen decir: “No pasarán". En efecto, nos vemos obli­ gados a retroceder, a bordear ese revoltijo impenetrable. Del suelo se alzan grupos de palmas como fuegos artificiales... Es un amasijo vegetal tan hermoso que, para no perder nada de su riqueza, habría que dibujarlo minuciosa, detalladamente. Los dibujantes textiles que trabajan para las fábricas de seda de Lyon encontra­ rían aquí una fuente inagotable para alimentar su inventiva. Pero, desafortunada­ mente, son bellezas inasibles, riquezas perdidas, ya que sería necesario poder quedarse meses aquí. Para eso no hay tiempo y, además, las nubes de mosquitos lo asedian a uno aun caminando, ¿cómo sería con el pobre que se siente a dibujar? Me contento, entonces, a falta de presa de caza, con llevarme algunos especímenes de lianas muy originales y curiosas para tomarles la impronta y dibujarlas, si es posible, en la em­ barcación. Unos españoles muy amables, que viven aquí, nos traen un poco de pan de harina de trigo que no hemos comido desde hace tiempo. Es un pan hecho hace diez días. Probamos un pedacito y guardamos el resto para la merienda de mañana; el gusto por el pan es algo que no se pierde. Aquí lo que se consume a guisa de pan es el cazabe, una torta de harina de yuca, y es muy caro, tres francos cincuenta centavos la torta de dos libras. Es peor que en la época del sitio de París. ó DE JU LIO

Una lluvia torrencial nos impide salir de madrugada (inmediatamente después del café). Nos metemos los cinco debajo de la carroza a conversar y tararear canciones es­ perando que escampe. En pocos minutos la colina detrás del pequeño puerto no es más que una cortina de agua corriente que se lleva todo lo que encuentra y lo arroja en el Orinoco. Ese gran torrente cambia por completo el aspecto de lo que fue nuestro come­ dor, cocina y dormitorio a la sombra del gran árbol de la orilla. Lo ha barrido todo y nada queda de nuestra estadía allí a no ser por las mismas iniciales de la cartuja de Portes que tallé a machetazos en el tronco. Un recuerdo más desde muy lejos y un enigma para Chaffanjon24. Escampa por fin y vamos a partir después del desayuno. Dos serpientes que mata­ mos por el camino y que habíamos guardado con la esperanza de conservarlas, despi­ den un olor abominable y las tiramos allí mismo. Ya por fin levamos el ancla y a las nueve partimos de Mapire. Chaffanjon está en el timón y los tres hombres y yo nos turnamos la palanca y los garabatos-, a las diez y media ya estamos frente a la desembo­ cadura del río Mapire. Hemos avanzado todo el día con la palanca y atravesado varios chorros muy difíciles: pasamos el día empapados. Con este nuevo trabajo que hago paso todo el día mojado, me he caído varias veces sobre las tablas resbalosas del piso de la embarcación y casi me rompo el cuello: estoy harto y exhausto. 239


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7 DE JU LI O

Afortunadamente, desde las cinco de la mañana empezó a soplar la brisa y recorremos mucho camino sin dificultad. Esperemos que la brisa siga siéndonos favorable, pues nos permite descansar un poco del primer día de un duro trabajo al cual no estamos acostumbrados. Para no perder nada de la brisa hacemos el café a bordo. En el puerto de Mapire conseguimos para este fin un gran caparazón de tortuga dejado en la arena por unos marineros de paso. Con arena en el fondo para evitar que se calcine, lo usamos para hacer fuego, y es mucho mejor que la olla grande. Va­ mos a hacer lo mismo para el desayuno. A las ocho ya estamos frente al caño y la roca de Musiú25 Ignacio. A las nueve y media estamos frente a la desembocadura del Caura. La islita Copeta me priva del placer de ver la boca de este río, que fue la primera exploración de Chaffanjon; mi compañero evoca sus recuerdos, escuchados más de una vez ya, pero siempre interesantes. La vida para nosotros es siempre la misma, no hay nada nuevo e inevitablemente se repite lo mismo. El mapa de Venezuela de Codazzi, que siempre tengo a mano, no es muy exacto26. Ya empezamos a estar hara­ pientos, ¿cómo será más adelante? Ante nosotros desfilan verdaderos templos con profundos pórticos y macizas co­ lumnas vegetales (troncos sin ramas tapizados de plantas trepadoras). La cima de esta arquitectura que verdece está coronada por algunas ramas secas que parecen imitar los remates de nuestros tejados con veleta. Entre la masa verde, compacta, corre una red de lianas que recuerda la armazón aparente de nuestras viejas casas ojivales. Algunas de estas lianas trepan derechas como cables, y otras cuelgan desde arriba sobre el río entrelazadas unas a otras formando un solo cuerpo con voluptuosas torsiones. ¡Venosas! dirían Henry y Guiguet. Como la brisa nos abandonó, avanzamos un poco con la palanca y llegamos al caserío de San Bartolo, justo en el momento en que acababan de pescar varias tor­ tugas. Chaffanjon compra una de veinte kilos por cinco francos o diez reales. Co­ mimos un delicioso sancocho de tortuga. Asamos para mañana la carne adherida al caparazón. Desde San Bartolo se divisa la isla Mística. Todos duermen en tierra en torno a un rancho, y yo estoy solo en mi hamaca a bordo. Primer cuadrante de la luna, es una noche muy clara, en el cielo se ven algunas nubes blancas que el viento empuja hacia el Este... ¡Si ese viento pudiera bajar hasta nosotros! Dulce quietud, gran silencio ameni­ zado por el canto monótono y acongojado de los mosquitos en torno a las orejas. Algu­ nos árboles desenraizados caen al río estruendosamente rompiendo de cuando en cuando mi ensoñación en medio de ese gran silencio, aún más imponente y profundo después de tales crujidos parecidos a verdaderas detonaciones. 240


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8 DE JU LIO

Pasamos cerca del pequeño caño del río San Bartolo a unos cien metros del caserío. Tenemos la fortuna de una buena brisa toda la mañana. No vi nada de lo que desfilaba ante nosotros, pues estaba dibujando una orquídea (una flor de mayo1) bajo la carroza. Echo una ojeada al pasar a la isla Mística y la del Tigre. A las cuatro nos detenemos en la isla de la Tigra para el sancocho de tortuga; esta tortuga alcanzó para los cinco, o sea, que le sacamos tanto provecho como a un venado para ocho. Nos vemos forzados a dormir allí. Desde que ya no tenemos al bandido del capitán, hemos avanzado mucho, tanto con la palanca como impulsados por la brisa. 9 DE JU LIO

Muy poca brisa, justo la necesaria para atravesar el río. Avanzamos toda la maña­ na con la palanca. La primera parada del día es junto a una tumba. Es todo un poema: un harapo clavado en una pértiga y suspendido de una liana enrollada a un árbol se inclina hacia el río y ondea desesperadamente al viento. Esa triste banderita blanca invita a los pasajeros, marineros, comerciantes y viajeros de cualquier tipo a no pasar de largo sin ofrecer un piadoso recuerdo al que la muerte sorprendió lejos de los suyos. ¿Quién sería? Un madero clavado al árbol ya no lo dice: la lluvia ha borrado las letras que ostentaba. ¡Cuántos pensamientos despierta esa tumba en esa soledad inmensa! Cómo ejemplifica nuestra fragilidad esa imagen de la muerte, aquí, donde a cada paso, a cado minuto, nos amenaza como una espada de Damocles. En la ribera, más alta que la altura de un hombre, se hizo un emplazamiento desbrozando la selva a machetazos. En el centro de la parte así despejada se alza a diez metros del río y paralelo a la orilla un túmulo funerario. Una cruz rústica y no muy alta, hecha con dos ramas de árbol, colo­ cada en el túmulo parece protegerlo con sus dos brazos abiertos; encima de la cruz hay una corona de lianas secas y marchitas en la que aún hay algunas hojas grises. Un bam­ bú curvado que forma un semicírculo cuyos dos extremos están clavados en la tierra a ambos lados de la cruz, la encuadra con su modesta aureola. La tumba mira hacia el Oriente. A su derecha, el Orinoco lleva sus aguas lodosas, turbulentas, tan terribles a veces; a su izquierda, la selva misteriosa, impenetrable, profunda, tranquila. Imagen de la vida alrededor de la muerte. Esta humilde tumba perdida en la selva inmensa es para mí mucho más hermosa que los más lujosos mausoleos de nuestras necrópolis. Me gustaría ser poeta para poder expresar tantos sentimientos que se agolpan y agitan en mi alma... me contento con hacer un apunte que me recordará al mirarlo mis impresio­ nes de hoy. Preparan el sancocho un poco más allá y narran cuentos de velorios. Antes de de­ jar atrás la sepultura, los tres hombres quisieron también dejar un recuerdo, pero no 241


“Tumbas en la selva” Grafito sobre papel • 9 de julio de 1886


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hay ni una flor por los alrededores. Como no tenían nada a mano sino bambúes, corta­ ron uno, le pusieron en una punta una cajetilla de cigarrillos vacía y clavaron el bambú junto a la tumba: extraña flor, aunque más duradera que la Uana que yo enlacé en la cruz. Dada la situación y conociendo a los individuos, resulta conmovedor ver esas naturalezas rudas dotadas de sentimientos como éste y tener tanto respeto por la muerte. Pero ocurre que ante un llamado semejante de la reahdad, de la que ningún ser está exento, todos los hombres, civüizados, semisalvajes o salvajes, quedan igualmente impresionados frente a este profundo y fatal misterio. Un poco de brisa nos lleva lentamente río arriba, en silencio. Cuando avanzamos con la palanca el bullicio es grande. Acabábamos de cruzar frente a una pequeña punta de tierra cuando vimos a cincuenta metros de nosotros un tigre que bordeaba la orilla, buscando o acechando una presa. Chaffanjon de inmediato echa mano a su Winchester, pero un bamboleo de la embarcación le impide apuntar bien. Es el primer tigre que vemos. Aquí, como en todo el resto de Sur América, no hay tigres en verdad; lo que llaman tigres son el gran jaguar y el leopardo27. Estos felinos abundan en la región; si pudiésemos al menos matar uno, nos lleva­ ríamos de vuelta una hermosa piel y comeríamos unos buenos filetes. Pasamos una hora los dos tendidos en la tierra, al acecho, pero en vano. Como vi unas grandes guacamayas o aras azules y rojas posarse en un árbol del que colgaban nidos de turpiales como faroles venecianos o adornos de un árbol de Navidad, tomé todas las precaucio­ nes posibles para acercarme y cuando ya iba a dispararles, alzaron el vuelo. ¡Qué con­ trariedad! Era imposible dispararles volando por la falta de sabueso que fuese a buscarlas entre la maleza. ¡En marcha! Varios enormes caimanes muertos flotan delante de nosotros panza arriba y muy por encima del agua, pues su lomo les sirve de falca. ¿De dónde vendrán? ¿Quién los mataría? Se pone el sol; no había visto todavía un ocaso tan hermoso. Bajo la línea de fuego se acumulan, cargadas de tempestad, unas sombrías nubes azuladas y rojizas. Desembarcamos en una orilla sin árboles cubierta de plantas trepadoras que coronan algunos arbustos y bambúes. Es un verdadero sembradío de guisantes. La selva está a 25 metros de la orilla. Al acercarnos, otro tigre desaparece bajo las olas de las plantas trepadoras, masas de vege­ tación impenetrables para nosotros, donde el animal se esconde fácilmente. Saboreaba una tortuga gigante que había sorprendido. Estalla la tempestad y hacemos el café de­ bajo de la carroza, pero nos quedamos cortos en cuanto a la cena; el tigre, sin embargo, había dejado buenos restos de la tortuga. Aprovechamos que escampa por un rato y que hay un claro de luna para ponernos al acecho con la esperanza de que el tigre vuelva a buscar su presa. Durante más de tres horas, Chaffanjon y yo esperamos en vano, cada uno escondido en un amasijo de vege­ 243


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tación goteante. De cuando en cuando la claridad de la luna inundaba de luz nuestro entorno haciendo brillar el caparazón de nuestro señuelo echado panza arriba, pero cuando las nubes ocultaban la luna, nos veíamos sumergidos en una profunda oscuri­ dad. Varias veces, bastante cerca de nosotros, percibimos ronroneos, deslizamientos, crujidos de hojas... pero no apareció nada. La oscuridad y la lluvia nos hizo volver a refugiarnos en la carroza donde dormimos los cinco muy incómodos. Resulta insólito el miedo que los hombres le tienen al tigre y, no obstante, éste, como casi todos los animales de América, siempre huye ante el hombre. No sé si es inconsciencia de parte mía o confianza en mi Lefacheux, pero me doy cuenta de que estoy tan tranquilo como en una cacería de palomas o pericos. 10 DE j U L I O

Mientras que los hombres, ayudados por un poco de brisa, usan la palanca sin mucho trabajo, hago una acuarela. No vi nada de lo que pasamos. Desembarcamos en una isla rodeada de un gran banco de arena. Hay mucha caza: patos reales, garzas, garzones, tijeretas gigantes muy desconfiadas y salvajes que se llevan a las demás aves al huir. Resulta imposible acercárseles lo bastante para dispararles. Atravesamos parte de la isla sin preocuparnos por los caimanes y las serpientes, con el agua hasta medio cuerpo, escondidos entre la hierba, al acecho, durante horas, para nada, en vano. Es desesperante, un verdadero suplicio de Tántalo, y luego un cansancio infinito. Nos preparamos para pasar la noche en el banco de arena; es una mullida alfombra tan espesa y lisa que, ante el gran asombro de los hombres, no puedo resistirme al de­ seo de hacer cabriolas y dar saltos peligrosos, como los acróbatas de la Guiüotiére, con lo cual desaparecieron todas mis agujetas. Hago un apunte con la luna medio escondi­ da, pero empieza a soplar el viento, las nubes se agitan y nos envuelve la oscuridad: es la lluvia. Y hay que meterse bajo la carroza. Noche tan deplorable como la de anoche, o más bien, media noche, porque a las dos, como había escampado y ninguno podía dor­ mir por los execrables mosquitos, hicimos el café en el banco de arena bajo un cielo encapotado, oscuro. Esto tiene su encanto y su lado pintoresco, aunque la impresión sea muy distinta y es muy otro el efecto en medio de la oscura y sugestiva selva. De pronto oímos el ruido de un vapor que sube por el río. De inmediato, Chaffanjon en­ ciende una larga mecha de magnesio y una claridad feérica nos ciega; los marineros están petrificados, pálidos como espectros. Se oyen algunas voces lejanas, el vapor pasa bastante lejos de nosotros como un fantasma blanco, irreal, hundiéndose en la noche. Muy pronto desaparece. Es el Apure que hace el viaje una vez al mes de Ciudad Bolívar a San Fernando con escalas en Las Bonitas y Caicara. ¡Ojalá que lleve cartas para nosotros! El general Molina debe estar entre los pasajeros, ya que va a esperarnos en Caicara. 244


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11 DE JU LIO

Un mes ya desde que salimos de Bolívar y aún nos faltan unos doscientos kilóme­ tros para llegar a Caicara, en tanto que el vapor Apure hace ese trayecto en apenas dos días. Ni siquiera hemos llegado a Las Bonitas y nos harán falta varios días de río para estar en Caicara. Seguro se preguntarán por qué no tomamos el vapor que nos habría ahorrado bastante tiempo y evitado muchos trabajos: es que Chaffanjon quiere levan­ tar todo el curso del río y el bote es la única manera que permite pararse a voluntad para hacer el punto y las observaciones necesarias. En cuanto a mí, a pesar de los inconvenientes, me congratulo de esta vida en barca primitiva, hasta salvaje, de las más interesantes, y lamentaría infinitamente que hubié­ semos tomado el vapor. Este primer viaje es una iniciación, un entrenamiento para una vida nueva, tan variada, tan pintoresca, tan a mi gusto, que, sin los mosquitos, sería un agrado, un sueño, ¡¡con ustedes, mis amigos!! Sin brisa, un soplo, sin embargo, nos permite apenas pasar a babor. Palanqueamos toda la mañana; en la orilla opuesta, desembocadura del río Claro, lejos. A la vista de un caño que no se puede pasar sin brisa, paramos frente a la isla Leitos. Todo está inunda­ do; vegetación majestuosa; no podemos desembarcar. Esperando la brisa, preparan a bordo el sancocho de una guacamaya: gran perico azul verde y rojo. Los terribles zancu­ dos, o puyones azul acero, no nos dan tregua; ni el humo, ni el viento los espantan. Casi divierte ver a los hombres, dedo en el aire, siempre listos a aplastar estos satánicos mosquitos en sus piernas. Para permitirme dibujar y acuarelar de pie una planta peculiar con sus flores, Chaffanjon, con una palma en la mano, tuvo que espantar mosquitos a mi alrededor durante más de una hora. A pesar de eso fue inaguantable para él y para mí. Terminado el dibujo tomé a la carrera notas de color. Deliciosa sopa de arroz y guacamaya. En cuanto al sujeto mismo, pellejudo y duro, flaco yantar. Noche clara y fresca, croar de ranas y sapos en el bosque. Rechinar insoportable del timón, movido constantemente por la corriente. Me voy a acostar al lado para oírlo más cerca. 12 DE JU LIO

Aunque Las Bonitas esté en esta orilla derecha, a babor, reatravesamos llevados por la brisa del sur. No hay elección. Varios chorros, paso difícil. Mucho trabajo de pa­ lanca. Desembarcamos en la punta de una isla pequeña (fragmento de la isla Leitos), ya sólo nos queda arroz. Caza, palomitas. Enarbolamos el pequeño banderín tricolor para ver el efecto que producirá el 14 de julio. Todo el día de pasado mañana el Orinoco verá resplandecer tu bandera, ¡oh, Francia!, y, ¿quién sabe?, en algunos meses flotará donde nunca antes otro civilizado ha llegado. ¡Esperemos! 245


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A “Banco de arena” Grafito sobre papel beige • 13 de julio de 1886


LA P A R T ID A D E C I U D A D B O L ÍV A R H A C ÍA EL A L T O O R I N O C O

A la caída de la noche, una nube de libélulas revolotea alrededor de nosotros con ruido seco de alas. Los marineros dicen que allí donde descienden las libélulas no hay mosquitos. ¡Ojalá sea verdad y podamos pasar una buena noche! Cantos de ópera con Chaffanjon. Desgranamos una buena parte de nuestro reper­ torio. ¡Seguida de gran disertación sobre los pensamientos que inspira en tales mo­ mentos una tan bella noche! Benditas sean las libélulas. El comentario de los marineros resulta muy cierto, la noche fue excelente28. 13 DE JU LIO

Cazando desde la mañana, cinco palomitas, una para cada uno. La brisa aumenta, pasamos a babor, Las Bonitas no está lejos, ¡si pudiésemos llegar hoy! Paramos cerca de un caño, bosque bordeado de un banco de arena. Mientras cocinan las palomitas, sali­ mos a cazar caballeros3(pequeñas aves del tamaño de una palomita, pequeña tortolita). Tres caballeros para la tarde. Al irnos del campamento los zamuros pelean inmediata­ mente por los restos de comida. Apenas empiezan a cocinar ya están alrededor espe­ rando, pacientemente, siguiendo todos los movimientos, y antes de que levemos ancla ya se precipitan, a veces en vano. A la una ya estamos frente al río Zuata y la isla Cachicamo. Cuando estemos en la punta opuesta, tal vez veamos Las Bonitas. Gran lluvia, empapados, tenemos que se­ guir palanqueando. Un fuerte chorro nos cierra el camino. Sin brisa, no intentamos pasar. Estamos obligados a parar. Estar tan cerca del pueblo sin poder llegar. Nos acos­ tamos aquí. Cenamos con el producto de la caza de la tarde, las tres palomitas, y arroz. Chaffanjon hace su cosecha de insectos cerca de la fogata y, yo, sentado en el suelo, escribo estas Eneas a la luz de la laguna y de la luna muy brillante esta noche. Los monos aulladores acaban de llenar el bosque con sus lúgubres coros habituales, su ora­ ción de la noche, dicen los locales, y ahora se oye el roncar de los sapos-toro, el croar vibrante de ranas y ranitas, el crepitar del fuego y el ronroneo de la conversación de los hombres a bordo antes de que les gane el sueño, ¡y eso es rápido! 14 DE JU LIO

Antes de que salga el sol desde las cinco y media, los tres colores flotan sobre la falca. Con un tiro de revólver, cada uno saluda el día nacional con un viva a Francia. Admito que esta simple solemnidad, en pleno país salvaje, me impresiona. ¡Hay que estar lejos para saber cuánto se la ama! Por doquier en Francia reina hoy la alegría, los corazones y los ojos brillan. Todos parecen felices, se vive más de la felici­ dad irradiante de los otros que de la propia. Se empujan mutuamente a la alegría, todos van al unísono y se olvidan penas y dificultades para disfrutar sólo el presente. Son las 247


íi'Pv “14 de julio” Tríptico de tinta negra sobre papel • 1886


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seis aquí, ¿Las diez y media en Francia? ¿Qué hacen en Troyes, en Beaune? ¿Qué hacen ustedes, mis amigos, en Lyon? Supongo, querida familia Page, que las pequeñas Hermanitas de Lunares y Henry estarán en la revista de Bellecour, que debe estar a punto de finalizar. Al sonido vibrante de las trompetas, los coraceros cargan hacia el frente en medio de una dorada nube de polvo, deteniéndose instantáneamente, en un bloque, frente a las tribunas; escalofríos pasan por las mejillas de Henry. Guiguet se habrá perdido esta esce­ na patriótica: estará sin duda en el campo, con algunos primos o en otra parte, esta tarde vendrá a la calle Rachais, donde todos, alegremente reunidos alrededor de la gran mesa hospitalaria, bajo la cálida luz de gas, festejarán no sólo el 14 de Julio, sino también san Enrique y santa Enriqueta... Yo me uno de todo corazón a sus votos, a su alegría. Mientras tanto, volvamos a la realidad. Ahora debemos luchar contra un fuerte chorro, esta corriente decidirá nuestra llegada hoy a Las Bonitas. Los chorros son causados, por lo general, por grandes árboles caídos, retenidos en la orilla por algunas raíces. La embarcación que va por la orilla está obligada a rodear el obstáculo, lo que la lleva a plena corriente, y entonces vienen los problemas. Al que tiene el garabato incumbe toda la responsabilidad de la maniobra. Desgracia si, por descuido, se sujeta mal de las ramas que salen del río. El bote es arrastrado aguas abajo varios centenares de metros, antes de que pueda sujetarse de nuevo a la orilla que ya fue tan penosa de remontar. Cuando ocurre este mal suceso, las locuciones habituales se multiplican; no se oye sino: ¡No se meta!¡Adentro!¡Por fuera!¡Garabato!¡¡Garabato!!... ¡Esas frases me salen por los oídos! Y aparte de que llueve siempre y esta lluvia me parece de larga duración, por todas partes el cielo está uniformemente gris. Pobre banderita, es su bautizo. En fin, si ha de quedar en las fuentes, verá muchas más. Chaffanjon se apodera del garabato, acomete él sólo más trabajo que todos, confia el timón a uno de los marineros. ¡Ah!, es que tiene gran apuro en llegar y con razón, ¡el tiempo que llevamos en camino! ¡Maldito sea el patrón que nos abandonó en esta situación des­ pués de hacernos perder tanto tiempo! Verdad es que lo hemos frustrado en sus malos designios. Parece que hacía pasar la embarcación por suya en todos los pueblos, y en complicidad con los tres desertores, entre ellos el famoso chusco indio, iban a vender todo el cargamento del general Molina. ¡Pobre falca! ¡Pobre General! ¡Habría sido limpiamente robado, si en lugar de tomar esta embarcación hubiésemos esperado por la curiara prometida por el Gobernador de Bolívar! Ahora tenemos los ojos muy abiertos y ellos se portan bien, lo que no les impi­ de refunfuñar de vez en cuando. ¡Oh, pero qué lluvia! No se ve el horizonte, cae derecha, ¿irá a durar todo el día? Mañana de lo más triste, sombría, ensombrece también los pensamientos. Marchamos lentamente con gran dificultad. Estamos siempre a babor, 249


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orilla derecha de la isla Cachicamo a estribor. Pronto pasaremos su última punta y veremos la primera de la isla La Ceiba. Las Bonitas se halla frente a la punta extrema de esta isla. ¿Llegaremos hoy? ¡Lo dudo! Cenaremos arroz aguado. Los hombres descansan de palanquear. Envueltos en sus cobijas de varios colores forman un grupo de bella estampa, dor­ mitan en actitudes simples de poderoso carácter. Un rápido apunte, maravilloso docu­ mento para una composición de Cristo en el jardín de los Olivos, cuando los apóstoles duermen durante la dolorosa vigilia de su Maestro. Siempre lluvia, espero que en Francia, para este día tan grande, el buen tiempo los favorecerá. Si estuviese seguro estaría feliz de la lluvia aquí. Al fin, a las dos deja de llover, tiempo gris. Nos acostamos al lado de una selva impe­ netrable. Grabé en un árbol: “14 de Julio AP”. Paujíes en los árboles del fondo; no podemos dispararles, los perderíamos, sitio inun­ dado. Es contrariante cuando se tiene hambre. En honor del día de san Enrique, descubro una orquídea que acuarelo. Estas flores raras crecen sobre los árboles como el muérdago en nuestros cedros y manzanos; pero conscientes de su precioso valor, no se sitúan al alcance de la mano, prefieren las cimas, ávidas de cielo. Las lindas mundanas adornadas con una de estas flores raras, los paseantes a la moda con su orquídea en el ojal, para asistir a una inauguración o un banquete, ¿piensan alguna vez en su agitada alegría de vivir que su adorno floral quizás costó la vida al que descubrió y buscó el bulbo? Cualquiera que haya sido el quebranto causado a sus bolsillos para ofrecerse esta joya natural, cómo multiplicaría su valor a sus ojos, si esta flor maravillosa, florecida en pleno París, fuese capaz de revelarles los sacrificios enormes que ha costado. Exhibiendo esta lujosa maravilla, ¡quizás no obedecerían sólo al vano deseo de apa­ rentar, si sospecharan las privaciones, sufrimientos sin número, que con peligro de su vida hubo de padecer el corredor de selvas para llevarle, al corazón de la más refinada civilización, la más artificial, esta radiante sonrisa de la selva virgen! Como auténticos insectos o mariposas extrañas que se balancean de un hilo, sus­ pendido de un tallo flexible y grácil, las orquídeas parecen siempre dispuestas a em­ prender vuelo, como esas flores libres y vagabundas (de las cuales son la imagen) y que van a llevar la simiente fecunda a sus hermanas prisioneras. La naturaleza es asombro­ sa en su fastuosa prodigalidad e infinita variedad. Al acecho, apuntes de lianas esperando verle la nariz a un chigüire, cuyas huellas son numerosas en esta ribera inundada. Pasaremos la noche frente a la isla La Ceiba. Jamás me pareció tan larga una noche, jamás los zancudos, los terribles puyones nos hicieron sufrir tanto. Era para terminar el día de fiesta nacional como lo habíamos empezado... ¡Qué importa! El banderín flotó toda la noche y esta mañana. 250


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15 DE JU LI O

Hemos doblado el banderín cuidadosamente con todos los honores debidos. Aún nada de brisa, ¿llegaremos hoy? Grandes martines pescadores pasan rápido alrededor de nosotros, atronadores gritos. Parada en unas rocas frente a la isla La Ceiba. No tenemos sino un perico para cinco. Chaffanjon tira un cartucho de dinamita en el río. Cogemos algunos peces que flotan en el agua. Algunos llevados por la corriente los dejamos ir. El pescado muerto por dinamita se descompone pronto. ¡Al fin! A las cuatro tocamos en Las Bonitas, antigua misión Altagracia; un chaparrón nos recibe. ¡Por fin veo este pueblo al que aspirábamos llegar hace tanto tiempo! Visto de la carroza, me parece bastante importante. Nos quitamos inmediatamen­ te los harapos y endosamos las moriscas de franela. Y, la cabeza saliendo del poncho subimos al pueblo, indiferentes a la lluvia. ¡Viva y gran decepción! Todos los conocidos de Chaffanjon están ausentes o muertos. El general González Gil29, gobernador del Caura, va camino a Caracas. El general Oublion30, de origen francés, de quien mi compañero me había hablado tanto, está enfermo en Cuchivero, pueblo a dos o tres días a caballo, al Sur; el jefe civil muerto, etc. ¡En fin, nadie conocido para recibirnos! Nosotros, que nos hacíamos tal fiesta, yo de conocerlos, Chaffanjon de volver a ver a los dos funcionarios que tan generosa­ mente lo asistieron en su primera expedición al Caura. Los generales González Gil y Oublion lo acogieron tan bien entonces, que hicieron todos los preparativos de la expedición y que, para asistirlo aun en su peligrosa empresa, no vacilaron en acom­ pañarlo medio camino y cabalgaron con él más de una semana. Hubiese sido bueno ser recibido por tan simpáticos huéspedes, con los cuales contábamos hacer algunas cabalgatas en los alrededores. Todo se derrumba. Gran desilusión. ¡Gran frío en el corazón!... El nuevo jefe civil nos ofrece, sin embargo, una bienvenida oficial y aunque en esta­ do de medio ebriedad, sí recuerda la estadía que hace dos años hizo aquí mi compañero. Puso a nuestra disposición la casa vacía de la jefatura civil3para pasar la noche. La casa está completamente deshabitada, numerosos inmigrantes murieron ahí de fiebre el año pasado (historias trágicas de pobres gentes venidas de la otra orilla del Orinoco) huyendo de la ñebre de los llanosa. Esta epidemia, sobrevenida súbitamente el año pasado, diezmó gran parte de la población de los llanos del Estado Guzmán Blanco31, al norte del Orinoco (ribera izquierda). Con las epidemias, la peste de 1869 mató también a entre seis y ocho millones de caballos, muías y asnos. Un fuerte y desagradable olor a murciélago me hizo retroceder. Todas las ranchos cubiertas de hojas de palma moriches tienen el mismo olor, según 251


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me dicen... es local por lo tanto. Los hombres nos traen la cena y las hamacas. Pensamos pasar una buena noche en tierra firme, al abrigo de toda intemperie. Pero no contamos con los dardos incesantes de los mosquitos ni los gritos de los murciélagos. 16 DE J UL IO

Un bello efecto de sol saliente me atrae a la sabana en el extremo sur del pueblo. Llanos inmensos se extienden hasta los cerros del Cuchivero y más allá. Vastas llanuras recuerdan, como, siluetas, ciertas campiñas francesas. Algunas vacas dispersas produ­ cen manchas armónicas. Tonos finos, perlados, delicados — paisaje estilo Corot— . ¡Me encanta! Unas sesenta casas forman el pueblo, casi todas del mismo modelo. Cuatro muros de tierra roja con techos de palma, a veces sólo se trata de un techo de palma sostenido por cuatro postes o troncos de árbol. Pintorescas empalizadas rodean el conuco o jar­ dín que las separa de la casa vecina. En la plaza un árbol muerto sirve de puesto de observación a los urubúes o zamuros. Alrededor de esta plaza están: la casa del Gober­ nador, simplemente más larga que las otras; la de la jefatura, donde hemos pasado la noche, que se distingue de las otras por estar blanqueada a cal y llevar la inscripción: “Jefatura: Justicia”; y la iglesia, sola de su lado de la plaza, igual a la de los pueblos ante­ riores, igualmente precedida de unos postes con la campana, única distinción. La puer­ ta de la iglesia está abierta, entro. Al fondo, un altar de madera dorada fijado a un gran panel pintado con motivos arquitectónicos. Este panel está separado del muro, puesto allí como un decorado de teatro, se pue­ de circular por detrás. De rodillas cerca de un pilar (tronco de árbol) una mujer reza, de vez en cuando escupe como un hombre que masca tabaco32, las lagartijas pasan rápidas cerca de ella, y las alas de los murciélagos soplan las velas que tuvo el cuidado de pren­ der antes de arrodillarse. Envuelta en su plegaria, ¿por su niño enfermo, quizás?, hace votos a san Rafael y besa con fervor los pies de la estatua del santo, tanta fe debe dejar al corazón mucha esperanza. ¡Ojalá le sea concedido! Algunas estatuas, horribles para un pintor, pero bellas para esta devota, están recubiertas de trapos, sábanas, sin duda para preservarlas del contacto de los murciéla­ gos y otras alimañas que se meten por las aberturas del techo. Estos santos personajes están rodeados de exvotos, toda suerte de amuletos penden de sus manos. En suma, el interior quiere ser llamativo, contrasta vivamente con la simplicidad de la fachada. Las Bonitas merece ampliamente su nombre33, la población es amable en extre­ mo, pero desgraciadamente bastante afectada por enfermedades de todo tipo; Chaffanjon, a quien llaman “el doctor’4, distribuye remedios y quinina, lo que nos

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granjea la simpatía de todos. Sé que estamos en una estación de farniente, pero en este país de agricultura, pesca y cría, el pueblo está bastante muerto; los habitantes tienen todos el aspecto de estar saliendo de un sueño letárgico. Pasan la vida en la hamaca o en la pulpería34. Se habla de política, se pasea, se bebe y se fuman cigarrillos. Oigo a veces sonidos de cuatro. Chaffanjon acaba de cerrar trato con un hombre del país buen conocedor del río, para servirnos de patrón timonel hasta Caicara. Mi compañero se descarga así de una grave responsabilidad. Muy inquieto de no vernos llegar, el general Molina encar­ gó a unos marineros que salían para Las Bonitas preguntar por nosotros. Es que la falca en la que navegamos contiene cerca de veinte mil francos en mercancías suyas; no es sorprendente que esté inquieto. Este nuevo patrón nos agrega un hombre. ¿Cómo será él? Parece serio y honesto. Ahora ya no tendremos que hacer de marineros. En cuanto a nuestros dos marineros actuales (el muchacho* es aparte) me parecen falsos, cada vez más sospechosos. ¿Qué triquiñuela nos reservan? Miedosos y arrastrados, no son menos de temer en cuanto a nuestro equipo. Así, por miedo a que traten de hacer como los escapados, dormiremos a bordo. Esta noche, fuerte lluvia, en un cerrar de ojos transforma la calle — el camino debí decir— , en un torrente tan veloz en aparecer como en disiparse (terreno amarillo rojo muy arenoso). Los dos somos acogidos por el día en un rancho muy pintoresco donde se apiña una numerosa familia. Varios enfermos. “El doctor Chaffanjon” reparte remedios y con­ sejos. Los chinchorrosa entrecruzados en todos los sentidos. Pipa en boca, las mujeres se mecen arrullando o amamantando niños, otros niños en las hamacas se quejan, lloriquean sin cesar. Niños desnudos, fumando también, andan por entre este montón de barquitas aéreas, algunas de las cuales rozan la tierra; los unos temerosos, andan por debajo, otros más curiosos se sientan en las conchas de tortuga regadas por el suelo, suben en las rústicas sillas de piel de venado. De los travesaños del techo penden las calabazas usa­ das como vasos, recipientes. Arcos, flechas, especialmente para pescar, flechar las tor­ tugas, están colgadas, no en el muro, sino en el tabique de hojas de palma que protege el rancho del viento. El conjunto hace un bello cuadro. Regresando a dormir al bote, el muchacho nos informa que uno de los hombres ha robado varias cosas y las ha vendi­ do en la pulpería. ¡Otro más! Bueno, lo haremos arrestar en Caicara, uno pagará por todos. Hasta allá disimularemos, porque se iría, y lo necesitamos. Antes de dormir, lectura a la luz de vela, pero no mucho tiempo; los mosquitos no dan tregua.

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17 DE J U L IO

Lluvia toda la mañana. Nuestro poncho (manta) aún empapado de ayer. Refugia­ dos en la casa de la prefectura hago el retrato de Chaffanjon a sanguina. Apuntes de dos becerros bajo la lluvia, resignados con la partida de la madre a pastar a la sabana. Varias compras en la pulpería, llevamos provisiones para cuatro días, listos a levar an­ cla al terminar la lluvia. Otros apuntes de un rancho típico que completa el interior de ayer, niños desnudos con el vientre hinchado. Qué feliz sería si pudiera hacerles llegar mis apuntes al mismo tiempo que este diario; llenarían muchas lagunas y excusarían bastantes repeticiones, repeticiones ne­ cesarias ya que escribo día a día, a medida que los hechos se presentan y representan, y sin embargo aún temo ser parco, por no decir nada de mi estado de ánimo: ¡cuántos sentimientos, cuántas emociones sin expresar!... A medio día deja de llover — salida— ; a último momento visita de un francés: Flandre, habitante del pueblo desde hace quince años. No hay tiempo de hablar, ni de su vida, ni de Francia, ni del país. Nos informa que otro francés: Candi, agoniza de fie­ bre. De prisa corremos a su rancho — no es más que un esqueleto con ojos tan hundi­ dos que parecen ver al más allá— . ¡Cómo no lo vi al llegar! Le dejamos la quinina y toda mi provisión personal de sales de Vichy — sin esperanza— . ¡Morir tan lejos! ¡Tan lejos de los franceses! A mis ojos de compatriota, ese nombre mágico los transfigura, el alma de Francia los aureola. De Las Bonitas, buena pero triste impresión. Mientras los hom­ bres palanquean, Chaffanjon y yo nos quedamos bajo la carroza; largas historias, rela­ tos de su primera expedición, charlas, lectura. Frente a la isla Almacén, matan un murciélago vampiro — horrible— . Río Uyape, cuatro horas de palanca. La fiebre se apodera de mi compañero, resultado de las fati­ gas desde Mapire y quizás de la insalubre casa de la jefatura donde dormimos. Todo está inundado, no podemos bajar a tierra — se hace el sancocho a bordo— , pasare­ mos la noche aquí. Chaffanjon toma quinina, no come, y yo no pegué el ojo en toda la noche. 18 DE JU LIO

En espera de que la brisa nos permita cruzar al otro lado, ya que allí la corriente es menos fuerte, pescamos al volantín. Parece que recuperaremos ampliamente el tiempo perdido aquí, así sea, ¡pero es descorazonador estar obligado a estacionarse así y hacer­ se devorar por los mosquitos!, tenemos cuello, cara y manos ardiendo. Los marineros, en cuclillas en su posición favorita, están muy entretenidos en matar a los mosquitos, demasiado ocupados en picarles las piernas. Los indios temen a estas bestias tanto o más que nosotros.

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Chaffanjon, aún fatigado, con fiebre. Su fiebre es una vieja conocida, dice él; es una cuestión de quinina35. Viéndolo enfermo, no puedo trabajar tranquilo, hoy no he podi­ do hacer nada; no sé si he pensado, oh sí, mucho, ¡demasiado! Afortunadamente quedaba un libro. Intentamos una partida de cartas, demasiado esfuerzo. Por fin dejamos este paraje febril, pasamos a la punta de isla Almacén. Bordeamos esta isla a la palanca; a la vuelta de una caleta boscosa se nos aparece una lanchaa, gran barca de tres velas. Qué pequeña es la falca al lado de ésta. Presentaciones, hombres enfermos a bordo. Pese a su fiebre, Chaffanjon se prodi­ ga, hace consultas, distribuye medicinas. Cenamos a bordo de la lancha. Ofertas de servicios para ayudarnos a llegar a Caicara. Nuestros hombres fraternizan con los de la lancha, no hacen más que una sola tripulación. Mi compañero duerme a bordo de la lancha, tendrá más espacio y comodidad que en la falca. Decidimos incluso que, como sigue fatigado, se quedará en la lancha hasta Caicara. 19 DE JU LIO

Esta mañana solo en la falca he releído todas las últimas cartas recibidas en Ciu­ dad Bolívar, al tiempo que me producen cierta melancolía me reviven. ¡Que la fiebre de mi compañero ceda pronto! Sin llegar a desmoralizarme, me quita las ganas de dibujar. Nos hallamos frente a un fuerte chorro que hay que vencer. La lancha nos presta una curiara, dos hombres a fuerza de remos atraviesan la corriente llevando la espilla, un cable flotante. Una vez franqueado el chorro, atan un extremo del cable a un árbol, y tiran el otro extremo al río de modo que llegue flotando cerca de la falca, entonces, el o los marineros que han quedado en la falca, con el garabato, los ganchos en la mano, buscan la forma de agarrar el cable flotante que la corriente a veces arrastra lejos de la embarcación, en esos casos es necesario recoger el cable y reiniciar la operación; cuando los marineros recogen este extremo, todos regresan, y a jalar hasta que el bote pase la dificultad. ¡Chaffanjon está mejor, regresa a bordo! ¡Encantado! Isla Parmana en frente, brisa necesaria para llegarle. A la palanca se avanza más que la lancha que dejamos atrás. ¿Nos alcanzará? Paramos en el emplazamiento ennegrecido de un rancho que fue incendiado. Es la costumbre quemar los ranchos abandonados; historias. En la tierra calcinada algunas huellas de chigüire, siembras de cambures sin racimos, las hojas ro­ tas, quemadas, penden lamentablemente; campo de batatas; changuango, encontra­ mos la cena. 255


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20 DE JU LIO

Chaffanjon casi sin fiebre. La lluvia nos sorprende casi sin parar hasta el alba. ¡Aún llueve! Cielo gris para mucho rato, cielo triste, pesado, tanto para el alma como para el río. Aburrimiento, malestar, sin ganas de nada — nada hice— puedo apenas pensar, es todo. Paramos en sitios soberbios, los miro sin entusiasmo. ¿Estaré incubando algo? Hacemos hervir un gran martin pescador. Caza de mosquitos gran parte de la noche, una nube; ni a golpe de trapo era posible defenderse, ¡triste ocupación! ¡Rehúso descri­ bir el sufrimiento por esto! ¡Es demasiado bobo! 21 DE JU LI O

Por fin, Chaffanjon no siente más fiebre, todavía convaleciente, permanece medio acostado en la carroza. Tenemos los dos una larga y buena conversación. Hoy, será por la mejoría de mi compañero, me siento más dispuesto a mirar, a ob­ servar las maravillas siempre nuevas que costeamos. Son de una variedad infinita. Nunca me cansaré de contemplar tanta belleza. No sólo la masa del bosque es impresionante por su grandeza, su bella frondosidad y pintoresco recortarse del cielo, sino también por los encantadores detalles y curiosos contrastes. Las plantas más delicadas se co­ dean con las más majestuosas; las más tenues enlazan a las más imponentes. Todas quieren vivir, tener su parte de aire, de luz, hacer su ventana en la masa de frondosidad, todas se defienden valerosamente y después de asaz esfuerzos triunfan de este asfixiante enmarañamiento, para venir a respirar y desplegar, frente a mis ojos encantados, la tapicería de sus hojas extrañas reflejando el cielo. En cuanto a la orilla opuesta, es siempre una lejana cinta de bosque que se pierde en el horizonte entre cielo y río, a veces esta línea es cortada por la masa azulada de una isla, o el lomo de una montaña transparente sobre ella que parece achicarla aún más. Nubes blancas, grises o doradas ruedan sobre la escena. Siempre sin brisa, ¡qué contrariedad! Pensar que en dos días de brisa hubiésemos podido llegar a Caicara. ¡Los hombres palanquean! Dejamos la isla Parmana. Frente a nosotros, en la orilla derecha, los cerros del Cuchivero y, ya en el horizonte, el Pan de Azúcar parece nadar en el río, confundido con el cielo, y, cosa curiosa, a veces una nube tapa el pico. Entonces en su reflejo tan neto como la misma montaña, se creería ver el globo dirigible de nuestro infatigable investigador: Pompeyano. Una nube de mosquitos nos asedia. Dotados de una pequeña ventosa a guisa de dardo, estos pequeños moscones aspiran ávidamente nuestra sangre un tanto anémi­ ca, cada succión deja su marca, un punto rojo subcutáneo y una picazón insoportable. Los marineros y Chaffanjon pueden preservarse de este azote frotándose de grasa to­

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das las partes del cuerpo descubiertas. Los moscones se pegan ahí inofensivos como en betún. En un cuarto de hora las piernas de un marinero están negras con moscones pegados. Pero yo dibujo, acuarelo, tomo impresiones de plantas, escribo, toco papel a lo largo del día, por eso no puedo cubrirme de grasa... de manera que soy literalmente devorado de día, de noche, y empiezo a tener cuello y muñecas ensangrentados, en ronchas; a veces quisiera gritar, maldecir como los marineros, pero... tan vanamente como los rugidos del león de la fábula. Gran cosecha de changuango frito en grasa, el tubérculo es comestible, ¡pero muy lejos de nuestra sabrosa papa! Sin embargo, si los habitantes quisiesen cultivarla, podría en tal caso dar la misma utilidad al país que ésta en el nuestro; pero los nativos prefieren contentarse con lo que la diosa Natura les prodiga tan abundantemente36. Cenamos changuango y palomitas (tortolitas pequeñas, como hortelanos). Un des­ canso de esta nueva carne (también podrida) del almuerzo. Los gusanos se pasean y cuando ha sido mal lavada por los hombres, uno de los cuales es particularmente des­ cuidado, vemos algunas de esas lombrices nadando en la sopa y confundirse con el arroz. Se traga igual, no sin esfuerzo. Arañas grandes como una mano caminan por nuestras caras cuando dormimos en la carroza, las respetamos, comen mosquitos, ¡pero cuán poco! 22 DE J U L IO

Los marineros palanquean toda la mañana. Paramos para el almuerzo. Ya que Chaffanjon no está aún muy dispuesto, penetro solo en el bosque, tanto a la búsqueda de plantas originales como para cazar. El pequeño saco donde pongo apuntes y notas siempre atado a la correa; el Lefacheux en una mano y el machete en la otra. Entro al principio en un matorral de palmeras (género MacaniUa) de troncos erizados de espi­ nas, el suelo está sembrado de sus hojas espinosas, crueles a los pies mal protegidos por las alpargatas gastadas, agujereadas. Al salir de allí, camino libremente por un sotobosque donde los grandes árboles diseminados permiten ver a una decena de metros alrededor entre las altas hierbas, lianas, matorrales y ramas, pero a cada instante nuevos macizos se yerguen frente a mí, debo rodearlos o hundirme en la parte baja más clara para trazar mi camino a punta de machete. Después de haber vagado por más de una hora, y atravesado penosamente asaz oscura y larga espesura, tuve mi recompensa, me encontraba en una bóveda de verdor, un día grisáceo, parado en una alfombra de humus, de donde emergían algunas plantas rastreras y enredaderas cuyas hojas de un azul intenso me pasmaron de sorpresa. “Y bien — exclamé— , si se pintasen hojas así, chillarían feamente los profanos”. No creía 257


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lo que veía. Lo levanté y tuve la explicación del fenómeno. Por una pequeña abertura de la bóveda sombreada, un luminoso rosetón de cielo se miraba en las hojas que azulaban de un puro marino37. Un ruido sordo como la caída de un cuerpo seguido de un violen­ to frufrú en el monte, me sacó de mi contemplación. Me lancé tan rápido como me lo permitieron las lianas del suelo y las ramas; pero no vi sino las grandes huellas de tigre (jaguar), frescas y magníficas, las más imponentes que haya visto. En efecto, el jaguar sube a los árboles tan fácilmente como un gato; dado el peso de su cuerpo, sube con preferencia en aquellos de tronco un poco inclinado o de ramas bajas para permitirle acechar a su presa y poder saltar sobre ella. Lo que explica su veloz fuga es que, excepto los terribles ofidios como la cascabel, los animales salvajes de Ve­ nezuela huyen del hombre; por el contrario, si son atacados, se defienden con saña y la victoria no es siempre en favor del hombre... Minuciosamente seguí la pista, me condujo a una laguna, inútil ir más lejos, debo renunciar a mi tigre. Hubiese querido darle esta sorpresa a mi compañero. Pero yo fui el sorprendido al regreso. Había que encontrar el camino, algo difícil para un inexperto. Como había bordeado la laguna busqué las huellas; en vano, no vi rastros de mi pasaje, todo se había cerrado tras de mí. Iba, venía, volvía, volteaba, imposible descubrir ni una sola marca de mi machete en las ramas y troncos, no reconocía nada, y para colmo de mala suerte había olvidado mi pequeña brújula (no me separaré de ella nunca más, estará en el bolsillo de mi cinturón, con mis talismanes y recuerdos). Entonces, ya que sin este instrumento es difícil discernir, bajo la bóveda umbrosa, los cuatro puntos cardinales, me lancé instintivamente, cabeza gacha, en la supuesta dirección del Norte (hacia el río). Demasiado entrabado en la marcha, el regreso me pareció mucho más largo que la ida. A medida que avanzaba en la aventura, en lo desconocido, admito que se avi­ vaba cada vez más el temor de alejarme de la meta; cuanto más penetraba en la selva, más inquieto y preocupado me sentía. Ya consideraba la posibilidad de disparar un tiro para llamar la atención de mi compañero; pero no tenía sino cuatro cartuchos, dos de bala y dos de plomo grueso y no quería gastarlos sino en último extremo. Estaba así dando vueltas en el matorral, parándome a escuchar y procurar una orien­ tación, cuando súbitamente a diez pasos de mí, vi la sombra de un hombre. Fuerte impresión, sin saber quién fuese, reconocí a uno de nuestros marineros, el ladrón. “¡Hola!¿A dónde va?”3. Sorprendido, se para en seco, me reconoce. “A la falca3, responde. “Bueno, voy con usted’k. No le pregunté qué hacía tan ocupado; estábamos cerca de la embarcación, res­ piro tranquilo; lo cierto es que tuve un verdadero momento de angustia y mientras caminaba siguiendo a mi guía, pensaba que la selva virgen es una caja de sorpresas y que si es bueno extasiarse como pintor, no se debe nunca olvidar que se es cazador, so 258


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pena de ser una presa fácil (tanto más que no se puede trabajar sin ser acosado por los mosquitos; igualmente, al caminar, la mano que sostiene el fusil está toda ensangren­ tada de las bestezuelas aplastadas por la hoja del machete). Allí, más que en otro sitio, no se puede perder jamás el Norte. Cual animales que acechamos, cuando entramos en el monte, el ojo avizor, el oído atento a los más pequeños ruidos; siempre listos al ataque o a la defensa, ¿acaso no somos presas también? ¿Vigilados quizás por un enemigo invisible que sigue todos nuestros movimientos, dejándonos penetrar en la inextricable espesura, reptar, pasar entre las lianas para asir el momento propicio de sorprendernos? Temo sentir siempre el encanto de la jungla y olvidar a menudo el peligro. ¿Esta inconsciencia del peligro no será una fuerza? ¿Y no tengo el apoyo de mi gran amor... del arte y los buenos ángeles protectores? Largamente le conté a Chaffanjon sobre mi intento frustrado de traerle un tigre. Como se levantó la brisa, montamos todo rápidamente a bordo, utensilios y sancocho que no tuvimos tiempo de comernos y nos vamos. ¿Hasta dónde nos llevará este buen viento? En fin, andamos bien; ¡si durase! Como la corriente es más débil del lado izquierdo, cruzamos, costeamos una playa que se con­ sume, es decir, desaparece cada vez más, el río la cubre totalmente con una efervescen­ cia de torrente, en tanto que alrededor la corriente es normal. Parada, el sol poniente, sancocho de changuango. Los araguatos, monos aulladores, rugen muy cerca de nosotros. Chaffanjon y yo tratamos en vano acercarnos a estos tronantes cantores, pero el bosque está inundado: agua por todas partes, imposible de franquear y, sin embargo, están ahí muy cerca de nosotros. Del otro lado del Orinoco de un kilómetro y medio de ancho, frente a nosotros, el bello espectáculo de la ribera derecha. Más allá de la cinta festoneada de bosques al borde del río, las magníficas montañas de Cuchivero se perfilan rosadas sobre el cielo azul; aguas arriba, en el horizonte púrpura, se yergue solitario el diente azulado del Pan de Azúcar, Caicara está al pie en una bruma de oro. En primer plano, árboles muertos yacen en el río. Pasaremos la noche aquí, frente a estas bellas montañas. Ambos echados en la parte de atrás evocamos nuestros recuerdos. Largas conver­ saciones sobre Lyon, París. Sigue un prolongado silencio, cada cual se encierra en sí mismo. De vez en cuando caimanes que cazan se revuelcan en el agua con un ruido de árbol que cae al río. Cielo puro, muy estrellado, sin luna. En el negro profundo del bosque pasan unas luciérnagas, estrellas fugaces en un cielo sombrío. Estos dos cielos, estos dos abismos tan distintos, tan llenos de misterio, ¡qué contraste! 259


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La imaginación queda confusa ante tanta misteriosa grandeza. Se eleva aun bien alto a veces, llevada de ciertos sueños; pero, desgraciadamente, para recaer más profun­ damente en su oscuridad y descubrir crudamente la realidad de nuestra extrema debi­ lidad, a pesar de la voluntad más fuerte. 23 DE JU LI O

Al despuntar el alba, la ruidosa fiesta de los araguatos llena la selva. Cual furioso viento de tempestad, este coro matinal infla, silba, aúlla en el matorral tembloroso, y con modulaciones crecientes y decrecientes, se apaga paulatinamente y recomienza más violento. Lo admito, esta mañana siento alegría al oírlos y, si mi instinto de cazador se rebela contra la inundación que nos impide acercarnos a ellos, mi sentimiento de pintor está satisfecho de no poder derribar uno de estos coristas del bosque. En suma, ¿no son acaso embriones de artistas, estos monos aulladores que no temen revelar su presencia a sus enemigos con tal de satisfacer su deseo de expresar en coro su alegría de vivir y dar a este enemigo un formidable concierto de armonía imitativa, que interpreto y acepto como una alborada real? Haremos otra cena de carne pasa­ da... pero, lo sentiría mucho, salvo en caso de fuerza mayor, tener sobre la conciencia la muerte de uno de esos seres inofensivos, muy interesantes. Dejaré que mi compa­ ñero los cace. Se levanta la brisa, atravesamos y volvemos a bordear la ribera derecha. Adiós a las montañas de Cuchivero, ahora tenemos el espectáculo de la ribera izquierda que bordeábamos ayer. Llanuras inmensas, no se perfila ninguna montaña. Vista a más de un kilómetro de distancia — ancho del río— , esta ribera es siempre la mis­ ma línea negra y monótona, esta eterna cinta irregular del bosque que se torna gris hacia el horizonte, donde se pierde entre cielo y río, que animan algunas nu­ bes flotantes. Gracias a la brisa, franqueamos tranquilamente sin espilla ni gritos la boca del río Cuchivero de unos cien metros de ancho. Paramos en el ángulo superior de esta boca para hacer una observación. Como el sitio bueno para el teodolito estaba al lado de un hormiguero, nuestros pies descalzos fueron devorados por las hormigas. Del otro lado del río, en el lado derecho, se ve a más de un kilómetro aguas arriba la desembocadura del río Mapire, una gran roca parece dispuesta ahí para indicárnosla. A nuestra derecha, la isla Tarumita; más arriba, la isla Taruma, mucho más grande. El buen aspecto de una rancho nos incita a pararnos de nuevo. Caña de azúcar, maíz, tabaco crecen sin supervisión. Al bajar a tierra, mi compañero mata una culebra de agua de dos metros, inofensiva. El hace abasto de caña de azúcar, cazabe recién hecho. 260


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Son las tres, desde las cinco y media de la mañana, no hemos tomado más que una taza de café, tenemos mucha hambre, saboreamos el cazabe con avidez. Abastecimiento con­ cluido, salimos inmediatamente para aprovechar mejor la brisa, los marineros cargan leña para el sancocho que comeremos a bordo. ¡Oh! Ese changuango, ya no puedo tragarlo, con los primeros bocados me dan espas­ mos de repulsión en el estómago38, me vence, me contento con el cazabe y el papelón. A la puesta del sol, amarramos nuestras embarcaciones a unos árboles sumergidos a una veintena de metros de la orilla. Al dar brisa estaremos bien situados para sentirla y levar ancla en cualquier momento de la noche. El cielo, tan bello como el de ayer; de buen augurio. Todos se duermen, en las hama­ cas o envueltos en cobijas sobre las planchas de adelante... A la medianoche me despierto. La luna apenas emergida del horizonte sube tran­ quilamente en el cielo, tapada a veces por alguna nube. Un rocío frío nos envuelve tan­ to como su pálida claridad. Pese a los sonoros ronquidos, oigo un débil frotamiento de hojas en el ramaje que emerge del río. Pongo un dedo mojado en el aire para sentir de qué lado venía esta fuerza invisible. Y entonces, saltando de mi hamaca, lanzó el grito mágico: “¡la brisa, la brisa!” ¡Rápidamente se enrollan las hamacas y en un cerrar de ojos la amable brisa nos lleva! ¡Qué alegría! Preparan el café a bordo. Envuelto en mi manta, echado en las planchas de adelante, sin pesar por no ver los detalles, miro pasar las majestuosas y fantásticas siluetas del bosque sombrío, profundo, misterioso. Si pudiésemos llegar a Caicara esta mañana. 2 4 DE J U L IO

Al alba la brisa nos abandona. ¡Una hora más y llegábamos a Caicara! La palanca se impone. ¿Cuándo llegaremos? Se perciben muy lejanas las primeras montañas de la ribera izquierda, los cerritos Cabrutosa. Bordeamos un largo arrozal de arbustos su­ mergidos, pequeñas golondrinas, más cortas y redondas que las nuestras, se posan en las ramitas que salen del agua y revolotean frente a nosotros a medida que avanzamos. Entrevemos la punta de la isla Caicara. Un rancho rodeado de bananeros es señal de que a la primera vuelta tocaremos el pequeño puerto. A las diez paramos. ¡Al fin! ¡43 días para llegar aquí, el vapor lo hace en dos o tres como mucho! Allá nos esperaba aún una gran decepción, ¡un verdadero golpe de mazo! Cuando bajamos nos enteramos de que el general Molina está en fuga por el Arauca, por causas pobticas. Es costumbre en este país de revoluciones constantes. Hoy es él, mañana será su adversario. Se fue sin dejar siquiera una palabra para nosotros, que hemos salvado su cargamento. Adiós a los bellos sueños formados con él referentes a las fuentes. Quedamos un momento asustados, desorientados... De hecho, desembarcando sen­ tíamos un presentimiento, un frío en el corazón. 261


D IA R IO D i A U G U S T E M O R IS O T

Es el señor Albert Weil, austríaco, viajante de comercio amigo de Oublion de Cuchivero, quien, en buen francés, nos da las informaciones que deseamos, se pone amablemente a nuestra disposición. Juntos recorremos el pueblo, donde cada cual nos cuenta lo que puede del proscri­ to. Incluso, algunos nos pintan los cuadros más negros sobre nuestra expedición a las fuentes. ¡Vaya! El viaje no será retardado sino por una quincena de días, tiempo de equiparnos, y en vez de hacerlo con el general Molina y sus hombres, bueno, lo hare­ mos solos, tal vez tengamos más éxito así. Haremos estudios y observaciones científi­ cas esperando el vapor de Apure. Ya que hace escala aquí, ¡¡tal vez deje algunas cartas!! El impacto no nos acabó, al contrario, parece que todas estas decepciones vienen unas detrás de otras para abatirnos un momento, como para darnos tiempo de reco­ brar aliento y levantarnos más fuertes, más entusiastas y confiados que antes. ¡Vamos, entonces! ¡No contamos sino con nosotros mismos y adelante! ¡A fe mía! Entretenido por unos o por otros, no he visto nada del pueblo, que hemos recorrido en todos los sentidos. Esta tarde o mañana, observaré. A la búsqueda de alojamiento (no hay hotel, ni posada). Albert Weil nos presenta al general San Pedro, tendero, tiene una pulpería. Nuestro huésped tiene un aire afable y feliz de darnos alojamiento. Apenas terminamos de cenar vienen apurados a buscar a Chaffanjon, “el doctor, como lo llaman aquí. Un niño se ha caído de un burro, tiene el brazo roto. Acudimos de prisa, nos prece­ den con una linterna. Mucha gente en la casa del herido. El más bello rostro de niño que se pueda imaginar, donde llameaban dos ojos negros de rara vivacidad e inteligen­ cia, nos acogió sonriendo. La madre lloraba sosteniendo el pequeño brazo descubierto. El radio y el cúbito estaban fracturados y además habían desgarrado fuertemente la carne y causado una gran herida que habría que coser. Respondió alegremente a todas las preguntas de mi compañero. Mientras lo vendaba y ajustaba el brazo, fui a buscar el hilo de plata de mi botiquín y cuando Chaffanjon le cosía su herida y sus padres se lamentaban, este pequeño niño de diez años charlaba estoicamente, conservando su sonrisa. Fue admirable, más que aguantador, heroico. Operación trabajosa, “el doctor se desenvuelve de maravilla, se gana la simpatía de todo el pueblo atraído por el éxito... pero él teme lo que vendrá, sobre todo el tétanos, consecuencia fatal de toda herida aquí. ¡Valiente muchachito, merece vivir! Este triste intermedio nos ha distraído un tanto de las preocupaciones del día. De hecho, están totalmente disipadas. Nuestras disposiciones y nuestra decisión están definitivamente tomadas. Lo único que cambiará será nuestra embarcación, ¡pero ire­ mos a las fuentes! 262


LA PA R TID A D E C I U D A D B O L Í V A R H A C IA E L A L T O O R I N O C O

Noche deliciosa en la pequeña habitación vacía que nos fue adjudicada, paredes de tierra un poco húmedas. 25 DE JULIO. D O M I N G O

Toda la mañana he hecho la copia de mi diario que no pude continuar en ruta. Ustedes y mi hermano tendrán cada uno el suyo. Estoy casi al día. Por la tarde, acom­ pañados de Weil, hemos ido a ver una roca sobre la cual hay inscripciones indias, un tigrebien conservado, bastante bien dibujado, y un sol. Chaffanjon toma la impron­ ta con papel gris mojado. De noche, serenata en nuestra ventana. El juez de distrito, hermano de nuestro huésped San Pedro, bodeguero también aparte de su función de juez, toca muy bien la flauta; otro bodeguero de enfrente lo acompaña con el cuatro. Muy simpático y totalmente imprevisto. Lo que prueba que se puede ser bodeguero y artista — ¿no es así, Vincent?— . Chaffanjon acaba de encargar la confección de dos mosquiteros. ¡Por fin! Podremos pasar buenas noches en la hamaca39. Sol po­ niente. Apuntes. 2 6 DE J UL IO

Esta mañana nos llaman a ambos al tribunal para atender el asunto de nuestros marineros ladrones (los desertores y el presente). La sala de audiencia es de lo más simple. Cuatro muros alguna vez blanqueados con cal sostienen un techo de hojas de palma visibles entre los travesaños. Una balaustrada de madera recortada divide el cuarto en dos partes; la parte anterior es ocupada por nosotros, reclamantes y acusados. El juez civil y su escribano (el señor Siso) ocupan la parte posterior, están sentados a una gran mesa cubierta por un mantel rojo; delante de ellos, cuadernos, tinteros, mostacero de pote de cola. Al fondo, guardando algunos papeles, un armario en maravillosa madera del país lleva el título ‘Archivo”. Clavados al muro, un almanaque y una litografía del presidente Crespo. El ladrón está en la barra, apoyado en la balaustrada, quiero decir. Nuestro nuevo amigo Weil sirve de intérprete en caso de que Chaffanjon pierda algún matiz de las preguntas. En sus explicaciones mi compañero se ase a menudo de la balaustrada; mien­ tras, hago un apunte. La situación es demasiado original como para no fijar el recuerdo de esta comparecencia frente al juez civil que nos dio una serenata la noche anterior. Tuvimos que firmar nuestra deposición y ahora nuestros nombres y profesiones están inscritos para siempre en el archivo del Tribunal de Caicara. ¿Serán castigados los ladrones?, nos importa poco. Lo esencial era descargar nues­ tra responsabilidad con el general Molina, en cuanto a las mercancías faltantes en su cargamento. 263


D IA R IO DE A U G U S T E M O R IS O T

Como en Las Bonitas, los principales monumentos, las casas públicas, encuadran la plaza. Si la casa de la Jefatura no se distingue de las otras más que por un cartel pegado cerca de la puerta, la iglesia, en cambio, separada sólo por una casa de la Jefatura, tiene el aspecto adecuado a su función. Su fachada blanca tiene algún rebusque arquitectónico. Situada en la parte alta de la plaza, mira al río, está hecha de piedra y ladrillo. En el patio delantero tiene una reja sostenida por troncos o columnas cuadradas; un espacio vado se ha dejado antes de la puerta para facilitar el acceso. Tres campanas penden del travesaño. El interior me agrada más que el de Las Boni­ tas. Aunque blanqueado con cal, es más simple, más primitivo — desprovisto de orna­ mentación— ; las columnas cuadradas, blanqueadas también, sostienen una pequeña bóveda de bambúes alineados, de muy apropiado efecto. El altar está pegado al muro del fondo, una escalera de madera sube, casi vertical, hasta el rústico púlpito; el confesionario es una caja con dos planchas elevadas a cada lado de la silla sobre la que se ha clavado un pedazo de hierro blanco agujereado en cruz para que el padre pueda oír la confesión. Dos pequeños recipientes adosados a la prolongación de la base de los dos prime­ ros pilares sirven de pilas de agua bendita. Sobre un estrado de tablas, una especie de organillo que ya no sirve, algunos nichos en los muros donde se ven siempre las mismas estatuas de santos, vestidos de ropajes antiestéticos, pero cubiertos de adornos y joyas antiguas muy notables. Como veis, el más bello de los monumentos que se encuentra uno aquí desde Bolívar es aún más primitivo que la más rústica de nuestras capillas campestres, su mobiliario es emocionante por su simplicidad ingenua. El cura acude desde Bolívar una vez al año a oficiar misa. Lo esperan precisamente mañana. Se preparan a celebrar su llegada. El puebloa es más importante que los anteriores — no tiene menos de cuatrocien­ tos habitantes— , todos muy corteses y hospitalarios. Pero me parece que no crean nada, no buscan nada, viven por vivir, después de ellos no quedará nada. Dichosos los pueblos sin historia. Y, sin embargo, cuántas cosas, maderas maravillosas perfumadas, por explotar, aparte de la cría, la agricultura y el intercambio. ¿Será linfatismo o desáni­ mo? Será porque el gobierno los presiona, les ata las manos, no lo sé; pero constato que no hay ningún oficio, nada de industria. Las personalidades, generales, juez, jefe civil, se ocupan sólo de mercantilismo, todos tienen una pulpería — lucrativo, seguramente, pero que no produce nada, más que alcohólicos, bastante ron se bebe— . La mayoría de la gente mata el tiempo meciéndose en sus hamacas o yendo a hablar al matadero, vasto caserón sin techo al borde del río que sirve de club y de observatorio. De allí ven venir los raros barcos que por aquí pasan y son los primeros en recibir las noticias. En esa espera algunos se dan a la pesca, los otros ven, aprueban, critican o dan exclamacio­ 264


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nes cuando algún pez salta del agua. He aquí la ociosa vida de la mayor parte del pueblo que compadezco de corazón. Largos paseos en la tarde con Albert Weil; interesantes charlas. Afortunadamente se camina muy despacio, de otra manera sería fácil romperse el cuello con los numero­ sos accidentes del terreno, incluso se tropieza uno con algún rumiante o un caballo dormido en mitad de la vía. 27 DE J ULIO

Arrastrado sin duda por las vaquillas privadas de sus becerros, que se quedan ence­ rrados en los corrales, el ganado regado por la sabana viene por sí mismo a recogerse en el pueblo a la caída de la noche, se dispersa por los caminos y duerme donde sea. Nos dimos cuenta ayer. Y si de los bosques circundantes, donde abundan, sale un jaguar merodeador, hambriento, el ganado nervioso se pone a mugir horrorosamente duran­ te toda la noche. Acostumbrados a la algarabía, los habitantes no se perturban; saben que el felino no se arriesga a entrar en el pueblo. Por la mañana cada vaca se dirige a la casa de su dueño para dar su leche y ama­ mantar a su becerro, al que mantienen encerrado. Sólo que antes de dejarlo mamar, lo amarran a la pata delantera de su madre y, mientras que la ordeñan en una gran cala­ baza, lame a su cría para calmarlo; él, insensible a las caricias, no ve más que una cosa: la leche que le roban, y tira de la cuerda con los ojos desorbitados. Por fin, cuando la ra­ ción de leche parece suficiente, le ceden el puesto al becerro hambriento... A una hora fija, todas las reses se reúnen en la plaza y, entonces, una de ellas, la guía, empieza a dirigirse hacia la sabana... Es la señal; todas la siguen silenciosamente y se dispersan por la vasta pradera frente a la selva. Supersticiones del país: es inútil cuidar al ganado enfermo, una oración a san Pablo basta para obtener la cura. Cuando se cruza un río, sea a caballo o a nado, hay que morder un pedazo de tabaco si se quiere escapar de los dientes del caimán o a las fulminantes descargas eléctricas del gimnoto. Retrato a sanguina de la Sra. San Pedro, esposa de nuestro huésped. Os he dicho que el general San Pedro tiene una pulpería, al igual que su hermano, el juez de distrito, artista músico, compositor, autor de buenos valses. El Jefe Civil y va­ rios otros generales de la región se ocupan mucho de mercantilismo. Es la manera más práctica de vivir sin esfuerzo, famien te a placer; también les permite a los artistas, como el juez músico, dedicarle largas horas a su arte. Basta con que tengan algunos miles de francos en mercancías para que puedan realizar lucrativos intercambios con los indios que acuden en fechas fijas con sus productos: grasa de huevo de tortuga, sarrapias (o habas de Tonka), muy buscadas por su perfume y pagadas muy caro por los norteame­ 265


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ricanos. Sería la gran riqueza regional si no fuese por la avidez del gobierno (una histo­ ria de monopolio)40. Cena en casa de nuestro huésped. Se sirve primero, después nos presenta el plato, su mujer y su madre se sirven después de nosotros. Buenos platillos, muy peculiares. Las mujeres fuman y mascan tabaco, los niños desnudos fuman también cigarrillos1en actitudes duras de hombres hechos. Cómo está constituido el pueblo: la mayoría de las casas son de tierra blanqueada exteriormente, e interiormente con los techos de hojas de palma — una o dos, como la de don Enrique García, están hechas de piedra, ladrillos y tejas— , algunas en los alrededores son simplemente ranchos al aire libre, el techo de palma es sostenido por cuatro pilotes o troncos de árbol y hay un tabique movible para protegerse de viento y lluvia. La calle mayor del pueblo (el único camino de verdad, yo diría) está bordeada de pulperías, la única forma de comercio aquí. La civilización parece más desarrollada que en los pueblos anteriores —han sabido darse cierto confort— , viven muy bien, sin hacer nada o casi nada — ya que no crean nada—-, viven lo mejor que pueden — se pasan la existencia fumando, comiendo, be­ biendo y meciéndose en las hamacas, eso es todo, sólo las mujeres trabajan— . Caicara está situado en la ribera derecha del río, al pie de un pequeño morro arbo­ lado que lo domina por el Sur, y sobre el flanco del cual todavía perduran las ruinas de un pequeño fuerte construido por los misioneros41. Las grandes sabanas se extienden al Este; la masa negruzca de los bosques sube al Noreste; al Oeste, en medio del río, se perfila la isla de Caicara que se destaca del fondo lejano y más azuloso de la otra ribera donde se yerguen los cerritos Cabrutos. Al Oesudueste el panorama es magnífico. El río dobla basta perderse de vista, su larga cinta está enmarcada por varias cadenas montañosas, cuyos últimos planos de un gris azul tan delicado se pierden en el firmamento, en tanto que el Pan de Azúcar, muy cercano a nosotros, sobresale vigorosamente de todo lo que lo rodea. Notas de color al poniente. 28 DE JU LIO

¡Ah! ¡Qué mortificante me resulta no saber más español!; ¡cuántas cosas hubiese podido notar! Incapaz de interrogar, escucho, pero comprendo poco o mal, hablan de­ masiado rápido, desgraciadamente temo ser refractario al español, en Francia clasifica­ ré el material42; por el momento escribo al paso del pensamiento, a medida que las cosas me llegan; no busco fiorituras de retórica, sólo las flores del borde del Orinoco, y aún lo hago mal... Empecé el retrato de Weil, débil recuerdo comparado con lo que pensaba hacer para él. Es bueno encontrar tan lejos un corazón recto, tan amable, desinteresado, servicial 266


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tanto por puro gusto como por simpatía. Como Page de Caracas, dejará huella en mi recuerdo. Subimos al sitio del fuerte, construido por los misioneros españoles en el flanco del picacho que domina el pueblo. Hace más de dos siglos que fue destruido junto con el pueblo por los indios caribes que masacraron a todos los pobladores de la misión. Algunos vestigios aún, muros de ladrillo y piedras, puertas de madera podrida. Es todo. En la misma loma, cerca de esos últimos restos del orgulloso fuerte, tristes testigos de la inestabilidad de las cosas, el cementerio de tumbas blancas, donde terminan los más ambiciosos y los más humildes, avivan aún más en nosotros el sentido de nuestra fragilidad. Entre los sepulcros españoles, llamativos bajo el cielo de fuego, hechos de tierra y ladrillo en una forma curiosa y novel para mí, unas tumbas indias me conmueven par­ ticularmente por su simplicidad ingenua. Sobre la tierra removida que cubre el cuerpo, un simple bambú acostado a lo largo, imagen sin duda del hombre que es un ser, un árbol caído del humano bosque. En otro sitio, cuatro piedras están dispuestas como las que usan los marineros para hacer el sancocho. ¿Símbolo del hogar apagado? No sé, se me escapa su significado. A pesar de un sol terrible y un dolor de cabeza persistente, no puedo resistir el deseo de hacer rápidos apuntes. Al regresar al pueblo nos enteramos de que el cura, en viaje parroquial, acaba de llegar. Gran fiesta, fuegos artificiales, etc. No veo más, violento dolor de cabeza, va en aumento... 5 DE A G O S T O

Hace ocho días que no he podido escribir; 29,30 y 31 de julio, fiebre cerebral. Parece que he delirado dos días y dos noches. El termómetro marcaba 41 grados, 126 pulsacio­ nes por minuto; yo estaba rojinegro, a punto de estallar. Chaffanjon se asustó. Me hizo tragar cantidades de bromuro de potasio y quinina durante estos tres días de lucha contra la muerte. Al fin, me ha salvado de mucho y bien salvado. ¡Pero cuántos sufri­ mientos! ¡Pobre cabeza! Nunca la pasó tan mal. Poco faltó, pero no es y no será... en mi delirio me preocupaba algo que divirtió mucho a mí compañero. Pregunté varias veces, con insistencia, por qué los lioneses querían quitar la estatua de Jacquart para ponerla en el lugar de la de Suchet y un montón de cosas incoherentes más o menos entendibles. Prefiero eso que haber librado los secretos de mi corazón. Recuerdo haber tenido un momento de lucidez, al final del tercer día, me dice Chaffanjon. Saliendo de mi sopor, me escuché hablar, hablar sin parar, cuando repenti­ namente, tomando conciencia de mis palabras, salto de mi hamaca como movido por un resorte y digo a mi compañero: “Pero ¡parece que lo he tuteado!”43. “No importa, viejo — me dice— , sigue” y seguí. ¿Qué dije? No sé, me dormí, estaba salvado. La con­ 267


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valecencia será un poco larga, no tan fácil se recupera el vigor. Hoy 7 de agosto, aunque débil, sin apetito aún, me siento bien, es tan bueno no sufrir más; con un poco de buena voluntad pronto estaré restablecido: ella no me falta. Es el precio de los afanes, de coger frío una y otra vez por las lluvias seguidas del día y de la noche. También es la consecuencia de la mala alimentación, del hambre con frecuencia, y sobre todo de la fiebre comprimida causada por las picaduras de mosqui­ tos; demasiadas cosas debilitantes, enervantes, acumuladas y padecidas durante el via­ je. Como entrada, esto ha sido rudo —pero puedo contarlo— y he renunciado a menudo a describir todos los sufrimientos siempre repetidos. Estoy purgado, ¡loado sea Dios! Y mi compañero también. Un poco de descanso y retomaremos nuestro impulso hacia las regiones altas del Orinoco — donde, naturalmente, nos esperan los mismos males y aún otros, pero esta fiebre me habrá endurecido y aguantaré mejor— . Hay que pasarla, es una vacuna. Pienso que en el cementerio, cuando hacía los apuntes de las tumbas, bajo un sol aplastante, tuve la imprudencia de quitarme el casco para secarme la frente sudada. ¿No faltaba más para agudizar el dolor de cabeza y empeorar la fiebre incubada con una insolación? ¿Quizás? 11 DE AGOSTO

Todos estos días me he dejado regresar tranquilamente a la salud, sin mucho pen­ sar, la enfermedad adormece el espíritu y la memoria; pero es ya otra cosa... pienso, por lo tanto, estoy con ustedes. Hemos recibido la visita de Oublion, estuve encantado de conocerlo; muy simpáti­ co; pero desgraciadamente acabado por la fiebre que lo consume. Va a temperar a Va­ lencia. ¡Otra historia aún! ¡Otro más al que la suerte no ha perdonado! Con el cerebro entumecido todavía y el cuerpo débil, no pude disfrutar como hubiese deseado de los momentos que nos dedicó. Esperamos cada día las cartas que debe hacernos llegar el Cónsul en Bolívar. Será eso lo que me repondrá definitivamente. Como veréis, estoy totalmente fuera de peli­ gro ahora y listo para reanudar nuestro viaje en dos o tres días. No deben inquietarse. Sólo caigo enfermo en las ciudades y pueblos que tienen cierta analogía en el nombre: Caracas, Caicara. Más arriba, los raros pueblos que hay no tienen la misma sonoridad, por lo tanto, ¡ya no correré más riesgos! ¡Si esto los hace reír, tanto mejor! 15 DE AGOSTO

Hoy llega el Apure, gran, gran felicidad: ¡recibí cartas de Bolívar! ¡Correo completo, madre, hermanos, amigos! Puedo partir ahora, no esperaba nada más. 268


LA P A R T ID A D E C I U D A D B O L IV A R H A C IA EL A L T O O R I N O C O

Qué deliciosa tarde, metido en mi hamaca, devoré todos esos queridos escritos. Ya no estaba aquí. Aun cuando mi pensamiento no los deje ni de día ni de noche, hoy estaba más cerca de ustedes, tanto, que leyendo, tenía la ilusión de estar allí. Así pasé un momento muy dulce que renovaré a menudo, ya que deseo releer estas queridas cartas muchas veces, cuando, entristecido, no se sabe por qué, uno necesita tener mentes amigas para hacernos olvidar la nuestra. Mañana salimos para San Fernando de Atabapo en una falca distinta; dejaremos aquí la del general Molina; cuando estemos en San Fernando de Atabapo, tomaremos cada uno una curiara con dos indios para remar y timonear, así hasta las fuentes. Muy pocas provisiones, vivimos sobre todo del producto de nuestras cacerías, que es muy abundante en el Alto Orinoco. Las lluvias cesarán pronto. A fin de mes el río empezará a menguar y los bosques dejarán de estar inundados, lo que facilitará el acceso. De manera que hemos comido nuestro pan negro de primero. Lo que falta es más difícil, pero sufriremos menos, tenemos mosquitero. Para algo sirve la calamidad. Durante mi convalecencia copié el diario, para ahorrarle a estas señoritas el trabajo de hacerlo. Se lo mando hoy, ojalá les llegue. Estén tranquilos por mí, no me enfermaré más. Me siento fuerte, muy fuerte. Esperen como yo. El Orinoco baja, decrece lentamente. Así será hasta octubre. Bellos crepúsculos me atraen al puerto herboso y pantanoso. Por encima de la masa violácea de la isla Caicara y de las montañas azuladas de Cabruta ruedan, en un cielo de oro rojo, pesados cúmulos malva, montañas vaporosas, aisladas, de cimas redondeadas, móviles, atravesadas de una línea de fuego. Negras siluetas de lavanderas parecen moverse en un río en fusión y sacar oro en sus totumas44. Estas mujeres peonasa, la mayoría mestizas de indio y negro, son como las negras de Martinica, usan su cabeza como si fuese un mueble, una mesa, todo lo ponen encima, con la mayor facilidad. Para no ir en busca de otra calabaza donde poner la ropa que acaban de lavar, prefieren colocarla toda chorreante sobre la cabeza a medi­ da que van lavando y seguir así su labor. De noche vuelven al pueblo, rectas, con la cabeza hundida en un montón de ropa empapada; otras, verdaderas aguadoras, llevan calabazas, jarras. Los peones llevan también sobre su cabeza caparazones de tortuga en los que ponen todo tipo de materiales, piedras, ladrillos, etc. A la tarde cada cual se distrae como puede; cuando hace buen tiempo los indios se reúnen frente a las ranchos, unos tocan flauta o cuatro-, otros canturrean agachados en círculos y hacen acordes armoniosos muy agradables. Pero, sobre todo, lo que hay son interminables charlas, fumando cantidades de cigarrillos. 269


D IA R IO D E A U G U S T E M O R IS O T

Como no quieren molestarse en coger una silla, se sientan sobre sus talones y ha­ blan así agachados durante horas, en tanto que a nosotros nos es imposible permane­ cer así más de cinco minutos sin marearnos al levantarnos. Y es interesante verlos en plena charla, se puede, sin entender lo que dicen, comprender parte de lo que conver­ san siguiendo su mímica muy expresiva. El cuerpo, los labios, las manos, los ojos, todo tiene su papel en el relato. Gesticulan tanto como hablan, si no más — así mismo cuan­ do se les pregunta alguna dirección, la respuesta es una mueca explicativa— , avanzan desmesuradamente los labios emitiendo un sonido y voltean la cabeza del lado que quieren señalar. Parece que esta mímica es aún más pronunciada entre los indios. Las pulperías son los sitios de reunión preferidos. Los peones vienen a tomar gua­ rapo45, ron blanco o aguardiente, no bajo el zinc, sino sobre una especie de banco en el cual los consumidores se sientan entre las mercancías. Acompañan la bebida con un pan dulce: cuca46, parecido a nuestro pan de espiga. Bellos perros indios atigrados acompañan a sus amos; se supone que no retroceden frente a los jaguares; sería interesante llevarse uno al Alto Orinoco. La pulpería de en­ frente es el casino del lugar; los parroquianos juegan con dinero todo el día, recostados en el mostrador. Cosa sorprendente, la moneda francesa circula con profusión. Tan lejos, causa placer ver algo que habla de Branda. 19 DE AGOSTO

¡Ah! ¡Por ejemplo, es demasiado! Retomé ayer una fiebre que me ha liquidado por completo. ¡Siempre la pobre cabeza! Creí que iba a ser lo mismo que la otra vez. Afortu­ nadamente una fuerte transpiración y la quinina la detuvieron. Ahora tengo dolor de cabeza persistente pero sin fiebre. Es el turno de Chaffanjon, quien está como yo esta­ ba ayer. El cuarto* (pieza húmeda, vacía, de suelo esponjoso, que poco faltó para que fuese mi tumba, donde vivimos desde hace un mes) sin duda es causa importante de estos nuevos accesos, lo recordaremos. Como no deseamos dejar los huesos aquí, nos mudamos de cuarto. Recibimos una buena carta de Weil. Durante mi enfermedad sus negocios lo requi­ rieron en Cuchivero. Siento mucho no haber podido terminar su retrato. ¡Qué encanta­ dor muchacho! Es gracias a él que diario, apuntes y dibujos podrán llegar a ustedes. No podría confiárselos a nadie de más sincera devoción. Así se habrá salvado mucho si, por desgracia, nuestra embarcación naufragase y nuestros futuros y preciosos documentos se perdiesen47. Por haberse detenido en Las Bonitas, Weil nos da noticias del francés Flandre, quien acaba de casarse con una negra fea y vulgar; acaba de perder a su padre y a una herma­ na casada con un peón del general González Gil, el otro francés, Candi, murió de la 270


LA P A R T I D A D E C I U D A D B O L Í V A R H A C I A E L A L T O O R I N O C O

fiebre que padecía cuando lo vimos. Cuántas muertes en tan corto tiempo. ¡Tristes novedades! En cuanto a Weil, le va bien, pero pasa hambre, en Cuchivero sólo se consi­ gue para comer papelón y cazabe, ¡pobre amigo! En cambio está muy entusiasta de la bella naturaleza tropical que admiró en el corto trayecto que hizo en curiara de Caicara a Las Bonitas y lamenta haber venido en vapor desde Bolívar hasta aquí. No había visto nada y no conocía la selva virgen; ¡hubiese querido haber hecho el viaje como nosotros y con nosotros en falca! Lástima que sus negocios no lo requieran en San Fernando de Atabapo. ¡Tendríamos un agradable y simpático compañero! Dos mercaderes traficantes preparan una falca para remontar el Orinoco hasta el río Negro por el Casiquiare; van a intercambiar sus mercancías con los productos de los gomeros48 e indios recolectores de caucho. Chaffanjon acaba de hablar con ellos para que nos lleven hasta San Fernando de Atabapo. Allí fletaremos cada cual una embarca­ ción ligera, una curiara, lo que nos permitirá efectuar más rápidamente nuestro viaje a las fuentes. 21 DE AGOSTO

Salida de Caicara. ¡Al fin, nos vamos de este nefasto pueblo! Los dos últimos días que pasamos aquí fueron dos días más de fiebre para Chaffanjon y para mí. Hoy estamos todavía afiebrados, el aire libre del río nos revivirá. No es la opinión de la gente del pueblo, dicen, hablando de mí, el más enfermo: “Pobrecito el pintor, el río lo matará, va a la muerte”49. Nosotros creemos, al contrario, que este pueblo será nuestra perdición, es tiempo de huir de él. ¡En Caicara 28 días y no he hecho nada o casi nada! Estuve constantemente enfer­ mo o en un estado de postración tal que me era imposible concentrarme de ninguna manera. ¡Siempre desganado, el cerebro entumido, sin voluntad de reacción, único es­ tado de bienestar después del sufrimiento! Aún una fuerte lluvia en la mañana, ¡ojalá sea la última! A las ocho de la mañana, salida; nos instalamos de cualquier manera en la falca con Agüero y Castel, los dos mercaderes en viaje al Alto Orinoco. La tripulación se compo­ ne de un timonel y cuatro marineros, entre los cuales va un negrito, Campo, despierto, inteligente y servicial. De manera que somos nueve en una falca más pequeña que la anterior, sin contar a Sultán, gran perro de pelo amarillo corto, perteneciente a Castel y que cuida bien su puesto. Estamos bastante incómodos, apenas caben dos bajo la ca­ rroza, bajo el techo de hojas de palma. En noche de lluvia, ¿cómo haremos para dormir? Un amontonamiento indescriptible. Nuestro pequeño equipaje está sepultado en com­ pleto desorden entre los barriles, bajo los sacos y cajas de mercancías. Sólo los instrumentos, teodolitos, armas, cartones de dibujar, que se usan a cada instante, están al alcance de la mano. 271


D I AH ÍO D E A U G U ST E M O R IS O T

El bosque está inundado, nos amarramos a una rama emergida, frente al Pan de Azúcar. Como en la falca hay puesto para colgar dos hamacas solamente — una de los cor­ dajes de proa al mástil; otra de los cordajes de popa— , Castel y Agüero se instalan rápidamente. Chaffanjon y yo nos acostamos bajo el techo, enrollados en nuestras co­ bijas; los hombres, sobre las planchas de adelante. Aunque no pudimos usar nuestros mosquiteros, la noche fue pasable. 22 DE A G O S T O

Esta mañana pasamos frente a Cabruta, pueblo de la orilla derecha al pie de la ca­ dena de colinas que veíamos desde Caicara más allá de la isla del mismo nombre. Mi compañero estuvo allí en su primera expedición; un importante poblamiento de indios guamo, ahora dispersos, estaba en el sitio del pueblo50, hoy compuesto de una cincuentena de casas. Sus habitantes se dedican principalmente a la cría de ganado y caracterizan el auténtico tipo del llanero, o cowboy de las llanuras: jinete audaz, valien­ te, que caza al jaguar o al puma con una simple lanza en la mano. Se dice que los habitantes de Calabozo, la principal villa llanera, poseían ellos solos más de un millón de bueyes y caballos, desgraciadamente sacrificados en su mayoría durante las guerras civiles. Fueron los llanerosaliderados por el indio Páez51 quienes, con su valor, decidieron la suerte de la guerra de Independencia. Los dos personajes con los que habremos de convivir hasta San Fernando de Atabapo son bastante diferentes de carácter: Agüero me parece un buen tipo —gran­ de, moreno, ojos sonrientes, mirada franca, aficionado a la poesía— , es simpático; Castel, ni moreno ni rubio, aspecto vago, media estatura, gran bigote rojizo, mirada dura, hui­ diza, voz desagradable — se las da de filósofo pero no termina de convencer— . El uno quizás haga soportable al otro52. A las cuatro atracamos en la antigua misión capuchina; altos cactus yerguen sus esqueléticos candelabros por encima de las tres o cuatro casas plantadas sobre la ribera en pendiente. Dos indios viven ahí, en un hormiguero de mujeres y niños desnudos de vientre hinchado y piernas raquíticas. Nos acogen muy cordialmente. Inmediatamente una de las mujeres muele el café, sin molino. En una piedra hueca apoyada en un trípode he­ cho con varas, muele los granos con una piedra redonda y como hecho a la medida, hace deslizar el café molido en una media calabaza colocada sobre otro pequeño trípo­ de, debajo de la piedra. ¡Imagínense, obreros de Lyon, se juega a las bolas aquí, sin ustedes! 272


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En el recinto que rodean las ranchos, unas bolas yacen como viejas amigas. Aunque no muy redondas, me doy el lujo de hacer algunos puntos, de tirar algunas. Nos acostamos en Capuchino; en el mismo juego de bolas, las hamacas colgadas a postes para amarrar becerros. Unas bolas bajo nuestras hamacas. Hecho para la ilusión. ¡Viejo Lyon! ¡Vamos! 23 DE A G O S T O

Agüero nos deja, obligado a regresar a Caicara por negocios. Piensa reunírsenos en La Urbana. Habría preferido que fuese Castel. Bordeamos varias colinas de un verde claro sembrado de rocas negras. Como estamos en la ribera derecha, no hemos podido ver la boca del Apure en la otra ribera, a casi tres kilómetros de ésta. Este importante afluente del Orinoco, donde abundan los caimanes, limita el in­ menso país de los llanos\ los vapores lo remontan hasta San Fernando de Apure. Entro en tratos con la temible pulga nigua. Esta pulga microscópica se caracteriza por introducirse en los poros, generalmente de la planta del pie, y establece su morada ahí. Se alimenta, se desarrolla, desagrega el tejido para alojar una gran célula, donde deposita sus huevos. La piel que cubre esta célula, al no recibir sangre, se descolora; un pequeño círculo de piel muerta se dibuja claramente, con un pequeño punto negro en el centro: es la cabeza de la pulga, que toma aire mientras empolla. Una fuerte comezón en la planta del pie derecho la descubrió. El negrito Cam­ po Verde me sacó con gran habilidad esta nigua, sin romper la célula (eso hubiese diseminado los huevos por la herida); se parece completamente a una grosella blan­ ca. En la herida, en el agujero que ocupaba la célula, puso una pizca de tabaco para prevenir el tétanos. Si no se tuviese el cuidado de sacar estos insectos apenas se siente la comezón, se multiplicarían tan rápido que causarían caries de los huesos, gangrena del pie. Bordeamos un alto farallón de rocas negriazules; sobre el lomo redondeado de esta colina rocosa, grandes bloques de rocas parecen haber sido colocados ahí, en equilibrio, por manos de gigante. De noche llegamos a un rancho inhabitado e inhabitable, al pie de una inmensa roca prolongación del farallón, auténtica montaña este monolito; la punta de los árbo­ les más grandes le llega apenas a la mitad, otra roca menor alberga el rancho al Oeste. Fraternizamos con la tripulación de una falca, todos indios banivas. Cuelgo mi hamaca en el mástil de la falca de ellos — no hay sino dos puestos en la nuestra— ; adelante para Chaffanjon y encima del techo para Castel. Uno de nuestros marineros y el pequeño Campo, también, hablan muy bien su lengua. 273


D IA R IO OH A U G U S TE M O R IS O T

Asisto a una larga conversación india, muy peculiar. Hablan mucho por la nariz, con gestos pausados muy expresivos. En cuanto a los otros marineros, los raciónales53, son del mismo tipo que los pre­ cedentes. 2 4 DE A G O S T O

Nos detenemos frente a la piedra de La Encaramada. 25 DE A G O S T O

Muy poco nos favorece la brisa, entonces, para variar el placer de la palanca em­ pleamos de vez en cuando los grandes remos. Difieren de los canaletes en que tienen el mango muy largo. Gracias a ellas avanzamos aceptablemente, y la cadencia de los re­ mos nos reposa y agrada, ya que cuando usan las palancas, son unos gritos continuos, esfuerzos constantes que fatigan incluso a los que miran. ¡Cuántos nidos se destruyen con las palancas! 27 DE A G O S T O

Antes del alba, cuando el cielo apenas se colorea con las primeras luces del sol, aún se ven las pequeñas golondrinas de noche revolotear alrededor del barco, y entonces todo desaparece a la salida del sol radiante tan espectacular, y tan terrible unas horas después. 28 DE A G O S T O

Sentado sobre la carroza, sobre el techo donde pasamos casi todo el tiempo, al ver flores, hojas o plantas dignas de ser dibujadas o impresas, se las señalo al negrito Cam­ po, quien, con la curiaríta que llevamos amarrada atrás, las recoge y las trae triunfal­ mente, a veces en mal estado. Esta curiaríta, de gran utilidad, permite también rescatar la caza cuando ha caído al agua. Desde hace un tiempo vamos hacia el Sur, Suroeste, no tenemos más el sol ponien­ te en los ojos, está un poco a nuestra derecha. 29 DE A G O S T O

Hacemos parada en piedra Buena Vista. Frente a nosotros, del otro lado del río, están las famosas playas donde cantidades enormes de tortugas gigantes acuden a des­ ovar, en este momento la crecida del río las cubre. Entre marzo y abril, época de la puesta, los indios van allá a cosechar: en las playas de arena de más de tres kilómetros, 274


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encuentran una espesa capa de huevos, enterrada a sesenta centímetros de profundi­ dad. Cada tortuga pone entre 100 y 120 huevos, esféricos, sin cascarón, envueltos en una fuerte membrana y del tamaño de los de gallina. El amarillo muy voluminoso contiene una materia grasosa de la que extraen un aceite que podría ser alimenticio si se tuviese cuidado de desechar los dañados — des­ pide por esto un olor detestable y no puede servir sino a la industria— . Es muy fino, hacemos el ensayo en nuestros fusiles54. 30 DE AGOSTO. TARDE

Al fin estamos en La Urbana después de nueve días de navegación sin brisa, sin poder bajar a tierra, excepto en Capuchino, y noche tras noche las mismas lluvias. Como mi sitio de dormir es sobre la carroza, las costillas maltratadas por los travesaños, expuesto a todas las intemperies, siento esta tarde una verdadera felicidad de estar en tierra y poder dormir en mi hamaca, ¡en una rancho, sin cuidado de las lluvias! El efecto de la fiebre y de la quinina ha debido paralizar mi entusiasmo por los apuntes, ya que durante estos nueve días de malestar e incomodidad exagerada, ape­ nas he usado mi lápiz... una o dos veces creo, ¡es triste! Estoy insatisfecho... pero si su­ pieran cómo estas enfermedades y estos remedios lo echan a uno por tierra... Esperemos que me vuelva el gusto. Nos hemos encontrado aquí con Raimundo Molina (hermano de Manuel José Molina, Gobernador del Alto Orinoco). Como él sube también a San Fernando de Atabapo, haremos el viaje juntos, él y otros dos pasajeros, Otto y Figueredo, en su falca, y nosotros dos, en la de Castel, que vamos a acomodar un poco mejor. La Urbana55 está al borde del río, al extremo de una cadena de montañas, al pie del cerro La Urbana, monte alto y boscoso con una cruz en la cumbre (recuerda la de Cugny cerca de Bénonces); sin duda, el sitio de una antigua misión. El pueblo está compuesto por unas sesenta casas, algunas cubiertas de tejas o incluso por planchas de zinc; pero la generalidad conserva el carácter local con el pintoresco techo de ho­ jas de palma. Siempre la misma plaza cuadrada del lado de la sabana y, en esta plaza, la misma iglesita blanca mirando hacia el río; las mismas pulperías tan numerosas y siempre el mismo pueblo, negros, mulatos, mestizos, pocos blancos, que pasan su vida mirando el río al mismo tiempo que su existencia monótona y ociosa. Sin embargo, durante dos meses al año hacen, parece ser, la cosecha de la sarrapia o haba de Tonka y la de huevos de tortuga — son, por lo tanto, bastante parecidos a los especialistas vendimiadores en Francia que trabajan un mes al año— . 275


D IA R IO D E A U G U S T E M O R IS O T

31 DE AGOSTO

Estadía en La Urbana. Algunas impresiones de plantas durante la mañana. Arre­ glamos el interior de la carroza, estaremos un poco más cómodos, es decir, menos mal. ¡Cosa notable! Un andamiaje de aserradero de troncos largos está instalado en la orilla del río, a pocos pasos de la falca, y he visto trabajar durante hora y media en un día y medio de estadía en el pueblo. Es la primera vez desde Bolívar que veo hacer algo, un oficio cualquiera. La tripulación se ha renovado completamente, los cuatro marineros y el patrón son todos indios banivas; el negrito Campo forma parte de la tripulación de la falca de Raimundo Molina con la cual viajaremos en caravana. 1 DE SEPTIEM BRE

A las cuatro de la mañana retomamos el río, en ruta a San Fernando de Atabapo. Parada a las diez en una rancho en medio de algunas plantaciones, de un conuco?6. Compramos caña de azúcar para chupar y yucas dulces, legumbres para el sancocho. Tenemos la suerte de asistir a la preparación del cazabe y compramos unas tortas frescas. Antes de cocerlo, se extrae la harina de tapioca de la planta de yuca dulce57. Para eso, se toma la raíz tuberculosa de esta planta58 que se raspa en un rallador horizontal, tronco de árbol hueco, con la capacidad de uno de nuestros calderos de campaña. En­ tonces ponen esta masa en un sebucán59, cilindro trenzado suspendido y que tiene la particularidad de alargarse al ser estirado por la base; el jugo sale por las fibras trenza­ das y queda una pulpa blancuzca que secan. Al secarse, la apilan en un recipiente de madera, de un segundo tronco de árbol, vertical. Después, para cocer la torta, se extien­ de esta harina de mandioca sobre el budare. pequeño horno de tierra que se cierra arriba en una placa circular de setenta a ochenta centímetros de diámetro, de tierra, igualmente; sobre ésta se extiende la torta. En la base del cilindro se encuentra una abertura para introducir la leña de la cocción. Cosa curiosa: el jugo de esta raíz comesti­ ble es venenoso, se dice incluso que se usa para hacer el curare: violento veneno en el cual mojan los indios sus flechas60. Pasamos frente al caño San Rey. Paramos al pie de unas montañas de rocas graníticas, las rocas San Rey, desnudadas y amontonadas por las lluvias en un caos fantástico. Curioso ejemplo de erosión. Enormes bloques de rocas redondeadas, sorpren­ dentemente equilibradas, se sostienen por su propio peso, como por arte de ma­ gia, sobre un solo punto muy estrecho. Frente a estas rocas una familia de indios yaruros subsiste de la pesca y la caza en la otra orilla — últimos vestigios de una grande y rica nación— .

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LA P A R T ID A D £ C I U D A D B O L ÍV A R H A C IA EL A L T O O R I N O C O

2 DE SEPTIEM BRE

Cartuchos de dinamita en el río. Sacamos cuatro grandes payaras y otros peces pequeños. Violento chubasco (tempestad). Orilla derecha, las crestas escarpadas y selváticas de los cerros Barraguán se perfi­ lan majestuosamente en un cielo sereno. Pasamos al pie de sus caóticos contrafuertes; apilamientos de rocas gigantes que se derrumban en el río que tiende a estrecharse; en este paso la corriente es más fuerte. 3 DE SEPTIEM BRE

En medio del día cruzamos la boca del río Suapure y unas horas después la del río Caripo. A las cuatro paramos frente a la isla Santa Bárbara. Magnífico rayo verde al poniente. Detrás de nosotros la imponente masa de los cerros Barraguán parece exten­ derse, alargarse sobre el río. 4 DE SEPTIEM BRE

Boca del Coroza! Llegamos de tarde a la casa Santa Bárbara, dueño hospitalario, pariente del Sr. Otto, pasajero de la otra falca; pone su casa (cabaña) a nuestra disposi­ ción para colgar hamacas y pasar una buena noche. 5 DE SEPTIEM BRE

Estadía en Santa Bárbara. Dibujos de flores. Vieja curiara suspendida de dos grue­ sas ramas sirve de florero. Grande y pintoresca jardinera. De hecho es el uso generaliza­ do que se hace de las piraguas deshechadas. Sancocho de oso hormiguero. 6 DE SEPTIEM BRE

Muy temprano en la mañana, nos vamos de Santa Bárbara, isla Macopino dos ho­ ras más allá, otrora habitada por una tribu de indios yaruros, hoy dispersa. A las once aterrizamos en La Tigra, cabaña de don Miguel Mirabal; último hato hasta Atures, donde hay actividad ganadera y agrícola. Chaffanjon va a hacer algunas compras suplementarias de carne y mandioca frescas. Nos recibe el más amable de los anfitriones. Elegante anciano, noble caballero que lleva ligeramente sus sesenta y un años, auténtico cincinato ahíto de política, huye de la civilización. Prefiere este rincón fértil, salvaje, rodeado de algunos peones e indios yaruros que parecen tenerle el mayor afecto; lleva a cabo labores de siembra y cría libre­ 277


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mente. Pero así como evita la civilización, no deja de alegrarse por la visita de aquellos que le traen un reflejo de ella. Nos da a probar la bruquilla, un café particular que él prefiere al moca. Yo no comparto su gusto. Se trata del grano torrefacto de una legumi­ nosa de largas vainas que no tiene nada en común con el grano del cafeto. Es una infu­ sión de otro género y otro sabor. Después del almuerzo visitamos su hato, — verdadero caserío de ranchos de paja para las familias de los peones— , su corral con un centenar de cabezas de ganado, su conuco, sus campos de maíz, de yuca dulcé1, sus plantaciones de caña de azúcar, de cambures. Todo admirablemente mantenido, dado el sitio y comparado con los últi­ mos caseríos vistos. Con la caza y la pesca, no temen pasar hambre en La Tigra, les alcanza ampliamente. "Esta tarde les daré leche”, nos dice don Miguel. Desgraciadamente, una aplastante fiebre me golpea esa misma tarde, y yo, que pen­ saba recuperarme tomando un poco de leche, no la pude probar, igual que la sana y reconstituyente comida con la que durante dos días de estadía en La Tigra mis compa­ ñeros se deleitaron. No pude hacerle honor a nuestro huésped. La quinina y el bromuro fueron mis únicos alimentos hasta el 15 de septiembre. DEL 8 AL 15 DE SEPTIEM BRE

¡He sobrevivido, no sé cómo! ¡Noche y día bajo la carroza, las costillas castigadas por las cajas; lo mismo sofocado, sin aire, que temblando de frío y devorado por los mosquitos y la fiebre! (no se puede usar el mosquitero fuera de la hamaca). Pasamos la desembocadura del Meta hace tres días, me dice Chaffanjon, yo nada pude ver, no recuerdo nada, es todavía una laguna, un agujero en mi viaje. De estos siete días pasados bajo la carroza, en compañía del perro Sultán, recuerdo apenas ha­ ber tenido la fuerza de dejar caer los brazos fuera de la falca para recoger agua en una calabaza, de vez en cuando, y apagar la sed y la fiebre que me consumían. ¡Nueve días — contando los dos días en La Tigra— , indiferente a la vida, sin más alimento que una taza de té por la mañana y el resto del día calabazas de agua turbia! Tengo la garganta y el paladar saturados de quinina y todo lo que bebo es de un amargo atroz. ¡Oh! ¡Esta agua del Orinoco, qué mala es, amarga...! ¡Qué débil estoy! 16 DE SEPTIEMBRE

Ayer, Chaffanjon me asustó tremendamente, diciéndome que si seguía renuente a alimentarme iba morir como un perro, que ya no valía mucho, que no podía estar de pie, que estaría obligado a dejarme en el próximo pueblo, etc. 278


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Por primera vez desde La Tigra traté de salir de la falca. Tuve que hacer un esfuerzo enorme sólo para mantener el equilibrio, para no caer al río al pasar la plancha que une el bote a la playa, el olor a sancocho me repugnaba, aún me da náuseas. Esta sopa de pescado, esta carne asada me disgusta. ¿Por qué no hacer el pescado a la brasa? Me parece que lo comería con menos desagrado. ¡Si por lo menos tuviese un limón! Le pedía a Chaffanjon, le rogaba a los mercaderes conseguirme uno: ¡nada! “Enton­ ces, ¿no podría usted tomar un poco de ácido y bicarbonato del botiquín?, creo que me ayudaría ”. “Imposible, el ácido está en la caja de la fotografía debajo de las otras cajas, habría que revolverlo todo bajo la carroza ”. Comí con la punta de los labios con asco. Será por el poco de alimento de ayer, pero hoy, aunque débil, puedo reunir mejor mis pensamientos, siento que retomo gusto a la vida... Sí, quiero retomar el control, reaccionar contra el imperio de esta fiebre, dominarla, derrotarla, y a pesar de mi asco por el sancocho, me alimentaré. Encuentro con una familia piaroa que baja el río en una curiara muy liviana hecha de la corteza de un árbol. No había visto tipos, fisono­ mías de indios tan bellas; narices aguileñas, frentes altas cubiertas por la cabellera que se echan atrás, mentones salientes; nada en común con los indios previamente encon­ trados, todos ellos de mandíbulas prominentes. Estos piaroa tienen algún parecido con las bellas fisonomías de los húngaros que a veces atraviesan Francia. Quedé muy im­ presionado. Desdichadamente eran desconfiados, apurados en alejarse; apenas tuvi­ mos tiempo de hacer unos trueques por cazabe. Los individuos son como los pueblos, sólo cuando la vida está plenamente asegurada pueden sentirse atraídos por la belleza y empiezan a ocuparse del arte... Lo mismo pasa conmigo, enfermo, atacado por la fie­ bre, los bellos efectos me son indiferentes; pero, impresionarme con bellas fisonomías indias, es prueba de mi renacimiento a la vida. Y el volver a tomar gusto por el dibujo será el punto bueno del barómetro de mi salud. 17 DE SEPTIEM BRE

Aún débil, poco apto para estar de pie, sin aliento. Este recrudecimiento de fiebre que se abatió tan fuerte sobre mí fue ciertamente más a causa de las picadas de mos­ quitos que por el frío y la intemperie; acosado todo el día por ellos, todavía me es impo­ sible protegerme de noche. Envuelto en mi cobija o encima de la carroza, según el tiempo, los dardos de estas pequeñas bestias atraviesan las cobijas más gruesas, no me dan tregua, en tanto que Chaffanjon y Castel duermen tranquilamente en sus hamacas, protegidos por sus mosquiteros (también juzgarán mi alegría cuando, por azar, baja­ mos a tierra, y puedo colgar mi hamaca entre dos árboles y, bien envuelto en mi mos­ quitero, descansar toda una noche fuera del alcance de estos terribles insectos). Al Sur, aguas arriba, se alzan las montañas de Atures —vistas de aquí, parecen querer bloquearnos la ruta— . Nos acercamos a los raudales; el rugir de las aguas se 279


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percibe cada vez más sonoro. Grandes islotes de roca empiezan a estrechar el río y pa­ samos por fuertes corrientes. Antes de atravesar uno de esos chorrof , tuvimos un buen susto debido a la inexperiencia de Castel. Con el fútil pretexto de comprobar la fuerza de la corriente, lanzó en la curiaríta al negrito Campos y a un indiecito (aunque los dos eran de la otra tripulación). La curiaríta se hundió peligrosamente, y se alejó con los dos pequeños marineros que conservaron la sangre fría y no dejaron de remar hasta salir de la corriente y regresar a nosotros. ¡Qué valor el del negrito Campos, lástima que sea tan mentiroso!, como todos los de su raza. De noche, bajamos cerca del raudal, en un sitio rocoso, en pleno río. 18 DE SEPT IEMBRE

El raudal donde abordamos se llama Viboral. Primer obstáculo que franquear. Para eso hay que descargar todo el equipaje, que es llevado por los marineros a más de cien metros aguas arriba, al otro lado del islote rocoso. Entonces, con las dos falcas aligeradas, pueden empujarlas entre los estrechos de corrientes pequeñas y pasarlas sobre las rocas. Llevó todo el día para que las falcas llegasen al pequeño puerto de trasbordo. Siempre sin aliento y con las piernas temblorosas. Acuarela de una ranita amarilla y negra. Cenamos en la imaginación, debido a que el indio encargado de ir a pescar en la curiaríta regresó sin nada. Y, sin embargo, fue convenido contra especie con estos mercaderes que nos procu­ rarían alimento durante el viaje; tienen provisiones para estos casos, pero son para ellos; no las tocan delante de nosotros, esperan la noche para eso, se esconden. La tri­ pulación, que trasbordó y trabajó todo el día, no se ha contentado con tal manuten­ ción, se recuperaron de noche, con las viandas en conserva, parte de las mercancías, imitaron a sus explotadores. 19 DE SEPTIEM BRE

Estos comerciantes alimentan a sus hombres muy barato. Especulan con todo y con todos. Normalmente, el marinero encargado de proveer alimentos, el indio pescador, re­ gresa, con una treintena de palometas62 de una libra a una libra y media por lo menos. Pero si, como ayer, la caza y la pesca no fueron afortunadas, tanto peor para nosotros y la trípulaciórí. Ellos no sufren, se hartan a escondidas. 280


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Ya que, a pesar de los acuerdos, estos traficantes usan procederes desleales para esquivar sus obligaciones, si tienen otra vez la osadía de hacernos ayunar, no tendré escrúpulos yo tampoco a la hora de ir a echar mano de sus provisiones. Sería demasia­ do tonto tener delicadeza con semejante gente. Nos deben la subsistencia, responsabi­ lidad de ellos. Deben compartir provisiones cuando la caza y la pesca sean infructuosas. Desdichadamente en casos así, Chaffanjon ya ha lanzado varios cartuchos de dinamita al río y ahora cuentan con él para remediar esta hambruna; pero, con seres tan rapaces, mi compañero no tiene intención de sacrificar municiones preciosas que reserva para el Alto Orinoco — ¿quién sabe lo que nos espera allá arriba?— ¡y yo lo apruebo! Chaffanjon se fumó una buena pipa a manera de cena, y yo lo miré, la fiebre me quitó el gusto por el tabaco y el café. Todo olor me es desagradable. Reembarque del equipaje... Castel aprovecha para hacer la revisión de sus cajas y... oh, estupefacción, Sultán, su perro, también enfermo, regresa pronto a mi lado con un collar de limones verdes... ¡Oh, este Castel inmisericorde, tenía limones verdes y me los negó fríamente cuando, tan enfermo, imploraba a todos los vientos para salvarme la vida! Y, sin ningún pudor, no vacila en exhibir una docena al cuello de su perro, supuesta­ mente como preventivo de enfermedad y de los mosquitos que atacan tanto a este animal (tanto como a mí). Es un miserable, al cual le he dicho en mal español lo que pienso y no los quiero ni ver ni oír, ni al perro ni al amo. Este contacto con estos mercaderes ásperos, entregados al beneficio sin ninguna sensibilidad, da la medida de la rapacidad y feroz egoísmo de la naturaleza humana. Antes que desprenderse de alguna cosa para aliviarme o curarme, hubiesen preferido verme morir o abandonarme agonizante en la orilla. Cada día enseñan más su verda­ dero rostro. Entre este primer raudal y el segundo, un largo trecho del río está libre de obstáculos. Cuando nos dirigíamos a este segundo raudal, nos sorprendió un fuerte chubasco. Nos refugiamos en una pequeña caleta en la orilla opuesta, muy cerca del punto de partida. Gran pesca compensadora de lo de ayer, cincuenta palometas y por la tarde sacamos un laulau de dos metros de largo por 35 centímetros de diámetro. Y todos estos peces, cualquier cantidad que sea, son siempre asunto de una sola comida, ya que mientras estas gentes tengan de comer, se atiborran hasta no poder respirar; de hecho, ¡hay que ver el desarrollo de sus estómagos! 20 DE SEPTIEM BRE

Al amanecer subimos el río entre dos bellas riberas boscosas y rocosas, frente a un estrecho horizonte las islas se suceden, muy seguidas. Grupos de rocas emergen del agua agitada, como lomos de enormes paquidermos. 281


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Pronto una nueva barrera se erige frente a nosotros, primer salto. Son las diez, llegamos a los primeros rápidos, a los famosos raudales de Atures, al puerto de trasbor­ do, Puerto Real. De inmediato los marineros se aprestan al transporte completo de la carga y mer­ cancías al pueblo de Atures, situado a más de una hora de este embarcadero. Esta operación y el remolque de las falcad3 vacías a través de este largo estrecho de al menos diez kilómetros tomará no menos de ocho días. Lo pasaremos en Atures, di­ bujando, estudiando y rehaciéndonos, si es posible. Después de haberles señalado a los hombres los paquetes de primera necesidad, los instrumentos de observación y de trabajo para transportar enseguida, Chaffanjon y yo dejamos a los marchantes y cogemos el sendero al pueblo; Chaffanjon con su Winchester y hamaca, y yo bastante cargado de un saco con mi hamaca, mosquitero y manta. Por primera vez desde mi segundo acceso de fiebre, me atrevo a afrontar el sol. ¡Pega duro! Débil, sin aliento, no puedo mantener el paso de mi compañero, al que pronto pier­ do de vista. Entonces, solo, respirando con dificultad, doblegado por el sol, me arrastro por entre las hierbas y rocas de la sabana donde por suerte hay algunos árboles enanos, frágiles chaparros, no tengo más que un deseo, llegar hasta la sombra de uno de esos árboles, dejar rápidamente mi saco, echarme bajo el árbol y descansar largo rato, para poder emprender mi penosa marcha hasta otro árbol aislado que me acerque a la meta, Atures. Esta sabana me parece infinita. Por fin, a las tres de la tarde, después de mucho esfuerzo y fatiga, entro al pueblo, atravieso la plaza como un autómata, no veo más que el pajonal, el rancho abierto donde Chaffanjon se balancea en su hamaca. ¡Ah! No tardo en colgar la mía, me dejo caer como un borracho, ¡qué bienestar! ¡Cómo dormí y reposé! 21 DE SEPTIEM BRE

En Atures. Miserable pueblito, unos ocho ranchos y techos de paja alrededor de una gran plaza, ninguna iglesia, ninguna pulpería, ¡nada! Aquí, cada cual vela por sí, y se hace lo menos posible. Los habitantes, una treintena, viven de la caza y, sobre todo, de la pesca. Dos ranchos poseen algunas cabezas de ganado y caballos; los otros no crían sino cochinos, y en qué estado se encuentran los pobres animales; las pezuñas roídas, tumefactas de niguas, es una masa purulenta, repugnante. Atures es el último punto subiendo el Orinoco donde se hallan aún algunas bestias, de manera que todas las mañanas, para recomponernos, tomaremos una buena cala­

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baza de leche. En el Alto Orinoco, en Maipures, en San Fernando de Atabapo, los ani­ males domésticos mayores son los cochinos. Llegada de indios guahibos, completamente desnudos, de un bello tono rojo bron­ ce, poco estéticos de formas, redondos, hinchados, sin músculos. Un simple guayuco64, hecho de un tejido fibroso, sacado de la corteza de un árbol (marima). Una pequeña tira pasa entre las piernas (sostenida por una liana alrede­ dor de la cintura) y sus extremos cuelgan por delante y por detrás como un pequeño delantal. Bajo pretexto de venir a intercambiar cazabe, también buscan ser enrolados para el trasbordo de la carga y recibir en pago productos por su trabajo. Pobres diablos, siem­ pre explotados y maltratados por los mercaderes, pero que regresan siempre encandi­ lados por las baratijas que éstos les meten por los ojos. Chaffanjon los fotografía y trata con ellos para el transporte, les paga adelantado con camisas, machetes... Nuestro huésped, Pinto, un mestizo, vive en un rancho cerrado al lado de nuestro pajonal; un techo de paja y hojas en cuatro troncos, que construyó sin duda para los mercaderes de paso. Como son los exploradores quienes la ocupan, los explotadores mercaderes están dispersos en otros ranchos. Niño geófago — triste curiosidad—-, come tierra por gusto. Como ésta no se digie­ re, la barriga sola se hincha desmesuradamente, los miembros permanecen raquíticos —horroroso— , estos niños deben contraer este hábito, esta enfermedad más bien, desde bebés, arrastrándose en el suelo de la rancho, se llevan las manos a la boca. Así le cogen gusto y ya no pueden prescindir65 de ella. Escalera curiosa, troncos de árboles con escalones horadados. Tomé impresiones de plantas. 24 DE SEPTIEM BRE

Visita al cerro de los Muertos. A tres kilómetros al Sudeste aguas arriba se levanta en medio de la sabana un monte solitario. Una gran falla en una roca enorme a medio flanco de esta montaña, como un gran ojo semicerrado, sombrío, lleno de misterio. Esta gruta es el cementerio o más bien el osario de la poderosa y bella tribu piaroa, cuando ocupaba el territorio. Es ahí donde, después de prolongadas ceremonias y tiempo requerido para que el cuerpo se hiciese esqueleto, la familia del difunto venía a deposi­ tar las osamentas. Y ahora, estos preciosos restos, tan religiosamente traídos, son amontonados de cualquier forma y dispersos por toda la cueva. Los cráneos que sirven de nido a las ratas parecen haber rodado sobre una profusión de fémures, tibias y huesos rotos, como bolas del juego de bolos.

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En la parte baja de la gruta, esqueletos enteros expuestos, las manos atadas al pe­ cho, las piernas replegadas amarradas al cuerpo, recogido sobre sí, la cabeza entre las rodillas. Otros están atados, embojotados en ramas, en toda su longitud, manos atadas al pe­ cho; sin duda, restos de jefes, caciques. Unos catumares66 (cestas trenzadas en doble cam­ pana) y algunos pedazos de vasijas, esparcidos, encierran aún restos humanos. Si este antro macabro es respetado o está abandonado por los indios, no pasa lo mismo con los animales de todo tipo. Lo han escogido como domicilio y traen pequeños cocosaen gran­ des cantidades — su alimento o el de los murciélagos que pueblan la bóveda— . Y nosotros, grandes profanadores por la ciencia, nos reservamos para nuestro re­ greso de las fuentes hacer gran cosecha de esqueletos piaroa — precioso tesoro antropológico— . Estos pobres restos de jefes indios, trasplantados, quedarán extrañamente sorpren­ didos y consternados al encontrarse de golpe en el corazón de la civilización, en una vitrina, expuestos a las miradas profanas, en tanto que en tierra amiga, cerca de los suyos, yacían desde hacía tanto tiempo, en dulce oscuridad y respetuoso silencio67. Chaffanjon hace varias fotos al magnesio. Mientras tanto, desde la terraza de la gruta dibujo el panorama, majestuoso circo de montañas alrededor de la sabana. La gran roca redonda que en mi apunte domina la sabana debió en el pasado disi­ mular la entrada de esta gruta. Buen baño en el morichal68 y segundo apunte de chaparral regresando por la sabana. Por encima de las altas hierbas de la llanura emergen algunas rocas de color azul oscuro. Suenan manantiales por doquier. Un baño, apuntes, las buenas totumas de leche producen ya su reconfortante efecto. 25 DE SEPTIEM BRE

Inmediatamente después de beber nuestra cotidiana calabaza de leche, con caba­ llos alquilados el día anterior y acompañados de un guía (zambo69), vamos a documen­ tar las inscripciones del cerro Pintado — no pintado como su nombre lo indica, sino grabado, tallado, situado a una docena de kilómetros al sur de Atures— . Dos buenas horas a caballo. Deliciosa cabalgata por las mismas llanuras de ayer, las mismas sabanas sembradas de rocas y chaparros. El cerro de los Muertos se perfila a más de un kilómetro a nuestra derecha. Vamos bordeando cerros de una sola roca redonda; algunos de estos pequeños montes tienen una vertiente completamente desnuda y el otro cubierta de un simula­ cro de selva. Por aquí y allá, rocas más o menos cilindricas; hoyos muy hondos a igual distancia, las marcan, dándoles el aspecto de ruedas de engranaje. Después de atravesar varios morichales de aguas claras, atrayentes, sombreadas por majestuosos grupos de moriches 284


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(palmeras más altas y espigadas que en Santa Rita, pero con las palmas cortas), la masa rocosa del cerro Pintado se erige frente a nosotros. Montaña de un solo bloque de gra­ nito que se eleva perpendicularmente a más de cien metros por encima de los árboles circunvecinos. Excepto algunas hondonadas donde crecen unos arbustos, este flanco es liso, des­ cubierto, y en este amplio plano vertical están grabadas inscripciones colosales, pecu­ liares, bien proporcionadas con el gigantesco afiche que decoran y asombrosas por su audacia y trabajo. Cuando hablan del cerro Pintado, los indios pretenden que sus ancestros llegaron en curiara a la punta de este bloque granítico, cuando las aguas cu­ brían todas las llanuras y aún no se había formado el lecho del Orinoco. Las inscripciones de esta montaña de granito se remontarían, entonces, según sus creencias, a varios miles de años... ¿quizás antes del hundimiento de la legendaria Atlántida? Mientras Chaffanjon busca un lugar accesible para llegar a la cima del cerro que quiere explorar, dibujo minuciosamente esas inscripciones: una serpiente de al menos unos cien metros de longitud ondea a todo lo largo de la superficie plana, un gran la­ garto o caimán corre encima, una escolopendra enorme, un hombrecito, un pájaro (gallina3), una especie de mesa de múltiples pies en la cual hay unos círculos concéntricos, a modo de platos de comida tal vez, y unos rectángulos y óvalos concéntricos. Absolutamente notable y de proporciones colosales; cuando mi compañero se hizo visible en la cima era apenas un punto. Se pregunta uno cómo, si no con cuerdas amarradas a la cima y andamios, pudie­ ron los indios realizar a una altura tal una obra tan formidable en una roca tan dura y en un plano tan vertical. Es un hermoso despliegue de habilidad, de ingeniosidad y trabajo tenaz. Habría que creer que las antiguas tribus no eran tan salvajes, que dispo­ nían en aquella lejana época (indeterminada desafortunadamente) de poderosos re­ cursos, hoy perdidos. ¿Quiénes fueron estos ingenuos, estos primitivos artistas? ¿De qué tribu? ¿En qué época fue hecha la inscripción? ¿Qué significa? ¿Tantos misterios que Chaffanjon u otros exploradores explicarán quizá? Una cosa me llama la atención en esta inscripción: la pequeñez del hombre compa­ rado con los grandes reptiles que lo rodean, temidos y venerados por él y divinizados y engrandecidos en su imaginación, ¿no es el símbolo mismo del indio, del hombre pri­ mitivo en la naturaleza? Cualesquiera que sean los pueblos, parece que cuando se sienten en plena posesión de sí mismos, su gran aspiración es sobrevivirse, perpetuarse en el recuerdo de las gene­ raciones futuras por medio de poderosas y simbólicas obras; ejemplos perennes de ideal y de acción; testigos de la eterna aspiración de inmortalidad70. 285


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Si los primeros egipcios nos petrifican de admiración frente a sus trabajos de gi­ gante, los indios de Atures tienen también aquí un monumento imperecedero que muestra a nuestros ojos asombrados cómo un pueblo primitivo, deseoso de transmitir sus ideas, sus creencias y sin más guía que la naturaleza, se ha inmortalizado reprodu­ ciendo ingenuamente por un trabajo gigantesco, lo que tenía constantemente frente a sus ojos y que impresionaba más su imaginación71. 26 DE S EPTIEMBRE

Nos dirigimos a explorar la gruta de Arvina, sobre Punta del Cerro. Los alrededo­ res de Atures son ricos en recuerdos, en vestigios de las diferentes tribus que, antes e incluso desde la ocupación española, se han disputado la posesión de los raudales y sucesivamente han ocupado la región; rica en caza y pesca, favorecida en defensas naturales. Al oeste de Atures, entre este pueblo y el Orinoco, Punta del Cerro posee también una excavación bajo la roca que sirvió de osario a los indios irnos, fuerte tribu, hace tiempo aplastada por las tribus vecinas coaligadas que ésta oprimía72. Para llegar a esta gruta de acceso difícil, hay que escalar, sudar. Una luz al fondo hiere la oscuridad de la gruta, fisura producida por el peso y correr de las aguas de lluvia. Allí, ningún esqueleto expuesto, ni atado, ni plegado en catumares, sólo vasijas, ur­ nas funerarias, unas sobre las otras; entre los pedazos, algunas osamentas regadas pro­ venientes de las urnas. La mayoría de las urnas fueron rotas por las aguas de lluvia que se precipitan en torrentes por la fisura. Algunas se salvaron de milagro — tienen incluso sus tapas con una curiosa asa en forma de animal— , éstas contienen intactas las osamentas, últi­ mos restos de los irnos. Las urnas son de contornos simples y bellas proporciones. Las más grandes están decoradas con una greca pura. Mi sorpresa es grande a la vista de este ornamento clásico. Esto probaría que todos los pueblos primitivos llegan instintivamente a esta combinación geométrica. En la cerámica egipcia de la dinastía XVIII, encontrados en Turnah, expuestos en el Museo Guimet, se ven vasos con decorados geométricos y jarras con tapas de figuras de animales sagrados, chacales, halcones, carneros, cinocéfalos, ¿qué se debe concluir?, ¿los pueblos se repiten?, ¿son los aborígenes del Nuevo Mundo lejanos descendientes de los viejos continentes? Gran riqueza y buena cosecha por hacer a nuestra bajada del río. Chaffanjon agrupa las principales figuras, las fotografía al magnesio y las ponemos al resguardo de las aguas. ¡ Qué lástima que la mayor parte y las más bellas estén des­

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truidas. ¡En fin! Ya es mucho que los indios actuales las hayan desdeñado o respetado hasta ahora. Nos llevamos pequeñas vasijas de arcilla con sus tapas originales que di­ bujaré con cuidado en la rancho. 2 8 DE SEPT IE MBRE

En Atures nuestra única comida es pescado, siempre cocido de igual manera —por bien preparados que estén uno termina por cansarse— , nunca legumbres, ¿donde es­ tán las sabrosas papas de Francia? Grandes quesos secos, productos de intercambio, están en depósito; Chaffanjon compra uno. Sólo aquí, Pinto hijo se ocupa de la subsistencia de su familia y de sus dos huéspedes. Todas las mañanas sale a pescar, al Orinoco o al Cataniapo, ambos a igual distan­ cia del pueblo. Se ausenta apenas dos o tres horas y regresa diariamente con varios pescados de cinco a seis libras que la mujer y las dos hijas de Pinto asan o sancochan. Con cazabe, el pescado es el único alimento. En el pequeño conuco adyacente, descui­ dado, no hay ni caña de azúcar, ni bananas, ni maíz, ni yuca dulce, ñame o batataa, ninguna legumbre o fruta. De la mañana a la noche las mujeres están en plan de cocina. Todo el día se ajetrean, agachadas o sentadas en el ranchito de palmas con el primitivo fogón: cuatro piedras sobre las cuales ponen la marmita, todo eso fuman­ do con la parte encendida del cigarro en la boca, como ya lo había notado en Bolívar y en Mapire. En cuanto a Pinto, mira cocinar, sentado o de pie, mata el tiempo espantando a latigazos a tres perros famélicos, que tenazmente regresan con la esperanza de conse­ guir algo de comer. No se oyen más que chillidos y el grito in crescendo-, ¡pee... rroos! ¡pee...rroos!3y los golpes que llueven. ¡Qué manía la de esta gente de tener perros que no alimentan más que a golpes! A veces el menor de los hijos de nuestro huésped se sienta a sus pies para divertirse matando los mosquitos que cubren las piernas de su padre, las picadas han formado una especie de costra y a veces el niño le quita unos pedazos. Todos aquí están más o menos en el mismo estado —pies y manos cubiertos de costras— , mis muñecas y cuello, muy adoloridos, están muy bien en comparación. Dibujos e impresiones de flores. 3 0 DE S EPTIEMBRE

Por la tarde nos despedimos de Pinto y de Atures para ir a las falcas que ahora se hallan en Varadero, último sitio de trasbordo. Los marineros tardaron diez días en pa­

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sarlas por los doce kilómetros aproximados de rocas que estrechan el río y originan las fuertes corrientes. De nuevo en contacto con los mercaderes — ¡un suplicio!— . Dormimos en el sitio, listos a levar anclas a la madrugada. 1 DE O C T U B R E

Salida, pasamos varios chorros, dormimos en el raudal Garcita. 2 DE O C T U B R E

La vida en común con estos comerciantes altera mi estado de ánimo. Es una con­ tención perpetua para no hacer estallar la pólvora. No tengo ganas de dibujar. 3 DE O C T U B R E

Bajamos en el raudal de Guahibos, pasamos la noche. 4 DE O C T U B R E

Llegada al sitio de descarga, raudal Maipures, fuerte caída de agua (orilla derecha). Antes de pasar las falcas por los rápidos, se procede a la descarga de mercancías y equipo que se deja sobre la roca. Cada cual vigila lo suyo. 5 DE O C T U B R E

Con las falcas totalmente descargadas no es posible, como en Atures, hacerlas subir por la caída de agua — cascada de siete a ocho metros de alto— ; se va, por lo tanto, a salvar el obstáculo izándolas sobre la roca. El remedio está casi siempre al lado de la enfermedad, para quien sabe ver; aquí, la naturaleza parece atenuar el ri­ gor del gran obstáculo disponiendo un elemento propicio para vencerla mejor, pero no sin esfuerzos. El agua cae en cascada sobre una gran superficie rocosa, las mismas rocas redondas que hemos encontrado por todos lados, una gran parte queda al descubierto. Será so­ bre este plano sólido, unido, ligeramente redondeado, donde los hombres van a izar las falcas con cuerdas y poleas de rodillos. ¡Todos a la obra! Aún demasiado débil y sin aliento para este trabajo a pleno sol — mi peor enemigo desde mi insolación— dibujo una flor a la sombra de una roca. ¡Son soberbios, estos hombres halando la cuerda, y la falca por debajo, y los que la guían sobre los rodillos, y los gritos de todos, con el ruido del raudal! 288


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Al igual que en el raudal de Atures, indios guahibos vienen a ofrecerse para ayudar en el transporte de cargas. Chaffanjon negocia con ellos, verdaderos bronces de cuer­ pos redondos, hinchados. Llevan al cuello collares de perlas azules, sus guayucos cuel­ gan de unos cinturones compuestos de cordones trenzados con sus propios cabellos. Desde hace cuatro días estamos en el sitio de trasbordo; no hay comida, ¡nada de caza!... ¡nada! ¡Reconfortante! Cigarrillo de cena. 8 DE O C T U B R E

Por fin nos vamos del raudal, este puerto de mosquitos. Caminamos hasta Varadero (¿se repite el nombre?)73, segundo sitio de trasbordo, a dos kilómetros de aquí; segun­ da cascada que acaban de pasar las falcas. Me acuesto sobre la roca. Lluvia gran parte de la noche. Estamos empapados: cobijas, ropa y el equipaje amontonado en la roca. 9 DE O C T U B R E

En ruta hacia Maipures (orilla izquierda del Orinoco) a más de una legua de aquí. Caminata a pleno sol, larga y penosa, siempre cargando el inseparable saco con hama­ ca, mosquitero y manta. Los indios guahibos llevan nuestros equipajes con una rapidez extraordinaria; nos dejan atrás como cebras y desaparecen en las hierbas altas. Mi compañero los sigue de lejos, yo quedo rezagado. Sabanas muy calientes, que no terminan, varios morichales atrayentes, frescos oasis, tentación de bañarse. Iba así solo por la sabana, siguiendo lo mejor posible las huellas de los cargadores, la hierba aplastada, cuando en la entrada de un pequeño bosque por donde ya había desaparecido mi compañe­ ro, vi a diez metros de mí brillar las relucientes escamas de una enorme serpiente, entré sigilosamente en puntillas y pude ver un verdadero monstruo — despropor­ cionado, corto, gordo, lleno y sin duda, digiriendo— , cuyo cuerpo resplandecía de colores. Yo no tenía ni un bastón. Sin perder de vista al animal, me dirigí lentamente hacia el bosque y a gritos llamé a Chaffanjon, me respondió y unos minutos después apareció machete en mano. Le señalé el reptil. Con el machete Esto, se dirige con cautela hacia el monstruo, preparado a asestarle un golpe en la cabeza que se esconde en la hierba. Pero cuál no será mi sor­ presa de ver la mano de mi compañero abatirse en el vacío, y entre carcajadas: “¡Pero si está muerta!” En efecto, la acababan de matar los indios cargadores. Admiro cómo se encuentra Chaffanjon a sus anchas con los reptiles de todo tipo por los cuales siento la mayor repulsión. Ya en el laboratorio del Museo de Lyon se ejercitaba en coger por el cuello las víboras vivas. Juego asaz peligroso. Este monstruo desproporcionado, de los más peligrosos, tenía de dos metros a dos metros y medio por 289


“Izando sobre la roca la piragua enteramente descargada” Raudal de Maipures • Octubre de 1886


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veinte centímetros de diámetro. Demasiado pesada para transportarla, y demasiado larga para destazarla, la dejamos ahí. Lástima, era un curioso y bello espécimen. Bosque de lo más agradable de atravesar, fresco, placentera transición después de los calores de la sabana. En Maipures, ranchos un poco más grandes que los de Atures; están ocupadas por unas seis familias de mestizos e indios guahibos. Estos pueblan varias aldeas en el inte­ rior de la orilla izquierda entre el río Meta y el Vichada, y acuden con frecuencia a Maipures a cambiar yuca y cazabe por artículos manufacturados de los mercaderes. Comemos en el rancho de un mestizo indio cubierto de ronchas y costras como Pinto. Hamaca colgada bajo techo solo, no hace falta más, al abrigo de la lluvia. 10 DE O C T U B R E

De mañana, Chaffanjon fotografió al grupo de indios cargadores junto a una fami­ lia guahibo que vino a intercambiar. Nuestros cargadores recién pagados, ríen, parecen contentos. Aprovecho su buena disposición para pedirle a uno de ellos, Popurito, muy característico tipo guahibo, posar para un retrato. Le hago un perfil y se lo doy después de haberle hecho el calco, se lo enseña a sus camaradas que le dan vueltas en todos los sentidos, sin que parezcan comprender gran cosa; pero él, satisfecho, de buena gana me concede una sesión para pintarlo de frente. Su retrato estaba casi terminado cuando, bruscamente, uno de sus compañeros irrumpe en la rancho; algunas palabras en lengua india lo hacen ponerse en pie y sahr corriendo con él. Quedé con los pinceles en el aire. Todo el pueblo está revuelto. Nos enteramos de que los compañeros de mi modelo indio quieren matarnos. ¿Por qué? Es un golpe artero de los mercaderes. En la esperan­ za de no pagar a los cargadores y para desviarlos de sus justos reclamos, Raimundo Mobna y Castel consideraron muy astuto agitarlos contra nosotros, sobre todo contra mí, afirmándoles que les habíamos hecho brujería, que Popurito estaba bajo mi domi­ nio y que iba a ocurrirles una desgracia. En efecto, la desgracia que les esperaba fue ser maltratados por estos mercachifles a guisa de pago. Pero los indios no quedan satisfechos con esta moneda, y si un momento antes fue cuestión de matarnos, ahora gracias a la intervención de un capitán indio guahibo civi­ lizado que vive con su familia en la rancho al lado de la nuestra, es el turno de los mer­ caderes de temer su enojo. Este capitán habla muy bien español. Chaffanjon conversó toda la mañana con él, preguntándole sobre las costumbres y vida de los guahibos. Ha sido él quien nos sirvió de intérprete para convencer a sus compatriotas de posar delante del aparato fotográfico y delante de mí. Puesto al corriente de los hechos, 291


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no le costó mucho poner las cosas en su lugar, y los mercachifles tuvieron que pagar, no sin lluvia de insultos y violencias contra dos de estos desgraciados indios. Como para cerrar el incidente, el capitán Cordero dio un baile en su casa. Asistimos en lugar de honor, inútil decir que los mercaderes fueron excluidos. Nuestros marine­ ros indios banivas hicieron parte de la fiesta. Aunque el elemento indio sea dominante, el baile es más venezolano que indio. Las pocas mujeres de la aldea están allí en todas sus galas; blusa blanca y falda clara de volantes. Al son del cuatro, de la maraca74 y del canto, algunas parejas se enlazan; pero como las mujeres están en minoría, parejas de indios bailan juntos. Otros beben guarapo75, licor fermentado, comen panes de maíz y fuman tanto que el interior de la rancho es una sola nube. Nos quedamos poco. El capitán Cordero está completamente adaptado al poco grado de civilización de los habitantes del pueblo; incluso los ha superado, ya que su rancho es la mejor mante­ nida, la más cómoda, la mejor organizada de todas y además sabe español, mientras que ellos apenas hablan. 11 DE O CTUBRE

Hoy se cumplen cuatro meses desde que salimos de Ciudad Bolívar. Oh, amigos, ¡cuántas cosas vistas y vividas desde entonces!, siempre su recuerdo estuvo en todo; su pensamiento amigo me sostuvo. ¡Cuatro meses, en plena temporada de lluvias, subien­ do el Orinoco, subsistiendo a duras penas de la caza y la pesca!76. ¡Cuatro meses y aún estamos en Maipures!... aproximadamente a medio camino de las fuentes. Los dos raudales franqueados, no hay otros obstáculos en nuestra ruta, espero que la otra mitad sea más rápida. Dejamos Maipures y al simpático capitán Cordero para ir a las falcas. Con alegría reencuentro nuestros equipajes e instrumentos, queridos conocidos más placenteros de ver que las caras de los dos mercaderes. Cuando pienso que no nos falta ni el más pequeño objeto y que nuestros indios cargadores que corrían tan veloces, hubiesen podido huir, llevarse cualquier cosa, admiro la honradez de esos salvajes comparada con la de los mercaderes, supuestos civilizados. Oh, estos falsos, no pierdo de vista sus actos y gestos sospechosos. El ojo huidizo de Castel está incomodo de sentir mi mirada que no lo deja. Después de levar anclas, entrevemos más allá de las islas boscosas, la masa azul del Sipapo, cono truncado que se eleva sobre la alta vegetación de la ribera derecha. El indio baniva (Antero), el más pintoresco y simpático de los marineros, está en­ fermo con fiebre. Es mi modelo preferido, con un buen perfil y siempre con una actitud expresiva interesante. Todo el día hemos tenido a la izquierda la gran isla Ratón. Parada, para la noche, frente a la pequeña isla Araguato. 292


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Mala noche, lluvia. No hay puesto bajo la carroza. Muy perturbado. En compensa­ ción de esta horrible noche, me regocijé esta mañana a la vista de un alba distinta de todas las precedentes. El sol se levantó por encima de la silueta azul, muy recortada, de la gran cadena de montañas Sipapo. Grandes nubes gris malva perfilaban la sierra. Hace tiempo que mis ojos no gozaban de un efecto tan bello, de colores tan vivos. Era un incendio, una verda­ dera apoteosis. Atravesamos el río. Bordeamos la orilla derecha. Selvas impenetrables de las más majestuosas y pintorescas. Altas palmeras en cantidades, irradiando palmas de más de quince metros de largo y superando con su elegante silueta la cima frondosa de los árboles más altos, muralla de verdor de treinta a cuarenta metros. Cuando hay que contornear un obstáculo, o sacar la falca de entre unos árboles caídos, nuestros banivas se echan al agua sin tomar en cuenta el tiempo pasado desde la última comida, de hecho, aquí eso no puede tener los mismos efectos que en Europa, ya que el agua está casi siempre a una temperatura media y no sorprende nunca. Se puede pasar del aire al agua casi sin transición. Entre las comidas, a veces muy espaciadas, los indios se toman unas yucutas, totumas (calabazas) de tapioca disuelta en agua77 —bebida refrescante y nutritiva que les dilata el estómago de manera prodigiosa. Cuando el hambre aprieta los imitamos. Fin de la isla del Ratón. En su punta extrema aparece la boca del río Sipapo. Sancocho de danta (tapir), bordeamos numerosas isletas atrayentes. Dormimos en el raudal de Guayumi a cierta distancia del Vichada. 13 DE O C T U B R E

Antes del alba tomamos una altura de estrella al teodolito. Desilusión, no hay un alba espectacular; en cambio, las orillas que bordeamos son de las más bellas. Curiosas siluetas. Palmeras y palmas se disparan de la tierra, se mezclan con las lianas, con las ramas, con los troncos de toda especie y tamaño, desde los gruesos, los gigantescos, hasta los espigados; es lo más grandioso que he visto hasta el momento, ¿qué veremos m ás allá si esto sigue así? ¡Pero qué cantidad de mosquitos! Dormimos sobre roca a unos metros del río Zama. 14 DE O CTUBRE

A la una de la mañana, claro de luna, nos vamos. La orilla es aún más grandiosa que de día, los arabescos de la selva son extraños, imponentes. 293


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Desembocadura del Zama: sus aguas transparentes contrastan con las barrosas del Orinoco. Sancocho de garzón-soldado (garza). Dormimos a poca distancia del río Mataveni. 15 DE O C T U B R E

Otra vez nos ponemos en ruta a la una de la mañana con luna llena. En su claridad, las fantásticas siluetas de la orilla son aún más impresionantes. A medio día, sancocho de un pequeño caimán (baba)78 de ochenta centímetros. Bella carne blanca, rosada, pero de un gusto desagradable, despide un fuerte olor a almizcle, insoportable para nosotros, pero apreciado por los indios; nuestros hombres se dan un banquete79. Los mercaderes no osan tocarlas provisiones delante de nosotros, prefieren ayunar, se com­ pensarán esta noche. Castel acaba de mostrarse como es: un personaje grosero. Chaffanjon quiere darle una lección; pero para estar igual, no se debe comprometer nuestro viaje, nuestra mi­ sión; aun así, le escupí mi desprecio en sus ojos torcidos, nariz a nariz. Y Raimundo Molina aprovechó esta oportunidad para entrar él también en un acceso de cólera negra y desgranar a su vez todo un repertorio de agravios. Durante más de una hora, con grandes aires de tragedia, ha gritado, gesticulado, amenazado; las erres roncaban, era un movimiento ininterrumpido; no comprendí ni la décima parte de lo que vociferaba, tanto era contra Castel, como contra nosotros, contra Cordero, el capitán guahibo que los forzó a pagar a sus cargadores. Los marineros aterrados se fueron a las falcas. Y nosotros estábamos allí, en las rocas, los dos, frente al grupo de los dos mercaderes y los dos pasajeros, cuatro compadres, revólveres al cinto. Listos a todo, esperábamos pacientemente el desenlace del torrente de palabras y gestos. Grande, moreno, ágil, una expresiva faz de conquistador, un franco pirata, Raimundo tenía realmente buen aspecto; un león furioso... Contrastaba singularmente con su compañero Castel, pequeño en todo sentido, de ojos pegados, huidizos, malos, en cara seca, inexpresiva, mono vestido. Todo terminó en cola de pescado80. Tanto ruido para nada, formamos ahora dos campos separados. Vigilaré esta noche para impedirles hartarse a escondidas. Dormimos sobre la roca de la isla Hormiga. En dos días pensamos estar en San Fernando de Atabapo. 16 DE O C T U B R E

Alas dos de la mañana levamos ancla, luna oculta. Lluvia toda la mañana. Sancocho de garza3. Dormimos sobre la roca húmeda del puesto Siquita. 294


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A media noche dejamos la roca Siquita, pasamos frente a la boca del caño del mis­ mo nombre y ¡por fin! entramos en la del Guaviare que se cruza hasta la unión con el Atabapo (que desemboca casi en el mismo lugar), desde allí se vislumbra San Fernando de Atabapo. ¡Uff! Era tiempo de llegar. Nos vamos a liberar de Castel. Un par de días más con este sujeto, una desgracia era inminente, la cuerda estaba muy tensa. San Fernando81 se nos aparece en la orilla del Atabapo, más grande que Caicara. No hay puerto, se desembarca donde uno quiere, dos o tres curiaras están amarradas en una pequeña caleta. Debido a la mengua del río, bajamos en el lodo, como en Caicara. Con las dos falcas a la vista del pueblo y habiendo sido anunciadas, somos muy cordialmente recibidos por el Gobernador interino, Guadalupe Molina. Manuel Mirabal, uno de los principales comerciantes del lugar, conocido nuestro de Bolívar, vino también a darnos la bienvenida y a ofrecernos hospitalidad, lo que prueba que nuestros dos compañeros de viaje son una excepción; por todas partes en Venezuela nos fue ofrecida la más amplia y cordial hospitalidad. Como acabábamos de aceptar la invitación del Gobernador, el señor Mirabal nos hace prometerle que al re­ greso seremos sus huéspedes. Guadalupe Molina me es muy simpático, hombre muy afable, estimado, bueno, honesto, según todos. Hermano mayor del gobernador en fuga y de nuestro ex compañero de ruta, Raimundo, del que está distanciado, no tiene el ímpetu loco del primero ni el feroz egoísmo del segundo. Nos instala en un cuarto vacío de la Gobernación. El pueblo carece de iglesia y esta pieza servía de capilla. Colgamos nuestros chinchorros (hamacas) y nos lleva a tomar nuestra primera cena con él. Me gustaría hacerle su retrato. Elegante tipo de hispanoamericano, moreno, seco, distinguido, una cara enérgica de carácter, como sus hermanos; sin embargo, con mu­ cha suavidad y fuego en la mirada. 18 DE OCTUBRE

Nuevo acceso de fiebre ayer; gracias a una fuerte transpiración en la noche, desapa­ recida esta mañana. San Fernando queda frente a la confluencia del Atabapo y del Guaviare, con la pe­ queña isla de San Fernando entre ellos. Los dos ríos desembocan casi juntos al Orinoco a dos o tres kilómetros de aquí. 295


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Es nuestra última escala hasta las fuentes, después de este pueblo civilizado no encontraremos sino algunos ranchos de gom erosa (indios recolectores de goma, cau­ cho) y un pueblo indio, La Esmeralda82. La población del pueblo es un compuesto de blancos, de mestizos y de indios de distintas tribus, algunos negros. Los ranchos son grandes, con techos de palma como en los otros pueblos, salvo dos o tres recubiertos de planchas de zinc muy antiestéticas y poco prácticas, ya que el sol calienta el interior en forma intolerable. Les he dicho que después de Atures no hay más ganado, por lo tanto nada de leche. Alguna gente cría cochinos, y todos tienen gallinas; me hago la ilusión de estar en nues­ tra campiña; abundan los huevos en todas las comidas. Comida a la venezolana muy reconstituyente: legumbres, huevos, pescados fritos, frutas; nos cambia de esos tristes sancochos, pescado y carne siempre cocidas. Visita por la tarde al Sr. Mirabal, largas conversaciones, grandes combinaciones sobre nuestra futura manera de llegar a las fuentes. En tanto que el Gobernador enviará siete soldados encargados de recoger los hombres para equipar nuestras dos curiaras, cada uno en la suya, él se encargará de preparar nuestras dos embarcaciones. Bajo una apa­ riencia fría y glacial de magistrado, de sexagenario, derecho como una “F, tiene la mis­ ma franca simpatía que su venerable primo de La Tigra. Grande, huesudo, rasgos muy acusados, como la mayoría de los blancos nativos (el gordito Castel es una excepción), no hay obesos por aquí. Nuestro compatriota, el Dr. Crevaux, fue su huésped cuando exploró el Guaviare, y hoy este hombre, enamorado de toda empresa noble, quiere colaborar en el descubri­ miento de las fuentes ayudándonos con su experiencia y facilidades materiales. 19 DE O C T U B R E 83

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Guiados por el Gobernador, vamos a pescar con dinamita a una gran laguna en el bosque. Un perro de agua3 (nutria) jugaba del otro lado a más de cien metros, el Sr. Guadalupe le envió una bala de revólver y lo hirió. Buena pesca, pequeña anguila eléc­ trica. Tenemos comida para dos días y curiosos peces para pintar a la acuarela. Antes que nuestros marineros regresen a sus tribus, hago el retrato a la sanguina del timonel, Nicasio Tumaki, cara de inteligente indio baniva, tribu del Alto Atabapo. Menos envilecida que las otras, es una raza fuerte, dulce, inteligente y brava. Entrena­ dos desde niños a vivir del río, son excelentes marineros, deseosos de mezclarse con la civilización, pero desgraciadamente explotados por los mercaderes que los emplean,

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están descontentos y Tumaki me confiesa que, a pesar de lo que le gusta la vida en el río, él y los suyos se retiran a vivir a su tribu para dedicarse a la confección de chinchorros, y evitar ser maltratados, mal pagados y mal alimentados. “Pero esas hamacas, ¿quién las venderá?”. “Los mercaderes vendrán a buscarlas, si les interesa, o nosotros las traeremos, ¡pero ya no aceptaremos ser sus marineros!”. ¡Y yo los apruebo! San Fernando de Atabapo es rico en árboles de todo tipo; naranjales, limoneros, cafetos, cacaotales, bananos, mangos, calabazas, guayabos, palmas de coco. Bajo esos árboles, entre las flores y los frutos, juegan pájaros de todas las especies y de todos los matices; los colores más vivos, los más espectaculares y los más contrastantes, con los tonos más suaves, más oscuros y más armoniosos. Es un verdadero Edén com­ parado con los otros pueblos infestados de mosquitos. Todas las mañanas, antes del alba, atravesamos el patio y las hierbas empapadas de rocío para tomar un baño tonificante en las claras aguas del Atabapo, en un alegre pozo por encima de la casa. El Atabapo es un río negro, una ribera negra, cuya agua muy límpida, muy transpa­ rente, de un negro amarillo de regaliz le da un reflejo dorado a nuestros cuerpos desnu­ dos, a la tierra, a las plantas, a las rocas a poca profundidad, pero a medida que los objetos están más hondos van adquiriendo un tono rojo sombra, y luego uno negro cálido. A pesar de esta coloración, el agua es sana y buena comparada a la espesa y lodosa del Orinoco, se la bebe por placer. Debido a su limpidez, los caimanes no pueden vivir; para sorprender a sus presas necesitan las aguas turbias; y los caribes y las terri­ bles rayas no se acercan. De manera que podemos nadar bastante lejos de la orilla, sin temor de los voraces que pueblan nuestro gran río e incluso el Guaviare. Justo frente a la cabaña, el Atabapo desemboca en el Guaviare. La enorme exten­ sión de agua que forma la unión de estos dos grandes afluentes del Orinoco está dividi­ da por la pequeña isla de San Fernando, su alegre silueta nos esconde una gran parte. Retrato a la sanguina de una india puinabe (bonita, doméstica de Guadalupe. Perfil de Chaffanjon). 26 DE O C T U B R E

Frente al Gobernador saldamos el costo del viaje a Castel. ¿No pretendía pedir el doble de lo acordado? Guadalupe lo ha puesto en su sitio y le infligió el regaño que se merece. Imagínense mi júbilo. Ahora que todo está liquidado con este personaje, ahora que estamos en San Fer­ nando, tranquilos, con gentes valientes y honestas, lo voy a olvidar — que vaya donde su destino lo lleve, él recogerá los frutos de sus buenas intenciones— . 297


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La noche antepasada me despertó un violento soliloquio de Chaffanjon, acababa de saltar de su hamaca, debajo de la cual se veía un charco de sangre. “¿Qué?, ¿me ase­ sinan? ¿De dónde sale toda esa sangre? ¡No siento ninguna herida y, sin embargo, es mi sangre!”. Nos perdíamos en conjeturas cuando sintió una picada en el dedo gordo del pie: una herida abierta sangraba aún. Un vampiro había aprovechado su sueño para alimentarse; nos reímos bastante, aunque no fuera nada cómico. Se mencionan varios casos de muerte por causa de estas horribles bestias. Matamos a uno que voy a dibujar. Es un gran murciélago de horrible figura, la nariz hendida como ciertos bulldogs, sólo tiene un horrendo hocico con el enorme morro curvo hasta las orejas. Sobre este vasto embudo están embutidos los ojos minúsculos, pérfidos. Con sus alas de terciope­ lo, estos monstruos tienen la propiedad de entumecer, anestesiar la parte descubierta del cuerpo de las víctimas que van a succionar; después, sin ser notados, con su espino­ sa lengua, liman y cortan hasta que la sangre fluye. Pero es aquí donde está el peligro: hasta que el animal está satisfecho, la herida no se cierra, la sangre continúa manando y si no se despierta a tiempo, hay gran riesgo de pasar del sueño al más allá en una hemorragia. Esta noche también mi compañero recibió visita de uno de estos rapaces noctur­ nos; ciertamente no está hecho para fortificarlo y combatir la anemia de los países cálidos. Los mosquiteros se hacen urgentes, no contra mosquitos, sino contra los vampiros. Los ratones abundan también, y en cuanto a las hormigas, estamos invadidos; están por todo el cuarto. Los dos primeros días de nuestra llegada no se veía ninguna, cuando una tarde en que estaba dibujando y había quedado nuestro resto de papelón sobre la mesa, vi va­ rias hormiguitas ir y venir con la cabeza levantada, probando el aire y, por fin, descu­ brir el objeto de sus deseos. Pensé que se darían un banquete y todo terminaría alb. Nada de eso. Después de haber explorado la panela84 de azúcar morena en todos los sentidos, tomaron conciencia de su volumen y calidad y partieron. Una hora después supe a qué atenerme con estas aventureras: una línea negra, com­ pacta, se deslizaba desde un ángulo del cuarto hasta la caja. Aquéllas aisladas no eran más que la vanguardia, cuya misión consistía en cazar y explorar en busca de una presa y, una vez localizada, salen raudas a buscar el resto del ejército para llevarse el pedazo y disfrutar su botín. ¡Esto sí es colaboración!

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Y, mientras tanto, cada día hay que buscar nuevas combinaciones para preservar nuestro papelón de la avidez de estas invasoras. La naftalina ñolas arredra. Un peque­ ño foso de agua es lo único que puede proteger y aun así, algunas son tan osadas como para arriesgarse. Chaffanjon acaba de traer una hormiga del tamaño de una avispa, llamada veinticuatro1porque una picada da fiebre por veinticuatro horas. Si mi compañero cuenta con la preferencia de los vampiros, las niguas parecen in­ clinarse por mí: todas las mañanas he de hacer varias extracciones de la planta de los pies, en la fatigante posición de “sacador de espinas”. Tengo la necesidad de sumergirme en algún estudio conciso de dibujo; me impon­ go un trabajo serio: un rincón de la Gobernación con estudio serio, detallado de dos cocoteros. Por desgracia me es imposible trabajar asiduamente seguido sin coger una espe­ cie de fiebre. ¿Dónde está Francia? ¡Allá, sin la menor fatiga, el cartón en mis rodillas, podía sin interrupción dibujar medio día, inclinado sobre mi dibujo!85. La casa de la Gobernación tiene vista sobre la plaza hacia el Este y hacia el Oeste, sobre la unión de los dos ríos, el Atabapo y el Guaviare. Justo enfrente, se percibe la islita San Fernando que separa los dos ríos, y detrás de ésta, la punta de otra isla. La casa está compuesta por cuatro cuartos-. 1) La pieza que ocupamos nosotros. Cuando nos instalamos en ella estaba entera­ mente vacía excepto por un cuadro colgado en la pared, una imagen piadosa ante la cual vienen a rezar las devotas. Una de sus ventanas da sobre la plaza; la puerta da al paticf, frente al río. Para llegar a ella desde la plaza, uno tiene que bordear la casa a todo lo largo, bajo el alero del techo. 2) Al lado, la sala de gobierno, un poco más grande que la nuestra. Se puede entrar a ella tanto desde la plaza como desde el lado del río. Hay en esta sala cierta preocupa­ ción por el decorado y la escenificación, bastante imponente para el lugar. El mobiliario está compuesto por una mesa delante de la cual preside el Gobernador; está cubierta por un tapete bastante hermoso sobre el cual están simétricamente ordenados algu­ nos libros y cuadernos. Los útiles de escribir están en el medio. Hay dos grandes bancos para los testigos, auditores y solicitantes, y dos viejos muebles con puertas. Colgados en la pared hay dos retratos de los presidentes Guzmán Blanco y Crespo. Dos puertas interiores dan acceso a los cuartos a la derecha y a la izquierda. Una cortina roja indica la que comunica con la nuestra (la capilla), y una amarilla oculta la de la prisión; esta tercera habitación está vacía, una soga gruesa cuelga desde el techo en el centro para suspender al prisionero, como el pobre peónade Santa Rita. La autoridad del Goberna-

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dor es plena y entera. En cuanto a la cuarta pieza, del otro lado de la nuestra, también está vacía. El patio trasero, o más bien el conuco o jardín de la Gobernación, está a algunos metros del río. Cuando hay crecida debe de quedar anegado. Lo rodea una empalizada medio derruida. Mientras dibujo a la sombra en el cuarto protegido aún más por el alero, veo arder bajo un sol de fuego los árboles del conuco. A la derecha algunos cafetos enjutos pare­ cen buscar la sombra de un guayabo que todas las mañanas nos ofrece dos o tres gua­ yabas maduras. En frente, dos totumeros, cuyas ramas tentaculares, entreveradas, se alzan vigorosamente dibujando semicírculos, como felices de verse libres del peso de sus pesados frutos, esas valiosísimas totumas, calabazas, vasos, tan usadas aquí como recipientes naturales de todas las formas y capacidades. Un poco más allá, a la derecha, los dos grandes cocoteros que dibujé levantan sus palmas y sus frutos a tal altura que sólo podemos degustar los cocos mediante el fusil Gras; ya hemos tumbado dos. Cerca del alero, hay una especie de quiosco invadido por unas lianas de hojas anchas y flores violáceas parecidas a las de nuestra enredadera. Al costado derecho hay un rancho sin paredes y un muro en ruinas. Tres viejas curiaras están diseminadas alrededor, una entre las altas hierbas, otra al pie de un cocotero junto al cual crece un pequeño naranjo que no da frutas y la tercera cerca del rancho.... Pobre conuco, pobre jardín, están com­ pletamente abandonados y así se quedarán en tanto no haya un gobernador oficial. 28 DE O C T U B R E

Día de fiesta de Simón Bolívar, el Libertador86. En su honor la bandera francesa ondea desde esta mañana por encima de la casa de la Gobernación, nuestra residencia; Chaffanjon le dedica varios cartuchos de dinamita cuya potente detonación hace que acuda todo el pueblo a la plaza. Es una plaza relativamente grande o al menos lo parece cuando a pleno sol uno tiene que atravesarla y recoge entre las altas hierbas unos pe­ queños insectos rojos que luego, toda la noche, producen fuertes picazones muy des­ agradables. Siete casas bordean esta plaza, por tres lados solamente, el lado sureste está va­ cío. Al Norte hay cuatro casas de las cuales dos pertenecen a Guadalupe. La de la Gobernación la bordea por el Oeste, y otras dos más pequeñas al Este. Un esqueleto de edificación (algunas estacas hincadas en la tierra) es, según dicen, la armazón de la futura iglesia — desde hace cuatro años se encuentra en el mismo estado. En el centro de esta pequeña sabana, una gran cruz de madera extiende desesperadamen­ te sus brazos. Por encima de los techos de las casas, los cocoteros, naranjos, lechosas, en fin, toda la rica vegetación de los jardines, forman alrededor de la plaza una risue­ ña y pintoresca corona de verdor. 300


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Para celebrar al gran Bolívar, trato de preparar, inspirándome en la sirvienta Ma­ ría, un plato de claras de huevos a punto de nieve con leche condensada, y aunque su aspecto no era muy logrado, todos lo encontraron delicioso. El barrio principal más poblado está más al sur, río arriba del Atabapo; hay varias calles, pero las casas están situadas sobre todo a lo largo de la orilla del río. La del señor Mirabal está en el extremo sur del pueblo. Todas las noches vamos allí y conversamos largamente. La casa del se­ ñor Mirabal es quizá la única del pueblo donde se trabaja, hasta construyen curiaras. El señor Manuel José constituye una excepción, es un hombre activo que no se arredra ante el trabajo y las grandes empresas. Es dueño de una gran hacienda de caña de azúcar en la desembocadura del Guaviare en el Orinoco, en Guanayana. Allí fabrica él mismo panelas de papelón así como melao87(jarabe de azúcar). Aunque es un comer­ ciante y tiene una pulpería y un almacén, como la mayoría de los habitantes, también fabrica, crea, es industrioso en los hechos, en tanto los demás sólo viven de traficar, de intercambiar mercancías con los gomeros. No son más que mercaderes que explotan por todo lo alto a los pobres productores, los gomeros-, o éstos van a aprovisionarse con ellos, o los traficantes van ellos mismos a donde están los gomeros. De las dos formas los gomeros salen perdiendo. Siempre recordaré a mis compañeros a partir de Caicara. Manuel José, en cambio, es un hombre de buen consejo, servicial y desinteresado. En casa de él vamos a dejar guardados nuestras efectos, así como los dibujos, el diario, las observaciones y los documentos que no queremos llevar río arriba, pues son cosas que correrían el riesgo de estropearse o perderse si nos ocurriese algún accidente, un naufragio u otra cosa. Y aun en el caso de que ocurriese que no volviéramos, él está encargado de hacerlos llegar a su destinatario. Nos regaló unas veinte panelas de pape­ lón (pequeños panes de azúcar morena) para nuestro viaje a las fuentes. Después del retrato a lápiz de nuestro amable anfitrión, Guadalupe, hice el de Manuel José Mirabal. Es una dicha poder dejar tan lejos tan buenos recuerdos — modesto testimonio de mi gratitud y afectuosa simpatía— . Me guardé los calcos. Les escribí una larga carta en la que resumía el viaje de Caicara a San Fernando. ¿Les Hegará?88. 2 DE N O V IEM BR E

Anoche, el señor Mirabal organizó un baile en la pieza más grande de la casa. Yo traté de bailar una polca, pero como tengo el bazo y el hígado congestionados, pronto me quedé sin aliento y tuve que abandonar a mi indulgente pareja. El valse venezolano es muy bonito, pero bastante difícil, en mi opinión. Como música, no había más que un simple cuatro (pequeña guitarra de cuatro cuerdas) con acompañamiento de silbidos hechos con la boca. Nos refrescábamos con ron y con agua y comimos dulce de lechosa. Las cinco hijitas de Mirabal, la mayor de 301


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doce años, bailan de maravilla, y ante estas princesitas de la velada, me sentía como un niño muy chambón. Esta noche estamos invitados a otro baile en una casa vecina. La orquesta está compuesta por dos músicos, uno con un cuatro (guitarra) y otro acciona la maraca (ésta es una calabaza redonda en la cual se introducen unos guijarros y granos duros; un palo que la atraviesa sirve de mango). Entonces, como en casa del capitán Cordero, en Maipures, el maraquero, con una maraca en cada mano, agita el brazo con una rapidez extraordinaria de lo cual resulta un ruido infernal que cubre enteramente el dulce son del cuatro. Pero esto no detiene al maraquero, sigue afanándose como un poseído; además, por turnos, los dos músicos se acompañan con silbidos o cantos, repitiendo incansablemente el mismo ritmo. En cuan­ to a la letra, la van componiendo en el momento, ya sea sobre lo que hicieron o vieron durante el día, o sobre lo que van viendo mientras tocan su música. Las personas influ­ yentes del lugar y los extranjeros les sirven siempre de tema. Alabaron cantando a los dos exploradores franceses que partían a descubrir las fuentes del Orinoco; hicieron votos cantando por que los indios bravosa no los maten o se los coman y por que vol­ vieran cubiertos de gloria... La mayor parte de los invitados y bailarines tiene alguna frase amable para noso­ tros. En medio de todo el bullicio, apenas puedo reconocer un valse, pero pese a ello, los bailarines no dejan de moverse con gravedad y acompasadamente adoptando poses graciosas que sólo había visto antes en los ballets de la ópera. El valse de aquí es muy diferente del que se baila en Francia, pero la polca es más o menos la misma. 3 DE N O V IEM BR E

Noche muy agitada y lluvia toda la mañana. Imposible salir y, sin embargo, esta­ mos listos. El Gobernador nos procura hombres; seis para las dos curiaras; para ir más rápido cada uno tendrá su embarcación —las curiaras son más livianas que las falcas— . Agüero, que había regresado a Caicara, acaba de llegar. Como Chaffanjon le había prestado dinero, vamos por la suma, a tomar algunos víveres. Hay que esperar que des­ cargue. Llega gente de Río Negro, se instalan en la rancho abierta de la Gobernación. La joven mujer, una bella hispano-india es, según dicen, la amante del Gobernador de Río Negro, toda una novela. El Sr. Mirabal debe atender su conuco de la Guanayana; sintiéndolo mucho, no po­ drá asistir a nuestra salida, nos recuerda la promesa de quedamos en su casa al regreso. Nos confunde tanta cordialidad; simple, generoso hasta el final. ¿Por qué este brusco

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irse? Aunque muy cordiales entre sí, creo percibir algo de frialdad y reserva entre el Gobernador y el Sr. Mirabal. En quince días pensamos llegar al Casiquiare (brazo del Orinoco que desemboca en el río Negro); un par de días después, La Esmeralda, único y último pueblo en el río habitado por maquiritares, indios tranquilos, sociables; entonces entraremos en terri­ torio de los guaharibos, indios antropófagos, muy temidos por las tribus vecinas y que no dejan a nadie penetrar su territorio, ellos masacran a todos, según se dice. Al menos lo intentaremos. ¿Quién sabe? A lo mejor son menos temibles de lo que se dice. ¡En dos meses lo sabremos! Si el éxito total no corona nuestros esfuerzos, tengo plena confianza en un feliz regreso. Creo en la potencia fluida de los afectos. Tengo fe en mi ángel protector: dulce estrella que me ilumina y me guía. ¡Y en tres meses estaremos en Ciudad Bolívar, donde encontraré cartas, muchas cartas! ¿No es así? Me consumo con esta idea. Tengo prisa por beber de sus queridos pensamientos. Guadalupe, por cuestiones políticas, debe bajar a Bolívar y de allí a Caracas. Desea encargarse de nuestra correspondencia. No podemos confiarla en mejores manos. Ten­ dréis, por lo tanto, mi carta en los primeros días de enero. ¡En dos meses! Entonces, nuestra misión no estará lejos de haber concluido. 4 DE N O V I E M B R E

En la mañana hacemos a Agüero diversas compras para los marineros. Luego, el Gobernador viene a desayunar con nosotros. Comida de despedida rociada con una bebida dulce que recuerda de lejos nuestro pichenet. Guadalupe bebe por nuestro éxi­ to. Votos cordiales; algunos consejos también. Nos pone en guardia contra los temibles guaharibos y contra una familia de indios asesinos, que habita en los confines de estas regiones inexploradas. Nos da la orden, en tono amistoso, de fusilarlos si nos topamos con ellos en nuestra ruta. ¡Esperemos que no tengamos que ejecutar semejante orden, por todo lo amistosa que sea! Una vez terminada la comida, nuestro anfitrión y Agüe­ ro nos acompañan a las curiaras. La señora Mirabal, sus hijos y numerosos habitantes vienen a la orilla a desearnos buen viaje. Entonces, el Gobernador se despide a la vene­ zolana, estrechándonos cordialmente entre sus brazos. Nos expresa los votos de todos por el éxito de nuestra valiente empresa y sus deseos de un pronto y feliz regreso. Agüe­ ro une sus votos a los de Guadalupe. Nos estrechan calurosamente las manos. Muy emocionados, entramos cada uno en su curiara al grito de “¡Viva Venezuela!”, al que responden: “¡Viva Francia!”.

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ñ . 'Desde San Fernando de Atabapo al Caño Trapichóte” Tinta sobre papel


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Los marineros toman sus canaletes, y las embarcaciones se alejan de la orilla. Chaffanjon despliega el pabellón francés y lanza un cartucho de dinamita al río. Una explosión sorda y un alto penacho de agua son aclamados ruidosamente. El Goberna­ dor también hace ondear la oriflama venezolana y nos despide con doce disparos de revólver. Respondemos cada uno con seis tiros. Sobre la ribera que se aleja, los sombre­ ros se agitan. Nosotros saludamos con nuestros cascos. Después, en el momento de doblar la punta del Guaviare, nuestra bandera se inclina tres veces, la venezolana hace lo mismo. Es el adiós definitivo, los perdemos de vista. Esta simpática demostración me ha emocionado sinceramente, pero soy especialmente sensible a la afectuosa despedida de Guadalupe, por quien desperté un afecto real. Y no puedo reprimir una cierta melancolía, como si acabara de perder a un amigo. A menudo me repetía que, si en los primeros días yo le parecía duro y salvaje, lo cual atribuyó a la enfermedad y a los sufrimientos experimentados, le gusté más\ me apreció más y más a medida que me conocía mejor. Y cada día demostraba su testimonio de respeto y bondad. Por ello le guardo un gran reconocimiento. Estoy contento por haberle hecho su retrato. Al dibujarlo, como hablábamos de nuestras impresiones mutuas, yo le confesaba mi sim­ patía espontánea, a pesar de la expresión dura de mis primeros días, máscara de cólera continua y de frialdad despectiva que yo me había impuesto al contacto con Castel. Él me comprendió y muchas veces compartimos juntos. Veinte minutos de descenso por el Guaviare y doblamos en el Orinoco, la anchura del río es de unos ochocientos metros. Chaffanjon, con una curiara más pequeña y liviana, está ya una centena de metros aguas arriba. Mis dos remeros, indios banivas, le dan con ánimo a los canaletes. El timonel es un racional (un nacional venezolano)89, un muchacho de apariencia floja. Se llama Chacón. Llegamos al chorro Supirú y dormi­ mos en la roca de este nombre. 5 DE N O V I E M B R E

Muy temprano nos ponemos en ruta. Durante el almuerzo en el bosque húmedo, sorprendido por el fresco, tuve un acce­ so de fiebre. Temblando, no pude terminar de comer y entré en la carroza. Transpiración toda la tarde, un poco mejor de noche: Le atribuyo este nuevo acceso de fiebre a dos yucutas que tomé en la mañana (yucuta: calabaza de agua fría en la cual se diluye harina de yuca). A los indios les gusta mucho; el mañoco90 es para ellos lo que el pan es para nosotros; mientras tengan yucuta, trabajan. En la noche nos reunimos con la curiara de Chaffanjon, amarrada a un rancho llamado La Guacamaya, frente a la isla del mismo nombre. Allí pasamos la noche. Reco­ gemos cañas de azúcar. 305


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En la madrugada hacemos café ¡y salimos! Pero antes de partir, los indios transfor­ man los canaletes en remos grandes, al mango corto de aquéllos se les añade un palo?, una rama de árbol que fijan con habilidad mediante una liana más fina y fuerte que una cuerda. Para quien sabe ver, la selva es una mina de recursos. Con sus remos improvisados los dos marineros despliegan más fuerza, se cansan menos, y vamos mucho más rápido. Pensar que reman así desde las seis de la mañana hasta la noche (seis de la tarde) sin más descanso que la hora del almuerzo. Los admiro. Como no tienen la botella del obrero, ni el tonel del campesino para recuperar fuerzas, se llenan de yucutas todo el día, así su estómago está muy dilatado y prominente. Para almorzar paramos en un pintoresco rancho de gomeros (abrigo o simple te­ cho de hojas de palma) abandonado, por todos lados hay calabazas o totumas viejas que contuvieron goma, de la leche del caucho. Costeamos laderas muy altas, en esta orilla elevada la vegetación es muy distinta de las precedentes y más variada. Pasamos al pie de árboles gigantes cuyas inmensas raíces, puestas al descubierto por las crecidas del río, parecen prolongarse sobre el tron­ co, incorporándose a él, como torsiones de lianas gigantescas. Se creería ver serpientes monstruosas salidas de la tierra, entrelazadas, anudadas alrededor de los troncos y con las cabezas escondidas en el ramaje. Un poco más lejos bordeamos una verdadera muralla vegetal de más de treinta metros de alto. No se ven ni troncos ni ramas, sólo follaje, infinita variedad de hojas apretadas, compactas, que exhiben de cara al río algunas puntas de color, delicadas flores que estallan en esta armoniosa unidad de verdes. Semejantes a estrellas malvas sobre un inmenso fondo de tintura esmeralda. Ala caída de la noche, negras mariposas se agitan alrededor de nosotros. Una larga línea blanca corta con un trazo de luz sus alas sombrías. Imagen de un rápido crepúscu­ lo cuya sombra nos alcanza y, en su velo, la franja llameante de la puesta de sol se estre­ cha y se ensombrece como la línea blanca sobre las alas negras. Detrás de nosotros (marchamos directamente al Este), una hnea de fuego sobre una nube violácea destaca vigorosamente (en azul malva más oscuro que la nube) la cinta de tierra que parece flotar en un lago de oro entre el cielo y el agua. Esta lejana cinta, como un encaje de la selva virgen, marca constantemente nuestro horizonte de­ lante y detrás de nosotros, a babor o a estribor, según la ribera costeada. Boca de un caño (pequeño río Nube) propicia para desembarcar. Cartucho de dina­ mita lanzado sin resultado. Todavía sin suerte. Estamos forzados a atacar las conser­ 306


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vas, abrimos una lata de lengua que... nos podrá hacer falta después. ¡Hoy la caza no ha sido más afortunada que la pesca! Más arriba, la caza menos salvaje, se ve más cerca de las riberas del río. Podremos, por lo tanto, alimentarnos mejor, lo que, desde nuestra partida, nos falta totalmente. Dormimos en la desembocadura del caño Claro de Luna. Para alumbrar el fuego rápidamente usan el mechóna (cabo de resina de más de un metro de largo), abundante aquí, introducido en una corteza de árbol enrollada y ama­ rrada al medio y las extremidades. 7 DE N O V IEM BR E

Antes del alba, con la luz del mechón descolgamos hamacas y mosquiteros, y todos, agrupados en torno al fuego, asistimos en silencio a la preparación del tan deseado café. Un gran fresco nos envuelve y, esperando el día, este buen calor de la fogata da una maravillosa sensación. Sin darnos cuenta, una luz fría se filtra a través del ramaje y, cosa curiosa, nunca vista aquí, una bruma blanca91 invade el río; parece querer entrar en la selva impenetrable. Sólo las copas de los grandes árboles destacan fuera del roce de este primer vapor matinal que los rayos del sol dispersan rápidamente. ¡En ruta! Varios ranchos abandonados. Almuerzo de arroz. Parada en el conuco Patacame. Dos grandes ranchos y dos pequeños conucos. Compramos bananos verdes, cocidos en el sancocho hacen el oficio de patatas, pero no lo valen. El indio dueño nos regala una lechosa, fruta sabrosa de sabor parecido al del melocotón amarillo. En San Fernando de Atabapo hacen una buena mermelada de esta fruta. Los pocos ranchos y caseríos desperdigados en las márgenes del Orinoco, débiles conquistas sobre la natu­ raleza dominante, exuberante, inclemente, pálidas claridades en la penumbra miste­ riosa de la selva profunda, son para nosotros lo que los oasis para las caravanas que atraviesan los inmensos desiertos de arena quemante. A las seis de la tarde, parada para la cena, pesca con dinamita, buen resultado esta vez, varias payaras, pescados grandes. Después de la comida, la luna brilla, y nos ponemos en marcha de nuevo. Deliciosa sensación. Nada del calor aplastante del día, al contrario, un ligero aire fresco y estimu­ lante obliga a cubrirse algo. Es magnífico y siempre nuevo. Numerosos derrumbes se suceden en cortos intervalos. Las crecidas han minado la orilla. Al pie de la selva som­ bría yacen, acostados en el río, árboles muertos, retenidos en la orilla por sus raíces crispadas. Los troncos descarnados elevan por encima del agua sus ramas convulsas como brazos gigantes tendidos al cielo. Bajo la blanca y fría luz de la luna, estos yacentes de la selva cogen formas extrañas de espectros animados, seres de pesadilla, sólo concebibles por la fecunda imaginación 307


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"Desde Caño Cayare a Caño Oso’ Tinta sobre papel


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de Gustavo Doré. Para evitarlos, nos ponemos en plena corriente; si mi vista está satis­ fecha, los dos remeros, por el contrario, deben remar más duro. A las once de la noche, llegamos al caño del Trapichóte que bordea la hacienda del mismo nombre. Cerca de un vasto campo de caña de azúcar, tomamos la altura de la luna con el teodolito, después cada cual se fue a acostar, unos en tierra, enrolla­ dos en las mantas, otros en sus hamacas suspendidas entre dos árboles. Por temor al frío de la noche anterior, preferí dormir en mi curiara, en la cual, semiabrigado por la carroza, atestada y pequeña, sólo el cuerpo queda cubierto, las piernas extendidas quedan fuera. Chacón, mi timonel, había colgado su hamaca cerca de un hormiguero y fue picado por una hormiga veinticuatro vagabunda, cuyo aguijón, como el de la avispa, pero aún más doloroso, provoca una fiebre que dura al menos 24 horas. Aun cuando Chaffanjon lo atendió inmediatamente, el pobre sufrió y gimió toda la noche. 8 DE N O V I E M B R E

Antes de dejar la propiedad de Trapichóte, Chaffanjon colecta algunas hormigas veinticuatro que deposita en sus tubos de ensayo; también hace una pequeña provi­ sión de caña de azúcar para chupar y masticar, lo que mitiga el hambre que sufrimos tan a menudo. Alas nueve llegamos al caño Cayare, sancocho de arroz. Con la esperanza de conse­ guir una presa cualquiera, nos vamos a cazar al bosque. ¡Nada! Yo traigo sólo algunas hojas de curiosas formas que llevo a la curiara para hacer la impresión. En la mitad del día, el calor es extremo, sofocante, ¡se creería uno en una estufa! El trueno retumba a lo lejos. Nubes blancas y grises vuelan raudas sobre nosotros, algu­ nas gotas caen y eso es todo. Pero temo la estación, que no puede tardar, ya que la carroza, demasiado pequeña, no abriga sino a medias. Navegamos entre numerosas islas pequeñas. Una corriente muy fuerte se precipita entre este archipiélago y las masas rocosas que casi bloquean el río. Su masa de agua, que se comprime en este estrecho, se ve aumentada considerablemente por el aporte del Ventuari, importante afluente de la margen derecha. Estamos en pleno raudal de Santa Bárbara. Con mucho coraje mis dos remeros fran­ quean este largo y difícil paso, a veces peligroso. Por fin al mediodía abordamos la piedra Santa Bárbara, justo en frente se halla una de las islas del gran delta que forman las múl­ tiples bocas del Ventuari. Yo creía que éste era un lugar habitado, lo fue en el pasado92, hoy no hay rastros de casas. No es más que una vasta roca redonda, sobre la que acampamos. Aprovecho la roca para lavar mi piel de mono con jabón. Mientras tanto, Chaffanjon sale de cacería con dos indios y aporta dos pequeños monos negros de cara blanca: viuditas.

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Hacemos con ellos un sancocho y por primera vez como primates; me tocaron dos ma­ nos, no muy apetitoso, pero le hago el honor; excelente carne. Cada uno se enrolla en su manta sobre la roca y nos dormimos. En medio de la noche, potente viento, lluvia torrencial (es el principio). A toda prisa dejamos la roca y nos refugiamos en las curiaras, bajo la carroza. Desgraciadamente, esto no da resulta­ do, demasiado estrecha, no puedo extenderme, mis piernas reciben toda la lluvia y en vista de mi estado febril habría que evitar mojarme, cosa difícil, imposible. 9 DE N O V I E M B R E

Tormenta toda la noche. Se abrieron las esclusas del cielo, y esta mañana, a causa de la persistencia de la lluvia, nos desesperábamos para poder hacer fuego, con tanta falta que nos hacía el tradicional café, empapados como estábamos. ¡En fin! después de numerosos intentos, nuestros tres indios, los dos míos y el de Chaffanjon, lograron proteger el fuego con sus mantas, mientras ellos mismos se abrigaban. Y mientras tanto, vistos desde abajo, desde la curiara, estos tres hombres, acampa­ dos sobre la roca, haciendo el café bajo esa avalancha, son de una belleza indudable, envueltos así en sus mantas. En relieve sobre el gris saturado de agua, sus pintorescas siluetas coloreadas se mueven en actitudes soberbias, diversas, caracterizando tres tipos bien distintos. Uno de ellos, con un trapo a modo de turbante en la cabeza, pantalón a medio muslo, las piernas desnudas, tiene todo el aspecto de un caballero de la corte de Luis XIII, sólo le faltaría la punta de una espada levantando la cola de su capa, de su manta marrón bajo la cual se esconde un pequeño machete. Otro en harapos, tocado con un gran sombrero de paja roto y, sobre todo, vestido de ilusiones; restos de camisa azul, recortada, remen­ dada, vestigios multicolores de pantalón blanco con grandes agujeros en las rodillas, cuyos jirones se desflecan en los tobillos, verdadero don César de Bazán escondiendo su pobreza y sus pesares bajo una gran manta roja. El tercero completamente envuelto en su manta azul marino como una clámide, evoca una de esas figuras derechas, hieráticas, procesionales, de algunos frisos antiguos... A las siete, lluvia cerrada, levamos ancla. Navegamos entre dos ríos: el cielo y el Orinoco. Los indios, habituados a la intemperie, reciben esta ducha diluviana con una placidez y constancia admirables. Sólo Chacón, el timonel, se queja. Mañana triste y fría — sólo se escucha la cadencia de los remos y el golpear precipita­ do de las grandes gotas sobre la carroza—-. Frío en el cuerpo y en el corazón. Tiritamos. Numerosas barreras naturales se suceden a corta distancia, es el final del raudal Santa Bárbara; la cercanía de las rocas produce corrientes trabajosas de remontar; los dos banivas compiten en vigor por ser cada uno el primero en lanzarse al río para tirar de la curiara en los sitios difíciles, imposibles de remontar con la fuerza de los remos. 310


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Durante tres largas horas lucharon así bajo la lluvia, remando y saltando al agua para halar la embarcación, a veces con el agua hasta las axilas. Por fin deja de llover, paramos en la roca Cangrejo y pescamos con dinamita. Mientras los hombres preparan un ligero sancocho de arroz, al que se le añaden seis pescaditos, nosotros terminamos de hacer la colada empezada la víspera. ¡Ade­ lante! Atravesamos parajes espectaculares, estrechos entre islas. Frente a una dificultad, una corriente un poco fuerte, el gran Chacón parece perder el norte — veremos más arriba cómo se conducirá— . Sorprendemos a una garza gris manchada de blanco en la extremidad de las plumas y un paují, de cabeza y pico grande. Los tres fusiles, el LeFaucheux, el Winchester y la carabina Flaubert están con Chaffanjon; y no teniendo más que mi inseparable fusil Gras, arriesgo una bala, era demasiado tentador, un indio la recoge. Los matraqueros o martines pescadores abundan —pasan como flechas so­ bre nosotros— , aunque todo lo que se vea desde la curiara es bienvenido, éstos son realmente indignos de una bala. Aquí, el día pasa al claro de luna casi sin transición, marchamos hasta las ocho de la noche. Los marineros han remado, por lo tanto, nueve horas sin detenerse, excepto para beber una yucuta de vez en cuando. Además, uno de mis indios está sentado muy incómodamente, con un saco de sal delante de él que lo obliga a ir de costado. ¡Bravo, baniva! A las ocho, la curiara de Chaffanjon está ya amarrada a la roca Guachapana y para­ mos. Un árbol semitumbado nos sirve para suspender las hamacas. Una vez en tierra hacemos siempre tres grupos separados 1) el grupo de los dos franceses: Chaffanjon y yo; 2) el grupo venezolano, los tres racionales: Chacón, Manuel Luis (los timoneles de cada curiara) y el joven remero Angelo, uno de los dos remeros de mi compañero; 3) el de los tres indios banivas, el más alejado y pintoresco. Noche espléndida. Luminoso claro de luna. 10 DE N O V IEM BR E

En la madrugada, apenas después del café, salimos de cacería al bosque cercano. El sol no ha salido aún del horizonte. Algunas nubes malvas con flecos de oro flotan en un cielo rosado. Una gran sabana, apenas entrevista; ayer en la noche, se extiende fren­ te a nosotros, entre las altas hierbas, largas hileras de pequeños montículos erizan esta llanura, es el trabajo gigantesco de un formidable ejército de hormigas blancas o termitas. Cada montículo es un nido de una maravillosa arquitectura interior, un cono de tierra de al menos un metro de alto por sesenta a setenta centímetros de base. Algu­ nos de estos nidos están ocupados por hormigas negras, que los han conquistado a sus rivales, las indomables hormigas blancas, ¿o se han apoderado de nidos vacíos? Con311


“Desde Caño Yao a Caño Chicateri’ Tinta sobre papel


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templando estos edificios, esta vasta ciudad obrera, obra gigante de insectos, parece como un pequeño bosque dominado por elegantes palmeras. La obra del hombre: cua­ tro ranchos de aspecto muy confortable construidos en la suave pendiente de una coli­ na. Si allí pueden desafiar las fuertes crecidas del río, no pueden, en cambio, preservarse de la invasión de termitas. Los insectos parecen haber triunfado sobre el hombre, pues sus habitantes han huido, las cabañas están desiertas, abandonadas. Estas termitas son terribles devastadoras. Surcan el terreno con numerosas gale­ rías, minan el subsuelo de las casas y penetran, devorándolo todo, tejidos, telas, made­ ra; se introducen en los pilares, postes, travesaños, royendo el corazón de la madera, surcándola de galerías, reduciéndola a polvo, salvo la envoltura externa, de suerte que toda carpintería de la casa no es más que una armazón hueca, intacta en apariencia, que se derrumba, incapaz de soportar su propio peso. Sin duda, para evitar este peligro los habitantes han debido abandonar este sitio. Dos bosques bordean la sabana. Entramos en el de la izquierda. Todavía está hú­ medo de rocío o de la lluvia de ayer. Un arroyo nos interrumpe el paso; lo atravesamos sin quitarnos las alpargatas. Otra vez los pies mojados hasta el regreso. Pero, ¡cuántas sorpresas y bellezas en este bosque! Por todas partes se ven palmeras de distintos ti­ pos, buscan luchar en elegancia, dominar a su vecina. Mis ojos se regocijan agradablemente, jamás han contemplado una naturaleza tan nueva, tan rica y tan variada en su hermosa unidad. Hasta aquí había visto estas mismas plantas diseminadas, agrupadas entre los otros árboles de la selva, mientras que aquí, excepto algunos raros y seculares troncos disper­ sos, cuyas altas ramas se alzan todavía por encima de las palmeras más altas para pro­ porcionarles una humedad fresca, la selva no es más que palmeras, un inmenso invernadero en el cual los árboles seculares forman la gigantesca armadura que abriga la inmensa y pacífica familia de palmeras de una variedad infinita. Todos los sujetos están allí representados. Unas, cuyos esbeltos estípites suben hasta la bóveda umbría para desplegar su rosetón de hojas en abanico. Otras, formidables surtidores, verdade­ ros fuegos de artificio lanzados directamente de la tierra a alturas prodigiosas, sus pal­ mas son de hojas agudas, lanceoladas. Cuán minúsculo se vería aquí el gran invernadero del Parque de la Téte d’Or, mi hermoso iniciador donde yo dibujaba algunas palmeras, entre otras, la Chamoedorea Emesti Augusti (mis dos nombres), que yo creía reconocer aquí y cuya hoja tiene la forma de un canalete abierto. Pero la palma dominante por la cantidad de ejemplares y no la menos graciosa es la palma yaua, género Phoenix, sus elegantes hojas (la clásica palma de los mártires) sir­ ven para confeccionar los techos de las cabañas y las carrozas de las embarcaciones. Para ello los indios hienden el tallo en dos; obtienen así dos medias palmas cuyas hojas 313


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pueden entretejerse todas en el mismo sentido. En todas las etapas, desde el nivel del suelo hasta la cúspide de la bóveda, estas palmas lanceoladas se mezclan, se entrecruzan con las hojas flabeliformes. Cada vez más atraídos, nos adentramos en el entrelazamiento de las grandes pal­ mas atestadas al pie de jóvenes retoños, desgajando las palmeras recién nacidas, cor­ tando, desgraciadamente, a derecha e izquierda para hacernos paso. En los raros lugares no cubiertos de vegetación se pueden advertir débiles rastros de animales; pero sin perros, en este vasto y exuberante invernadero, sólo el azar puede ponernos delante de uno de sus huéspedes. Nos escuchan mucho antes que los poda­ mos percibir, tanto más que nuestros golpes de machete, que resuenan repetidamente, no son algo que los atraiga. Durante dos horas no vimos la más menuda presa, pero si no tuvimos éxito en la cacería yo regresé encantado. Recogimos nuestra ropa tendida sobre la roca y parti­ mos. Son las nueve. Ya que es imposible cazar y, como regresamos vacilantes, pensarán que en lugar de apretarnos el cinturón y engañar el hambre con un cigarrillo o una yucuta, podríamos abrir alguna de las cajas de conservas o tirar más a menudo un cartucho de dinamita en el río, pero eso sería desperdiciar nuestras provisiones y nuestros medios defensi­ vos. Quién sabe qué nos espera más adelante. Debemos, por lo tanto, ser precavidos y no utilizar nuestras provisiones y municiones más que en último extremo. O sea, si no cenamos hoy, no almorzamos mañana, seremos más felices pasado mañana. A las tres de la tarde paramos para el sancocho de arroz, único nutrimento a bordo mientras la caza y la pesca sean infructuosas. A las seis, a la caída de la noche, abordamos en un cómodo rancho de gomeros, el rancho Perro de Agua (de la nutria), gran techo de hojas de palmas. Pasamos muy bue­ na noche. 11 DE N O V IEM B R E

A la salida del día dejamos el desecho93 Perro de Agua. Atravesamos a la ribera de­ recha. Frente a nosotros se alza la voluminosa masa azul del cerro Yapacana sobre fon­ do de oro perla. Gradualmente el cielo se ilumina, se enciende; después, en un deslumbramiento, el sol surge entre los dos dientes del monte. Intento hacer una acua­ rela, pero sacudido por los remeros apenas puedo escribir, ¡es una contrariedad, ya que ahora serían más interesantes los apuntes! Y como hecho expreso, en tierra, en los escasos instantes empleados en hacer comi­ da, no tengo tiempo más que de correr a buscar plantas curiosas para las impresiones en la curiara. ¡Esta imposibilidad de dibujar me enerva! Ahora bien, no podemos per­ der tiempo si queremos terminar y estar de regreso en Ciudad Bolívar a fines de enero. 314


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El general Guadalupe Molina debe estar en ruta hacia Bolívar; debía partir unos días después que nosotros ¡y lleva nuestra correspondencia! Estoy feliz al pensar que en mes y medio aquellos que nos son queridos y temen por nosotros, recibirán la prueba de mi fiel y constante afecto. Deben saber que a toda hora del día están en mis pensamientos. Cada vez que un bello efecto, una alegría artística me estre­ mece, quisiera, en el fuego de mi entusiasmo, transmitírsela de inmediato y hacer­ les participar las dulces emociones así como las duras impresiones de la vida. Y qué vida tan variada la nuestra, cuando lo pienso. Totalmente opuesta a su vida citadina. Cada día aporta un cambio de sitio, de hechos nuevos. Hoy nada es igual a lo de ayer. Siempre hacia delante, hacia lo desconocido, sobre la larga cinta del río que se acorta cada día. Sin saber si comeremos o dónde. Sin dormir jamás en el mismo sitio, a veces con los riñones destrozados bajo la carroza de la embarcación, atormentado por los terribles mosquitos; a veces sobre la dura roca, despertados con sobresalto por la lluvia torrencial; a veces en la hamaca, mecidos deliciosamente por nuestros sueños, los ojos perdidos en las estrellas... ¿Será que el sufrimiento aguza los sentimientos y nos da una conciencia más níti­ da de la vida? O bien, por contraste, ¿nos hace apreciar mejor los buenos momentos y que únicamente nos acordemos de ellos? No lo sé... pero a pesar de la lluvia, los mosqui­ tos, las privaciones, las fiebres, tal vez a causa, sobre todo, de estos inconvenientes, de estos sufrimientos, amo plenamente esta vida nómada hecha de imprevistos y, a pesar de disfrutar cuando pienso en vuestra dulce vida familiar, sentiría muchísimo no ha­ ber conocido las alegrías y amarguras de ésta de aquí. Pero sí aprecio con deleite el recuerdo de las alegrías de familia que ustedes tan afectuosamente me han otorgado, alegrías puras donde se engrandecen el corazón y el espíritu, cuánto de lo de aquí me parece incoloro, monótono, triste, la vida de ciertos camaradas — como yo, privados de la familia o huyendo de ella— que, cada tarde, a la misma hora, van regularmente — automáticamente— , a sentarse a la misma mesa del café, delante del mismo juego de cartas... y yo me los imagino, estos seres simpáticos, sensibles, inteligentes que, como poseídos por una fuerza de inercia, van a intoxicar sus ideas en conjunto, a lanzar las cartas durante más de cuatro horas, con el pretexto de descasar de las preocupaciones de los negocios... Sí, yo los veo en su lugar de costumbre, degustando, cada noche, el mismo número de cervezas, fumando la misma cantidad de pipas, sin pronunciar más palabra que para anunciar su juego o brindar por la entrada sensacional de una nueva cabeza o una pareja de extranjeros. Al pensar en esa vida de allí, ¡amo la lluvia, los mosquitos, la fiebre, el hambre! Sí, todo, excepto esa negación... Hacemos un alto en la selva, sólo arroz, los cazadores regresan abatidos. 315


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ñ . Asiento de indios piaroas y armas” Grafito sobre papel • Septiembre de 1886


LA P A R T ID A D E C I U D A D B O L ÍV A R H A C IA EL A L I O O R I N O C O

A las tres estamos en Playa Pelada94. Banco de arena con unos arbolitos, cortada por dos lenguas de agua. Se extiende a más de cien metros delante de la orilla como un vasto tapiz blanco tirado al pie de la elevada selva donde algunas palmeras se balancean en la masa espesa de los grandes árboles. Dos techos de palma de una sola agua, sostenidos por cuatro troncos. Estos dos pequeños ranchos rústicos, pintores­ cos, son el refugio de un indio, mestizo indio y tres mujeres. Es la vida libre, primitiva en toda la acepción de la palabra. Ha venido a acampar aquí para hacer provisión de pescado, que seca y ahúma. Mientras hago un apunte de los ranchos, nuestros indios salen de pesca. Flecharon a sus peces y regresaron con cinco bellos especímenes, ahorro de car­ tuchos de dinamita. Esperamos la salida de la luna y salimos de nuevo. ¡Riberas de fantasía! A las nueve estamos en La Caridad. En una pequeña caleta sombreada se hallan dos curiaras — indicios de población cercana en el bosque profundo, pero que no po­ demos ver— . Al bajarme percibo en un claro un pequeño rancho de hojas, de metro y medio de alto. La luna lo iluminaba como por placer, él resplandecía y parecía ofrecer hospitalidad para pasar la noche al abrigo de intemperancias súbitas. Inmediatamente tomo mi saco con hamaca y mosquitero, salto de la curiara, sin casco, un simple pañue­ lo alrededor de la cabeza y ocupo el rancho, aquí es la ley del primer ocupante. Uno a uno aseguro los postes, que están sólidamente clavados en el terreno arenoso resplan­ deciente por la luna. Pero el pequeño techo puede estar agujereado, asegurado, me deslizo, bajo él todo está oscuro. Con la nariz en alto, rozando con la cabeza los travesaños, hasta que mis ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, perciben sobre el fondo sombrío un vago res­ plandor azul fosforescente que tiene toda la apariencia de una cabeza de serpiente balanceándose a veinte centímetros de la mía... Corro fuera del ranchito. “¡Chaffanjon!”— grito. ¡Una serpiente!, ¡allí debajo! Hice alumbrar el mechón. No me había equivocado, una magnífica trigonocéfala se descolgaba lentamente del travesaño central del techo, sin sorprenderse en lo más mínimo por haber sido despertada. Mi prudente compañero, que no ponía jamás pie en tierra sin su arma, le descarga el Lefacheux. ¡Estuve a punto de hacerla buena!, pues varias veces la rocé con la cabeza y ya iba a poner la mano sobre ella creyendo que era el travesaño cuando percibí su presencia por su débil brillo móvil. Allá, mi Ángel Guardián Protector me ilumina más que el reflejo de la luna. La mapanare es una de las serpientes más peligrosas; según los indios, de haberme mordido en la cabeza, habría caído sin remedio posible... Mide un metro y ochenta centímetros. Un gran frasco es ahora su último rancho. 317


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Dos veces me desperté de noche, la primera vez que salí del mosquitero, todo esta­ ba tranquilo, todos dormían. A la luz de la luna vi a los tres indios durmiendo enrolla­ dos en sus cobijas... pero la segunda vez, a las cuatro y media, la calma era demasiada. Me gana una sospecha: “Se escaparon, como en Mapire”. De un salto estoy en mi curiara. Los canaletes desaparecidos, sus cosas también, no hay duda... Desperté a Chaffanjon, quien naturalmente no pudo más que constatar la triste realidad. Para huir, nuestros desertores se han llevado una de las dos curiaritas amarradas en la caleta. Después de deplorar este contratiempo y atribuirnos la culpa por nuestro exceso de confianza (doble lección), buscamos la manera de remediar esta nueva defección; no es posible remontar el río con un solo remero; el joven Angelo y los dos timoneles de cada curiara; Manuel y Chacón, todos tres racionales, venezolanos. El propietario de las curiaritas, el señor Reyes, cuyos ranchos están más adentro en el bosque, llega a tiempo para sacarnos del atolladero. Nos informa que es el único hombre aquí; pero que uno llamado Manuel Asunción, comisario del gobierno, podrá suministrarnos remeros. Su casa está a un día de río. El gobernador Guadalupe nos había dado una orden de requisición, fue decidido rápida­ mente que, armados de esta orden, los dos racionales Manuel Luis y Angelo partirían inmediatamente a pedirle hombres a este representante del gobierno. Amablemente, Reyes pone a nuestra disposición canaletes y curiarita, hermana de aquella robada, e inmediatamente después de desayunar, los dos mensajeros partirán. Tendremos el resultado esta tarde o esta noche. Mientras, perdemos dos días al menos y ello porque confiados de la docilidad y el celo de nuestros indios, imprudente­ mente creimos que estos Voluntarios”, reclutados por autoridad gubernamental, ha­ bían filosóficamente aceptado su servidumbre momentánea; fue desconocer el alma india. ¡Las dos curiaritas amarradas han debido ponernos en guardia! Para el indio la libertad es el don más preciado; si es constreñido se somete en apa­ riencia; pero triste, taciturno, no piensa más que en los medios y la oportunidad de escapar. Sólo le importa su libertad. Sacrifica todo por su libertad, incluso lo que se le debe, su retribución. Cuando pienso que éstos hubiesen podido desvalijarnos, coger lo que hubiesen querido, incluso mi revólver dejado en la curiara y que se han ido sin provisiones ni armas, sin robar nada aparte de la curiarita y remos, elementos indispensables de fuga, no puedo más que admirarlos en su fuga tanto como en sus actitudes melancó­ licas. Aunque nos dejan en dificultad, considerémonos afortunados, el mal pudo haber sido mucho peor. ¿Qué habríamos hecho si nos hubiesen robado? No perderíamos dos días solamente; al menos una quincena, ya que nos hubiésemos lanzado en persecu­ 318


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ción y quién sabe cuando los hubiésemos alcanzado — es tan fácil esconderse en un caño cualquiera. No estoy preocupado por ellos, conocen los recursos de la selva y el río. Proveerán fácilmente para su subsistencia y además están los ranchos hospitalarios de las dos orillas. En unos diez días estos banivas estarán en su tribu. ¡Ybien! Los echo de menos, eran dulces, valientes y pintorescos. Después de la salida de nuestros dos mensajeros, como Reyes, quiere hacernos los honores de su hogar, dejamos a Chacón cuidando las curiaras. Los tres racionales son verdaderos voluntarios — no habrán de fugarse porque les importa más la paga que la libertad— . Un largo sendero bajo el bosque nos conduce al conuco. En un vasto claro, se yer­ guen unas cuatro‘chozas que una antigua tribu de indios piaroa abandonó hace unos diez años. El indio baré Reyes se posesionó; desde hace cuatro años vive aquí, como un Abraham, del producto de sus conucos, con dos mujeres — una india y una mestiza negra— , cada una con un muchacho. Las dos chozas ocupadas por nuestro huésped, hechas por él, no tienen nada de particular, son rectangulares, como las venezolanas; las otras dos son más originales, esencialmente indias, redondas con techos en cono de hojas de chiquichique. En la primera, el techo baja hasta el suelo, en tanto que en la otra reposa sobre un pequeño muro cilindrico de tierra de un metro y sostenido por travesaños95. La puerta estrecha tiene un metro de alto. ¡Cómo debían ahumarse ahí dentro! El interior está dispuesto para alojar a varias familias. Troncos en círculo permiten colgar chinchorros, entre los postes y el muro se encuentran las tres piedras funda­ mentales de cada hogar. A cada costado del pilar central se encuentra una escalera ho­ rizontal a la altura de un hombre, que sirve para colgar objetos y tortas de cazabe. Cerca del budare — horno circular para cocer esas tortas— recojo dos pequeñas totumas (calabazas) que nos servirán para beber yucuta. Próximo a estos techos cónicos, se en­ cuentra aún un pequeño refugio, rectangular, para preparar el cazabe. De regreso al “puerto” depositamos los objetos etnográficos recogidos en las cho­ zas piaroa y al momento de hacer nuestra ablución cotidiana, cuál sería nuestro estu­ por al ver que de la planta desde los pies hasta medio cuerpo estamos cubiertos de minúsculos puntos negros, cosecha imprevista de niguas, las cuales infestan las chozas piaroas. A pesar de una fuerte fricción de alcohol, no hemos podido destruir las que se me­ tieron bajo la piel, y ciertamente en algunos días sentiremos los efectos. ¡Oh! Estos insectos infinitamente pequeños, ¡qué peste! Apenas se ha desemba­ razado uno de una especie, otras diez surgen para acosarnos; así, mientras escribo en el pequeño rancho donde estaba la mapanare, nubes de piojos lameojos me hosti­ gan. Tienen la especialidad de echarse tan violentamente sobre los ojos que no hay 319


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tiempo de cerrarlos (todo punto brillante los atrae) entonces sueltan un jugo urti­ cante que quema el ojo y lo hace llorar copiosamente; otros que no alcanzan a entrar a los ojos se enredan en el pelo, barba, añádanle a eso los perpetuos dardos y chupa­ das de las tres especies básicas de mosquitos ¡y juzgarán si se puede permanecer tran­ quilo para dibujar o escribir! Cacería de monos, pretexto para recoger plantas que imprimir. Noche deliciosa, largas conversaciones mientras esperamos el regreso de los dos comisionados. A las nueve llegan éstos después de haber cumplido en todo con su misión. Mañana tendre­ mos remeros y pasado mañana podremos partir. Lluvia toda la noche, hamaca entre dos árboles, con la cobija encima del mosquitero, débil protección, me mojé algo. 13 DE N O V IEM BR E

Café con leche de conserva. Dos marineros enviados por Manuel Asunción llegan justo para el almuerzo; salen inmediatamente a la búsqueda de otro que vive a un día de aquí, ¡otro día de retraso! Nos regalan un yaqui, pez menos grande que el laulau que flecharon en el camino. Piensan regresar mañana a las diez. Un enjambre de mariposas azules nos invade, revolotean y se posan en la olla. ¿Vie­ nen para aumentar las colecciones o para provocar a estos seres pesados, anclados en puerto, incapaces de elevarse de la tierra, mientras ellas se balancean en el aire, se po­ san delicadamente sobre las extremidades de las plantas como flores palpitantes, péta­ los vivientes que la brisa transporta al azur, de donde han venido? Lluvia toda la tarde, día insignificante, pesado; cazando mosquitos, lameojos, etc. ¡Suplicio! Cena de báquiro ahumado. Para no padecer el chaparrón de ayer acepto la hospitalidad bajo una de las cho­ zas del Sr. Reyes; allí, al menos, no hay preocupación por la intemperie. Hice bien, llovió toda la noche hasta la mañana. 14 DE N O V IEM BR E

Hoy se hornea el pan en La Caridad, es decir, preparan el cazabe. La zamba parece ser aquí la verdadera ama. Mientras su bebé duerme en un chinchorrito cerca de ella, prepara la harina de cazabe, después: para vigilar la cocción de las tortas en el budare, se sienta sobre un silla baja con su niño en brazos, lo arrulla canturreando. Lindo cua­ dro de maternidad. La pobre india (Geral del Brasil) salvaje, melancólica, está aparte con el suyo de pie a su lado. Come hormigas vivas. Les arranca la barriga y se come el cuerpo y cabeza con cazabe. Las dos mujeres están cubiertas con unos vestidos de algodón azul; el de la 320


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india, muy gastado. Normalmente usan un simple guayuco. Aunque el pintor, amante del desnudo, sea privado de la vista de formas femeninas más o menos estéticas, admi­ ro este impulso de pudor que les hace vestirse ante la presencia de un extraño. Cierta­ mente algo superior al instinto domina a estos seres semicivilizados, la poderosa influencia de los antiguos misioneros es aún profunda en estas almas nuevas. Los nom­ bres de Caridad y Manuel Asunción lo prueban. Estas almas ingenuas, imaginativas, supersticiosamente mezclan confusas creencias cristianas con leyendas indias que can­ tan a sus hijos y transmiten de generación en generación, más o menos transformadas y amplificadas según su imaginación. Ocupada en sus trabajos domésticos, la madre de los cabellos crespos fuma, la lumbre dentro de la boca, unos cigarros que ella misma confecciona. El, Reyes, enrolla cigarrillos en un fragmento de hoja de platanillo (bana­ no salvaje) o de maíz. Nos muestra también la corteza de tabari, compuesta de una infinidad de hojas, que forman un cuadernillo natural de ligeras, finas y suaves hojas de papel de fumar. Nosotros hacemos provisión. Todo está al alcance de la mano en la selva, en el bosque, hay que saber ver. 15 DE N O V I E M B R E

Extracción de niguas toda la mañana, introducidas bajo la planta del pie y en los dedos. Once habían elegido domicilio bajo el dedo gordo de mi pie derecho. Y cuán­ tas otras se esconden todavía invisibles bajo la piel, pero las sentiré en algunos días. Intercambio de pólvora por mañoco de primera calidad con el Sr. Reyes. Para conser­ var y transportar el mañoco lo meten en mapires, cestas de mallas largas tapizadas de hojas de platanillo secas para mantener, envolver y preservar esta harina de la humedad. Las mapires, pujas, sebucanes, catumares, son obra de las mujeres, tan hábiles en cestería como las nómadas nuestras, las gitanas. El sebucán, grueso cilindro elástico para prensar la harina de yuca (la pulpa rallada del tubérculo), es un maravilloso traba­ jo de cestería. A las diez, los dos indios de Manuel Asunción regresan solos con un día de retardo, el que fueron a buscar está enfermo; para no perder más tiempo, Chaffanjon decide tomar el puesto de mi timonel, al cual relega a remero. Esto no le hace mucha gracia a Chacón; pero se resigna confiado en que no sea por más de un día. Tiempo de llegar a casa de Manuel Asunción, donde seguramente hallaremos remeros para reemplazar a nuestros desertores. La tripulación de mi curiara es, por lo tanto, Chaffanjon (timo­ nel), Chacón y un remero de Asunción. El nuevo es un indio maquiritare96, muy inteli­ gente, picaro incluso, del cual desconfiaría si se quedase con nosotros. El otro maquiritare y el joven Angelo son remeros en la otra curiara, con Manuel Luis, timonel. Van delante de nosotros. 321


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rü "Parada en la pequeña isla de arena frente al cerro Yapacana” 15 de noviembre de 1886


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Del otro lado del río, orilla derecha, se ve el cerro Yapacana. Paramos en un rancho de gomeros para el almuerzo, choza desierta, dos hamacas en los troncos, en el techo de chiquichique un viejo fusil de dos tiros. Bajo un pequeño cobertizo al lado de la casa se cocina un báquiro. Se supone que los dueños están en el bosque cosechando caucho. El báquiro se ahúma en una troja de gruesos troncos sostenidos por cuatro estacas sobre la fogata, donde gruesos leños se consumen lentamente, de suerte que el fuego encen­ dido por la mañana dura hasta la noche. El báquiro despide un olor suave y apetitoso. Los hombres dan vuelta alrededor preparando el aburrido sancocho de arroz, es dema­ siado tentador, sustraen por aquí y por allá pequeños pedazos. No se pueden perder de vista, ¡ah!, ¡si no estuviésemos allí, los pobres gomeros llegarían y no encontrarían más que el brasero apagado! Ellos entran a la selva temprano en la mañana a buscar heveas (árbol del caucho), regresan en la tarde cargados de grandes calabazas llenas de leche, que coagulan sobre una plancha. Me gustaría ver esta cosecha de leche y su manipulación. Chaffanjon me lo explica, pero no es lo mismo que verlo directamente. Toma una fotografía de este rústico y típico rancho de gomeros, que los mosquitos me impiden dibujar. De noche bajamos en una playa de arena lisa, libre de todo arbusto, recién descubierta por la mengua del río. Tiene un fuerte olor a pescado. Tomamos el punto; siempre frente a nosotros, más allá del río, el cerro Yapacana alumbrado por los últimos rayos del sol, bloque inmenso, se erige cual vasto sarcófago por encima de la cinta de selva reflejando su imponente masa malva en el río. Taza de café por cena. Echados en la arena húmeda, vemos subir en el aire las espirales de nuestros ciga­ rrillos, nuestra cena se disuelve en humo... y, como a propósito, siempre que estamos con el estómago vacío es cuando Chaffanjon rememora los mejores banquetes que hizo en Lyon y París, cuando saboreaba los lenguados gratinados de Chez Marguerie, acom­ pañados de los mejores vinos. Con tales evocaciones gastronómicas, con refinamiento de detalles, nuestras glán­ dulas salivares buscan algo que hacer y nuestros estómagos roncan de lo Undo... y el humo de nuestros cigarrillos sube en espirales rápidas, ininterrumpidas. Antes de poder dormir, yo me cambio de sitio varias veces, en busca de un lugar menos oloroso; pero toda la playa está impregnada del mismo olor a pescado fermen­ tado. Me resigno, pues soy el único que lo siente, lejos de incomodarse, los otros ron­ can. Durante la noche, alarma de lluvia. 16 DE N O V IEM BR E

Alas tres de la mañana, café, historias, charlas en espera del día, luna oculta por dos negras nubes. 323


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Chaffanjon retoma el timón de mi piragua. Marchamos paralelos con la otra barca. Insoportables escozores me obligan a extraerme más de una docena de niguas de la planta de los pies. Paso toda la mañana en la fatigosa posición de “sacador de espinas” para desprender estos importunos bichos de mi carne. Quedo con agujetas. Cosa curio­ sa, Chaffanjon no sufre estos ataques, la cosecha en las chozas piaroa fue toda para mí. Es abundante. Una nigua se ha alojado bajo el índice de mi mano izquierda. De lo más curioso, porque por lo general sólo penetran en los dedos de los pies. Se supone que después de la extracción hay que evitar mojarse las heridas, por temor al tétanos. Siem­ pre en el agua y sobre el agua, ¿cómo hacer? A mediodía amarramos en piedra Danaco frente a la barraca97 de Manuel Asun­ ción. Este funcionario de gobierno nos esperaba, acogida cordial. Hace preparar una cena mientras nos da útiles informaciones. Su simpática figura está aclarada por un solo ojo vivo, inteligente. Manuel es tuerto. Habla muy bien el español. Nos promete a su hijo de marinero; pero como éste ha ido a construir una choza en un sitio escogido lejos del Orinoco — orillas demasiado expuestas a los mercaderes explotadores cami­ no al río Negro y a las requisiciones del gobierno, en hombres y excesivos impues­ tos— , envía un negro mestizo a buscar a su hijo; estarán de vuelta pasado mañana. Estaremos, por ende, en piedra Danaco dos días al menos. Aquí, como en La Caridad, hay dos mujeres; una de pelo crespo, mestiza de india geral y negra; la otra, india guahíba, de cabellos lisos negriazulados — también es la india la sirvienta. 17 DE N O V I E M B R E

Después de una buena noche pasada en la barraca al abrigo de chaparrones y pla­ gas, hablamos toda la mañana sobre el Alto Orinoco con nuestro simpático huésped; sobre lo que sabe y lo que ha visto, detalles curiosos que consigna mi compañero. Ma­ nuel no nos aconseja ir a las fuentes — no regresaremos— . Tiene verdadero miedo de los guaharibos. Cuenta con espanto las legendarias y crueles hazañas de estos indios bravos, antropófagos incluso: incursiones nocturnas en los pueblos maquiritares veci­ nos y otros, ¡masacre total de los habitantes, chozas quemadas, arrasadas! Son numerosos y poderosos, blancos y barbudos, dice él, sus flechas envenenadas dan siempre en el blanco — no nos dejarán penetrar a su territorio— ; por otra parte, ningún marinero, maquiritare u otro, osará acompañarnos. ¡Ya veremos! Frente a nuestra determinación de no retroceder, de ir a la meta, nos aconseja no hablar de las fuentes a nuestros marineros, decirles nada más que deseamos ir lo más cerca posible, sin peligro. 324


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Después de un ligero almuerzo, nos vamos de cacería a la isla Yao del otro lado de la pequeña isla Mavilla, frente a la barraca. Dos marineros nos llevan, durante cuatro horas cazamos sin ver otra cosa que dos araguatos, dos monos aulladores en la punta de un árbol gigante, que me señala un marinero. Pienso en mi promesa. Para no de­ fraudar al hombre, disparo sin apuntar. No he oído el Winchester de Chaffanjon. Esta­ lla un chubasco al momento de regresar... con las manos vacías y exhausto, yo por lo menos, me apresuro y llego sin aliento, las fiebres me han congestionado mucho el hígado y el bazo. Mi compañero, al contrario, apenas pasada la lluvia acepta la proposi­ ción de Manuel de llevarlo a otra isla donde abundan los pericos. Regresaron de noche con seis bellos pericos pesados como palomas. Chaffanjon los prepara con hongos de conserva, hizo un plato suculento del cual todos se admiraron. Una buena noche allá abajo — siempre en la barraca—. 18 DE N O V I E M B R E

Extracción de mis niguas por la india guahiba de la barraca, los dos en tierra, pongo mis pies sobre sus rodillas, mientras me corta las uñas para extraer las pulgas niguas que se han metido bajo la piel, la negra agachada al lado nuestro, aplasta delicadamen­ te con la punta de los dedos los mosquitos que se aprovechan de mi pierna desnuda. Estas niguas son un verdadero flagelo, Chaffanjon casi no las sufre, se divierte mucho con su preferencia. Después de cada extracción, como ya les dije, para cauterizar la herida y evitar el tétanos, se pone un poco de tabaco en el sitio que ocupaba la célula que encerraba la nigua. Esta célula es de la forma y del grosor de una grosella blanca. La nigua se harta de nuestra sangre al mismo tiempo que pone huevos incansablemente. Sólo se ve su cabeza, un diminuto punto negro rodeado de la piel blanca muerta. Si no se sacasen estas pulgas al momento de sentirlas y ver su cabeza negra, se desarrollarían de mane­ ra prodigiosa y causarían caries de los huesos y gangrena. Hermosa perspectiva. Las indias operan muy hábilmente esta extracción. Para eso, desde la cabeza de la pulga hasta el centro de la aureola de piel muerta, hacen varias cortaduras radiales; después dan vuelta a las secciones de piel muerta para poner la célula al descubierto; hecho esto, levantan delicadamente esta vesícula con la punta de la espina que introducen debajo de la cabeza. Durante toda la opera­ ción aplican todos los sentidos para no romper esta vesícula llena de huevos, pues és­ tos se esparcirían por la llaga, y ocasionarían un nuevo foco de expansión de estos insectos. Ahora, sentados en la barraca (la ribera domina el río) la atenta india, muy servi­ cial pedicura, me teje un abanico con una hoja de palmera chiquichique que llevaré a Francia, como recuerdo de piedra Danaco. 325


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Sftl “India tejiendo” Grafito sobre papel • 18 de noviembre de 1886


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Como tengo apenas unas insignificantes baratijas para darle, le ofrezco un collar de imitación de coral, ¡qué regocijo! Con la hoja de la palma chiquichique, los industriosos individuos de la barraca no hacen solamente techos, chozas, ranchos y gallineros cónicos, también trenzan biom­ bos, puertas y tabiques para las chozas. El chiquichique es una palmera de grandes recursos: sus hojas de largas fibras ma­ rrones se producen en matas espesas con las cuales se hacen las “espillas ”, los famosos cables flotantes, tan apreciados en la navegación para atravesar las corrientes (cho­ rros) en las embarcaciones que remontan el río, cuando no hay viento. Gracias a las lluvias continuas de los últimos tiempos, el Orinoco recrece. Con oca­ sión de la fiesta de los difuntos en el mes de noviembre, esta nueva crecida toma el nombre de creciente de los Muertos y apenas dura, pues decrece con rapidez. Casi ha alcanzado el máximo. Algunos cacareos de aves despiertan impresiones de montaña, de excursiones de dulces recuerdos. ¡Es extraña la fuerza evocadora de un objeto, de un pájaro, de un canto, de un olor...! Es tan poderosa, que estoy tentado de creer que estos pájaros familiares están repartidos por todo el globo, no solamente para satisfacer los deseos materiales del hombre, sino también para darle alegría al expatriado, para ha­ blarle, allá lejos, de sus campiñas preferidas. ¡Hay que estar lejos del país amado para comprender el efecto de tantas pequeñas cosas sobre el alma! En la tarde, sancocho de perico y plato azucarado con el cogollo de la palmera manaca. En ensalada debe ser excelente98. En lo posible yo menciono nuestros menús o su ausencia a bordo a causa de la diversidad de medios que nos procuran, día a día, las sorpresas de la selva y del río. También para mostrarles que en la exploración hay que acomodarse a todo, lo mismo a una vuelta más del cinturón de franela en lugar de una comida... después para recor­ darme que, lo que sea que me depare el porvenir, no haré ya remilgos ante la comida. En Lyon los menús me interesaban poco, aquí, son uno de los hechos importantes del día; es una cuestión vital y no se sabe nunca si se resolverá en el transcurso del día o al siguiente. Terminamos nuestra cena, Manuel Asunción, Chaffanjon y yo Gas mujeres comen aparte en otra choza). Era la hora del veloz crepúsculo cuando se empieza a respirar un poco de aire fresco sin estar demasiado incomodado por puyones, tábanos, mosquitos y plagas de todo tipo. Era el dulce momento de transición cuando los nubarrones de mosquitos de ventosas se han disuelto y aún no llegan los zancudos de largas patas y dardos. Los tres, fuera de la barraca, agachados o sentados en el suelo húmedo, ensimisma­ dos, disfrutando del momento, de la serena distensión del atardecer. En un chinchorro entre dos árboles, el señor Manuel se mecía. 327


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La noche nos envolvía imperceptiblemente, entre las masas sombrías de los árboles circundantes no se veía más que la línea del río a contraluz del reflejo de un poco de cielo. Un grito de llamada sube del río, un ligero ruido de canalete golpea el río en caden­ cia. “Hijo mío”a dice Manuel. En efecto, la curiara aborda en una pequeña caleta a la izquierda de la barraca. Se oyen crujidos, roces, pasos sordos que suben la barranca y tres siluetas se dibujan vagamente en la semioscuridad. El hijo venía de primero; fue directo a su padre; llegado a él, puso la escopeta al pie de un árbol, y cruzando los brazos dobló respetuosamente las rodillas pidiendo la bendición paterna: “Bendición, padre, saludos”. Nuestro huésped medio volteado en su hamaca, levantó la mano derecha so­ bre la cabeza de su hijo, murmurando algunas palabras indias, “Dios te bendiga, hijo mío”. Hecho esto, el joven indio se levantó, dio la mano a su padre y se acercó a noso­ tros, la mano tendida. Sus dos compañeros, discretamente apartados durante esta sen­ timental ceremonia, vinieron, a su vez, a estrecharnos la mano. Admito que este recuerdo de costumbres patriarcales desechadas por la civiliza­ ción desde hace mucho tiempo me impresiona vivamente; la situación, la oscuridad, la gran calma, la imponente selva, el río, todo estaba en armonía con este conmovedor cuadro que interrumpió el curso de mis pensamientos, que volaban lejos del Orinoco, de piedra Danaco.

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NOTAS

Notas (1) En español en el original. Pequeña guitarra de cuatro órdenes y que suele tener también cuatro cuerdas, aunque en ciertas regiones lleva cinco o seis. Es el instrumento musical popular venezolano por antonomasia. (2) El jugo de la yuca no se usa como veneno, el curare se fabrica con una combinación de otras plantas del género Stríchnos. <3) Almidón comestible. (4) Carapata en el original. Garabato es un instrumento de trabajo en el campo venezolano, que se hace con una rama en forma de gancho, para cortar o apartar las hierbas. Aquí se usaba para fijarse de las ramas de los árboles y halar la embarcación contra la corriente, o personaje grotesco del teatro de títeres popular europeo. (6) En español en el original. Es éste el nombre que se le da en Venezuela al azúcar sin refinar, que se extrae hirviendo el jugo exprimido de la caña. Una vez que adquiere la consistencia deseada, se vierte en moldes que solían en aquella época tener forma de cucurucho con la punta redondeada. Al enfriar­ se, se saca y almacena, listo para el consumo. (7) En español en el original. Llamado así porque viene desde los llanos de Barinas, al pie de Los Andes, en el oeste del país. (8) Mamífero marino o delfín de agua dulce. <9) Este retraso en la salida de Ciudad Bolívar fue la causa principal de las desventuras de los franceses durante el viaje, no sólo porque al remontar el río tenían la corriente y los vientos en contra, además del inclemente clima de lluvias continuas, sino porque al regreso, en plena época seca, los vientos ha­ bían vuelto a cambiar, y de nuevo les fueron contrarios. (10) A cada acampada durante la cual los hombres preparaban el almuerzo, el sancocho, mi compañero, armado de su Winchester o de su LeFacheaux, y yo, que tomaba este último si estaba libre o el fusil Gras que se había convertido en mi arma personal teníamos la costumbre de entrar uno al lado del otro en la selva. Cazábamos, pero pensando sobre todo en las colecciones y los dibujos. Armado con mi cartón, dibujaba las flores y las plantas curiosas que encontraba; si ello era imposible por los obstáculos o la posición difícil, recogía varios especímenes de esas flores, los llevaba a la falca para dibujarlos o hacer impresiones si ya estaban muy pasados. Era bajo la carroza de la embarcación donde yo dibujaba, escribía, y Chaffanjon se ocupaba en trabajar mientras los marineros usaban los garabatos, se aferra­ ban a la ribera para hacer avanzar la falca unos pocos kilómetros, beneficiándose de alguna rara y dulce brisa, desplegaban la vela y se dejaban llevar disfrutando de un agradable descanso. Mi compañero salía a menudo de la carroza para ir hacia delante o, frecuentemente, quedarse de pie, descansando apoyado sobre la percha de hojas. Y según sus deseos, me pedía que yo le entregara algu­ nas cosas con mi propia mano —lo cual yo hacía siempre con placer, hasta ese día— . Los dos estába­ mos sobre la carroza, cuando él tuvo la fantasía de ordenarme ir y buscarle cualquier cosa bajo la capota. Yo protesté inmediatamente, diciéndole que mientras estuviese bajo el techo, sentiría gran placer en pasarle lo que él necesitara, pero que una vez afuera, él tenía el lomo tan flexible como el mío y que muy bien podía doblarse para coger lo que deseare. Enfrentado, me mira. En toda su gran altura: “¿Cómo? Yo le ordeno un servicio y usted lo cumple sin ese tono”. Yo estaba decidido a no dejarme domesticar, pues con él, si yo hubiese tenido la menor debilidad, estaría perdido. No habría sido más que un peque­

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ño pelele —papel que no era parte ni de mi carácter ni de mi gusto— y, habiendo tomado mis precau­ ciones, habría quedado doblemente culpable a mis propios ojos yo hubiese demostrado la menor debi­ lidad. El estaba siempre asombrado de encontrar cualquier firmeza y determinación, entonces gritaba, amenazaba, prometía un montón de cosas que olvidaba dos horas después; por lo tanto, era él siempre quien primero volvía: —Vamos, Morisot, un trago de ron, ¡vaya!, ¡por un trago de ron! — ¡La reconciliación se hace por un camino que no tendrá ruegos! — En efecto, yo no encontraré más ruegos sobre el río que usted. ¡Sí, joven, juegue con las palabras, pero usted lo va a pagar! — Sus amenazas no me horrorizan, yo le he dicho lo que siempre le repetiré, que yo soy su colaborador, no su sirviente. Ahora bien, hay servicios que se piden en un cierto tono y en ciertas circunstancias que me parecen ser órdenes, y ello me rebela. — ¡Muy bien!, ¡habráse visto este pequeño señor!, ¡pues bien, señor, se actuará de otro modo! ¡Muévase! En esos momentos faltaban pocas palabras para irse a las manos, hasta la noche, no nos dirigimos la palabra; al sancocho, todo estaba olvidado. Morisot, A. 21 de junio de 1886. Fundación Cisneros. FM. IBHG ítem N°. 20-F. (11) El conuco es el huerto o siembra que se hace en muchas áreas rurales de Venezuela mediante el sistema de tala y quema (slash and bum) para cultivar en la época de lluvia los vegetales de la subsisten­ cia diaria. <12) Fundada el 13 de mayo de 1752 por el misionero franciscano de la observancia, Matías García. En 1765, el antiguo comisario de la Expedición de Límites, entonces gobernador, José de Iturriaga, lo forti­ ficó y nombró Pueblo de la Real Corona. 0 3 ) Arbol cuyos fru tos secos sirven com o recipientes e instrum en tos de cocina.

<14) Ya sea que el sol o la lluvia nos obligue, ocurre a menudo que Chaffanjon y yo nos encontramos juntos uno al lado del otro, bajo la carroza, él, revisando algunas notas sobre el curso del río; yo, dibujan­ do una flor o rápidos bocetos de los hombres en reposo o en acción. Qué hacer allí si no soñar, trabajar, charlar y cuando está lanzado, mi compañero es un gran conversador —pero nunca habla de su vida íntima, de su familia, sus amigos... encuentra pueril que yo escriba para ustedes, mis amigos— . ¡Pocas impresiones, desgraciadamente, todas superficiales — ¡si pudierais leer entre líneas!— . Pero si bien él no escribe sus impresiones, las dice. Su necesidad de hablar corre frecuentemente sobre sus proyectos, sobre sus ambiciosos deseos, sus esperanzas de encontrar el filón: minas de oro, sus trámites al Ministe­ rio, sobre la necesidad de pertenecer a la Legión, sus relaciones en el Observatorio, el Museo; se extien­ de sobre sus importantes relaciones científicas y políticas y acerca de los medios diplomáticos empleados para conquistar sus simpatías. “Querido amigo, puedes estar seguro, con los sabios no es necesario te­ ner mucha inteligencia para ser bien recibido y obtener de ellos lo que se desea, es menester sobre todo hacerse el humilde, el ignorante y solicitarles muchos consejos, cuidándose de no seguirlos; se sienten halagados y poco a poco, ¡hacen aquello que deseamos! Es así como pude obtener el beneplácito del almirante Mouchez, el gran sacerdote del Observatorio. Él me dio todos los medios necesarios para levantar un punto con el teodolito y él mismo me ofreció generosamente el cronómetro de exploración —el mismo del cual nos servimos cada día para nuestras observaciones científicas—. Hice lo mismo con Mitrot Edwards y ahora entro al Museo como a mi casa”. Una cosa lleva a otra, y él habla abundan­ temente; lanzado a su sueño, inspirado por sus pensamientos y sus propias palabras, él asegura cínica­ mente que no tiene interés en las personas más que en la medida en que pueden serle útiles, que no 330


NOTAS

tiene amigos, o más bien, que se es amigo mientras puede serle de utilidad —tan pronto como no puede ya obtener nada de alguien, queda disminuido ante sus ojos. ¡Atención! Y me dice eso como la cosa más simple, la más natural del mundo, como hablando consigo mismo y olvidando que un ser pensante lo escucha, avergonzado de tanta inconsciencia, de tal aberración. ¡Él se asombraría mucho de saber que yo he sido prevenido desde hace mucho tiempo y que a diferencia de todos aquellos que han compartido intereses comunes con él, yo no espero nada y sé de antemano que no percibiré ningún beneficio pecuniario de esta exploración ni de nuestra colaboración! Mientras tanto, todo lo que me cuenta allí, sin vergüenza, pudiera muy bien ser el fondo de su alma, pero no será sobre todo por una necesidad de asombrar, puesto que yo soy su único auditorio, lo hace con el mismo énfasis que en el baile del Casino de Lyon, en el cual relataba en alta voz, para toda la galería, que durante su primera exploración al Caura había matado a un indio, así como mataría a cualquiera que osare interponerse en su camino. Entre nosotros, este alarde es un poco exagerado, él tiene el don del espejismo y ciertamente no es tan siniestro como me lo pintaron, ni tan temible como él quiere aparentar. Sí, es ambicioso, egoísta, fanfarrón, mide la gloria por el dinero. En el fondo tiene sentimientos, pero él no desea que se vean, prefiere evitarlo con un egoísmo feroz, como los conquistadores y otros arribistas de toda clase. Pero invariablemente su pensamiento lo transporta siempre a su sueño, a su hechizo, a su única espe­ ranza: la Cruz de la Legión de Honor. Cuando toca el tema, le dura todo el día; su locuacidad no conoce ya Emites. La Cruz, he ahí el objetivo. Es una idea fija, petrificada. En las fuentes [del Orinoco] brilla para él ese sol fascinante que, según dice, ¡le abrirá todas las puertas! Nuestra exploración, el descubri­ miento de las fuentes del Orinoco no son nada más que un accesorio, un medio para obtener el galar­ dón. Napoleón, el gran psicólogo, quien crea esta orden, conocía bien la vanidad humana. El sabía que con esta pequeña insignificancia obtendría grandes cosas. Es éste el caso de Chaffanjon, en el cual un pequeño motivo logra conseguir una gran acción. Pero, la belleza, el valor moral de nuestra misión queda bien disminuido a mis ojos.jPues bien! Ya que a esta cinta va unida toda su esperanza de conse­ guir su gran ambición, poniéndome en su punto de vista, puedo comprender que él emplee toda su energía y arriesgue su vida por obtenerla. ¡Qué importa el motivo —pienso— si el objetivo se alcanza! Efectivamente, pero la idea de patria, un noble desinterés, una intención pura, esa cosa hermosa que no se menciona, esa tierna flor que no se enseña, esa distinción moral cuyo discreto perfume embalsama el alma y fortalece el corazón, ¿no vale eso más que una cinta roja? ¡Pobre de él!, ¡pobres de nosotros dos! Tan diferentes en ideas, en ideales, sobre todo. ¡Cuántas estrecheces de corazón, cuántos malesta­ res constantes, cuántas ilusiones al vuelo!” Morisot, Auguste. Nota al margen. 26 de junio de 1886. Fundación Cisneros. FM. IBHG. Item N°. 20-A (15) Efectivamente, la observación de Morisot era cierta: durante la época en que el Orinoco sube e inunda las riberas, tanto la caza como la pesca disminuyen; las culturas indios que aún habitan en sus orillas, suelen asociar esta época con carestía y enfermedades. <16) Tragavenados. (17) [)e regreso en Francia, Morisot decidió no volver a cazar nunca más, excepto en caso de extrema necesidad; en aras de la parte deportiva, llevaría siempre una cámara fotográfica y no un fusil. Morisot, A. Notas sueltas. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N°. 24-B. <18) No conocido <19) Durante nuestra exploración, a pesar de todas mis prevenciones, o más bien a causa de ellas, tuvi­ mos cuatro serios altercados: el primero en La Piedra, el 1 de julio de 1886. Esa noche, con la embarca­ ción amarrada a la orilla del río, nuestros marineros dormían plácidamente envueltos en sus mosquiteros, mientras nosotros, que partimos de Ciudad Bolívar sin habernos provisto de este artícu­ 331


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lo indispensable, después de dos meses estábamos literalmente devorados por los mosquitos e imposi­ bilitados de descansar y dormir. Sin poder aguantar más, salí de la embarcación a la pequeña playa de arena que bordeaba el río y me puse a recorrerla a grandes pasos, prefiriendo estar en movimiento, no parar, antes que seguir soportando el tormento y enfebrecimiento. Hacía un cuarto de hora que me paseaba así cuando mi compañero vino a unírseme, maldiciendo y protestando contra las malditas bestezuelas. Yo continué marchando a lo largo sin proferir una palabra... a cada minuto nos cruzába­ mos, y mi mutismo pareció exasperar a Chaffanjon, pues era lo que más consideraba. Entonces no me contuve más y le lancé estas cuatro palabras: — ¡Es por su culpa! — ¿Cómo por mi culpa? — Sí, si en lugar de hacer una falsa economía, usted hubiese comprado dos mosquiteros, no estaríamos ahora en el estado de exasperación en que nos encontramos, mientras que los marineros reposan tran­ quilamente. — En una exploración, si adquirimos todo lo que hace falta, un barco sería insuficiente. — Por lo tanto, las cosas indispensables son las que hacen triunfar una expedición y el mosquitero es una de ellas. — ¿Acaso Brazza tenía mosquiteros? ¡Yo no tendría más que él! — Si usted quiere imitar a Brazza en sus errores, allá usted; por lo demás, si usted puede pasearse sin mosquitero, yo también lo haré, en consideración a que es usted quien aguanta — como soy yo quien aguanta— ; pero como yo me paseo sin quejarme y es usted quien ha venido a maldecir a los mosquitos, yo no he hecho, entonces, más que constatar un hecho, una falta. — Una falta, bien, así será, ¡nunca los tendré, hecho! Hay que decir que al llegar a la población más cercana se apresuró a comprar dos mosquiteros, pagando más del doble que en [Ciudad] Bolívar. Tanto por la economía. Morisot, A. 1 de julio de 1886. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N°. 20-F. (20) En español en el original. Invocación que es todavía de amplio uso en todo el oriente de Venezuela. Es de origen margariteño y la Virgen a la que se refiere es la Virgen del Valle, patraña de la isla. (21) Nota de Morisot en 1911: “Cuando estaba en el Orinoco, escribí que yo creía más en el recuerdo que en la oración; pecaba tanto por ignorancia como por orgullo. Algo deísta entonces (algo panteísta, más bien, yo amaba y admiraba al creador en su Obra Divina: la Naturaleza). Yo sufría, sobre todo, la in­ fluencia del libre-pensar, respiraba ávidamente el aire impuro del Nuevo Espíritu. El así llamado espíri­ tu fuerte: ¡el Racionalismo! Y yo hubiese creído engañar a mis propios ojos si, con tal ocurrencia, la razón no hubiese hablado. Pero, gracias a Dios, después de tanto tiempo, la razón cedió el paso a la fe luminosa y tengo la firme convicción de que esta fe ilumina sensiblemente mi alma, por el poder secreto de la oración que almas piadosas y mis amigos hicieron por mi conversión”. (22) Es realmente asombroso que hayan llegado hasta nosotros la mayoría de las obras que Morisot realizó en tan azaroso viaje. <23)Tortuga gigante del Orinoco o Arrau. <24) Las iniciales eran AR que recordarían incesantemente el amor secreto de Morisot: Pauline. <25>La palabra “musió” es un venezolanismo originado por la corrupción de la palabra "monsieur” y se le aplica coloquialmente a todo extranjero.

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(26) Chaffanjon decía que no había mapas de esa región; obviamente, esto es absurdo, lo cual confirma Morisot en su Diario, por entonces, el más conocido era el de Codazzi, que, como es natural, los explora­ dores llevaban en sus dos versiones: el Mapa completo y el del Territorio Alto Orinoco. <27>No hay leopardos en América, tal vez se refiera al puma. (28) "Después de la deserción de nuestros hombres en Mapire, nosotros tuvimos que hacer de marine­ ros. Chaffanjon se puso al timón. Un indio, un joven racional, los únicos fieles de la tripulación, y yo, nos pusimos a la palanca y tiramos del garabato, sudando, resollando. Todo iba lo mejor posible para un novato... se avanzaba lenta, pero seguramente. Nuestra llegada a Las Bonitas era cuestión de dos o tres días más tarde que con la tripulación completa... En los puntos difíciles y penosos —enredados entre ramas o raíces flotantes— , mi compañero confiaba el timón a uno de nosotros y acudía a aplicar la fuerza necesaria para apartar el pedazo. Era lo mismo para atravesar los chorros, ocasionados por la boca de un torrente o un arroyo a veces demasiado grande. Privados de la orilla en ese momento, nos era imposible aferramos para atravesar estas bocas —sólo la brisa nos salvaba—; si nos dejábamos envolver por la corriente del río, nos llevaba a la deriva uno o dos kilómetros hacia atrás y eso significa­ ba una media jomada de penas y esfuerzos perdidos. Para poder atravesar una corriente transversal con la falca, Chaffanjon y el indio usaban la espilla —un cable flotante hecho de fibras de palmeras, especial para estos casos— y por medio de la curiarita se fijaba uno de sus extremos a un árbol del otro lado del chorro-torrente, después dejaban flotar el cable en la corriente con la esperanza de verlo pasar lo suficientemente cerca de la embarcación como para agarrarlo y, tirando de él, atravesar lentamente la boca torrentosa del río. La combinación era muy buena e ingeniosa, pero esta vez mi compañero no contaba con la fuerza de la corriente, que nos llevó la espilla lejos del alcance de nuestros garabatos y cada vez nos impedía recogerla. Cada vez que fallábamos, la corriente se la llevaba más lejos. Mi compa­ ñero tenía que remontar la espilla de nuevo para volver a lanzarla en la corriente más cerca de nosotros ¡y siempre demasiado lejos! Nuestros garabatos cayeron al río. Entonces Chaffanjon, pensando que era torpeza nuestra, comenzó a insultamos de muy buena gana, y en francés, las suaves palabras fluían con una sonoridad prodigiosa. Mi respuesta no se hizo esperar y nos enzarzamos convenientemente a se­ senta metros de distancia, ante los ojos pasmados de nuestros compañeros que no comprendían una palabra pero que veían claramente el tono y las expresiones caldeadas. Dicho esto, la espilla fue lanzada una última vez y pudo al fin estar al alcance de nuestros garabatos, mientras Chafanjon remonta en la falca me interpela por qué yo respondí así cuando él no se estaba dirigiendo a mí; yo le dije que él no tenía allí a nadie que comprendiera el francés sino yo, por tanto lo había tomado como para mí. Y todo quedó dicho, el mal carácter no era sólo de Morisot”. Morisot, A. Nota al margen. 12 de julio de 1886. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N°. 20-E (29) Manuel González Gil, oficial que combatió al lado de Joaquín Crespo. Había comprado el hato Los Palos Grandes, uno de los llamados Hatos Cresperos, por haber sido propiedad del entonces presidente de Venezuela. Cabrera Sifontes, Horacio. Op. cit., p. 185. <30) Emilio Oublión, oficial de Joaquín Crespo. El 6 de mayo de 1886 se le había otorgado una concesión de tierras baldías en el Territorio Federal Caura, para cría de ganado vacuno. Memoria del Ministerio de Fomento. Año 1886, p. 89. (31>Creado en 1881, el Gran Estado Guzmán Blanco estaba constituido por los estados Bolívar (Miran­ da), Guzmán Blanco (Aragua), Guárico y Nueva Esparta, en calidad de secciones. (32) La costumbre de mascar tabaco (chimo) aún es practicada tanto por hombres como mujeres en muchas partes del campo venezolano.

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(33) gra ay ea jn(Jia hacia 1730 llamada Uyape o Uyapi. Fundada como misión de Nuestra Señora de la Concepción de Uyapi por el misionero jesuíta Bernardo Rotella en 1732. En 1759, José de Iturriaga, Comisario de la Expedición de Límites, la erigió en Ciudad Real del Orinoco. (34) En español en el original. Pulpería o bodega; se llaman así todavía a los pequeños negocios, muy comunes en Venezuela, donde se vende de todo, comestibles, enseres domésticos, herramientas, ropa y bebidas alcohólicas. Quienes los atienden reciben el nombre de pulperos o bodegueros. (35) Chaffanjon debió contraer paludismo, en su variedad menos virulenta, el Vivax. (36) La papa o patata es originaria de América, llevada a Europa por los españoles en el siglo XVI; sin embargo, es curioso que a finales del siglo XIX no fuera parte de la dieta de los habitantes de la región del Orinoco. (37) Este efecto que Morisot descubre aquí se convertiría en una característica muy importante de sus pinturas de bosque posteriores. (38) Como vemos en el Diario, Morisot terminó harto de changuango, pero sólo después de estar comiéndolo durante 22 días seguidos y no, como dijo Chaffanjon, desde el día siguiente de haberlo probado. Nota sobre los altercados. (40) Este producto se comercializaba en Ciudad Bolívar a través de las casas comerciales concesionarias, como Dalton y Cía., en la época de Morisot, y luego La Casa Blohm. Desde allí eran llevadas por Dalla Costa y Cía. a Trinidad, donde se trataban y almacenaban para su traslado a Europa. Harwich Vallenilla, Nikita. “Sarrapia”. En: Fundación Polar: Diccionario de historia de Venezuela (DHV). I a edición. T. III, p. 557.1988. <41) En el siglo XVIII se conocía como Puerto Cedeño, por el dueño del hato de ganado que había allí. En 1772 el capitán Pedro Bolívar fundó el pueblo por orden del gobernador Manuel Centurión. <42>Morisot fue apartado de los proyectos que supuestamente deberían llevar a cabo él y Chaffanjon, según el contrato firmado por ambos. Escribe el pintor que hacia 1890, en vista de que “...al retorno de la exploración, no tuvo la fortuna de ser presentado a un buen editor...” decidió guardar en su vieja maleta todos los materiales que trajo del Orinoco, para sacarlos “...sesenta años después, cuando osé pedir recomendación a mis amigos”. Morisot, A. Carta a Chazot. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 22. (43) Morisot y Chaffanjon mantuvieron las distancias respetuosamente durante el viaje, la diferencia de caracteres impidió que su relación, sin llegar a ser abiertamente hostil, fuera más allá de un cordial respeto, pero nunca llegó a la camaradería que pudiera suponerse entre dos personas que convivirían estrechamente durante los catorce meses que duró la expedición. (44) En español en el original. También denominadas taparas. Se refiere a los envases hechos por indios y campesinos con los frutos secos del totumo o taparo, árbol que crece en las regiones cálidas de Venezuela. (45) En español en el original. Jugo de caña. (46) También llamada catalina, bizcocho dulce con anís. (47) Weil le entregó a Flandre la correspondencia, fotografías y dibujos de Morisot y Chaffanjon, que éste envió por vapor a Ciudad Bolívar, donde se remitieron a Francia sin problemas. Carta de Flandre. Fundación Cisneros. FM. IBHG N°. 19-A. 06/12/1886.

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(48>En español en el original. Se trata de quienes trabajan en la selva extrayendo el látex o savia del árbol de caucho y que eran explotados sin misericordia por los traficantes e intermediarios. <49) Efectivamente, las noticias que llegaron a Ciudad Bolívar, quizás llevadas por Flandre, fueron tan alarmantes que se dio por muerto a Morisot; llegó a publicarse esta versión, en la prensa de París, y causó conmoción en Lyon. Sin embargo, en octubre llegó allí el Diario, con la evidencia de que no había sido así; el propio Henry Page, padre, hizo llegar a la prensa parisina el desmentido, lo cual tuvo repercu­ sión hasta en la prensa inglesa. Carta de Flandre. 06/12/1886; Carta de Pauline. 19/12/1886. Funda­ ción Cisneros. FM. IBHG. ítems N°. 19-A; 16-B y Amaz, J. Op. cit., p. 105. <50)Aldea indio llamada Cabritu en 1531, cuando los primeros españoles llegaron allí En 1643 Juan de Ochoa Gresala y Aguirre fundó la ciudad de Triunfo de la Cruz y Nueva Cantabria del Orinoco y la fortificó. Despoblada, entre 1733 y 1734 el misionero jesuíta Bernardo Rotella se estableció allí y en 1740 fundó la misión de San Ignacio y Nuestra Señora del Socorro de Cabruta. <sl) José Antonio Páez. No era indio, sino de ascendencia canaria. Nacido en Curpa (Edo. Portuguesa) el 13 de junio de 1790. Principal jefe de los ejércitos del llano en la guerra de Independencia, el papel de la caballería llanera fue crucial para el triunfo de los republicanos contra los monárquicos. Luego de la contienda, Páez fue presidente de la República de Venezuela en tres ocasiones, dos por elección de la Asamblea Legislativa (1830-1834, 1839-1843) y una como dictador (1861-1863). Murió en Nueva York (EE. UU.) el 6 de mayo de 1873. (52) Los presentimientos de Morisot resultaron ciertos, como se verá luego. En nota al margen dice: "Hablar lo menos posible de Castel”. (53) gn eSpañol en el original. Con esta palabra los europeos denominaron desde el siglo XVI a todo aquel que no era indio, al que no consideraban racional, sino apenas poco más que un animal. Aun con el proceso de mestizaje biológico y cultural, siempre se utilizó para distinguir al resto de la población de los indios. (54) Nota de Morisot: “La época de las tortugas comienza hacia fines de febrero; el 15 de mayo se abre’ la playa, es decir, se extraen los huevos de la arena que cubre el nido. En Pararuma, donde están las playas de tortugas, el río tiene más de dos kilómetros de ancho”. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N°. 23-A. (55) pundada p0r misioneros jesuítas. Primero como congregación de indios otomacos, cabres, guaipunabis y otros en 1733; como misión de Uruana de Otomacos por el P Juan Espinoza en 1745; en 1746 nuevamente como Nuestra Señora de la Concepción de Uruana de Otomacos por Roque Lubián y finalmente, en 1748, el R José Benavente la nombró Nuestra Señora de La Concepción de La Urbana. Del Rey Fajardo, José. Misiones Jesuíticas en la Orinoquia. San Cristóbal: Universidad Católica del Táchira, 1992, p. 682. <56) En español en el original Huerto o área cultivada mediante el sistema de tala y quema (slash and burn). (57) El cazabe se hace sólo con yuca amarga. En el manuscrito se encuentra de su puño y letra esta acertada nota del marqués Robert de Wavrin: “¡Error! La yuca dulce es comestible la yuca amarga es venenosa. Es ésta la que se consigue casi exclusivamente en estas regiones”. Morisot, A. Diario (p. 117 vta.) <58i Nota del Marqués de Wavrin: “De otra variedad”. (59) Así en el original. (6°) gn realidad el curare se hace con el jugo de un bejuco (liana) del género Strichnos.

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<61) En español en el original. Pero es más probable que lo que cultivara el señor Mirabal fuese yuca amarga para hacer cazabe. <62) No conocido (63) gn eSpañ0l en el original. Se denominan así en el Orinoco las curiaras grandes cuyas bordas son levantadas con tablas adicionales, lo cual permite una mayor capacidad de carga. En la época del relato de Morisot, eran por lo general las que tenían techo o carroza y mástil para vela. (64>En español en el original taparrabos. <65) El relato de Morisot difiere aquí del de Chaffanjon, quien ubica este episodio en Caicara; igualmente, habla luego de otros dos casos en Maipures, un adulto y un niño, que Morisot no menciona. Chaffanjon, J. 1986 (1889), pp. 148-149 y 174. (66) Así en el original. Cargadores de fibra vegetal y madera que se sujetan a la espalda para llevar todo tipo de cosas, utilizados por los grupos indios de la región. <67) Aun cuando para la ciencia de la época era normal el saqueo de sepulturas y lugares sagrados, lo era menos el tener conciencia de estar realizando un acto de profanación y aún menos común era compar­ tir los posibles sentimientos de los difuntos ante ese atropello, tal como lo expresa Morisot. (m) gn español en el original. Se denomina así a los grupos de palmeras moriche, que, a modo de oasis, se encuentran en los lugares inundados de las sabanas o a orillas de los ríos y arroyos-, son muy apreciados como lugares de descanso y aprovisionamiento de agua fresca y limpia. <69) En español en el original. Se llamó así desde la colonia a la mezcla de indio y negro. <70)Nota de Morisot en 1924: “Descubrimientos recientes. En el curso de los siglos XIX y XX, al aventurarse en los bosques de Guatemala y Yucatán, los exploradores descubrieron ruinas imponentes cuya exis­ tencia insospechada debía revolucionar el mundo académico y alborear un nuevo día sobre las razas misteriosas que pusieron pie en el suelo de América unos veinte siglos antes del descubrimiento del Nuevo Mundo. Minados por las fiebres palúdicas, los exploradores debieron renunciar a sus trabajos; sin embargo, pudieron sacar de Guatemala varias esculturas que maravillaron a arqueólogos y artistas. Los trabajos fueron retomados una veintena de años antes de la guerra mundial de 1914. Trabajos que se interrumpirían entonces y continuaron después. Sabios franceses y estadounidenses emprendieron la exploración metódica y científica de estas ruinas. Al precio de esfuerzos inauditos, lograron arreba­ tarlas de la naturaleza envolvente; la espesa maleza fue combatida y derrotada y (al igual que en Angkor) se vio aparecer entre el follaje ciudades enteras, monumentos grandiosos, templos, palacios, tantas obras de arte dignas de rivalizar con las más bellas de la humanidad. Estos monumentos admirables, vestigios maravillosos de una alta civilización fueron obra de mayas, toltecas, aborígenes de México y de América Central varios siglos antes de la conquista española. Varios de estos templos imponentes están consa­ grados a Quetzalcóatl, dios de la sabiduría. Está representado por una serpiente; su forma ondulada tan decorativa se ve reproducida numerosas veces en los frisos esculpidos de las cornisas salientes so­ bre las gruesas murallas”. (Tomado de Ciencias y viajes. 1924). (71) Nota de Morisot: Reflexiones personales. Morisot refleja las ideas de su tiempo frente a los sorpren­ dentes descubrimientos del momento: “Suponiendo que los mayas o los toltecas fuesen de origen asiá­ tico, es probable que, por atavismo, hayan reemplazado el dragón, venerado por los celestes [chinos] o los mongoles por la boa locaL.o bien, según ciertas antiguas leyendas, si el continente de la Atlántida unía el antiguo con el nuevo, se podría suponer que antes del cataclismo que lo engulló, un grupo de emigrantes separado de la civilización oriental pudo haber llegado y establecido en la América Central. Estos emigrados pudieron haber sido, bien egipcios adoradores del Ureus, la serpiente sagrada, o bien 336


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griegos adoradores de Esculapio bajo la forma de serpiente. Mientras esperamos que los sabios desci­ fren los jeroglíficos que adornan estos templos y palacios, cualquiera que sea el origen de estas razas superiores, se puede admitir que, como los egipcios, si los mayas y toltecas de una tan alta cultura adoraban a animales, particularmente al jaguar y a la boa, los dos reyes de la selva, su potente influen­ cia se hizo sentir sobre los pueblos circundantes, sobre las tribus errantes de Colombia, Venezuela, vecinos a la América Central. Estos tuvieron quizá las mismas creencias, los mismos deseos de afirmar­ las, de transmitirlas, de inmortalizarlas. Pero nunca estables, siempre en la búsqueda de los productos naturales, no tuvieron ni ciudades ni monumentos para decorar. Ellos se contentarían, entonces, según el tiempo de su permanencia allí, con grabar los objetos de sus creencias sobre soportes naturales... o sobre simples piedras emergentes del suelo, como en Caicara, en La Boca del Infierno (¿altares de sacri­ ficio, tal vez?) o de incrustarlos en el flanco de una montaña, el cerro Pintado, por ejemplo, cuya alta fachada se presenta bien a la vista, cara al poniente, como una gigantesca pantalla. Se podría concluir, por lo tanto, que la serpiente, el caimán, la escolopendra, tallados sobre la vasta muralla de granito de cerro Pintado representa bien divinidades, como yo supuse en Atures y que el hombrecito está allí para testimoniar que él les ha hecho la ofrenda con los medios disponibles de su entorno. Ocho horas des­ pués de haber anotado esto que aquí antecede, el Nouvelliste de Lyon del 24 de marzo de 1924 inserta­ ba en sus pequeñas noticias: Bogotá: Después de exploraciones hechas en la región, las ruinas del Templo del Sol han salido a la luz. El templo fue destruido durante la Conquista española’, Bogotá es la capital de Colombia, la república vecina de Venezuela ”. Notas al margen, pp. 1-3. Ms. Tomo II. (72) Los irnos existían como grupo en tiempos de la Expedición de Límites, hacia 1754-1758. (73) Morisot suponía que esta palabra era sólo un topónimo, por lo que se sorprende de verlo repetido tan cerca uno de otro; en realidad todo lugar donde las embarcaciones son “varadas”, es decir, llevadas a tierra, se denomina en español “varadero ”, (74) Sonaja. Instrumento musical indio hecho con una tapara o totuma seca, en cuyo interior se intro­ ducen semillas o piedrecillas, con un mango corto. (75) En español en el original. Jugo de la caña de azúcar fermentado o no. (76) Nota del Marqués de Wavrin: “¡Cuatro meses! (¡increíble!, se debió en parte a las largas paradas), en la buena estación no habrían debido de hacer más que quince días, a causa del Banzero [sic] (viento favorable) y de las corrientes mucho más débiles, sin chaparrones ¡ni tampoco mosquitos! ”. Morisot comenta: “Juiciosa anotación del Marqués de Wavrin al leer el relato” (1939). <77) La harina de yuca amarga rallada y tostada. Es una bebida de alto contenido energético. (78) No conocido <79) Nota del Marqués de Wavrin: “La baba es un saurio o reptil de una especie distinta del caimán y no es peligrosa. El hombre, los indios, lo comen con gusto al igual que los jóvenes caimanes, de los que comen, además, los huevos”. (80) “Agua de borrajas” es la expresión equivalente en español. (») Fundada como villa fortificada el 31 de junio de 1758, sobre el poblado guaipunabi de Casuru o Crucero, por José Solano, comisario de la Expedición de Límites. <82) La Esmeralda fue un puesto avanzado de la Expedición de Límites de 1750, fundado por Apolinar Diez de la Fuente en 1759-1760. (83>Nota de Morisot: “San Fernando de Atabapo. Cada día a las doce en punto tomamos el punto en el patio de la Gobernación. Mientras Chaffanjon está a pleno sol con su teodolito, yo estoy a la sombra de

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dos cocoteros, cronómetro en una mano, libreta en la otra, atento a la palabra “stop” lanzada por mi compañero y listo para escribir la hora exacta de París, al margen del número de cada observación al teodolito. Hoy, estando presente el gobernador, mi compañero quería mostrarle cómo se levantaba un punto, la primera observación hecha al mediodía exacto. El me dicta el número que yo escribo. Hace una segunda observación y me grita stop’, yo anoto la hora exacta del cronómetro y espero el número co­ rrespondiente, y cuál no sería mi asombro al escuchar repetir el mismo número que la primera observa­ ción del mediodía exacto. Le hago notar que era la misma cifra que la precedente, desde entonces mi hombre se enfurece diciendo que eso era de todo punto de vista imposible, que hay más de dos minutos de intervalo entre cada observación, la cifra, el número de grados, no pueden ser los mismos, que yo no he puesto atención la primera vez y que no tengo conciencia del valor de esas observaciones ni de nues­ tra misión. Yo respondo indignado '¡Cómo quiere usted que yo haya inventado el primer número, es usted quien me lo ha dicho! Pero ya que usted me juzga incapaz e inconsciente de semejante tarea, de ahora en adelante hará las observaciones usted sólo; he aquí su cronómetro’. Y al mismo tiempo, lo deposito delicadamente en el suelo. He aquí su libreta y su lápiz’ y los pongo a sus pies. Entonces, furio­ so, se precipita sobre mí y nariz con nariz, los ojos en los ojos: ¡A partir de ahora usted no forma parte de la expedición!’. Déme los medios para regresar, entonces.’ Qué tipo tan raro es usted’. Tipo raro será usted mismo’. Si viera usted los ojos de villano que tiene’. “Y usted, si mis ojos fueran un gran espejo vería que los suyos no son más bonitos”. Oigo entonces que el Gobernador dice: ‘Muy, muy bravo el pintor [en español en el original]. “Qué ha querido decirle, ¿muy malvado o muy valiente?”. Yo opiné con la cabeza. Sobresaltado, fui a balancearme en mi hamaca. Mientras me mecía, la calma fue llegando y reconocí cuánto, en estos países cálidos, nosotros, franceses nerviosos, nos irritamos fácilmente y en consecuencia, injustamente. Una injusticia me indigna espontáneamente. Después, reconocí que cada uno puede equivocarse y fallar. Es cosa de la fiebre, de la tensión frente a los comerciantes, de Castel, que necesitaba estallar. En breve, es siempre desagradable llegar a decirse de parte y parte cosas que pueden evitarse y que podrían, en un momento de cólera, conducirnos a actos deplorables. Dos horas después, los tres estábamos tomando un trago de ron y todo se había ya disipado ”. Morisot, A. 19 de octubre de 1886. Nota al margen. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N°. 20 <84) En español en el original. Panela: bloque de forma cuadrada o rectangular que se le da al papelón para su almacenamiento y transporte. <85) Morisot debía encontrarse en un grave estado anémico, causado por la malaria o paludismo que sufría, posiblemente en la variedad Falciparum, más agresiva que el Vivax.

m pestividad de San Simón. En la América Hispana de entonces y aún hoy en muchos sitios, se acos­ tumbraba a celebrar no el cumpleaños, sino el santo patronímico de las personas. (87) Así en el original. Melado: almíbar hecho con el jugo concentrado de la caña de azúcar, al calentarse. í88) Esta carta fue recibida en Lyon en diciembre de 1886. <89) Quiere decir con esto que es un no indio, un “civilizado ”, como se dice aún hoy, al comparar a los indios con los criollos o extranjeros. O®Harina tostada de yuca. (91) Nota del Marqués de Wavrin: “Esta ‘bruma’ es una fuerte niebla matinal, se puede ver cada mañana y la misma noche húmeda presagia el buen tiempo. Cuando la tormenta se acerca, en la estación de las lluvias, el rocío y esta fuerte condensación al alba desaparecen ”. (92) Santa Bárbara fue fundada en 1759 por Apolinar Díaz de la Fuente, por orden de José Solano y Bote, entonces comisario de la Expedición de Límites, quien había dejado una guarnición en el sitio el

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año anterior. En 1765, el misionero franciscano de la observancia, José Antonio de Jerez, fundó allí la misión del mismo nombre. ©3) £n español en el original, se llama así en el Orinoco a los pequeños caños “muertos” que comunican dos mayores. (94) pe¡uj¿ en el original. (95) La descripción de la primera corresponde a la Itso dé o vivienda piaroa y la segunda a la casa

Ye Kuana. (96) Ye Kuana. (97) En español en el original. Barraca: construcción amplia que sirve de vivienda y almacén, en este caso, de caucho, muy común durante esa época en esta región. <98) Palmito. Exquisitez que hoy se extrae para exportar. f Morisot dividió su diario en tres “tomos”; sin embargo, aquí en lugar de tomos hemos considera­ do tres partes.

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PARTE IIF PARTIDA DE C IU D A D BOLÍVAR HACIA EL ALTO O R I N O C O (CAICARA, ATURES. M AIPURES, SAN F E R N A N D O DE ATABAPO. PIEDRA D A N A C O )

Del 19 de noviembre de 1886 al 11 de marzo de 1887


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</YU “Recolección de la leche de la hevea” Grafito sobre papel ■Noviembre de 1886


En esta hora postrera del día, nos hace bien imaginarnos en Francia junto a aque­ llos que amamos. Los dos indios, compañeros del hijo de Manuel, se comprometen con él para ser nuestros marineros hasta La Esmeralda o más allá, si no encontramos reemplazo. De manera que Manuel nos hace el generoso gesto de interrumpir por diez días la cons­ trucción de su nueva casa. El tiempo cuenta poco para los indios. ¡No están apurados de vivir, como sí lo estamos nosotros! 19 DE N O V I E M B R E

En la madrugada, preparativos para la partida. Los hombres reparan sus remos y fabrican garabatos y horquetas (palancas) en caso de que los necesiten en los sitios de difícil navegación. A las diez nos separamos de la hospitalaria gente de piedra Danaco con muchos votos por que nos volvamos a ver al regreso. “Vayan con Dios, nos dice Manuel al estrecharnos las manos. Su hijo, joven indio de unos veintidós a veinticinco años, ágil y vigoroso, empuña decididamente los remos de la ligera curiara de Chaffanjon, secundado por el joven Angelo, también con un remo; el racional, Manuel Luis, toma el timón. Chacón vuelve a tomar con alegría el timón de mi curiara, y el mestizo negro que fue a buscar al hijo de Asunción y su compañero, el indio maquiritare, son mis dos remeros. Las dos embarcaciones cobran de nuevo su ritmo de antes. Los maquiritares son tan buenos navegantes como los banivas. Detrás de nosotros, la imponente masa del cerro Yacapana se hunde gradualmente al otro lado de la orilla boscosa y pronto des­ aparece. Según Manuel Asunción, ese monte está poblado de espíritus; es un monte en­ cantado: todos los años, en la misma época, las llamas devoran sus laderas, y nadie se ha atrevido nunca a averiguar la causa. Su tono al hablar está ungido de un miedo sagrado.


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Y ahora, solo bajo el techo de mi curiara, pienso en mis acogedores amigos de pie­ dra Danaco, en esos buenos gomeros, la única gente verdaderamente trabajadora que hemos encontrado desde que salimos de Ciudad Bolívar, víctimas de los ávidos trafi­ cantes de Río Negro. La vida retirada, totalmente primitiva, de estos trabajadores, probos, hospitalarios y honestos, me parece tan sana, tan pura y tan ejemplar como la de los primeros pa­ triarcas. Es una lástima ver cómo la civilización, en lugar de facilitar sus valientes es­ fuerzos, sólo entra en contacto con ellos para explotarlos y presionarlos. Esto no hace más que incitarlos a volverse malos o a huir para siempre de esas riberas tan ricas en heveas, el árbol del caucho, para irse a vivir únicamente de los productos naturales de la selva y del río, lejos de esos rapaces intermediarios de la civilización. ¡Ah, esos mercaderes! Manuel les teme tanto como a las incursiones armadas que el gobierno manda a cada instante a Guachapana para cobrar impuestos y llevarse a los hombres para la recluta. ¡Le hacían pagar muy caro su título de comisionado del gobier­ no!, de modo que antes de seguir sometiéndose a las desorbitadas exigencias guberna­ mentales, Manuel prefirió desertar de Guachapana, lugar de excepción, demasiado evidente y demasiado cerca de San Fernando. Como trabajador, es muy ingenioso y hubiera podido dar cuenta de las termitas con fuego y con pico. Ahora quiere abando­ nar piedra Danaco y adentrarse en las tierras. ¿Lo volveremos a ver al regreso? A la una y media llegamos a la casaa del gomero Eugenio Mirele. Llegamos justo a tiempo para presenciar la preparación del caucho. Acababa de terminar de cosechar la leche y se disponía a coagularla y a ahumarla en una paleta de dos mangos opuestos. El árbol del caucho es la hevea o seringa (en Brasil, a los gomeros los llaman seringueiros). El tronco es muy alto y recto y las primeras ramas empiezan tan arriba que me es imposible distinguir la forma de las hojas. Y en el suelo hay tantas, que no sabría cuáles son las de la hevea. Para extraer la leche de este palo de goma11, Eugenio emplea medios naturales, pri­ mitivos, que la selva le pone al alcance de la mano. Empieza por rodear el pie del árbol con un collar hecho de la médula del peciolo de la hoja de moriche (mauritia). Esta médula, muy tierna, posee la propiedad de adherirse a todas las rugosidades del tron­ co, de penetrar en todas las anfractuosidades de la corteza, creando así un canal de drenaje sellado. Este collar se fija oblicuamente por medio de pequeñas astillas de pal­ mera puntiagudas. A la parte más baja del collar se le da forma de pico. Bajo ese pico se coloca un pequeño recipiente, una barquilla hecha con la corteza dúctil de la palma manaca; luego, con un machete de hoja delgada, se hace una incisión en torno al árbol. Estas incisiones se hacen de arriba abajo de manera uniforme, a partir de un metro y medio o dos por encima del canal de pulpa. Se necesitan de ocho a diez horas para que

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la savia lechosa se vierta en la barquilla. Entretanto, el gomero se dedica a preparar otro árbol y luego otro... Después de hacer las incisiones en un número suficiente de palos de goma para ese día, el gomero vuelve al pie de cada árbol, recoge el contenido de las barquillas en una calabaza grande que le sirve de cubo y regresa al rancho con el producto lechoso para dejar que coagule y luego ahumarlo. Presenciamos la ahumada, una operación muy simple. Se hace un fuego debajo de un boyón*, especie de cúpula de tierra abierta en la cima para dar paso al humo; el fuego se alimenta con leña verde. La operación se lleva a cabo en una paleta de dos mangos opuestos colocada encima de esta especie de chimenea. Uno de los mangos de la paleta se fija en la horqueta de una estaca clavada en la tierra más allá del fuego, y el gomero hace girar la paleta sosteniéndola con una mano por el otro mango, encima del orificio de donde sale el humo; con la otra mano, toma la leche del caucho de una batea*, especie de recipiente de madera, situada al alcance de la otra mano, y con la ayuda de media totuma que le sirve de cuchara, toma la leche del caucho y la vierte cuidadosa­ mente sobre la paleta circular calentada. La hace girar en el humo y cuando esta prime­ ra capa queda coagulada y ahumada, repite la operación hasta que agota toda la leche vegetal que tiene en la batea. Estas capas superpuestas forman un bulbo, una bola es­ pesa de caucho que se hiende para retirarla de la paleta y ésta se usa para repetir la operación. Los apuntes que les envío completarán mi descripción. A cambio de algunos cigarros de La Caridad, Eugenio Mirele nos regaló una gallina para el sancocho de la noche. También él se queja con amargura de la codicia de los traficantes. Algunos, como Castel, son verdaderos piratas, además de ser usureros, ya que venden o intercambian a crédito, con una tasa de interés altísima, cosa que hace que Manuel Asunción y Eugenio digan que mientras más le dan, más le deben. ¡Traba­ jan sólo para los traficantes! Estos bellos bosques del Alto Orinoco, donde abundan los palos de goma se con­ vertirían en una inagotable mina de oro si el gobierno facilitara su explotación, si en vez de presionar a estos pobres y valientes gomeros y permitir que los exploten, pusie­ ra a su disposición, a precios razonables, todos los elementos, instrumentos y utensi­ lios perfeccionados de que dispone la civilización para obtener resultados rápidos. ¡Qué gran fuente de riqueza sería esto para el país! Pero ellos, por el contrario, se ven forzados a emplear medios rudimentarios, aun­ que muy ingeniosos, que les procura la naturaleza, y de esta riqueza del suelo que a costa de tanto trabajo y privaciones quisieran ofrecer a la civilización, los gomeros no obtienen ningún beneficio. Sólo la aprovechan los traficantes intermediarios a quienes les basta venir a recoger el fruto de la labor ajena.

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Ciertamente, por llevar una vida azarosa en el gran río, estos osados traficantes corren muchos riesgos y merecen una compensación justa, pero por desgracia muchos de ellos exageran y explotan vergonzosamente la situación: saben que los gomeros no pueden prescindir de ellos, pues se ven forzados a ponerse en sus manos, manos que demasiado a menudo se convierten en garras despiadadas... Por codiciar demasiado, ¿no corren el riesgo estos mercaderes de matar a la gallina de los huevos de oro? Los gomeros podrían muy bien cansarse de la situación y huir todos como lo hizo el inteligente Manuel, lejos de sus rutas del río Negro. Si dos o tres negociantes franceses trajesen útiles y mercancías directamente de Francia, podrían obtener honestamente una fortuna rápida. No tendrían que comprar sus provisiones a los comerciantes de Ciudad Bolívar, que sacan enormes ganancias de los productos importados, lo cual les permitiría, sin exageraciones, vender mercancías a los gomeros de cinco a diez veces más baratas que los traficantes intermediarios y obtener una ganancia considerable y legítima. De veras, aquellos que con unos cincuenta mil francos en productos franceses se lanzasen a esta aventura, estarían haciendo una labor lucrativa, humana y patriótica. Mejorarían la suerte de los trabajadores que tanto escasean en este país del {amientey acabarían con el vil comercio de los explotadores. Además, beneficiarían el negocio fran­ cés, fuertemente amenazado por la invasión de productos alemanes e ingleses y aún más, afianzarían nuestras relaciones comerciales y nuestros lazos de amistad con este joven pueblo que se ufana de ser la Francia de América1. Hasta aquí, en el Alto Orinoco, el nombre de Francia se quiere. Los gomeros conser­ van un agradecido recuerdo del francés Truchon que, venido de Río Negro hasta estos parajes, fue el primero que les enseñó el modo de extraer y preparar el caucho, hace de eso unos treinta años2. Unas densas nubes negras oscurecen de repente el sol y sin aviso alguno un violento chubasco se arroja sobre nosotros: relámpagos, el cielo se rasga, detonaciones fortísimas. Una lluvia torrencial se confunde con el agua del río en la que un viento furioso levanta olas amenazadoras. Uno no puede ver delante de sus narices; la curiara de Chaffanjon navega invisible a diez metros de la mía. Con dificultad desembarcamos en un deteriora­ do y pequeño refugio de hojas bajo el cual los hombres cocinan la gallina con arroz. Noche fresca, húmeda; me dan escalofríos. Pesco frío pese a mi manta de viaje y mi cobija. Me costó mucho entrar en calor, pero, afortunadamente, no tengo fiebre. Por un momento pensé que había recaído. 2 0 D E N O V IE M B R E

En la semioscuridad, los hombres preparan el café. Un resplandor rosado alum­ bra apenas el cielo cuando dejamos la isla Puruname en la que la borrasca de ayer 346


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nos obligó a desembarcar. Algunos troncos blancos del árbol cañón se destacan en la tupida masa de la margen izquierda que vamos bordeando. Por encima de esta espe­ sura sombría, unas esbeltas y altas palmeras macanilla alzan su copa en forma de sombrilla. Estas elegantes de la selva no aceptan quedar encerradas, confundidas y ahogadas por la multitud espesa; por el contrario, la dominan orgullosamente. Algu­ nas hasta parecen querer escaparse de ella; como un surtidor horizontal, lanzan des­ de la orilla sus elegantes estípites sobre el río, pero estos seres independientes, cuya naturaleza las lleva a elevarse, parecen arrepentirse de este impulso inicial que les haría inclinar la altiva copa y se alzan de nuevo dibujando una grácil curva que apun­ ta derecho hacia el cielo su corona de palmas como testimonio de su inalterable aspi­ ración. (Estas palmas macanillas son de dos especies: una de tronco Uso, con las hojas pinadas y los folíolos frisados3; la otra, de folíolos lanceolados y el tronco espinoso4). A la salida del sol, unas bandadas de monos huyen hacia la selva al aproximarse las curiaras. Se desprenden de las copas de los árboles más altos y se lanzan de árbol en árbol con una agilidad y una rapidez asombrosas. En un santiamén, sin ruido y sin un grito, desaparecen totalmente. Chaffanjon queda muy disgustado por no haber tenido oportunidad de cazar uno. En cambio, unos piapocos (tucanes) de colores brillantes se alzan rápidos ante nosotros haciendo chasquear el pico enorme, una proa colosal, desproporcionada para una navecilla aérea tan pequeña. Una reparación a la curiara de mi compañero nos obligó a detenernos. Este se interna en la selva y regresa con un paují que sancochamos de inmediato, y una pavita para el almuerzo de esta tarde. Volvemos a partir con la curiara más o menos repara­ da y después de pasar la isla Guaniamo, desembarcamos a doscientos metros río arriba del caño del mismo nombre. En la orilla rocosa se alzan dos casas y una choza; es el sitio (la barracaa) del capitán general de los indios mariquitares, José Natividad Aramare. No hay nadie y la barraca está cerrada con cadena y candado; nuestros mariquitares nos dicen que está en otro sitio en las márgenes del Cunucunuma. Está recolectando su cosecha de raíces de yuca para su provisión de harina de yuca y cazabe. En todo el territorio ocupado por los mariquitares, su gran cacique, el capitán general, posee, a varios días a pie o por el río, unos sitios que ocupa en diferentes épocas según las cosechas que recolecta: caucho, raíces de yuca, maíz, caña de azúcar, etc. Chaffanjon estaba muy decepcionado, pues pensaba, como nos lo había hecho creer Manuel Asunción, que Aramare estaría aquí ocupándose de su recolección de caucho, y que podría pedirle algunos hombres. Decidió ir a buscarlo al río Cunucunuma. Después del sancocho de pava, nos vamos a dormir a la choza de paja que depende de la barraca. 347


ífti ‘Desde caño Ticanamari hasta caño Piedra Chivatare" Tinta sobre papel


IA P A R T ID A DE C IU D A D B O L IV A R H A C IA EL ALTO O R IN O C O

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Nos ponemos en camino, como ayer, mucho antes de la salida del sol. Mis dos remeros, Pedro, el zambo, y José Antonio, el indio maquiritare, manejan vigorosa y acompasadamente los canaletes. Aunque con una curiara más pesada, están empeña­ dos en no dejarse adelantar por la curiara de mi compañero. Recorrimos mucho cami­ no esta mañana. A las once desembarcamos frente a una de las islas de Temblador, delante de la barraca del gomero Ricardo, comisario del Alto Orinoco, como Asunción. Ricardo nos acoge con mucha cordialidad; es un negro casi puro, un zambo, de trato simpático, de aspecto franco y exuberante. Nos brinda un excelente almuerzo de báquiro, y sin necesidad de usar el poder que nos confirió el gobernador de San Fernando, acep­ ta acompañarnos hasta La Esmeralda para servirnos de intérprete y hacer que nos den algunos hombres. Al ver que la curiara de Chaffanjon está en mal estado, le propone la suya, más grande y más fuerte. Los hombres se apresuran a trasbordar el equipaje, los instru­ mentos y las provisiones de trueque a la nueva curiara. Hombre práctico, que conoce toda la región, este precavido comisario se lleva algunos mapires? de yuca para intercambiarlos por el camino, así como muchas otras cosas útiles para el viaje, como los restos del báquiro secado y salado que nos asegura la comida para esta noche. Antes de partir, manda a su indio maquiritare a pilar una buena cantidad de maíz, para delei­ tarnos en el camino con una especie de sopa dulce que acaba de preparar y que encon­ tramos deliciosa. ¿Todos estos gomeros, negros, zambos, mestizos o indios son así de valientes y gentiles? Este Ricardo es muy alegre, activo, inteligente, lleno de recursos, exuberante en sus acciones como en sus palabras — excelente individuo, que vamos a llegar a apreciar aún más. Sin pesar, deja a su indio los trabajos de preparación del caucho que había hecho— . A las tres nos marchamos de su cabaña. Chaffanjon, en la nueva gran curiara con Ricardo como timonel novato adicional. Ahora vamos a avanzar rápidamente. Vamos viendo cada vez más islas, espléndidas. Al anochecer, encontramos un rancho solitario donde colgamos nuestras hamacas hasta el día siguiente, a las cuatro de la madrugada. 22 DE N O V I E M B R E

Seguimos avanzando muy bien toda la mañana. A las once llegamos a la barraca Chupaflor frente a la isla del mismo nombre. Dos indios mariquitares, peones de Ricar­ do, terminaban la construcción de una cabaña muy saneada y cómoda; es la primera que veo con el piso por encima del suelo. El piso está hecho de simples ramas cortadas 349


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por la mitad a lo largo y atadas unas a otras con una fuerte liana, el bejuco mamure, muy abundante en la selva. Mientras se cuece un sancocho de báquiro con arroz y echan en el fuego con piel y todo una rata de agua del tamaño de un gato pequeño para asarla, nuestro buen negro se ocupa de los preparativos de los dos indios para acompañarnos hasta La Esmeralda. Con ayudantes tan preciados como el ingenioso Ricardo, tenemos la seguridad de con­ seguir la cantidad de hombres necesaria y la esperanza de lograr nuestro objetivo. Pedro descubrió unos huevos de tortuga matamata y nos los trajo para el postre. Tienen un sabor a pescado muy fuerte y no los pude comer. Esta tarde llegamos hasta el caño de Ticanamori, pero no encontramos rancho donde dormir. Todos colgamos las hamacas de los árboles del bosque. El efecto que crea esa decena de chinchorros al mecerse, entrecruzados en los troncos de los árboles, las lianas y la hojarasca y débil­ mente iluminados por la lumbre de las brasas casi apagadas con que cocinamos la cena, es maravilloso. Y la cena en grupos: los indios en la oscuridad, detrás de las hamacas, comen de cuclillas y silenciosos; los racionales, al mando de la cocina, sentados en plena luz sobre ramas o troncos muertos; nosotros, de pie, agachándonos de cuando en cuan­ do para tomar un pedazo de báquiro o una cucharada de arroz y escuchando al locuaz Ricardo, inagotable con sus relatos, anécdotas e informaciones de todo tipo. Noche fresca, muy fresca 23 DE N O V I E M B R E

A las cuatro y media de la mañana volvemos a tomar el río bajo una lluvia torrencial. Durante cinco horas los hombres reman bajo el aguacero. Pasamos por caños muy es­ trechos, verdaderos corredores de la selva, a la que no puedo ver por la avalancha de agua. Por fin, a las nueve, la lluvia nos perdona. Estamos en el caño que separa la isla Caricha de la margen izquierda. Nos deslizamos entre dos riberas tupidas, distantes una de la otra unos veinte metros. Espectáculo único, un deleite para la vista. Río arriba, unos puntos negros rizan el agua estancada: unos perros de agua (nutrias), de cacería, sorprendidos y perturbados en su agua mansa, se atreven a sacar la cabeza a la superficie del caño. Nos ven venir con los ojos muy abiertos, curiosos, inquietos, y luego desaparecen. Una bala perdida. Nos detenemos en la piedra Serpentina, frente a la isla Cangrejo. Sancocho de tor­ tuga matamata. A lo lejos, por encima de la selva de la margen derecha, se avizora el cerro Cangrejo. Nos sorprende la noche en el extremo de la isla Corocajuapure delante de una playita de arena demasiado húmeda para dormir allí. Preferimos hincar unos palos en la arena alrededor de un árbol para colgar los chinchorros... muy pintoresco. 350


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Desgraciadamente sólo disfrutamos unos pocos instantes después de la comidaa. Una súbita lluvia nos hace regresar a cada uno a nuestra carroza, donde paso una no­ che bastante incómoda. 2 4 DE N O V I E M B R E

Mañana muy fresca, el cielo está encapotado y el día aún gris a las diez de la maña­ na. Avanzamos bien. Costeamos la isla y la boca de la laguna Babilla. Una hora más tarde, hacen el sancocho de arroz con guarapo y biru (una sopa dulce de maíz). No encontramos ni caza ni pesca. A las tres atravesamos la boca del caño Maricapure en la margen izquierda. A las cinco ya divisamos la muy lejana e imponente masa del cerro Duida, la montaña más alta de Venezuela6. Desembarcamos en la piedra Chiratari, una roca tibia todavía, para pasar la noche, pero hay allí tantas hormigas, que nos vemos obligados a cederles el lugar y a buscar un sitio más alto en la selva. A la medianoche me sobrecoge el frío y mucho dolor de cabeza — ya van cinco o seis noches que me da— . Cae un diluvio, estamos sumergidos, así que llegó el mo­ mento de meterse en volandas bajo la carroza. Escalofrío, temblores, fiebre: muy mala noche. 25 DE N O V I E M B R E

Lluvia continua toda la noche hasta esta mañana. Volvemos a partir en plena oscu­ ridad. Al despuntar el día, Pedro me señala la boca del caño Camucari en la margen izquierda; afirma que tomando por ese caño se llega directamente al Casiquiare —-es la vía más corta para los comerciantes que van al río Negro— . Desembarcamos en la piedra del Gallo y un saludable baño disipa la fiebre de la noche. Sancocho de arroz. Un aguacero repentino nos sorprende cuando estamos terminando de comer. Nos refu­ giamos en lo primero que hallamos, la carroza de Chaffanjon. Los marineros tomaron los remos y ¡a bogar! ¡Qué lluvia! Como somos dos, estamos bastante incómodos bajo el techo de Chaffanjon; echo mucho de menos mi pequeña carroza, donde puedo estar a mis an­ chas para pensar sin tener que hablar, y tomar todas las posiciones para relajarme, ya que estoy muy anémico y me canso pronto de estar en la misma posición. La masa diáfana del cerro Duida que antes veíamos justo frente a nosotros, avan­ zando al Este, se ve ahora a la derecha, siempre muy lejana. El río hace una curva, de modo que vamos rumbo al Norte. El locuaz Ricardo no para de hablar, aun remando es inagotable, no se oye otra cosa que él, sin cesar. Es como una necesidad de hablar, de poner vida a su alrededor. Tiene, sobre todo, un verbo ingenioso y su alegría nos resulta 351


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muy valiosa, ya que activa a sus compañeros y les quita el mal humor. Es un alegre meridional comparado con los indios tan sobrios en su hablar a quienes hay que sacar­ les las palabras de la boca. En mi curiara, Pedro, el negro zambo, es también el más animado, la voz cantante, ¿será asunto de raza? Por fin, a las cuatro, llegamos a la boca del río Cunucunuma. Allí nos vamos a sepa­ rar por un tiempo. Chaffanjon va a tomar mi curiara, que es más liviana que la de Ricar­ do y, con seis buenos remeros (los indios mariquitares, el hijo de Manuel Asunción, Pedro y Ricardo) remontará el río Cunucunuma hasta el pueblo de los mariquitares, donde está el capitán general José Natividad Aramare, para reclutar la mayor cantidad de hombres posible. En cuanto elegimos el lugar propicio para acampar, en la boca de un pequeño caño en la desembocadura del río Cunucunuma, los indios desbrozaron a machetazos y lim­ piaron el sitio cubierto de maleza, ramas y hojas secas descompuestas. De inmediato armamos la tienda de campaña, tomamos algunas provisiones — arroz, yuca— y nos repartimos equitativamente los utensilios de cocina, las ollitas para el sancocho y el café. Luego, los indios transportaron gran parte del contenido de la curiara de Chaffanjon a la mía ya vacía: instrumentos, utensilios, provisiones, baratijas para intercambiar, el Winchester y el Lefacheux, etc., todas cosas necesarias para un viaje. Terminada esta tarea, nos separamos inmediatamente después de la cena. Ya era noche cerrada. La curiara de Chaffanjon dobló por el caño y se perdió de vista; durante un rato no se oyó más que el ruido de los canaletes que se iba alejan­ do... y luego, el silencio, ¿el vacío? Les confieso que cuando le estreché la mano al despedirnos sentí cierta emoción, es la primera vez que nos separamos desde que empezamos esta aventura. Me quedo, pues, solo con los tres racionales: Manuel Luis y Chacón, los dos timone­ les, muy perezosos para todo lo que no sea el timón o la cocina, y el muchacho, Angelo, de apenas dieciséis años, dócil, servicial y muy hábil para pescar y ensartar pescados. Colgamos las hamacas de dos árboles, la mía frente a la entrada de la tienda de campa­ ña, pero no permanecemos mucho allí, ya que una lluvia, que duró toda la noche, hizo que los hombres tuviesen que meterse bajo la carroza de la curiara; yo me metí en la tienda. Allí dormí encima de mis cajas, paquetes y dos sacos de yuca. Pese a las incomo­ didades, no pasé tan mala noche como las anteriores porque no sentí mucho frío. 26 DE N O V I E M B R E

Enseguida del café, los tres hombres se embarcan en la curiara para ir a pescar la comida. Manuel Luis y Chacón llevan su vieja escopeta que falla un tiro de cada tres.

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Solo, entonces, pese a que la tierra y los árboles están empapados por la lluvia, que duró hasta la mañana, me adentro en la selva con mi fusil Gras; había oído unos monos bastante cerca. Después de quedar empapado por las hojas de la maleza y las lianas, después de sumergirme en el espeso humus, después de reptar y resbalar varias veces por ese terreno viscoso, obstaculizado a menudo por ramas caídas y troncos podridos que pueden jugar bromas bastante pesadas, me detuvo un gigante del bosque, desmo­ ronado por la edad o por un rayo. Su enorme tronco, despojado de ramas, me cerraba completamente el camino. Acostado en el suelo, resultaba tan alto como yo y quise escalarlo. En cuanto me subí sobre el tronco para llegar al otro lado, la corteza se des­ plomó bajo mi peso y desaparecí de cabeza en su seno carcomido rebosante de gusanos e insectos de todo tipo. Lleno de asco, me libré como pude de esa repugnante trampa, esa podredumbre hormigueante en la que daba bandazos y me hundía cada vez más queriendo salir. Pasé mucho trabajo para quitarme el lodo viscoso y los insectos infinitamente pe­ queños pegados a mi ropa y piel húmedas. No me detuve a analizar esa fauna, pues me urgía regresar a tomar un baño para borrar toda traza de mi mala impresión. Regresé al puerto costeando el río. No vi ningún mono, ya que huían a medida que yo me iba adentrando en la maleza. En cambio, le disparé a un corocoro (ibis negro), pero cayó en el río. Regresé, pues, sin nada y exhausto, porque me canso muy pronto. Ya no me cabe la menor duda, estoy padeciendo la anemia de las regiones calientes. Sentí un ligero escalofrío, seguramente por la repugnancia que me produjo mi percance, pero no duró mucho, afortunadamente. Los marineros corrieron con mejor suerte que yo, pues regresaron de la pesca con varios caribes que de inmediato prepararon para el sancocho. Mientras tanto, con mi carabina Flaubert, cacé algunos pajaritos para carnada de los anzuelos. A las tres, cuan­ do apenas terminábamos de almorzar, un gran aguacero nos inundó en un santiamén. Manuel Luis, con su escopeta, y Angelo, el muchacho, se fueron a pescar en la curiara pese a la lluvia. Chacón y yo nos metimos rápido en la tienda. Encontré un pedazo de madera seca y para pasar el tiempo me puse a tallar una cuchara con la punta de mi cuchillo; desde hace tiempo sólo usamos como cubiertos unos pedazos de calabaza7. Chacón, seducido por la prestancia de mi cuchara, empieza también a tallarse una. La suya es más tosca y primitiva, pero mucho más sólida, mejor adaptada a la madera quebradiza de la que está hecha. Aunque le falta elegancia, es más práctica — se la ala­ bo mucho, cosa poco usual que lo asombra— . A la caída de la noche parece que va a escampar, cosa que Chacón aprovecha para volver a colgar su hamaca de dos árboles, y cuelga su manta por encima como si fuera una tienda. Yo me quedé en la tienda y pasé una noche igual a la anterior.

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A “Manuel José Mirabal” Grafito sobre papel • 30 de octubre de 1886


LA P A R T ID A DE C IU D A D B O LÍV A R H A C IA El. A LTO O R IN O C O

27 DE N O V I E M B R E

A las seis de la mañana, los dos hombres que habían salido a pescar, regresan a tomar el café preparado por Chacón. Traen una raya, ese pez tan temible. La lluvia ha persistido durante toda la noche, ellos han dormido bajo la carroza; allá o aquí es siem­ pre el mismo cobijo, el mismo dormitorio. La raya preparada por Manuel Luis está exquisita, pero Chacón y Angelo no se atreven ni a tocarla, son muy supersticiosos y temen que les traiga mala suerte y que sus congéneres se venguen. Antes de salir de pesca de nuevo, mis tres hombres fabrican anzuelos con unos alfileres y pescan pececitos pequeños para usarlos de carnada con los grandes. Al me­ diodía, una fritanga de yuca; luego, los pescadores se van de pesca. Me quedo solo y hago un boceto del campamento. En la tarde los pescadores regre­ san sin nada. Sopa de arroz. Como es la primera vez que hace buen tiempo desde que acampamos en este lugar, tengo la alegría de ver a través de la hojarasca unos débiles rayos del sol poniente. Balanceo de las hamacas en espera del sueño. Los hombres se hacen adivinanzas unos a otros; yo sólo capto algunas. Noche muy fresca; tuve frío y escalofríos otra vez. 2 8 DE N O V I E M B R E

En la madrugada, en cuanto tomamos el café, los hombres embarcaron otra vez para ir a cazar y a pescar de nuevo en su lugar preferido, en la otra margen del río Cunucunuma. Chacón y Manuel Luis, con su escopeta; Angelo, con los avíos de la pesca: cordeles y flechas. Ojalá les vaya bien. Las lluvias sucesivas de los últimos días han debido de ser más fuertes todavía río arriba, pues la crecida ha aumentado. Sus aguas limosas suben rápidas con fuertes re­ molinos en el caño8. Acabo de oír dos disparos de escopeta, ¿traerán algo de vuelta? En cuanto a mí, una pava vino a posarse en uno de los árboles más altos de la tupi­ da cúpula del bosque, pero como sólo tengo mi fusil Gras, fallé. ¡Con tal de que los dos disparos de escopeta no hayan sido como el mío...! Esta mañana, todavía con la fiebre de la noche, nuevos escalofríos me obligan a meterme bajo la manta pese a los tímidos rayos de sol que tratan de filtrarse por el oscuro follaje para calentarme. Mientras estaba solo, pensaba tener la oportunidad de hacer un boceto de nuestro campamento, pero heme aquí envuelto en mi hamaca y temblando de fiebre. Fallé al dispararle a otra pava y a un piapoco: en verdad, más me hubiese valido quedarme en mi chinchorro. La fiebre me produce temblores y apenas puedo caminar, me flaquean las piernas. Además, cuando se dispara contra una presa tan pequeña, el azar influye demasiado, ya que debido a la trayectoria de la bala de mi Gras, tengo que

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apuntar un poco por encima de mi blanco, más o menos, según la distancia. Si Chaffanjon me hubiese dejado el Lefacheux tendría una caza abundante sin haberme movido del campamento. En fin, vamos a ver qué traerán de vuelta los hombres y si me resultará más reparador que la sopa de arroz y yuca. Son ya las doce y los hombres no han regresado... y siento una gran necesidad de tomar algo caliente. Si no regresan pronto, voy a prender un fuego, cosa que sería mejor que quedarme en el chinchorro temblando de fiebre. Empiezo a preparar una sopa de yuca y, de pronto, un estruendoso chapoteo me atrae a la orilla del caño y veo un lagar­ to grande que lo atraviesa. Como no le veía sino la cabeza, creí que se trataba de una gran serpiente de una especie muy interesante. Hoy es domingo (mi pequeño almanaque no me abandona) ¿Qué estarán hacien­ do, amigos míos? Aquí son las doce del mediodía, de modo que allá serán las cuatro y media. ¿Estarán escuchando música en Bellecour o en la terraza de un café de la calle Rachais? Pero quizá el tiempo no lo permita, en noviembre hace ya fresco y ustedes se habrán quedado en el salón de la casa a leer, a conversar, a tocar piano cantando ama­ dos romances... En este momento mi única distracción es oír la punzante música de plagas de todo tipo: mosquitos, zancudos, lambeojos\ avispas, tábanos, etc., que me embrutecen con su zumbido y me dan fiebre con sus dardos... y estoy esperando otra pava para volver a fallar. En uno de los árboles que sostiene mi hamaca tallo las iniciales AP —-otro re­ cuerdo muy lejano— . Por fin, a las tres, regresó la curiara. Chacón y Angelo venían solos; yo estaba furio­ so y se lo dije sin reservas, pero me calmé enseguida cuando me dijeron que Manuel Luis se había perdido ¡Seperdió!11y que ésa era la causa de su retardo. ¡Pobre Manuel! Esta tarde lo buscaremos por todas partes dando voces y disparando. Mientras se cocinaba rápido un sancocho de algunos caribes (la pesca fue bastante buena), hice dos disparos con el Gras, que tiene un sonido muy potente. Un cuarto de hora más tarde oímos una voz del otro lado del río, yo respondí de inmediato y en cuanto los hombres terminaron de comer, se fueron a buscar al extraviado. Ya veremos lo que nos va a contar Manuel Luis. Es un verdadero personaje, con su sombrero siempre ladeado sobre un ojo, que le da un aspecto de matón muy cómico. Pero la verdad es que es bizco, lo cual explica el eterno sombrero y quizá el hecho de que se haya perdido. Una hora después de su partida, los otros dos hombres trajeron de vuelta al extra­ viado; se había adentrado demasiado en la selva y estaba completamente perdido, pero gracias a mis dos disparos pudo orientarse y llegar a la orilla del río desde donde nos llamó a voces. Tenía muchísima hambre, el pobre.

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Otra vez una bella puesta de sol entre la hojarasca: unos pocos rayos de sol que ahuyentan el frío y son dulces para el alma y los ojos, pero que desaparecen muy pron­ to, por desgracia. El frío y la humedad del crepúsculo señorean en esta región. Pasare­ mos una buena noche al aire libre. Ya envueltos en el mosquitero y balanceados en la hamaca, disfrutamos la calma de la noche que nos rodea. La fogata ya no es más que unas brasas que se van apagando, los cocuyos9 encienden sus farolitos color de luna, y saltan chispas por todos lados como estrellas fugaces en el cielo oscuro de la selva... y de pronto ¡qué sorpresa! Toda la selva se ilumina misteriosamente. Una pálida lumbre fosforescente se desprende de la espesa capa de humus. Es la primera vez que presencio en la selva este curioso fenóme­ no; sin embargo, aunque es un regalo para los ojos, me da mucho que pensar... Yo nunca había pisado un suelo tan graso, tan cargado de materias vegetales en putrefacción, acumuladas, sin duda, desde hace siglos, donde uno se hunde como en estiércol. Y si es cierto que este humus viscoso sería un abono excelente para nuestros agricultores, me temo que también sea un foco de infección cuyos efectos estoy padeciendo. Esas mate­ rias pútridas emanan gases, fermentos, miasmas que resultan perniciosos para el orga­ nismo, y no me sorprendería que mis fiebres sean la consecuencia, no sólo de las picadas de mosquito, sino también de los efluvios de ese humus. 29 DE N O V I E M B R E

A caballo en mi hamaca, como me siento bastante dispuesto esta mañana, y pese a los mosquitos y otras plagas, trato de hacer un boceto del fondo de la selva. Estoy aún más torpe que antes... ya no sé pintar. Manuel y Angelo regresan sin nada de la pesca, así que almorzamos sancocho de arroz con yuca. ¡Qué fortificante! En fin, por lo menos lo tenemos. Sin embargo, si estos hombres no fuesen tan perezosos, exceptuando al muchacho, podríamos comer mejor. Al mediodía vuelven a salir de pesca y regresan como antes. Otra vez la misma sopa de arroz y yuca. Después de esta famosa comida y una siesta, regresan a pescar bajo la luz de la luna. ¿Qué están pescando en este momento? ¿Tendremos pescado mañana? El ham­ bre, la fiebre... me carcomen una tras otra — cuando la fiebre me corroe, me parece que jamás podría comer alimento alguno, pero cuando se me pasa, mi hambre es insaciable— . Aun cuando tenemos comida en abundancia, la poca capacidad de mi estómago se rehúsa a satisfacer mi hambre, necesitaría un estómago elástico, como el de los indios. En espera del sueño, Chacón y yo conversamos tranquilamente de esto y aquello meciéndonos en las hamacas cuando, de pronto, del árbol de donde está colgado mi

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chinchorro caen sobre mí algunas cáscaras de fruta. Hago encender el mechón10 atado a la punta de una larga pértiga, y mientras Chacón la alza lo más alto posible, trato de apuntarle a uno de esos cuadrúmanos que nos aseguraría la comida de mañana. Des­ graciadamente el follaje es tupido y oscuro y los ariscos animales saben esconderse bien y muy rápidamente. Es imposible descubrirlos. Son unos monitos que no salen sino de noche y que de día duermen en los huecos de los árboles, según Chacón. Agutis, seguramente. Mientras estoy sentado en mi hamaca escribiendo a la luz del mechón, esos imper­ tinentes animales siguen comiendo por encima de mi cabeza. Los dos pescadores no han de tardar en regresar; la fosforescencia se va alejando y apenas un rayo pálido se filtra ya entre la hojarasca. El mechón está a punto de apagarse; Chacón ya duerme envuelto en su mosquitero. Más intensa que ayer, la lumbre fosforescente, color de luna, da al humus un aspecto irreal. Los cocuyos resplandecientes, como esmeraldas lumino­ sas entrecruzan sus fuegos coloreados. Las voces profundas de la selva se alzan por doquier como una alborada a la luna: sonidos de muchas gamas: el croar de las ranas, las notas cristalinas y sonoras de las ranitas, los mugidos roncos de los sapos, otros ruidos confusos, armonioso acompañamiento en sordina del coro dominante de los batracios; chirrido de los grillos, zumbido de insectos, crujidos y roces de cosas indefi­ nidas, y vida vegetal intensa, la respiración de los árboles, el aliento, los efluvios, los fermentos, el sordo e inexplicable rumor de la vida nocturna y misteriosa de la selva entregada a su trabajo oculto de todas las noches, indiferente a la ínfima presencia del hombre. Por intervalos, el grito agudo de un ave nocturna perturba esta armonía arrulladora; la brusca zambullida de un caimán o de un gran pez en busca de presa evoca también la vida intensa y profunda del río bajo la superficie tranquila y lisa de sus aguas. En este momento una serpiente silba al tragarse una pobre ranita que protesta. También están el roce de las hojas movidas por encima de nuestras cabezas y el ruido seco de las cáscaras de fruta que van cayendo al agua del caño, tiradas por esos monitos impertinentes. Mañana, muy temprano, si todavía están allí, ¡con mucho gusto voy a derribar uno con mi fusil! 3 0 DE N O V I E M B R E

Desde antes del amanecer, los monos nos oyeron movernos y de inmediato de­ saparecieron. ¡Qué se le va a hacer! Los dos pescadores volvieron otra vez sin nada cuando apenas despuntaba el día: la copa de los árboles se iluminó de un dorado rosa y luego, poco a poco, se iluminó todo, ya es pleno día... el sol debe de haber surgido del horizonte. Y digo “debe” porque la selva es tan oscura y tupida en el levante, que el primer rayo de sol sólo nos alcanza después de las ocho. 358


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Disfruto de un espectáculo espléndido cuando al despertar y quitarme de enci­ ma el mosquitero, me quedo tendido en la hamaca con la mirada puesta en esa enor­ me cúpula de verdor. Bajo ella, todo es sombrío y fresco al comienzo. Algunos boquetes en la hojarasca dejan ver un cielo de un frío azul acerado que hiela; luego, poco a poco aparecen los objetos: hojas, lianas y ramas se dibujan sobre la masa profunda, la os­ curidad se borra para dar paso al color, el calor lo envuelve todo, tanto la atmósfera como los objetos; estamos en pleno día y puedo escribir, rodeado por todos los insec­ tos de la creación, entre los cuales dominan los eternos mosquitos y los lambeojos. No sé si les he dicho que estos lambeojos (chupaojos) tienen la especialidad de lan­ zarse a los ojos y soltar un líquido como almizcle, muy corrosivo, que hace arder los ojos y es molestísimo. Todas las mañanas me quito uno o dos de esos bichitos de los lagrimales. Los hombres salen de pesca más temprano que de costumbre. Me doy cuenta de que tengo los tobillos hinchados muy a menudo: Chaffanjon dice que es la ane­ mia de esta región. A la hora de almuerzo los hombres regresan otra vez con las manos vacías y esta vez me disgusto; son unos holgazanes. Mandé a hacer una sopa de arroz y yuca que Manuel no quiso. Los otros dos tenían un caribe pequeño que no consideraron digno del sancocho, de modo que lo asaron y se lo comieron con la sopa. Pensé que me iban a ofrecer, que era lo debido, pero no lo hicieron, por lo cual yo, entonces, tomé tranquila­ mente de mi caja de provisiones una lata de conserva de hígado de zorro de la que comí frente a sus barbas (¡pobres barbas! Algunos raros pelos dispersos sobre la cara sin edad de los dos timoneles, igual de treinta que de cuarenta años). El regaño surtió efecto, ya que en cuanto pasó el calor más fuerte, un calor de inver­ nadero sin aire, se fueron los tres a pescar y tuvieron el cuidado de llevarse dos escope­ tas. Manuel Luis por fin decidió comer antes de irse: es un niño grande. Vamos a ver el resultado de la pesca. Ya solo, aprovecho para hacer un boceto del pintoresco campamento, se despertó el pintor en mí. En efecto, la lección dio resultados, ya que dos horas más tarde los hom­ bres regresaron con media docena de caribes. Sí era entonces mala voluntad de su par­ te o, más bien, pereza, de eso estoy convencido y se lo hice saber para que tuvieran muy clara la opinión que tengo de ellos. El joven Angelo, naturalmente, padece la influencia de los dos timoneles, pero no le guardo rencor, es un buen trabajador, mientras que los otros dos siempre andan ha­ blando de trabajo y eso es todo. Ahora se han vuelto dóciles y serviciales. Después de la cena, al ponerse el sol, entré en la tienda para guarecer bajo techo mi fusil Gras de la humedad de la noche, cuando Angelo me indicó que una pava acababa de posarse so­ bre uno de los árboles más altos, a algunos metros del campamento. 359


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Dejé que Chacón intentara primero con su escopeta cargada de plomo grueso, pues es más seguro que con una bala, pero debido a la humedad su fusil falló (cinco veces de diez). Entonces lo intenté con mi Gras y esta vez tuve la fortuna de no fallar. Ya tene­ mos el almuerzo de mañana. Me mezo en la hamaca. Un largo crepúsculo entre la hojarasca. Unos rayos de oro rojizo se abren camino en esa masa verde que obstruye mi mirada. Dejan en la atmós­ fera unas pequeñas sendas luminosas y bajan a perderse en la selva destacando al pa­ sar un tronco, un ramo de hojas, unas lianas tortuosas o el tallo grácil de una palma. Todo lo que acarician estos rayos se transforma bajo la acción de su cálido beso; los objetos que rozan salen de la penumbra de manera tan vivaz, tan resplandeciente, que también ellos irradian, borran con su propia claridad lo que los rodea y durante este efímero esplendor cobran una vida luminosa, superior, casi divina. También nuestros cortos momentos de felicidad son tan fugitivos como una caricia del sol. Ya en Francia las puestas de sol me entusiasmaban muchísimo y aquí con más ra­ zón, en esta atmósfera saturada de agua donde todos los oros parecen fundirse en el cielo. Además, es el momento en que, Ubre de las preocupaciones del día, con el espíritu en reposo, uno entrega su pensamiento a uno de esos surcos de oro para vivir con lo que ama. Entonces, una dulce melancolía lo envuelve a uno, ya no se vive, ya no se está en la Tierra, sólo el pensamiento trabaja, se alza, y el esplendor del sueño lo ilusiona y le hace creer que está con ellos en un mundo más elevado. Es una felicidad ficticia y pasa­ jera a la que me gusta abandonarme pese a la triste huella que deja en mi corazón cuando tengo que regresar a la realidad. ¡Buenas noches! 1 DE D IC IEM BR E

Esta mañana, a la salida del sol y al levantarnos, una serpiente negra de un metro y medio, más o menos, que se había metido en la tienda, se deslizó hacia el caño y desapa­ reció tan de repente que no tuve tiempo de matarla. Hace cinco días (con hoy son seis) que Chaffanjon se marchó. Y todavía no ha re­ gresado. Quizá no ha conseguido hombres, aunque yo espero más bien que, habiendo encontrado cosas interesantes para estudiar, haya preferido quedarse unos días más. Aunque todavía no me preocupo, me gustaría saber la verdad sobre su tardanza. Esta vez hice yo la comida; cociné la pava, no en sancocho, sino con hongos en conserva. Acabo de capturar a una araña mona3, como la llaman los hombres. Vive en los huecos de los árboles y da unos grititos que parecen de mono; es muy grande y peluda y, según dicen, su mordida es mortal, más peligrosa y rápida que la de una serpiente. Debe ser una Mygale. 360


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En pleno día me da un escalofrío, seguramente pesqué un resfrío pintando toda la mañana con la espalda vuelta hacia la selva húmeda. ¡Y pintaba con tanta ale­ gría! A las cuatro y media, cuando acabábamos un ligero refrigerio compuesto de unos pocos caribes y tomábamos un guarapo de café1, un disparo a unos quinientos o seis­ cientos metros me anunció la llegada de Chaffanjon. Reconocí el sonido de su Winchester. En efecto, veinte minutos más tarde escuchamos el ruido de los canaletes y luego dos curiaras desembocaron en un recodo del caño y se detuvieron. Me dio mucha alegría volver a ver a mi compañero. Viene entusiasmado por su viaje y por la habilidad de los mariquitares para atrave­ sar los raudales y los chorros más peligrosos. Mientras los hombres desmembraban la pieza de cacería que acababan de cobrar, una perezaa (un perezoso, cuadrúpedo grande como un perro lulú, largos pelos negros manchados de blanco en la espalda, cabeza pequeña en relación con el cuerpo, largo cuello, largas garras, inmensas uñas con las cuales se suspende de las ramas), preparaban la comida para los recién llegados, y noso­ tros dos sentados, o más bien medio tendidos en mi hamaca, conversamos. Chaffanjon me narró las cosas interesantes de su viaje. Subió por el río Cunucunuma hasta los contrafuertes del cerro Duida. Allí encon­ tró a Natividad Aramare, capitán general de los indios mariquitares, acampando con toda su familia en el raudal Chipirina. Entre los indios de las misiones era costumbre dar a los recién nacidos el nombre del santo o de la fiesta religiosa del día de su naci­ miento y de ahí su nombre. Aramare se mostró altivo y frío al comienzo en su acogida, dejando sentado que no recibía orden alguna del gobierno ni reconocía otra autoridad que la suya propia. Pese a la firme insistencia de Chaffanjon y a la amenaza de llevárse­ los él mismo, Aramare se negó rotundamente a suministrarle los hombres que pedía. Viendo entonces que nada iba a obtener mediante la intimidación de aquel oso con cara de borracho, mi compañero cambió inmediatamente de táctica. Conociendo la pasión de Aramare por el aguardiente, Chaffanjon hizo traer una botella de ron que el indio vació en una calabaza y se tragó de un solo golpe. Luego, ante la promesa de otra botella, le entregó dos hombres con la autorización de reclutar otros dos por el camino — cosa que Chaffanjon hizo al bajar por el río— . Chaffanjon se detuvo en el raudal de Macapo, en casa de un simple capitán indio, al que ya había visto a la subida. Fue recibido con muchos honores, festejos y danzas originales, según los usos de la región. (A mí me hubiese encantado ver aquello, los indios mariquitares en su ambiente, sus costumbres, su modo de vivir.) El capitán le suministró los dos hombres prometidos por Aramare, y como ya se disponía a bajar por el Orinoco para hacer su cosecha de caucho y su curiara ya estaba lista, acompañó a Chaffanjon con toda su familia hasta nuestro campamento. Acabo de estrecharle la 361


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mano; es un indio de expresión franca e inteligente. Antes de dejarnos nos regaló va­ rias tortas de cazabe. Mi compañero trajo objetos etnográficos muy hermosos: collares de dientes, pulse­ ras de cabellos, guayucos de india bordados de perlas y con dibujos muy curiosos, ces­ tas de todas las formas más graciosas, principalmente púas, paneras redondas. Estas cestas muestran una labor muy delicada, su tejido de fibras de palmas de diferentes colores dibuja formas geométricas muy variadas, admirablemente compuestas. Los indios mariquitares son verdaderos artistas en este tipo de labores. Estoy muy cansado, tengo fiebre y me duermo de inmediato. 2 D E D IC IE M B R E

Me despierto empapado en sudor, cosa que me corta la fiebre. Después del café trasladamos bajo la carroza los componentes del campamento. Esta mañana desayuno pereza; Chaffanjon hizo que guardaran mi parte, que no pude comer anoche por mi estado febril. Cuando desmontaron la tienda de campaña, el aspecto del lugar cambió enseguida. Dejó de ser mi hogar, ese lugarcito íntimo donde, de no ser por los dos pri­ meros días de lluvia, habría pasado seis días bastante buenos. Con todo, dejo con pesar ese rinconcito malsano, pues aunque temblé de fiebre y pasé hambre, también viví ho­ ras muy dulces, a solas conmigo mismo. Allí experimenté muchas alegrías interiores y dejé tantos pensamientos, tantas esperanzas, tuve tantos momentos de ocio para de­ jar que mi imaginación flotara hasta mi país querido, que dejo allí parte de mi corazón. A las ocho doblamos por el pequeño caño y entramos al Orinoco. ¡Cómo corre la curiara, parece tener alas! En las manos de mis cuatro remeros, los canaletes parecen tan ligeros como plumas. ¡Cómo avanzamos! ¡Bravo, por los hombres! Les regalo piñas1 y hojas de tabaco maquiritare traídas por Chaffanjon. Me fabrico excelentes tabacos, que es una manera de hacer estornudar a los mosquitos. Tenemos cuatro hombres más; en total son trece repartidos así: cuatro remeros y Chacón al timón en mi curiara, y siete remeros y Manuel Luis al timón en la de Chaffanjon. Con nosotros dos, somos quince — quince bocas de buen diente, y es ma­ ravilloso pensar que vamos a conseguir alimentos para todos— . Al costear la ribera, oímos el vagido de una danta (tapir). Yo bajé de inmediato a tierra, o más bien subí a la selva que se eleva sobre la margen. Pedro, el negro zambo, tan pintoresco con su pañue­ lo amarillo en torno al cuello, me acompaña. Mientras mi curiara seguía avanzando, nosotros caminamos durante una hora bajo la cúpula umbrosa de la selva, sin alejarnos demasiado de la orilla del río. Seguimos la pista a muchas huellas, pero no vimos ningún tapir ni animal alguno digno de una bala. En cambio, vimos unos pájaros espléndidos que volaban por encima de noso­ tros — todos los tesoros de Golconda se desplegaban en sus alas— . 362


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La curiara nos esperaba junto a un barranco de más de tres metros de alto; unas raíces fuera de tierra nos permitieron bajar hasta la orilla. Frente a nosotros, precedida por unos cerros bajos, la larga y alta cima del cerro Duida se pierde entre las nubes. El Orinoco, aquí, es apenas tan grande como nuestro viejo Saona. Desde lejos, avizoramos la boca del Casiquiare. Chaffanjon enarbola nues­ tra banderita tricolor y la pone encima de su carroza, donde ondea orgullosa. Sus tres colores resplandecen con el fondo de verdor, y verla aviva la esperanza y renueva el coraje. El cerro Duida todavía a nuestra derecha, margen izquierda ¡y he aquí la boca del Casiquiare! No tiene más de treinta o cuarenta metros y la pasamos rápida­ mente, sin detenernos. La saludamos al pasar con la esperanza de detenernos al re­ greso. Su orilla, después del próximo recodo, se destaca sobre un cielo ligeramente dorado. Ya son las cinco y media, pronto caerá la noche. En verdad la boca del Casiquiare se parece a la de los demás caños y sólo difiere por su corriente que corre a la inversa: el Orinoco le da sus aguas, en vez de recibirlas. El Casiquiare, por lo tan­ to, no es más que un brazo del Orinoco. Al encontrar el río una salida más abajo de su nivel, reparte sus aguas allí para ir a arrojarlas a trescientos o cuatrocientos kiló­ metros más allá en el río Negro, afluente del Amazonas. Es un fenómeno único este largo canal que enlaza el Orinoco con el Amazonas permitiendo así a los comercian­ tes importar y exportar productos de Brasil a Venezuela y viceversa, e intercambiarlos por mercancías europeas. Los comerciantes no van más arriba por el Orinoco, todos entran por el Casiquiare y rara vez llegan hasta La Esmeralda, a uno o dos días río arriba, que está fuera de su ruta comercial. De modo que a partir de aquí nos topamos con la naturaleza virgen de todo contacto con la civilización. El cerro Duida, siempre río arriba en la margen dere­ cha (a nuestra izquierda), enrojece con los rayos del poniente y una efímera corona de cúmulos dorados oculta su cima. Casi no tenemos noche, pues a los últimos rayos del día los reemplaza la claridad de la luna. El torso desnudo de mis cuatro remeros brilla plateado bajo el ojo frío y azula­ do de la luna; en tanto, las partes que quedan en la sombra guardan aún los tonos cálidos del poniente. Admiro el movimiento uniforme de sus músculos. ¡Qué buena lección de anatomía! Evoco el entusiasmo de nuestro excelente profesor Léon Tripier ante tan bellas contracciones musculares. “Vean este músculo — diría— , es tan protuberante, que si tuviese un bisturí, podría hacerlo saltar sin ver”. Todavía tengo en mente el mo­ delo que manipulaba. A las siete y media nos detuvimos en la margen derecha y desembarcamos en la piedra Matamata; el río del mismo nombre está a unos metros más arriba. Unas gran­ des rocas redondeadas, pulidas por el agua, ofrecen buenas laderas lisas que invitan a descansar. Todavía están tibias por los brillantes rayos del sol. Aunque son más duras, 363


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sn* “Marineros” Grafito sobre papel • 3 de diciembre de 1886


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se duerme tan bien sobre ellas como sobre el piso. Pasamos allí muy buenas noches, en una suave tibieza, cuando no llueve. Ello descansa de las frías noches de la selva. 3 DE D I C I E M B R E

Café a las tres de la mañana y de inmediato la partida. Todo estaba oscuro y hasta el propio cielo estaba cubierto por una inmensa nube gris. Los remeros se des­ tacaban confusamente contra él, de un tono gris más intenso, como en medio de una neblina. Cuando las primeras luces del día aparecieron más allá de la orilla opuesta, esa débil claridad comprimida entre el cielo gris y la oscura silueta de la selva lejana me hizo el efecto de un incendio en el horizonte. La línea luminosa se fue acentuando y luego se fundió con el gris. La silueta de los remeros se dibujó más nítidamente y cuando ya yo comenzaba a distinguir la diferencia entre el color del torso moreno de Pedro, mestizo negro, y el de los indios de un hermoso rojo cobrizo, la luz del día nos envolvió descolo­ rida y triste. La nube reventó sobre nosotros y ese día no hubo salida del sol. A las once, como había dejado de llover y los estómagos crujían, desembarcamos en una roca cerca del cerro Pava, a doscientos metros, río abajo, de la isla de Guaraco. Des­ de las tres de la mañana hasta las once, los indios no han dejado de remar. Un copioso sancocho de garzas y paujís desaparece rápido. Dos horas más tarde ya estamos frente al cerro Terecay. Río arriba, el Orinoco recobra una anchura de más de un kilómetro. A nuestra derecha, la isla de Cuca — no hay un arbusto ni una liana que no esté enlazada a una planta de vainilla— . ¡Qué producción! ¡Si se explotase esa liana-orquídea! Y pensar que nuestra vieja Europa está abarrotada de gente y que este país maravilloso, falto de habitantes, desprovisto de brazos, es incapaz de explotar los inmensos recursos, las incalculables riquezas de esta selva virgen. Si el obrero de la ciudad, esclavo de la fábrica, supiese que aquí podría trabajar en libertad y junto a los inmigrantes cam­ pesinos y trabajadores forestales, deseosos de hacer bien las cosas, todos juntos obra­ rían milagros. No sólo cosecharían grandes fortunas rápidamente, sino también harían una la­ bor humanitaria al dar a la industria, a la agricultura y al comercio un vasto país fértil, saneado, donde el mundo civilizado podría surtirse a voluntad. La verdadera e inagota­ ble mina de oro es la selva, ella es el famoso Dorado que presentían los primeros con­ quistadores, aunque sus valientes y vanos esfuerzos se agotaron vanamente en busca de un legendario y quimérico becerro de oro. ¿Y quién sabe qué hay en el subsuelo de estas vastas regiones? Están cubiertas de tantas riquezas vegetales, que debe ser tan rico como la superficie y debe guardar bajo

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ella grandes extensiones de bosques fosilizados. Los exploradores y los ingenieros son tan dueños de su porvenir como los cultivadores. ¡Son fondos lo que falta aquí...!12 Bordeamos la margen izquierda. Pedro me señala con el dedo el caño Sodomoni, en la margen derecha, pero la anchura del río me impide verlo. Algunos instantes después de las cuatro y media, pasamos ante el caño Chiurimone; al anochecer ya estamos ante las rocas Cunabayin. Avanzamos bajo la pálida claridad de la luna. Un ligero vapor atenuaba la luz, cuando hacia las siete y media llegamos a una pequeña bahía natural donde sólo una curiara rota sumergida daba fe de que esta ensenada había servido de desembarcadero. En efecto, estamos en La Esmeralda. La ribera está desbrozada por encima de la orilla. Hicieron un ancho boquete en los arbustos que bordean el río. Por fin voy a ver ese pueblo de nombre tan sugerente. Trepo el barranco de la orilla y me quedo maravi­ llado: la luz de la luna, demasiado débil, lo envuelve todo con una ligera niebla; no dis­ tingo los detalles, pero el conjunto es imponente. En un cielo opalino, aún coloreado de lila por la pálida lumbre del poniente, se dibuja el majestuoso lomo del cerro Duida, que, como una esfinge agazapada, contempla el infinito por encima de las crestas de los cerros que rodean el horizonte. Una sabana cubierta de hierbas altas se extiende desde el río hasta el pie de los cerros. En el centro se distinguen débilmente las man­ chas oscuras de las casas del pueblo. Un senderito húmedo lleva hasta él. Armados con el mechón, tomamos el sendero y las altas gramíneas empapadas por la lluvia del día nos azotan las piernas. Después de cinco a seis minutos llegamos a las primeras casas. Nos quedamos estupefactos: están vacías, no hay nadie. Algunos objetos de uso diario están aún allí tal como los dejaron los habitantes al marcharse para el Casiquiare, hace unos diez días, afirman nuestros propios indios mariquitares. Después de una larga inspección de la primera casa, visitamos todas las demás — cosa que no nos costó mucho trabajo, ya que este pueblo maquiritare está com­ puesto de cinco casas— . Las dos primeras están frente al río; a unos sesenta metros más allá está la del jefe, y un poco más cerca, las otras dos. Entre estas dos últimas y los cerros que rodean la sabana hay un pequeño conuco arruinado. Cuando les escribí desde San Fernando que este era un pueblo importante, me sus­ tentaba en Codazzi que, en su mapa de Venezuela (el único que tenemos), señala La Esmeralda como una capital13. En la época de las misiones, este pueblo debió ser muy importante, dada su situación privilegiada. Hoy no es más que un caserío maquiritare, compuesto de cinco buenas casas, sólidamente construidas con todas las comodidades deseables para este lugar; parecen muy sanas. Los muros son de tierra, relativamente muy altos, los techos de paja muy bien condicionados de palma de chiquichique; en el interior, hay una especie de cielo raso hecho con vigas de troncos de macanilla espinosa

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LA P A R T ID A DE C IU D A D B O LÍV A R H A C IA EL ALTO O R IN O C O

para resguardar de la humedad. El piso es bastante seco. Las casas están situadas para­ lelas unas a otras, y paralelas al río. Tienen dos puertas una frente a otra, una que mira hacia el Sur, con vista al río, y la otra que da al Norte hacia los cerritos. Chaffanjon piensa mañana en la mañana reservarse el derecho de obtener, para el Museo Etnográfico del Trocadero, un carcaj maravillosamente tejido, lleno de dardos envenenados con curare que los indios lanzan tan hábilmente con su cerbatana. La cerbatana es un tubo de bambú de dos a tres metros de largo, hecho con una especie de bambú sin costuras. En vez de pasar la noche, como Chaffanjon, en una de las casas cerradas, donde temo agarrar otra vez niguas, me voy a dormir a mi curiara. Por otro lado, no hace falta que nos alejemos los dos. Cenamos cazabe. 4 DE D I C I E M B R E

Mientras que en el fondo del barranco los hombres preparan el café, con Chaffanjon, ya de regreso del puerto, contemplamos desde lo alto de la ribera el paisaje visto ayer tan vagamente. Estamos dándole la espalda al río, mirando hacia el norte, y tenemos ante nosotros una sabana de unos seiscientos a setecientos metros de profundidad, en medio de la cual, como les dije ayer, hay cinco casas anidadas entre las altas hierbas. Esta llanura está rodeada desde el nordeste hasta el noroeste por una ondulación de pequeñas colinas de crestas abruptas, dentadas, cuyas ondas decrecientes van a per­ derse gradualmente hacia el noroeste, como si las aplastara la masa gigantesca, de más de dos mil metros de alto, del cerro Duida. Hacia el nordeste, más allá de los cerritos dentados que terminan bruscamente en el cerrito Zamuro, de unos cien metros de altura, se descubre una vasta extensión y varios montes a lo lejos, entre ellos, el cerro León14. En una de las crestas de este recinto rocoso que limita la sabana, se alza el tronco de una cruz ligeramente inclinado que evoca la antigua misión. Tres bosquecillos de palmas yaguas están diseminados al pie de la colina. Todo este conjunto forma un maravilloso circo cuyas primeras tribunas son las colinas rocosas y el “palco”, la cima del Duida, a menudo entre nubes. Los indios aseguran que en ciertas épocas se ven llamas en su cima. ¿Será volcánico? Como el pueblo está desierto, es inútil permanecer aquí por más tiempo. Al regreso nos detendremos el tiempo necesario para hacer apuntes y fotografías de este hermo­ so lugar, un sitio geográfico de gran importancia. Vamos a hacer una observación astronómica y nos marchamos de inmediato. Son las seis y media. A Chaffanjon le hubiese gustado mucho encontrar una esmeralda para confirmar que La Esmeralda merefie su nombre.

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‘Desde La Esmeralda hasta isla Cabirima” Tinta sobre papel


LA P A R T ID A D E C IU D A D B O L ÍV A R H A C IA EL ALTO O R JN O C O

Los marineros cogen de paso unas espléndidas flores rojas y rosadas (larga inflorescencia en forma de espiga con la corola blanca, como nuestra bella vulneraria). Con un solo tallo de esta planta, los mariquitares, como los romanos de la decadencia, se rodean la frente con una magnífica corona encarnada que produce un efecto muy hermoso sobre su cabellera negra azulada. Mientras yo realizaba un rápido apunte de esta flor, me señalaron a unos metros delante de nosotros una larga estela en el río: ¡una culebra de agua!*. Sólo se veía una fina cabeza chata de serpiente que se dirigía hacia la orilla. Se lanzó sobre una raíz y se metió en la selva saltando de rama en rama. Esta joven boa medía al menos cuatro metros de largo y era del grosor de un puño, amarilla por la parte del vientre y con escamas negras por el lomo. De la parte media del cuerpo hasta la cola se iba abusando. Chacón intentó dispararle con su famosa escopeta, pero falló dos veces. Yo espera­ ba que le atinara al menos una vez de dos, pues no quería gastar un cartucho de bala mío. Siempre resulta sorprendente y muy curioso ver a un animal, reptil u otro, pasar libremente ante el hombre, escapar de él y seguir siendo el dueño de la selva. La mímica de los indios es tan expresiva como la de los sordomudos, pero con mo­ vimientos lentos. A menudo, sin decir palabra, se quedan con el brazo extendido por largo rato haciendo una mueca característica muy acentuada. A las doce echamos las amarras en la desembocadura de dos ríos: el Iguapo y un caño pequeñito sin nombre. Otra vez, desde allí, Chaffanjon va a subir por el río hasta el pueblo indio Iguapo para reclutar, si es posible, a algunos hombres. Quería llevarme consigo, pero el temor de dejar mi curiara, mis materiales de dibujo y mis estudios al cuidado de Chacón y de un indio, hizo que me rehusara. No obstante, me gustaría tan­ to ver un pueblo indio habitado, ver a los mariquitares en su ambiente, con su modo de vida, tan distinta a la manera de vivir de nuestros marineros que se ven obligados a adoptar nuestro tipo de vida y, por lo tanto, no son libres ni naturales. Para ir más rápido, Chaffanjon se ha llevado la mayor parte de la tripulación, y yo me he quedado como guardián de nuestro equipaje con un indio y el gran Chacón. Acabo de advertirle a ese gran holgazán de Chacón que tiene que reaccionar contra su habitual pereza y hay que ver cuán atento se ha vuelto. Buscamos unas lombrices con las que cogimos unos pececitos para carnada de los anzuelos y en la noche, pese a la amenaza de un chubasco, nos metimos en medio de la desembocadura del caño a pes­ car. Al cabo de dos horas ya habíamos capturado dos laulaus, enormes renacuajos de unos 80 centímetros de largo y al menos 25 de ancho; la sola cabeza es casi tan volumi­ nosa como el cuerpo, una verdadera cabeza de buey. A las nueve, volvimos a la ribera, colgamos las hamacas y pasé una buena noche, sin frío y sin fiebre, como hace tiempo no me sucedía.

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Temprano en la mañana me adentré en la selva y traje de vuelta plantas y hojas de formas muy variadas. Durante toda la mañana les tomé la impronta al carboncillo. Es un trabajo enervante y cansón. Mi compañero ya está de vuelta a las doce. Trae consigo dos hombres más y una curiarita con la cual podremos atrapar rayas, cazar y pescar. Nada sobresaliente en su viaje. Chaffanjon y los hombres de la tripulación se comen gustosos los dos laulaus que yo encuentro execrables, pese a que los asaron. En cuanto los hombres terminaron de comer, partimos. Ya son las tres. Unos calambres muy dolorosos en manos y pies hacen que me retuerza, pero afortunadamente duran poco. Dos horas más tarde desembarcamos en una orilla rocosa, en la margen izquierda, frente a la isla Cabirima. AUí, en un lugar donde han derribado algunos árboles cuyos troncos cortados emergen por doquier, se alza una vasta y cómoda edificación abierta, a unos pasos de la orilla. Es la choza del ex capitán de La Esmeralda, el indio baré Caricupu. Vive allí con unas mujeres y unos niños muy medrosos y salvajes. El capitán nos ofrece hospedarnos en su cómodo rancho, últimos vestigios de semicivilización. Acep­ tamos gustosos, colgamos las hamacas y, envueltos en nuestros mosquiterosa, vamos a pasar una buena noche al abrigo de la intemperie y de los infernales mosquitos, ¡ese perpetuo tormento del que no debería hablar más por despreciables y odiosos! ¡Cada vez son más abundantes y terribles! Violenta tempestad durante gran parte de la noche. Los dos indios de Iguapo apro­ vecharon esto para huir llevándose la curiarita. Desde ahora en adelante, para evitar cualquier deserción, vamos a estar alerta y a montar guardia por turnos en la curiara. 6 DE D IC IE M B R E

Para compensarnos, el capitán Caricupu nos ofrece cuatro hombres y una curiarita. Aquí se va a efectuar un cambio de curiara. Cuatro de los hombres, como habíamos convenido de antemano, se van a marchar: Ricardo y el hijo de Manuel Asunción con sus dos compañeros, el zambo Pedro y José Antonio — el taimado maquiritare, dema­ siado venezolano— . Los cuatro van a regresar a sus labores de antes. Con los dos hombres que se escaparon anoche, contamos ya con seis menos. Como aquí sólo conseguimos cuatro, con lo cual no tenemos suficientes remeros para dos curiaras grandes, decidimos subir a las fuentes con una sola, la de Ricardo, la más gran­ de de las dos. Entretanto, Ricardo y sus tres compañeros van a bajar por el río con mi curiara y todos nuestros documentos. 370


LA PARTI D A DE C IU D A D BO LÍV A R H A C IA El. Al.TO O R IN O C O

De inmediato, pese a la lluvia, trasladamos a mi curiara y metimos bajo la carro­ za todo lo que hemos recogido y anotado a lo largo del camino: las colecciones, el herbario, materiales, dibujos, improntas de plantas, apuntes, escritos, observacio­ nes astronómicas, así como algunos objetos considerados superfluos para nuestra travesía. El negro Ricardo y sus tres compañeros llevan todo el fruto de nuestro viaje. Los miro alejarse con confianza, ya volveremos a encontrarlo todo al regre­ so. Y si es que no regresamos, Ricardo tiene las instrucciones necesarias para hacer llegar todo eso a San Fernando y de allí a Ciudad Bolívar. ¡Buen viaje, Ricardo! Llueve toda la mañana. Chacón nos cuenta que aquí, en una espesura de la selva, está el refugio de los ase­ sinos y forajidos de los que nos habló el Gobernador Guadalupe, y que entre los cuatro hombres nuevos con que contamos se halla el asesino Justo Caripucu, el propio herma­ no del capitán, otro hermano más joven y su viejo padre, un alto y erguido anciano de ojos astutos y con barba. En lugar de convertirnos en justicieros, nos sentimos muy satisfechos de tenerlos y emplearlos. Es Chaffanjon quien trata con ellos, pero ahora sí habrá que estar alerta y no dormir los dos al mismo tiempo. El viejo indio Caripucu conoce al parecer el Alto Orinoco hasta el raudal de los Guaharibos. Llegó hasta allí buscando los famosos cocos de yuvías o juvias. Este es el enorme coco de la Bertholletia excelsa: una membrana espesa recubre su concha esféri­ ca del tamaño de un melón pequeño. Esta concha, tres veces más voluminosa, gruesa y dura que la del coco común, encierra una veintena de almendras triangulares. En Fran­ cia las conocemos con el nombre de nuez de América o nuez de Brasil, y yo de niño las comía con deleite sin imaginar que provenían de una región remota e inexplorada que algún día iba a conocer. Todos los años, más o menos en mayo, época en que maduran estos frutos, el viejo Caripucu, acompañado de dos de sus hijos, se adentra lo más posible río arriba en bus­ ca de este preciado alimento tan abundante allí. Por consiguiente, va a sernos muy útil como guía y por las informaciones que pueda darnos. Antes de la partida, como ya había escampado, Chaffanjon toma una fotografía de la tripulación de la curiara grande, conmigo de pie ante la carroza. Yo, a la vez, lo foto­ grafío a él con dos indios, Justo y su hermano. Partimos. Ahora somos trece, once en la curiara grande: ocho remeros, el viejo guía y nosotros dos. Dos en la curiarita: Justo y Chacón como cazadores y pescadores. Luis Manuel, el antiguo timonel, y Angelo están entre los remeros. Dejamos el puerto Cabirima a las once. Ricardo ha de estar ya lejos. A nuestra dere­ cha, en la margen izquierda, queda el caño Cabirima a unos cien metros de la choza, luego el cerro Terecay; un poco más arriba pasamos ante el caño Carito. A una hora de allí, en la margen derecha, el cerro Morichal y luego el caño del mismo nombre. 371


Desde isla Cabirima hasta caño Chigüire" Tinta sobre papel


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Pasamos la noche en la desembocadura del caño Manecurapi, en la margen dere­ cha, casi frente al cerro Tigre y el arroyo del mismo nombre, en la otra margen. Duermo bajo la carroza. ¡Ah, los mosquitos! A la luz de la luna, los hombres pescaron una raya y un laulau enorme. Como en todo el día no habíamos ingerido más que una sopa de arroz — a las seis— , al desembarcar aquí, volvimos a hacer otro sancocho a las diez, con la cabeza de un laulau. Todo el mundo se levantó y comió con gusto. 7 DE D I C I E M B R E

Alzamos el ancla muy temprano en la mañana. A las ocho bordeamos la isla Yao, la última río arriba en el Orinoco, según Chaffanjon. Vemos el cerro del mismo nombre. Después de esta isla, el río se estrecha de repente y luego retoma su anchura media de 150 metros, aproximadamente. Luego viene el caño Chigüire y el cerro del mismo nom­ bre, que el mapa de Codazzi sitúa río arriba del Padamo. Esperamos ver pronto la des­ embocadura de este río. Desembarcamos frente a Raudalito para almorzar. A las tres y media ya estamos en la piedra Paripari y a las cuatro en la boca del río Padamo — río tan importante como el Orinoco en su confluencia, por la margen derecha. A las cinco entramos en el caño Perro de Agua donde pasamos la noche en una de sus orillas. He tenido fiebre toda la tarde y en la noche muchos sudores. 8 DE D I C I E M B R E

El primer caño que encontramos esta mañana es el Ijuepu, en la margen derecha. Como ya no tiene el gran caudal del Padamo, el río se estrecha más y más, ya no tiene sino cien o ciento veinte metros de ancho. Nos deslizamos entre dos altas riberas de vegetación intensa. De cuando en cuando emergen partes rocosas del tupido verdor. Todas estas rocas tienen nombres dados por los indios; el viejo baré Caripucu nos seña­ la las más importantes: la piedra Iguana, en la margen izquierda, la piedra del Mono, y más allá la laja Morrocoya, en la margen derecha. En medio de esta exuberante vegetación, estas rocas son como hitos kilométricos sembrados a lo largo del camino. A las once desembarcamos para hacer el sancocho en la boca del caño de la Ceiba. La mayor parte de nuestros remeros indios tienen manchas de albinismo15; si uno viese solamente estas manchas, los tomaría por blancos, pero al ver sus caras, no hay posibilidad de equivocarse: tienen una faz chata, los pómulos sahentes, rasgos duros, hasta hoscos, con una expresión en la que se mezclan el temor, la desconfianza y la melancolía. Más salvajes que nuestros desertores banivas, nos evitan. El benjamín, el 373


“Chanffajon en la curiara pequeña” Fotografiado por Auguste Morisot el 6 de diciembre de 1886


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joven Ramón, es el único que no nos tiene miedo y no nos huye, por el contrario, busca las ocasiones de instruirse, de sernos útil. Sus rasgos son más finos que los de sus com­ pañeros — es un joven maquiritare de unos quince a dieciséis años, muy ingenioso, inteligente, de mirada vivaz, franca, abierto a las cosas nuevas y desconocidas para él, se interesa por todo, hasta por los dibujos e improntas de plantas— . Cuando yo le digo: “Tú vas a ser cacique16 de tu tribu algún día”, se ríe mostrando sus hermosos dientes y asintiendo con la cabeza. A las nueve y media pasamos la boca del río Ocamo, menor que la del Padamo, y de allí en adelante el Orinoco tiene apenas de ochenta a cien metros de ancho. En la mar­ gen izquierda nos topamos con la piedra Cocuje y más arriba con el caño Chigüire. A partir de este punto el río se angosta sensiblemente y no tiene más de sesenta metros de ancho. Dormimos en la barranca Calera. Esta noche, según recuerdo, es una fiesta religiosa en Lyon17, con grandes ilumina­ ciones. Si el cielo está claro y no hay niebla, ustedes, sin duda, estarán entre la multitud de devotos y escépticos que, a lo largo del Saona, desfila ante Fourviéres encendida. Sin embargo, en las calles radiantes de luz, cuántos faroles encendidos sin convicción, por puro mercantilismo. Tantas luces esconden muchas sombras: intereses políticos u otros que nada tienen que ver con la religión. Avalancha desenfrenada de agua toda la noche. Dormí en la hamaca entre dos ár­ boles. ¡Mosquitero y manta empapados! 9 DE D I C I E M B R E

Esta mañana avanzamos un buen rato sin encontrar nada digno de ser señalado, sólo un simple cañito sin nombre en la margen derecha. Ahora, como somos dos en la misma embarcación, he vuelto a tomar mi puesto habitual de observación sobre la carroza, en tanto que Chaffanjon, de pie junto al arco, sigue minuciosamente, con una brújula en la mano, el curso del río. Esta curiara grande es casi tan larga como nuestra primera falca, aunque mucho menos ancha y, por lo tanto, la carroza es mucho más estrecha, de modo que sólo la lluvia nos hace meternos debajo a los dos a la vez. Esto resulta muy incómodo por la estrechez del espacio y uno de los dos tiene que sacrificarse siempre... también hay menos libertad para pensar... Nos deslizamos veloces, demasiado veloces para mi gusto, ante unas altas y hermo­ sas riberas boscosas. La vegetación se vuelve más y más exuberante; la majestuosidad de la selva, más imponente. Enormes masas de vegetación de follaje múltiple se alzan hacia el cielo luminoso. Las lianas serpentinas mezclan sus hojas tiernas y sus flores de oro y púrpura con el 375


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verde oscuro y variado de los grandes árboles seculares. Algunos son extraños y están cubiertos de flores inasequibles. Uno, sobre todo, resulta particularmente curioso: un inmenso parasol con zonas de hojas horizontales (como el cedro) que forman masas separadas unas de otras, de donde cuelgan bajo cada hoja flores que forman verdade­ ros flecos con pompones granates balanceados en el extremo de un largo tallo. Qué lástima tener que pasar tan rápido sin detenerse. Los estudios de las flores se sacrifican ante la meta que hay que alcanzar: ¡las fuentes! Los mariquitares se vuelven cada vez más taciturnos, ¿qué estarán tramando? Ahora que penetramos cada día más en el terreno enemigo al que tanto temen, no podemos abusar mucho de su buena voluntad. Lo principal es avanzar rápido, lo más lejos posible, antes de que se apodere de ellos el miedo y los haga huir. Tanto peor por las flores y los dibujos. Desembarcamos para el sancocho casi siempre en una zona pelada, rocosa, donde casi no hay plantas. Las que la casualidad pone a mi alcance no se comparan con las que tengo que dejar pasar. Bajo el dardo ardiente de los mosquitos sólo puedo hacer apun­ tes rápidos. El río, muy sinuoso ahora, aunque alimentado por las lluvias recientes, se estrecha hasta no tener más de una cincuentena de metros de ancho en algunos puntos. A las ocho, dejamos atrás la piedra Mucurunabi, en la margen derecha. A las diez ya estamos en la piedra Mapaya, un bloque triangular que emerge del agua, moteada de depósitos negruzcos que tienen la forma de la palma mapaya. Para el indio todo se vuelve imagen. El Orinoco se estrecha mucho, ya no tiene más de treinta metros de ancho. Por momentos se ensancha. Nos detenemos a almorzar en la barranca3Hormiga. Los indios van a la selva a buscar cautelosamente leña. No se alejan demasiado; de cuando en cuando imitan silbando el grito de un pájaro, señal muy particular. Este silbido suena menos dulce en mis oídos que las cuatro notas de la señal con que mis amigos y yo nos llamábamos cuando hacíamos excursiones en la montaña boscosa de la Cartuja de Portes. ¡Qué emoción si pudiera oír esas cuatro notas! Después del sancocho, del que dimos cuenta en un santiamén, pasamos frente a la barranca' Morocota, en la margen derecha. De lejos se divisa el cerro Ocamo, en la misma margen, a cuyo pie, según el viejo Caricupu, está la fuente del río del mismo nombre. Mientras veo pasar las barrancas, esbozo un retrato de mi sobrinita que pienso pintar en cuanto regrese a Francia. Tengo sed de pintar. A las cinco atravesamos la pequeña boca del caño Mora, en la margen derecha. El río se ha ensanchado hasta unos ochenta a cien metros. En la noche desembarcamos en un ligero claro en la espesura donde hay tres ranchitosa, tres refugios de hojas colocadas sobre cuatro estacas. En la estación ante­ rior, el viejo Caricupu y sus dos hijos los construyeron para acampar cuando vinieron a 376


ÍA P A R T ID A D E C IU D A D B O L IV A R H A C IA EL ALTO O R IN O C O

aprovisionarse de yuvías. Chaffanjon y yo dormimos cada cual en uno de esos ranchitas que están en bastante buen estado aunque hechos a la carrera hace unos seis meses. Lluvia diluviana desde la media noche hasta la mañana. El río vuelve a crecer. 10 DE D I C I E M B R E

Desde esta mañana costeamos la barranca Yukira, pequeño banco en la margen derecha. Poco después nos topamos con la boca del caño Atapo, en la margen izquierda. Ante nosotros se divisa el cerro Yunamo. Nos vemos obligados a fumar constantemente para defendernos de los mosquitos; los trapos no bastan para ahuyentarlos. Lo de fumar no resulta nada desagradable, pues el tabaco maquiritare es excelente, nos hacemos cigarros deliciosos. A las once y media cruzamos ante la piedra Budare, frente al cerro Yunamo. A las doce estamos en la confluencia del río Mavaca, en la margen izquierda (según el mapa de Codazzi deberíamos haberlo pasado un día antes). Caza infructuosa, ¡pobres cazadores! Eíacen el sancocho de arroz al abrigo de un techo de anchas hojas de platanilla; es un ranchito construido por el viejo guía cuando merodeaba por allí en busca de yuvías. Nunca se ha atrevido a ir más arriba, según afirma, y ya no conoce la región. Es una farsa, nos está mintiendo. Tendremos que prescindir de sus informaciones. Un gran miedo se ha apoderado de la mayor parte de los mariquitares; ningún indio de su tribu ha pasado nunca más allá del Padamo, de modo que su mayor deseo es devolverse y da la impresión de que están conspirando. Pero nosotros no los vamos a perder de vista y desde esta noche vamos a montar guar­ dia por turnos con el revólver en la cintura. A las cuatro y media, bordeamos la barranca Jue (nombrada por Chaffanjon) y a las cinco y media nos detenemos en el primer claro en la espesura para pasar la noche. En estas tupidas frondas de las altas barrancas inaccesibles, los claros en la espesura son escasos. Fiebre, mucho frío y titiritar violento. Dormí en la curiara, la mejor manera de vigi­ lar a los hombres. Me desperté más de diez veces durante la noche. Nada sospechoso y esta mañana todo el mundo está completo. 11 DE D I C I E M B R E

Algunos momentos después de la partida nos deslizamos frente a la piedra Cucurita, nombrada por Chaffanjon; cuando a las nueve pasamos delante de la boca del caño Manaviche, el viejo indio se delató al nombrarlo. Sí conoce esta región, pero su natura­ leza de indio lo lleva instintivamente a mentirles a los blancos. De ahora en adelante le vamos a halar las orejas para que nos suelte algunos nombres. 377


A ‘Desde Barranca Calera hasta Piedra Yamanaquira' Tinta sobre papel


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El río sigue teniendo de cincuenta a sesenta metros de ancho. Las riberas, aún inabordables e impenetrables, son de una vegetación muy variada. Esperamos encon­ trar una abertura que nos permita subir hacia la selva para hacer el sancocho. Tres dantas bajaban por el río delante de la embarcación. Nos dirigimos hacia ellas e hici­ mos dos disparos contra la más grande; pasó por debajo de la curiara y casi nos hace zozobrar. Quizá se ahogó o sólo quedó herida (como las dantas tienen la propiedad de caminar bajo el agua, nos fue imposible encontrarla)18. Las otras dos huyeron en el ínterin. Por fin un claro en la espesura nos permite echar las amarras y hacer el sancocho. Dos báquiros (pécaris) merodean por las cercanías, pero nos es imposible verlos. Nuestros guías descubren con terror un sendero de guaharibos. Corremos a exami­ narlo, pero se trata de viejas huellas; unas ramas cortadas a medio cuerpo demues­ tran que los que pasaron por allí no tienen instrumento filoso alguno. Chaffanjon se cobra un marimonda, gran mono pardo de brazos muy largos y cola prensil. Abunda la caza. La anchura del río varía a menudo entre cuarenta y cien metros. En la estación seca, en febrero, esta parte del río está casi seca. A las cinco ponemos pie en tierra en la pequeña playa Camenurame donde podría­ mos pasar la noche si no fuese tan húmeda. Está a ras del agua. A las cinco y media, como no encontramos un lugar favorable, nos abrimos un claro en la selva a machetazos y colgamos las hamacas mientras los hombres hacen el sancocho. Ponemos el gran mono sobre una troja, especie de parrilla hecha de ramas trans­ versales sostenidas por cuatro palos encima de las brasas. Tostado y desecado, el cua­ drúmano tiene todo el aspecto de un niño momificado y, en verdad, no resulta muy apetitoso — de allí al canibalismo no hay más que un paso— . Estuve de guardia hasta las doce, meciéndome en la hamaca. Muy cerca de no­ sotros se desmoronaban enormes barrancos; unos árboles gigantes inclinados so­ bre el río, con las raíces socavadas por las crecidas, se desplomaban con un horrible ruido de trueno al que sucedía un silencio de muerte. Durante un buen rato, todos los ruidos de la selva nocturna se iban apagando; luego, gradualmente, los susurros, los rumores, los gritos de animales se iban amplificando. Afortunadamente unos siniestros crujidos advierten unos segundos antes la caída de estos gigantes, sin lo cual la curiara y la tripulación que pasase en ese momento quedarían inexorable­ mente aplastadas. Chaffanjon se encargó de la guardia desde la doce hasta las cinco de la mañana, la hora de la partida.

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Mi pequeño almanaque me dice que es domingo, día de reunión de los amigos en la calle Rachais. Me asocio en pensamiento a la alegría de todos, ojalá que pueda servir de consuelo al ausente. Después de avanzar toda la mañana, nos topamos a las once con la piedra Curare, en la margen izquierda. Hoy, que reemplazamos al mal cazador Chacón en la curiarita y lo pusimos entre los remeros, Justo y su nuevo compañero nos aprovisionan muy ampliamente. Tenemos en el menú tres grandes monos marimondas, tres paujís, gallináceas del tamaño de un pavo, y quizá traigan más caza antes del almuerzo. En efecto, traen una tortuga terecay. Almorzamos en la margen izquierda, casi enfrente de la piedra Yumaraquín, a unos pocos metros río arriba. A las cuatro llegamos al raudal Yumaraquín, rápido encerrado entre dos riberas muy altas. Gracias a la nueva crecida ocasionada por las recientes lluvias atravesamos el obstáculo sin mucha dificultad. Las altas barrancas están bor­ deadas de bosques aún más impenetrables y tupidos que los vistos hasta ahora. Son espléndidos, la selva virgen en toda la acepción de la palabra. Altos muros de verdor donde árboles gigantescos de todas las especies forman cúpulas compactas, mientras otros despliegan elegantes ramajes por encima de la masa boscosa. Algunas palmas cucuritas, yaguas, teritas y platanillas, una de cuyas hojas puede cubrir a un hombre, se abren camino en medio de esta inmensa vegetación. Las anchas hojas recortadas en forma de patas del árbol cañón contrastan con otras hojas redondas, enlazadas y en­ tretejidas todas por lianas y plantas trepadoras de follaje múltiple y extraño. Aquí y allá, unos troncos blancos moteados se alzan como un haz luminoso en el cielo ensombrecido por un verdor de tonos armoniosos y variados. Un poco más arriba, el caño Yamaraquín, en la margen izquierda. Nos detenemos río arriba de este caño para pasar la noche. Son apenas las cinco. En cuanto ponen pie en tierra, los hombres des­ brozan la barranca a machetazos y luego se ocupan del cocimiento y conservación de las presas de caza. Es un procedimiento muy simple, consiste en poner la presas a asar­ se a fuego lento durante toda la noche; para ello, con algunas ramas atadas con lianas fabrican una especie de parrilla, la troja, que fijan sobre cuatro estacas con horqueta clavadas en la tierra. Colocan sobre la troja un paují y dos monos desollados y amarra­ dos. Bajo ellos arderá fuego toda la noche y mañana ya estarán asados a punto. Con los otros dos paujís y las tres marimondas hicieron el sancocho. Hago guardia sólo hasta la media noche. Todos duermen en esta noche espléndida en que un claro de luna muy bello recorta siluetas majestuosas. De cuando en cuando, una nube arroja un velo oscuro sobre todo el conjunto. El continuo y monótono croar

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LA PA R TID A DE C IU D A D BO LÍV A R H A C IA EL ALTO O R I N O C O

de dos o tres ranas domina todos los demás ruidos nocturnos. Las nubes se acumulan y la noche se va poniendo más y más oscura. No me quedaba ya sino una hora de guar­ dia cuando de repente empezó a caer una lluvia torrencial que puso de pie a todos. A toda prisa los hombres hicieron un techo de hojas para protegerse ellos mismos y la troja y así poder cuidar el fuego. Chaffanjon vino a refugiarse bajo techo, y yo, que no había dormido, terminé la noche de una manera deplorable, con mucha incomodidad. La lluvia duró hasta que despuntó el día, a las cinco. 13 D E D I C I E M B R E

Partimos a las seis. Los hombres hablan sin cesar y con terror de los guaharibos. El gran Chacón tiene un miedo cerval. Los más jóvenes son menos medrosos, quizá por inconsciencia o indiferencia ante lo que pueda pasar. Tenemos que usar estratagemas para lograr que el viejo guía nos suelte algunos nombres, cosa que hace a regañadientes. A las seis bordeamos la isla Guacamaya; las barrancas de la margen izquierda tienen más de cinco metros de alto. El río, dentro de un cauce muy estrecho, se ensancha por momentos hasta los ciento cincuenta metros de ancho, y luego retoma una anchura media entre cincuenta y ochenta metros. Cuando las sinuosidades del río nos vuelven hacia el Este, se percibe frente a noso­ tros la lejana cadena de montañas de los cerros Bocón. A las nueve y media pasamos a la izquierda de la islita Estelita. Un recodo pronunciado nos hace volver bruscamente hacia el Oeste por un rato. Después de otro recodo, costeamos la alta barranca de Hari­ na. Por encima de la imponente masa de vegetación, unos altos árboles desprovistos de hojas y cubiertos de flores amarillas elevan su vasto ramaje florido. Como verdaderas cúpulas doradas, coronan la cima de la selva. Estos reyes de la floresta que alcanzan alturas considerables ¿serán Bombax ceiba en flor? A las once, los cerros Bocón surgen nítidamente a nuestra izquierda, en la margen derecha. Los cazadores regresan con un báquiro de buen tamaño. Al menos de hambre no nos vamos a morir. Ala una nos detenemos para almorzar frente al caño Bocón. En la margen derecha, a unos metros del raudal del mismo nombre, se ve el primer bancal rocoso de la cadena de cerros Bocón. Nunca habíamos padecido tanto los mosquitos y las mosquitas de ventosas. Mientras más nos vamos acercando a las fuentes invioladas, mayor es el re­ crudecimiento de estas plagas que ya son nubes de insectos. Y esto hasta tal punto que cuando los hombres descuartizaron el báquiro, al quitarle el pellejo descubriendo una carne blanca de grasa, tanto el pellejo como la carne quedaron de inmediato entera­ mente cubiertos de mosquitos. No hay nada sorpresivo en ello: la vegetación es cada vez más exuberante, tupida, espesas capas de humus, de detritus vegetales, cubren el

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ñ i ‘D esd e P iedra Y am an aq uira h a sta el rau d al de la D esolación T in ta so b re p ap e l


LA PAR.! ID A DE C IU D A D B O LIV A R H A C IA EL A LTO O R I N O C O

suelo húmedo de la selva. Debido a la constante humedad, generan perpetuamente fermentos, gases perniciosos propios para el desarrollo de todas las especies de insec­ tos venenosos que nos inoculan diariamente los gérmenes de su ponzoña. Se diría que la selva virgen, celosa de su inviolabilidad, como no puede detener nues­ tra marcha ascendente con sus protectores naturales, las fieras salvajes y los seres ve­ nenosos que alberga, trata de usar contra nosotros medios pérfidos para derrotarnos. Sin embargo, ni el perpetuo tormento de sus seres infinitamente pequeños ni sus ema­ naciones deletéreas nos harán retroceder, así como tampoco nuestros marineros coaligados con ella. A las cuatro y media nos topamos con una roca pequeña y redonda sin nombre en medio del río. A las cinco y media, mirando hacia el curso del río, aparecen en el hori­ zonte lejano los cerros Guanayo. Otra vez la fiebre, me chasquean los dientes y me dan temblores. Ya no lo dudo, tengo paludismo, esas fiebres que dan cada dos días. Malditos mosquitos. Llovió toda la noche. 14 D E D I C I E M B R E

A las seis y media pasamos frente a la boca del caño Yeje, en la margen izquierda. Frente a nosotros, en la margen derecha, unas nubes cubren la cima de los cerros Guanayo. A las once echamos las amarras en una playa de la islita Cayetana. Tenemos enfrente los cerros Guanayo que parecen estar muy cerca. La escasa anchura del río, apenas unos treinta metros, nos separa de la ribera boscosa que lo bordea. Mientras preparan el sancocho, realizamos una observación astronómica con el teodolito. Acabábamos de terminar cuando oímos un grito: ¡Culebraa!, que nos hace correr hacia un nido de altas hierbas en la mitad de la playa. Dos indios que buscaban leña para alimentar el fuego se hallaron cara a cara con una monstruosa boa dormida, enrollada entre la hierba. Replegada sobre sí misma, digería una presa grande, sin duda un venado. La cabeza adormilada del monstruo descansaba sobre el último anillo de ese gigantesco resorte de embutido. Chaffanjon le destrozó la cabeza con dos cartuchos de plomo de su Lefaucheux. La boa pasó sin sobresaltos del sueño a la muerte — no se movió, apenas un estremecimiento de las escamas y eso fue todo— . De inmediato le hicimos el honor de tomarle una fotografía. De largo tiene unos bue­ nos cinco a seis metros y de grueso una media de treinta centímetros. Una fuerte hin­ chazón del cuello indica cuánto le costó tragarse la cabeza de su víctima. Al comienzo yo no podía creer lo que estaba viendo, aquello me parecía que rebasaba hasta tal punto las proporciones normales, que pensé que era una broma, una cosa de cuento de hadas, de teatro, puesta allí para hacernos reír o asombrarnos.

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“Raudal de la Desolación" Grafito sobre papel beige • 16 de diciembre de 1886

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LA PA R TID A D E C IU D A D B O LÍV A R H A C IA EL A LTO O R I N O C O

Según los indios, cuando una boa captura una presa grande — un venado, por ejem­ plo— , la asfixia enrollándola con sus poderosos anillos, como una liana alrededor de un tronco. Luego, con unas fortísimas contracciones de sus terribles anillos, verdade­ ros tornos, le tritura los huesos, le macera el cuerpo, la estira, la alarga, impregnándola de baba. Repite este abrazo hasta que su víctima no es más que un alargado haz palpi­ tante, pegajoso, proporcionado a su tamaño y lista para ser engullida. Entonces, acos­ tada frente al extremo posterior de su presa, se da a la tarea de tragársela poco a poco, como una funda donde se mete un paraguas. Es un trabajo bastante penoso que dura a menudo varios días. Cuando la boa llega a la cabeza, a veces demasiado grande para engullirla (la del venado, por ejemplo, por los cuernos), se queda tendida con la boca abierta hasta que la cabeza putrefacta se separe por sí misma del tronco. Entonces, el animal, saciado, da varias vueltas sobre sí mismo y se queda dormido durante más de un mes para digerir su copiosa comida. A las dos costeamos la isla Sicoa y el caño Sicoa, en la margen izquierda; a las tres cruzamos el famoso raudal Marqués. Tuvimos que alzar la embarcación con la espilla. Gracias a la gran crecida debido a las recientes lluvias, pasamos ese raudal con bastante rapidez. Si hubiese estado más seco nos habría costado mucho más. Unos cien metros más arriba, el caño Guaharibo, en la margen derecha. A las cinco atravesamos sin mucha dificultad el raudal Harina (Bambú). El Orinoco, poco profundo, aunque bastante ancho, entre cincuenta y cien metros. Alas cinco y media, una espesura menos impenetrable nos parece accesible; desem­ barcamos en la margen izquierda, casi frente a un pequeño caño sin nombre de la mar­ gen derecha. Durante la guardia, una falsa alarma. Gritos de terror: “¡Guaharibos!” dados por el viejo guía. Había oído merodear a un tigrea (un jaguar) y creyó que se trataba de ‘indios bravos4. Es o un viejo miedoso o un farsante, muy capaz de hacer cundir el pánico entre los mariquitares, ya bastante inquietos y muy propensos a asustarse de cualquier cosa, del menor ruido. Montamos guardia por turnos. Noche sin novedad. 15 DE D IC IE M B R E

Una densa niebla blanca muy húmeda, fría y penetrante, nos envuelve todas las mañanas. Partimos a las seis menos cuarto. A las siete atravesamos la boca del río Yejeta19, en la margen derecha. Unos trescientos o cuatrocientos metros más arriba, costeamos una isla sin nombre. El viejo Caricupu ya no suelta prenda, repite siempre que ya no conoce por ahí. Es otra mentira, ya que llegó hasta el raudal de los Guaharibos con su hijo Justo, el asesino, nuestro avispado proveedor, cazador y pescador. Chaffanjon le da a la isla el nombre Yejeta. 385



LA PARTÍ D A DE C IU D A D BO LÍV A R H A C ÍA EL A LTO O R I N O C O

A las nueve pasamos por un raudal de lo más pintoresco al que dominan dos rocas en forma de colina y con una islita a unos veinte metros río arriba. Unos cien metros más allá encontramos otro raudal, y en el medio del río, una roca que, vista de frente, tiene forma de cono. A las diez y media, otro raudal de fuertes corrientes; usamos la espilla. A las once cruzamos con dificultad un cuarto raudal de chorros más violentos y rápidos que los anteriores. Hay una islita entre la margen izquierda y el raudal. Hay varios raudales más, uno tras otro, de cien en cien metros, y algunos islotes20. A las doce y media llegamos y cruzamos con la espilla el raudal de los Guaharibos, según el viejo guía, que afirma ahora no haber ido más allá de este punto21. Desembar­ camos para el sancocho en la roca más grande de forma de teta que crea un islote. Mientras preparan el sancocho, los hombres parecen estar tramando algo entre ellos. En efecto, después del almuerzo ninguno de ellos está dispuesto a trasladar de nuevo los utensilios de cocina a la curiara. “¡ Vamos, vámonosl”a, les decimos, pero nadie se mueve y todos tienen la vista clavada en el suelo. “¡Vamos, adelanté.”a, repetimos. Ellos sacuden la cabeza y entonces el cabecilla con el lomo doblado, el viejo guía, levan­ ta la cabeza: “Estamos dispuestos a regresar, pero no a seguir hacia arriba ”. Es un mo­ mento crítico; tan cerca de la meta, y es necesario pactar, ganar tiempo, prometer algo. “Pronto vamos a empezar a bajar de nuevo... Dentro de dos días, quizá mañanatodo depende. Vamos a avanzar mientras no haya peligro, ustedes ven muy bien que no lo hay. Además, con nosotros, con nuestras armas, no tienen por qué temerles a los guaharibos... En cuanto a usted, Caripucu, mientras más subamos, más se extiende para usted la zona de sus descubrimientos; sabrá que podrá venir, sin temor, a cosechar yuvías aquí donde son tan abundantes.” Estas razones no parecen convencerlos mucho, siguen sin moverse. Entonces, de común acuerdo, nosotros dos nos dirigimos calmadamente a la curiara, tomamos los revólveres, nos los ponemos ostensiblemente en la cintura y repetimos: “¡ Vamos, adelante!”a. Ante una voluntad tan firme, ellos se deciden a embarcar de nuevo, no sin rezongar. Es evidente que si se someten hoy, es sólo con la esperanza de desertar maña­ na. Tendremos que estar aún más alerta. De ahora en adelante, el revólver, con que sólo nos armábamos en la noche, debemos tenerlo siempre a mano, y esta noche, aún más que las anteriores, tendremos que aguzar los oídos y la vista. Partida a las tres. Una media hora más tarde, hago un apunte, al pasar, de esa cade­ na de montañas rocosas y arboladas: los cerros Guaharibos. El Orinoco costea esta cadena granítica en un recorrido de varias leguas. Debió abrirse camino como pudo entre las rocas de la base de esta cadena, lo cual explica los atascos de su curso y la sucesión ininterrumpida de raudales, chorros, islotes rocosos que encontramos y cru­ zamos desde esta mañana. 387


D IA R IO D i A U G U ST E M O R IS O T

Pese al altercado de esta mañana, los marineros no cejan; reman con tanto ardor y coraje como los días pasados. Cuando veo a esos hombres tan dóciles, tan maleables, al menos en apariencia, pienso que cometemos una crueldad al ponerlos en peligro por una causa que, por justa que sea, no es la suya. El descubrimiento de las fuentes les importa muy poco y la ciencia, el progreso y la civilización, aún menos... Sólo la pitanza de esta civilización que se les da a cambio de sus servicios puede llegar a interesarles y, aún así, la sacrificarían con gusto para ser Ubres... Pero la idea se convierte en prioridad: en nombre de la ciencia y de la civilización en marcha no se puede retroceder. El éxito está allí, al alcance de la mano, es asunto de dos o tres días y por nada del mundo debe­ mos dejar que se nos escape. Esos hombres están vinculados a nuestra empresa, son su instrumento. Aquí, ellos y nosotros formamos un solo cuerpo: los brazos tienen que obedecer al cerebro, a la voluntad y, pase lo que pase, ellos tienen que compartir nues­ tra suerte. Si alcanzamos el éxito, ellos habrán hecho algo grande sin quererlo y se sentirán orgullosos, pese a todo, y considerados entre los suyos. Si fracasamos, tanto peor para ellos y para nosotros... la ciencia tiene sus víctimas voluntarias e involuntarias. Sin embargo, mientras más nos acercamos, más fe tenemos en nuestra misión. Ojalá que esa fe se les transmita a ellos y los reconforte. Después de atravesar varios raudalitos* y chorros, y dejar atrás varios islotes, a las seis nos hallamos al pie de un fuerte raudal (precedido por una islita), la cascada más fuerte y rápida que hayamos encontrado hasta ahora. Un obstáculo grande que hay que pasar. ¿Podremos pasarlo? Acampamos en la islita. Para dormir y preservarse de la humedad del suelo, los indios extienden sobre la tierra unas anchas hojas de platanilla, de casi tres metros de largo por setenta u ochenta centímetros de ancho. Para la noche, hago que amarren la curiara pequeña de la grande, de modo que no se puede tocar una sin que yo lo oiga y lo vea, ya que voy a montar guardia bajo la carroza. 16 DE D IC IE M B R E

Noche serena, tranquila. Rugido continuo de la cascada. Esta mañana estamos de cara al raudal que vamos a tratar de vencer. Tratar de cruzarlo entre la isla y la margen izquierda, por la parte más ancha del río donde las aguas saltan a más de un metro de alto, sería una locura, ya que es una barrera continua que no ofrece el más mínimo paso a todo lo ancho. Damos la vuelta a la isla boscosa donde dormimos, pasamos con bastante dificultad por encima de varias rocas y llega­ mos al pie de otra cascada empinada, una sucesión de rocas escalonadas que espera­ mos pasar, aunque es imposible intentarlo con la curiara cargada. Procedemos entonces 388


LA PARTI DA DE C IU D A D BO LÍV A R H A C ÍA EL. ALTO O R IN O C O

a descargar el equipaje, que arrojamos al azar en la playa húmeda, pues acababa de llover. Entonces, con Chaffanjon de primero, todos nos metemos al agua, unos a empujar, otros a levantar la curiara y otros a halar. Luchamos durante varias horas, resollando, sin aliento, sudando y mojados. Pese a los inmensos esfuerzos de todos, no logramos subir sino los primeros escalones del raudal. Después de subir las tres cuartas partes de la pendiente, pese a que unimos todas nuestras fuerzas, fue imposible alzar la embarca­ ción por encima de la última grada rocosa, imposible moverla hacia delante. ¡Conster­ nación! Con las piernas en el agua, resbalando sobre las rocas mojadas y viscosas, uní mis fuerzas a las de todos, pero anémico, febril, sin aliento y sin fuerzas, tuve que re­ nunciar a esos esfuerzos inútiles. Me fui a sentar, impotente, en una roca donde rodea­ do de bachacos y mosquitos en cantidades imposibles de imaginar, traté de hacer un apunte de ese paso difícil, más perturbado por el miedo de que la curiara se partiera en dos en cualquier momento contra una roca que por los horribles insectos que se apro­ vechan de que uno está inmóvil para devorarlo — tengo la cara y las manos hinchadas de picaduras— En esta ocasión, Chaffanjon mostró un vigor y una fuerza extraordinarios; él solo hizo más de lo que hacen tres hombres. ¡Fue magnífico! Desgraciadamente, pese a su coraje, su buen ejemplo y mi débil contribución para vencer el último obstáculo, la embarcación no pudo cruzar la cascada y vamos a devolverla vacía al lugar donde pasa­ mos la noche. Sin embargo, antes decidimos que era necesario separarse de nuevo. Chaffanjon va a tomar la curiaríta de los dos cazadores y subir por el río durante dos o tres días. De inmediato le ofreció cincuenta piastras22 a Justo Caripucu y a uno de sus hermanos si lo acompañaban. Asunto concluido. Apenas hecho el convenio, el hijo menor de Caricupu vino a decirnos que su padre acababa de huir con la curiaríta. Todo se venía abajo. Más pálido que un muerto, mi compañero echó mano a su revólver, llamó enseguida a ocho hombres, y en la curiara vacía se fue tras el fuga­ do... Yo me quedé solo cuidando los equipajes junto a la cascada (sin pensar que yo podía ser atacado por los guaharibos). Chacón y Manuel Luis habían regresado al puerto donde dormimos para hacer el sancocho. A las dos horas, todos regresaron a buscar sus cosas y yo pude al fin enterarme de lo sucedido y volver al campamento. Al fugado lo alcanzaron en el primer recodo del río; el viejo zorro pretextó que sim­ plemente se había ido a buscar yuvías. Final feliz. Sólo una falsa alarma que causó mucha agitación23. Después del sancocho, Chaffanjon se preparó para partir. Tomó sus instrumentos de observación, algunas provisiones y municiones, y a las dos la curiaríta fue alzada por los hombres por encima de la cascada. 389


<ñ¿ “Estadía en el raudal de la Desolación” Grafito sobre papel • 17 de diciembre de 1886


L A PA R TID A DE C IU D A D BO LÍV A R H A C IA EL A L T O O R I N O C O

Maldije con tanta amargura y tristeza ese raudal que me condenaba a la inmovili­ dad, que antes de separarnos convinimos en llamarlo el raudal de la Desolación. La despedida fue rápida y sentida. Regresé al campamento profundamente afligido por no poder ir yo también a las fuentes, no sólo por la gran satisfacción moral de ir tan lejos como mi compañero, más allá de ese raudal donde ningún hombre civilizado ha puesto los pies, sino también porque siendo dos, si se presenta algún peligro, se enfren­ ta mejor. Ahora Chaffanjon, en su curiaríta, se desliza entre dos riberas hostiles y por compañeros lleva a dos indios, un asesino y su hermano de la misma calaña. Y ese mal­ dito obstáculo me tiene aquí clavado sin hacer nada, comiéndome las uñas, impotente para socorrerlo si, por desgracia, se enfrenta a un peligro. Tan cerca de las fuentes y quedarme aquí preso; pensar que, tan cerca de la meta, me veré obligado a regresar sin haberla alcanzado. Haber esperado y sufrido tanto para llegar hasta aquí y no tener esa compensación a mis sufrimientos. Si nos hubiéramos quedado con mi curiara, más ligera que la de Ricardo, quizá habríamos logrado pasar el raudal. En fin, la suerte está echada, no voy a pasar ese maldito raudal y es mejor no hablar más del asunto. Espero a Chaffanjon lo más pronto posible, sobre todo con buenos resultados y sano y salvo. Lo principal es que tenga éxito. Pese a todo, quiero pasar ese raudal, ir más allá, de modo que mañana iré a cazar río arriba con un indio. Estoy con nueve hombres que se construyen cada uno un ranchito para protegerse de la lluvia. Dos indios me fabrican a mí uno muy cómodo encima de mi chinchorro. Es siempre el mismo techo de anchas hojas de platanilla: techo de forma redondeada sos­ tenido por cuatro estacas. Son muy prácticos y se hacen en unos pocos momentos. Además, estos indios son muy hábiles, conocen tan bien la selva, que nada los arredra. Mientras escribo, siento de nuevo un violento escalofrío, ¿será la fiebre de nuevo? No quiero que los marineros se den cuenta... Esta fiebre es deplorable, anonadante, aunque no me sorprende: pasé toda la mañana con la ropa mojada y esta tarde todavía tengo puestas las alpargatas empapadas. Además, llueve a cada instante. Me metí bajo el techo de la carroza para titiritar a mis anchas. Pasé una noche muy agitada. Más de veinte veces salí de la carroza para respirar y enjuagarme la boca debi­ do al ardor. No me atrevía a beber agua porque me parecía que si lo hacía no pararía de beber. El campamento estaba tranquilo, todos dormían sin dar muestra alguna de in­ quietud. Una densa niebla desde la una de la mañana; a la luna le cuesta atravesarla. Mucho frío y humedad. 17 DE D IC IE M B R E

Cuando los rayos del sol terminaron de aspirar el fuerte rocío de las hojas, me llevé al maquiritare de carácter más recio para cazar selva adentro, ya que aquí estamos en 391


D tA R JO DE A U G U ST E M O R IS O T

una islita boscosa. Por momentos con el agua a medio cuerpo, luchando contra la co­ rriente que amenazaba siempre con arrastrarnos, por momentos escalando rocas res­ baladizas o caminando sobre ellas, atravesamos con dificultad cuatro cañitos, entre ellos la cascada de ayer, y ya estamos en plena selva. ¡He pasado el famoso raudal! Con embriaguez entro en esa selva virgen, pongo los pies en esa tierra inviolada. Al pensar que ningún europeo, ningún ser civilizado llegó nunca hasta aquí, que soy el único y el primero que pisa este humus, confieso que se apoderó de mi alma una sensa­ ción nueva, un sentimiento desconocido. Me parece que con ustedes, mis amigos, cuyo gran afecto me sigue, toda Francia tiene los ojos puestos en mí, en nosotros. Y, sin embargo, nada diferencia esta selva de las que ya hemos pasado, pero la idea lo transfigura todo. La idea nos conduce. En verdad, la selva virgen aquí es otra. Aquí, cerca de las fuentes, a dos grados del Ecuador y a varios centenares de metros de altura por encima de las selvas vírgenes del Bajo Orinoco, ya no son, como allá, las espesuras de vegetación que bloquean la vista, ni los entrelazados de lianas o los amasijos de bambúes espinosos que impiden la mar­ cha, aquí es una inmensa cúpula de follaje, una inmensa bóveda de sombra que tamiza una luz como de cripta. Como columnas inmensas, los troncos de los grandes árboles llevan muy alto esta bóveda de sombra. Estos gigantes de la selva, sedientos de aire libre, de sol, de luz, se disputan aún los boquetes más pequeños. Parecen apostar a cuál va a sobrepasar a los otros, alzar más alto su ramaje, su domo de hojarasca para respirar oxígeno y desplegar su florescencia cara al cielo. Allí, como en todas partes, los más fuertes triunfan, asfixian a los débiles y crean el desierto a su alrededor. En efecto, en torno de estos gigantes la vegetación ralea. Salvo en algunos lugares donde la espesura es más densa, se puede avanzar sin recurrir al machete y se divisa bastante lejos alrededor de uno, cosa muy favorable para la caza, ya que la presa olfatea al cazador desde muy lejos. Pero mientras que allá arriba en la luz señorea la vida palpitante de la selva, mientras que, sin preocuparse por el hombre, pájaros, insectos y animales trepadores cantan en el sol, se agitan, buscan la vida entre las frondas, las flores y las frutas... aquí bajo el velo de la cúpula, en una atmósfera de invernadero, todo es silencio, soledad, misterio. Del humus aterciopelado, húmedo, hormigueante, se alzan fermentos. Toda vida nómada dejó aquí su impronta, la huella de su paso fugitivo. Para el indio que me sirve de guía, esto es un libro abierto. Avanzamos por más de dos horas entre la alta y espléndida vegetación, felices y orgullosos de adentrarnos cada vez más en esas tierras vírgenes cruzadas de senderos, rastros de animales de todas las especies superpuestos a huellas frescas y viejas de guaharibos. En algunos sitios hay montoncitos de conchas de yuvías abiertas, rotas, renegridas por el tiempo, que se 392


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confunden con el humus. Esto indica que la yuvía es el alimento principal de estos supuestos antropófagos. Siento muchísimo que no estemos en la estación de las yuvías para darme un banquete y regresar así a mi infancia. El árbol que las produce, el Bertholetia excelsa, no florea sino dentro de dos meses, y por eso no vemos ningu­ no de sus voluminosos frutos suspendidos sobre nuestras cabezas. En mayo, época de la madurez de este fruto, no debe ser muy prudente pasar debajo de uno de estos árboles. Le seguimos la pista por un rato a unas huellas frescas de báquiro, luego otras de danta y de tigre, pero sin ver animal alguno. De repente, un grito inmenso, in­ humano, se alza a unos cien pasos de nosotros, repetido por el eco de la selva: “¡Guaharibos!” me dice mi guía con espanto. Nuestra mirada trata de penetrar en el denso follaje, pero no logramos ver nada. ¿Estarán trepados a los árboles o en tierra? “Vamos”3, digo, pero el guía, tembloroso, que me había visto coger sólo tres cartuchos para mi Gras, está resuelto a huir, quiere volver al campamento. No lo­ gro convencerlo de seguir adelante para ver al menos uno de esos antropófagos, no quiero actuar como un ‘bravo4 y echar mano de mi arma, sea contra los indios bravos o bien contra mi guía, si se decide a huir... A mí me sería imposible regresar a puerto sin él, y él, de regreso sin mí, sembraría el pánico entre los otros hombres y entonces, ¿qué harían ellos? Muy decepcionado, abandono la aventura no sin la esperanza de ver mañana a los guaharibos ahora que ya sonó la alarma24. Regresamos al campamento exhaustos y empapados. Un buen baño me hace sentir muy bien. Durante nuestra ausencia los hom­ bres tuvieron una buena pesca. Leí toda la tarde en el chinchorro e hice un apunte. Pasé la noche bajo techo en mi ranchito y a veces en la curiara. Sigue la niebla blanca durante gran parte de la noche. Hace fresco. 18 D E D I C I E M B R E

Con otro indio de guía salgo de nuevo a cazar en los altos bosques; encontramos huellas de muchos animales y también de guaharibos, pero ninguna presa. Sin embar­ go — hallazgo importante— , descubrimos los vestigios de un antiguo campamento guaharibo. En un círculo de ocho pasos de diámetro, se ven los restos de siete chozas redondas25; las pocas estacas cruzadas del techo han caído al suelo por la acción de la lluvia y el tiempo, que aquí lo pudre todo muy pronto. Cada choza, de dos pasos de diámetro, debía tener la forma cónica del gallinero de Manuel Asunción, y en ella no cabrían más de dos personas. En derredor hay montoncitos de viejas cáscaras de yuvías, y algunos trozos de leña calcinada indican que los guaharibos hacen fuegos y cuecen sus alimentos. 393


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Extraigo dos estacas clavadas en la tierra para averiguar si esos salvajes les sacaron punta antes de usarlas, pero no veo ningún rastro de que hayan sido talladas — esto demuestra que no poseen instrumentos filosos— . ¿Abandonarían estas chozas para irse a otro lugar de la selva más rico en yuvías?, ¿fueron destruidas por una familia enemiga?26. También aquí, como entre los civilizados, deben de existir los celos, los odios fratricidas. En todo caso, estos guaharibos son seguramente unos pobres diablos mie­ dosos, inofensivos: desde ayer, no ignoran que estamos en el raudal de la Desolación y no han tratado de averiguar si somos hostiles o no. Tengo una picada muy dolorosa en el pulgar de la mano izquierda de una hormiga veinticuatro. Como no tengo una pinza para insectos y temiendo con razón una pica­ da, doblé una hoja de papel entre el pulgar y el índice para capturar la hormiga, pero en cuanto la tuve entre los dedos, su dardo atravesó el papel y penetró en mi pulgar. ¡Sin embargo, no la solté! Regresamos al campamento a tiempo para obligar a los hombres a pescar. No se habían preocupado en hacerlo porque contaban con lo que yo cazaría. Pescan tres cari­ bes grandes; cocinados con yuca alcanzan ampliamente para todos. Pongo a remojar el pulgar en agua fénica. El dolor sólo dura tres horas, no veinticuatro. Quizá el papel atenuó la fuerza del veneno. Hay aquí dos mariquitares de aspecto sospechoso, dos agitadores que parecen im­ pacientes. Cuando les dije que fueran a pescar, fingieron no comprender lo que les de­ cía. Yo les hablé entonces con sequedad y firmeza y me entendieron muy bien, pese a mi mal español. Ahora hay que ver lo dóciles y obedientes que son. ¡A fe mía! Aunque me tomen por bravo? (malvado), éste no es momento para mos­ trarse débil, sobre todo con estos empecinados, pues no se obtendría nada. Después del almuerzo, mientras tres de los hombres se han ido a pescar y los demás holgazanean en sus chinchorros, paso toda la tarde bajo el mosquitero, a caballo en la hamaca, remendando toscamente mis harapos. ¡Con tal de que me duren hasta San Fernando! La ropa de Chaffanjon está tan harapienta como la mía. Si ustedes nos vie­ ran así, nos arrojarían una limosna y saldrían corriendo, sobre todo si llegaran a ver el revólver que llevo siempre en la cintura. Primera mitad de la noche bajo el ranchito, la otra mitad bajo la carroza. 19 DE D IC IE M B R E

Domingo. Chaffanjon salió hace tres días. Los mariquitares se vuelven cada vez más solapados y salvajes. Si por alguna razón mi compañero prolonga su ausencia unos días más, pienso que van a intentar huir; por lo tanto, desde esta noche me quedo siem­ pre en la carroza. Si todos fuesen tan fieles y activos como el joven Ramón, yo no ten­

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dría que temer una deserción. Este muchacho me acaba de extraer del pie derecho un gusano grande de forma extraña. Desde hace quince días venía sintiendo unos dolores fuertes en el pie; me salió un furúnculo grande y se me hinchó tanto que anoche cuan­ do me bañaba, Ramón me lo examinó y me dijo que tenía un gusano en el pie. Cómo puedo tener un gusano en el pie, pensarán ustedes. Pues sí: un mosquito al picarme puso un huevo en la lesión... es el colmo. Ramón masticó un poco de tabaco e hizo una compresa que me puso sobre el furúnculo y esta mañana, al despertar, vino a tomarme el pie, hizo presión sobre el furúnculo y extrajo el vil animal al que el tabaco había matado. Al parecer, este gusano crece mucho y hasta le salen pelos. Muy curioso, pero nada agradable. Lo tengo guardado en un tubo. Después del café, con el fin de no dejar a los mariquitares holgazanear más de la cuenta, agarré al más perezoso, el cabecilla de la banda, y le pedí que me hiciera algunas flechas para llevarme a Francia. — Yo no sé 3— me contestó, la respuesta habitual. — ¡Ah, no sabes! — le dije— , pues si no quieres trabajar, no vas a comer —y allí lo dejé. El maquiritare reflexionó durante unos minutos y luego se metió en la selva lleván­ dose a tres compañeros a los que domina y dirige. Dos horas más tarde regresó con cuatro flechas bellísimas. Entonces, ante esta muestra de buena voluntad, les prometí darles tabaco y un espejo si me fabricaban otras de un tipo diferente. Es lo que acaban de hacer, muy dócilmente. Va a ser un recuerdo del raudal. A las doce hacíamos el sancocho cuando dos disparos de revólver anunciaron el regreso de Chaffanjon. Unos minutos después, ya se unía a nosotros. “¡Las fuentes están descubiertas!” ¡Ya está!, ¡hemos alcanzado la meta; terminaron todas las penurias, hemos corona­ do tantos esfuerzos!27. Mientras los hombres preparaban el chigüire que trajo, Chaffanjon me contó su viaje, que seguí en el mapa que levantó. Le dio mi nombre al primer riachuelo que encontró en la margen derecha (caño Morisot)28 en memoria de su compañero dejado más abajo; a unas pocas horas del raudal de la Desolación, se llevó la inmensa sorpresa de pasar bajo un puente: una pasa­ rela de lianas construida por los guaharibos, a la que de inmediato fotografió. ¿No re­ sulta asombroso que el único puente sobre el Orinoco lo han construido unos salvajes? Es verdad que en ese lugar el río es muy estrecho y está sembrado de piedras muy juntas unas de otras, que forman asideros naturales. Chaffanjon llegó a sorprender a un grupo de estos antropófagos, pero huyeron cuando trató de acercárseles, de modo que sólo pudo captar al vuelo algunos rasgos de su fisonomía. Según él, son más blan-

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cos que nuestros indios, bajitos y barbudos; andan completamente desnudos, sin si­ quiera un taparrabo y son inofensivos, como yo lo suponía29. — Tenga usted, Morisot, como no tuvo la dicha de llegar a la meta, le traigo un recuerdo de las propias fuentes, esta liana con la que podrá hacerse un bastón. — Su delicado gesto me conmueve mucho, atenúa mi profundo pesar. Esta liana recolectada allá será para mí un recuerdo precioso, encierra el alma toda de lo misterio­ so desconocido. — Debe ser un aristoloque, mire la forma. ¿Qué le recuerda? — Es una bella rosácea. —Aún mejor, tiene forma de cruz, la propia forma de la cruz de la Legión de Honor. — Es verdad. ¡La Cruz! Para Chaffanjon, el descubrimiento de las fuentes del Orinoco no es más que un medio para obtener esa alucinante estrella y confieso que, con toda sinceridad, yo de­ seaba que su esperanza se realizase, porque ahora merece de veras esa cruz — en él, una idea fija30. Yo también le conté mis impresiones y descubrimientos, el grito sobrehumano de los guaharibos, mi decepción por no haber podido ver a uno de ellos, pero lo que le interesó sobre todo fue el plano y la descripción que le hice del campamento de estos antropófagos31. Después del almuerzo, antes de abandonar para siempre ese raudal de la Desola­ ción, Chaffanjon quiso dejar un buen recuerdo de nuestro paso por allí. De inmediato, colgamos bajo el techo de platanilla de los dos ranchitos algunos objetos de trueque: cuchillos, machetes, collares tricolores, espejitos, etc. Esta idea de mi compañero me encantó. Al dejar a los guaharibos estos preciados recuerdos, no sólo les estamos pagando por nuestro derecho de estar en sus tierras, también les estamos demostrando que no teníamos intenciones hostiles, y con ello preparamos el camino para aquellos que quieran pasar por aquí después de nosotros. Ojalá que los Caripucu, atraídos por los cuchillos y los machetes, no regresen a tomar­ los. Espero que los salvajes los precedan. Y ahora bajamos veloces por el río, esa larga cinta que tardamos seis meses y ocho días en subir. La bandera francesa ondea muy oronda. Vamos volando, es tan agradable deslizarse así tan fácilmente. Con Chaffanjon, debajo de la carroza, trato de reconstruir el sitio de las fuentes según sus indicaciones. Es sumamente difícil32. En la noche desembarcamos en el campamento donde dormimos el 14. En medio día, por lo tanto, hemos recorrido la misma distancia que tardamos dos días en subir. 396


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Esperamos estar en San Fernando dentro de unos ocho días y nos tardamos un mes y medio en llegar hasta aquí. ¡Qué diferencia!33. Fiebre, otra vez y siempre. Noche deplorable, cinco horas de mucho malestar. 20 DE D IC IE M B R E

Las dos riberas se deslizan veloces a cada lado. Para evitar la corriente ya no nave­ gamos cerca de los bordes, buscamos más bien el medio del río y allí casi no hay mos­ quitos, sólo los que quedaron bajo la carroza cuando desembarcamos. Es algo muy apreciable. Nos dejamos llevar por la corriente y nuestros pensamientos. El que más obsesio­ na a mi compañero es siempre la Cruz. Sobre este tema, es inagotable. En un recodo del río, los hombres nos señalan tres chigüires en una playa. Chaffanjon, que siempre tiene su arma a mano, clava uno en la arena; yo busqué mi Gras y le disparé a otro en el momento en que saltaba al agua, donde desapareció. Fue imposible encontrarlo. Si lo atiné, se fue a pique; si no, como es un anfibio, no va a salir a la superficie hasta que nos vayamos ¡Y tenemos prisa! Nos detenemos al mediodía en una playa. Nubes de mosquitos: más moscas que aire* ¡y menos aire que mosquitos! Mientras unos preparan el sancocho y el café, otros salan las sobras del chigüire, negras de insectos. Dormimos cerca de la boca del río Mavaca, bajo el mismo ranchito donde almorza­ mos el 10. Por lo tanto, hemos recorrido hoy la misma distancia que nos tomó cuatro días para subir. Es decir, avanzamos cuatro veces más rápido que a la ida. 21 DE D IC IE M B R E

Salimos a las cinco de la mañana. Por el camino hacemos observaciones en la pie­ dra Mapay, en el caño del río Ocoma, en el río Ijuepu. Pescamos, o más bien cazamos una tortuga terecay. Me sorprendo al verme el cuer­ po cubierto de verrugas. Al rascarme fuerte, desprendí una de esas verrugas que no son más que garrapatas que cogí en la selva. Estos parásitos, que se pegan de la piel, se hartan tanto de sangre que su abdomen se pone del tamaño de una castaña pequeña. Por turnos, nos quitamos unos a otros estos glotones que se pegan en la espalda. Tam­ bién extraen un gusano de la mejilla de un maquiritare y otro de la espalda de Manuel Luis. Me doy cuenta de que no soy la única víctima de estos fenómenos. Acabamos de pasar como una flecha ante la boca del río Padamo y algunos mo­ mentos después, cruzamos el caño Chigüire. Frente a nosotros, contra un cielo fulgu­ rante, el cerro Morichal y luego el caño del mismo nombre. Más lejos los cerros Terecay y Paují se funden con la oscuridad que nos rodea. Por fin, a las ocho y media, desembar397


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sra “La Esmeralda” Grafito sobre papel • 24 de diciembre de 1886


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camos en la casa Cabirima de los Caripucu, la última casa al subir por el río y la primera al regresar de las fuentes. La distancia recorrida hoy es igual a cinco días. Cinco veces más rápido que al subir. Dormí en la carroza. 22 DE D IC IE M B R E

Arreglamos cuentas con la familia Caripucu. Como son forajidos (cosa que se supone ignoramos) y por ello no pueden venir a San Fernando a cobrar el dinero, su hermano, el capitán Pedro, jefe de la cabaña, va a acompañarnos con algunos productos de trueque. Será nuestro capitán y timonel durante el viaje. Dibujé su retrato durante parte de la mañana. Les mando el calco. Perfil característico de indio baré, nariz encorvada de alas gruesas muy arqueadas, pómulos salientes, fino bigote, alguna barba en el mentón huidizo. Una mirada bondadosa, honesta, sin la expresión de desconfianza y salvaje de Justo y su hermano menor. No podrá par­ tir hasta mañana y sus mujeres se dan prisa para recolectar la yuca en el conuco de la familia. Observaciones con el teodolito; luego, para matar el tiempo y defendernos de los mosquitos, no salimos de los chinchorros. En fin, nos mecemos bajo la cabaña, la choza sin paredes. A las tres, cuando estaba aún en el chinchorro, el menor de los Caripucu viene a decirnos que había una boa gigantesca en su conuco. De inmediato me salgo de un salto de la hamaca y expreso el deseo de ir a eliminarla. Chaffanjon la quería para él, pero yo le dije que ahora me tocaba a mí, que a él le había tocado la de la playa Cayetana y que me dejase esta a mí. “Es cierto — me dijo— , vaya". Tomé el Lefaucheux, dos cartuchos de plomo grueso y seguí a mis dos guías, el asesino Justo y su hermano, el capitán Pedro, maestro de ceremonias. Subimos por el Orinoco en una curiaríta ligera hasta la boca del caño Cabirima, a quinientos o seiscientos metros arriba de la choza. Entramos en el caño bajo una mis­ teriosa bóveda de verdor hasta una ensenada donde una gran curiara sumergida a medias señala el puerto del vasto dominio de los Caripucu; por ser ellos sus únicos ocupantes, todo el territorio les pertenece. La choza está un poco más selva adentro y el sendero que conduce a ella es hermosísimo, muy pintoresco, pero atravesado de raí­ ces resbaladizas que no permiten disfrutar la vista, pues hay que estar con los ojos puestos en el suelo para no tropezar. Llegamos a la choza que, felizmente, atravesamos rápido. El interior está muy su­ cio, nauseabundo, es repugnante. Me atrevo apenas a respirar o a mirar nada temiendo que mi repugnancia se delate en un gesto o exclamación involuntarios. El viejo Caripucu, Justo y su hermano menor, viven solos en esta choza, sin mujeres, lo que tal vez expli­ que su lamentable estado — para acompañarnos a las fuentes seguramente la dejaron tal cual y desde entonces no la han aireado— . 399


"Indias y jóvenes indios maquiritares en el río Cunucunuma”


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Después de atravesarla choza nos dirigimos al conuco, una hermosa extensión talada en el corazón de la selva. Las dos mujeres del señor Pedro estaban recolectando yuca; fueron ellas quienes descubrieron a la boa. Nos señalan un gran árbol derribado por la tormenta cuyas raíces y ramas se alzan de la tierra como un puente. El reptil está debajo de ese puente, escondido entre unas hierbas altas que lo tapan totalmente. Me trepo por las raíces del árbol con mucha precaución y, de pie sobre el tronco empinado, avisto a dos metros debajo de mí la masa gigantesca del reptil enrollado, replegado sobre sí mismo, cuyos enormes anillos sobrepasaban las altas hierbas. Este bloque circular, inmensa morcilla, medía más de un metro y veinte centímetros de diá­ metro con al menos sesenta centímetros de altura, más o menos del mismo tamaño que la culebra de agua de la isla Cayetana. Me inclino hacia ella, pero pese a todos mis esfuerzos no logro encontrar la cabeza. Le pedí entonces a los Caricupu que apartaran las hierbas con una pértiga muy larga, pero aun con la pértiga no se atreven a acercarse lo suficiente. Entonces les advierto que voy a dispararle y ojo con el despertar del mons­ truo. Apenas salió el disparo, la boa saltó como un resorte y se alzó derecha como un mástil con la boca abierta de par en par. Sin embargo, de inmediato cayó al suelo hacia atrás. Yo le destrocé la cabeza con un segundo disparo de fusil, antes de que tuviese tiempo de reconocer a su enemigo. La boa cayó como una pesada masa, con fuertes convulsiones y violentas torsiones sobre sí misma. Durante esta temible revolución, nos mantuvimos a prudente distan­ cia y la dejamos agotarse. Luego, cuando creimos que por fin se había quedado sin fuer­ zas, como queríamos medirla, los tres la agarramos por la cola e intentamos vanamente estirarla. Entonces, una contracción más violenta que las anteriores nos hace soltarla de inmediato; justo en ese momento no pude ver, por supuesto, mi propia expresión, pero la de mis compañeros era cómica por el gran espanto que sentían. Para terminar el asunto, me apoderé de la pértiga y le clavé la cabeza en la tierra mientras daba vueltas en torno a ese eje para evitar la evolución del monstruo. Sin embargo, antes de lograr domeñarla, tuvimos que partirle el espinazo en tres partes. La boa de Chaffanjon había quedado aniquilada de un solo golpe, sin la más míni­ ma contracción, pero acabar con ésta nos tomó más de una hora. Los dos guías le hacen entonces un hueco por el pescuezo, meten la pértiga y la sacan así arrastrándola fuera del conuco. ¡Había que ver la cara que ponían cuando la cabeza de la serpiente se movía de un lado a otro! Me reí mucho34. El monstruo medía más de cuatro largos de fusil de un metro y veinte centímetros; en cuanto al grosor, el tronco tenía un diámetro de al menos treinta centímetros. Cuando lo clavé en el suelo, exhaló un hedor indefinible, pútrido y salvaje, tan repugnante que estuve a punto de desfallecer, de modo que cuando volví a pasar por la choza ya no percibí su mal olor. 401


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Me había acalorado en el conuco y el frescor de la selva húmeda, al pasar, me hizo daño; como era mi día de fiebre, regresé a envolverme en la manta y echarme en la hamaca colgada bajo la choza. Pasé toda la noche tiritando. Como nadie durmió en la carroza para vigilarlos, los cuatro mariquitares aprove­ charon la ocasión que se les ofrecía y huyeron llevándose una curiarita de Pedro. ¡Buen viaje! Las consecuencias de esta huida no tienen gran importancia, ya que vamos ba­ jando por el río. Huyeron justo unos minutos antes de que se desatara una terrible tempestad. Yo nunca había oído nada tan violento. La de San Fernando, acompañada de temblores de tierra, no son más que petardos de niño comparada con ésta. 23 DE D I C I E M B R E

Esta mañana le pedí a Justo que me examinara el dedo gordo del pie izquierdo para ver qué tenía: otra vez niguas, me extrajo tres, de las cuales una era del tamaño de un guisante. Desde la tempestad que estalló a las tres de la mañana, llovió sin parar hasta las diez. Durante esas horas fantaseamos en las hamacas. En cuanto escampó, nos pre­ paramos para la partida. Dejamos la choza a las doce. El señor Pedro se trae a su mujer y a su nieta: los tres van en la parte trasera, en el timón, detrás de la carroza. Llegamos a las cinco a La Esmeralda, después de detenernos durante hora y me­ dia en una roca para el sancocho. Volvemos a visitar las cinco casas y dormimos en la primera. 2 4 DE D I C I E M B R E

Antes de marcharnos, nos procuramos algunos objetos etnográficos muy intere­ santes, carcajes, calabazas de curare, etc. Al regresar al puerto hice un apunte del caserío y de la hermosa gradería de forma circular de la que se alza la imponente cadena del Duida. Mientras yo dibujo, Chaffanjon trepa la colinita que bordea la sabana para tomar, al pie de la cruz de la misión, una fotografía a las cinco casitas anidadas entre las altas hierbas, desde un punto opuesto a mi apunte hecho desde la curiara. Después de terminar los apuntes y de hacer algunas observaciones astronómicas, dejamos La Esmeralda a las nueve. Nos detenemos en una roca donde, mientras hacen un sancocho de báquiro, hacemos varias observaciones y nos damos un buen baño. A las dos, volvemos al río. ¡Caramba! Hoy es Nochebuena. Los dos bajo la carroza, Chaffanjon evoca una No­ chebuena épica en la casa común en Martinica en la época en que era profesor en el Liceo St. Pierre. Y no tenemos nada para celebrar, ni siquiera una gota de ron. Discuti­ mos de filosofía, metafísica y hasta religión, sin parar, hasta quedar sin aliento. 402


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Entramos en la boca del Casiquiare, canal natural por el cual el Orinoco alimenta al río Negro, afluente del Amazonas. Son las cinco y media, demasiado tarde para una observación con el teodolito. Esperemos que mañana tengamos sol. A la luz del fuego nos mecemos en las hamacas esperando el sueño. Aquí son las siete y media, por lo tanto, las doce de la noche en Francia: quiero pasar la Nochebuena en pensamiento con ustedes, mis amigos. Además del recuerdo de nuestras alegres re­ uniones y la fiesta de aquellos que, sobre todo antes de la medianoche, se entregan a pantagruélicos ágapes; esta fecha despierta en mí otros lejanos recuerdos y emociones profundas. En primer lugar, el frío... la nieve... las tiendas resplandecientes... los cafés y los restaurantes atestados de gente, de humo... la hilera de vendedores a lo largo de las aceras... la gente presurosa cargada de paquetes... las ruidosas evoluciones de los que celebran la víspera... Y luego, como contraste, las campanas al vuelo... los porches som­ bríos de las iglesias por donde desaparecen en medio de una aureola de luz sombras bien abrigadas... la voz penetrante del órgano... los pesebres antiestéticos, pero tan in­ genuos, tan conmovedores... los arbolitos de Navidad... los zapatitos en la chimenea... Dicha pura para los creyentes, para los niños, para mi sobrinita Jeanne. Ingenuas evo­ caciones, profundos recuerdos de infancia. ¿Habrá que venir a una región salvaje para revivir toda su dulzura, su belleza, su divina grandeza? Yo creía que esas emociones tempranas se habían apagado para siempre, enterradas bajo una espesa capa de escep­ ticismo y, pese al pragmatismo dominante, afloran de nuevo a la superficie, con la dul­ zura de antaño, para poner un bálsamo en mi corazón. Por esta alegría, por este rejuvenecimiento, quiero que mi pensamiento ferviente acompañe a las friolentas hermanitas vestidas de lunares a la misa de medianoche, a fin de que participe de la dicha de sus corazones creyentes. ¡Y deseo que al volver a la calle Rachais, los encuentre a todos, amigos míos, sentados en torno de la pava tradi­ cional! Canten, beban ese alegre vinito reconfortante que aquí añoramos tanto: “Lle­ nen sus copas profundas”. Cómo me gustaría oír algo de Sigurd... y el órgano de Saint-Jean. Tengo sed de buena música. ¡Feliz Nochebuena! A la medianoche, a guisa de misa, recibimos un buen bautismo, aunque no dema­ siado violento, con sólo nuestras mantas arrojadas por encima de la hamaca, pudimos preservarnos del agua. 25 DE D I C I E M B R E

¡Navidad! Mi sobrinita, al despertar esta mañana, ¿qué habrá encontrado en sus zapatitos? ¿Qué sorpresa? ¡Día de felicidad para los queridos pequeñitos! No hay sol suficiente que nos permita registrar el punto geográfico con el teodolito. A la espera de que aparezca, bago algunas improntas de plantas mientras Chaffanjon estudia la causa geológica del fenómeno hidrográfico del Casiquiare. Su boca no es 403


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más ancha que la de un caño ordinario, más o menos unos cuarenta metros, pero hacia arriba, el caño se ensancha rápidamente hasta su anchura normal de unos cua­ trocientos metros, que se mantiene así, al parecer, hasta su desembocadura en el río Negro, es decir, a lo largo de más de trescientos kilómetros de recorrido. Como ven, es un canal interfluvial de gran importancia aunque no lo parezca por el tamaño de su boca. Sería interesante poder verificar si esta boca se ha ido estrechando año tras año debido a la acumulación de depósitos arcillosos y otros traídos por el Orinoco en la época de las crecidas. Si así fuese, antes de que pase un siglo, la entrada de este canal va a quedar cerrada y los mercaderes del río Negro, que lo utilizan para su comercio, tendrán que volver a abrirlo sufragando los gastos a costa de ellos o del gobierno. ¡Es una lástima que no podamos regresar por el Casiquiare, el río Negro, el Amazo­ nas y Brasil, es decir, ¡hacer la gran gira!, pero los documentos que dejamos en ruta nos obligan a volver por el mismo camino. El sol apareció por fin después de tres largas horas de espera. Hacemos el punto con el teodolito, y partimos. Subimos por el caño. Acabábamos apenas de entrar al Orinoco, llevados por la corriente, cuando vimos una piragua que bordeaba la mar­ gen izquierda. ¡Agradable sorpresa! Es la piragua de Agüero que se dirigía a Río Negro a vender mercancías. Fue el último blanco que vimos en San Fernando, y el primero que vemos al regreso. De habernos tardado un día más, no nos topamos con él. Alegre conversa­ ción a bordo de su embarcación, donde nos ofrece panecillos, jamón y ron. Es nuestra Navidad, o más bien nuestra Nochebuena. Compramos café, panelas de azúcar, arroz, ron, etc. Muy contentos de habernos encontrado, nos separamos con la esperanza de vernos en Ciudad Bolívar en mayo. Ya son las doce del día. A la una ya estamos en la boca del Cunucunuma. Acampamos en el mismo lugar donde yo pasé seis días esperando el retorno de Chaffanjon... Pensar que ya hace un mes de eso. Con alegría vuelvo a ver las iniciales AP que tallé en el árbol donde colgué mi hama­ ca. Aparte de esto, ya la naturaleza volvió por sus fueros y este rincón donde viví está de nuevo invadido por una exuberante vegetación y casi no se distingue del monte circundante. A las cinco y media, en cuanto terminamos de comer el sancocho, segui­ mos adelante y al poco tiempo me vuelve a dar fiebre. Nos detenemos en un sitio cualquiera que no veo porque me quedo bajo la carroza tiritando de fiebre envuelto en mantas. Bajo una lluvia torrencial, paso una noche de mucho malestar. Espero que no me vuelva a suceder: ¡voy a tomar quinina! 404


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Seguimos nuestro descenso por el río a las seis. Ahora que hemos alcanzado nuestra meta, tengo mucha prisa por llegar a San Fernando y todavía más a Ciu­ dad Bolívar. Aunque descendemos cinco veces más veloces que al subir, el tiempo me parece cien veces más largo. A la ida íbamos hacia lo desconocido, la esperanza, la meta, pero ahora que no hay el acicate de la empresa por realizar, echo una mira­ da más fría sobre las cosas ya vistas: es otra vez el mismo río con los mismos mos­ quitos, el mismo agobio, y soporto con menos paciencia los inconvenientes y los padecimientos. En fin, es el regreso, que hay que vencer también. Una dicha, sin embargo, la de volver a ver las caras simpáticas y acogedoras que encontramos en el camino. A las once echamos las amarras frente a la playita de Dorocajuapure donde había­ mos dormido la noche del 23 al 24 de noviembre. Las varas de las hamacas aún están allí tal como las dejamos. Tiramos unos cartuchos de dinamita al agua y sacamos va­ rios caribes para el sancocho. Volvemos a partir a las doce y media de la mañana. Un oso hormiguero atraviesa el Orinoco y lo cazamos; tardó mucho en morir. Con mucho trabajo lo montamos a bordo — es enorme, con unas garras grandísi­ mas— . Su pelambre estriada de negro y blanco y el inmenso penacho de la cola son espléndidos. Al parecer, a menudo se traba en combate con el jaguar. Su carne, muy fina y delicada, va a procurarnos un excelente sancocho. Alo lejos, unos árboles de blancura resplandeciente parecen doblarse bajo el peso de sus pesadas flores color de nieve, una nube de garzas alza el vuelo al aproximar­ nos y, despojados de repente de su efímero atuendo, las majestuosas copas ya no se distinguen de la sombría masa vegetal donde aquí y allá, algunos puntos de color, algunas corolas púrpura, amarillas, rojas o blancas, cantan en medio de esa armonía de verdor. A las cinco, otra vez una parada en la choza de un capitán maquiritare. Un indio muy amable, que habla bastante bien el español, nos da valiosas informacio­ nes. Cada vez que mueve la cabeza, unos largos pendientes hechos de plata marti­ llada y cortada en triángulos se balancean con un ligero tintineo. Su nieta, casi una muchacha ya, acaba de vestirse con una especie de túnica roja, corta, de un efecto muy artístico. (Cuando llegamos, las mujeres y las niñas estaban desnudas con un simple taparrabo decorado con perlas.) Este ligero drapeado, digno de una estatua griega, sujeto en el hombro izquierdo después de pasar bajo el brazo, deja­ ba al descubierto dos bonitos brazos y el fino cuello destacado por collares de per­ las azules. Unas pulseras de perlas del mismo color indican debajo de las rodillas el lugar de las ligas, y otras cadenas o más bien cintas de perlas blancas de diez centí­ metros de ancho adornan los tobillos. 405



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Como todos los indios —hombres, mujeres y niños— , esta muchacha tiene el pelo negro echado sobre la frente y cortado justo sobre las cejas. Es un bello modelo. Ocupa­ do por la conversación entre Chaffanjon y el capitán, yo me contento con admirar la soltura y la gracia de sus movimientos sin tomarme el trabajo de dibujarlos. Hacen un asado con el oso hormiguero y luego colgamos las hamacas en una choza abierta, muy limpia y bien cuidada, donde pasamos una buena noche sin preocupar­ nos por la lluvia, que paró sólo esta mañana. 27 DE D I C I E M B R E

Después de varios trueques entre Chaffanjon y el capitán — zarcillos mariquitares, piezas de plata martillada de forma triangular, etc.— , nos despedimos de nuestro an­ fitrión a las siete. El descenso del río es rápido. A las once desembarcamos en Temblador, en casa de Ricardo. Lo volvemos a ver con alegría y encontramos intactos los documentos, notas, apuntes que le habíamos confiado, verdaderos tesoros para nosotros. ¡Bravo, Ricardo! Tomo posesión de mi curiara otra vez. Transportan a nuestras dos curiaras lo que es de cada uno, y el buen negro carga la suya con yuca, tabaco y caucho, para acompañarnos hasta San Fernando y vender sus productos. A las tres, después de terminar de cargar, retomamos todos el descenso del río. Mi curiara, por ser la más cargada, va siempre de última. De vez en cuando damos voces para estimular a los dos remeros de cada curiara. Bajo un sol resplandeciente, que parece oro en polvo, echamos amarras en la desembocadura del río Guaniamo, en el lugar donde vive el señor José Natividad Aramare, capitán general de los indios mariquitares. Cuando pasamos por aquí rumbo a las fuentes, el lugar estaba desierto, pero hoy parece muy animado. Cuando vio ondear desde lejos la bandera francesa en la curiara de Chaffanjon, el jefe indio se apresuró a desplegar los colores venezolanos para salu­ darnos. Todas las mujeres, vestidas con un simple taparrabo, desaparecieron al vernos. El capitán general, rodeado de una media docena de individuos vestidos a la venezolana, nos da una cordial acogida. Pero ¡qué cara de borracho tiene! Mi compañero le regala dos litros de ron y, cada cuarto de hora, el infeliz se mete un buen trago. José Aramare es el gran cacique de los indios mariquitares, el potentado que recibió a Chaffanjon con tanta altanería cuando éste subió por el Cunucunuma para reclutar algunos hombres. Suele bajar basta Guaniamo con su grupo para cortar caña de azúcar y recolectar goma, ya que es dueño, a la vera de la selva, de tres chozas y un gran conuco que explota su familia, y digo su familia porque él seguramente no lo cultiva, ya que su función es beber. 407


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El grupo doméstico del cacique está compuesto en este caso de una treintena de indios: unos cinco a seis hombres, todos más o menos capitanes o peones; unas doce indias, sus mujeres y sus hijas, y otros cuantos muchachitos y muchachitas, los hijos de éstas. Tuvimos una interesante conversación sobre las fuentes y los guaharibos. Luego, un joven indio que habla muy bien español y parece tener aquí una gran influencia, tomó un acordeón, traído en uno de sus múltiples viajes a Ciudad Bolívar, y empezó a tocar La Marsellesa y el Miserere. Aunque la ejecución no era muy buena, sentí una gran dicha. Este joven alegra así con su acordeón la larga monotonía de sus viajes. Tam­ bién trajo una especie de organillo proveniente de París que toca varias tonadas, todas francesas, pero desgraciadamente está todo oxidado y desencajado y ya no tiene voz. Chaffanjon pasó más de dos horas tratando de repararlo, pero en vano, no logró hacer­ lo cantar. Es muy conmovedor ver productos franceses en plena selva virgen, en una región donde las comunicaciones son tan difíciles y largas, así que imaginen el senti­ miento de orgullo tan dulce que se siente cuando, tan lejos de toda civilización, uno oye tonadas de Francia, no sólo balbuceadas por un semisalvaje, sino también tocadas lo bastante bien para causar un verdadero placer, despertar miles de recuerdos y evocar un mundo muy distinto de aquél en que uno se encuentra. Vamos a pasar la noche aquí y — ¿quién lo creería?— en vez de presenciar una danza de indios, estamos invitados a una velada danzante venezolana, como en casa del señor Mirabal, la víspera de nues­ tra partida para San Fernando. ¡Vamos a bailar! En efecto, las indias, jóvenes y viejas, fueron a prepararse para el baile, es decir, a ponerse un vestido blanco de algodón con el talle pUsado y largo, a perfumarse y a buscar un pañuelo blanco que, para la circunstancia, llevan siempre en la mano. Pero sin zapatos, van descalzas. Todas tienen la misma cabellera negra y el mismo corte de pelo de los hombres: el cabello cortado al rape en la nuca y echado hacia la frente hasta las cejas. Las más jóve­ nes tienen hermosos ojos negros muy expresivos, una cara redonda, graciosa, bastante fina, que contrasta con el tipo masculino, más cuadrado, y hasta con el tipo femenino de las otras tribus vistas hasta ahora. Además, los mariquitares y los banivas pertenecen a una raza más industriosa y refinada que los pobres indios guaharibos de los raudales. Son una tribu de artistas. Las mujeres fabrican espléndidos sebucanes, catumares, paneras, pujas y elegantes ces­ tas adornadas de dibujos geométricos que son verdaderas obras de arte. Ya imaginarán el panorama: vestido blanco y pies descalzos. Pero ¿qué pensarán de nosotros que estamos en mangas de camisa y vestidos de harapos: camisa aguje­ reada en los codos, pantalón con muchos remiendos, alpargatas gastadas y deshilachadas?... Pero así y todo, bailo dos polcas al son del acordeón. Me canso de 408


LA P A R T ID A DE C IU D A D B O L ÍV A R H A C IA EL ALTO O R IN O C O

inmediato. Chaffanjon bailó toda la noche. El ron circula durante los intermedios, pero yo no lo toco. Prefiero pedir que me hagan una yucuta caliente, mejor que el ron para la fiebre y para mi hígado congestionado. Es la media noche. El baile termina, y para quien está acostumbrado a acostarse una hora después de la puesta del sol, ¡qué hazaña! Por fin nos metemos en las hamacas muy contentos y escribo esto a la luz del fuego. ¡Buenas noches a todos los seres que amo! 28 DE D I C I E M B R E

Triste despertar para Ricardo, uno de sus indios remeros huyó con su curiara car­ gada de mercancías. Desolado, se va volando en una curiarita con la esperanza de al­ canzarlo y de darle unos buenos palos. Esta mañana, antes de partir, Chaffanjon quiere fotografiar a toda la familia del capitán general. Cada cual va a ponerse sus mejores galas y ello resulta cómico. Rodeado de su corte, vestidos a la venezolana, Aramare se sienta a posar forrado en una túnica de escolar demasiado apretada; en la cabeza lleva un quepis demasiado pe­ queño puesto muy recto sobre su cara gruesa y congestionada de alcohólico. A duras penas logramos contener la risa. Pensando en la cantidad de ron que vi consumir ano­ che a este odre cobrizo, me deja estupefacto la resistencia de este hombre y que pueda no sólo tenerse en pie, sino estar vivo todavía. Su cara tumefacta ya no tiene edad, cincuenta años, sesenta, más aún, imposible saberlo. Antes era un gran jefe, intrépido, justo, muy inteligente, pero desde que se entregó a su pasión por el alcohol, ya no es más que un esclavo de su vicio. Esto, para un hombre que detenta un poder absoluto, causa a menudo cambios de humor inquietantes y peligrosos para los que lo rodean. Las mujeres, en general, tienen aquí un aspecto medroso, triste y resignado. Dado el permanente estado de embriaguez del capitán general, no me sorprende ver al joven músico de anoche (su yerno, al parecer) tomar las riendas en sus manos y ordenar a diestra y siniestra, aun a su suegro. Este joven maquiritare civilizado, que con toda seguridad dentro de poco va a suceder al gran cacique, acaba de hacer trasladar a una curiara un gran cargamento de mapires de harina de yuca y de carne de jabalí ahumado que quiere ir a vender a San Fernando. Acompañado de dos remeros mariquitares, se embarca con nosotros. Dejamos la casa de José Aramare a las ocho. Ricardo encontró su curiara; el fugado descendía plácidamente por el río. Ahora nuestras cuatro curiaras forman una verdadera flotilla. A las dos desembarcamos en la choza de Eugenio Mirele López, que estaba descuartizando un venado acabado de cazar. Partimos a las cuatro, y a las cinco y cuar­ to ya estamos en la choza de Manuel Asunción. Gran decepción, está cerrada, desierta. 409


D IA R IO DE AUGUSTE. M O R JS O T

Están en el sitio que, cuando pasamos antes, el hijo de Manuel había ido a construir a la orilla del río Aro, lejos de las márgenes del Orinoco. Volvemos a partir a las seis para ir a dormir en una pequeña barraca del señor Re­ yes. Mucha fiebre, muy mala noche, cómo me duele la cabeza. 29 DE D I C I E M B R E

Mucho antes de la salida del sol nos marchamos de casa del señor Reyes. Tenemos prisa por llegar. Ahora que hemos alcanzado la meta, estoy harto de este río, me tiene hasta la coronilla y, además, me duele la cabeza y ya no me intereso por nada. Y pensar que cuando lleguemos a San Fernando todavía nos quedarán veinte días de río para llegar a Ciudad Bolívar y tener noticias de ustedes. Desde Temblador, tomé posesión de nuevo de mi curiara con el gran Chacón de timonel y dos remeros mariquitares. La familia Caricupu está en el timón de la embar­ cación de Chaffanjon, con Manuel Luis y Angelo de remeros. Y ahora, rodeado de mis objetos amados, me siento de nuevo en casa, conmigo mismo, por lo tanto, con ustedes, mis amigos, y estoy a mis anchas para pensar, para no tener que hablar. Esta soledad me sirve de descanso. Ya basta para mi cabeza adolorida y mis nervios exacerbados por la fiebre tener que oír de choza en choza los mismos relatos. Estas constantes repeticiones me cansan, aunque no por ello dejo de admirar la sorprendente memoria y el verbo fecundo de mi compañero35. Después de detenernos en una playita justo el tiempo que nos tomó hacer el sancocho y comerlo, desembarcamos a las cuatro y media en Guachapano, la antigua morada de José Asunción. Para aprovechar una hora de sol antes de la rápida caída de la noche, Chaffanjon y yo atravesamos la sabana toda erizada de nidos de termitas y subimos la pequeña coli­ na salpicada de árboles desmelenados, como un huerto inclinado. El sol, a punto de desaparecer, nos arroja sus rayos más dorados. Bajo el cielo encendido, las chozas, la sabana, los bosquecillos, los sotos de palmas, el río, todo el vasto panorama arde en medio de una atmósfera de oro. Una cadena de montañas de aspecto muy particular, con la cresta desportillada, quebrada, como cortada, limita el horizonte. Diáfano hacia el Este, el cerro Yapacana. Al bajar, visitamos las cuatro chozas abandonadas por Ma­ nuel Asunción. No queda nada del antiguo propietario, sólo las chozas desnudas, ad­ mirablemente construidas en un lugar magnífico, aunque demasiado frecuentado por las termitas, por los traficantes de Río Negro y por las requisas del gobierno. El indio no vacila en abandonar todas sus comodidades y el fruto de su trabajo, lo cual constituye una hermosa prueba de su carácter independiente, de su sincero amor por la libertad. Debido al trabajo soterrado de las termitas, las chozas no ofrecen seguridad alguna, de modo que preferimos dormir en puerto, tendidos sobre el suelo de roca cálido. 410


LA P A R T ID A DE C IU D A D BO LÍV A R H A C IA EL A LTO O R IN O C O

3 0 DE D I C I E M B R E

Esta mañana nos despertamos a las tres y media. La roca está tan tibia como ano­ che. cuando nos tendimos en el suelo. Es noche cerrada. Nos tomamos el café a las cuatro, pero está todavía demasiado oscuro y es imposi­ ble partir. Esperamos con impaciencia que despunte el día, a las cinco y media. De ocho a nueve pasamos frente a la boca del Ventuari y atravesamos sin dificultad los raudales de Santa Bárbara. Hacemos el almuerzo en una de las muchas islas rocosas que componen el largo archipiélago de los raudales. Mientras se cuece el sancocho, el indio Domingo, el flemático maquiritare que se escapó con la falca de Ricardo, se adentra en un bosquecito de palmeras de la isla y regresa unos momentos después con las dos manos llenas de unos gruesos gusanos blancos que encontró en los cocos de la palma yaua. Para estupefacción nuestra, los empieza a comer “filosóficamente” con yuca. Al parecer, a estos indios también les encanta comer cierta lombriz de tierra del grosor de un pulgar y de unos cincuenta centímetros de largo. La comida de Domingo no resulta repugnante si se piensa que Lóculo, un fino gastrónomo, se deleitaba con la gruesa larva de la libélula y que, como nuestras mundanas que saborean coles a la crema, las grandes patricias romanas también gustaban mucho de esta larva, la cual consumían en grandes cantidades, tanto por el placer de la boca como por coquetería, para obtener la carnosidad pro­ pia para embellecerlas. En cuanto al fugado Domingo, el bueno de Ricardo no le dio ningún castigo: estaba demasiado feliz de haber encontrado su falca intacta. A las once y media volvemos a emprender el descenso del río; quizá lleguemos esta noche a San Fernando. Nos cruzamos con la falca de un comerciante que sube hacia Río Negro; nos entera de que hace apenas quince días, el señor Mirabal perdió a la más joven de sus nietecitas, una muchachita vivaz y bonita. ¡Pobre gente! Este cruel luto ensombrece la alegría de volverse a ver. Por lo tanto, nuestro regreso no va a ser celebrado tan alegremente como nos lo habíamos prometido. En la noche, Chacón, el timonel, nos hace encallar varias veces en unos bancos de arena casi a ras del agua, cosa que produce grandes complicaciones y retardos. Como el río se agosta rápidamente, todas las playas escondidas bajo el agua que­ darán muy pronto al descubierto y estas dificultades desaparecerán, pero para en­ tonces nosotros ya habremos pasado y entretanto estos obstáculos nos causan demoras. Por fin, a las once menos cuarto, alcanzamos las otras curiaras, más ligeras y rápidas, ancladas frente a un rancho donde ya Chaffanjon se había instalado y se disponía a dormir. 411


“Jean Chaffanjon explorador” Fotografiado por Auguste Morisot en San Femando de Atabapo el 20 de octubre de 1886


LA P A R T ID A D E C IU D A D B O L ÍV A R H A C IA EL ALTO O R IN O C O

31 DE D I C I E M B R E

Las seis de la mañana. En cuanto puntea el día, después del café, nos embarcamos en las curiaras, con la esperanza, esta vez, de llegar temprano a San Fernando. Tiempo gris, brumoso. Una niebla blanca, como una larga cola de vapor soltada por una loco­ motora, flota sobre la selva y cubre las dos orillas. Por fin a las doce, dejamos la corriente impulsadora del Orinoco y entramos en la boca del Guaviare; ahora los indios tienen que remar fuerte — hay que avanzar contra la corriente— y las dos orillas van pasando lentamente. Al menos llegaremos. Por fin, a la una y media, en el recodo de la confluencia del Atabapo con el Guaviare, aparecen en el borde del río las casitas del tranquilo y verde pueblo. Nos saludan con una salva de disparos de revólver a los que respondemos de la misma manera. Entre el grupo de habitantes que han venido a darnos la bienvenida, no están ni Guadalupe Medina ni el señor Mirabal. Son los dos hijos de Mirabal quie­ nes nos reciben en representación de su padre, que se quedó en el conuco con toda su familia. Son dos jóvenes muy amables que no conocíamos, pues cuando pasa­ mos por aquí, ellos subían por el Atabapo para traficar con los indios banivas. Guadalupe no ha regresado de su viaje a Caracas y toda la familia Mirabal va a regresar a casa en la noche. Después de estrechar las manos de los simpáticos habitantes que han venido a mani­ festamos su alegría de volvemos a ver, cosa con la que ya no contaban, los dos hermanos nos llevan a la casa de su padre donde ponen un cuartcf a nuestra disposición. Mientras los hombres transportaban nuestras cosas, regresó el señor Manuel José, envejecido, más grave que cuando nos separamos; no obstante, saludos entusiastas, largos relatos, intercambio de impresiones y muchas preguntas de unos y otros. Estoy un poco febril, pero es poca cosa. Hacemos una frugal cena entre hombres solos; las mujeres comen aparte, en la cocina, es decir, bajo un cobertizo en el patio. Después de la rápida comida, todos nos mecemos en las hamacas bajo el techo del co­ rredor interior, fumando, conversando durante toda la velada. El hijo mayor de Mirabal nos anuncia que va a preparar la carga de una curiara con productos para vender e intercambiar y a subir por el Guaviare. Piensa partir dentro de dos o tres días y estar ausente unas dos semanas. Sólo a su regreso, va a volver a cargar una falca en la que nos bajará hasta los raudales de Maipures y Atures donde encontrare­ mos otra embarcación. Si no la hay, nos bajará él mismo hasta Ciudad Bolívar. Quizá para que Chaffanjon se arme de paciencia, el muchacho le preguntó si no le gustaría acompañarlo; mi compañero se apresuró en aceptar la ocasión de estudiar algunas tribus indios de las riberas de este afluente del Orinoco por el cual bajaron el doctor Jules Crevaux y sus tres compañeros, viniendo de Colombia, y exploraron hasta San Fernando. 413


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Chaffanjon, pensando que a mí me hacía falta, sobre todo, descanso y tranquilidad, no me propuso ir con ellos. Además, bajo la carroza de una curiara sólo hay lugar para dos. Todavía faltan, pues, dos largas semanas antes de que partamos para Ciudad Bolí­ var. Para pasar el tiempo, voy a leer mucho, a poner al día mi diario y a hacer una pintu­ ra al óleo, el retrato de Eligió, el hijo más joven de Mirabal. Es un muchacho muy simpático de veintitrés años, un hermoso tipo de hispano-venezolano. Su hermano mayor36, más enjuto, menos demostrativo, tiene una expresión más hosca. Como hay pocos mosquitos, casi nada, espero que durante mi estadía aquí tenga tiempo de reponerme lo suficiente para estar listo para navegar el río de nuevo hasta Ciudad Bolívar. En la noche, una serenata en honor nuestro; cantos acompañados de cuatros. SAN FERNANDO DE ATABAPO 1 DE E N E R O DE 1887

Mucha felicidad para todos. Para ustedes son mis primeros pensamientos, mis de­ seos más afectuosos. A las cinco de la mañana, antes del amanecer, mi compañero y yo nos damos el feliz año con un vigoroso apretón de manos: adiós al año que se fue, tan rudo a veces, pero tan hermoso por su carga de esperanzas e impresiones fuertes. ¡Año querido, memorable, que antes de morir coronó todos nuestros esfuerzos! Saludamos dichosos este nuevo año, felices de hallarnos en su alba, en casa de anfitrio­ nes amables y con el cuerpo y el espíritu reposados. ¿Cómo será?, ¿qué nos tendrá reservado? Algunas salvas en la mañana. Disponemos nuestras cosas en el cuarto. Tarde de iamiente en la hamaca, meciéndonos, fumando, conversando con el señor Mirabal. Charla sumamente interesante sobre la historia ignorada del Orinoco. San Fernando es como todos los pueblos donde nos hemos detenido, vestigio de una antigua misión o construido sobre sus fundamentos. La historia de las misiones españolas es la historia toda del Orinoco y está íntima­ mente ligada a la de los pueblos que, en turnos, combatieron por sus riberas y las de sus afluentes. En su Historia de América, Robertson cita fragmentos de un manuscrito sobre el Orinoco del padre J. Gumilla... Robertson habla largamente sobre las célebres misiones del Paraguay que fundaron los jesuitas en el siglo XVI... También Chateaubriand en su Genio del cristianismo hace un elogio entusiasta de esta república cristiana... pero ambos guardan silencio sobre las misiones del Orinoco. Sin embargo, el descubrimiento del continente americano se hizo en las propias bocas del Orinoco, por Cristóbal Colón en su tercer viaje a las Indias Occidentales en 1498. Fue entonces cuando la vista de la vasta extensión de agua arrojada al mar hasta 414


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más de cuarenta leguas por el poderoso delta del Orinoco lo convenció de que no se encontraba ya frente a una isla sino a un continente, que todavía creía ser la India de Asia. El gran navegante confesó que nunca había corrido un peligro más grande que en ese lugar, tan grande es el choque del río con el mar. Desde que Las Casas, el valiente protector y defensor de los indios, 23 años más tarde fracasó en su obra de colonización en la costa de Cumaná (al noreste del Orinoco), sus dignos émulos, primero los dominicos, luego los franciscanos y luego los jesuitas, pese a los grandes peligros, no han dejado de intentar penetrar al interior de Venezuela para continuar su obra, evangelizar a los salvajes. A finales del siglo XVI, una docena de estos padres misioneros, repartidos por el Bajo Orinoco, lograron convertir tribus en­ teras, atraer a los indios nómadas, fundar pueblos, misiones y establecimientos como los del Paraguay. Durante más de dos siglos casi todas las tribus quedaron sometidas a sus leyes y a su poder espiritual y aun temporal, con la salvedad de las del Alto Orinoco, donde los padres franciscanos no llegaron a fundar misiones sino a mediados del siglo XVIII, después de la expulsión de los jesuitas. Estas misiones hicieron contrapeso a los excesos de los conquistadores en busca del fabuloso Dorado y su mítica Manoa, la ciudad de oro que se mira en las ondas plateadas del legendario lago Parima, y lograron terminar con las inhumanas entradas, esas incursiones de aventureros y mercaderes españoles, portugueses y otros que, por el río Negro y el Atabapo, llegaban hasta las orillas del Orinoco a secuestrar indios para ir a venderlos como esclavos en la costa. Todas las riquezas del interior venían a apilarse en Maracapaná, a orillas del Manzanares, al sur de Cumaná, y allí llevaban los traficantes de esclavos su tropel de indios para venderlos. En una ocasión, un solo traficante partió hacia allí con cuatro mil indios, pero durante el viaje, el cansancio y el hambre diezmaron a centenares de estos infelices. Durante la primera revolución suramericana, cuando Venezuela se libró del yugo español y proclamó su independencia en 1820, se suprimieron o destruyeron las misiones37, desde entonces, los indios de éstas volvieron a su vida nómada. Sin embargo, cuando uno piensa en Manuel Asunción, en el origen de su nombre, en su gran hospitalidad, en su vida patriarcal, en la bendición dada a su hijo, en su saludo de despedida cuando partimos a las fuentes, uno se ve obligado a reconocer la gran obra de las misiones, cuya profunda influencia moral, más de sesenta años des­ pués de que fueron destruidas, se siente todavía poderosamente en las profundidades de la selva virgen, en seres que han regresado al estado natural, con todos sus instintos salvajes. Aunque en Francia ciertos libros nos previenen contra los jesuitas, aquí me veo obligado a hacerles justicia: desde ahora en adelante, en mi recuerdo, la siniestra fi­ gura de Rodin ha quedado enteramente eclipsada por la angelical imagen del misio415


A “Plaza de San Fernando” Grafito sobre papel beige • 5 de enero de 1887


SA N F E R N A N D O D E ATABAPO

ñero Gabriel. Porque sucede que aquí, en el propio campo de su apostolado, en esta tierra que regaron con su sudor y hasta con su sangre, en este suelo hostil que con­ quistaron con su paciente energía, con su dulzura y su buena nueva, siento muy hon­ damente todo lo que fue la benéfica obra de los misioneros; aún más, casi como por instinto, en todas partes, en todas las chozas y pueblos donde desembarcamos, me sentía como si estuviese en su casa, adivinaba su antigua presencia y deploraba el vacío de su ausencia. ¡Me inclino humildemente ante esos insignes precursores! Sin otras armas que la fe más ardiente, que insufla la voluntad, el coraje y la fuerza de persuasión, esos admi­ rables apóstoles, después de haber hecho el sacrificio de su vida, vinieron para exponer­ se a los peores sufrimientos. ¿Para qué? Para salvar almas y sembrar en ellas la esperanza. La obra moral y el valor de un explorador armado de pies a cabeza, no es nada frente a uno de estos humildes héroes, mártires de su fe. Si mi corazón fuese libre, yo no vacila­ ría en cambiar mi misión de explorador por la del misionero. Ellos fueron los verdade­ ros pioneros de la civilización, ellos dieron a conocer sus dulzuras, su belleza, sus virtudes, su esperanza, su ideal, mientras que los conquistadores impusieron cruelmente su du­ reza, su avidez, sus vicios. Esta tarde Chaffanjon tuvo un poco de fiebre. Ya han transcurrido los primeros días del nuevo año, días de agitación en Francia, pero aquí, un descansado ocio, muy instructivo. Estos cabos sueltos de historia, las cu­ riosas anécdotas, tan conmovedoras y cautivadoras, han disipado para mí muchas os­ curidades del comienzo de la exploración. 4 DE E N E R O

Antes de partir para el Guaviare con el hijo mayor de Mirabal, Chaffanjon les pagó lo que les debía a nuestros tres fieles marineros, los racionales Chacón, Manuel Luis y Angelo, que están muy contentos de estar en familia otra vez y muy orgullosos de haber hecho semejante viaje . También les pagó a los dos remeros mariquitares y a la familia Caripucu representada por el capitán Pedro, hermano de los dos asesi­ nos. Éstos vendieron sus mercancías e hicieron algunas compras y ahora van a regre­ sar a Cabirima, en la curiara de Ricardo o en la del yerno de Aramare. En cuanto al capitán general de los mariquitares, me entero de que el uniforme de colegial en que se enfundó para la fotografía que le tomamos es el que llevaba el hijo menor de Mirabal, Manuel Eligió, cuando estudiaba en un colegio en Trinidad. Su hermano mayor se lo cambió al jefe indio por un cargamento de bloques de caucho cuyo valor mínimo era de dos mil francos. ¡Gran negocio! ¡Pobres indios, cómo son presa de los mercaderes, aun de los mejores! 417


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Eligió Mirabal estudió un año en un colegio en Trinidad, de modo que sabe inglés, así que lo que yo no puedo decir bien en español, lo digo en inglés y así nos entendemos muy bien. No obstante, si es cierto que me cuesta mucho expresarme en español, cada día lo entiendo más y lo traduzco fácilmente. De modo que aquí, con Eligió, voy a leer mucho y a progresar. Ayer y hoy fui con Eligió después de la cena a visitar al señor Siso, que muy amable­ mente nos había entregado una carta que el amigo Weil le confió en Caicara. Así es como se hace aquí el correo. Cuando en los pueblos a las orillas del Orinoco se enteran de que un mercader o un indio sube o baja por el río, la gente le confía sus cartas, que por lo general siempre llegan a su destinatario. La carta de Weil, fechada en Caicara el 3 de octubre, nos informa que en ese mo­ mento no había terminado aún su negocio y que mi paquete de dibujos y notas estaba todavía en sus manos; pensaba llevarlo consigo en vapor unos ocho o diez días más tarde. De modo que más o menos el 15 de octubre debía de estar ya en Ciudad Bolívar: calculando unos quince días antes de partir a Trinidad y de allí a Francia, ustedes segu­ ramente recibieron ya mi diario y mis apuntes más o menos en los primeros días de diciembre, justo en el momento en que estábamos a punto de culminar nuestra mi­ sión. Me es grato también pensar que poco tiempo después han debido recibir mis cartas de San Fernando confiadas al gentil cuidado de Guadalupe Molina38. Esta noche la pulpería del señor Siso estaba arreglada de modo muy pintoresco. Colgados por los cuatro costados de la pieza, unos lujosos chinchorros de niños, en­ vueltos en mosquiteros de colores brillantes tapaban las mercancías apiladas en los estantes y ponían en el cuarto una nota de un efecto muy artístico. Muchachos y muchachitas* dormían allí profundamente. El pronto regreso de Guadalupe Molina y la esperada llegada de un nuevo goberna­ dor que trae consigo sus fuerzas armadas fueron los principales temas de nuestra char­ la, que duró hasta las once, acompañada, como es costumbre, de un vaso de ron y muchos cigarrillos. Si el nuevo gobernador llega a San Fernando antes de nuestra partida o si lo encon­ tramos en el camino, va a ser el cuarto gobernador39 del Alto Orinoco que habremos conocido en nuestro viaje. ¿Cuál será el resultado de un cambio de gobierno? ¿Mejora­ rá la suerte de los gomeros, que trabajan tan duro? ¿Darán alguna protección a las tribus indios en lugar de explotar a los indios y hacerlos trabajar a la fuerza? ¿Se los ayudará a desarrollar y perfeccionar sus ingeniosas labores para que puedan sacar un provecho justo de su hermosa artesanía, sus cestas, paneras, mapires y sebucanes teji­ dos con tanto arte? Sería altamente deseable que emplearan a estos indios, remune­ rándolos decentemente, en la explotación de las inmensas riquezas de este país donde abundan la goma de caucho — su principal producto— , las resinas, la vainilla, la yuvía, 418


S A N F E R N A N D O DE ATABAPO

las maderas preciosas, aromáticas y de tinte, la madera de construcción, de carpintería — maderas muy hermosas, de todos los colores, de la más ligera a la más pesada, de la más blanda a la más dura— . Estas maderas podrían ofrecer a la industria una materia prima preciosa ante la cual podría nacer por sí misma la inspiración, y con la cual los escultores seguramente crearían maravillas en artesonados y muebles de precio y du­ ración infinitos. Cuando Guadalupe Molina se marchó del pueblo a Caracas, dejó las riendas del gobierno en las manos de un carpintero, tan capaz de gobernar, según dicen aquí, como una alpargata. La política en Venezuela es uno de los peores flagelos. Un día triunfa el partido A y de inmediato a sus contrarios, los del partido B, se los persigue como bes­ tias feroces y se les achacan todas las fechorías del mundo; al día siguiente, los del par­ tido C se apoderan del gobierno, y los de A y B tienen que huir y esconderse. Por lo tanto, todos estos mercaderes y traficantes, muy sabiamente, no hacen más que lo que conviene a sus intereses; no se meten con los políticos ni con los cambios de gobierno que, según ellos, nada cambian40. Es muy probable que en este país, en el fondo profun­ damente religioso, si en lugar de un nuevo gobernador, anunciasen la llegada de un prelado o un misionero, sería acogido con mucho entusiasmo. 5 DE E N E R O

Apunte de la casa del Gobernador, donde nos alojamos durante nuestra primera estadía. Mientras dibujo, cuatro indios guahibos, vestidos con taparrabo, limpian la gran plaza frente a la casa. Con actitud indolente, cortan el monte para la próxima llegada del nuevo gobernador. Los jóvenes tienen la costumbre de ir a pasar la velada a veces en una casa, a veces en otra. Si hay un instrumento musical, de inmediato organizan un baile, una velada de danza, única distracción de la región, junto con los cigarrillos y el ron, que consumen en abundancia. Las mujeres también beben y fuman tanto como los hombres, y también los ni­ ños; aun niñas de cuatro o cinco años fuman cigarrillos casi tan grandes como ellas. Vi a uno de nuestros marineros indios engullir de un solo golpe una calabaza llena de ron, por lo menos un litro. Las consecuencias fueron terribles y horribles de presen­ ciar. En un santiamén se le descompuso la cara, se puso espantoso, irreconocible; unas violentas convulsiones lo hacían retorcerse de dolor. Sus sufrimientos duraron todo un día y lo dejaron exhausto, como quebrado, débil como un niño. Prometió no hacerlo nunca más. Desgraciadamente, quizá la embriaguez atrofie la memoria y las sensaciones, y es­ tos indios no pueden resistir ante el alcohol. Nuestro marinero, en la primera ocasión, 419


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volvió a sucumbir. Como el pobre Aramare. Más que por las enfermedades, están con­ denados a desaparecer por culpa del aguardiente. ó DF. E N E R O

Entré en una choza que tiene un piso de madera, el único, según me dice Eligió. Y pensar que resultaría tan fácil procurarse un alojamiento saneado: aquí la madera no falta y es muy hermosa y de la mejor calidad. El señor Manuel Rodríguez me regala una bonita cerbatana y un pequeño carcaj maquiritare admirablemente tejido, que contiene algunas flechas envenenadas de cu­ rare41. Lo hace por pura simpatía, según dice, y me da, además, un mapire lleno de na­ ranjas, una delicia para las mañanas. Yo, para agradecerle sus amabilidades, pinto su retrato. Aquí, las indias, sobre todo las banivas, reman y empuñan el timón como los hom­ bres. Aún más, en varias chozas donde no hay sino un indio y su mujer, se turnan para remar. Desde la infancia, tanto las muchachas como los muchachos tienen buen pie en una curiaríta en tanto a mí me cuesta mucho mantener el equilibrio y no caer. Un viaje contado por un indio o un mestizo es tan interesante de ver como de escuchar: su mímica, los gestos que subrayan la acción, son de lo más expresivos. No hay necesidad de escuchar lo que dicen para entenderlo: con sólo mirar la mano o las manos del que cuenta, uno sabe cuándo está escalando una montaña rocosa, si está entrando en la selva, atravesando una sabana o un río. Con la mirada, uno hace el viaje junto con él. 7 DE E N E R O

Pescamos con dinamita en una pequeña laguna situada en un bosque cerca del pueblo. La laguna es de lo más pintoresca: el sol iluminaba una parte del claro del bos­ que, mientras la otra quedaba bajo la sombra de los grandes árboles que la rodeaban. Unos martines pescadores y unos chupañoresa, colibríes dorados de colores ricos y variados, cruzaban sobre la laguna como flechas de oro. Unos pájaros cantores, sin duda turpiales, desgranaban sus más dulces cantos, como queriendo imponerse al coro de las ranitas celosas. Sin embargo, en cuanto la fuerte detonación del cartucho de di­ namita llenó la selva de ecos y levantó un inmenso penacho de agua, un silencio de muerte se apoderó de todo. Seguramente es la primera vez que los habitantes del claro del bosque han escuchado el estruendo del trueno a plena luz del sol. Unas trabajadoras indias traídas para la ocasión recolectaron los pescados en unas grandes guapas (bandejas); la cosecha fue muy abundante. Una de ellas, a pleno sol, lucía resplandeciente: surgiendo del agua, se destacaba luminosa contra el fondo som­ 420


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brío del bosque, su traje blanco mojado la drapeaba artísticamente y, a pesar de los muchos volantes de la falda, marcaba todos sus movimientos y dibujaba admirable­ mente las formas de su cuerpo flexible. Calderón, un amigo de Eligió, nos hace quedar a almorzar varias veces mientras pinto su retrato y el de su mujer, Pedrita, una dulce y encantadora mestiza. Invitados de nuevo a pasar la velada, nos da la agradable y delicada sorpresa de servirnos, en vez del clásico ron, un chocolate con leche y unos panecillos, no de maíz sino de trigo, cosa inestimable. Me creí en Francia. Además, en todas las pulperías y casas que he visitado, encuentro productos franceses, cajas, conservas, botellas, frascos con etiquetas france­ sas que acaricio con la mirada. ¡Me produce una suave dicha ver que exportamos tan lejos y tan grandes cantidades!, lo cual no quiere decir que nuestros competidores se descuiden: los productos ingleses y estadounidenses también abundan. Como recuerdo por los dibujos que le hice, Calderón me regaló una larga cerbatana y un bellísimo carcaj (púa) lleno de flechitas envenenadas con curare, dignos de figurar en el Museo del Trocadero. Chaffanjon se va a alegrar mucho. De vez en cuando todavía me extraigo algunas niguas que se me han metido en la planta de los pies. Después de la extracción cabría un guisante pequeño en el lugar donde estaba la nigua. Cauterizo la herida con un poco de alcohol y le pongo una bolita de tabaco masticado. Dicen que es peligroso mojar la herida después de la extracción, pues esto podría producir tétanos. Eligió me cita varios ejemplos, lo cual no nos impide, confiando en mi cauterización, ir juntos a darnos un buen baño todas la mañanas y hasta en la noche, si hay luna llena; nos sumergimos en las aguas oscuras, sabrosas, límpidas y vivificantes del Atabapo. Noches magníficas, tan hermosas, que nos cuesta decidirnos regresar a casa a dormir. ¿No es algo sorprendente que no haya tenido un acceso de fiebre desde hace doce días que estoy en San Fernando? Nunca me he sentido mejor. La verdad es que no ha llovido desde que llegamos, y la humedad de la atmósfera, junto con los mosquitos, es ciertamente una de las causas principales de mi fiebre. En los alrededores del pueblo la caza no abunda, aunque a veces llega una danta (tam­ bién llamada tapir) perdida por los aledaños y de inmediato la cazan; otras veces es un venado (o ciervo) y ese día es de fiesta —las conversaciones de los pobladores no tienen otro tema que el venado— . Todavía se habla de un tigre que el hambre llevó al patio de la casa de los Mirabal, la primera del pueblo, donde se comió dos gallinas y un perro. Sus motivos quedaron muy claros: era un viejo jaguar desdentado y de garras gastadas, y como ya no podía cazar, vino, arriesgando la vida, a buscar una presa fácil Por consiguiente, en el pueblo la comida suele consistir en cazabe, yuca, plátanos fritos, maíz asado y huevos preparados de diversas maneras. Sin embargo, para sus 421


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“Casa Mirabal” Grafito sobre papel • 12 de enero de 1887


SAN' F E R N A N D O DE ATABAPO

huéspedes, el señor Manuel José trata de variar el menú añadiéndole ya sea pescado — que hay que ir a pescar, gran trabajo en este país de famiente—, ya sea cacería con­ servada, danta, báquiro o chigüire que los marineros o los indios cazaron por el cami­ no. Ayer tuvimos sopa de tortuga; hoy baba, una especie de saurio más pequeño que un caimán. Al freiría, se disimula el gusto almizclado, y cuando se tiene hambre, resulta deliciosa. ¿Será un efecto del clima o de mi anemia? Quisiera que aquí todas las horas fueran para comer — me parece que nunca más podré saciar mi hambre— . De modo que las tres veces al día que nos sentamos a la mesa resultan muy desea­ bles. Cada comida dura unos diez minutos; no se bebe nada mientras se come, sólo una taza de café con los últimos bocados. No se usan ni vasos ni servilletas, sólo un mantel con el cual uno se limpia la boca y los dedos, y, aunque hay cucharas y tene­ dores, las más de las veces se usan los dedos, una costumbre adquirida viajando por el río. Ya les he dicho que las mujeres no se sientan a la mesa con los hombres. La señora Mirabal y sus cuatro muchachitas (sus nietas) comen bajo un tejado interior o a la sombra en el patio, sentadas en el suelo sobre una esterilla. La dueña de la casa reina en la cocina ayudada por dos sirvientas indias. Una de éstas nos sirve la mesa. Estas sirvientas son, por lo regular, puinabes o banivas, dulces y serviciales. Las tratan muy bien y parecen formar parte de la familia. Manuel José es la sobriedad personificada, no fuma, y muy rara vez bebe alcohol, en las ocasiones festivas. Durante las comidas se habla poco; parece que hubiese prisa por terminar con la obligación de comer. Sentado entre el padre y el hijo, me esfuerzo por imitar sus movimientos rápidos. Aquí, como en todas las casas donde me han recibido con Eligió, las reglas de la hospitalidad son respetadas estrictamente y muy practicadas. Tanto en casa de los Mirabal como en la de Manuel Asunción, es siempre la misma vida patriarcal: impre­ siona la obediencia pasiva, la profunda deferencia que muestran los hijos a su padre y la consideración casi religiosa de todos por el jefe de la familia, un verdadero patriarca. Después del baño matutino, una buena taza de café negro nos espera (no hay leche porque casi no hay ganado), y luego desayunamos con cazabe o con una tortilla de huevos de tortuga o plátanos fritos. De inmediato empieza el bochornoso calor; el sol se levanta y va calentando el te­ cho de zinc de la pulpería. Entonces, en el cuarto de Eligió convertido en taller de pintu­ ra (un rincón de la pulpería separado por un tabique de tablas) continúo el retrato de Manuel Eligió que comencé hace unos días. Mi nuevo amigo no ha desmentido nunca mi simpática impresión del primer día, por el contrario, sus delicadas atenciones la confirman cada día más y manifiestan un apego sincero cada vez más marcado. Todos los días se me revela una concordancia de 423


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sentimientos, una afinidad de gustos, de pensamientos y, ahora, un verdadero afecto que sentimos el uno por el otro. Confieso que, gracias a él, esta estadía forzada en San Fernando se vuelve más tolerable. No nos separamos casi nunca, pues pasamos los días juntos. Entre los largos des­ cansos del retrato, leo, escribo, compulso mis notas mientras él se mece en su chincho­ rro fumando o tocando la mandolina. Si hace su contabilidad o se presenta algún cliente, yo pinto o, a la vez, me mezo en la hamaca leyendo, o escuchando lo que se dice. La pulpería y almacén de nuestro huésped no es más que un gran cuarto (una pieza amplia) dividido por dos tabiques de madera en los cuales están clavados los estantes para la mercancía. Entre estos tabiques están apiladas las latas de conserva. Una espe­ cie de banco para exhibir la mercancía sirve también de asiento y de mesa para los clientes a los que nunca nada les urge y que hablan interminablemente de sus asuntos bebiendo muchos vasos de ron y fumando muchísimos cigarrillos. Todos los clientes, comerciantes, gomeros, peones, blancos, negros, indios, mesti­ zos o zambos, no hablan más que de negocios, comida, damajuanas de ron, tabaco y reales, sobre todo reales, dinero y siempre dinero. En una tienda, esto es bastante normal y, además, qué otra cosa puede decir un pueblo excesivamente indolente, desprovisto de arte y de industria. No piensan más que en vivir lo más tranquilos que puedan, sin esfuerzos, siguiendo la ley natural de satisfacer las necesidades materiales más imperiosas, meta de todo ser vivo. Evitan, por encima de todo, hablar de política, y las conversaciones tratan de la calidad superior de la carne de tal o cual animal: unos prefieren el mono al jabalí, el jabalí al tapir; otro no come raya, pero le encanta el caimán, otro, en fin, halla deliciosa la carne de la pereza, etc. Y cuando se agotan las recetas de cocina y los platos favoritos, se habla de tráfico, de negocios y, cosa interesante, los comerciantes o los gomeros lle­ gan a contar, uno tras otro, algunas historias de indios, de tigres y de serpientes, que se transmiten de generación en generación, o algún incidente curioso de sus viajes, con observaciones y detalles personales a menudo muy ingeniosos y agudos. También en Francia, en los cafés — las pulperías de nuestro viejo continente— se dispensa más agudeza que dinero, pero la política desempeña un papel muy importan­ te, está presente en todas las conversaciones, se critica todo, se hacen y deshacen los gobiernos varias veces al día. En Venezuela, hermanita latina de Francia, la política no está ausente; allá, en la capital y en las provincias del litoral, hay focos de insurrección, la política también lo carcome todo. Pero en este pueblito del Alto Orinoco, perdido en medio de la sabana y de las soledades boscosas, lejos de las tempestades políticas, la gente se cuida. Apenas mencionan la llegada del nuevo gobernador: se lo acogerá con serenidad, como un ves­ tigio del último movimiento político, como un simple testigo de lo que sucede allá. Tal 424


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es la vida, el pasatiempo cotidiano de este pueblo comerciante. Y así van pasando los días, sin esfuerzos, sin que sientan la necesidad de mejorar su bienestar ni de aumentar su comercio, y ello por apatía. Además, pecan por la base, tanto desde el punto de vista político como económico e industrial. En política, gobiernos inestables, los gobernado­ res cambian, pero todo sigue igual, no cambia nada. Desde el punto de vista económico, no le sacan partido ni a una centésima de milé­ simo de las inmensas riquezas y productos del país. La agricultura carece de fuerza de trabajo, la gente se contenta con lo que les prodiga la naturaleza. En cuanto ala industria, es casi inexistente. Cuando los comerciantes van a Ciudad Bolívar a hacer compras, adquieren productos manufacturados, objetos mecánicos que, por falta de industrias, son desechados en cuanto se rompe alguna pieza o se descom­ ponen. Casi todos poseen fusiles y revólveres último modelo a los que si les falta aun­ que sea un tornillo quedan inutilizables. Lo mismo sucede con los objetos industriales a falta de mano de obra calificada para repararlos. La mayoría usa los artefactos más perfeccionados como usan los niños sus juguetes. El carpintero, el gobernador interino, es la excepción; es el único artesano del pueblo, así como lo es Manuel José Mirabal, activo, industrioso, que no se contenta con traficar y, en cambio, cultiva la tierra para obtener de la naturaleza pródiga todo lo que ofrece. También, aún más arriba, en el Alto Orinoco, hay algunas chozas de gomeros; éstos son verdaderos trabajadores, pescadores y cazadores, que se ganan a duras penas la vida. Son seres útiles al país, al mundo, que explotan miserablemente las incalculables riquezas de caucho, resinas y productos de todo tipo que, por la intermediación de los traficantes de aquí, sirven para la exportación. Desgraciada­ mente, a estos pobres productores los explotan al máximo los mercaderes, los cuales, a su vez, son apremiados en gran medida por los comerciantes de Ciudad Bolívar. Sin tomarse el menor trabajo y sin correr ningún riesgo, estos mercaderes son los que más se aprovechan del trabajo de los gomeros. Si tuviesen conciencia de ello, estos humildes y buenos trabajadores tendrían todo el derecho de enorgullecerse de que toda una población de traficantes, mercaderes y hombres de negocio viven de su dura labor, pero, por otra parte, cuán legítima sería también su indignada rebelión si supiesen que ellos, los explotados, agobiados por el duro trabajo y la miseria, se en­ deudan cada día más en tanto que sus explotadores, los intermediarios, se enrique­ cen y engordan con el fruto de su sudor. Quizá la satisfacción de ser libres e independientes, en medio de la naturaleza salvaje, compensa ampliamente la dura labor a la que se someten voluntariamente. Ojalá el nuevo gobernador pueda hallar algún remedio a esta triste situación. Em­ pero, en este país, como en todas partes en verdad, los dirigentes cambian... y se pare­ cen unos a otros42. 425


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ñ . A la ribera del río” Pluma y tinta negra sobre papel • 1887


SA N F E R N A N D O DE ATABAPO

Cuando el cliente se marcha, seguimos con el retrato hasta que cae la noche, con pausas para descansar y divertirnos. 14 DE E N E R O

Terminé el retrato al óleo de Eligió y he empezado otro a lápiz. Quiero dejarle bue­ nos recuerdos. Como ayer, lluvia toda la tarde, Eligió y yo nos quedamos en su cuarto, separado de la pulpería por un tabique. Como esta parte de la construcción está recubierta de plan­ chas de zinc, es imposible imaginar el terrible estruendo que hacen las gotas de lluvia del tamaño de una nuez sobre estas planchas sonoras. Diez tambores golpeados a todo dar no harían más ruido. Resulta imposible dibujar o conversar, de modo que leemos saboreando un ponche de ron con azúcar y vainilla y dos huevos batidos que Eligió hizo buscar por todo el pueblo. Confieso que el ruido de las cataratas sobre las planchas metálicas nos dejaba bastante indiferentes. Los techos de las casas de San Fernando están hechos de hojas de palma chiquichique y no de moricbe, como en el Bajo Orinoco, en La Urbana y en Caicara, por ejemplo, donde los cuartos despedían un asqueroso olor a murciélago. Creo ya haberlo escrito, pero prefiero repetirme a omitir algo. Las paredes son de barro, sostenidas por travesaños de madera y encaladas por fuera y por dentro. De piso, el suelo, la tierra más o menos apisonada, así que hay que colocar bien las cuatro patas de la silla cuando uno se sienta. Las sillas son primitivas y de construcción sim­ ple: unas sóbdas armazones cuadradas de madera con el asiento y el respaldar cubier­ tos de cueros de animal, venado, tigre, etc. En el conjunto de las casas del pueblo se ven algunos techos de zinc que reflejan el sol y encandilan la vista; además, desentonan mucho en la pintoresca armonía de los techos de hojas de palma. Aunque es cierto que esta innovación, desdichada desde el punto de vista de la estética, ofrece una mayor seguridad en caso de incendio, no tiene, en cambio, ninguna otra ventaja práctica. Las dos principales causas de molestia con­ tra las que debería ofrecer protección, el sol y la lluvia, se vuelven peores. Aquí cuando llueve es asombroso: llueven torrentes, y las enormes gotas, al caer sobre las planchas de zinc, hacen un estruendo tal que toda ocupación se hace imposible. Si hace sol, las planchas metálicas se calientan al rojo vivo y pronto la casa se convierte en un horno sofocante. Manuel José, buscando mejorar las condiciones de vida, fue el primero en introducirla aquí, una iniciativa infeliz. Espero que estas antiestéticas e imprácticas planchas no resulten contagiosas y contaminen a todo el pueblo43. Salvo uno o dos tipos de mujer mestiza de blanco e indio, de rasgos finos, la mayo­ ría de las mujeres son zambas, mezcla de negro e indio, de tez muy oscura, rasgos tos-

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cos, masculinos y sin gusto alguno para vestirse. Desde la más pobre hasta la más rica, todas llevan un vestido ajustado en la cintura, de muselina blanca o algodón, más o menos limpio; la falda tiene volantes y encajes más o menos arrugados. Cualquier efec­ to artístico queda destruido por esos volantes superpuestos, y como los grandes plie­ gues de este ligero atuendo están cortados y en retazos, ya no dibujan los movimientos ágiles que acentúan las líneas armoniosas del cuerpo, como el largo vestido directorio que las negras de Martinica saben llevar tan bien. Además, estos vestidos no parecen haber sido hechos para quienes los llevan, pues el talle resulta siempre demasiado largo o demasiado bajo y da la impresión de que en cualquier momento van a dejar su falda por el camino. La mayoría de ellas andan des­ calzas y otras arrastran alpargatas sucias y deshilachadas. Al ojo de un pintor no puede seducirlo este desastroso vestido femenino, de lo más pretencioso y de mal gusto. Por lo general, todas las mujeres tienen mala dentadura. Las visitas que se hacen las habitantes del pueblo, las indias civilizadas, son bastan­ te curiosas. La señora Mirabal es india y hoy es su día de recibir visitas. En la pieza de recepción hay en verdad algunas sillas, pero parecen de adorno, nadie las usa. La dueña de la casa está sentada en el suelo sobre una gran esterilla, dedicada a labores de costu­ ra. Al ir llegando las visitas, no interrumpe su labor, y éstas se sientan también en el suelo formando un círculo a su alrededor. Ya expresadas las cortesías de rigor y evocado el recuerdo de la pequeña muerta, la anfitriona hace que traigan el tabaco y las hojas de plátano secas que sirven de papel de cigarrillos. Entonces, enrolla cigarrillos mientras las visitantes hacen girar entre los dedos una paja cualquiera, una hoja o un trozo de tela recogido del suelo al alcance de la mano. Después de encender el primer cigarrillo y aspirar varias bocanadas, la anfitriona se lo pasa a la que está a su lado, ésta se lo lleva a la boca, inhala dos o tres veces y se lo pasa a su vecina, y así el cigarrillo circula hasta que se extingue. Entretanto, ha empezado a circular otro cigarrillo y se sueltan las lenguas. Las cuatro niñitas Mirabal, que han tomado su puesto en el círculo, fuman también como la gente grande. La conversación general es sobre la cocina, la comida, las fiebres, las enfermedades, los mosquitos. La moda les preocupa bastante, al menos para rivalizar entre ellas sobre quién le pone más de esos feos volantes a su vestido. Todas las peonas y sirvientas son indias de diversas tribus —las más empleadas aquí son puinabes y banivas— . La puinabe es una raza mezclada; algunos de ellos tienen ojos muy bellos y rasgos bastante finos, salvo la nariz, un poco gruesa. Alas indias las toman desde muy jóvenes como sirvientas y las tratan como si fueran de la familia; las más de las veces se convier­ ten en la segunda mujer del jefe de familia. Sin duda, por la falta de curas, las uniones libres son más usuales que los matrimonios legítimos. Nuestro anfitrión es un ejemplo de ello; estuvo casado con una criolla blanca y de este primer matrimonio tuvo tres 428


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hijos varones. Cuando enviudó, se casó, legítimamente o no, con su sirvienta india y tuvo con ella cinco niñas. Debido a la ausencia de las mujeres en la mesa de los hombres, la vida familiar carece de intimidad. Está dividida: los hombres por un lado, las mujeres por otro, y éstas, sumisas y respetuosas no sólo con el patriarca sino también con sus hijos, pare­ cen no ser otra cosa que humildes sirvientas, como sus peonas. Eligió habla rara vez de su madrastra y de sus hermanitas, a las que quiere, sin embargo. ¿Qué será de ellas después de la muerte del padre? Los hijos del primer matrimonio van a tener todos los derechos y estoy seguro de que el hijo mayor se encargará de reclamarlos. La gran ma­ yoría de los habitantes están en el mismo caso; Guadalupe Molina, entre otros, tenía varias peonas como mujeres ilegítimas. ¿Será porque el alimento es escaso y difícil de obtener que preocupa tanto y es tema de todas las conversaciones? No obstante, a juzgar por mis anfitriones, considero que el venezolano es, por lo general, muy sobrio. Altos, flexibles, secos de carne sin ser flacos, los blancos de pura raza española, los Mirabal, los Molina, sin desdeñar la comida, tienen, no obstante, un ideal más elevado: gentilhombres distinguidos, caballeros cultivados, tienen sed de conocimiento, se inte­ resan por todos los progresos de la ciencia, gustan mucho de la literatura y les gusta también hablar de arte. Aquí no se ven las grandes barrigas de Europa, producto poco estético de nuestras ciudades y de una civilización demasiado refinada. Es verdad que los niños tienen el vientre bastante redondeado, pero es cosa que no choca, como tampoco en los indios, un tanto glotones y cuyo estómago, de una gran capacidad, se infla desmesuradamen­ te después de cada comida demasiado copiosa. En cuanto a las mujeres, la costumbre de llevarlo todo encima de la cabeza les hace arquear el cuerpo y proyectar hacia delan­ te el pecho y una barriga a veces muy prominente. Esto da como resultado una silueta, si no muy estética, sí muy curiosa y original. Tengo que acordarme de que en Francia podría confeccionarme una hamaca ya sea con una tela muy fuerte, una tela de tienda de campaña que se pueda deshilachar, o bien con un tapete grueso de mesa o una manta sólida, o simplemente con cuerdas tejidas44. 17 DF. E N E R O

Partida de Manuel Eligió. Su padre lo envía a traficar con los indios de los alrededo­ res. Este hombre activo nunca deja por mucho tiempo ociosos a sus hijos. Según él, ésta es la mejor época para recolectar caucho. Desde hace ya dos días, Eligió hace sus prepa­ rativos, y durante toda la mañana tres marineros han estado transportando las mer­ cancías de trueque y los utensilios y provisiones necesarias a la carroza de la curiara. 429


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¡Qué triste estoy! ¿Por qué lo habré conocido? ¿Lo volveré a ver algún día? La vida está hecha de desgarramientos. San Fernando me pesa ahora, está vacío y, pese a otras simpatías, no pienso más que en regresar rápidamente a Ciudad Bolívar. Aun con la partida de Eligió, cuando me he quedado solo con Manuel José, su mujer y sus cuatro niñas no comparten la mesa con nosotros. Para llenar el gran vacío dejado por la partida del hijo, empleo mis mañanas pin­ tando el retrato del padre. Sin embargo, siempre con la misma anemia, me cuesta mu­ cho imponerme un trabajo demasiado aplicado en el horno de la pulpería, con su techo de zinc calentado al rojo vivo por el sol. Con Eligió me sentía más libre que con su padre: retomábamos la pose a cada rato, había largos descansos y múltiples interme­ dios. Yo pintaba sin presiones, con decisión y hasta con audacia. En cambio, frente a este amable pero grave personaje, siento que no me atrevo a nada y aún menos porque quiero lograr bien su retrato. Entonces, para no abusar de mi imponente modelo y liberarlo lo más pronto posi­ ble, pinto durante largos ratos seguidos, pero cuando me aplico demasiado, me crispo, una tensión demasiado larga me crispa y cada vez que termina una sesión siento un gran cansancio y un violento dolor de cabeza. Como justa compensación a mis esfuerzos, que ignora, Manuel José, sin dejar de posar, me aclara muchos puntos oscuros sobre los indios y las misiones, así como he­ chos históricos extremadamente importantes. Durante esta segunda estadía aquí he aprendido más sobre la historia del Orinoco que durante toda nuestra exploración. Es verdad que ahora entiendo mejor el español y que además de los relatos que he escu­ chado, también he aprovechado muy bien la pequeña biblioteca de mi anfitrión. Sin embargo, con estos dolores de cabeza repetidos, empiezo a sentir los síntomas que anun­ cian una fiebre. Cuánto tiempo perdido por estas malditas fiebres. Qué grandes cosas hubiese podido hacer, pero tenía las manos atadas, sin gusto por nada y sin fuerzas. Sin embargo, aquí, gracias al respiro que me permitieron, voy a dejar varios retra­ tos, al menos seis, sin contar este último y los que pinté durante mi primera visita; ¡todos buenos recuerdos, tan lejos de Francia! Chaffanjon y Manuel José (hijo) regresaron anoche de su viaje de negocios al Guaviare. ¿Por qué, entonces, nos quedamos tanto tiempo en San Fernando a pesar del ardiente deseo de estar en Ciudad Bolívar? Porque faltan hombres y embarcaciones. Los hombres (indios y racionales) se han ido a recolectar caucho, y en cuanto a las embarcaciones disponibles, algunas son demasiado pequeñas para que quepan las mer­ cancías, nuestros materiales y equipajes, otras son demasiado grandes para poder atra­ vesar los raudales de Maipures y Atures. Hoy estamos a 21 y nos falta por lo menos una semana antes de salir de aquí, según me dice Chaffanjon; acaba de salir una comisión en busca de hombres y embarcaciones. 430


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Continué el retrato de nuestro anfitrión en la mañana. En la tarde, pesca con barbasco en una de las muchas lagunas engastadas en los bosques circundantes. Cuando las crecidas de los ríos disminuyen, dejan en las partes hondas y huecas de la selva unas masas de agua (lagunas, pozos, charcos) donde queda encerrada una gran cantidad de peces. Fue en una de estas pintorescas lagunas donde arrojamos hace poco un cartucho de dinamita, pero hoy nos procuramos pescados con un método más primitivo. La raíz de la liana barbasco macerada y arrojada en las aguas estancadas tiene la propiedad de dormir a los peces, que, intoxicados, afloran a la superficie del agua como muertos. Entonces, las indias y los niños los recogen con la ayuda de cestas, guapas o mapires. Tuvimos una gran cosecha. También se puede usar exitosamente la nuez vómica, pero luego hay que limpiar muy bien el pescado para evitar los cólicos. Ésta se usa hasta en agua corriente. 22 DE ENERO

Hoy, fiebre. No tengo gusto por nada. Casi un mes sin sentir ningún dolor de cabe­ za grave, ni escalofríos, y ahora otra vez. ¡Vaya! A orillas del río, refugiado bajo un viejo techo de falca, vive miserablemente un pobre leproso. Todo el día se oyen los gemidos de este infeliz. Desde la cabeza ente­ ramente desnuda hasta la planta de los pies no es más que una sola llaga, una costra. Cada cual le trae algo de comida que depositan lejos de él, pero nadie se preocupa, ni siquiera sus allegados, por llevarlo al leprocomio en las cercanías de Caracas, donde aún hoy está hacinado un centenar de estos pobres seres de uno y otro sexo. Algunos dicen que en el leprocomio no estaría mejor que donde está. Como Guzmán Blanco suprimió los conventos y expulsó a los religiosos, desde hace una veintena de años los cuidados allí los dispensan asalariados, más preocupados por su interés personal que por el de los enfermos. Y dicen que estos servidores a sueldo no pueden tener el mismo apego a su trabajo y la misma abnegación que las almas elegi­ das que se entregan enteramente por caridad, por amor, como pasa actualmente en el leprocomio de Cocoritas en Trinidad. Sin embargo, no se ven aquí, como en Maipures y Atures, los pobladores con las manos y los pies cubiertos de costras. En la región casi no hay mosquitos y es mucho más sana que en las Cataratas, Caicara y Las Bonitas, donde pulula la plaga. Sus constantes picaduras tan irritantes provocan terribles comezones que vuel­ ven más grave el mal, ya que se forman llagas purulentas que pueden llegar a pare­ cerse a la misma lepra. 431


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23 Y 2 4 DE E N E R O

La misma fiebre todas las noches. Estas noches de insomnio y malestar me consu­ men. Son tan largas y penosas, cuántos pensamientos me asaltan entonces y todos vuelan hacia Francia junto a los seres queridos. Los vuelvo a ver a todos y todas las cosas con tanta nitidez, que llegan a ser casi una realidad y no me puedo dormir. Hay un campamento de indios guahibos en una gran roca a orillas del Atabapo, casi frente a la casa de los Mirabal. Mientras los hombres trabajan quitando el monte de los caminos y en otros trabajos diversos en vista de la llegada del Gobernador, las mujeres se quedan en el campamento preparándoles la comida. Durante nuestra pri­ mera visita, las aguas del Atabapo lamían los pequeños conucos delante de las casas, pero ahora que ha disminuido la crecida, ha quedado al descubierto una ancha banda de rocas graníticas que desvía el curso del Atabapo y lo aleja del pueblo. Sobre una de estas rocas, estos indios guahibos, que están de paso, se han fabricado un refugio de lo más pintoresco con unas pértigas, unas palmas y unas mantas coloreadas que van dis­ poniendo según la posición del sol. Efectúan tres cambios diarios: en la mañana colo­ can las palmas hacia el Este, al mediodía las usan como techo para meterse debajo, y en la noche las vuelven hacia el poniente. Es en ese momento cuando la vista resulta más impresionante. Contra un cielo en llamas que se fusiona con un río de oro, se destaca sobre la cresta azul oscuro de la roca la pintoresca silueta del campamento con sus mantas y tiras de tela de colores vivos sostenidas por largas pértigas y elegantes palmas entrecruzadas. Con sus largos cami­ sones, vestidos de múltiples colores, algunas indias cuecen el sancocho, merodean por el campamento o se ponen de cuclillas con poses muy artísticas. Un humo blanco trans­ parente se alza hacia el oro del cielo. En este momento el agua del Atabapo está tan baja, que un inmenso banco de are­ na une la isla de San Fernando con la orilla. El río bordea este banco de arena y va a arrojarse en el Guaviare detrás de la isla. Ayer hicimos un paseo por el banco de arena y llegamos hasta la isla. Desde allí el pueblo se veía en toda su extensión, bien asentado sobre la orilla rocosa. Hay cantidad de hormigas; San Fernando es la región donde más hormigas he vis­ to. Se meten por todas partes y cuesta muchísimo protegerse de ellas. Ya durante nues­ tra primera visita resultaba muy trabajoso preservar el papelón. Y esta mañana tuve una sorpresa muy desagradable. Tenía pensado llevarme a Francia una tortuguita te­ rrestre no más grande que una mano. Todas las noches, al acostarme, la ponía debajo de mi hamaca y doblaba hacia adentro la parte de abajo de mi mosquitero que toca el suelo para impedirle el escape. La tortuga estaba allí abajo como en una jaula y yo podía dormir tranquilo sin preocuparme por ella. Todas las mañanas, mi primera mirada era para la tortuguita. Esta mañana me llevé una gran sorpresa al despertar y ver una cabe432


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cita muy rara, descolorida y sin vida emerger del caparazón. Lo tomé en mis manos, y estaba vacío: solo un esqueleto se adhería a él. En una noche, las hormigas se la habían comido viva. Estos voraces insectos se comieron otras dos tortugas en casa del carpintero, el gobernador interino, y en otra casa, devoraron un mono. Cuando los indios quieren expresar su odio hacia sus enemigos, los condenan a las hormigas: “Que te devoren las hormigas”, o sea, que mueras sin sepultura, como las bestias salvajes. Y, ¿no resulta sorprendente el hecho de que, durmiendo en el suelo, sobre una roca, sobre la arena y hasta en una hamaca cerca de un hormiguero, de un nido de termitas u otros insectos que pululan aquí, ninguno de estos insectos tan ávidos se haya introducido por los orificios a su disposición, la boca, la nariz, las orejas? Tener una hormiga metida en la oreja debe de ser como para volverse loco. Es dable creer que la sabia naturaleza, o más bien la Providencia, sabe hacer las cosas y que la cera protectora las ahuyenta. En algunas tribus indios, cuando quieren elegir a un caci­ que, lo sometían a múltiples pruebas, entre otras, la de las hormigas. Consistía en atar las manos del candidato y meterle la cabeza en un saco lleno de hormigas. Si durante el tiempo pautado aguantaba las crueles picadas sin una sola queja y sin moverse, se le consideraba digno de gobernar. Cuando uno piensa que hay hombres que se han sometido voluntariamente a se­ mejante suplicio, hay que suponer, o que los indios no tienen nuestra sensibilidad, o que la voluntad y la ambición son capaces, al igual que la fe, de templar a los hombres y convertirlos en mártires. Dudo de que Bonaparte hubiese querido obtener el trono con semejantes condiciones. Cada casa aquí posee al menos dos o tres loros y uno o dos monos. Son tan comu­ nes como entre nosotros los canarios. Ya han anunciado la llegada del nuevo gobernador. Se apresuran los preparativos para recibirlo. Los indios guahibos siguen cortando la hierba de los caminos y limpian­ do el acceso a la casa del gobernador, donde nos alojamos el pasado octubre. Buscan provisiones para prepararle una cena de honor. Viene, al parecer, con una fuerza de 25 hombres, más que suficiente para el territorio del Alto Orinoco. Está prevista una tor­ tilla de huevos de tortuga terecay. 2 6 DE E N E R O

Llegó el nuevo Gobernador. Visto de lejos no tiene ni el porte ni la distinción de Guadalupe Molina. Alboroto general. El Gobernador y sus hombres se hospedan en la casa de la Gobernación, nuestro antiguo alojamiento. Su secretario es de origen fran­ cés, se llama Henri Page (tu tocayo, Henri, ¡curiosa coincidencia!). Al saber que había aquí dos franceses, Page vino de inmediato a hacernos una visita. Es un amable y ame433


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sra “Vista imaginaria de las fuentes del Orinoco" Tinta y aguada sobre papel • Diciembre de 1886


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no conversador, hablamos largamente con él. En Caracas era el secretario oficial del general Crespo, entonces Presidente de la República. Va a acompañar al Gobernador a San Carlos de Rio Negro, y aquí se quedarán muy poco tiempo. Voy a aprovechar para documentarme y completar en lo posible las informaciones sobre la historia de la región. Nos enteramos de que Guadalupe Molina, el antiguo Gobernador interino, está comprometido en un negocio sucio y que lo acusan de malversación de fondos; el ac­ tual Gobernador tiene la orden de capturarlo y entregarlo a la justicia. Sin duda alguna, se trata de un asunto político o de alguna rivalidad, porque no creo a Guadalupe capaz de una mala acción45. Desdichadamente, en este país siempre sacudido por las guerras intestinas, los que a duras penas tienen el poder no encuentran otra solución para asegurar su mandato que apoderarse de sus predecesores para impedir que los derroquen... y así se suceden uno tras otro los gobiernos inestables... y siempre iguales. Éste es el cuarto gobernador en ocho meses y la suerte de los gomeros, de los productores, los verdaderos trabajado­ res, no mejora nunca. 27 DE E N E R O

Gran fiesta en casa de los Mirabal, un suntuoso festín en honor del nuevo Gober­ nador. Presentaciones de rigor. Cena muy sabrosa aunque demasiado grasa para mi hígado enfermo. Se sacrificó un cerdo para la ocasión y lo adobaron con cuatro sabores diferentes. ¡Uf! Por lo regular no se bebe durante las comidas, pero, por lo extraordina­ rio de las circunstancias, sirvieron guarapo, jugo de caña fermentado. Había dos vasos para ocho invitados: el Gobernador, su secretario el señor Page, el carpintero (goberna­ dor interino) y su escribano, el señor Mirabal y su hijo Manuel José y Chaffanjon y su compañero. Este último, muy anémico, se contentaría con una comida tan sustancial dos veces al mes. Cabe añadir aquí que la anemia de los países calientes no es igual a la de Europa; con una corta estadía en el país amado, todo desaparece. El Gobernador del Alto Orinoco lleva bien sus cincuenta años; tiene el aspecto de un buen burgués y su cara bastante común y sin carácter, no se parece en nada al her­ moso tipo hispano-venezolano de los hermanos Molina y los hijos de Mirabal. Muy cortés y afable, parece animarlo un espíritu de justicia y equidad y haber venido con un objetivo regenerador. Conversaciones sumamente interesantes sobre los diversos y numerosos goberna­ dores anteriores, sus predecesores, sobre el famoso Michelena46 del que habla Jules Crevaux. Michelena, un escritor venezolano, publicó, antes de ser gobernador, un libro sobre el viaje circular (San Fernando, Atabapo, Río Negro, el Casiquiare, el Orinoco, La Esmeralda y retorno a San Fernando) que hicieron Humboldt y Bonpland, para de­ 435


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mostrar que los dos sabios nunca llegaron a más de dos leguas por el Orinoco río arriba de La Esmeralda — cosa que admiten los dos exploradores en el relato de su viaje— . Luego, con la esperanza de completar la exploración del Orinoco y descubrir sus fuentes, Michelena, con una energía poco común pese a sus ochenta y tantos años, se hizo nombrar Gobernador del Alto Orinoco con el fin de preparar su expedi­ ción. Desgraciadamente, en una incursión preliminar por el Atabapo, pereció bajo un derrumbe, muerto por la caída de un árbol inclinado sobre el río que las sucesivas crecidas habían desarraigado. Si hubiese vivido y logrado su proyecto, nosotros no estaríamos aquí. Esta empresa nos estaba reservada y el Gobernador, al felicitarnos, afirma que para bien de la república venezolana va a abrirse un inmenso y fértil campo para la ciencia y la explotación industrial y comercial... Mientras estoy en San Fernando, sería justo y prudente, debido a mi memoria en­ torpecida por la fiebre y la quinina, consignar algunas anotaciones sobre su origen. Desde mediados del siglo XVI, es decir, más de sesenta años después del descubrimien­ to de tierra firme por Cristóbal Colón en 1498, en su tercer viaje a las Indias Occidenta­ les, se habían ido fundando progresivamente misiones o reducciones en las orillas del Bajo Orinoco y sus principales afluentes, en tanto iba avanzando la docilidad y la con­ versión de los pueblos indios. Entre los pueblos no sometidos, los indios caribes, pueblo indomable y el más poderoso del bajo Orinoco, albergaban un odio feroz, y bastante justificado, con­ tra todos los invasores y habían jurado destruir las misiones y dar muerte a todos los misioneros. Sin embargo, pese a sus repetidos ataques, que obligaban a los mi­ sioneros a replegarse y buscar refugios más seguros contra sus mortales enemi­ gos, las misiones lograron extenderse desde el delta del Orinoco hasta los raudales de Atures y Maipures. Hasta mediados del siglo XVIII, los misioneros sólo supieron de las regiones del alto Orinoco de oídas, por los relatos de otros indios, de prisioneros fugados o de pri­ sioneros de otras tribus guerreras47. En esa época, los piratas y los comerciantes portu­ gueses de Brasil subían por el río Negro e incursionaban por la región del Atabapo hasta la confluencia de este río con el Guaviare y el Orinoco. Venían a secuestrar, com­ prar o canjear los indios prisioneros de las tribus en guerra para ir a venderlos como esclavos a los holandeses en la costa. En respuesta al urgente llamado de los misioneros, la Corona española, conmovida con razón por el proceder de sus vecinos, los portugueses, decidió enviar una expedi­ ción encargada de delimitar las tierras que le pertenecían a fin de fundar estableci­ mientos y fortines capaces de hacer respetar sus derechos de posesión y de poner fin a las entradas inhumanas. 436


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En 1756, la Expedición de Límites48, encabezada por el capitán de marina José Solano, subió por el Orinoco, cruzó los raudales de Atures y Maipures y llegó a la confluencia del Orinoco, el Guaviare y el Atabapo. Esta confluencia estaba ocupada por el pueblo más fuerte del alto Orinoco, los guaypunabis, unos indios valientes, belicosos, dignos enemigos de los caribes, firmemente decididos a no permitir la in­ vasión de su territorio. Solano, sin embargo, a quien acompañaba el padre Olmos, misionero de Atures, siguiendo los consejos de este padre jesuita, consintió en no combatirlos y seducirlos, más bien, con regalos. Después de pactar con estos indios, logró fundar con ellos la misión de San Fernando, en la confluencia de los dos ríos. Muchas cabezas de ganado, traídas por la expedición, fueron dejadas allí. Solano, guiado por los indios, siguió su viaje de delimitación, subió por el Atabapo, luego por el Temi y después de unos días de transporte terrestre de las embarcaciones, llegó al río Negro, por el que descendió más abajo del Casiquiare, límite de las posesiones españolas. A lo largo de estos diversos ríosf, fundó varios establecimientos y fortines. Después de esta expedición, varios misioneros jesuitas españoles penetraron hasta los límites de las posesiones portuguesas, catequizaron a los pueblos salvajes del Guaviare, del Atabapo, del río Negro, del Casiquiare y del alto Orinoco, hasta La Esme­ ralda. Allí fundaron misiones, pequeñas repúblicas cristianas como en Paraguay. De entonces en adelante, el inhumano tráfico de carne humana, de indios esclavos, cesó para dar paso a una cacería humanitaria y pacífica de indios paganos por parte de estos misioneros en busca de almas por salvar. El objetivo de estos religiosos era convertir la mayor cantidad de indios posible, atraerlos a la misión con regalos y agruparlos en una misma familia para instruirlos en común sobre las bondades de la religión. El misionero era el jefe de su misión; reinaba, pues, por decirlo así, sobre toda una población de indios convertidos y de neófitos, entre los cuales hasta había caciques de diferentes tribus que habían sido enemigas. Todos, sometidos a la prestigiosa autori­ dad moral del misionero, vivían en paz, cada uno con ocupaciones diferentes según sus aptitudes. A todos se los vestía, se les daba útiles, se los orientaba e instruía. Dirigidos por el misionero, consentían en trabajar juntos para la colectividad, colaboraban en la obra de la misión. Sin embargo, este primer paso hacia la civilización sólo podía darse a costa de la gran libertad de estos salvajes, y muchas tribus nómadas e indomables, más sedientas de independencia que de religión, se mostraron reacias al régimen estable y disciplina­ do de la misión. Prefirieron regresar a sus sabanas o quedarse en la densa sombra de su selva y de su ignorancia para seguir llevando su vida nómada, sin nuevas necesidades, más dura que la de la misión, en verdad, pero llena de atractivos. Ni las promesas, ni los regalos ni los esfuerzos de persuasión de los misioneros lograron retornar al redil a los 437


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indios desertores. Como el lobo de la fábula, antes de cualquier collar, así fuese de oro, preferían su libertad plena con todos sus riesgos y rigores. Mientras aquí, lejos de cualquier intriga política, los padres misioneros jesuitas, arriesgando su vida, completaban la obra de Solano y comenzaban a evangelizar a las tribus del alto Orinoco, se abatió de pronto sobre ellos un cataclismo. En tanto que aquí, en el bajo y alto Orinoco, estos admirables apóstoles reinaban en los corazones por la dulzura, la abnegación y el espíritu de sacrificio, en Europa, los otros miembros de la Sociedad de Jesús, más ambiciosos, se granjeaban la enemistad de los pueblos. No contentos con reinar en la esfera espiritual, querían meterse en los asuntos políticos, tratar de apoderarse del poder temporal, dirigir a los gobernantes. Entonces, lo que en el país de los salvajes era verdadero y bello, se convertía en un error monstruoso en plena civilización del siglo XVIII. Los imperios y los reinos católicos, alarmados ante tanta ambición y ante un poder oculto creciente en cada Estado, resolvieron entonces expulsar, sin excepción, a todos los miembros de esa sociedad. Como no era posible aplicar medidas diferentes a los miembros de una misma congregación, el acta de ex­ pulsión de 1767 recayó también sobre los misioneros de las Indias Españolas y tuvie­ ron que abandonar inmediatamente las misiones del Orinoco, de Venezuela, de Tierra Firme y de Nueva Granada49. Los padres franciscanos de la Observancia y los dominicos, animados del mis­ mo celo apostólico, continuaron la obra de las misiones hasta su dispersión y luego su destrucción completa, barridas en las sangrientas tempestades revolu­ cionarias de la Independencia que liberaron a las provincias suramericanas del yugo español. Hacía ya unos treinta años que las misiones del alto Orinoco estaban dirigidas por los padres franciscanos de la Observancia cuando, en 1800, el sabio alemán Humboldt y su amigo el gran botánico francés Bonpland, recorrieron rápidamente el Casiquiare en gira científica. Fueron los primeros en cartografiar con exactitud ese canal natural cuya existencia era objetada entonces por los geógrafos50. Partieron de Caracas, atrave­ saron los llanosa, descendieron hacia el Apure y subieron por el Orinoco hasta San Fernando de Atabapo. Se quedaron aquí dos días como huéspedes del superior de las Misiones del Orinoco. En sus conversaciones, este padre de la Observancia les comuni­ có los tesoros de su experiencia y de sus observaciones personales, y les suministró amplias informaciones. Los veinte o veinticinco misioneros repartidos por todo el territorio del Orinoco estaban bajo su mando y él los visitaba con frecuencia. Para ir a ver a los del río Negro y el Casiquiare, les indicó que el viaje resultaba más rápido por el Atabapo, siguiendo el itinerario de Solano, que subiendo por el Orinoco, como lo hacen ahora los comercian­ tes que se dirigen a Brasil (y como hicimos nosotros). 438


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Los dos exploradores siguieron estos sabios consejos y subieron por el Atabapo, el río Temi y el Tuamini; de allí hicieron transportar por tierra la embarcación para cubrir los 16 kilómetros que separan las aguas de la cuenca del Orinoco de las del río Negro en los límites portugueses (23 indios necesitaron cuatro días para arrastrar de un río a otro la embarcación haciéndola rodar sobre troncos de árbol; la distancia que hay es de 16 kilómetros, entre las cuencas del Orinoco y el Negro hasta los límites portugueses). Luego, subieron por el Casiquiare y volvieron a entrar en el Orinoco, por el que subie­ ron hasta La Esmeralda. Allí permanecieron dos días. Después llegaron hasta la boca del Guapo y regresaron directamente a San Fernando de Atabapo, donde de nuevo los hospedó el presidente de las Misiones. De allí descendieron directamente a Angostura (hoy Ciudad Bolívar). ¡Así haremos mañana, espero! Humboldt y Bonpland sólo tardaron un mes para realizar ese largo recorrido por el Casiquiare, partiendo de San Fernando para regresar al mismo punto. Nosotros, en cambio, partiendo de ese pueblo, empleamos igual tiempo para llegar apenas en línea recta al Casiquiare y La Esmeralda. Es muy probable que mayo sea la buena época y que los vientos, las corrientes y las circunstancias los hayan favorecido ampliamente. Ade­ más de los prodigiosos estudios científicos y las observaciones de todo tipo llevadas a cabo en ese mes por los dos naturalistas, tuvieron, como Solano, la buena fortuna de contar con un misionero instruido y experimentado, el padre Zea, jefe de la Misión de Atures, que a su paso por los raudales se ofreció a acompañarlos. Durante todo el cami­ no, este padre les suministró amplias informaciones geográficas, históricas y etnográficas que — añadidas a lo que el genio investigativo de los dos sabios supo ob­ tener de los demás misioneros con los que se hospedaron, en particular del padre supe­ rior de las Misiones, que les procuró diarios de ruta— les permitieron recolectar muchos documentos muy valiosos. Como se ve, los misioneros colaboraron con la obra de Humboldt y Bonpland, los ilustraron sobre muchos asuntos, hasta tal punto que, llevado por un espíritu de vera­ cidad, uno de estos religiosos no les ocultó que aun entre ellos a veces había una oveja descarriada. La historia de la piedra de la Madre?1 que les reveló ese padre franciscano está aquí en boca de todos, pero no menoscaba en absoluto el prestigioso respeto con que los habitantes hablan de los misioneros y su irradiante acción; saben que en el mejor campo hay cizaña y que, aun entre los doce apóstoles hubo un traidor; no tiene nada de extraño el que entre las dos docenas de misioneros repartidos por todo el te­ rritorio, hubiese un fanático autoritario, indigno de su misión. Hasta el propio Chaffanjon, aunque escéptico, lo reconoce sin reservas, lo cual es muy justo. Sin embargo, aunque nosotros no tuvimos la fortuna, como Solano, Humboldt y Bonpland, de tener un misionero que nos documentase y aunque nuestro bagaje cien­ 439


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tífico es mucho más precario, como compensación tuvimos la dicha de descubrir un hecho geográfico de muchísima importancia. Si, como lo esperamos, el cronómetro no ha variado, las observaciones que ha hecho Chaffanjon son exactas y ya sabemos a qué atenernos respecto al lugar preciso de las fuentes52... y todas las leyendas y las sabias conjeturas de Humboldt, basadas en lo que supo de oídas por los indios en La Esmeral­ da, van a parar al encantador dominio de la imaginación. Yo ignoraba hasta ahora el viaje de nuestros predecesores. Chaffanjon me había hablado de Humboldt y Bonpland en Caracas como de los primeros europeos en subir hasta La Silla, y eso era lo único que sabía de ellos. Todo viajero, antes de emprender un viaje, debería documentarse a conciencia so­ bre todo lo que se refiere al país que va a visitar. Debería saber todo lo ya conocido y haber leído las principales obras de los viajeros que lo precedieron. Esta sería la única manera de no dejarse impresionar sino por las cosas nuevas dignas de ser menciona­ das. Sin embargo, este viaje me cogió desprevenido y no tuve el tiempo ni la idea de ir a hurgar en las bibliotecas. Estaba mal preparado, así que tendrán que disculparme. Aquí he podido aprender un poco de historia y cuando regrese a Francia quiero llenar esa laguna, quiero leer, conocer, devorar todo lo que ha salido publicado sobre el Orinoco, sobre Venezuela. Por un solo hecho, por una línea capaz de ilustrarme, me leería todo un volumen. En verdad, la historia de las Misiones es la historia del Orinoco; desde ahora en adelante todo lo que tiene que ver con las Misiones me interesa muchísimo y a donde vaya pienso hacer muchas preguntas. La superficie de las cosas ya no me satisface, quiero captar su alma y nada la haría más perceptible que los relatos de aquellos que la desa­ rrollaron... Gumilla, etc., pero ¿dónde encontrar esos documentos?53. 31 DE EN ERO

Por fin hemos podido procuramos hombres y una embarcación y vamos a partir den­ tro de una hora. Ya era tiempo. Todo el equipaje está a bordo y en el cuarto vacío no quedan más que nuestras dos hamacas que van a descolgar en el último momento. Pese al gran placer que siento de ver esta habitación sin nada y a la gran alegría de acercarme a ustedes, siento cierta congoja al dejar para siempre San Fernando, el único pueblo de nues­ tro recorrido que me gusta porque aquí trabajé, pensé, aprendí muchas cosas y dejo since­ ras simpatías, retratos, buenos recuerdos de pintor, en fin, un poco de mi alma... Dicho esto, soy todo felicidad pensando que me acerco a ustedes. Cómo me consu­ mo por estar en Ciudad Bolívar para saciarme con sus queridas cartas, pero tengo que tener paciencia; unos veinte días más sobre el agua y ya las tendré en las manos. Y después de las cartas, los abrazos. ¡Qué día tan feliz, cuántas cosas que decirnos, qué dicha! Pero hay que tener paciencia. 440


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Hace hoy un año yo partía de Lyon. Ha transcurrido un año desde la última vez que los vi... y en verdad, cuando miro atrás pienso que estuvo tan bien empleado, que hallo que pasó muy rápido. Espero que pase lo mismo con lo que me falta para veros de nuevo. Curiosa coincidencia, con cinco años de intervalo, vamos a descender con el hijo mayor de Mirabal por el mismo río que el doctor Jules Crevaux descendió con su padre. En diciembre de 1881, después de su expedición a Colombia y su peligroso descenso por el Guaviare que lo llevó hasta San Fernando con sus tres compañeros, Lejanne, Burban y el negro Apatou, el doctor Crevaux se quedó en el pueblo unos quince días, el tiempo necesario para procurarse hombres y una embarcación. Para llegar a Ciudad Bolívar aprovechó la falca del señor Manuel José Mirabal que se dirigía a Maipures. Hoy, cinco años más tarde, mes más, mes menos, nosotros apro­ vechamos la falca de su hijo mayor, que se dirige a Atures a comerciar con los pueblos de la orilla. Manuel José (hijo), hermano mayor de Eligió, heredó la gravedad de su padre, pero no tiene su afabilidad ni su prestancia, es de carácter más rudo. Su frialdad en el trato conmigo contrasta mucho con la afectuosa simpatía que me manifestaba su hermano, cosa que sin duda hace que yo lo juzgue desfavorablemente. ¿Será porque no pinté su retrato? El futuro lo decidirá. Llevamos con nosotros cinco pequeños acompañantes: dos guacamayas de colores muy brillantes, amarillas, azules y rojas, dos periquitos verdes y un mono marimonda de cola prensil y con sólo cuatro dedos en cada mano. Alas once partimos de la casa de Mirabal. En la falca, cuatro indios empuñan los remos y uno está al timón. Adiós San Fernando: calurosos abrazos del Gobernador, de su secretario el señor Page, del señor Mirabal. En el último momento llega un mulato que Manuel José acepta como pasajero, de modo que somos cuatro y tenemos que turnarnos bajo la carro­ za. Afortunadamente, la estación de lluvias ya pasó, así que no tendremos que meternos los cuatro a la vez y dormir incómodamente unos sobre otros y devora­ dos toda la noche por los mosquitos. Ya las guacamayas, los pericos y el mono pa­ recen entenderse de maravilla. Desembarcamos a la una en La Guamayana, conuco del señor Mirabal. Esta haciendaa está situada casi en el ángulo que forman el Guaviare y el Orinoco, en la margen izquierda. Allí nos esperaba un excelente almuerzo preparado por los peones dedicados a la fabricación del papelón (azúcar morena). Hasta el último momento el señor Mirabal ha querido ser nuestro amable anfitrión. Hizo que mataran a un cer­ do y dimos cuenta de él con gusto; nunca había comido con tanto apetito — tengo un hambre imposible de saciar— . ¿Será que los pobres martines pescadores que, a fal­ ta de cacería, echábamos en el sancocho, me pegaron una lombriz solitaria? 441


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“Mono joven” Grafito sobre papel • 3 de febrero de 1886


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Visitamos la propiedad, muy rica en caña de azúcar y maíz. La casa es de lo más cómoda, y hay, además, un cobertizo bajo el cual está el trapichea(prensa para exprimir la caña de azúcar). Bebimos un guarapo (jugo de caña fermentado), muy sabroso. En la noche, un peóna nos advierte que una embarcación, bordeando la otra margen, acaba de subir hacia San Fernando. Desde aquí nada pasa inadvertido. El peón afirma que es la falca de Guadalupe Molina, el anterior Gobernador, de regreso de su viaje a Caracas. Si es así, va directo a meterse en la boca del lobo. Por poco nos topamos con él, y es una lástima, me hubiera gustado mucho volver a verlo y ponerlo en guardia. Colgamos los chinchorros en el trapiche, pues vamos a pasar la noche aquí. Noche espléndida, la luz de la luna dibuja nítidamente la silueta de unos árboles gigantescos: ceibas, palmas yaguas, matapalos. Durante el día, ocupado por la visita a las plantacio­ nes y la propiedad, no me había fijado en esas imponentes masas de verdor que la encuadran y le dan sombra. A las dos de la madrugada tomamos café y nos volvemos a meter en las hamacas hasta la salida del sol, a las seis, hora en que dejamos La Guanayana. 1 DE FEBRERO

El pasajero mulato le cae sumamente mal a Chaffanjon, ¿qué resultará de esto? No es nada antipático, en mi opinión. El río está cada vez más bajo, las barrancas aparecen altísimas, el nivel del suelo está a más de diez metros por encima de las aguas. Pasé la mañana bajo la carroza leyendo, chupando caña, bebiendo yucutas y distri­ buyendo cambures, maíz y caña de azúcar a nuestros cinco pasajeros: el mono, el único que está amarrado, las dos guacamayas y los dos pericos, que se pasean por todas par­ tes. Es una ocupación muy distraída. El mono es una mona, tan fea que la llamo Venus. Es muy cómica y, además, muy medrosa y gentil. La guacamaya macho la trata muy mal; no soporta que se cuelgue del travesaño de la carroza donde él se posa y le da unos picotazos tremendos en las manos. Es digna de verse la morisqueta que hace Venus al volverse hacia nosotros para que seamos testigos de esa injusta crueldad y solicitar nuestra protección. Nosotros, en efecto, le damos unos buenos sacudones a la agresiva guacamaya. Manuel José y Chaffanjon están siempre juntos y fuera de la carroza. El mulato Julián se aferra a mí, pues no le demuestro ninguna antipatía. Chaffanjon es un negrófobo y la tiene cogida sobre todo contra los mulatos. Los conoce demasiado bien, según dice, pues los conoció muy de cerca en Martinica; afirma que tienen toda la arro­ gancia de los nuevos ricos, todos los defectos de los blancos y todos los vicios de los negros. Por consiguiente, es muy seco, hasta duro, con este pobre mulato que, en su opinión, cometió el error de venir a meterse en nuestras vidas y a hacerse tratar como 443


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blanco. Julián Franklin no es, en efecto, un vulgar negro; tiene más de blanco que de negro, sus rasgos son bastante finos, su nariz no muy chata, y sus modales finos hacen de él casi un caballero. Va a Ciudad Bolívar con la esperanza de conseguir un puesto de trabajo con algún comerciante. ¿Lo tolerará Chaffanjon hasta entonces? En verdad, él querría verlo empuñando los remos con los indios. A la una y media, cerca del raudal Ají, nos detuvimos para el sancocho en un campamento de indios banivas gomeros. Cuatro refugios recién construidos y muy cómodos. A las tres dejamos el campamento y a las cuatro y media pasamos del otro lado del raudal Nericaua; sin embargo, bajamos con mucha lentitud, el río está muy bajo, casi no tiene corriente y, además, tenemos la brisa en contra. Al parecer, va a ser así casi todas las noches. Dormimos cerca de la boca del caño Mataveni, donde hay una casa de gomeros, lo cual le permite al hijo de Mirabal hacer algunos negocios. 2 DE F EBRERO

Justamente, debido a los trueques entre Manuel José y los indios gomeros, en vez de partir con la salida del sol, alzamos el ancla a las ocho: ¡dos horas de retraso! Mientras se desarrollaba este tráfico, tuve la oportunidad de salir de caza y cobré tres corocoros54, tres zancudas negras con las que se puede hacer un sancocho delicio­ so. De nuestras provisiones sólo nos quedan algunas latas de sardinas y conservas y un poco de carne seca55, que dará para una comida. Esta carne fue un ofrecimiento del nuevo Gobernador en el momento de la partida, además de algunos paquetes de ciga­ rrillos y dos botellas de ron. ¡Encantador, este Gobernador! En las orillas del río y aun en el medio, la disminución de las aguas ha dejado al descubierto una gran cantidad de rocas redondeadas, así como inmensos bancos de arena que se extienden al pie de las altas riberas frondosas. Ahora, una banda de un blanco dorado bordea la hilera de bosques que aparecen constantemente entre cielo y tierra a ambos lados del río. A las once y media pasamos al pie del cerro Mono, cubierto por una roca inmensa: allí hay algunas pequeñas grutas, y una de ellas encierra varios esqueletos de indios piaroa; sin embargo, como en Atures hallaremos lo mismo, no nos molestamos en de­ tenernos. Nos cruzamos con una familia de estos indios que sube por el río en una curiara ligera hecha con un solo tronco de árbol. Pasan a unos cincuenta metros de nosotros con la intención obvia de evitarnos. Estos indios son desconfiados y muy salvajes; temen cualquier contacto con los blancos por miedo a poner en peligro su independencia. Hay algunas familias dispersas en la orilla del río Vichada, en la mar­ gen izquierda del Orinoco, pero la mayor parte de la tribu se establece en la margen derecha, cerca del Sipapo. 444


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Almorzamos a la una sobre una roca de la margen izquierda frente a la isla del Mono. Hay bandadas de mosquitos. ¡Le prendemos fuego a un árbol seco y cada cual se arma con un tronco de rama humeante que clavamos en el suelo para ahuyentar a esa plaga atroz! Durante todo el día, la brisa contraria ha retrasado nuestro avance. A las cuatro, un fuerte vendaval nos hace detenernos completamente frente a la isla Zama y nos obliga a echar el ancla en medio del río para impedir que las ventiscas nos hagan subir por el río. Todo esto nos aleja de Ciudad Bolívar. Corremos con la misma suerte que al subir por el río, de modo que hemos tenido la brisa en contra a la ida y al regreso. Estamos bajando por el río justo en la época en que las brisas del Norte (los vientos alisios) soplan con la violencia suficiente como para obstaculizar el descenso a toda hora del día y ello duplica el tiempo necesario para hacer el trayecto56. Cuando el vendaval amaina, nos dirigimos a una roca cerca del río o caño Capuana. Unos indios piaroa pescaban con barbasco, pero al ver que nos acercábamos, huyeron hacia la selva. Ya habían recogido rápidamente toda la pesca. Tengo la suerte de matar a una baba, pequeño caimán de un metro y ochenta centímetros a dos metros de largo. La subimos a la falca; su carne, aunque con cierto sabor almizclado, será una excelente comida. Como ya cesó la brisa, proseguimos descendiendo el río bajo un espléndido claro de luna, hasta un extenso banco de arena frente a la boca del río Zama. Sobre el vasto banco hay tres refugios aislados; uno de ellos pertenece al indio bavina Claudio, uno de nuestros marineros desertores en La Caridad. Tenía todo el derecho de hacer lo que hizo y usó ese derecho —hoy es gomero y un buen cliente de Manuel José— . Hicimos freír parte de la baba y el resto fue descuartizado y puesto sobre una troja a cocinar a fuego lento toda la noche. Los perros de los alrededores, siempre famélicos, merodea­ ron toda la noche en torno al fuego. 3 DE FEBRERO

Me desperté en la madrugada, antes de la salida del sol. Se veía una pálida claridad entre largas nubes azuladas. ¿Irá a alzarse la brisa en contra? En torno a la troja donde se cuece el caimán, se vislumbra la oscura silueta de los hombres que hacen café. Manuel José arregla sus cuentas con el indio Claudio, cosa que nos hace partir un poco tarde, a las siete y media, después de un rápido desayuno con baba refrita. En la mañana se levanta la brisa, nos es contraria, pero no dura mucho y logramos avanzar bastante y llegar hasta una de las rocas del raudal Vichada para preparar el almuerzo. Cuando se pone el sol, echamos las amarras en la punta de la isla del Ratón, y desem­ barcamos en una extensa roca redonda. Pasamos la noche allí, y con la brisa fresca que sopla resulta delicioso dormir tendido sobre la piedra todavía caliente por el sol. 445


D IA R IO DE A U G U ST E M O R IS O T

4 DE F EBR ERO

En lugar de partir, como lo habíamos planeado, al amanecer, dejamos la roca de la punta de la isla del Ratón después de desayunar, otra vez con baba refrita. Desde hace tres días es el único alimento a bordo. Son las siete. Padecemos mucho por los mosquitos. Aparecen en cuanto es de día y nos atosigan en nubes. ¿Será posible que unos mosquitos tan miserables puedan causar tantas mo­ lestias, exasperación y sufrimientos? Cuando subíamos hacia las fuentes, cuatro especies de mosquitos se sucedían día y noche para disputarse nuestra sangre, envenenarnos y producirnos fiebre: 1- El zancudo, mosquito de patas largas y con un largo dardo que puede atravesar las mantas más gruesas. Ni la brisa ni el humo del tabaco lo ahuyenta. Es el que propa­ ga el paludismo. 2- El mosquito gusano, al que un instinto previsor hace que deposite un huevo en la herida de la picada para que su larva, cuando salga del huevo, se sienta como en un queso holandés. 3- El puyón, primo del mosquito europeo, diurno y nocturno, amante de la hume­ dad, la oscuridad y también del sol. Está presente en todas partes y participa en todos los festines. 4- El jején, mosquito diurno, comienza sus ataques en cuanto sale el sol. Aún ahora que hemos entrado en la estación seca, seguimos padeciendo por estas dos últimas especies de plagas, pero sobre todo por los jejenes. Nubes, hordas, de estos malditos mosquitos nos atacan sin parar y nos chupan con sus ventosas envenenadas. No se puede ni pensar en dibujar, ya que hay que moverse y sacudirse sin cesar si uno no quiere ser devorado — y ni así— hay que estar entregado a ellos, espantarlos cons­ tantemente y aplastar a los bebedores de sangre. Afortunadamente, desaparecen con el sol, y uno puede casi dormir tranquilo hasta sin mosquitero, sin padecer mucho por los puyones, menos numerosos que durante el invierno. Aquí llaman invierno a la esta­ ción lluviosa, que corresponde a nuestro verano y otoño, desde junio hasta noviembre. En esa época da la impresión de que cada gota de lluvia trae cantidad de mosquitos hasta tal punto que el aire parece estar contaminado de insectos, y también, que todas las cataratas del cielo se concentran y se arrojan sobre la cuenca del Orinoco. Entonces, sus aguas lodosas se hinchan de inmediato desmesuradamente, todo queda sumergi­ do: las márgenes, la sabana, los llanos, la selva, y ya no es un río sino un vasto mar interior. Todo es vigorosamente arrojado en el vasto depósito del océano, las islas flo­ tantes, todo tipo de detritus vegetal, árboles arrancados de raíz, animales muertos, lle­ vados por las impetuosas torrenteras desmadradas hasta el cauce del río. Sería muy bueno descender por el Orinoco en esa época.

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.SAN F E R N A N D O DE ATABAPO

En cambio, durante esta estación seca (el verano, que comienza en diciembre y ter­ mina en mayo), el río se agosta cada vez más y corre con mucha calma entre las altas riberas rocosas, dejando al descubierto inmensos bancos de arena donde muy pronto las grandes tortugas acuáticas van a venir a poner sus huevos. Quizá encontremos al­ gunos nidos y podremos hacer unas buenas tortillas. Pensamos llegar a Maipures en la mañana, pero, desgraciadamente, la brisa se hace sentir con fuerza y nos es contraria. De repente, en un banco de arena de la isla del Ratón se alza una silueta altiva y morena de indio piaroa. Como lo sorprendimos, no tuvo tiempo, sin duda, de saltar a su ligera curiara de tronco y nos espera desafiante, con los brazos cruzados, en tanto su mujer agachada aprieta contra su cuerpo a un niño. Hermosa estatua de indio un tanto feroz, como contrariado de que lo molesten en su solitaria libertad. Aspecto pintoresco. Como único vestido lleva un taparrabo sostenido en la cintura por una cuerda de cabellos tejidos y un trozo de tela atado en un hombro como la clámide de un pastor griego. Su mujer está vestida con un camisón claro; en cuanto al bebé, está completamente desnudo. El indio piaroa es sumamente independiente. Su mujer, su hijo, una curiara, un arco y flechas y algo de yuca, constitu­ yen todo su haber; sólo pide, además, la libertad, el espacio, el río. Su vida es hermosa y simple, y yo entiendo muy bien que no le gusten los inoportunos. Sin embargo, accede a intercambiar con Chaffanjon algunas tortas de cazabe y dos collares de dientes de báquiro y de tigre por algunos cuchillos, dos espejitos y unos collares de perlas de vidrio. Seguramente que no se arrepiente de habernos esperado. No llegamos a Maipures sino a la una. El pueblo está alborotado y sin un solo hom­ bre. Nos cuentan horrores sobre Guadalupe Molina. Si hemos de creer lo que dicen las mujeres, es un bandido como todos los demás: al parecer acaba de participar en un robo considerable. En vez de regresar a San Fernando el día en que vimos su falca en el río, frente a la Guanayana, al enterarse de que el nuevo Gobernador quería ponerlo preso, volvió a bajar por el río esa misma noche y pasó ayer por aquí. A mí eso me alegra. Hubiese sido el colmo de la ironía el que el mismo Guadalupe Molina que, entonces todopoderoso, nos hizo visitar el cuarto, la celda de la casa de la Gobernación, estuviese encerrado allí, colgado por los pies como un ladrón. Eso me resulta inaceptable, culpable o no, no va a dejar que le hagan una trastada. En Maipures tenían orden de arrestarlo, pero como en el pueblo no hay más de cinco o seis hombres y como Guadalupe Molina tiene diez compañeros fieles y decidi­ dos, lo dejaron pasar y se fueron a Atures a buscar refuerzos para atraparlo vivo o muerto. Por eso en el pueblo sólo hay mujeres y niños y los ánimos están caldeados. Esperan el regreso de los hombres mañana.

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A Chaffanjon lo que lo contraría en todo este asunto es que Guadalupe le debe unas cien piastras que ya no espera ver nunca más. Pero ¡qué más da! La buena acogida que nos ofreció como Gobernador vale más de cien piastras. Nos ofrecen hospedarnos en la casa del capitán Cordero, la misma donde hicieron el baile cuando pasamos de ida. Colgamos las hamacas y nos vamos a comer donde está amarrada nuestra embarcación. Nuestros marineros, indios de diversas tribus, no son nada melindrosos, se comen lo que dejamos en los platos, si queda una gota de café en las tazas, se lo beben y se fuman las colillas de nuestros cigarros y cigarrillos... Esto no debe causar asombro si se sabe que suelen pasarse los cigarrillos de boca en boca y que todos beben en el mismo recipiente. Regresamos en la noche a la casa del capitán Cor­ dero y vemos arder la paja seca en la sabana. Fantástico efecto. Pasamos una noche deliciosa. 5 DE F EB RE RO

Muy de mañana regresamos a la embarcación. Nos damos un buen baño mientras los hombres preparan el café. Nos aseguramos de que la señorita Venus y demás com­ pañeros de viaje tengan todo lo que necesitan y regresamos a la casa. Volvemos a tomar café con galletas y queso de Atures, ¡es una delicia!, ¡hace tanto tiempo que no consumi­ mos productos lácteos! Maipures es un caserío compuesto de unos nueve ranchos en torno a una placita cuadrada enteramente cubierta de altas hierbas. De los ranchos, tres son abiertos y están deshabitados. Bajo uno de estos ranchos dormimos el año pasado y allí fue don­ de dibujé y pinté el retrato del indio guahibo Popurito. Estos ranchos, construidos es­ pecialmente para alojar a los comerciantes de paso, cuando no están ocupados sirven de refugio a los cerdos y las cabras. Estos animales son la presa preferida de las niguas; sus patas hinchadas, llenas de costras, supurantes, están cubiertas de estos horrores. Da lástima verlos. Como no se pueden quitar los parásitos, éstos están como en casa; se multiplican rápidamente entre el pellejo y la carne y llegan a abatir a estas pobres bes­ tias, a las que luego hay que darles el golpe de gracia para aprovechar su carne, muy poco apetitosa, en verdad. Este pequeño caserío, llamado Maipures por sus primeros habitantes, los indios maipures o tapir, es lo único que queda de la antigua Misión de San José de Maipures, fundada, como San Fernando de Atabapo, por José Solano, a su paso por los raudales57. Muy floreciente y próspera bajo el reino de los sacerdotes jesuitas, la Misión tenía más de cinco mil habitantes. Después de su expulsión, y a pesar de los esfuerzos de sus sucesores, los padres franciscanos de la Observancia, la población empezó gradualmente a disminuir y llegó a sesenta. Hoy se ha reducido a la mitad, pues no cuenta con más de treinta habitantes: seis hombres, de ocho a diez mujeres y el resto niños58. 448


SA N F E R N A N D O DE ATABAPO

Así como las indias maquiritares fabrican hoy hermosas cestas, antaño las indias maipures se dedicaban a la fabricación de cerámicas, grandes vasijas ornadas de grecas. Estas cerámicas estaban destinadas al uso doméstico y a las ceremonias fúnebres: unas contenían las bebidas fermentadas, y las otras, la osamenta de los difuntos. Por lo tan­ to, es muy probable que las urnas funerarias de la gruta de Arvina en Atures sean obra de estos indios maipures hoy desaparecidos y reemplazados por las tribus nómadas de los guahibos. En cuanto sale el sol, los mosquitos son tan numerosos aquí que es imposible que­ darse un minuto en el mismo lugar sin ser literalmente devorado. Ya no puedo hacer apuntes, eso se terminó. ¿Cómo pude en octubre pasado pintar y dibujar y pasar todo un día pintando el retrato de Popurito? Me veo obligado a meterme en el chinchorro envuelto en el mosquitero para poder escribir estas líneas y poner al día parte de mi diario. No sé cuánto tiempo vamos a que­ darnos aquí. Espero que los hombres regresen hoy y empiecen a ocuparse del equipaje. Acaba de llegar al pueblo una tribu de indios guahibos, hombres, mujeres y niños, de las orillas del Vichada. Los hombres andan enteramente desnudos salvo por un sim­ ple guayuco (taparrabo) de algodón que les llega a la mitad del muslo; como adorno llevan collares negros y dientes de caimán; están armados con lanzas pequeñas y fle­ chas cuyas puntas están hechas con fragmentos de hojas de cuchillo, cuernos de vena­ do, huesos de raya y otros huesos. El otro extremo de las flechas está adornado con dos plumas de perico. Dos de las indias llevan a sus hijos a caballo sobre la cadera y, cosa muy práctica, el bebé está sostenido, como sentado, por una especie de tela terciada en el hombro que le deja los brazos libres a la madre. Algunas guahibas llevan un camisón azul muy escotado, y otras, el mismo camisón primitivo pero hecho de corteza de árbol y lleno de agujeros. Entre la corteza del árbol y la albura hay un tejido fibroso y espeso que forma una especie de tela vegetal natural de redes entrelazadas. Los indios, muy ingeniosos, arrancan esta tela del árbol cortándola longitudinalmente y obtienen así un tejido vegetal que, según el tamaño del árbol, puede tener dos o tres metros de an­ cho. Una vez seco, se pueden hacer unas buenas mantas o también camisones. La natu­ raleza aquí es de una asombrosa prodigalidad para quien sabe sacarle partido. Hasta para estos nómadas que no quieren hacerla producir y se contentan con lo que les da, la naturaleza es pródiga. Hay árboles, palmeras, que por sí solos satisfacen todas sus nece­ sidades: el mismo árbol les proporciona abrigo, los viste, los alimenta, les procura vino (una bebida fermentada), utensilios, etc.59. Durante las estadías forzadas, más o menos prolongadas, de los comerciantes de paso en los raudales su presencia casi siempre atrae al pueblo de Maipures una o dos familias de guahibos nómadas. Fue lo que ocurrió hoy. José Mirabal comerció con ellos y Chaffanjon obtuvo algunas flechas a cambio de unas fruslerías de poca monta. 449


ñ . “Claro de luna” Grafito sobre papel • 1887


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En la tarde, seguí poniendo al día una parte de mi diario sin dejar la hamaca y en­ vuelto en el mosquitero. Luego, con el mulato Julián, hice un paseo relajante por la gran sabana. A lo lejos, unos venados pacían confiados en su calma soledad, pero no nos esperaron, partieron raudos... qué hermosos eran. Al regresar, con la caída de la noche había una serpiente cascabel, el terrible crótalo, delante de la casa, ahora ya está metida en un frasco. Después de la puesta del sol, como los mosquitos desaparecieron, ya se puede respirar en paz... hasta el día siguiente, cuan­ do reaparecen con el sol. Pese a todo, uno pasa una buena noche tranquila. Para el baño de la mañana, si uno no quiere llenarse de mosquitos por todas partes, hay que ir a tomarlo antes de despuntar el día. 6 DE FEBRERO

Hoy hace un año que partimos de nuestro querido país en el Washington. Cuando pienso en los detalles, en las dificultades, en los ratos que se hacían largos, en las moles­ tias de todo tipo, el año me parece largo y lleno de muchas cosas, pero si lo contemplo en conjunto, veo que transcurrió muy rápido y que ya no es más que humo, un hermo­ so sueño que ya es pasado. Ahora, cada día me acerca más a ustedes y una emoción inmensa me embarga al pensar en la dicha de volver a verlos. Asunto de flores y de mosquitos: Chaffanjon viene a buscarme pleito porque escri­ bo más de lo que dibujo. ¡Qué inconsciencia! Le contesté que si escribo es porque puedo hacerlo bajo el mosquitero, mientras que para dibujar las flores, no tengo manera de defenderme del ataque de los mosquitos. Entonces, si él accede a espantarlos de mi alrededor mientras trabajo, como lo hizo una vez durante una hora entera, yo estoy dispuesto a dibujar todas las flores que él encuentre, todas las flores que quiera; pero Chaffanjon no consiente en hacerlo y además aquí las flores son muy escasas, casi no veo ninguna. En la tarde, acompañado por Julián, regreso a la sabana a cazar venados. Un her­ moso macho y su hembra, aún muy distantes, huyen de inmediato. En la llanura uno no puede acercárseles a tiro de fusil, ven u olfatean al cazador muy pronto. Tanto peor, aunque quizá es mejor así. Hacen el inventario de un cargamento de quesos perteneciente al señor Othon, que huyó con Guadalupe y tuvo que dejar su mercancía en el raudal. Chaffanjon se apodera de tres quesos (60 libras) y de una caja de conservas de galletas, y envía el resto al Gobernador, en San Fernando. Fuego en la sabana. ¡Oh amigo Guiguet, a ti que tanto te gustan las fogatas y las luces, aquí, sin temerle al guardabosques, podrías pegar fuego a toda una sabana y ver correr en la noche una larga serpiente de llamas! El espectáculo es magnífico. 451


D IA R IO DE A U G U ST E M O R IS O T

7 DE FEBRERO

Muy de madrugada, antes de que apriete el calor, dejamos Maipures para ir a encon­ trar la falca en Varadero, a una legua río arriba. Con la hamaca y el mosquitero al lomo y el fusil al hombro, volvemos a hacer, en el sentido opuesto, el mismo camino a través de la sabana que habíamos hecho cuatro meses antes. Por el camino cazamos un corocoro. La sabana incendiada ya no es un bello efecto de luces, pero tenemos el gusto de ver agitarse a los reptiles y de oír el crepitar de las hierbas secas. Varadero no es más que una inmensa roca al pie de la cual las embarcaciones se ven forzadas a detenerse antes de atravesar el raudal. El raudal es muy pintoresco. Las aguas tumultuosas, borboteantes, se precipitan sobre las rocas con un ruido tremendo que se oye claramente hasta Maipures. La falca está un poco más lejos, en una pequeña bahía de la isla Cucurital. Durante la actual estación seca, unas rocas negras, amontonadas unas sobre otras, lustrosas, resbaladizas, la unen a la orilla del río y la convierten en una cuasi isla. Para llegar hasta la ensenada, donde está la embarcación, hay que escalar estas rocas con prudencia y cautela. Escribo mi diario bajo el mosquitero. Nuestros marineros indios banivas no le dan descanso a la olla. Pescadores hábiles con flecha y con anzuelo, alimentan copiosamente cada comida. No saben leer, así que no puedo creer que se inspiren en el famoso manual del amigo Guiguet: “El arte de pescar en todas las aguas”. Atardecer espléndido, envolvente, una brisa deliciosa. Dulce compensación por el retraso que ya nos ha causado. Perezosamente echados en la roca tibia, esperamos que nos invada el sueño, pero no llega. Y los ojos se ven atraídos naturalmente por ese disco luminoso que nos baña con su luz fría, macilenta, aunque suficiente para poder escri­ bir, dibujar. Poco a poco se alza en el azul profundo, precedido y velado de vez en cuan­ do por algunas nubecillas grises. Le doy entonces rienda suelta a mis pensamientos para que se pierdan en el espacio en una gran fuga. ¿Cuándo podré leer la correspon­ dencia que me espera en Ciudad Bolívar? ¡Qué largos me resultan este regreso, estos retrasos, estas detenciones obligadas! Cuando subíamos por el río, íbamos hacia lo des­ conocido, hacia una meta, yo sólo quería una cosa: ¡llegar! Me había resignado en lo tocante a las noticias de los seres queridos, pero ahora que descendemos por el río, ardo de impaciencia y maldigo cada minuto de retraso. Dolor de estómago toda la noche. En la mañana, como remedio, granos de sarrapia triturados y disueltos en un poco de ron. Muy eficaz, no olvidarlo. 8 DE FEBRERO

Todos menos el capitán inválido y yo (me he quedado para poner al día mi diario, muy retrasado) se fueron de caza muy de mañana. Los hombres regresaron con seis 452


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grandes pescados. Los pusieron a secar en el fuego de la troja. Desde el mediodía sínto­ mas febriles y malestar. Dos patos reales han venido a posarse en una playita al otro lado de la isla Cucurital. Reptando por la arena me acerco lo suficiente para tenerlos a tiro de fusil. Parecían estar a unos cincuenta centímetros uno de otro y yo, creyendo poder darles de un solo disparo, apunté entre los dos. Sin duda el plomo pasó entre las dos aves, ya que no le di a ninguna. El que mucho abarca poco aprieta, esto me servirá de lección. Plenilunio, a veces oculto por cúmulos. Muy hermoso. 9 DE FEBRERO

Seguimos en la isla Cucurital. Malestar general todo el día y fiebre en la noche. Aunque con fiebre, me cubro bien para no coger frío, ya que estoy todo sudado, y me llevo a Julián Franklin a acechar a una danta. Descendemos por un caño seco donde, en el día, yo le había seguido las huellas en la arena. Allí, acostados en una roca, esperamos a que regrese. La luna ni siquiera había aparecido en el horizonte cuando la oímos a cierta distan­ cia de nosotros, en el bosque. Sin embargo, todavía estaba muy oscuro y era imposible verla. A la postre nos husmeó. Varias veces un tigre vino a merodear a la orilla de la selva, pero como la luna estaba justo detrás de la masa boscosa estaba muy oscuro para ponerlo en la mira y disparar. Por fin, cuando la luna estaba en el cénit, ya no pude aguantar más el dolor de cabeza y la devorante fiebre y volví a mi chinchorro. Descansé bien a pesar de una tos bastante fuerte que me despertó varias veces. 10 D E F E B R E R O

Estoy mucho mejor esta mañana. Grandes remiendos. Nuestra ropa se cae a pedazos. La chaqueta llena de parches y remendada en todas las costuras ¿me durará hasta Ciudad Bolívar? No sé cuándo viene la embarcación a la que tenemos que cambiamos. La falca de Manuel José que tenemos ahora es demasiado pesada y demasiado grande para atrave­ sar el raudal cuando las aguas están bajas, así que la dejaremos río arriba del rápido. Cuando venga la otra falca se va a detener al pie del raudal donde ya está amonto­ nado y listo el equipaje para cargarla. Y luego: ¡adelante! Pero mucho me temo que esta esperada embarcación nos tenga presos aquí un buen rato, lo cual no sería nada diver­ tido. Ustedes deben de estar tan preocupados... les había prometido escribir a fines de enero a más tardar y a este ritmo no estaremos en Ciudad Bolívar antes de finales de febrero. Así que vendrán a recibir noticias mías para calmar su inquietud sólo tres se­ manas más tarde, a fines de marzo. 453


D IA R IO DE A U G U ST E M O R IS O T

Desde el comienzo de la exploración hemos tenido todos los inconvenientes imaginables en lo que toca a la navegación: vientos contrarios, retardos de todo tipo pero, a pesar de todo, alcanzamos la meta. Esta noche, como me siento mejor, vuelvo al acecho con Julián. El río, al retirarse, deja en las partes más bajas algunos charcos de agua, lagunas donde vienen a beber todos los habitantes de la selva: venados, monos, tapires, tigres, etc. A uno de ellos me condujeron entonces unas nuevas huellas de tapir y en la superficie del charco veo tres puntos negros de forma pentagonal, con la punta dirigida en la misma dirección, hacia el frente del bebedero. Me acerqué y distinguí tres cabezas de serpiente: eran unas boas que, a dos metros de la orilla, espiaban a las víctimas sedientas, listas a arrojarse sobre ellas en cuanto viniesen a beber agua. Disparé una andanada de plomo contra una de las tres cabezas, lo que causó un gran revuelo en el charco. Ahora la laguna está a dos metros de nosotros, sereno pero pérfido espejo que esconde bajo sus aguas sombrías alimañas de todo tipo. Cada uno detrás de una roca redonda espera acostado bocabajo en el suelo del caño seco, una mezcla de arena y lodo, cuarteada por el sol como un verdadero tablero de juegos. Cuando se alza la luna, las siluetas se destacan nítidamente produciendo un efecto impresionante, de cuento de hadas. La luz de la luna se refleja en uno de los bordes de la laguna y una brisa suave y fresca hace destellar láminas de platas. Por más de tres horas no oímos más que el ruido del raudal, que suena como una máquina de vapor, y el canto de la brisa entre los árboles de los dos bosques cercanos. En ese momento me dio un acceso de tos insoportable y tuvimos que regresar, ya que es inútil estar al acecho haciendo semejante ruido. Además, ardía en fiebre y me moría de sed, verdadero suplicio de Tántalo, junto a esa agua estancada, intomable, calentada el día entero por un sol de plomo. Pasé toda la noche tosiendo. 11 DE F EBRE RO

Fuimos a donde estaba nuestro equipaje, al pie del raudal Camejo, un lugar de mu­ chas rocas. Desde la cima de una gran roca lisa se descubre el rápido en su conjunto; un panorama impresionante: un amontonamiento de rocas negras, redondeadas, muchas apiladas mantienen el equilibrio no se sabe cómo. Es sorprendente que la fuerza de las grandes crecidas no las derribe. Gran malestar desde esta mañana. Por fin, al mediodía se me declara una fuerte fiebre. Tiritando de fiebre y arrastrando mi manta y la de los indios, me introduje en una pequeña gruta debajo de una roca, en busca de un refugio contra el viento y las temibles corrientes de aire que circulan entre estas rocas apiladas. Entre ellas descubrí una excavación profunda, un hueco negro donde sólo se puede penetrar reptando. Me 454


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deslicé dentro con dificultad, empujando y halando las mantas y luego me envolví en ellas, casi sin aliento, tiritando más y más. Estaba tan apretado dentro de la piedra que me costó mucho taparme la cabeza. Enfundado así en aquella roca, con el cuerpo y la cabeza cubiertos, puse toda mi voluntad en respirar lo menos posible, procedimiento con el que logré devolver calor a mi cuerpo y sudar mucho. ¿Al cabo de cuánto tiempo de tiritar, de malestar, de sofoco, llegó la benéfica transpiración? No lo sé. Después de sudar bastante, saqué la cabeza, no sin dificul­ tad, de las mantas para respirar a mis anchas y al rozar con la roca regresé a la reali­ dad: tuve la sofocante impresión de estar enterrado vivo en un sarcófago natural, sentí que me ahogaba, que no iba a salir nunca de aquella tumba. Tuve que arrastrar­ me sobre la espalda y el estómago, empujarme con los pies y las manos y salir sin olvidar las mantas. ¡Por fin! Salí al aire libre y aspiré ávidamente. Chaffanjon me hizo un té sin azúcar (ya no hay) que me sentó muy bien. Durante más de tres horas, había tiritado y sudado dentro de la gruta. Mi ropa y las mantas quedaron empapadas. En cuanto me cambié, me sentí muy bien, aunque muy débil. Desde hace tres días venía padeciendo esos accesos de fiebre, opresión en el pecho y tos igual que en Caracas. Más o menos en la misma época del año, me dio también una bronquitis muy fuerte en Francia. Eso se repite todos los años... reminiscencia. Ahora ya no tengo apetito ni deseo alguno de fumar. Vamos a pasar la noche echados sobre la orilla arenosa al pie de las rocas. Antes de que Chaffanjon se quedase dormido decidimos que, en vista de mi estado depresivo causado por las fiebres, mi regreso a Francia se realizará en cuanto lleguemos a Ciudad Bobvar. “El aire de la tierra natal — me dijo— , es lo único que puede curarlo. Además, ¿qué haría usted durante los cuatro meses que pienso pasar en Ciudad Bolívar y Cara­ cas?” En eso tiene mucha razón, mi misión aquí terminó y ya sólo podría ser una carga para él, a menos que hiciera retratos por encargo remunerados, cosa nada fácil de con­ seguir. Acepté su proposición con mucha alegría, ya que pensaba plantearle lo mismo en cuanto llegásemos a Ciudad Bobvar, así que mi deseo es dejarlo libre y que no tenga que arrastrar con un peso muerto. Allá, en Ciudad Bolívar, en Caracas, Chaffanjon es un hombre muy distinto que aquí, en la expedición. Allá, ya no tenemos ni metas ni intere­ ses comunes; él se mueve en un mundo de negocios que no es el mío — nos converti­ mos casi en extraños— . De modo que prefiero regresar a Francia de inmediato antes que experimentar nuevos rencores. Irá solo a Caracas a recibir los honores que merece y podrá estar a sus anchas para contar su hazaña sin dos orejas inoportunas. No quiero estorbarlo en nada, estoy plenamente satisfecho de haber podido, gracias a él, reahzar mi sueño: participar en una exploración. 455


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£% "Reconstrucción del descubrimiento de las fuentes del Orinoco” Grafito sobre papel ■ 18 de diciembre de 1887


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Y ahora, tendido sobre la arena tibia, esta decisión me mantiene despierto, ya que imaginarán mi impaciencia por llegar. Doy vueltas y más vueltas, hundo mis manos encendidas de fiebre en la arena en busca de un poco de frescura; por fin, exasperado, me rebelo contra estas largas esperas imprevistas que nos obligan a permanecer aquí sin nada que hacer y sin otra preocupación que defenderse del calor que reverbera de estas rocas y de las legiones de mosquitos. Larga y hermosa noche, aunque muy agitada. Desde las ocho, todos roncaban con gusto, pero muy pronto dejé de oír los sonoros ronquidos y sólo la voz del raudal llenaba la noche entera. Y en medio de la noche, esa voz tomaba modulaciones, inflexiones, entonaciones de voces humanas, tan graves, tan penetrantes y profun­ das que llegué a convencerme de que esos sonidos armoniosos, tan variados y mati­ zados, no eran otra cosa que unos espléndidos coros cantados más allá del río en una lengua extranjera. Con el oído aguzado, esperaba a cada instante captar una palabra que me confirmara que aquello no era una ilusión, que en verdad se trataba de can­ tos. Desperté a Chaffanjon al pensar en voz alta, y le pregunté si no oía unos cantos al otro lado del río; me respondió medio dormido y sin convicción que le parecía en efecto oír algo y se volvió a dormir. Entonces, como ya no aguantaba más, y con la esperanza de captar una palabra reveladora, abandoné mi lecho de arena y fui a incli­ narme sobre las aguas a la orilla del río, de rodillas, apoyado en las manos y con medio cuerpo extendido sobre el agua. Hasta la una de la mañana, cara a cara con los caimanes, con el cuello extendido, escuché con todas las fuerzas de mi ser, fascinado, intrigado, sin poder obtener una certeza. Entonces, exhausto por esta larga y vana tensión del cuerpo y el oído, me di un baño calmante y fui a tenderme de nuevo sobre la arena donde dormí hasta la mañana. Y ahora, ¿a qué atribuirle ese maravilloso y alucinante concierto? Las aguas del raudal, al caer en todas las direcciones, sobre el agua, sobre rocas más o menos sonoras según su posición, según sean más o menos huecas, como inmensos tubos de órgano, ¿acaso no podrían producir toda una gama de sonidos variados, multiplicados al infinito, que el silencio de la noche amplifica y descompone aún más? ¿Por qué no van a ser las aguas del Orinoco tan cantarínas como las del Paraguay, propagando ondas sonoras, embelleciéndolas y armonizándolas? El lugar rocoso donde acampamos, una prolongación del raudal, quizá sea propi­ cio a los ecos, que las grutas y corredores de roca del entorno repercuten, cruzan y suavizan. Y quizá la brisa que pasa por encima del bosque que bordea la otra orilla añade su voz armoniosa a la voz más estridente del raudal. Además, la clave del mis­ terio podría estar también en el efecto de una infusión de bejuco, una liana febrífuga recomendada por los marineros, que provoca zumbidos en los oídos que alteran los sonidos. 457


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Pero ¡qué importa la causa! Fuese ilusión o realidad, yo nunca había oído una músi­ ca más bella, acentos tan conmovedores, acordes tan armoniosos, hasta el punto que llegué a suponer que los misioneros todavía estaban del otro lado del río, que oficiaban una misa cantada. Aquello era tan hermoso como Sigurd de Reyer, mi ópera favorita. Qué lástima no ser músico para anotar lo que escuché, tendría algo muy impresionan­ te que ofrecer. Esta noche voy a comprobar el fenómeno. 12 DE FEBRERO

Esta mañana Chaffanjon me informó que llegaron unos ingenieros franceses a Atures. Vienen a estudiar la posibilidad de construir una vía férrea para atravesar los raudales y comunicar Atures con Maipures. Son agentes de la Compañía Francesa del Alto Orinoco, fundada después de nues­ tra partida de Caracas y tiene como fin explotar los productos del Orinoco, en particu­ lar la sarrapia (haba de Tonka) y el caucho. Con la esperanza de que el cónsul francés de Ciudad Bolívar les haya confiado nuestra correspondencia a los ingenieros, Chaffanjon va a ir a Atures con Manuel José Mirabal. Los dos siempre andan juntos. Desde que llegamos a los raudales, rara vez están con nosotros en el campamento. Manuel José va de aquí para allá, a donde lo llame su negocio, y Chaffanjon, siempre tras documentos e información, lo acompaña a todas partes. De modo que me quedo otra vez solo con Julián para cuidar el equipaje. Sin nada que hacer, devorado por los mosquitos en esta forzada inacción, el papel de perro guar­ dián me aniquila y me da fiebre. Sin apetito, sin ganas de fumar, lo único que puedo hacer es beber, café, té sin azúcar y agua, eso es todo mi alimento. No puedo refrescar­ me con la sabrosa agua que puse a enfriar en la corriente de aire de la gruta donde escribo. Ayer, en un hueco de esa gruta, protegido de las corrientes de aire que tanto temo, pude tiritar y transpirar a mis anchas. Fiebre todo el día. ¡Ah! ¡Qué largo fue ese día! Yla noche, más larga todavía, no encon­ traba lugar dónde ponerme cómodo. Me cambié del chinchorro a la roca tibia, pero a la postre el mejor lugar era la arena refrescada por la brisa. Efundía las manos y los pies en esa dulce frescura y poco a poco el sueño se apoderaba de mí por diez minutos. Entretanto, seguía distinguiendo muy bien, como si viniese del otro lado del río, la misma música religiosa cantada en una lengua extranjera. Ilusiones y nada más, segu­ ramente, pero bellas ilusiones. A las tres de la mañana, como ya no aguantaba los nervios, pese a la fiebre y a la quinina que había tomado durante el día, tomé un baño a la luz de la luna, es decir, que me tendí en el agua a la orilla del río sin preocuparme por los caimanes al acecho. Dulce bien­ 458


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estar. Ya calmados los nervios, me metí en la hamaca donde descansé deliciosamente hasta las cinco de la mañana. Esas dos horas de buen sueño valen por toda una noche. 13 DE FEBRERO

Fiebre... 14 DE FEBRERO

Fiebre... Dos noches de insomnio... Sigo oyendo la hermosa música. Chaffanjon re­ gresó de Atures. No pudo ver a los ingenieros. 15 DE FEBRERO

Por fin dejamos este puerto Camejo, a una legua y cuarto de Maipures. En este campamento pasé largas horas, un tanto suavizadas por los sonidos musicales del rau­ dal y por la esperanza de descubrir su verdadero origen. La falca más pequeña, tan esperada, ya está al pie del raudal Guahibos. Cargan el equipaje. Vamos a dormir en la arena un poco río arriba del raudal Rabipelado. 16 DE FEBRERO

En la mañana salimos con la luna menguante. Esperamos estar en Atures antes de mediodía. Atravesamos los raudales Rabipelado y Garcita. Al pasar por este último rá­ pido, una corriente de aire nos robó un periquito; la corriente se lleva la falca, de modo que nos fue imposible salvarlo. Bajo la carroza es imposible no prestar atención al tejemaneje de nuestros compa­ ñeros de viaje, nuestros animalitos. Es un estudio y un pasatiempo. Entre los animales, como entre los hombres, hay siempre una especie de Castel, todo para él, nada para los demás. La guacamaya macho es así; si se lo hubiese llevado el raudal, yo no lo lamenta­ ría en absoluto. Aunque la hembra es muy mansa y dulce, el macho tiene una mirada dura y malvada. Ambos ocupan una mitad del travesaño del techo de la carroza y no se mueven de allí. La otra mitad es para la mona, Venus. Los periquitos van y vienen de aquí para allá a su arbitrio y no dejan que la guacamaya se les acerque. Su completa libertad de movimientos fue la causa de la perdición de uno de los dos. Sin embargo, si la señorita Venus tiene la desgracia de equivocarse y colgarse del lado del travesaño que ocupan las guacamayas, el macho se acerca a hurtadillas y le asesta un violento picota­ zo en la manita de cuatro dedos. La mónita, siempre tomada por sorpresa, asombrada, hace una morisqueta tristísima, mira su mano, mira a la guacamaya y nos mira a noso­ tros. Le decimos: “¿Quién te mandó a ponerte allí?”, pero la mona se olvida y al día siguiente vuelve a recibir su picotazo. Chaffanjon a menudo le da un buen sacudón a la guacamaya, péro creo que eso no hace sino irritarla más. Es verdad que estos animali459


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tos no son siempre divertidos e interesantes y a veces hay que soportar sus molestias — toda medalla tiene su revés— . El único lugar en que se puede estar bajo la carroza es muy exiguo: incómodamente sentados encima de los sacos y cajas de mercancía y de los equipajes amontonados, para estirar las piernas hay que ponerlas justo debajo del travesaño, la percha de nuestros com­ pañeros de viaje... y si uno está absorto leyendo o tomando notas y se olvida de ellos, de pronto un chorro más o menos líquido cae sobre uno y le recuerda que hay que estar pendiente de ellos. La señorita Venus, sobre todo, acostumbra a hacerlo a menudo y pare­ ce que elige el momento más propicio para regarnos las piernas. Entonces, unos ríen a carcajadas y la víctima perfumada grita y se enfurece. Luego, severa amonestación a la mona, pero la pobre es incorregible. No es posible enseñarle, como a los gatos, a ir a un rincón especial para estos menesteres; no obstante, tiene una expresión tan humana, que parece que entendiera todo lo que se le dice, pero lo olvida enseguida. A las diez llegamos al puerto río arriba de Atures. A pesar de mi dieta de cuatro días y del mucho calor que hacía, cubrí a pie los tres kilómetros de sabana entre el río y el pueblo. El pueblo ya no es más que un pequeño caserío, último vestigio de la antigua e importante Misión de San Juan Nepomuceno de los Atures, fundada en 1745 por el padre jesuita Francisco González60. Por unas palabras de recomendación del señor Manuel José Mirabal al señor Sinforiano, éste pone su casa a nuestra disposición y hasta ahora no tenemos más que darle las gracias por su excelente acogida. Los ingenieros franceses están a una legua río abajo de aquí, donde tienen anclada su barco a vapor, al pie de los raudales. Están construyendo allí un refugio y mañana iremos a verlos. Nuestro anfitrión nos entera también de que Guadalupe Molina burló todas las emboscadas que le tendieron y que ya ahora debe de estar a salvo más allá del Meta. No cree en absoluto en las maledicencias e insinuaciones sobre él. ¡Muy bien! Eso hace que Sinforiano me sea aún más simpático. El año pasado, fue a Sinforiano a quien Chaffanjon alquiló dos monturas para nosotros y una para el guía para nuestra cabalgata hasta el cerro Pintado. La casa de Sinforiano es la más grande del pueblo. Cultiva un poco la tierra y tiene alguna cría, pero Pinto sigue igual de indolente y ocioso. Nada ha cambiado en casa de nuestro anfitrión anterior a no ser que eche de menos a sus dos huéspedes; el conuco sigue sin cultivar y en torno a las mujeres que cocinan al aire libre, los mismos perros emaciados y famélicos vienen a cobrar más golpes que comida. Esta noche, Chaffanjon y yo vamos a aprovechar el sueño de los habitantes para ir a la gruta de los Muertos a sustraer algunos esqueletos de indios piaroas, atures o irnos y a transportarlos a la falca. En la noche cerrada, bajo un cielo cu­ 4 60


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bierto sin luna, nos escabullimos del pueblo silenciosos como dos fantasmas. Uno con el fusil Gras terciado y una antorcha en la mano, el otro con el Winchester y un saco a la espalda. Quizá nos topemos con el tigre que, la noche anterior, devoró a un burrcf (asno). A unos doscientos o trescientos metros del caserío, como perdimos el sendero, encendi­ mos el mechón, pero de todas maneras nos perdemos varias veces. Por fin, con bastan­ te dificultad, llegamos a la entrada de la gruta. Adentro, todo está igual a como lo dejamos antes. Unos pájaros nocturnos sorprendidos alzan el vuelo chillando. No perdemos tiempo. Con prisa, como ladrones, metemos en el saco dos de los mejores esqueletos metidos en su catumare, junto con algunos cráneos y osamenta diversa. Luego, seguros ya de nuestro botín, bajamos tranquilamente hasta la falca. Yo camino adelante para iluminar el sendero, Chaffanjon me sigue cargando el saco. Sopla una leve brisa, es una marcha agradable; de vez en cuando bajo el mechón hacia las hierbas secas que agarran fuego como pólvora, nos sigue un reguero de llamas. Quien nos hubiese visto así, armados y harapientos como estamos, seguramente nos hubiera tomado por dos lúgubres bandidos que después de hacer su fechoría in­ cendian todo a su paso para hacer desaparecer toda huella. Ciertamente nuestros celo­ sos guardianes de la paz, los policías urbanos lioneses, no dejarían de aprehendernos si merodeásemos así a las dos de la mañana por las calles de la ciudad de Lyon. Y ésa es la gran libertad de nuestro gran país, uno no tiene derecho a tener facha de asaltante. Esas dos sombras negras, después de haber capturado a la Muerte, a la que se llevan como una presa, y dejando tras de sí un reguero de llamas, serían un gran tema para una composición fantástica digna de Gustavo Doré; una contraparte ori­ ginal de la banal cabalgata de la Muerte en la que siembra duelos y destrucción. Y, ¿quién sabe?, a lo mejor entre nuestro botín antropológico, entre los restos de jefes indios, hay los de un cacique célebre, un reyezuelo, cuyo nombre, al igual que el de nuestros grandes conquistadores, hacía temblar a las gentes de todos los pueblos vecinos. ¿Desde cuándo reposaban en esa gruta cuyo recogimiento y silencio sólo era perturbado por los roedores y los pájaros nocturnos? Sacados bruscamente del lu­ gar de su eterno descanso, llevados más allá del océano, lejos de la tierra de sus haza­ ñas, irán a parar al santuario de la ciencia, expuestos, como la momia de un faraón, en un sarcófago de vidrio, a la mirada de los curiosos, más o menos ignorantes, más o menos indiferentes... ¡Extraño destino! 17 DE FEBRERO

Después de depositar cuidadosamente nuestro botín en la falca, fuimos a pasar el resto de la noche en casa de Sinforiano y esta mañana, antes de la salida del sol, vamos a zambullirnos en las vivificantes aguas del Cataniapo. 461


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Chaffanjon se acaba de marchar a ver a los dos ingenieros de la Compañía Francesa instalados en Perico donde, según dicen, van a construir un almacén de mercancías. A su regreso sabré si esto es cierto61. Solo en la casa, hago algunas improntas de flores y de hojas y pongo al día mi doble diario un poco retrasado. Al mediodía, mi compañero regresa acompañado por los dos ingenieros, Couchoud y Aubey. Dos compatriotas encantadores que hablan francés con toda la gracia parisina y la fresca entonación de los recién llegados al país. ¡Qué música tan dulce! Su uso del argot me resulta delicioso, es tan agradable escuchar a franceses de verdad. Desde hace mucho tiempo, Chaffanjon y yo venimos empleando las mismas palabras, los mismos giros, de modo que cada palabra dicha por estas nuevas voces me parece una expresión inédita y como ambos son conversadores exuberantes y se expresan con regocijada volubilidad, su trato me resulta muy placentero. Hablamos mucho de Francia, de los acontecimientos recientes, de un general Boulanger — el sarampión del momento— , de la Compañía Francesa del Alto Orinoco... Quién lo creería, unos franceses van a explotar las riquezas del río. ¿Irán a realizarse nuestras aspiraciones para el Alto Orinoco? Parece que nuestros clamores han sido escuchados deseos y aun rebasados ¡Bravo! Sin embargo, ya en el campo de operacio­ nes, cuántas dificultades, cuántos obstáculos van apareciendo. Pero el valiente y entu­ siasta Aubey quiere sobreponerse a todo. El ingeniero Couchoud, más escéptico, se amilana un poco. Entregado a la conversación, muy agradable por cierto, sólo puedo leer fragmentos de la correspondencia que nos entregaron... Nada tan conmovedor como estas cartas tan preciadas... Sólo Dios sabe que me muero de impaciencia por leerlas, por estar por entero con ustedes, pero para eso quiero estar solo, bien solo... El cónsul francés Früstuckles confió sólo parte de nuestra correspondencia. Por el camino, otros agentes de la Compañía Francesa nos entregarán el resto. Larga velada, largas y buenas conversaciones. Piensan, según dicen, ir a San Fer­ nando de Atabapo a fundar un almacén. Instalan dos chinchorros en una casa nueva de Sinforiano, donde van a pasar la noche. 18 DE FEBRERO

Mucho antes de que los mosquitos hagan acto de presencia otra vez con la salida del sol, Chaffanjon, Aubey, Sinforiano y yo vamos a tomar un delicioso baño en el Cataniapo. Couchoud se quedó en la casa. Al regreso, una buena taza de café con leche de yuca. Luego, Chaffanjon llevó a Couchoud y a Aubey a la gruta de Arvina; van a recoger algunas urnas funerarias indias y de allí van a la falca a ver las curiosidades etnográficas y antropológicas que coleccionamos y que ilustrarán nuestros relatos de anoche. Yo me quedo a leer mi correspondencia. 462


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¡Ah! Estas palabras amigas, estos afectuosos sentimientos, esas buenas noti­ cias, ¡qué bálsamo para el corazón! ¡Qué consuelo... gracias!... ¡gracias! Pero qué le­ janas ya en el tiempo estas últimas noticias, son de julio... Por un buen rato estuve lejos, lejos de Atures y cerca de ustedes... Paciencia, cada día me acerca más al regreso... Después de un excelente almuerzo que nos ofreció nuestro buen anfitrión Sinforiano, dejamos definitivamente el pueblito de Atures. Acompañamos a nues­ tros dos compatriotas hasta su campamento de Perico donde vamos a esperar la falca. Como vamos a tener dos camas de campaña a nuestra disposición, según nos di­ cen, un marinero lleva las hamacas y los mosquiteros a nuestra embarcación, y yo le entrego también mi fusil Gras considerado inútil y me quedo sólo con un palo en la mano, de hierro y madera, un fragmento de arco, la macana de un indio guahibo intercambiada esta mañana por dos collares de imitación de coral. Ligero de carga, yo le pisaba los talones a Aubey, afortunadamente armado de su Lefaucheux, mientras Chaffanjon caminaba junto a Couchoud. Tres horas de marcha por la sabana; de tanto en tanto, incendiábamos el pasto seco como unos niños. En la boca del Cataniapo, escalamos el raudal. El cielo estaba cubierto. Fueron tres horas muy buenas de un delicioso paseo sin sol, sin cansancio. A veces nuestros pies se hundían en la arena blanda y a veces se veían sometidos a la dura prueba de terrenos graníticos y rocosos. Avanzábamos, pues, así hablando sin parar cuando de pronto se oyó una espe­ cie de silbido y yo casi pisé una serpiente cascabel que, sorprendida, onduló como un resorte y se alzó a dos pasos delante de mí, lista para atacar. Después de un fuerte sobresalto, levanté instintivamente el palo que llevaba cuando de pronto, con la celeridad de un rayo, Aubey me arrojó hacia un lado y con una descarga de su Lefaucheux hizo saltar al crótalo destrozado a diez metros de nosotros. No creo que mi palo, demasiado rígido, hubiera podido evitar una mordida. Le debo un gran favor a Aubey. Cuántas cosas dichas siguiendo el hilo de los pensamientos y, según los accidentes, las curiosidades, las sorpresas del camino; el curso de la conversación se corta y luego se retoma. Cuántas impresiones compartidas, y ya Aubey se me antoja ahora un viejo conocido. Llegamos ya de noche al campamento de Perico, y Aubey nos prepara de prisa una cena suculenta con las mejores conservas de las muchas provisiones que ellos poseen. Bajo la tienda de campaña cuadrada, a la luz de una vela, los cuatro hablamos larga­ mente fumando cigarrillos franceses. Pasamos la noche cada uno en una cama de cam­ paña. ¡Yo hubiera preferido mi hamaca! 463


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19 DE FEBRERO

Muy de mañana, un café con leche de conserva preparado por Aubey. El ingeniero Couchoud sufre terriblemente a causa de los mosquitos. De tez rubia, tirando a pelirro­ jo, su piel es demasiado blanca, demasiado fina y cada picada de estos bichitos, para su epidermis ultrasensible, es una verdadera quemadura con hierro al rojo vivo. Tiene la cara y las manos cubiertas de ronchas rojas del tamaño de una uña. Por lo tanto, sale lo menos posible de su mosquitero. Los mosquitos también son la causa de que yo no dibuje casi nada en este regreso, sólo de noche a la luz de la luna. Para un dibujante que tiene que quedarse quieto en un lugar y dejarse devorar, es un suplicio espantoso digno del infierno de Dante y que ni siquiera los pieles rojas soportan. Aubey nos lleva a la edificación que ellos construyeron para servir de depósito a sus mercancías. Terminada desde hace dos días, está admirablemente situada en un bosquecillo a cien metros del río, sobre una elevación del terreno en previsión de las próximas crecidas. La presencia de este ingeniero mecánico ha sido determinante, pues es él quien resuelve todos los problemas y allana todas las dificultades. De una contextura fuerte y muy sano, Aubey soporta con entereza a los mosquitos; siempre alegre y muy ingenio­ so, es tan franco como Page, el de Caracas. Cazador nato de puntería certera, de decisio­ nes rápidas y enamorado de esta vida llena de imprevistos, valiente y emprendedor, Aubey es el tipo perfecto del explorador y, además, muy francés. Si los demás agentes de la Compañía Lrancesa tienen su mismo temple, su éxito está asegurado pese a los muchos obstáculos. Chaffanjon y Aubey se fueron de caza y yo me quedé acompañando a Couchoud, que no abandona su mosquitero. Jugamos a los naipes y hablamos largamente. Me hizo ciertas confidencias. Ya tienen un mes aquí, pero él siente que no va a poder acli­ matarse ni soportar los sufrimientos causados por los mosquitos. Ya no tiene el entu­ siasmo del comienzo y tampoco el temperamento de un explorador. Aún más, dada la dificultad de encontrar trabajadores y explotadores, Couchoud prevé dificultades insu­ perables, y su fe en el éxito de la empresa ha flaqueado. Ellos pensaban que al venir a los raudales encontrarían en Atures toda la mano de obra que necesitaban, pero desgraciadamente no fue así y se vieron obligados a contar sólo con sus propias fuerzas. Para construir su refugio apenas consiguieron dos indios que los ayudasen. De modo que ahora esperan impacientes unos refuerzos, es decir, la llegada de una flotilla de barcos de vapor que les trae empleados de todas las catego­ rías. Sin embargo, estos empleados no son obreros y seguramente no estarán aclimata­ dos todavía y, como no hay mano de obra, se verán obligados, al menos al comienzo, a reemplazarla, a dedicarse a la explotación, al cultivo, a hacer ellos mismos el trabajo. Pero bajo este clima terrible, ¿cuántos franceses resistirán un trabajo intenso para el 464


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cual no están preparados? Un trabajo que sólo los indios y los negros nativos pueden realizar sin mucho riesgo, y aun eso está por verse. Aún más, durante la estación de las lluvias, cuántos sufrimientos los esperan. Se­ rán las víctimas no sólo de una sola especie de mosquitos, como ahora, sino de otras tres todavía más venenosas... y de las fiebres y de las garrapatas (chiques). Si pudieran dedicarse a su papel de empleados, dirigir y vigilar a los obreros, todas estas miserias serían tolerables, pero si se ven obligados a hacer trabajos de campo, movimientos de tierra, las fiebres acabarán con ellos. La empresa proyectada es magnífica, digna de ser llevada a cabo, pero ha tenido un mal comienzo y los capitales comprometidos corren grandes riesgos. La Compañía ha debido prever esto y encargarse ella misma desde el comienzo de conseguir la mano de obra, de procurarse sus propios trabajadores negros o coolie£ en lugar de traer tantos empleados y agentes para dirigir a trabajadores inexistentes; sólo esa mano de obra sería capaz de realizar los trabajos, al menos durante el primer año, y sólo así, los indios seducidos por los resultados obtenidos y las ganancias posibles ven­ drían quizá ellos mismos a ofrecer su participación. Pero de aquí a que esto suceda, los inicios van a pagarse caro: es el precio de toda empresa audaz. Los dos cazadores regresan con una pava. Vamos a visitar el pequeño barco de va­ por anclado en la cala rocosa cerca del campamento. ¡Es maravilloso viajar en semejan­ tes condiciones! ¡Cuántas comodidades y hasta lujo! Si nosotros hubiésemos tenido un vapor como éste, nuestra exploración nos ha­ bría tomado dos meses a lo sumo... Ciertamente, hubiesen sido muchos menos los pa­ decimientos y las miserias, pero las impresiones y los recuerdos también, y esos ahora llenan toda mi vida. La falca acaba de atravesar el raudal y está amarrada cerca del vapor; el contraste es violento: el pasado, el porvenir. La rutina estancada cede el lugar al progreso... y el pro­ greso está avanzando, el Orinoco salvaje, que quizá nosotros somos los últimos en co­ nocer... ya es el pasado. Larga y agradable velada. 20 DE FEBRERO

Aubey aprovecha a nuestros marineros para transportar al refugio todos los materiales y las provisiones contenidos en el vapor. Hay que colocar todo ordena­ damente y con buen gusto — cada cosa tiene su lugar asignado— . Luego, a las doce, ya todo bien instalado, estrenamos los cuatro la nueva casa y comemos jun­ tos la primera comida que para nosotros será la última con nuestros nuevos ami­ gos. Brindamos por el éxito de su magnífica y heroica empresa y, sobre todo, por la salud de todos. 465


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A las tres, a pesar de tener la brisa en contra, embarcamos. Adiós a nuestros dos compatriotas. Confieso que estoy muy emocionado y que me separo de ellos con el corazón acongojado. Ellos se quedan y nosotros muy pronto vamos a regresar a Fran­ cia y a reunimos con los seres amados. Me pongo en su lugar y vuelvo a sentir lo que experimentaba cuando veía partir a los afortunados que muy pronto iban a reunirse con sus familias y amigos. Aún más en el caso de Couchoud, que es casado, está lejos de su familia y padece tanto físicamente. Aubey es soltero, así que está en su ambiente; no obstante, se le quebró la voz al despedirnos. Aquí estamos de nuevo con Julián Franklin y nuestros cuatro pasajeros; la seño­ rita Venus nos hace mil carantoñas. Durante toda la travesía del raudal, el mulato se quedó con la tripulación. Se queja de tener fiebre y dice haber sufrido mucho a causa de los mosquitos; le dimos quinina y volvió a ocupar su puesto bajo la carroza. La nueva falca es más estrecha que la del hijo de Mirabal, de modo que resulta muy incómoda para tres, y Chaffanjon refunfuña. Debido a ello, yo prefiero estar encima del techo y no debajo, pues me siento más libre para escribir, dibujar si es posible, observar, soñar y espantar a los mosquitos. Dormimos en la piedra Provincial río arriba de la isla Bachaco. 21 DE FEBRERO Acabábamos de dejar atrás el campamento de la noche anterior cuando se alzó una fuerte brisa que nos obligó a detenernos en el banco de arena más cercano. Nuestros indios descubrieron varios nidos de tortuga e hicieron una gran cosecha de huevos, más de trescientos. En cada uno de los bancos de arena donde desembarcamos para el sancocho procuramos lo más posible buscar la sombra de algún arbusto o una maleza y la señorita Venus se pone muy triste de vernos tan lejos de ella, pues no le gusta quedarse sola con las guacamayas y el perico. Teme siempre que la abandonemos y lo que le gusta es estar con nosotros bajo la carroza. Hoy Venus se ha armado de valor y trata de pasar sobre la tabla que une la embar­ cación a la orilla, pero hay una fuerte brisa que mueve la embarcación y la tabla, y vaci­ la, avanza, retrocede, vuelve la cabeza de un lado a otro, hace morisquetas y, por fin, llega a la orilla. Pero allí se siente extraña y ya no se atreve a moverse. La llamamos, nos reímos, nos burlamos de ella y al fin se decide y avanza unos pasos como si la arena le quemara los pies y las manos, luego se detiene, vuelve la cabeza a la derecha, a la iz­ quierda, implorándonos a todos con una morisqueta, una mueca tan sostenida y unos ojos tan asustados y tan tristes que, movido por la lástima,voy a su encuentro. Cuando apenas estoy a dos metros de ella, se abalanza sobre mí y se abraza con fuerza a una de mis piernas. Tengo que regresar a la sombra arrastrando ese grillo. Chaffanjon se mofa de ella, pero ni se da cuenta, no piensa más que en encaramarse al árbol y dominar 466


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desde allí la situación. Sin embargo, otra vez el revés de la medalla, apenas hemos co­ menzado a almorzar cuando cae sobre nosotros un chorrito. ¡Qué animal tan puerco, nunca falla! Entonces, para castigarla recogemos rápidamente nuestras cosas y nos es­ capamos corriendo hasta la sombra de otro arbusto a unos cincuenta metros de donde estábamos. Venus no se queda mucho rato allá arriba, se baja enseguida y se deja caer como una masa inerte. Se queda petrificada al pie del árbol, nos llama, gime, hace morisquetas, vuelve los ojos despavoridos a uno y otro lado, pero no se atreve a moverse. Intenta, sin embargo, dar unos pasos hacia nosotros, pero ese mar de arena caliente le parece impasable, sobre todo con la brisa a la que tanto teme. Es una gran miedosa, se echaría a morir allí mismo antes que correr hacia nosotros. Al cabo de un cuarto de hora de penitencia, me dejo ablandar de nuevo y voy a socorrerla. Para ella es una dicha abalanzarse sobre mi pierna y sentirse protegida. Pero esta vez estamos muy alerta y evitamos estar justo debajo de ella. Nos comemos una deliciosa tortilla de huevos de tortuga. La yema de estos huevos contiene mucha grasa, de la cual por cierto se extrae un excelente aceite, y el huevo por lo tanto suministra su propia mantequilla. La tortilla, hecha sin mantequilla ni aceite, es tan sabrosa como nuestras mejores tortillas de huevos de gallina. Como la brisa amainó, bajamos el río con facilidad toda la tarde. En la noche acam­ pamos en un banco de arena de la isla Salvaje. Este banco forma parte de las playas Zambor, tan temidas desde hace algún tiempo. Son la guarida de indios peligrosos; se esconden en la maleza y tratan de sorprender y desvalijar a los viajeros. Estos indios nada tienen en común con los guahibos de las orillas del Meta, tribus nómadas, salva­ jes, que les huyen a los blancos, aunque no hostiles ni feroces. En cambio, estos cuibas son el terror de los mercaderes; según parece, vienen de Colombia, de donde los echa­ ron debido a sus fechorías. Perseguidos en todas partes, vinieron a parar a estos parajes donde reconocieron como jefe a un viejo negro asesino, Mata Sarrapia, también un forajido. Pobre del imprudente que, seducido por la atracción de un negocio, llegue a caer en la trampa y se detenga en estas orillas: de inmediato sería el blanco de una lluvia de flechas envenenadas. 22 DE FEBRERO

Temprano en la mañana, antes de que la brisa borre las huellas dejadas anoche en la arena por las tortugas al salir a poner sus huevos, nos vamos a explorar la vasta extensión blanca. Cuando viajó al Caura, acompañado del general Oublion, Chaffanjon llegó hasta la boca del Meta. En el transcurso del camino, en las famosas playas Buena Vista, tuvo la buena fortuna de ver a los indios recolectar huevos de tortuga y extraer­ les allí mismo un aceite que fresco es comestible, y viejo puede exportarse y servir de 467


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aceite para maquinaria. También tuvo la oportunidad de observar a estos quelonios poniendo sus huevos. Tendido en el suelo detrás de un montículo de arena, esperó du­ rante gran parte de la noche. Cuando la constelación de la Cruz del Sur está perpendi­ cular al horizonte, las enormes tortugas emergen del río hacia la playa. Con el pescuezo extendido, observan un buen rato para cerciorarse de que no hay nada insólito en la playa de arena blanca y luego avanzan perpendicularmente al río dejando en la arena un profundo surco. A los cincuenta o sesenta metros, al encontrar un lugar propicio, se apresuran a hacer un hueco ancho y profundo donde ponen de inmediato sus huevos. Después cubren los huevos con arena y tratan de disimular el lugar lo mejor posible: aplanan bien la arena y tratan de dejar todo como estaba antes, como si nada hubiese pasado, y luego regresan directamente al río dejando tras sí otro surco. Sin embargo, gracias a estas dos pistas, uno puede descubrir fácilmente los nidos, pero si la brisa las ha hecho desaparecer, hay que hacer excavaciones y sondeos al azar. No obstante, en las playas Buena Vista, las tortugas que vienen a poner huevos son tan numerosas que, sin vacilar, los indios y los habitantes de La Urbana cavan unas espe­ cies de trincheras en la arena y descubren centenares de nidos unos junto a otros que forman un inmenso continente de miles y miles de huevos. Aquí, esta mañana, las huellas eran muy numerosas, todas iguales y fáciles de se­ guir, pues se dibujan claramente en la arena. Justamente en la confluencia, o más bien, en el ángulo que forman el surco de ida y el de regreso, está colocado el nido hundido, punto bastante evidente por la amplia superficie de arena recientemente removida y aplanada. Sin embargo, para no tener que quitar en vano demasiada arena y para ir derecho a donde se quiere, uno se cerciora del punto exacto donde está el nido tantean­ do con un palo hundido en la arena. En cuanto el palo no encuentra resistencia y se hunde con facilidad, se sabe que es la entrada de un nido. Entonces se aparta la arena con las manos o con un machete y uno se topa a unos sesenta centímetros de profun­ didad, muy juntos y admirablemente ordenados, unos 100 a 130 huevos esféricos, sin cáscara, envueltos en una piel blanca, sólida y flexible que convierte cada huevo en una pelotita elástica del tamaño de un huevo de gallina. Encontramos más de quince nidos, es decir, entre 1.500 y 1.600 huevos, con los que se llena el fondo de la curiañta amarra­ da a la falca. Vamos a poder hacer muchas tortillas. El maravilloso instinto de estos reptiles, que los lleva a tomar tantas precauciones para proteger su futura progenie, no logra engañar al hombre. Afortunadamente, mu­ chos miles de nidos escapan de la destrucción, ya que hay muchas playas no exploradas. Gran brisa contraria que nos obliga a detenernos en la isla Babilla Flaca a unos cien metros río arriba de la desembocadura del Meta. Aprovechamos para almorzar: torti­ llas y huevos de tortuga cocidos en agua.

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Cuando al subir por el río pasamos por estos parajes ante la boca del Meta, yo esta­ ba tan enfermo, que no tuve conciencia de nada. Partimos después del almuerzo a pesar de la persistente brisa y llegamos al raudal de Caribén a la puesta del sol. Esperábamos encontrar allí a los empleados de la Com­ pañía Francesa en camino a reunirse con los dos pioneros que dejamos en Perico, pero sólo vemos algunos materiales almacenados en dos cajas recién construidas con prisa por unos racionales y unos colombianos venidos por el Meta a recolectar huevos de tortuga. ¿Dónde estarán esos empleados? ¿Habrán regresado a Ciudad Bolívar? Entretan­ to, nuestros dos pobres compatriotas esperan en vano, devorados por los mosquitos y la inactividad. Dormimos sobre la arena de la playa. Noche fresca. 23 DE FEBRERO

A las cuatro de la mañana levantamos el ancla. Hubo un incidente con el mulato Julián al que la fiebre vuelve indolente y hay que ayudarlo. Chaffanjon casi lo deja atrás. ¿Será este lugar el que despierta el más duro egoísmo? El año pasado, más o menos en este mismo paraje, a Castel le hubiera encantado librar su falca de mi pobre cuerpo minado por la fiebre. No hubiese vacilado en desembarcarme en la orilla y dejarme para que me devoraran las hormigas, los mosquitos y las bestias salvajes. La discusión entre Chaffanjon y Julián me ha hecho volver a vivir intensamente aquellos duros y crueles momentos. La vida tiene vuelcos inesperados: yo era para Castel lo que es Julián para Chaffanjon, un estorbo, un engorro, una boca inútil. El egoísmo es feroz. Una brisa muy fresca que nos entraba, en la noche se hace aún más fuerte y nos obliga a refugiarnos al pie del cerro Castillito. Otra vez huevos de tortuga de cena. Nos tendemos en la playa, pero la brisa nos fustiga la cara con arena, nos entra por la nariz y las orejas. A la medianoche, cuando amaina, aprovechamos para levantar el ancla y vamos a desembarcar a las cinco de la mañana en Santa Bárbara. 24 DE FEBRERO

¡Gran sorpresa, dulce emoción! ¡Acabábamos de desembarcar y los indios nos esta­ ban sirviendo el café cuando Guadalupe Molina y su amigo Othon llegaron al campa­ mento! ¡Grandes demostraciones de afecto, fuertes apretones de mano, dicha de volverse a ver, cosa que ya no esperábamos! Los dos están hospedados en Santa Bárbara en casa de un pariente de Othon, el mismo que nos dio tan buena acogida cuando pasamos por aquí a la ida.

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Hablamos larga y animadamente. Agachados en torno al fuego casi apagado, ha­ blando en voz baja, parecemos cuatro conspiradores; de cuando en cuando el destello de una llama ilumina violentamente los rostros sombríos, expresivos, casi trágicos, y los vuelve a sumergir en una fría media luz... Durante toda la mañana, Guadalupe cuenta su odisea. Lo abruman con acusacio­ nes de fechorías inexplicables, cuando, por el contrario, tomó las riendas del gobierno de su hermano Manuel José Molina, muy pacíficamente, quizá demasiado. En cuanto a las malversaciones de que lo acusan, tiene la conciencia tranquila, no es más que un infundio maligno por parte de sus adversarios políticos cuya intención es perjudicarlo. Ay, la política”, repite constantemente. Aquí, como en todas partes por cierto, en cuanto se está caído, todos quieren hacer leña... No obstante, a Molina le quedan algunos partidarios y muchos amigos fieles. Va a ir a reunirse con su hermano en el Arauca, y allí, confiados en un cambio de la fortu­ na, van a esperar el desarrollo de los acontecimientos, listos para tomar su revancha. Al relato del infortunado Gobernador le sigue el del explorador. Mi compañero cuen­ ta las peripecias y el éxito de nuestra expedición. Guadalupe muestra un muy sincero interés por el asunto, pues siempre creyó de todo corazón en nuestra empresa; el resul­ tado no lo sorprende. Nos demuestra toda su alegría por nuestro éxito y me informa que la correspondencia que le confié cuando partimos de San Fernando hacia las fuen­ tes debe de estar ya en sus manos desde hace dos meses. ¿No es conmovedor ver a este Gobernador caído, perseguido como una bestia fe­ roz, olvidarse de su propia adversidad para tranquilizarme sobre lo que más me impor­ ta y que, por discreción, yo no me atrevía a interrogarle? Yo nunca dudé de la sinceridad, la lealtad y la honestidad de un hombre semejante. Las preguntas van y vienen. Como la brisa dura todo el día, almorzamos juntos. El simpático proscrito le devuelve a Chaffanjon lo que le debía, no sin descontar el precio de los quesos confiscados en Maipures del cargamento de Othon que tuvieron que abandonar para huir en curiara. Después de unos cálidos abrazos y un intercambio de cordiales votos por volver a vernos en días mejores, nos separamos con pesar de Guadalupe y de su fiel amigo. Son ya las cuatro de la tarde. Avanzamos pese a que ya es de noche hasta que la brisa nos obliga a detenernos en la margen derecha del río Coroza!. Desembarcamos en un terreno conglomerado don­ de, en medio de la oscuridad, uno corre el riesgo de romperse una pierna. Esto nos resulta muy distinto a la mullida alfombra de las playas de arena blanca. Por fin descubrimos una pequeña franja arenosa en la cual descansamos mien­ tras los hombres hacen el sancocho de tortuga. Después de comernos el sancocho, como la brisa había amainado, avanzamos hasta la medianoche, instalados muy in­ 470


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cómodamente los tres bajo la carroza, donde apenas hay lugar para dos. Por fin, des­ canso en un banco de arena más allá del río Suapure, que dejamos no antes de las seis de la mañana. 25 DE FEBRERO

A las diez, brisa muy fuerte. El Orinoco parece querer correr hacia sus fuentes. La brisa levanta unas olas tales que se creería estar en el mar. En estas ocasiones la navega­ ción es sumamente peligrosa y no se puede seguir bajando por el río; hay que desem­ barcar donde se pueda. Sancocho sobre unas rocas apiladas en la base de los famosos cerros Barraguán. En el curso del día nos detenemos de nuevo varias veces debido al efecto de la brisa, entre otros sitios en las rocas de San Rey. A las nueve de la noche ya estábamos frente a La Urbana. Gran cambio en la orilla del agua: un vasto banco de arena cubierto por el río cuando pasamos de ida ahora la aleja por lo menos seiscientos metros del pueblo. En aquella ocasión las aguas casi llegaban hasta las primeras casas. Dormimos allí en un lecho de arena. 26 DE FEBRERO

En cuanto nos tomamos el café, subimos al pueblo. Nada ha cambiado, excepto algunas nuevas casas. Se ve que trabajaron un poco después de nuestra partida. Río arriba del pueblo hay algunas inscripciones indias talladas en roca. Yo las dibu­ jo, pero Chaffanjon quiere aún más: inspirado por el firme propósito de lord Elgin, que mutiló el Partenón para robarle sus obras maestras, se lleva parte de las rocas que logra zafar con mucha dificultad. Me topé con un habitante de Caicara que se sorprendió mucho de que estuvie­ se todavía vivo. Al parecer, allá corre el rumor de que morí hace mucho víctima de las fiebres, de las que no logré reponerme. Los habitantes, convencidos de que el río me mataría, se empecinaron en esa idea a la que luego tomaron por realidad. Hay que ver adonde llevan las suposiciones y la imaginación... la cosa es un poco banal62. El sol acababa apenas de desaparecer detrás de la montaña incendiando el cielo con sus últimos fuegos cuando una gran nube de murciélagos salidos de las profundidades de las grutas del cerro se extendieron por todas partes. A medida que iban saliendo, se juntaban en una masa compacta y muy pronto una inmensa nube negra continua atra­ vesó el río en un vuelo rasante sobre la superficie del agua. La cabeza de la nube sobrevolaba ya la otra orilla del Orinoco, de una anchura de dos kilómetros y medio, cuando todavía los vastos huecos de sombra del cerro vomitaban sin cesar sus masas hormigueantes. 471


O SARIO D i A U G U ST E M O R IS O T

Es fantástica la cantidad de estos mamíferos alados que pueden contener estas grutas. Las nubes de langosta, tan impresionantes, no me llaman tanto la atención como este ininterrumpido hormiguero de ratas voladoras, como las llaman nuestros campesinos. ¿Adonde van? Los habitantes afirman que van a esparcirse por la llanura inmensa para atiborrarse con la sangre del ganado dormido. ¿Serán murciélagos vam­ piros? A Chaffanjon le fue imposible obtener un espécimen. Como la fuerte brisa del día se había calmado, partimos a la luz de la luna. El mula­ to Julián se quedó en La Urbana, donde podrá cuidarse de la fiebre mejor que a bordo. Además, el pobre por fin se dio cuenta de que Chaffanjon no lo podía ver ni en pintura. Ahora mi compañero respira más a sus anchas. “Qué bueno que nos libramos de él”, dice. ¡Pobre muchacho! A la una de la mañana nos detenemos en la orilla de arena blanca de la isla La Ceiba. Como la brisa sopla, sobre todo de día, vamos a navegar preferiblemente de noche y con la ventaja de que tenemos luna creciente, que ilumina cada vez más y que cada noche es más clara por más tiempo. 27 DE FEBRERO

Dejamos la isla La Ceiba a las siete. Brisa fuerte, nos detenemos toda la mañana en una playita blanca. Esbozo un proyecto de cuadro que me obsesiona: Después de la inundación. Gracias a la brisa, los mosquitos se soportan mejor. Chaffanjon, impaciente, se abu­ rre. La caza es imposible en este islote todo blanco. Navegamos toda la tarde sin brisa. Sólo nos detenemos a las siete en una extensión blanca. Un sancocho de tortuga y volvemos a partir a la luz de la luna. Navegamos hasta las once y media, hora a la cual se levanta de nuevo la brisa y no nos permite continuar. Dormimos en el primer lecho de arena que encontramos. 28 DE FEBRERO

Partimos antes de la salida del sol sin tomar siquiera unos momentos para el café. Avanzamos apenas dos horas cuando se alzó rápidamente una brisa muy fuerte. Impo­ sible seguir. Nos detenemos en un banco de arena. Los hombres aprovechan para hacer el sancocho. La brisa sopla con tanta violencia, que levanta nubes de polvo que van a parar a nuestro sancocho, nuestros platos están todos espolvoreados — resulta muy desagradable sentir la arena entre los dientes— .Y tragamos arena hasta de noche cuan­ do dormimos más o menos bien envueltos en las mantas. Todo el día la persistente brisa nos inmoviliza en ese mismo banco de arena. Se me contagia el aburrimiento de Chaffanjon. ¿Qué hacer en ese desierto? Jugamos a los naipes... ¡Uf! A las cuatro lanzamos un cartucho de dinamita al río y recogemos gran 472


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cantidad de pescaditos. Mientras los hombres preparan una buena fritanga, aparece a lo lejos una gran vela en el horizonte. ¡Ojalá sean los empleados de la Compañía Fran­ cesa del Alto Orinoco! Nos llenamos de impaciencia por ver llegar la embarcación. ¡Por fin! A doscientos metros, a la vista de nuestra banderita, izan una bandera tricolor. Saludamos. De inmediato, en la embarcación arrojan el ancla en medio del río y reco­ gen la vela. Entonces abordamos enseguida la curiaríta y un indio nos lleva a bordo. ¡Cuántos apretones de manos, cuántas preguntas! Gran sorpresa y alegría de vernos sanos y salvos, pues desde Ciudad Bolívar nos creen muertos. No estaban tan segu­ ros de la suerte de Chaffanjon, pero en lo que a mí respecta, no les cabía duda. Los señores Guillet y Fangas nos entregan parte de nuestra correspondencia; nos anuncian que vamos a toparnos seguramente con barquitos de vapor franceses a todo lo largo del camino hasta Mapire. En el curso de las conversaciones nos invitan amablemente a cenar. Brindamos por la querida Francia con vino, vino francés de verdad. Nos regalan dos paquetes de taba­ co francés y papel de cigarrillos. Nosotros nos hemos visto obligados a hacer los nues­ tros con papel amarillo de nuestro herbario, el papel que usan los pulperos para empaquetar su mercancía. La luna había hecho ya una carrera de dos horas hacia el horizonte y nosotros se­ guíamos conversando. Sin embargo, tuvimos que dejar la agradable compañía de nues­ tros compatriotas para aprovechar que la brisa se había calmado. El indio fue a buscar al timonel y a los otros marineros al banco de arena y trajeron la falca junto a la embar­ cación. Después de sinceros votos y unos buenos apretones de manos, saltamos a la falca y bajamos por el río hasta la boca del Apure, donde dormimos sobre la arena desde las once hasta las tres de la mañana. 1 DE M A R Z O

En efecto, como nos lo anunciaron los señores Guillet y Fangas, en cuanto despun­ tó el día, anclados de nuevo en un banco de arena, vimos aparecer en un lejano recodo del río un pequeño vapor con una vela; ayudado por la brisa, subía alegremente contra la corriente. En cuanto pudo distinguir los colores de nuestra bandera, izó la suya y se dirigió directamente hacia nosotros. El señor Richard nos brindó una amable acogida a bordo de su embarcación. El también nos creía muertos... la cosa se pone seria. Es un francés cabal, lleno de entusiasmo, con el corazón en la mano. Quiere que lo desvalijemos, y ello de la manera más espontánea, sin preocuparse de que él va rumbo a lo desconocido, hacia una región desprovista de todo, mientras nosotros regresamos a la civilización y dentro de doce días ya no nos faltará nada. 473


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Un gesto de generosidad semejante nos conmueve y nos cuidamos bien de no acep­ tar nada. Entonces nos confía una carta para su mujer y su pequeña familia instalada en Mapire, en la cual recomienda brindarnos una franca hospitalidad. Le prometemos detenemos allí medio día. Por fin, después de una hora de conversaciones precipitadas, como la brisa amainó, nos vamos cada cual por su lado, encantados de un encuentro tan agradable. Estar tan lejos de su país, navegando en un inmenso río cuyas fuentes estaban invioladas hasta ahora y debido a estos encuentros sucesivos con compatriotas, tener la plena ilusión de estar navegando por un río de Francia, qué sensación tan curiosa. A las diez nos detenemos frente al pueblito de Cabruta, en la margen izquierda, casi frente a Caicara, a varios kilómetros de aquí. Cabruta es el pueblo más al sur de los llanos. Estábamos esperando el café que preparaban los hombres en la orilla arenosa, cuan­ do apareció otro barco de vapor mucho más grande que los anteriores; enseguida se dirigió hacia donde ondeaba nuestra banderita. Echó el ancla a treinta metros de la orilla y fuimos a abordarlo en la curiarita. Nos recibe una decena de empleados de la Compañía. Largas conversaciones, brindis por Francia con un buen vino blanco del querido país. Fumamos unos buenos cigarros. Uno de estos señores quiere tener un recuerdo del encuentro y nos toma una fotografía: los dos exploradores con la ropa hecha jiro­ nes, encuadrados por todos los demás espléndidamente equipados; el contraste resulta bastante extraño. Estos compatriotas alegres, ingeniosos y enérgicos, están llenos de un admirable entusiasmo, y nosotros nos cuidamos mucho de echar agua a este fuego tan presto a apoderarse de nosotros los franceses y que es a menudo la causa de grandes logros. Cuando estén en Atures, en ese infernal foco de mosquitos, junto al señor Couchoud, la realidad, desgraciadamente, se encargará de disminuir su fuego, a menos que tengan todos el temple de Aubey. Chaffanjon, no obstante, les advierte que por el éxito de la empresa, es necesario que la Compañía corrija lo antes posible la escasez de mano de obra, y que allá tendrán dos enemigos, los mosquitos y las fiebres. Nos regalaron una botella del mismo vino blanco que habíamos bebido juntos y nos separamos. Todos nuestros mejores votos los acompañan. ¡Ojalá que su ardiente entusiasmo los sostenga por mucho tiempo! ¡Ojalá logren tener éxito pese a todos los obstáculos!... Pero... El proyecto de la Compañía Francesa del Alto Orinoco es, en efecto, fundar en San Fernando de Atabapo un importante almacén muy bien surtido de productos de inter­ cambio, de objetos manufacturados de todo tipo y mercancía diversa. Es muy probable entonces que ya allí, a la espera de poder efectuar explotaciones propias, intente cen­ 474


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tralizar las cosechas y la producción de los gomeros y exportarlas directamente sin pasar por la intermediación tan costosa de los comerciantes de Ciudad Bolívar. Sin embargo, para lograr esto es necesario poder transportar fácil y rápidamente los pro­ ductos de exportación, así como los de importación, pero a esto se oponen los rápidos. Sería, pues, necesario o bien dinamitar las rocas que obstruyen el curso del río, o bien construir en las cataratas un pequeño ferrocarril Decauville63 capaz de transpor­ tar las embarcaciones por encima de los obstáculos. Pero ¿dónde van a encontrar la mano de obra para ejecutar trabajos semejantes? Y todo ello va a requerir muchos gastos y mucho tiempo antes de obtener resultados productivos. ¡Además, habrá tantas dificultades imprevistas! Prevenir es aplanar muchos obs­ táculos. La Compañía, formada bajo los auspicios del gobierno venezolano, ha debido de estar mejor informada y ser más previsiva. Envió a sus empleados demasiado pron­ to y con informes equivocados, ya que todos coinciden en afirmar que se les aseguró que iban a encontrar una abundante mano de obra en Atures y Maipures, cuando en el primero de estos pueblos hay sólo ocho hombres y en el segundo unos seis más. Si la Compañía contaba con la ayuda del trabajo manual de los indios guahibos, a quienes el gusto por las baratijas atrae a veces a los raudales para cargar el equipaje y las mercancías de los traficantes de paso, la decepción es segura. Estos indios nómadas son demasiado independientes para entregarse a un trabajo estable, continuo, que los obli­ gue a permanecer más de dos o tres días en un lugar, lejos de su sabana y de su selva. Para la Compañía sería una gran suerte que, una vez instalada en San Fernando, los indios banivas, marineros antes que nada, pero más industriosos y menos salva­ jes que los guahibos, consientan en trabajar para ella. Esto podría ocurrir. Pero antes de encontrar la mano de obra necesaria, antes de poder esperar la obtención de un beneficio cualquiera, ¿serán sus recursos lo bastante sólidos para mantener y apro­ visionar entretanto su admirable flotilla de vaporcitos? ¿Podrá seguir manteniendo a cuerpo de rey, como se lo merece, a ese valiente contingente de ingenieros, mecáni­ cos y empleados diversos? ¿Tendrán los accionistas la paciencia necesaria? Allí está la clave del éxito. Con tiempo y recursos económicos, la Compañía sería capaz de vencer todos los obstáculos. Hay que esperar que cuente con los recursos necesarios para ello. Sería muy triste y una gran estupidez que una empresa tan vasta, tan noble y atrevida, fracasase antes de empezar a falta de las informaciones necesarias y un mal comienzo. Alas dos levantamos el ancla y nos dirigimos derecho a Caicara, en la margen dere­ cha. Atravesamos el Orinoco de una anchura de más de tres kilómetros y desembarca­ mos a las cuatro en un vasto banco de arena. Como en La Urbana, el río está bastante lejos del pueblo; a la ida, sus aguas tocaban la casa de San Pedro. Nuestra primera visita es para el anfitrión que nos alojó en nuestra primera nefasta estadía aquí. 475


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Es grande la sorpresa de todos al volver a verme, no creen lo que ven sus ojos, todos me daban por muerto. Es cómico pensar con qué facilidad a uno lo borran de la vida. Es muy cierto que me vieron en las últimas y, desde entonces, la muerte me rozó varias veces, pero es claro que no me ha llegado la hora. Aquí, durante mucho tiempo después de nuestra partida, fuimos el tema de mu­ chas conversaciones. San Pedro quizá dijo un día hablando de mí: “Elpintor* estaba bien enfermo y no resistió, debe de haber muerto”. Como todos pensaban lo mismo, a nadie le cupo la menor duda y todos lo afirmaban. Así se crean las leyendas y así llegó la noticia hasta Ciudad Bolívar. Los empleados de la Compañía me aseguraron que allá el periódico de la capital publicó la noticia. ¡Qué extraño es todo esto! Apenas echamos un vistazo al cuarto donde tanto sufrimos y donde yo en ver­ dad casi morí. Visita de don Enrique García, un caballero distinguido, cultivado y muy industrioso, del mismo tipo que el señor Manuel José Mirabal. Se dedica a la cría, y su casa es la más cómoda y lujosa del pueblo. Expresa juicios severos pero justos sobre la indolencia y la pereza de los habitantes de la región — una región tan rica y lamentablemente tan inexplotada— . Nos hace una larga e interesante exposi­ ción sobre los últimos acontecimientos de Europa. A las siete volvemos a embarcar. Hace un espléndido claro de luna y vemos sin pesar desdibujarse en la noche ese pueblo de triste memoria. Pero la brisa no nos deja avanzar más de dos horas. De una violencia inusitada, nos obliga a echar el ancla en la orilla más cercana y a dormir sobre la arena. 2 DE M A R Z O

A las seis, levantamos el ancla. A las ocho, la misma brisa de antes que nos obliga a detenernos como los días anteriores. Esta brisa tan inoportuna hoy, ¿por qué no la habremos tenido a la ida? Es magnífico ver la ligereza con que las falcas, gracias a ella, suben por el río majestuoso, el mismo que durante la estación de las lluvias nos costó tanto vencer. Avanzan como vaporcitos, con la vela hinchada por esa mágica brisa que ellos bendicen y nosotros maldecimos. Para llegar a los raudales y hasta a San Fernando se tardarán menos que nosotros en descender. Al fin y al cabo da rabia no tener al regreso la compensación de una brisa favorable o, al menos, no contraria. A nuestros indios banivas, que no tienen sino que remar sin mucho trabajo en el me­ dio del río, no les importa que la brisa nos obligue a detenernos con frecuencia. No tienen que engancharse con la palanca y halar, empujar, avanzar con esfuerzos inmensos si la brisa no los ayuda o les es contraria. En cambio, si los detiene, descansan en vez de penar. De modo que se cuidan muy bien de invocar a San Lorenzo, el patrono de los marine­ ros, como lo hacían antes nuestros primeros marineros, racionales supersticiosos que, en 476


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la parte de atrás de la embarcación, con las manos formando una cometa ante la boca, invocaban la buena brisa con un silbido modulado más o menos suplicante o imperativo. Un habitante de Cuchivero nos aborda con su curiara y nos vende unos bananos. Chaffanjon aprovecha este encuentro para confiarle una carta dirigida al general Oublion donde le anuncia el descubrimiento de las fuentes. A las tres de la tarde, como la brisa amainó un poco, pudimos continuar navegando. Por encima de la línea quebrada de los bosques que bordean la ribera orlada de una ancha banda arenosa, los cerros del Cuchivero se desdibujan por un buen rato a la derecha. Aun­ que la noche nos envuelve bruscamente, seguimos navegando durante tres horas bajo un segmento de luna cada noche más grande y brillante. Brisa de nuevo a las nueve. Nos detenemos en una orilla lodosa con algunos lugares arenosos al pie de la selva. Después de comer el sancocho cada uno descansa enrollado en una manta o una cobija, ya que una brisa fresca y fuerte levanta olas de arena. 3 DE M ARZO

Al despertar, un gran asombro. Por todas partes a mi alrededor, en la arena, huellas de tigre, grandes y frescas; la pista bajaba de la selva hasta donde yo dormía y daba la vuelta en torno a mi lecho de arena y luego retomaba el camino hacia la selva: dibujaba en la arena lisa dos huellas profundas. Llamé a Chaffanjon de inmediato. “Pues bien, amigo mío, se salvó usted de milagro. Habrá que pensar que usted no le gustó”. En efecto, anoche para poder dormir en paz, sin temor de respirar la arena que levantaba la brisa, yo me había envuelto completamente en mi manta de viaje. Ese paquete gris, aislado sobre esta playa blanca ha tenido que ser necesariamente el punto de mira de todos los huéspedes de la selva al hacer sus rondas nocturnas o matutinas. Y un felino, más por curiosidad que por hambre, se acercó a examinar de cerca ese bulto gris en la arena. Hay algo extraño pero muy afortunado en el asunto: el paquete estaba completamente cerrado, como envuelto en pañales. Por lo tanto, nada atrajo al tigre, pero si mi cara o simplemente una mano hubiese estado al descubierto y la hubiera olfateado, con toda probabilidad yo habría salido muy mal parado. Entonces, le debo la vida a mi manta de viaje. Aunque algo tardía, es una buena lección. Con frecuencia suelo alejarme del fuego para admirar los bellos efectos de luz a lo Rembrandt que rodean de un halo al grupo de los marineros y a Chaffanjon en torno a la fogata. Pues bien, anoche, seguí mi costumbre: en mi puesto de observación, a unos 25 o 30 metros de mis compañeros y me quedé dormido. Eso ha podido costarme caro. Partida a la misma hora que ayer. A las diez desembarcamos en la margen izquierda donde está el pueblito Parmana, pequeño caserío de ocho a diez casas, a dos horas río arriba de Las Bonitas. 477


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Hospitalidad patriarcal en todas las casas. Se cultiva el banano, el tabaco y el algo­ dón. Hay mangos gigantescos cuyo espeso follaje no deja penetrar un solo rayo de sol; hay que ver lo bien que se está a su sombra en tanto que a todo el derredor uno se halla entre dos fuegos: el sol y sus rayos verticales como dardos y el terreno blancuzco y arenoso que los refleja. Un habitante que Chaffanjon conoció en Las Bonitas nos invita a almorzar. Nos cuenta que el general Joaquín Crespo, ex presidente de la República venezolana, había estado de paso antier aquí, camino a su hato del Caura. Hicieron una ternera en su honor. Iba acompañado del general González Gil, Gobernador de Las Bonitas y amigo de Chaffanjon. Seguramente tendremos el gusto de verlo esta tarde. Dejamos Parmana a las tres, y a las cinco llegamos a Las Bonitas, antigua Misión de Altagracia. De inme­ diato nos dirigimos a la casa de la Gobernación donde el general González Gil nos reci­ bió con gran amabilidad. Chaffanjon le expuso rápida y sucintamente nuestra expedición y los resultados obtenidos, destacando unos pocos detalles importantes; luego, el Gobernador nos invitó a cenar a su hato situado a dos horas a caballo de Las Bonitas. De inmediato pusieron a nuestra disposición dos caballos ya ensillados y entonces la pequeña caravana compuesta por el general Gobernador, su secretario, otro caballe­ ro y nosotros dos salió rumbo a la sabana. El sol poniente, que teníamos a nuestras espaldas, doraba todo el paisaje y frente a nosotros teníamos la inmensa llanura. En el llano sin fin, algunos chaparros alzaban sus ramas esqueléticas y retorcidas casi sin hojas. Aquí y allá, unas rocas azules emergían entre las altas hierbas; amontonadas unas sobre otras, mantenían un equilibrio precario. Los calientes rayos dorados del poniente desaparecieron pronto bajo el frío ojo de la luna. En la gran llanura crepuscular se alzaron entonces hasta perderse de vista las sombrías y altas siluetas de los morichales que abren el abanico de sus palmas sobre un cielo azul oscuro constelado de puntos de oro. Unas nubecillas grises flotaban en ese profundo infinito. A veces estas traviesas nubes parecían jugar a cuál taparía los tres cuartos de luna para sumergirnos en agra­ dables alternancias de sombra y luz. Durante toda la cabalgata se soltaron mucho las lenguas. La luna nos alumbraba desde hacía ya una hora cuando llegamos al hato. Una junto a otra dos edificaciones muy cómodas y bien construidas, una para los llaneros y los peones y la otra para el dueño. Entramos a esta última. Tomamos el aperitivo de ron. Se abrieron latas de conserva y trajeron una ternera entera, asada a lo llanero, es decir, asada en un hueco en la tierra con brasas por encima y por debajo, manjar muy apreciado por nosotros y hasta exquisito para paladares pri­ vados de carne fresca desde hacía varios meses. 478


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Después de comer fuimos a visitar los corrales. Mucho ganado, y ejemplares muy hermosos, cosa que alegra la vista: esto es cría de verdad. Este hato del general Gil no tiene nada que envidiarle al de Santa Rita o al del general Alfaro. Desgraciadamente, los tigres y los vampiros hacen estragos entre los animales. Largas disertaciones filosó­ ficas, y luego regresamos a caballo a Las Bonitas. Calma inmensa en esta vasta naturaleza; la luna, aunque brillante, destacaba mis­ teriosamente cada objeto. Como chispas llevadas por el viento, las luciérnagas surca­ ban de trazos dorados la noche azul. Avanzábamos en silencio; con el balanceo uniforme de las monturas, cada cual se sometía al encanto de la hora y se regodeaba en sus pro­ pios pensamientos. El paso seco de los caballos, el vuelo sordo de los murciélagos y los aguaitacaminos acompasaban y acentuaban el envolvente silencio. Muy tarde estamos de vuelta en el pueblo donde todo el mundo duerme. Retomamos nuestra conversación, bebemos café y nos separamos mucho después de la media no­ che, no sin agradecerle encarecidamente al excelente Gobernador su magnífica acogida y la deliciosa cabalgata en tan agradable compañía. ¡Cuántas cabalgatas iguales y aún más hermosas habríamos podido hacer si cuando pasamos antes por aquí, hubiésemos tenido la fortuna de encontrarnos con él! ¡Qué lástima! Vamos a nuestra embarcación anclada en la orilla; sopla mucha brisa y es imposible partir. Nos echamos sobre la arena, listos para levantar el ancla en cuanto lo permita la brisa. 4 DE M ARZO

Partimos de Las Bonitas a las seis de la mañana. Viento fresco, pero amaina y nos permite avanzar todo el día. Dormimos en la isla Tigrita. Se vislumbra un incendio en el horizonte, un espectá­ culo impresionante, muy evocador. Bajo la lumbre llameante se destaca una silueta oscura, despedazada, bastante parecida a una ciudad en ruinas destruida por un cata­ clismo e incendiada. 5 DE M A R Z O

Soltamos las amarras dos horas antes de la salida del sol. La brisa indulgente nos permite avanzar tranquilamente por el medio del río. ¡Gracias a Dios! Los canaletes duplican la velocidad de la corriente. Hoy avanzamos bien y las lejanas orillas van pa­ sando rápidamente. Una parada corta para el sancocho y a las siete de la tarde llegamos a la pequeña ensenada de Mapire. El árbol en el que tallé las iniciales desapareció, arrastrado sin duda por la última crecida. Ya no queda el menor recuerdo de nuestro antiguo campamento. 479


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Subimos por el sendero y en la plaza del pueblo nos indican la casa de la señora Richard. Le entregamos la carta de su marido. Ni qué decir de la acogida que nos dio; estaban por sentarse a la mesa y de inmediato añadieron dos puestos. Eramos ocho comensales franceses: señora Richard, sus dos niños, el señor y la señora Moreau, el señor Fuld y nosotros dos. Rodeados de rostros amables, degustamos platos franceses condimentados con finas charlas y relatos interesantes. Larga y encantadora velada. Adioses y los mejores votos para todos. El señor Fuld, un parisino joven e ingenioso, un poco cargado de carnes, en verdad, ha venido aquí para adelgazar, como lo dice él mismo finamente; nos ofrece gentilmente la hospitalidad en su cuarto. Hace traer una cama de campaña y una hamaca y las pone a nuestra disposición. Chaffanjon elige la hamaca. Larga conversación antes de dormir. 6 DE M A R Z O

Pensábamos dejar Mapire en la madrugada, pero no contábamos con la brisa, muy agresiva esta mañana. La maldita quiere desquitarse de ayer, pero por esta vez no nos importuna demasiado. Fuld, que quiso acompañarnos hasta la embarcación para no separarse sino en el último momento, se alegra de este contratiempo y, pese a que nos despedimos de todos la víspera, ante su insistencia regresamos a la meseta. La señora Richard, de naturaleza tan generosa como su marido, nos acoge de nuevo con alegría. Nos dice: “Con brisa o sin ella, se quedan con nosotros, no se irán hasta después del almuerzo”. ¿Cómo resistir una orden tan amable? Aceptamos. La señora Richard, afable, vivaz, activa y un ama de casa cabal, está al frente de todo, lo dirige todo y a todos, niños, comensales, cocineras, huéspedes. La dulce señora Moreau es más discreta, pero no menos activa ni menos enérgica. Además, la presencia aquí de estas dos francesas, quizá las dos primeras europeas que se hayan atrevido a enfrentar tan lejos los riesgos del desarraigo, da fe de que ambas son de una raza noble y fuerte, dignas de sus maridos, con los que quieren no sólo compartir las penurias, las preocupaciones de una empresa azarosa, sino también ofrecerles el poderoso consuelo de un dulce y afectuoso apoyo moral. Sin embargo, acaban de sufrir una fuerte decepción que las desespera. El jardín que el señor Moreau cultivaba con tanto esmero, ese conuco del que estaban tan orgullosos y que todo el mundo en el pueblo admiraba, ya no existe. Lina nube de langostas pasó durante la noche después de la partida del señor Richard. Acabaron con todo en esa noche funesta. Consternación en todo el pueblo y de los habitantes de la casa al desper­ tar. No quedaban más que esqueletos de árboles, tallos de plátanos, plantas cortadas a ras de tierra. El follaje había sido enteramente devorado: las hojas de los árboles, las legumbres, las verduras, no quedaba nada. Es lamentable, tantos esfuerzos perdidos... 480


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Pero el cataclismo no desalienta al señor Moreau; se propone, junto con el señor Richard, dedicarse a la agricultura y, pese a este triste comienzo, aspira a lograr muy buenos resultados. “Es un accidente, no será siempre así, esto lo dejamos a beneficio de inven­ tario”, dice. Historia de carnaval: la criada de la señora Richard, francesa también, y un verda­ dero ogro, no entiende las bromas de los lugareños. Les hizo saber que esas costumbres de carnaval, esos tipos de juegos que consisten en echarle agua en la cabeza a la gente no son en absoluto de su gusto, y se lo hizo saber a manotadas y puños. En Ciudad Bobvar y en Caracas tienen la costumbre de echarle harina en la cara a la gente que no lleva máscara. Después de un almuerzo muy francés, nos separamos a duras penas de nuestros encantadores anfitriones. El señor Fuld y los dos niños Richard bajan con nosotros hasta la embarcación. La señora Richard y el señor y la señora Moreau se quedaron en el lindero del pueblo desde donde se descubre el río y el inmenso panorama que lo rodea. Desde esta magnífica vista, presenciaron nuestra partida y nos lanzaron un úl­ timo adiós agitando sus pañuelos. Después de Atures, este contacto con franceses, esas pocas horas pasadas en la intimidad de una familia francesa, me procuraron hermosas e inolvidables emociones. Es casi como volver a encontrar a Francia. Es la dulce transi­ ción entre el vacío en el corazón de nuestra vida de salvajes y la nueva vida, llena de afectos, que nos aguarda. 7 DE M ARZO

Fiebre todo el día. Atravesamos la Boca del Infierno, en la margen izquierda, y en la margen opuesta, La piedra. Sancocho de tortuga terecay. Avanzamos dos horas bajo la luna y desembarcamos en un banco de arena. 8 DE M ARZ O

Emprendemos de nuevo el camino a las seis. Cuatro horas más tarde llegamos a Moitaco, antigua Real Corona, el lindo pueblito en la margen derecha que a la ida sólo vimos de paso. Muy bien situado, muy limpio, este pueblo es muy acogedor. Allí, por fin, encontramos un pequeño pueblo inteligente y laborioso. Las casas son muy cómodas. El pueblo está casi desierto, la mayoría de los habitantes están en sus respectivos conucos. Realizan varias cosechas al año. Preguntamos por la tumba de Francois Burban, uno de los compañeros del doctor Crevaux a quien picó una raya. Burban murió en Santa Cruz, justo enfrente. Crevaux y sus compañeros, Lejanne y Apatou, lo enterraron en el cementerio de este encantador pueblito, Moitaco. Desdichadamente, nadie es capaz de informarnos nada al respecto; 481


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el cementerio está destruido, no queda nada, y están construyendo uno nuevo. Noso­ tros queríamos llevar unas flores a la tumba de nuestro desdichado compatriota, pero por desgracia sólo podemos dejarle nuestro pesar. ¡Pobre Burban, morir tan lejos de su país, de su mujer, y ni siquiera tener una tumba! Visitamos al señor Juan Manuel García, a quien Chaffanjon conoció en su primer viaje. Nos recibió con los brazos abiertos y se apresuró en invitarnos a un excelente almuerzo. Las casas están saneadas y muy bien construidas, hasta con canales. Juan Manuel es un hombre inteligente, del mismo talante que los Mirabal; muy trabajador, sabe también procurarse todas las comodidades deseables. Nadie se morirá de hambre en este diligente pueblito, cosa que no podría decirse de los demás caseríos y pueblos, incluido San Fernando de Atabapo. Nuestro anfitrión nos acompañó a la falca y a las dos partimos. Nada de brisa, vamos a avanzar bastante. Dentro de tres días estaremos en Ciudad Bolívar. Frente a la isla Cusipa dormimos en un banco de arena, cosa que ya no me resulta tan agradable. Desde hace varios días me despierto con tortícolis y con más de la mitad del cuerpo entumecido. Chaffanjon me dice que es por la anemia. 9 DE M A R Z O

Frente a Almacén, una tempestad muy fuerte. Nos balanceamos como sobre el mar. Es un momento peligroso y crítico para nuestros materiales y colecciones. Tan cerca de la meta, ¿iremos a naufragar tan cerca del puerto? Poco nos faltó, pero lo­ gramos desembarcar; habría sido el colmo del infortunio tragar agua del Orinoco justo el último día. Esperamos y queremos llegar esta noche a Ciudad Bolívar, pese a la brisa. En efecto, llegamos por fin, en la noche, después de unos cuantos ataques de la brisa que nos hicieron pensar que no llegaríamos nunca. ¡Qué largos y angustiosos fueron los últimos kilómetros que nos separaban de Ciudad Bolívar! Por fin, ya esta­ mos aquí y ya nada nos falta en casa del compadre Clos; el cansancio y las privaciones han quedado atrás. Es demasiado tarde para ir al Consulado. 11 DE M A R Z O

Ocurrió algo muy divertido. Esta mañana, antes de ir a visitar a los conocidos, Früstuck, Pinelli, Dalton, etc., tenía que cumplir con un deber prioritario: ir a casa del barbero francés, el señor Lacassie, un vasco muy simpático, con un gran sentido de la vida, en esto muy diferente a su vecino, el compadre Clos. Sin dejar de filosofar, el señor Lacassie arreglaba con ganas la maleza de mi melena de salvaje, cuando llegó un cliente venezolano anunciando la buena nueva del regreso de Chaffanjon. Nosotros lo escu­ 482


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chábamos mirándonos a la cara y cuando empezó a lamentarse por la muerte de su joven e infortunado acompañante, el pintor3... El señor Lacassie le preguntó: — ¿Usted lo conocía entonces? — Personalmente no. Pero con frecuencia lo veía salir de casa del compadre Clos con su cartulina bajo el brazo. — ¿Lo reconocería si lo viese? — ¿Tiene usted su fotografía? —Algo mejor: se lo presento, el pintor M orisot3, el compañero de Chaffanjon. ¡Gran sensación! ¡Expresiones de asombro y efusivos apretones de mano! ¡En ver­ dad!, estos pequeños incidentes inesperados me producen siempre placer cuando pien­ so en lo que podría haber pasado y que mi vida pendía de un hilo. Apenas instalados de nuevo en casa del compadre Clos, nos volvemos a convertir en dos verdaderos chiquillos. Me parecía que nos habíamos ausentado de aquí ayer: todo está igual que cuando partimos, como si nada hubiese pasado. Y sin embargo... Dios sabe cuántas cosas vimos, vivimos y padecimos. Aquí lo único que ha cambiado es el compadre Clos, él, que no se movió de aquí. El ruiseñor vasco ya no es alegre, ha envejecido, parece tener más de cincuenta años y no ha cumplido los cuarenta y dos. Solterón desencantado, parece querer olvidar con la bebida alguna profunda decepción, y el alcohol lo está matando. Según Lacassie, es un verdadero suicidio. Chaffanjon se quedará aquí dos o tres meses más para ocuparse de sus negocios64. Mi partida está decidida: dentro de unos días el Bolívar me llevará hasta Trinidad, don­ de tomaré el primer barco para Francia. Dentro de un mes, a más tardar, estaré con ustedes. La mañana del 11 de junio del año pasado partimos de Ciudad Bolívar y hemos regresado al punto de partida el 11 de marzo en la noche: nuestro viaje por el Orinoco duró nueve meses exactos; como un recién nacido, llegó a su hora, y mi diario también. Y este diario, en cierta medida, es un poco hijo de ustedes; ustedes fueron la causa que lo inspiró. Es para ustedes, amigos míos, con ustedes en el corazón, que hora tras hora lo concebí y escribí con mucho amor. Es suyo. Acepten esta sincera muestra de mi fiel afecto. A. Morisot P. D. Desde esa fecha me fue imposible obtener noticias de la Compañía Francesa del Alto Orinoco.

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A mi regreso de la exploración, tomé la determinación de no cazar más. No comprendo la cacería sino en caso de extrema necesidad. Es un deporte saludable, es verdad, pero pienso que se puede hacer el mismo ejercicio y obtener el mismo goce que cazando, llevando una cámara en lugar de un fusil. En mis paseos de descanso, después de mis estudios, mis pinturas, llevaré mi cámara y partiré a la aventura, a buscarla perdiz, el pato, la liebre, será así que las capture un día con mi cámara y así quedaré satisfecho. Pues si bien no las llegaría a matar, las podría siempre tener65.


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Notas

111 El 27 de enero de 1887 escribía Morisot a su amigo Bertrand desde San Fernando de Atabapo: “Si tuviera quince o veinte mil francos podría hacer negocios, invirtiendo en los fabulosos recursos de la región". Fundación Cisneros. FM. IBHG. Item N° 25. <2>Este personaje vino desde Brasil por el río Negro y estableció unos barracones de acopio en el bajo Casiquiare y en Solano, hacia 1860. Iribertegui, R. Amazonas, el hombre y el caucho. Vicariato Apostó­ lico de Puerto Ayacucho, Monografía N°4. Puerto Ayacucho: 1987, p. 130. (3)No conocido (4) No conocido l5) Así en el original. Cesta tejida de fibras vegetales que se usa para cargar y almacenar cosas. (6) Error de Morisot. Tal vez quiso decir la más alta del Amazonas venezolano. El cerro Duida alcanza los 2.000 m. <7) Pedazos de corteza seca del taparo o totumo. ® Nota de Morisot: “A su regreso, Chaffanjon me dice que creyó no poder encontrar el campamento de tanto que había llovido durante su viaje. En efecto, súbitas y sucesivas avalanchas de lluvia los sorpren­ dieron remontando el Cunucunuma; tuvo, dice, gran preocupación al pensar que este curso de agua, convertido súbitamente en torrente furioso, habría podido sorprendernos, precipitándose sobre nues­ tro campamento y arrasándolo, tal vez con nosotros, hasta el majestuoso Orinoco. No pasó nada, afor­ tunadamente. Las aguas del caño subieron justo hasta la ribera y ni los hombres ni yo estuvimos nunca conscientes del peligro que corrimos”. (9) En español en el original, luciérnagas. (10) Antorcha hecha con corteza de árbol y resina. (u) En español en el original. Se dice en Venezuela del café negro suave, azucarado. (12) Observación común entre todos los viajeros que pasaron por estas regiones. Ciertamente, existen en el subsuelo de Guayana y Amazonas riquezas minerales, pero la baja calidad de sus suelos y el delica­ do equilibrio ecológico en que se mantienen flora y fauna, hacen imposible las extracciones o los culti­ vos intensivos. (13) Fundada nominalmente el 9 de noviembre de 1760 como Nueva Villa de las Esmeraldas por el entonces alférez y luego teniente y comisario de la Expedición de Límites, Apolinar Diez de la Fuente, con los caciques yelcuana Guasana, del Iguapo, y Guadena, del alto Padamo. (Iribertegui 1987:61). La fundación de hecho se llevó a cabo el 19 de marzo de 1767, iniciándose la construcción de casas para poblar en ellas indios de las naciones maquiritares, catarapenes, guaipunabes y macos y la explotación de los cacaotales silvestres. El 30 de agosto ya estaban las casas construidas; recibió, entonces, el nom­ bre de San Francisco de Asís de La Esmeralda. (Río Negro, 1929:129-132). A instancias suyas y del misionero capuchino andaluz José Antonio de Jerez, la Corona emitió el 5 de octubre de 1768 una instrucción al gobernador de Guayana, Manuel Centurión, aprobando seis mil pesos para que Diez de la Fuente pudiera emprender otra expedición, poblar La Esmeralda, fundar allí un hato y estimular las misiones. En 1769 ya tenía iglesia, convento y casa fuerte (Río Negro, 1929:133-137). En el siglo XIX apenas subsistía con unas docenas de habitantes; la última referencia es de 1883, cuando tenía veinte habitantes. (Iribertegui 1987: 82). Diez de la Fuente fue el primer europeo en llegar hasta el raudal de 486


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los Guaharibos, considerando que era la fuente del Orinoco, pues a partir de allí no era posible la nave­ gación. <14) Nota de Morisot: "Muy escarpado, está formado al Este por el cerro Zamuro (que es el montículo más elevado, una centena de metros aproximadamente), de donde descienden gradualmente (descri­ biendo una curva) varias elevaciones pequeñas dentadas por las rocas de la cima y que van a perderse gradualmente al Oeste, donde son aplastados por la masa colosal de dos mil metros de altura y algu­ nos cientos de metros del cerro Duida, que la mayor parte del tiempo está enmascarado por las nu­ bes y en las nubes es donde bien tiene su lugar”. Morisot, A. 4 Xbre 86. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem. 20-C. (15) No es albinismo, sino la enfermedad denominada carare, que va despigmentando progresivamente la piel. (16) Así en el original. Palabra caribe que significa, jefe. (17>La Inmaculada Concepción de la Virgen María. <18) Nota del Marqués de Wavrin, 1939: “Error, el tapir nada y bucea muy bien bajo el agua, pero no puede bajar a más de diez metros así. No hay que dispararles nunca cuando nadan, porque se van a pique y se pierden. Hay que esperar a que salgan para dispararles cuando han puesto pie en la ribera. En ese caso, hay que seguirlos de cerca con la falca y procurar abatirlos antes de que puedan sumergirse bajo las aguas”. (19) Río Bocón. (20) Nota de Morisot: “Partida, seis menos cuarto. A las siete atravesamos la boca del río Yejeta; en la ribera izquierda, fuertes nieblas blancas, muy húmedas, todas las mañanas. A las tres horas, más arriba de una isla sin nombre (el viejo patrón no quiere decirnos nada, dice que no conoce más arriba, es aún un embuste, pues él ha llegado hasta el raudal de los Guaharibos), la segunda isla Yejeta. A las nueve y media franqueamos un raudal de lo más pintoresco: dos rocas redondeadas dominan a una veintena de metros y más arriba varios otros siguen a unas centenas de metros unos de otros. Hay islotes. Al medio­ día, llegamos y franqueamos el raudal de los Guaharibos (según el patrón), nos detenemos sobre la más grande de las rocas que forman islote. Desayuno. Después de desayunar, algunos hombres murmuran que no quieren seguir más arriba. El viejo patrón formula preguntas sobre el regreso. Mientras que se pueda marchar, irá adelante. Para consolarlos se les dice: “Mañana tal vez, o dos días a más tardar”, eso parece satisfacerlos a medias. ¡Esta noche, más que las precedentes, debemos tener los ojos bien abier­ tos!” Morisot. A. 15 de diciembre de 1886. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 20-D. (21) Debido a lo confuso de la descripción que hace Chaffanjon de los días cruciales de la llegada a las fuentes, la mayor parte de los autores han supuesto que el explorador francés sólo llegó hasta el raudal de los Guaharibos, versión que lanzó primero Ermanno Stradelli (1991 [1889]: 33). Grelier admitirá que al menos alcanzó Peñascal (1954:54). Del diario de Morisot y de sus notas adicionales se despren­ de que el raudal de los Guaharibos había sido alcanzado ya el día 15 de diciembre, cuya última caída es el llamado por ellos “raudal de la Desolación” o “raudal de los Franceses”, en el cual acamparon el día 16 y donde se quedó Morisot cuidando la embarcación y el equipaje. El sitio alcanzado por Chaffanjon en su trayecto final, corresponde más bien al raudal Peñascal. Su levantamiento topográfico coincide con la cartografía moderna del sitio. Contramaestre Torres, Alberto (1954): Planos 8 y 9, Fundación Cisneros. FM. Inventarío de mapas. ítem N° 14.9. He aquí lo que anota Morisot al margen: <22) Con la palabra “piastra” traducían los europeos en general las distintas denominaciones monetarias de todo país exótico para ellos que no emplearan las suyas. Para la fecha de la expedición, en Venezuela

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circulaban el peso fuerte de plata, con un valor de cinco bolívares, el real y el medio real, de plata, y las monedas de cobre de veinte centavos a los que se le habían añadido recientemente la morocota o pachano de oro, de un valor de cien bolívares. De manera que los exploradores estuvieron manejando todo el tiempo monedas de oro y plata. Suponemos que la “piastra” equivaldría al peso fuerte de plata, llamado coloquialmente “peso” o “fuerte”. (23>Este es otro episodio que difiere mucho con el relatado por Chaffanjon. (24) A pesar del texto del diario, Morisot anotó al margen lo siguiente: “Son los monos marimondas los que gritan así. Los salvajes son quienes generalmente no desean señalar su cercanía amistosa a los extranjeros. En este último caso, los gritos se habrían repetido mientras se acercaban, hasta mostrarse finalmente”. <25) Nota del Marqués de Wavrin: “Yo he descrito estos refugios en mi libro y deduzco que son en reali­ dad triangulares, es a causa de estar muy deteriorados y habría que saber que tienen esta extraña for­ ma, por lo que usted [Morisot] ha creído que eran redondos”. (26) Nota del Marqués de Wavrin: “Se trata de abrigos temporales que no suelen servir más que unos días, al menos. Ellos debieron tener al menos un año allí y servirían de refugio a un grupo de salvajes que se detuvieron a comer [yuvías]. En realidad, los indios no debieron estar en las cercanías cuando usted [Morisot] descubrió este antiguo campamento". <27) El itinerario preciso de Chaffanjon fue anotado al margen por Morisot de la siguiente manera: Chaffanjon partió del raudal de la Desolación El 16 de diciembre 1886 a las dos de la tarde El 17......................Ausente El 18......................Ausente El 19......................regresa al mediodía Esto hace tres días menos dos horas de ausencia. Yo permanecí solo en el raudal apenas tres días del 16 al 19 de diciembre de 1886”. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 24-B. (28) Chaffanjon-Morisot. Mapa N° 15. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 9.14. (29) No existen indios con tal descripción en aquella zona. Los guaharibos, guaicas o yanomamis han sido los habitantes de ella desde tiempo inmemorial. Su fama de agresivos los hacía temibles hasta la exageración, es cierto, pero ya desde los tiempos de la Expedición de Límites, se conocía con certeza su presencia en el territorio y hasta su preferencia por el consumo de yuvías. (Xerez, 1768). Por otra parte, en 1924, el explorador Alexander Hamilton Rice, quien llegó hasta el raudal de los Guaharibos, escuchó de labios de Pedro Caripoco o Caripucu, hijo del viejo asesino de ese nombre y que también acompañó a Chaffanjon cuando era un muchacho, que el francés no sólo se había devuelto cuando aún el Orinoco era un caño navegable, sino que no llegaron a ver tampoco a ningún guaharibo. Esto confirmaba lo dicho por Aramare hacia 1919-1920 al entonces gobernador de Amazonas, Juan Anselmo. Ortega Mendoza (1998:114).

r‘"' Nota del Marqués de Wavrin, 1939: “¡Para alcanzar las fuentes se necesita más tiempo que éste, en realidad! Y hace falta llevar un equipo de hombres mucho más consecuentes. Él no ha alcanzado el raudal llamado Guaica, de aquí se puede navegar aún mucho más. Yo he explicado hasta dónde un grupo de maquiritares ha llegado, bajo la dirección de un mestizo, Luis Vega”. La versión de que Chaffanjon 488


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no había llegado sino hasta el raudal de los Guaharibos ya había sido sostenida por Estradelli en 1887 y comentada al propio Chaffanjon; el diario de Morisot aclara un poco más este aspecto del viaje y confir­ ma las dificultades que tuvieron con la tripulación. (31) En su libro, Chaffanjon hace ver que fue él quien vio dicho campamento. Creemos que Wavrin tenía razón al afirmar que, en realidad, lo que vio Morisot fue un antiguo campamento temporal yanomami, ya destruido; éstos se hacen construyendo refugios cuyas estructuras son triangulares; por lo tanto, no es de extrañar que Morisot, al verlas, ya en el suelo, las reconstruyera idealmente en forma cónica. Véase ilustración en Grelier (1954:169). (32) El dibujo realizado por Morisot lleva la siguiente anotación: “Descubrimiento de las fuentes del Orinoco por Jean Chaffanjon el 17 de diciembre 1886. Reconstitución o más bien ensayo de la aparien­ cia de las fuentes, dibujado según la dirección y la descripción de J. Chaffanjon, dibujada en la curiara el mismo día de su regreso al raudal de la Desolación... Reconstitución según la descripción en la curiara. 18 de diciembre”. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 60.18/12/1886. En nota posterior, Morisot dijo que intentó hacer el apunte del sitio exacto de las fuentes, según las indicaciones de Chaffanjon, “...pendientes de que éste había tomado dos fotografías del sitio y que, según él, haría revelar apenas llegase a Ciudad Bolívar. Pero, desgraciadamente, se velaron en el transcurso del viaje y no aportaron nada, de paso, como muchos otros negativos”. Borrador de carta al Marqués de Wavrin. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 21-B. 1943. e» pn 1943 Morisot le escribió a un amigo: “¿Le he dicho haber conocido al Marqués de Wavrin, el gran explorador y etnólogo distinguido cuyos dos libros poseen descripciones elementales muy valio­ sas sobre numerosas costumbres de los pueblos salvajes de la América del Sur? Cincuenta años después de nosotros, él remonta el Alto Orinoco hasta el raudal de la Desolación, llamado así por Chaffanjon porque yo quedé tan desilusionado, tan cerca de la meta, de tener que quedarme clavado al pie de ese rápido custodiando la curiara y la tripulación, mientras que mi compañero partía en una pequeña curiara y con dos indios a descubrir lo desconocido. De Wavrin pretende que éste es el famoso raudal de los Guaharibos, mientras que nuestro viejo guía nos había indicado el precedente como tal. A doscientos metros por encima de ese rápido, él fracasa, en su tentativa de llegar a las fuentes; las corrientes eran demasiado fuertes y no poseía el número de hombres suficiente para vencerlas, debe rehacer el camino, pero entonces con la firme voluntad de regresar con más. Por ello, espera obtener del gobierno belga una misión, compuesta por una docena de jóvenes sabios especializados en diversas ramas de la ciencia, un cineasta, para revelar fotografías en el sitio y él cree, con razón, que sus esfuerzos anteriores claman a su favor para obtener los subsidios necesarios para permitirse procurar una treintena de hombres, peones, marineros y porteadores capaces de llevar veinte kilos de carga, instrumentos y provisiones, pues esta vez, dice, todas las previsiones se han tomado para evitar el fracaso. Y yo aportaré la prueba de que Chaffanjon es un farsante y no ha podido llegar a las fuentes en tres o cuatro días, pues tengo los testimonios de dos civilizados, desconocidos el uno del otro, que en la explotación del árbol del caucho me afirmaron que después de haber encontrado y franqueado un primer rápido situado a más de dos días de curiara con veinte remeros vigorosos, tuvieron aún que remar ocho días más antes de encontrar un segundo rápido que ellos mismos franquearon; había aún arriba, no un arroyo, sino un curso de agua muy navegable que hacía pensar que todavía faltaban ocho o diez días de navegación antes de llegar a las fuentes”. Morisot, A. Á dire á Vicard. Borrador. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 20-G. <34)Morisot se había curtido como explorador y procuraba imitar en esto a Chaffanjon, a quien, a pesar de las diferencias, reconocía como el prototipo del explorador de su época.

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(35) Ese día, Morisot anotó en su cuaderno el siguiente comentario que seguía a la frase anterior, no incluido en su borrador final: “Una cosa, por lo tanto, me preocupa: cuando después de tres días de ausencia, Chaffanjon regresa de las fuentes al raudal de la Desolación, sólo me indica vagos detalles acerca de los rasgos característicos de los guaharibos. Él apenas pudo entrever un grupo de estos salva­ jes que se eclipsaron rápidamente; no tuvo tiempo de verlos detenidamente para describirlos con exac­ titud; ahora, a medida que se aleja de ellos, los describe con detalles desapercibidos cada vez más precisos. ¿Será que a la distancia las cosas se precisan mejor? Sí, hay que reducir a la nada el legendario terror que inspiran los indios bravos [en español en el original]; hay que correr el velo que cubría las fuentes y volver a decir incansablemente las mismas cosas sobre todo el recorrido... Pero, gracias a mis oídos, no fue un espejismo... no hay duda. Su obra, nuestra obra, me atrevería a decir, ¿no se impone ella misma simplemente por el único éxito logrado? Todo adorno inútil y dudoso sólo puede disminuirlo. La ver­ dad sólo es luminosa cuando está desnuda, sin sombra, sin velo. Queda un interrogante sobre los Ramados antropófagos”. Morisot, A. Acotación al diarío. Carnet N° 15.29 de diciembre de 1886. FM. Fundación Cisneros. IBHG. ítem N° 35-C. (36) prancisco Miraba! En 1899 se alzó y derrocó al entonces gobernador del Alto Orinoco, Vicente Carrasco; puso en su lugar a su hermano Manuel Eligió, que ese mismo año fue sustituido por SRvestre Colina. (Tavera Acosta, 1954). (37) La Independencia de Venezuela de la Corona española se seRó en 1821, pero las misiones ya habían desaparecido en 1817, a raíz de la toma de Guayana por los republicanos. Su reinstalación sería decreta­ da el 11 de julio de 1828. Sin embargo, pasaría un siglo antes de que volvieran a desempeñar efectiva­ mente su labor.

(38) Efectivamente, los materiales entregados a WeR fueron Revados a Ciudad Bolívar por Flandre y de allí a Francia, a donde Regaron en diciembre. Carta de Flandre. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 19-A. 06/12/1886 y Petits fréres marrons. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 16-B. 19/12/1886. (39) P Pascasio Hermoso, antes que él fueron interinos: Manuel Carias, Manuel José Molina y Guadalupe Molina. Henríquez, Manuel, Amazonas, apuntes y crónicas. Caracas: Ediciones de la Presidencia de la República, 1994, p. 16. (40>Morisot describe muy acertadamente una característica de la política en Venezuela que se mantie­ ne vigente. <41>Morisot donó estos y otros materiales a los Reales Museos de Arte e Historia de Bélgica el 26 de abril de 1939. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 47. <42) Morisot muestra aquí sus extraordinarias dotes de observación y hace un acertado análisis de una sociedad que aún hoy adolece de los mismos males. (43) Una predicción de Morisot que no se cumpliría: no sólo San Fernando, sino gran parte del país está hoy techado con zinc, como puede observarse desde el aire. (44) El gusto por la hamaca o chinchorro le duraría a Morisot muchos años. Incluso tenía colgado uno de la pared de su estudio en Lyon hacia 1930. (45) Guadalupe MoRna era perseguido debido a cargos hechos en su contra el 2 de junio de 1886 por el capitán José de la Rosa Sáez ante la jefatura del municipio La Urbana, por supuestos atropeRos cometi­ dos en su persona y la de muchos otros, incluyendo extranjeros, en Maroa y San Carlos; al mismo tiem­ po, lo involucraba en tratos y complicidad con el general José Ignacio Pulido, ex presidente y enemigo alzado en armas contra el gobierno de Guzmán Blanco. AHG. Jefaturas civiles. 1886. Fol. 18.

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NOTAS

(«) francisco Michelena y Rojas (1801-1866). Fue periodista, diplomático y explorador, recorrió el mun­ do entero, por lo que se lo llamó “el viajero universal”. Escribió extensos informes de sus viajes por el mundo, especialmente por América del Sur. (47) En realidad, los jesuitas ya tenían misiones y reducciones en la región desde mediados del siglo XVII; después de la expulsión de éstos, quedaron a cargo de los franciscanos observantes.

m La Expedición de Límites fue consecuencia de la firma del Tratado de Límites entre los Reinos de Portugal y España, el 13 de enero de 1750, que demarcaba las fronteras entre las posesiones america­ nas de ambas coronas. Su jefe fue José de Iturriaga; José Solano y Bote llegaría a Cumaná en 1754 como 4ocomisario, encargándose, de hecho, del desarrollo de la expedición. Sus méritos lo harían mere­ cedor de ser nombrado gobernador y capitán general de Venezuela (1763-1771). <49) Nota de Morisot: “El 2 de abril de 1767, el mismo día y a la misma hora, en España, en el norte y mediodía de África, en Asia, en América, en todas las islas de la monarquía, los gobernadores generales de las provincias, los alcaldes de las ciudades abrieron sobres sellados tres veces. Su contenido era el mismo para todos: bajo penas muy severas, hasta de muerte, según se dice, se les ordenaba acudir a mano armada a las casas de los jesuitas, sitiarlos, echarlos de sus conventos y transportarlos como prisioneros, en las veinticuatro horas siguientes a tal puerto designado de antemano. Los prisioneros tenían que embarcarse inmediatamente, dejando sus papeles bajo sello, y no llevarse más que un bre­ viario, una bolsa y unos harapos”. <50) La existencia de este canal natural era conocida ya desde antes de 1744, cuando el misionero jesuíta Manuel Román confirmó oficialmente su existencia, al encontrar traficantes portugueses en el Orinoco, provenientes del río Negro; aparecía en la cartografía desde entonces. (51) En español en el original. El relato completo en: Humboldt (1941-1942). Vol. IV Libro VII, Cap. XXII, pp. 163-166. (52) Años después, cuando ya se sabía que no había sido así, Morisot escribió, intentando disculpar a Chaffanjon: “Si hay error, ¿no puede ser debido a haberse engañado por las caídas de rocas, amontona­ das al pie de la sierra Parima, que obligaron al agua de las fuentes a hacer un recodo entre el amontona­ miento de piedras?”. Morisot, A. Notas sueltas. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 18. <53)A su regreso a Francia, Morisot cumpliría su palabra, dedicándose a documentarse acerca de Vene­ zuela en general y del Orinoco en particular. Se convirtió en un asiduo lector de la obra de cronistas, viajeros y misioneros a esas regiones y asistiría a las conferencias sobre el tema que dieron en Lyon, París y Bruselas otros exploradores. Adquirió las obras de algunos de ellos y de los demás, llenó numero­ sos cuadernos con copias textuales y notas de sus obras, convirtiéndose en una especie de autoridad local sobre el tema. A los sesenta y tres años de edad escribía: “Treinta y cuatro años han pasado ocupa­ dos en el arte, la enseñanza y los problemas de la vida... la Gran Guerra vino a trastornarlo todo. El revolucionario progreso científico precipita los movimientos y yo me repliego más en mí mismo... en estas vacaciones de 1920, pasadas en la Villa (Lyon), en el parque (Jardín botánico Téte d'Or), me aíslo en los grandes invernaderos de palmeras y regalo mis ojos con un pequeño recuerdo de la vegetación tropical... aún más, me voy a la Biblioteca, donde me sumerjo en los relatos de los viajeros que hablan del Orinoco.” Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 24-B. <54) En el original, curucuros. (55>En español en el original. Se le llama cecina o tasajo y era un artículo indispensable en la dieta de los que viajaban por los llanos y montañas de Venezuela.

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D IA R IO OH A U G U ST E M O R IS O T

(56) Es desconcertante que Chaffanjon, que ya era un veterano del Orinoco, hubiese emprendido este viaje precisamente en la época más difícil, con el viento, el clima y la corriente en contra, (57) Después de fundada la villa de San Fernando de Atabapo, parte de su población se instaló frente a los raudales de Maipures, donde el misionero jesuíta Francisco del Olmo, que acompañaba a Solano, construyó una capilla. (58) Nota del Marqués de Wavrin, 1939: “Desaparecido hoy día. Sólo quedaban tres familias originarias de aquella localidad, pero se trasladaron río abajo, cerca de la orilla”. (59) Es el caso de la palma moriche. (6°) Ya el misionero jesuíta Agustín de Vega había estado allí en 1737; en 1747-1748 Francisco González fundó la misión que, destruida varias veces, en 1767 pasó a los franciscanos observantes, encargándose fray Francisco del Olmo. Del Rey Fajardo (1992) 1:674. (61) Efectivamente, la Compañía Francesa del Alto Orinoco construyó los almacenes y habilitó el sitio como puerto para el ferrocarril que nunca se construyó. Es el antecedente de la ciudad de Puerto Ayacucho, que se fundó en 1924. (62) Noticia que llegó en su momento a Francia y causó consternación entre parientes y conocidos, hasta que la siguiente carta de Morisot los tranquilizó. (63) Ferrocarril diseñado por el industrial francés Paul Decauville. Locomotora, vagones y rieles podían transportarse y ensamblarse en corto tiempo en casi cualquier lugar; con un ancho de vía entre cuaren­ ta y sesenta centímetros, el sistema se emplea aún como auxiliar en obras y trabajos públicos. (64) Chaffanjon permaneció en Ciudad Bolívar más de dos meses y llegó a Francia el 25 de julio de 1887. Sociedad de Geografía de Francia. Compte rendu. Séance du 6 Mai 1887, p. 256. <65) Morisot, A. Fin del Diario. Fundación Cisneros. FM. IBHG. ítem N° 24-B. ' Morisot dividió su diario en tres “tomos”; sin embargo, aquí en lugar de tomos hemos considera­ do tres partes.

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ANEXOS

CARTAS C RU ZA D A S EN T R E A U G U ST E M O R IS O T Y H. FU LD (H IJO )

Lyon, 20 de marzo 1889 Al Sr. H. Fuld (hijo) 96, Route Nationale, St. Cloud Estimado Sr. Fuld: ¿Se acuerda usted de cierta noche en Mapire, del 5 de marzo de 1887, en que cuan­ do usted acababa de sentarse a la mesa, una mesa cubierta de manjares franceses, y tan lejos de Francia, se presentaron dos exploradores cubiertos de harapos, los señores Chaffanjon y Morisot, que recibieron de la señora Richard y sus invitados la más fran­ ca y amable acogida? Usted mismo nos ofreció de la manera más desinteresada gran parte de su cuarto a nuestra disposición con cama de campaña y una hamaca para pasar la noche. Conser­ vo de esa noche de amistad un recuerdo imborrable. Por mi compañero me he enterado de que usted está de regreso en Francia; me gustaría tener noticias suyas y que tuviese usted la bondad de suministrarme algunos detalles de lo que logró hacer allá después de nuestra partida y, sobre todo, si tuvo el éxito esperado. ¿Qué sucedió con la Compañía Francesa del Alto Orinoco? ¿Se quedó en puro pro­ yecto? ¿Pudo superar las dificultades enteramente inesperadas que encontró? Le agra­ decería que me contestase al respecto y, sobre todo, que me hablase largamente sobre usted y sus compañeros emigrados. A la espera de sus noticias, reciba mi más cordial saludo.

A. Morisot

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D IA R IO D E A U G U S T E M O R IS O T

St. Cloud, 17 de abril de 1889 M. A. Morisot 40, Cours Gambetta, Lyon Estimado Morisot: De regreso de un corto viaje, encontré su carta, lo cual explica mi tardanza en con­ testarle. Me acuerdo perfectamente de esa noche en que lo conocí; es difícil no recordar los pocos momentos en los que uno tiene el placer de encontrarse con compatriotas en una región tan salvaje como aquélla. No puedo darle muchos detalles sobre lo que hicimos después de su partida, excep­ to que abandonamos el pueblo de Mapire para instalarnos en un lugar llamado ahora Punta Brava. Allí, al cabo de cinco meses, yo estaba tan enfermo, que tuve que separar­ me del señor y la señora Richard para regresar a Francia. En cuanto al éxito de nuestro asunto, puede explicarse en pocas palabras. Usted pasó por Mapire en marzo y a fines de mes la Compañía del señor Richard fue declara­ da en bancarrota. Los accionistas de París interpusieron una demanda y todavía estoy esperando los resultados. Puedo resumirle lo que fue de mí después de su partida. El 30 de marzo, liquidación de la Sociedad del río Mapire (la Sociedad del señor Richard). El 5 o 6 de abril, nuestra instalación en Punta Brava por cuenta de la Sociedad Francesa del Alto Orinoco. Alrededor del 15 de abril tuve accesos de fiebre horribles; ya no podía levantarme de la hamaca, colgada al aire libre... observé que llovía dos y tres días sin parar y que no teníamos dónde cobijarnos. Por fin, cuando estuve un poco mejor, bajé hasta Ciudad Bolívar, donde caí enfer­ mo de nuevo y allí me topé con el señor Chaffanjon. Luego volví a subir hasta Mapire a fines de julio. Pero volví a enfermar y pensé que no tiene nada de agradable morir en este magnífico país y regresé a Francia en sep­ tiembre de 1887. 496


ANEXOS

No puedo darle ningún detalle sobre la Compañía del Alto Orinoco, pues estando allá me hallaba demasiado enfermo para ocuparme de nada... y desde mi regreso a Fran­ cia, el señor Richard no me dio noticias suyas sino una vez. Los demás, sin duda, creye­ ron prudente seguir su ejemplo y no tengo de noticias de Venezuela desde hace casi dos años. No me dice si se repuso completamente de su fiebre, pues creo recordar que no estaba usted nada bien cuando pasó por Mapire. Espero recibir pronto carta suya. Entretanto, lo saluda cordialmente,

H. Fuld (hijo)

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ANEXOS

N O M B R E S C IE N T ÍF IC O S

A N IM A LE S

Araña mona, Mygale avicularis Baba, Caiman crocodrilus Báquiro, Tayassu sp. Boa o tragavenados, Boa constrictor Brusca o bruquiUa, Cassia occidentalis Caimán, Crocodylus intermedius Caribe, Serrasalmus sp. Chigüire, Hydrochoerus hydrochaeris Danta, Tapirus terrestris Garza, Casmerodius albus Garzón, Jabirú mycteria Guacamaya, Ara sp. Hormiga azucarera, Monomoríum Hormiga veinticuatro, Paraponera clavata Jaguar, Pantera onqa major, Felis onca Jején, Culicoides furens Laulau, Bracbyplatystoma sp Libélula, Odonatas Mapanare, Bothrops sp. Mariposa azul, Morpho menelaus y Morpho pelenor Marsopa, Inia geoffrensis Martín pescador, Ceryle torquata Mono aullador, Alouatta seniculus Murciélago vampiro, Desmodus rotundus Nigua, Tunga penetrans, Nigua penetrans Nutria, Pteronura brasiliensis Palometa, Mylossoma duriventris 499


D IA R IO DE A U G U ST E M O R IS O T

Pato real, Cairina moschata Paují, Crax daubentoni, Craxalector Pava de monte, Penelope purpurascens Payara, Hydrolicus scomberoides Perezoso, Bradyphus tridactylus, Choloepus didactylus Perro de agua, Pteronura brasiliensis Piapocos o tucanes, Ranphastos sp Puma, Félix concolor Raya, Potamotrygon sp. Tonina, Inia geoffrensis Tortuga del Orinoco, gigante o arrau, Podocnemis expansa Tortuga terecay, Podocnemis unifílis, Peltocephalus, Batrachemys nasuta Turpial, Icterus icterus Venado, Mazama sp. Viudita (ave), Himantopus himantopus Viudita (mono), Pithecia pithecia Zamuro, Coragyps atratus Zancudo, Anopheles spp.

PLANTAS Araguato, Alouatta seniculus Banano, Musa paradisiaca Barbasco, Cracca toxicaría (Sw.) Kunze Batata, Ipomea batata Poir Borracho, Piscidia erythrína Brusquilla o brusca, Cassia occidentalis L. Cachama, Colossoma macroponus Caña de azúcar, Saccharum officinarum Caucho, Hevea brasilensis, Hevea guianensis Ceiba, Ceiba pentandra Changuango, Dracontium polyphyllum Jabillo, Hura crepitans L. Lluvia, Bertholletia excelsa Macanilla, Bactrís speciosa Maíz, Zea mays Mamure, Anthurium ñexuosum Manaca, Euterpe edulis Mart. Moriche, Maurítia ñexuosa L. 500


ANEXOS

Ñame, Dioscorea alata L. Orquídea o flor de mayo, Cattleya rubra Palma moriche, Mauritia ñexuosa Palmera, Euterpe olerácea martius Palmito, Euterpe olerácea Martius Paraya, Hydrolicus scomberoides Pifta, Ananas sativus Schult Taparo o totumo, Crescentia cujete Temiche, Manicaria saccifera Gaertn Yagua, Attalea humboldtiana Spruce Yaque, Prosopis juliñora Yuca amarga, Manihot esculenta Crantz Yuca dulce, Manihot utihsima

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BIBLIO G RA FÍA

DOCUMENTALES

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