LA FORMA DEL DESEO
VOLUMEN 1
LA FORMA DEL DESEO VOLUMEN 1 © Josefina Estrada, Guillermo Fadanelli Compilado por: Daniel Ramírez y Jafet Arellano De esta edición: D.R © Contra Forma Ediciones, SA de CV Av. Río mixcoac 274, Col. Acacias CP 03240, México, D.F. Teléfono 5420- 75- 30 Primera edición: junio de 2017 ISBN: 978-970-731-116-9 D.R © Diseño de cubierta: Daniel Ramírez y Jafet Arellano Fotografía: Daniel Ramírez y Jafet Arellano Impreso en México Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida total ni parcialmente, ni registrada o transmitida por un sistema de recuperación de infromación, o cualquier otro medio sea éste electrónico, mecánico, fotoquímico, magnético, electróptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso por escrito previo de la editorial y los titulares de los derechos.
LA FORMA DEL VOLUMEN 1
Ă?NDICE Las violetas de Afranio Josefina Estrada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
La siesta Guillermo Fadanelli . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
LAS VIOLETAS DE AFRANIO JOSEFINA ESTRADA La pareja se amó ante el espejo. El encuentro último de los amantes suele guardar un detalle inédito, que a la postre pareciera un talismán que convocó a la separación. O quizás porque se rememora obsesivamente los detalles de ese día postrero, se repara en esa nimiedad. Lo más probable es que en cada cita amorosa haya un gesto o un objeto diferente.
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Esa tarde, Afranio le dijo a Violeta que deseaba contemplarla hasta el minuto final. Ella comprendió la petición y se incorporó de la cama; se dirigió al tocador y recargó con firmeza las palmas de las manos sobre el mueble. Abrió las piernas. Él se acercó y se colocó a sus espaldas. Se inclinó a besar la nuca y el cabello arremolinado en el lóbulo del oído. Acarició los pezones como si los moldeara en arcilla. Luego, sus manos recorrieron la curva de la cintura a las nalgas. Por donde Afranio transitara, la hacía sentirse envuelta en seda. Como la gata que recibe la caricia del amo y va adquiriendo la elasticidad y la urgencia felina en celo: las caderas y la espalda se arquean exigiendo la consumación. Pero justo en ese momento, Violeta se separó y buscó las zapatillas rojas y las calzó; entre risas dijo: “Ahora sé por qué las modelos posan con tacones. Siempre me pareció ridículo, pero ahora entiendo para qué sirven”. Con las zapatillas puestas es posible ajustar la diferencia en la estatura. Y ella volvió a cerrar los ojos.
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Buscó concentrarse en la caricia de la penetración anal. Sentir la electricidad que va recorriendo cada vértebra. Como si su columna fuera un tronco ramificado, donde va penetrando una lenta ráfaga de placer. Que nace desde la vértebra que corona las nalgas y va escalando. El ascenso semeja las luces de una ciudad encendiéndose; destellos, aquí y allá. Cuando Violeta estaba ensimismada en la riqueza que guardaba su espalda, Afranio decidió retirar el pene. Lo lubricó con saliva y volvió a penetrarla sin prisa. Repitió ese acto dos veces más. Su miembro era cuchillo caliente en mantequilla. Así era la bondad de ese ano lubricado, palpitante, que se contraía a la par que la columna seguía electrificada. Mientras friccionaba, Afranio no abandonaba el masaje en los pezones. Violeta volvió el rostro en búsqueda de la boca de su amante para que las lenguas se enlazaran como las víboras antes de clavar los colmillos. La fricción del falo recorriendo el pasaje del ano a diferentes ritmos.
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“Su miembro era cuchillo caliente en mantequilla�
El choque de las nalgas contra el pubis y las manos en la cadera manejando la cadencia de las embestidas fue agitando la respiración masculina. Violeta recogió con la lengua las gotas de sudor en el rostro amado: tibias y saladas. Olvidó la ciudad iluminada para adentrarse en el rumor del mar anochecido, rasgado Por relámpagos. Su columna, a ese compás tan vigoroso, se tornó luz intensa, cegadora oscuridad. Afranio eyaculó y se dejó caer sobre ella, sin permitir que el peso la lastimara. La levantó y la devolvió a la cama. La última vez que se amaron no hubo nada que a Violeta le hiciera pensar que jamás volverían a verse. Apenas Afranio la vio, se acercó a besarla. A descubrir sus pechos para succionarlos con la ansiedad de un bebé al despertar. Eran labios ávidos buscando comida en todas las oquedades. “Me urge oler tu vagina”, le demandó, como siempre que regresaba de los viajes de negocios. Porque sólo así, él podría recobrar el oxígeno, aseguraba.
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La recostó en la cama, le abrió las piernas, y se hincó en la alfombra. Acercó su nariz a los labios mayores y aspiró con la intensidad con la que se respira la frescura matinal de un bosque: bálsamo que devuelve la certeza de recobrar la calidad del aire. Ella, al principio, se rió e intentó cerrar las piernas. Pero la ligera presión de Afranio en las rodillas se lo impidió. En algún momento, él levantó la mirada y desde ese ángulo, le repitió las frases que solía decirle: “¡Qué hermosa eres! El paisaje de tu cuerpo es bellísimo. El horizonte más divino del mundo”. Y aventuraba su mano por el abdomen para ratificado. La atrajo hacia sí. Y su lengua recorrió lentamente el canal que divide los labios mayores de los menores. Introdujo su lengua en la vagina y simuló el vaivén del miembro viril. Cuando los labios se distendieron, la vagina añoró hambrientas carnosidades; segundos preciosos donde la lengua buscó provocar repetidas dosis de placer. Después, Afranio se concentró en el clítoris, fibroso, endurecido,
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“Me urge oler tu vagina,
le demandó. Porque sólo así, él podría recobrar el oxígeno
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que ya podía soportar la fricción de esa boca que la recorría en la base, en ascenso, y en remolinos de agua. Y, por último, Afranio hundió su nariz en la vagina, con la tenacidad del animal que entierra el sustento. La última vez, así de sencillo, ella alcanzó el orgasmo. El repertorio que él sabía derrochar en su vagina, labios y ano, asistido por boca y dedos parecía inagotable, o quizá lo que nunca se repetía era la sensación orgásmica. Cada vez las aguas eyaculatorias que Afranio estimulaba parecían provenir de nuevas profundidades de un inagotable manantial volcánico. Por eso, su capacidad se fue incrementando de tal forma, que ella era la que pedía receso. Llanamente se cansaba de tanta delicia. Esa noche, como desde hacía varios meses, volvieron a hacer planes. De la boda que se realizaría en Bogotá, donde Afranio había nacido. Los placeres con que el colombiano la agraciaba, la tenían fascinada. Nadie la había amado con tal maestría. Había leído en las novelas las intensidades eróticas de los personajes.
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Y dio por hecho que era asunto de escritores inventar lujos que sólo están al alcance de los varones. Era imposible que una mujer pudiera gozar deleites tan exquisitos. Pero ella conoció la verdad desde la primera vez que Afranio acarició su clítoris. Lo besó con paciencia: boca de hombre y labios ocultos de mujer hablando una lengua atávica, que sólo los iniciados entienden. Así conoció que los escritores no inventan. Apenas y con adeudos consiguen relatar el placer. Violeta se salvó de fantasear, de pensar en metáforas; nada más se dedicó a sentir. Y Afranio se concentró de tal manera en su cuerpo, que ella descubrió de qué estaba hecha. 6Afranio la hacía creer una reina cuando la amaba, pero se convertía en una perra agradecida cuando lo escuchaba hablar. Violeta se enamoró de su voz melodiosa, que se volvía cantarina y dulce cuando hablaba de su tierra. Con la mirada empañada, Violeta contemplaba el rostro moreno, de aquilino perfil, mientras fumaba,
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“Se concentró en el clítoris, fibroso, endurecido, que ya podía soportar la fricción de esa boca
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bebía whisky y describía el barrio de La Candelaria. Donde la llevaría a vivir. No dejaba de advertirle que era un lugar frío la mayor parte del año. Por eso la obsequiaba con ropa abrigadora. Y que para entrar en calor la gente comía ajiaco santafereño, un potaje de papas. Le describía los sabores de la pitaya y del chontaduro, frutillas afrodisiacas, que tienen los sabores de la selva Chocuana y del Valle del Cauca. Le enseñó la fotografía de la casona antigua donde vivirían. Muy cerca del cerro que rodea a la ciudad. Cuando Afranio conversaba de Santa Fe de Bogotá, empezaba a hablarle de usted. La segunda persona formal, pero totalmente opuesta al sentido distante con que lo empleaban los mexicanos para poner una barrera ante su interlocutor. Era un usted cargado de ternura y afecto: “Usted verá qué bacano es aquello. Ya le digo, tomaremos un tinto mientras vemos pasar a la gente, sentados en el balcón. O una aromática si le provoca. Quiero que se adelante para que vaya arreglando la casa a su gusto, ¿oyó? Le voy
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a depositar una buena cantidad de millones de pesos colombianos para que compre lo que vuestra merced desee. Y acuérdese de lo que le he dicho. Entienda ahora para que no se pierda mañana. Encájese en la cabeza que debe mirar al cerro de frente: sepa que las calles que van paralelas al cerro se llaman carreras y están numeradas. Y del cerro hacia abajo, las perpendiculares, son calles y también tienen números. A la derecha del cerro es el norte, y a la izquierda, el sur. La calle 10, donde vamos a Vivir, va a dar a la Plaza de Bolivar; ya verá qué hermosa. No le pide nada a la de San Marcos. ¡Uy, no! Ya me imagino lo chévere que lucirá, rodeada de miles de palomas. Comerán en sus manos, ya verá. Le toca averiguar si en la catedral podemos casarnos. Pida fechas en julio que ya está más calientico. Tranquila, no se preocupe por el costo... Y ahora, señora, le pido que no vaya a olvidar su gabardina roja y su paraguas; allá llueve a cada ratico. Un primo mío la recogerá en el aeropuerto y la reconocerá por esa
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gabardina”. Violeta había dejado todo por irse a vivir con Afranio a ese lujoso amueblado. El hombre se levantó y la ayudó a empacar los regalos que él le enviaba a su familia. También acomodó la ropa invernal que ese día le había traído a Violeta de Nueva York: el elegante conjunto de abrigo, bufanda, guantes y boina. En el aeropuerto El Dorado, de Bogotá, en la fila de migración, un perro negro y brioso le olisqueó los pies a Violeta: sintió la naricilla fría y húmeda; sonrió. Acto seguido, el mastín mordió la maleta con fuerza decidida. Los soldados la rodearon y la aprehendieron: el animal sólo mordisqueaba el equipaje que portaba cocaína. Cuando la interrogaron, Violeta, que supuestamente sabia tanto de su amado, no pudo proporcionar los datos necesarios que condujeran a la captura de Afranio. El departamento que alquilaban ya estaba desocupado. Los agentes concluyeron que tenían ante sí a otra víctima del depredador colombiano. Un narco que gozaba
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seduciendo mujeres hermosas y enviándolas a prisión. Todas ignoraban que traían cocaína en su equipaje. Afranio se había identificado ante ellas con el mismo apelativo; variaban los apellidos. Violeta fue enviada a la derruida cárcel de El Buen Pastor, donde están encerradas varias mexicanas engañadas. En cierta forma, Afranio cumplió su palabra: indudablemente, las mandó a vivir a “Bogotá, donde el tiempo es muy voluble. Sus amantes son las internas mejor vestidas de la prisión. Ninguna siente celos de la otra. Tratan de entender y aplicar la máxima que propalan las colombianas más experimentadas en esas lides: “Amante pasado, amante pisado”. Además, conocen las razones por las que sucumbieron. Y admiten que, si Afranio se los hubiera pedido, con gusto y a conciencia, habrían aceptado ser mulas; incluso, tragar la droga y guardarla en el vientre. O permitir que se las injertaran en las piernas. Lo que Afranio hubiera pedido, lo hubieran hecho. Pero él jamás tocó el tema del narcotráfico.
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Durante mucho tiempo, Violeta pensó que el detalle inédito del último encuentro habían sido los zapatos rojos. Cuando conversó con las otras prometidas, le aclararon que a todas les había solicitado ver su imagen reflejada. Desde que conoció ese dato, Violeta comprendió que la mujer encarcelada es una sombra desnuda ante el espejo.
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LA SIESTA GUILLERMO FADANELLI
Anabel no es estúpida más que cuando duerme en las tardes. Su rostro, ideal para las expresiones amables o los gestos de pícara complicidad, se hunde en un sopor de tales dimensiones que cuando se entrega al sueño vespertino de la impresión de haber sido presa de una muerte absurda.
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Quizás de haberse atragantado con un hueso de ciruela su cara tendría este mismo semblante cómico que ahora luce sin ninguna vergüenza. Si cuando está despierta su mirada vivaz delata que su cerebro funciona tan bien como las estrellas, no es así cuando duerme. Por alguna razón el semblante estúpido aparece sólo cuando toma una siesta de media hora antes de marcharse a bailar. En las noches, por el contrario, cualquier raquítico sonido la despierta, sea la erupción de un volcán en una isla lejana o uno de mis agonizantes bostezos. Anabel pertenece a un grupo de bailarinas que anima cierto programa infantil que aparece de lunes a viernes en televisión. Ella no es la estrella, pero si una de las favoritas de los camarógrafos que no se limitan a tomar sus piernas, sino también su rostro y su epidérmica sonrisa. Algunas bailarinas, me ha confiado Anabel, pagan una cantidad de dinero por cada acercamiento que la cámara hace a su rostro: tienen la esperanza de ser
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descubiertas por un cazatalentos e invierten para su futuro, pero Anabel no necesita pagar. Si a las cinco de la tarde no abre los ojos, cosa que sucede a menudo, me aproxime a la cama pisando con energía la duela. ¡Uno, dos! ¡Uno, dos! Entonces me mira incrédula, como si fuera un extraño que ha entrado a casa mientras duerme. —Soy el mismo desgraciado de siempre — le digo. Mis palabras confirman que es hora de levantarse. —Deberías acompañarme al foro -me dice entre bostezos. ¿Cuántas veces no me habrá hecho la misma petición? —Sabes que jamás me arriesgaría a enamorarme de alguna de tus compañeras. Las bailarinas son lo único que continúa gustándome desde que era un niño. —Nadie te haría caso. Entre todas hemos acordado un pacto que a nadie le conviene romper.
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—Ay, Anabel, si la vida consiste precisamente en romper esos pactos. —No sé qué es la vida, pero sí sé lo que haría en caso de que me engañaras. — ¿Te pondrías todos los días tu vestido negro? —Sí, y las medias verde olivo. Y después me iría. Anabel no es celosa, pero tampoco es complaciente conmigo. Puede bromear, aunque sólo hasta cierto punto. Si en la calle miro a una mujer más de dos segundos se incomoda: “Síguela mirando, no seas hipócrita”, me reta. Tenemos varios años de compartir nuestra vida y jamás hemos sufrido una escaramuza importante. No podría detallar las razones por las que Anabel no ha salido huyendo de este departamento, pero se ha mantenido a mi lado sin quejarse demasiado, ¿tendrá un amor escondido? Me embelesa su cintura tanto como su ombligo, aun cuando sus piernas son su atracción más evidente y preciada.
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Que en los últimos meses hagamos tan poco el amor es, sin duda, consecuencia de mi comportamiento. Quiero decir que pese a continuar amándola no es tan sencillo para mí satisfacer sus deseos. —Me pregunto si en verdad lees tanto como dices me ataca, así, de repente. —Es una manera de esperarte, Anabel. Aunque mentiría si te dijera que no veo televisión. — ¿No que odias la televisión? —Te veo bailar. Me tranquiliza saber que al menos durante una hora sé dónde estás. Ninguno de los dos terminó sus estudios universitarios. Cuando nos conocimos teníamos varios años de haber abandonado la escuela. Yo cumplirá en unos meses cuarenta años. Anabel es una década menor que yo,
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pero cuando no se unta maquillaje en el rostro se ve tan joven como una adolescente. — ¿Por qué no salimos a cenar cuando regrese? Yo invito para que disfrutes la cena. —No quiero ver la jeta de un mesero amargado. Siempre que estoy en un restaurante me imagino que los meseros escupen en mi plato. —Mira quién es el amargado. —Cuando vuelvas habrá una pasta con calamares sobre la mesa, ¿qué te parece? — ¿Y una ensalada? —Y también una ensalada. Cuando Anabel se marcha el silencio se hace presente de una manera inesperada. No es silencio sino el vacío que deja su cuerpo o su andar nervioso por las habitaciones. Su número en el programa infantil consiste
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en sonreír mientras baila rodeada de niños que no paran tampoco de moverse. Todas las bailarinas, incluida la conductora estrella, visten minifaldas color cereza, además de botas blancas vaqueras. Los concursos son en realidad tonterías que no entusiasman a nadie, pero la música más el eterno vaivén de las danzantes hace que los niños corran excitados de un extremo a otro del escenario. Cuando veo aparecer las piernas de Anabel —las reconozco de inmediato—me tiro en la cama como atravesado por una corriente eléctrica. Permanezco atento a su cuerpo durante el tiempo que el programa se mantiene en el aire. Si me masturbo es sólo en los últimos minutos cuando todos están agotados menos los niños. La pasta se hace en un cuarto de hora, pero la ensalada puede llevarme bastante más tiempo. Hay que preparar los pepinos, las papas, cortar cebolla en rebanadas, inventar un aderezo con aceite de oliva, vinagre, especias, mostaza.
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“Cuando veo aparecer las
piernas de Anabel me tiro en la cama como atravesado por una corriente electrica
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Cuando a las ocho de la noche Anabel abre la puerta del departamento encuentra la mesa servida. — Hoy había un mocoso insoportable, ¿lo viste? —No pude ver el programa, Anabel, estuve haciendo la cena. —Se me pegaba como una lapa. Casi nos caemos los dos al suelo. —Son niños, Anabel. —Tuve que acusarlo cuando me pellizcó las nalgas. Lo sacaron mientras pasaban los comerciales. La madre nos acusó de intolerantes y amenazó con ir a los periódicos. —Quiere publicidad para su hijo. ¿Por qué crees que hay tantos idiotas en la televisión? La cena se extiende a causa de mi charla. No es que me interese conversar sino que he visto en los ojos de Anabel ese deseo que la invade después de una sesión coreográfica. Debo esperar un tiempo pertinente
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para reponerme de la masturbación. En ese momento no siento ninguna atracción por Anabel, pero si bebo un poco de vino estaré dispuesto a ir a la cama en una o dos horas más. No comprendería si le contara que, a mi manera, he estado con ella durante una hora y le he ofrecido mi atención, mi semen. — Vamos a caminar un poco, hemos comido demasiada Pasta- le propongo. —Estoy cansada, preferiría ir a la cama, ¿vamos? —Caminemos hasta el parque, después volvemos, ¿qué te parece? —No, prefiero esperarte. Tomaré un baño mientras vuelves. Anabel me mira extrañada. Piensa que he dejado de desearla o, peor aún, que tengo otra mujer. Está a punto de hacerme un reproche, pero prefiere esperar a mi regreso: va a darme otra oportunidad. Antes de salir a la calle voy a la recámara para cerciorarme de que no he dejado rastros de
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semen en el edredón que cubre la cama. Aún puedo sentir los dolorosos estertores en los testículos que suceden a una intensa masturbación. Me siento avergonzado frente a Anabel que antes de bañarse elige sus pantaletas más provocadoras: si esas pantaletas fallan entonces estará segura de que las cosas no van por buen camino. La imagino a mi regreso, sobre la cama, vestida con esas mismas pantaletas y su camiseta azul cielo. La noche está fresca después de una lluvia que ha dejado las calles empapadas. Camino alrededor de un pequeño parque cercano a nuestro departamento, un jardín casi anónimo, de escasos árboles y unas cuantas bancas despintadas. Los autos húmedos, estacionados en el perímetro del parque, se iluminan con el tímido contacto de la luz callejera. Un corredor nocturno pasa a mi lado jadeando por el esfuerzo mientras que una anciana apresura a su mascota que no termina de orinar las plantas. No volveré a casa esta noche. Me recuesto, en una banca fría y pienso en las
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piernas de Anabel, en los niĂąos que juegan a su alrededor, en su sonrisa espontĂĄnea: desde ahora estoy deseando que sea lunes para encender la televisiĂłn a las cinco de la tarde.
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LA FORMA DEL DESEO VOLUMEN 1 se terminó de imprimir en junio de 2017 en los talleres de impresión de la UAM Azcapotzalco Av San Pablo Xalpa 180, Reynosa Tamaulipas, San Martin Xochinahuac, 02200 Ciudad de México, CDMX, para la editorial Contra Forma©. La edición consta de un solo ejemplar.