El sueño (cumplido) de la bobe - Clase Ejecutiva

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El sueño (cumplido) de

LA BOBE CON

RECETAS QUE ATRAVESARON

CIENTOS DE AÑOS Y VARIAS GENERACIONES, LA COCINA JUDÍA ES, ANTE TODO, EMOCIONAL: CADA BOCADO TRAE EL RECUERDO ALEGRE DE QUIEN LO PREPARABA, DE CON QUIÉN SE COMPARTÍA, DE LA OCASIÓN EN LA QUE LLEGABA A LA MESA.

COMO

SUCEDIÓ CON OTRAS

GASTRONOMÍAS DEL MUNDO, AHORA LOS PALADARES ARGENTINOS ABRAZAN, DE MODO RENOVADO, ESA CULTURA MILENARIA EXPRESADA EN FORMATO GOURMET.

Txt: Daniela Rossi

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a colectividad judía en la Argentina es la más grande de América latina y la séptima a nivel mundial, con entre 200 mil y 230 mil integrantes, quienes están principalmente afincados en la capital y el Gran Buenos Aires. Askenazíes (provenientes de países de Europa Central y Oriental como Alemania, Polonia, Ucrania, Rusia, Rumania y Hungría) y sefaradíes (llegados principalmente desde Turquía, Siria y Marruecos) trajeron en su memoria los sabores con los que habían crecido y alimentado a sus familias por siglos. Los primeros, marcados por la escasez, tienen como ingredientes centrales la papa y la cebolla, el harina de matzá y el pescado, que se adaptan a diferentes platos. Los segundos basan su alimentación en las verduras, las especias, los garbanzos y los frutos secos como nueces y pistachos, además del pan pita. Tradicionalmente, sólo era posible probar knishes, kreplaj, hummus y leicaj en hogares de ese origen o en rotiserías y confiterías de Balvanera, uno de los barrios porteños en los que abundan las preparaciones kosher. Pero desde hace algunos años –poco más de cinco–, la gastronomía judía comparte su historia y sus recetas con otros sibaritas, gracias a la aparición de diferentes formatos de negocios que evocan la actualización de la cocina israelí con propuestas que invitan a acercarse a sus históricos sabores, más allá de las creencias religiosas pero

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con el mismo espíritu con que las elaboraban momeles (madres) y bobes (abuelas). “Nadie había llevado la cocina judía a otro punto. Nos propusimos gastronomizar una costumbre, una tradición”, asegura Tomás Kalika a pocos pasos de la cocina de Mishiguene, el restaurante que abrió en Palermo Chico en 2014. “La cocina judía es femenina, romántica, nostálgica: está asociada a la memoria y a la figura de la matriarca. Son platos que atesorás en tu memoria como lo mejor de tu niñez”, explica mientras el klezmer, música de raíz askenazí, anima el comienzo de la noche. A los 17 años, Kalika se mudó a Israel: estuvo en un kibutz y pasó por varios trabajos. Años después, se paró durante un día entero en la puerta del restaurante del chef Eyal Shani –responsable de la modernización de la gastronomía israelí– para pedirle trabajo; lo convenció y se convirtió en lavacopas, para luego empezar a cocinar y, sobre todo, aprender. También en Jerusalén, trabajó con el francés Jacques Le Divellec en el Hilton de esa ciudad. Emprendió el regreso a Buenos Aires para casarse y creó The Food Factory, un proyecto fallido. Dos años atrás, asociado con Javier Ickowicz –quien está al frente de Nucha, la marca que creó su madre, Regina Vaena–, Kalika empezó a crear Mishiguene (loco lindo, en yiddish), donde aborda platos tradicionales y les da un giro de actualidad: él lo llama “cocina de vanguardia conceptual”. Así, la car-


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13 de mayo ta tiene, en su sabor, la herencia; y en su factura, la experiencia del chef. “Con cariño, respeto y tradición”, tal como confiesa en el menú impreso. Flor para un Mishiguene es una perfecta coliflor –que pasó por un hervor en leche– que se sirve con lebaneh, matbuja y tahina. La baba ganoush tiene la marca destacada de las berenjenas ahumadas a leña y un condimento exquisito. Los varenikes llegan con abundante cebolla confitada y schmaltz mit gribenes, chicharrones de piel de pollo en su manteca con (más) cebolla frita. El Pastrón de Kalika es con hueso: unas costillas de novillo ahumadas a la leña y baja temperatura con fondo de cocción al vino tinto. Luego del postre –Babka Olga es una deliciosa evocación a “la falda de una bobe”, suaves y tibios pliegues de chocolate, nueces y canela, servido con salsa toffee y helado–, el sonido de un acordeón y una trompeta pueden convertir el salón en una fiesta compartida.

Desde 2012, en esa fecha se celebra carta ofrece pastrón, latkes, bohios, kippes y diferentes carnes ahumadas –que hace allí mismo–, como el Día del Hummus, la pasta de garbanzos, ajo, limón y tahine que, la trucha y el salmón para los bagels y knishes y el pollo para los kreplaj. Son dos locales contiguos desde el Antiguo Egipto, se los que Clarisa, junto a su marido, llevan adelante: popularizó como sinónimo con horario diurno e impronta informal, la esquina de Oriente Medio.

NY’s pastrami La carne de ternera curada y ahumada se convirtió en un plato emblema de Nueva York, en donde los foodies siguen su propia ruta para probar los mejor rankeados en las guías especializadas. Katz’s, Carnegie Deli y 2º Avenida Deli son paradas obligadas.

FUSIÓN Y TRADICIÓN Si en Mishiguene la gastronomía judía tiene a su representante porteño más contemporáneo, en este patio empedrado, guirnaldas de bombitas de luz estilo kermesse y mesas comunales encuentra su alternativa relajada. La propuesta de Benaim, que abrió hace unos meses en Palermo, apuesta a la cocina callejera, con la unión de las recetas judías y las marroquíes. El hilo conductor es la abuela de Nicolás Wolowelski –quien ya había incursionado en la gastronomía junto a su madre, tanto en La Pastronería como en Celigourmet– y Juan Martín Migueres. Primos, desarrollaron el proyecto honrando el apellido sefaradí Benaim (la bobe nació en Marruecos, con ascendencia judía). “Pensamos en los platos que comíamos en nuestras casas de chicos, esos sabores que identificamos con los momentos en familia”, cuenta Migueres en una noche de mediados de semana en que las mesas están completas. En Benaim prevalece la informalidad: el pedido se hace y se retira directamente en la barra, cada uno elige dónde sentarse –al aire libre, en banquetas o sillas tradicionales– y la carta se anuncia en pizarras. El encuentro de ambas tradiciones gastronómicas crea un repertorio breve y sabroso: una picada con hummus, mutabbal, frutas secas sazonadas y aceitunas marinadas, musaka, pastrón, kebab, kipe y

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falafel que se sirven con papas fritas. En la entrada hay un drink truck que, por las noches, ofrece cócteles. Y, para reafirmar el estilo de patio cervecero, se puede elegir entre cinco variedades de la brand artesanal 7 Colores. “Pensamos en un concepto joven, para compartir entre amigos”, asegura Migueres. El público que puebla las mesas le da la razón. En esta esquina de Villa Crespo todo es artesanal y fiel a la historia. “Sin vueltas, sencilla, sabrosa. No busco complejizar. Las comidas étnicas tienen que recordarte a tu bobe, a tus amigos... Me paro frente a la sartén e intento reconstruir los sabores de mi vida. Pasa por el corazón y por el recuerdo”, define Clarisa Krivopisk en el salón de La Crespo, el restaurante de cocina judía centroeuropea que creó 6 años atrás bajo el lema Comidas de casa. Según confiesa, “no sé por qué funcionó, se ve que había un hueco disponible”. De sus manos sale uno de los pastrami, a juicio de quien escribe, más ricos de Buenos Aires: tierno, fresco, húmedo, con un dejo picante, más pepinos encurtidos y pan casero. La receta se la enseñó su abuelo, nacido en Rumania, experto en conservas y “gran cocinero”, como ella recuerda. “Todo se basaba en cinco o 6 ingredientes. El recetario judío centroeuropeo no es el más florido ni colorido, pero todo es riquísimo”, plantea. Su

funciona como restaurante y el local adyacente como deli-rotisería para llevar. Los fines de semana adquiere cierta impronta de spot neoyorquino, ya que algunos se sientan a sus mesas para armar su propio brunch. Y muchas familias llegan para recrear reuniones que antes se daban en un living privado. Unos y otros reciben, en forma de plato, el amor que Clarisa transmite en lo que elabora según lo aprendido. Las abuelas Sarita y Alita, una de familia askenazí y la otra, sefaradí, aportaron sus saberes y el amor de sus manos para preparar esos platos que a Andrea Armoza y Cynthia Helueni les quedaron grabados en la memoria. Primero crearon una empresa de catering para mesas de 10 a 15 personas. Luego, en mayo de 2014, abrieron Hola Jacoba, su propio restaurante, en Palermo. “Para probar comida auténticamente judía, antes tenías que ir un mediodía a Once con algún dato de un conocido. Queremos que este sea un lugar abierto, que pueda acercarse gente que quizás nunca probó recetas de nuestra tradición”, plantea Armoza. Uno de los platos que sirven de introducción amigable es la picada de la casa, para compartir, con porciones de hummus, tabuleh, pasta de berenjenas, kippes, lamahyin, sambuzak y falafel. “Lo nuestro es jewish food: no hacemos cocina de Medio Oriente sino la comida que preparaban nuestras bisabuelas. Con el paso de las generaciones, también se puede decir que hay una variante judeoargentina, que es la que se desarrolló en los hogares de quienes inmigraron”, explica. Al menos una vez por mes, la abuela de Armoza visita el lugar para probar y dar su visto bueno. Además de los bocados fríos y calientes de ambas influencias, que conviven armoniosamente en la carta, se puede degustar guefilte fish al horno con arroz turco, puré de zanahorias y jrein; así como niños envueltos en hojas de parra, de carne y arroz, en salsa de damascos. Según define Armoza, “la idea es que haya una sensación de hogar. Las abuelas hacen todo con calidad y amor. Y eso no se puede perder”.◆


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