Acerca de la máscara en la escritura. Daniela Martínez Delgado 2012
Si polarizamos, se puede decir que siempre hay dos vertientes principales que hacen rasgo en la humanidad: la luz y la oscuridad. Muchos estudiosos de las diferentes áreas del conocimiento han podido equilibrar estas corrientes, como Chopin en la música o Bernini en la escultura, por ejemplo. Ellos logran luz y sombra a un tiempo; tecnicismo impecable con visceralidad inminente; sin problemas también podemos referirnos al blues o al jazz, a un bolero o un flamenco. Da curiosidad saber hasta qué punto es el quehacer y la vocación profesional, un estilo de vida. A veces parece que hacer poemas trágicos, es comparable a ser cantante de boleros o ser actriz de teatro trágico, a cantar las bulerías de La niña de los peines. En la escuela de artes plásticas, es un ejemplo común el referirse a Cristóbal Rojas y a Arturo Michelena como los dos grandes maestros de la pintura del siglo XVIII, y reconocer que Rojas, vivió siempre en la pobreza y al borde de la locura, mientras que Michelena vivió más bien en la prosperidad y la sensatez. ¿Fueron sus vidas, maneras de vivir su poiesis? y, ¿crearon estos artistas su yo, sus personajes, de manera inconsciente?. Lo mismo ocurre con María Félix y tantos otros actores o cantautores que han vivido una vida, trazada por su máscara. Máscara, la misma que Nietzsche declara es, la inteligencia. Esto comprende una esfera racional, la cual es trabajo siempre del escritor. Pero el origen del producto creativo parece hablarnos desde los intersticios de la mente y siempre con los límites del lenguaje. Las potencialidades inherentes al propio lenguaje humano parecen referirse al metalenguaje, eso que trasciende cualquier frontera comunicacional, lo que es una idea en potencia. Las palabras, cotidianas o no, son un fragmento de un tejido (texto) que les sobrepasa como unidad fragmentaria, sobrepasa la letra, la oración, el párrafo... y en ese fragmento subyace la cuestión comunicativa. La escritora neoyorkina Fran Lebowitz1 dice que no hay niños prodigio en la escritura. No hay un Mozart ni un Picasso que desde la edad de siete años pueda retratar o componer, porque para escribir hay que saber algo. No se trata de un lenguaje complejo y de palabras complejas, que pudiera bien manejarlas un niño que la ha aprendido; se trata de vejez, de sabiduría, de formar esa voz y esa máscara, la identidad del escritor; la llamada voz propia de la palabra escrita.
1 Documental Public Speaking (2010), de Martin Scorsese.