La forma del deseo vol.3

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LA FORMA DEL DESEO


LA FORMA DEL DESEO VOLUMEN 3 © Josefina Estrada, Guillermo Fadanelli Compilado por: Daniel Ramírez y Jafet Arellano De esta edición: D.R © Contra Forma Ediciones, SA de CV Av. Río mixcoac 274, Col. Acacias CP 03240, México, D.F. Teléfono 5420- 75- 30 Primera edición: junio de 2017 ISBN: 978-970-731-116-9 D.R © Diseño de cubierta: Daniel Ramírez y Jafet Arellano Fotografía: Daniel Ramírez y Jafet Arellano Impreso en México Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida total ni parcialmente, ni registrada o transmitida por un sistema de recuperación de infromación, o cualquier otro medio sea éste electrónico, mecánico, fotoquímico, magnético, electróptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso por escrito previo de la editorial y los titulares de los derechos.


LA FORMA DEL VOLUMEN



ÍNDICE Paréntesis Eduardo Antonio Parra

I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 II. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11



PARÉNTESIS EDUARDO ANTONIO PARRA Se cruzaron al pie del elevador y por unos segundos caminaron hombro con hombro en dirección del restaurante. Mariano advirtió una cabellera castaña flotando a su lado envuelta en un aroma de flores. Manzanilla y rosas, se dijo sin volverse. Fue ella quien giró el rostro, le sonrió y en seguida detuvo el taconeo al oír el timbre de su teléfono, dejándolo avanzar solo por el pasillo del hotel.

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En el restaurante no había mesas disponibles. Mariano encendió un cigarro con el fin de esperar mientras caminaba en círculos frente a la entrada. Extrañaba a Nora. Se había acostumbrado a su compañía durante los viajes de trabajo, y ahora, solo en una ciudad extraña, lo único que deseaba era cenar para irse a la cama de inmediato. Llegaba más gente. El capitán escribía los nombres y anunciaba el tiempo de espera. Mariano aplastó la colilla en la arena blanca del cenicero, justo cuando la mujer de la cabellera castaña se acercaba despacio con el celular pegado a la oreja. Vestía un conjunto blanco que resaltaba su bronceado. Bajo el saco, una blusa negra cuyo escote terminaba en el sitio donde comenzaba la curva del pecho. No era alta, aunque los tacones de aguja la hicieran parecerlo. Su principal atractivo es el olor, pensó él tras reconocer de nuevo que le hacia falta Nora. Dio media vuelta, dispuesto a entretenerse en otra cosa,

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cuando la escuchó: ¿Rafa? Llevo media hora viendo la calle a ver si apareces. ¿No te recordó tu secretaria? No, Rafael, no me hagas esto, me estoy muriendo de hambre. No, no traje el coche. Se supone que me iba a regresar contigo. ¿Una hora o dos? Estás loco. De verdad pensé que esta vez si ibas a cumplir. No, yo voy a cenar aquí, ya te dije, no aguanto el hambre. Si, ándale. Nos vemos al rato. Tenia un timbre profundo, atractivo. ¿Quién será Rafael?, se preguntó Mariano. El marido. Está trabajando y la dejó plantada. La vio dirigirse al capitán. ¿De veinte minutos a media hora? No puede ser. No lucia enojada; su rostro tan sólo denotaba decepción. Sacó de su bolso una cajetilla de cigarros largos y prendió uno. La primera bocanada fue un velo que se expandió alrededor de su rostro. Cuando el humo mentolado llegó hasta Mariano, un impulso lo hizo ir hacia la mujer. Señora, disculpe.

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Ella lo sintió acercarse sin verlo, pero al escuchar sus palabras se sobresalto. ¿Y éste quién es? Tras pensarlo, recordó que era el mismo con quien se había cruzado en el pasillo. Su voz sonaba ronca. Disculpe, repitió. Escuché que su mesa va a tardar. A mi están por llamarme y, como usted viene sola, pensé que podríamos cenar juntos. Un repentino enojo hacia su marido la hizo negar con la cabeza. Pero cuando alzó las pupilas para estudiar a Mariano, una media sonrisa se le escapó a los labios al advertir que las manos del hombre temblaban. Este tipo de veras es tímido. Lo miró a la cara sin provocación, más bien con curiosidad, en el instante en que llamaban al siguiente de la lista. —¡Señor Salgado! Mariano vio al capitán por el rabillo del ojo y devolvió la mirada al rostro de la mujer. Ella parecía considerar la oferta. ¿Es usted?, preguntó. Sí,

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ya está mi mesa. Pues entonces, ¿qué esperamos? Me muero de hambre. Mucho gusto. Yo soy Lucrecia. Les dieron una mesa en el extremo del comedor, junto a la pared. En torno había candelabros de plata cuyas velas no iluminaban el área, pero le otorgaban cierto cariz de intimidad. Cerca de ahí el pianista ejecutaba una pieza en volumen moderado. Apenas se sentaron, uno junto al otro, la atmósfera de intimidad que los envolvía hizo que Mariano experimentara la sensación de estar cometiendo un acto prohibido. Decidió no hacer caso a sus temores y, en cuanto apareció el mesero, ordenó el vino. Mientras les servían, comentaron trivialidades que les sirvieron para romper el hielo. Pronto lucían animados. Reían. Se vieron muchas veces a los ojos con insistencia. Cuando alzaron las copas llenas de tinto, algo semejante al entusiasmo cosquilleó en la espalda de Mariano. Observó el gesto de Lucrecia y pensó que a ella le había sucedido lo mismo. Se

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Apenas se sentaron, “uno junto al otro, la

atmósfera de intimidad que los envolvía hizo que Mariano experimentara la sensación de estar cometiendo un acto prohibido.


trabó. Iba a decir una frase, mas la imagen adusta de su esposa hizo que la olvidara. El silencio se asentó entre ellos. Bebieron pequeños sorbos hasta que, tomando la iniciativa, él ordenó la cena para los dos. A Lucrecia no parecía molestarle esta imposición. Mariano estaba seguro de que ni siquiera había leído la carta. ¿Le preocupara su marido? En cuanto cruzaron las miradas otra vez, vislumbró un ligero resplandor en las pupilas femeninas. No, no piensa en él. Aspiró con el fin de llenarse la nariz con el perfume de la mujer. Está pensando en mí, seguro. El silencio se alargó durante algunos minutos. Luego, un escalofrío se paseó por los músculos de Mariano al verla llevarse un dedo a la boca como si fuera a mordisquear la uña, pero en vez de hacerlo Lucrecia lamió la yema con la punta de la lengua. ¿En qué piensa, señora? ¿Cómo se llama tu esposa? Nora. Y su marido, Rafael, ¿verdad? Si, qué buen oído tienes, El estaba por decirle que era mucho mejor su olfato, que des-de que se topa-

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ron en el pasillo había estado oliéndola, mas en ese instante irrumpieron en la mesa los vapores marinos de los primeros platos. Comieron con apetito en tanto saboreaban la música que surgí a del piano. La crema de langostinos les humectó el paladar, se les enroscaba en la lengua igual que una caricia. Continuaron intercambiando comentarios aunque, como si ya lo hubieran dicho todo, ambos concedían ahora menos importancia a las palabras y más a la vista. La de ella se concentraba en la palidez de Mariano, en las finas arrugas alrededor de sus ojos, en el bigote, en los movimientos de su boca. El a su vez contemplaba los ojos brillantes, la abultada vena del cuello de la mujer. Es una real hembra, se dijo. Cuando por espacio de varios segundos posó sus ojos en el busto, notó que Lucrecia se incomodaba. Al tomar la última cucharada del plato, se sintió aliviado. Respiró hondo.

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Entre plato y plato, ambos bebieron otra copa. El pianista entonces atacaba una pieza algo marcial. El restaurante seguía repleto, aunque el ambiente era menos agitado que cuando llegaron. Los dos tenían la piel del rostro sofocada a causa del calor, la crema y el vino. Mariano deseaba quitarse el saco y aflojarse la corbata, pero no se atrevió, Lucrecia se abanicó tres o cuatro veces con la servilleta, luego la dejó sobre su regazo y sacó un cigarro, que él se apresuró a encender. Sonrieron. Habían agotado los temas convencionales y ahora no sabían de qué hablar. Rogaban para que el mesero interrumpiera la escena. Por fin, a él se le ocurrió fingir que escuchaba con atención la música. Tamborileó los dedos en la mesa y ensayó un gesto de conocedor. Qué bien toca, ¿no? Sí , casi gritó ella atropellando con su respuesta anticipada las palabras de Mariano. En seguida comenzó a reír, primero bajito, después con mayor volumen, hasta que él terminó por contagiarse y los dos rompieron en carcajadas. Seguían

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riendo cuando el mesero llegó y, al ver los platos de filete, rieron aun más porque ambos sabían que la interrupción había llegado demasiado tarde. Qué tontos, ¿no? Parecemos muchachos. . . Lucrecia se interrumpió y escondió la mirada. Muchachos no somos, repuso él. No, ya estamos viejos. Tampoco, simplemente somos adultos, ¿no? Sí, adultos. . . casados. A pesar de la seriedad de sus palabras, gracias al ataque de risa Lucrecia se sentía relajada. Casados, pensaba, sí , aunque mi marido nunca abandone su maldita oficina y tu mujer. . . Volvió a sonreír, escandalizada por su pensamiento, y una onda de calor le ascendió a la cabeza. Tras abanicarse, comenzó a quitarse el saco. Se me hace que le subieron a la calefacción. El no respondió: contemplaba cómo Lucrecia descubría para sus ojos la redondez de los pechos. Sólo reaccionó cuando ella echó el torso adelante para librarse de las mangas. Permítame. Gracias, qué amable. ¿Le sirvo un poco de vino? Si, no mucho, porque se me va a subir. ¿Ya vio que no hemos

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tocado aún la carne? Y se ve deliciosa. Pero antes de empezar a comer, Lucrecia vació de un trago el tinto de su copa. Ay, es que me dio mucha sed. Mariano volvió a servirle y con una seña pidió al mesero otra botella. Luego paseò con cierto descaro la mirada por el cuerpo femenino, por el cuello, por las clavículas expuestas, por la piel firme de los brazos ahora desnudos. Le llamaba la atención la cicatriz de la vacuna contra la viruela, irregular, profunda, semejante a la marca de una moneda al rojo vivo. Se preguntó cuál sería su textura y se sorprendió deseando investigarlo con la punta de la lengua. Tomó un trozo de carne. Al masticarla contemplaba los labios húmedos de la mujer, imaginaba cómo serían sus besos, cómo se abrirían para cerrarse succionando. El rejuego de sus propias mandíbulas se tornó rápido. Ella tenía las pupilas dilatadas y rubor en los pómulos. Masticaba con alegría. Su respiración hacia que el pecho subiera y bajara con ritmo continuo. Ma-

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riano bebió un sorbo de su copa y la acidez del vino le estalló en lengua y paladar. Con firmeza, con voracidad, cortó un pedazo grande de filete. Lo trituró sin despegar los ojos de los pechos de Lucrecia. Calculaba su peso, la consistencia; trataba de imaginar su aspecto cuando, noche tras noche, ella los liberaba del sostén. Al tiempo que engullía otro bocado, se concentró en las puntas. Adivinó la aureola ancha de los pezones presos tras el encaje. Los visualizó, los apretó con los dedos de su mente, los chupó igual que un bebé y, al final, los desgarro con los dientes para extraerles el sabor sanguíneo, matizado con pimienta y un poco de mostaza, que hizo enloquecer sus papilas gustativas. Tragó con dificultad. Bebió su copa de punta a cabo. Qué buena carne, afirmó cuando el mesero acudí a con la nueva botella. Si, está jugosa, agregó ella con voz débil. Lucrecia miraba el brillo en los labios masculinos y sin ningún esfuerzo adivinó su sabor. No la turbaba el descaro de la mirada de Mariano; al con-

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irregular, profunda, “semejante a la marca de

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una moneda al rojo vivo.



trario, desde que se desprendió del saco estuvo consciente de que se estaba exhibiendo. El no resistiría la tentación. Estaba orgullosa de su busto: una de las partes de su cuerpo que podía mostrar sin asomo de vergüenza. De Mariano le gustaban su aspecto indefenso, esa timidez que poco a poco había ido desapareciendo, las manos, cuyos dedos ahora se desenvolvían con soltura, los labios gruesos y la lengua que a menudo asomaba entre la dentadura. Mientras comía pequeños trozos de carne, imaginó esa boca reptando en su cuello, muy cerca de la oreja, los labios besando con suavidad para abrir camino al filo de los dientes. Se estremeció al sentirlos hincarse en la clavícula, donde se entretuvieron unos segundos erizándole la piel, para después desplazarse a los hombros que se habían librado del estorbo de la blusa porque ahora Lucrecia se sentí a desnuda, a merced del hombre que andaba por su cuerpo con libertad y poco a poco

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se acercaba al vértice de sus sensaciones, lo circundaba, lo asaltaba, lo poseia. En el último bocado, la carne apenas con una pizca de sal, suave, con un toque agresivo de pimienta, la llevó a preguntarse si el miembro de ese hombre estaría dispuesto para ella. Cerró los ojos y lo Visualizó erguido bajo el pantalón, recio, ansioso. Lo reconoció como el eje de su mundo y el calor se tornó insoportable en el restaurante. Volvió a abanicarse mientras volteaba alas mesas vecinas. Los hombres conservaban sus sacos y las mujeres sus abrigos. El calor lo traigo dentro, yo sola. Vio a Mariano a la cara: sus facciones estaban tensas, la boca apenas torcida en una media sonrisa, sus ojos la envolvían con una mirada cálida. Este hombre lo sabe. Seguro. Estamos sintiendo lo mismo. ¿Terminaste?, preguntó él. No, aún no, sigue, iba a contestar. Entonces reparó en que Mariano la tuteaba por fin y le sonrió. Sí, está muy bueno, aunque ya no puedo. Toma un poco de vino, ordenó

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él, y las caricias ocultas en sus palabras eran tan audaces que provocaron en Lucrecia un leve mareo. Sí, respondió con un hilo de voz al comprender que Mariano tan sólo reposaba un instante antes de volver sobre ella. El también bebía, ahora sin ansia, paladeando el vino. ¿A qué hora tienes que irte? No sé, titubeó ella. Dentro de un rato. ¿Y no podrías? No, es imposible. Lástima, se lamentó Mariano. Yo quisiera. . . No precisaba concluir la frase. II No hablaba para ser comprendido. Lucrecia lo sabía. Las palabras eran roces, caricias, besos que tras acariciarle los tímpanos recorrían los rincones de su cuerpo cada vez con mayor confianza. Sí, yo también quisiera,

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concluyó nostálgica, y adelantó la mano hasta casi tocar la de él sobre la mesa. La retiró sin llegar al contacto cuando sintió de nuevo la mirada masculina paseando por su piel. Entonces, sin decir nada, se movió un poco atrás con el fin de ampliar el campo de visión de Mariano, exponiéndole su regazo, la curva de la cadera, las piernas cruzadas, la cintura flexible. Tomó un cigarro de la cajetilla, mas sin encenderlo lo dejó otra vez en la mesa. Alzó la copa en un brindis silencioso y pegó la espalda al respaldo de la silla, sacando el pecho. No puedo evitar decirte lo bella que eres, dijo él en tanto le rodeaba la cintura con la vista, buscando bajo la blusa la textura de la carne. Lucrecia acompañaba el recorrido de Mariano en su mente y un violento cosquilleo le erizó los vellos de la nuca. Cuando de nuevo escuchó su voz enronquecida, prefirió bajar los párpados y abandonarse. De verdad, todo es divino en ti, decía él, Esa boca contraída a causa de tu excitación, el cuello que

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me invita a desgarrado como carne fresca, tus senos expuestos al juego de mis manos. . . Llega ya, pensaba Lucrecia incapaz de soportar por más tiempo la lengua de Mariano jugueteando con sus pezones, internándose por el desfiladero entre sus senos, cambiando de dirección para explorar el reducto de sus axilas. Una mano poderosa la aferraba de la cadera, mientras la otra le abría piernas. Podía sentir las palpitaciones del falo erecto. Llega ya, por favor, dijo en voz alta, y suspiró apretando los puños. Abrió los ojos avergonzada y escrutó los rostros cercanos para averiguar si la habían escuchado o si la estaban mirando. Se tranquilizó al comprobar que cada quien se ocupaba de lo suyo. Volteó hacia Mariano y sonrió pícara. El le devolvió la sonrisa y se mordió los labios. A Mariano ya no le interesaba si los demás se daban cuenta de lo que sucedía entre ellos. Mientras comenzaba a lamer con ojos y voz la piel de Lucrecia, percibió que el restaurante se iba quedando vacío. El mese-

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ro, tras retirar los platos y llevar la segunda botella, había optado por no acercarse más. Sólo el pianista continuaba acompañándolos, envolviéndolos con notas cálidas. La ausencia de otros olores le permitía a Mariano ahora distinguir sin obstáculos los que se desprendían de Lucrecia. Primero había recuperado la esencia floral del cabello. Después capturó su aliento, perfumado con el vino tinto. Pero desde hacia Unos minutos lo que lo hacía vibrar era el aroma de su sexo, almizclado, penetrante, lleno de la personalidad de Lucrecia. Más que el cuerpo femenino sacudido por breves trepidaciones, más que las contracciones de su rostro, más incluso que haberla Visto apretar los puños hasta que palidecieron sus dedos, fue ese olor agresivo el que le había provocado la erección que abultaba su bragueta. Gracias a él podía trazar un mapa mental con el triángulo de vello oscuro, los labios vaginales anchos, abiertos, bañados de humedad, lubricando el camino hacia el interior de un túnel de paredes irregulares y

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cálidas. Una saliva acre llenaba la boca de Mariano. La tragó y de inmediato volvió a aparecer en sus encías. Contemplaba el abandono de Lucrecia, los ojos entrecerrados, la boca que se movía en un beso largo y silencioso, y no pudo dejar de imaginaria de rodillas frente a él, ofreciéndole la profundidad del escote, abriendo con dedos nerviosos su pantalón para dejar libre ese miembro hinchado que en seguida apresaría con su boca. Entonces el falo de Mariano ardió al contacto con la lengua, con los dientes que prensaban sin herir, con la cara interna de las mejillas que se contraían para reducir el espacio. Estaba a punto de aferrarse de la cabellera castaña para hundir el glande hasta la garganta, cuando escuchó que ella repetía en un murmullo: No te detengas. Sigue. Llega ya. El mesero creyó que lo habían llamado y adelantó unos pasos. Mariano lo detuvo con un ademán. Luego miró en derredor y se tapó con un par de rostros curiosos. Los susurros de Lucrecia habían llamado la atención de

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algunos comensales. ¿O será su olor?, se preguntó. No le importaba. Fijó en ella las pupilas sólo para comprobar que no se había dado cuenta, que aún apretaba los puños con ímpetu, que su respiración seguía acelerada. ¿Qué piensas, Lucrecia? La blusa, húmeda de sudor, calcaba con nitidez el contorno de sus senos, los pezones se habían hinchado un poco. Las piernas se frotaban una con la otra. La cadera marcaba un ritmo casi imperceptible. Tienes un cuerpo de diosa, le mintió en voz baja. Nunca había estado con una hembra como . Esta vez las palabras tuvieron efecto también en él: la erección se le volvió insoportable, a punto del dolor. Lucrecia se estremecía y Mariano con ella. Con sólo verla, volviendo a oler sus efluvios, era capaz de sentir cómo se abrazaban sus cuerpos, cómo las nalgas de la mujer se separaban al impulso de sus manos, cómo su miembro se introducía en ella. ¿Sientes cómo me pones, cabrona? Mira cómo estoy por ti. Una especie de ronroneo brotó de la garganta femenina a manera

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de respuesta. Abrió la boca para jalar aire y con los párpados apretados susurró unas palabras que él no entendió pero supo interpretar: No pares. Mas rápido. Más adentro. Ya. .. La situación no duraría mucho, Mariano lo sabia. De soslayo advirtió que ahora más gente esta-ba pendiente de ellos. El mesero los vigilaba con cara de estar presenciando un espectáculo imposible, sin perder detalle. Del piano comenzó a surgir una pieza de compases dramáticos cuando él se inclinó hacia el escote de Lucrecia para aspirar con fuerza al tiempo que un intenso hormigueo le apresaba los testículos. ¿Sientes cómo te huelo? Los pechos de Lucrecia se cimbraron. ¿Cómo me trago toda tu peste de hembra cachonda? ¿Lo sientes, hija de la chingada? Si, no te detengas, contestaba ella entre suspiros. Rápido. Yo también te huelo a ti, mi amor. . . De pronto abrió la boca como si fuera a gritar, pero se quedó en silencio con la marca de la estupefacción paralizada en el ros-

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tro. Mariano aspiró otra vez y se retiró un poco para grabarse la imagen de Lucrecia jadeante, sudada, desfalleciendo gracias a él. Ella volteó a un lado, luego al otro, aunque no veía a los comensales que la observaban: sus ojos contemplaban el vacío. Un segundo más tarde volví a estremecerse, pero alcanzó a llevarse una mano a la boca para ahogar el gemido que le rondaba el pecho. Con dedos aún temblorosos recogió el cigarro suelto de la mesa y permitió que él se lo encendiera. Dio dos fumadas, en tanto sus latidos disminuían tomó un sorbo de vino. Mariano le tendió la servilleta y con ella se limpió el sudor de la cara, dejándola impregnada de maquillaje. Fumó otra vez y echó una ojeada en torno suyo. El mesero la miraba con incredulidad. En las otras mesas la gente sonreía entre escandalizada y divertida. Nadie hablaba. Por un instante pensó que le iban a aplaudir y se ruborizó. Mariano la estudiaba. ¿Qué me hizo este hombre? Mientras se terminaba el cigarro, repasó una a una las sensaciones que había expe-

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La blusa, húmeda de “sudor, calcaba con nitidez el contorno de sus senos, los pezones se habían hinchado un poco.

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rimentado durante los últimos minutos. No es posible. Qué vergüenza. A estas alturas. . . Cuando por fin comenzaba a dibujarse una sonrisa en sus labios, el timbre del celular la hizo dar un salto. Al sacarlo del bolso, el aparato estuvo a punto de caer de sus manos, pero logró contestar. ¡Hola, mi amor! Si, ya estoy de buenas. Es que me moría de hambre. Sola. Tenías razón, es muy buen lugar. No, mi cielo, estoy cansadísima. Mejor vámonos a la casa. Acabo de pedir la cuenta. ¿Diez minutos? Sí. Yo también te amo. Al escuchar parte de la conversación, el mesero no disimuló una mirada de complicidad para ambos. Después se dirigió a la caja. De nuevo a solas con Mariano, ella desvió la vista hacia su copa. Los efectos del vino, se dijo. La gente había vuelto a sus asuntos y conversaba en sus mesas con animación. El pianista les brindaba ahora una pieza alegre, desenvuelta. Mariano sonreía con una actitud de orgullo, de satisfacción, acaso también de ternura. Lucrecia se sintió un tanto humillada: le molestaba ese

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gesto de triunfo en él. ¿Qué me hiciste?, preguntó. ¿Me hipnotizaste? El rostro de él se contrajo en una expresión de inocencia. Luego rio en tanto se recargaba en la silla para que ella pudiera verle la bragueta. Mira. Si hubiera hecho algo así, te habría llevado directo a mi cuarto. Pobrecito. No es justo. . . Lucrecia acercó la mano con ganas de acariciarlo, pero en ese instante el mesero acudía con la cuenta. Mariano la firmó, ordenó dos vasos de agua fría, que se bebió solo, y esperó unos minutos con el fin de poder ponerse de pie sin atraer nuevas miradas. Lucrecia se puso el saco y prendió otro de garro en tanto corregía su maquillaje. Cuando caminaban hacia la salida lo hicieron ocultándose de la gente que, de cualquier modo, ya no los veía. Pasen ustedes, buenas noches. La voz del capitán los reinstaló en la realidad. Mariano pensó en Nora y una punzada de remordimiento lo hizo encoger los hombros. Lucrecia

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apuró el paso para estar en la puerta cuando llegara su marido. Caminaron unos metros hombro con hombro. ¿Siempre llegas a este hotel? Si , es cómodo, me gusta. Antes de separarse, Lucrecia se detuvo y lo agarró del brazo. El sintió que el contacto sacaba una chispa entre ellos, mas pensó que se trataba sólo de su imaginación. Lucrecia se estiró para darle un beso rápido en la mejilla. Esta vez no hubo chispa, aunque el aroma femenino estuvo a punto de marearlo. Me vas a olvidar, dijo ella, y, al advertir que un auto se acercaba a la puerta, tomó distancia. No se trataba de Rafael pero Lucrecia empezó a caminar, alejándose. Se detuvo de nuevo, dio media vuelta y le agradeció con la mirada. ¿Vas a volver pronto a la ciudad?, preguntó… La voz de él apenas si salía de su garganta y tuvo que moverla cabeza para responder. Se quedó unos segundos pensativa. En seguida le dio la espalda y se alejó, llenando el pasillo del hotel con el repiqueteo de sus tacones y el aroma floral de su cabello un tanto modificado por los olores de la cena.

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LA FORMA DEL DESEO VOLUMEN 3 se terminó de imprimir en junio de 2017 en los talleres de impresión de la UAM Azcapotzalco Av San Pablo Xalpa 180, Reynosa Tamaulipas, San Martin Xochinahuac, 02200 Ciudad de México, CDMX, para la editorial Contra Forma©. La edición consta de un solo ejemplar.




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