Así seremos diferentes

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ASÍ SEREMOS DIFERENTES

de M. Basilea Schlink

Hermandad Evangélica de María Darmstadt, Alemania


ÍNDICE

Presentación

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Primera Parte EL PRECIO DEL PECADO Y EL COMBATE DE LA FE

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1. Una conversación y sus consecuencias

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2. Mi descubrimiento más importante después de mis estudios universitarios

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3. El combate de la fe

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4. El pecado ¿es un concepto pasado de moda o nuestro peor enemigo?

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5. Somos una nueva creación

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6. Reglas para el combate de la fe contra el pecado

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Segunda Parte PECADOS INDIVIDUALES

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Amor al mundo: apego excesivo a las personas y a las cosas de esta tierra

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Autojustificación: considerar que uno siempre tiene la razón

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Avaricia y codicia: deseos desmedidos

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Calumnia y murmuración

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Celos

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Cobardía

59

Crítica: juzgar a los demás

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Curiosidad

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Dejar en ridículo: la burla

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Desconfianza

71

Deseo de imponer la voluntad propia

74

Desobediencia y rebeldía

77

Dureza de corazón

83

Egoísmo

87

Eludir la cruz: la falta de disposición para sufrir

90

Envidia

94

Hipocresía

97

Impaciencia

101

Incredulidad

105

Ingratitud

109

Ira y enojo: el disgusto y la irritabilidad

112

Lujuria

116

Mentira: la inclinación a esconder algo

119

Mezquindad

121

Orgullo: la altivez y la vanidad

124

Peleas y disensiones

129

Rencor: falta de espíritu de reconciliación

133

Trabajo excesivo

136

Vida cómoda: la pereza

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PRESENTACIÓN Emprender el camino de la fe es una experiencia gozosa de encuentro con el amor de Dios. También, allí podemos identificar aspectos de nuestra vida que debemos cambiar para vivir coherentemente con la gracia que recibimos. Por ejemplo, a veces nos reconocemos irascibles, envidiosos o impacientes, juzgamos y criticamos a los demás o estamos apegados a las cosas que tenemos. En una ocasión, algunos miembros de la Hermandad Evangélica de María le preguntaron a la Madre Basilea qué podían hacer con esas actitudes, esos pecados persistentes de los cuales no lograban liberarse. Como respuesta, a través de una serie de charlas y escritos, la Madre elaboró una enseñanza espiritual sobre cómo trabajar cada uno de los rasgos pecaminosos que pueden desfigurar la vida del cristiano. Su propuesta consiste en salir de una actitud pasiva ante nuestras debilidades y animarnos a enfrentar el proceso de transformación con valentía y determinación. Para esto, contamos con la entrega de Jesús en la cruz que venció el pecado y con la luz de la Palabra de Dios, que nos ayudará a profundizar en el conocimiento de nosotros mismos y a desenmascarar el modo en que obra el pecado. La Madre Basilea nació en 1904 en la ciudad de Darmstadt, en Alemania. En 1947 fundó, junto a la Madre Martyria Madauss, la Hermandad Evangélica de María, cuya misión fundamental es el ministerio de la oración y la proclamación del Evangelio.

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Entre los rasgos característicos de su espiritualidad se encuentran la confianza en la providencia de Dios, el amor a Jesús y la invocación de su nombre, la oración de poder, el arrepentimiento, la búsqueda tenaz por la conversión y el combate de la fe. Todo esto ha quedado reflejado en un centenar de publicaciones. En la presente obra, que tras un delicado y minucioso trabajo fue adaptada de su texto original, la autora nos anima a renunciar con firmeza al pecado y a entablar una lucha contra la vida vieja en nosotros, para que nuestra existencia se asemeje a la identidad de hijos del Padre a imagen de Jesús. Así seremos diferentes puede leerse de modo continuo o trabajarse por partes, según el lector considere más conveniente. Con la gracia victoriosa de Dios y la disposición de nuestro corazón, podremos experimentar una sincera transformación y descubrir el rostro misericordioso que el Padre muestra a sus hijos. La colección Basilea de nuestro sello editorial ha publicado también Realidades. Milagros de Dios hoy (abril de 2018) y El poder de la oración (setiembre de 2018).

Editorial de la Palabra de Dios Abril 2019

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Segunda Parte

PECADOS INDIVIDUALES Amor al mundo: apego excesivo a las personas y a las cosas de esta tierra Cuando el apóstol Pablo escribió: “(…) pues Demas que amaba más las cosas de este mundo me ha abandonado” (2Tim 4,10), quiso decir que Demas lo había olvidado y también había olvidado la obra de Jesús; él se había apartado. Porque la misma Palabra dice: “Si alguno ama al mundo, no ama al Padre” (1Jn 2,15). El que ama al mundo está bajo el dominio del “príncipe de este mundo”, y ama lo que le rodea. Frecuentemente pensamos que el “amor al mundo” no es perjudicial y tratamos de justificarlo y disfrazarlo con la siguiente declaración: “Yo estoy abierto al mundo, no soy de mente cerrada”. Sin embargo, el amor al mundo es un pecado peligroso: nos coloca en las manos del enemigo. Para no caer en este engaño, tenemos que discernir si amamos al mundo como Dios lo amó (Cf. Jn 3,16) o como el príncipe de este mundo quiere que lo amemos. El apóstol Pablo nos da un ejemplo de cómo relacionarnos adecuadamente con el mundo. Él también vivió en el mundo y utilizó sus dones y bienes, disfrutándolos, pero dando gracias a Dios. En todo, él amó y honró al Creador. Su alegría por todo lo creado era su gozo por Dios que le otorgó los dones. Por esta razón no le importaba si tenía bienes terrenales o no; estaba completamente libre de estas cosas, podía alegrarse por ellas cuando Dios se las daba. 41


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Pero sería triste si viviéramos para el mundo en vez de vivir para Dios, es decir, si amáramos a las personas, los bienes y las posesiones de este mundo más que a Dios y viviéramos atados a ellos. Entonces, las siguientes palabras se aplican a nosotros: solo podemos servir a Dios o al mundo; solo podemos amar a Dios o al mundo. Amar significa estar completamente dedicado a lo que se ama. Porque aquello a lo cual estemos completamente dedicados toma el lugar de Dios en nuestras vidas. Por tanto, el amor al mundo es idolatría, un pecado serio que puede conducirnos al juicio de Dios. Porque, ¿existe algún pecado mayor que tener un ídolo cuando el primer mandamiento nos dice: “Amar a Dios sobre todas las cosas”? Y en el libro del Apocalipsis, en el capítulo 21 se habla de los idólatras. Por esto, el apóstol Juan escribe acerca de la idolatría, no aquella del Antiguo Testamento, sino más bien la representada por la profesión, la familia, la reputación, el arte, la naturaleza o cualquier cosa dada por Dios. Puesto que el amor al mundo nos ata al enemigo, tenemos que hacer la firme decisión de elegir a Jesús como nuestro gran amor y centro de nuestras vidas por encima de todo. El apóstol Pablo nos indica cómo hacerlo cuando escribe: “(...) los casados deben vivir como si no lo estuvieran; los que compran deben vivir como si nada fuera suyo; y los que sacan provecho de este mundo deben vivir como si no lo estuvieran sacando” (1Cor 7,29-31). Es decir, en toda relación con personas o cosas del mundo, Jesús debe ser el centro; nuestros pensamientos y emociones tienen que centrarse en Él. Entonces amaremos a otras personas y cosas solo a través de Cristo. Y en esa forma podemos tener cosas, o no tenerlas. El centro, que es Jesús, siempre permanecerá: “(...) todo es de ustedes, y ustedes son de Cristo” (1Cor 3,22-23). 42


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Pero si el amor al mundo se apodera de nosotros, esto nos separará de Dios e impedirá estar a su disposición. Jesús nos hace esta pregunta: “¿Qué y a quién amas?”. Él no dice: “Los míos no deben tener familia, no deben estar interesados en las artes ni en las ciencias, ni en otras cosas”. Él solo se preocupa con respecto a nuestro amor. Le interesa saber quién tiene el primer lugar en nuestros corazones, a quién estamos “atados” y exige un desprendimiento radical (Cf. Mt 19,29). Sí, Jesús no solo llega hasta decir que no debemos amar más a padre y madre que a Él, sino que también exige: “Si alguno viene a mí y no me ama más que a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos a sus hermanos y hermanas y aún más que a sí mismo no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). Eso significa más que una simple decisión. Tenemos que declarar la guerra contra el amor al mundo, si no queremos que nuestra vida llegue a caer en las manos del enemigo. Aunque Jesús ama tanto al pecador, Él odia el pecado y exige que los suyos también lo odien. Pero, ¿cómo podemos llegar a ser libres? Solo el amor hacia Jesús puede ayudarnos; si realmente lo amamos, dejaremos todas las cosas casi automáticamente, pues la exclusividad está dentro de la naturaleza del amor. Y, ¿qué debemos hacer si no amamos lo suficiente a Jesús, y las personas y las cosas tienen aún mucho poder sobre nosotros? Lo primero que debemos hacer es pedirle a Dios que nos conceda un corazón arrepentido y alabar el poder de la sangre del Cordero sobre nuestras cadenas de esclavitud. Esa sangre tiene poder para romperlas: fue derramada para hacernos libres.

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Jesús nos pregunta: “¿Estás dispuesto a ser libre del pecado del amor al mundo?”. Solo su sangre será efectiva para aquellos que realmente lo deseen. Podemos estar seguros de que Jesús nos concederá la sincera voluntad de ser libres, en caso de que aún no lo seamos. Porque Él también murió y resucitó entre los muertos para poder darnos esta disposición. Él quiere librarnos del amor al mundo porque sabe que tal amor nos ata a Satanás. Jesús nos exhorta: “No amen al mundo, ni lo que hay en él. Si alguno ama al mundo, no ama al Padre; (...) Y esto es lo que el mundo ofrece: los malos deseos de la naturaleza humana, el deseo de poseer lo que agrada a los ojos, y el orgullo de las riquezas. Pero el mundo se va acabando, con todos sus malos deseos; en cambio, el que hace la voluntad de Dios vive para siempre [con Jesús en su Reino]” (1 Jn 2, 15-17).

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Autojustificación: considerar que uno siempre tiene la razón Los que se justifican a sí mismos proclaman que todo lo que dicen y hacen es correcto. No soportan que otros pongan en tela de juicio su conducta o manera de pensar. Por esa razón se rebelan y defienden, agregando que los demás no los comprenden y los juzgan erradamente. Inmediatamente vuelven la espalda para acusar a otros e impedir que estos les digan la verdad respecto a sí mismos. Los que se autojustifican llevan una armadura para que ninguna crítica pueda penetrarlos. Como no creen necesario luchar contra el pecado porque se consideran perfectos, nunca comprenderán los aspectos pecaminosos de su actitud. Por el contrario, todos los otros pecados se nutren, crecen y se esparcen. El hombre permanece esclavo de sus pecados y separado de Jesús, no importa cuán piadoso aparente ser pues vive en mentira y permanece aferrado a ella. Sin embargo, solo si escuchamos y aceptamos la verdad, esta nos hará libres. Cuando los que se justifican rechazan la verdad, lo rechazan a Jesús que es la Verdad. Si por autojustificarnos hacemos oídos sordos a la advertencia de Dios, la voz de la verdad, aun cuando nos llegue a través de otra persona, dudosamente nos importará tal advertencia. Por el hecho de que el pecado se extiende, cosecharemos en la eternidad lo malo que hemos sembrado. Entonces será demasiado tarde para arrepentirnos. La autojustificación es probablemente el pecado más serio de todos: es la raíz de todos los demás; tales pecados no serán quebrantados mientras no luchemos contra esta raíz pecaminosa. Este es el pecado del hombre de mal genio, 45


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que ataca inmediatamente; del irritado, que siempre quiere tener la última palabra; del inhibido, que no puede moverse libremente porque no quiere equivocarse; del silencioso, que no dice nada porque no quiere cometer errores; del deprimido, que no puede soportar que él es como es, ni que actuó como actuó; del amargado, que no puede admitir que lo que le amarga es una oportunidad para purificar su naturaleza. Además, la autojustificación es uno de los pecados principales que clavaron a Jesús en la cruz. El pueblo no quería escuchar su mensaje: “¡Arrepiéntanse!”. Eso se debió a que no admitían que como pecadores necesitaban un Salvador. Por tanto, gritaron: “¡Crucifíquenlo!”. Como uno se llama cristiano, está convencido de que es discípulo de Jesús y miembro de su Reino. Pero el Señor pronuncia las siguientes palabras contra los que se justifican a sí mismos: “Ustedes se hacen pasar por buenos delante de la gente, pero Dios conoce sus corazones. Porque lo que es estimable a los ojos de los hombres, resulta despreciable para Dios” (Lc 16, 15). Los que se justifican a sí mismos son orgullosos y no admiten si algo está mal en sus palabras o acciones. Hacer eso los humillaría. Solo los humildes lo pueden hacer. Tenemos que arrepentirnos de nuestra autojustificación, no importa cuál sea el precio. Debemos hacer todo esfuerzo posible para liberarnos de esta esclavitud. El primer paso (que los hipócritas también tienen que dar, puesto que la hipocresía y la justicia propia generalmente están juntas) es pedir la luz de Dios. Porque los que se justifican a sí mismos tienen que oír las palabras de Jesús: “Si ustedes fueran ciegos, no tendrían culpa de sus pecados. Pero como dicen que ven, son culpables” (Jn 9, 41). Los que se justifican a sí mismos son ciegos respecto a sí mismos, pues no quieren ver sus propios pecados. 46


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Debemos orar a Dios diariamente: “Envía tu luz y tu verdad. Revélame todo lo que hay en mí que no sea pura luz. Coloca mis pecados ocultos a la luz de tu presencia”. Y Dios, que ha prometido contestar nuestras oraciones hechas conforme a su voluntad, nos iluminará. Porque Jesús vino a dar vista a los ciegos, como está escrito en Lucas 4, 18. Él dio la vista a los que padecían ceguera física, ¡cuánto más mostrará su poder dando la vista a nuestras almas para que reconozcan el pecado! Su amor quiere hacer esto. Él es la Luz y la Verdad, y quiere enviarnos su Espíritu de Verdad. Nos redimió para que seamos hijos de luz y reconozcamos la verdad con respecto a nosotros, la cual nos hará libres (Cf. Jn 8, 32). Ciertamente esto lo descubrimos si sinceramente imploramos que se nos dé luz. Hagamos la siguiente oración: Permíteme abrir mi corazón y escuchar cuando otros dicen la verdad acerca de mí. Quiero aceptar esta ayuda práctica para llegar a ser libre de mi autojustificación. Es muy difícil para mí oír a otros cuando hablan acerca de mis debilidades y errores, pero quiero aceptarlo como tu oferta especial de amor para mí, pues tu voz de advertencia me llega a través de estas personas. Quiero agradecerte por toda persona que me llama la atención por mis errores. Cuando esto no suceda, quiero rogar a los que me rodean que me lo digan todo. Y aunque las admoniciones y acusaciones no sean cien por ciento verdaderas, quiero aprovechar la oportunidad para quebrantar mi orgullo.

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El orgullo ciego marcha del brazo con la autojustificación y estos pecados usualmente se purificarán por medio de las correcciones de Dios, experimentadas en el sufrimiento. Entonces aceptaremos que somos realmente pecadores y cuán alejados nos encontramos de la gloria de Dios (Cf. Apoc 3, 18-19). La corrección, si la aceptamos, hace humildes a los orgullosos. Si ésta nos muestra la verdad con respecto a nosotros mismos y nos ayuda a arrepentirnos, entonces verdaderamente es una gran ayuda. Las contradicciones, tales como enfermedades, trabajar con gente difícil, la frustración en los propios deseos y planes, las humillaciones y las decepciones de todas las clases deben ayudarnos a que nuestros pecados salgan a la luz y a reconocerlos. Cuando seamos humillados de este modo, seremos sanados de nuestra autojustificación. Jesús fue capaz de guardar silencio cuando fue acusado injustamente. Él nos redimió para que podamos guardar silencio a fin de que no nos justifiquemos con palabras y pensamientos. Jesús venció al enemigo, el antiguo mentiroso, y nos liberó de toda autojustificación. Él es el Salvador, que nos sanará también de esta enfermedad de pecado porque, como está escrito, “por sus heridas alcanzamos la salud” (Is 53, 5). Su sangre nos limpiará. La primera señal de progreso en esta curación consiste en que reconoceremos nuestro orgullo que nos hace justificarnos a nosotros mismos. “Si confesamos nuestros pecados y lo sentimos, Él nos limpiará de toda maldad” (1 Jn 1, 9). La autojustificación pierde su poder tan pronto es puesta bajo la sangre de Jesús. Por tanto, debemos permanecer alerta. Si no comprendemos alguna acusación o reproche, todavía nos queda un camino: pedirle a Dios que nos muestre 48


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la verdadera perspectiva por medio de su Espíritu. Entonces comprenderemos claramente que nosotros fuimos los causantes de la situación. En tiempos de quietud y oración, Dios nos mostrará “nuestra viga”. Ciertamente, de vez en cuando habrá un error que deberá explicarse. Pero entonces tendremos que orar primeramente para poder explicarlo humildemente. Perseveremos en la batalla de fe, confiemos en la victoria de Jesús y preparémonos para aceptar la corrección de Dios. Descubriremos, entonces, que las cadenas de la autojustificación se romperán y heredaremos el Reino de los cielos. Para Dios no hay nada imposible.

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