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Daniel Avinceta Le petit directour
Diana Martinez Llaser Fotógrafa y francotiradora www.dillam.com.ar
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Tania García Olmedo Observadora profesional, cronista compulsiva, poeta eltigrecanta@yahoo.com
Ezequiel Martinez Llaser
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Jorge Montecof
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Nicolás Rosas
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Teresa Estevez
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8 Mundo 10 Editorial 12 A matter of time 18 Leer 26 Gracias totales 30 Leticia 34 Lautaro 46 Lo que comes 50 Makinaje 64 Marionnette 68 Contra la pared 76 Maravillosa fachada 78 Magnolia 80 SucediĂł 86 Matar al muĂąeco 92 Mariposa
Ăndice
94 Viaje a las estrellas
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“EL AZAR NO ER PARA EXPLICAR DE HECHO EL A SUFICIENTE PA EL PROPIO AZ NO PODÍA CO A SÍ MISMA. E ¿QUIÉN CREÓ
FORASTERO EN TI ROBERT A.
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RA SUFICIENTE EL UNIVERSO... AZAR NO ERA ARA EXPLICAR ZAR; LA OLLA ONTENERSE ENTONCES... AL MUNDO?”
IERRA EXTRANA HEINLEIN
editorial #9
Arte Teresa Estevez
La idea de hacer Peiper clab surgió de la necesidad de construir un amuleto, un talismán, que sirviera de protección contra el avance de la estupidización masiva. Algo que nos diera, aunque más no sea, la ilusión de que podíamos protegernos, mantenernos a salvo. Por lo tanto, como objeto mágico, no debía tener ninguna lógica, ni explicación, ni cumplir ningún requisito o hacer absolutamente nada, salvo protegernos, o dar la sensación de que lo hacía. Solo el hecho de su existencia y la fe de quienes creen en su supuesto poder, le dan sentido. Se supone que así funcionan la magia, la fe, y los amuletos. No se si fué peor el remedio que la enfermedad, diría una vieja. Bastante tiempo después, aquí estamos con el número 9. Hace muchos años, en la guerra por la “conquista” del Africa, los ingleses habían inventado y estrenaban las ametralladoras. Los zulúes, por su parte, tenían amuletos mágicos que paraban balas. Los pocos zulúes que salieron vivos del encuentro, supieron que fue gracias a sus amuletos. Los otros no supieron nada porque murieron. Aquí seguimos la batalla. La estupidez de los medios ataca constantemente, con éxito, según se puede ver. Y siempre fue así. Sin embargo, de forma testaruda, caprichosa, nos aferramos a nuestro amuleto, y seguimos adelante. Las ametralladoras siguen tirando. –”¿De qué color ves el puto vestido?” “¿A quién mierda le importa?” Yo lo vi blanco azulado con las tiritas doradas. Luego dije: Hay que seguir con peiper 9. Y aquí estamos, todavía. Parece que el amuleto funciona (y aquí iría una carita feliz cerrando la frase, pero no la tengo a mano ahora, perdón).
Arte Carlos Mac Donagh
Arte Carlos Mac Donagh
Arte Carlos Mac Donagh
Fotos Fotos Diana Diana Martinez Martinez Llaser Llaser
“…las
cosas más hermosas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido. Y a un ser querido será el primero a quien hablemos de ellas.” Daniel Pennac, “Como una novela” (Ed. Anagrama)
LEE
Fotos tomadas a las paredes de un salón,dedicado a la lectura, en Plataforma Lavardén Rosario, Argentina. www.plataformalavarden.com.ar
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Fotos Diana Martinez Llaser
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Fotos Diana Martinez Llaser
GRACIAS
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Texto Ezequiel Martinez Llaser
TOTALES
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GRACIAS TOTALES “Soy ustedes” Desde siempre me “hicieron ruido” los agradecimientos públicos: “Antes que nada, les quiero agradecer a todos por haber venido”, “Primero quiero agradecer a mi esposa, ya que sin ella nada de ésto hubiese sido posible”, “Y no me canso de agradecer”, “agradezco a Dios por todo lo que me ha dado”, “yo soy un agradecido de la vida, hay que ser agradecido en la vida”… Basta! Quien no sienta, con estas breves citas, empalago, nomás sea, en su pútrida boca, puede dedicar su tiempo, más bien que a leerme, a mirar la tele; o como el gran Ortega decía, a “paralizar su intelecto” (y ni hablar de su espíritu! Sería muy pretensioso de mi parte llegar a las profundidades de gentes que calman angustias fagocitando harinas). Desde hace varios años me inquieta la pregunta por el origen de ésta moda de la hipergratitud que nos visita otra vez en la historia humana, ésta sed insaciable que tienen los animalitos misericordiosos por agradecer. Por qué los hombres masas, y los que le hablan a las masas, viven agradeciendo? Basta con que le den la palabra en público a nuestros engendros contemporáneos para que se precipiten en discursos de empalagosos agradecimientos. Claro que no me refiero a las normas básicas de cortesía como pueden estar pensando las mentes enharinadas e hidratadas con fluor. No hablo de devolver el último mate y decir gracias, sino al “ser agradecido”. Me refiero, por ejemplo, a las prostitutas disfrazadas de modelos televisivas o actrices, que participan de algún certamen masivo. El primer requisito que les impone
la manada, para ser merecedoras de lo masivo, es que se salgan de sí mismas, rompan con cualquier velo que cubra su ser interior (si hubiese), y que mejor o más trillado recurso? Que el de mostrarse agradecidas. En señal de yo soy pueblo. Es el “derecho de piso” que se exige pagar a quienes representen a las masas. La masa no acepta nada superior a ella, porque la ofende. En ese afán surge el comercio de aplausos por agradecimientos. Por más que hayas inventado la vacuna contra el SIDA, para que te reconozcamos primero tenés dar una prueba de que sos masa, de que no tenes interior, de que no sos superior… Las primeras respuestas que me surgieron se relacionaban a la demagogia propia de nuestro tiempo y a la moda prostitutiva de hacer de todo lo particular o “interno”, algo público, como los que agradecen el hecho de que los acomodaron en un estatus del que no se sienten merecedores sino favorecidos por el regalo de algún amiguito. Pero esas respuestas no conformaban mis ansias porque faltaban piezas. Y es que las respuestas más claras, o sea, la más anestésicas, son las que se acomodan mejor al fluir natural del cosmos. Las que nos muestran el “logos”. Pensándolo bien, contadas veces, en mi corta existencia, sentí la necesidad de dar gracias. Partiendo de que ya a temprana edad dudaba de la historieta del ser bondadoso que me había creado para que me pase la vida agradeciéndoselo, las veces que lo hice,
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Texto Ezequiel Martinez Llaser
las veces que agradecí en voz alta o en voz inteligente, lo que festejaba con mi agradecimiento, no era lo que yo había recibido sino la nobleza que el actor se había dado a si mismo con tal acción (festejaba su gracia, su calidad). Lo que es genuino de festejar, es la gracia que alguien se da a si mismo. Ésta sociedad mundial de masas en rebelión, dominadas por reptiles, no soporta ninguna belleza interna, pura, natural. En esta cultura de la culpa espontánea, esta prohibido ser diferente y usar de las calidades ventajosas que les pudo dar la naturaleza en la carrera de la vida. Entonces, lo primero al enfrentar un publico, es salirse de si mismo, agradecer a otro en tono de disculpa. Es mostrarse llano, chato, sin calidades particulares, del montón. La gratitud es síntoma de suciedad. No siento, ni debería sentirlo ningún ser libre de harina, la necesidad de agradecer algún favor o piedad que hayan tenido para conmigo (más bien me genera vergüenza). El único agradecimiento que acepto, es el de festejar una acción con la que una persona le da al trayecto de su destino el camino cosmológicamente correcto. Doy un ejemplo para las personas que viven de panadería en panadería. Cuando alguien agoniza de sed y le convidamos la sustancia que necesita imperiosamente, no debemos esperar ningún tipo de agradecimiento. Pero si hacemos algo, indiferente a la utilidad inmediata, y es, en cambio, en pos del fin último que conocemos, o sea, nuestra obligación de re-armar el universo, de readaptarlo (y esto lo co-
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difica la vida como el impulso de hacerse cada vez más fuerte), ese acto si, debe ser festejado por el agradecimiento. Ese es el único agradecimiento que cumple con las normas del agradecer: agradecer lo que otro hace por aumentar la adaptación (que en el humano, es aumentar la vida). Y esto no lo cumple nunca el dar gracias por algún favor recibido. Solo los pocos animales desintoxicados que quedan, poseen la perspicacia para distinguir estas acciones, y la pureza para sentirse agradecidos (y no ofendidos) cuando otro animal actúa en beneficio de la readaptación del Universo (por hacerse mas fuerte). Todo lo demás es agotamiento vital, síntoma de constricción, anhelo de pertenecer a la vulgaridad, de seguir achicándose la humanidad. Hay que traducir “yo soy un agradecido” como “en mi no pueden encontrarse ningunas calidades”. Es un estoy libre de culpas, pueden escanearme que no van a encontrar nada superior a ustedes, soy merecedor de la piedad popular, resguardenme en su lástima. Si me importase justificar mi metafísica, diría que hay dos tipos de agradecimiento: el que responde a su causa, que era en su génesis, venerar lo superior; y el segundo, el de festejar la piedad, y este es contradictorio con el fin del primero. El primero, es festejar la expansión de la vida, el segundo es festejar lo que la debilita, la limosna universal. Hoy la masa exige que nada se eleve sobre su llanura. Ya no queremos edificios! Parecen gritar. Advierto: las harinas o las gratitudes, solo se pueden comer con gracia.
Texto Tania García Olmedo Arte Veronika Lambertucci
Leticia llame Comenzaré diciendo que ni loca me habría suscripto a tanta cosa si hubiera sabido parar a tiempo.
Dicho de otro modo: si mi vida hubiera atravesado un mejor momento, si mi esposo me hubiera prestado más atención, tocado más por las mañanas, mi equilibrio hormonal hubiera estado óptimo y no en las lastimosas condiciones en las que andaba en ese momento fatal, ruinoso, donde sonó el teléfono y como no tenía nada mejor que hacer, atendí y de esa manera dejé entrar al demonio en mi vida para desatar el lacito de la caja de pandora. Su voz era seductora, me hacía desear cosas que nunca había podido tener: pequeños lujos que por pequeños y por lujos siempre tenía que pasar de largo, negando y negando. Para qué comprar un champú cuatro veces más caro que un champú caro del super, sólo porque este champú tiene hierbas del Himalaya y aceites de una fruta de Madagascar y hace que una en vez de pelo sienta que tiene cabellera, una cabellera que desatada en la calle sería la estela de atracción pero no, cuatro veces más caro que el champú caro del super deciden la cuestión y refriego entonces las puntas de mi pelo sin forma que se me pega al cráneo sin una puta gracia de movimiento; refriego y luego humecto las puntas con aceite si viene de Madagascar, ha de ser un aceite como dorado y luminoso, como esa fruta que resulta que era naranja, pero que como a Europa aún no había llegado aún, se la consideraba como una cosa sumamente superior. Algunas naranjas llegaban, parece, aunque me pregunto en qué estado llegarían y con qué sabor, realmente, porque imaginemos que una naranja viajando desde la punta oeste de China necesita de su buen tiempo para llegar hasta, supongamos, el norte de Italia, más si se viajaba en carreta o caballo o barco. Pero por cómo comían entonces, un poco de moho no creo que le quitara las ganas a nadie de hincar el diente en lo que ellos llamaban “manzana de la China” o más comúnmente “la bola dorada”. Ok, no es que no haya leído o que no tenga idea de cómo funcionan las cosas en el mundo. Pero por qué eso habría de matarme la capacidad de desear el champú con hierbas del Himalaya y aceites de Madagascar, no tengo la más puta idea. La cosa es que ahí estaba la voz del demonio en el teléfono, seduciéndome, prometiéndome cosas tentadoras, asegurándome que yo valía cada uno de esos pequeños lujos, tan pequeños que a quién podía importarle y tan merecidos que más que lujos, eran derechos ganados. Cuando una no tiene sexo en las mañanas
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y cuando el cutis se pone opaco y el pelo cuelga como un garabato infantil de la cabeza, es cuando una comienza a pensar en cosas como la osteoporosis, el cáncer de mama, las mujeres más jóvenes que una a quienes toda la ropa les queda bien, incluso la ropa fea y ridícula. Una quiere compartir destino con Edith Piaf y dejarlo todo para casarse con un pendejo, o beber hasta morirse como Amy Winehouse o sucumbir a un momento de locura y hervir vivo en la olla de los ravioles al conejo del ex amante, como Glenn Close. Pero como ninguna de estas posibilidades es práctica en el corto plazo y una se imagina inmediatamente lo complicado que puede ser el divorcio, lo difícil que sería reorganizar los domingos de pasta con la suegra, lo caro que está el whisky y lo muy lindos que son los conejos –y la carencia de amantes que, además, tengan conejos como mascota, esposas sensibles y despistadas y un mal sistema de alarma en la casa-, una termina soñando con otras cosas. Un masajeador para los pies que hace que la circulación sanguínea mejore un 75% en menos de dos sesiones. Una crema que esculpe el cuerpo y elimina la celulitis basada en una milenaria receta egipcia
algunos peldaños de distancia, a la hija del faraón o a la mismísima Cleopatra, no puede considerarse una crema poca cosa y bien vale poner unos pesos en módicas cuotas con bajo interés en una experiencia que hasta me puede dejar con los ojos como Elizabeth Taylor, nada más y nada menos – no, claramente no el color, pero sí el “aura” de los ojos de Elizabeth Taylor, que de eso se trataba su par de ojos violetas: de cómo los usaba. Todo eso me susurraba la voz al otro lado del teléfono y yo, sin poder sacudirme la conciencia de lo percudido de mis días, sabiendo que mi esposo tampoco me tocaría esa noche, sabiendo que en parte eso me ponía contenta, porque su falta de imaginación amorosa hacía que la mía se tuviese que poner a trabajar horas extras y me costaba imaginarme a Antonio Banderas o Benicio Del Toro cuando mi esposo no se esmeraba ni un poco para despertar aunque fuese la ilusión de un latino ardiente en actividad. Una quiere cierto orden en su vida, ciertas rutinas que puedan reconocerse y aporten ese sosiego de lo familiar: los ronquidos de mi esposo, por ejemplo. O las baldosas desniveladas de la cocina, con la consiguiente acumulación de grasa entre los intersticios. La pava del mate abollada de aquella vez en que traté de depilarme con caramelo y limón como hacen las tas rosas rota y la pava del mate abollada, además del piso cubierto de caramemenos se reconoce el camino que se transita. Pero aun así, aun teniendo la pava abollada que me mira cada mañana para darme los buenos días, una se hace tiempo para preguntarse adónde carajos está yendo el camino, si una elige lo que va pasando o si se deja llevar como las vacas se dejan llevar por todo el senderito
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Texto Tania García Olmedo Arte Veronika Lambertucci
del matadero, moviendo el rabo y mugiendo contentas. Es ese aguijón al costado, como un pellizco de los que me daba mi hermana mayor por debajo de la mesa cuando cenábamos en la casa de los abuelos, con nuestros mejores vestidos puestos y todo tenía que ser un alarde de buenos modales. Yo le pateaba discretamente el centro del tobillo, porque era más difícil disimular el dolor de una patada bien puesta en el hueso que un pellizco en el muslo. A veces nos quedábamos las dos sin postre, pero felices porque al menos, habíamos hecho algo por nuestra cuenta: Quedarnos sin postre por rompepelotas no parecía poca cosa, siendo como éramos dos muchachitas modosas y bien mandadas, como le gustaba decir a mi mamá. Era quizá la única hazaña de coraje civil que mostramos en toda nuestra infancia y adolescencia; bastante modesta, pero en momentos como ahora, donde una siente que la vida propia es ajena y que las putas vacas también son ajenas y encima, tan ignorantes como una, el recuerdo de esas tardes de domingo sin postre en casa de los abuelos en Lanús me despierta una satisfacción con regusto te, se entiende, porque no sé si mis dientes podrían arrancar el lóbulo de alguien y no tengo tampoco enemigos a los que odie tanto como para desear con toda el imagine a Benicio Del Toro con todo detalle entre mis piernas, lo cierto es que no hay pasión alguna que me deje un pelo fuera de lugar. Creo que todas estas ideas juntas alcanzaron punto ebullición y algo dentro mío hizo clic y mis pupilas se dilataron y sentí cómo mi pulso se iba acelerando espasmódico cuando comencé a decir que sí al champú primero (que venía con un peinecito de carey auténtico de regalo y un par de hebillas con cristales rojos para aderezar la cabellera) y luego a todo aquello que la voz tan tentadora iba ofreciendo con una habilidad que cualquier odalisca experta en la danza de los siete velos le hubiera envidiado: mostrando, sugiriendo, retaceando, volviendo a metida de lleno en mi caída libre y aunque suene extraño, me emocionaba saber tarjetas de crédito saturadas con cuentas impagables, la furia de mi esposo que terminaría mudándose a lo de Leila, su compañera de trabajo que se ríe como una ardilla con sinusitis, las cuentas de la casa acumulándose sin parar bajo la puerta, el teléfono cortado y yo, harta de todo, navegando como Amy Winehouse en vahos de alcohol con viento en popa y eso sí, aunque ahora me paseo en mi bata roñosa todo el día, acordándome de bañarme a veces sí y a veces no, me acicalo religiosamente con el champú especial y mi cabellera reluce bajo el sol del mediodía como todas las naranjas de la China juntas, esponjada como un gato persa. Lástima que mi marido se mudó con Leila y mi suegra ya no me visita los domingos: lo de las hierbas del Himalaya combinado con el precioso aceite de Madagascar de verdad que funciona.
PRESENTA:
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Fotos Diana Martinez Llaser Modelo Nicolรกs Rosas
Lautaro Lautaro
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Yo me llamo Lautaro Mariquens y soy presidente del club de fans de la cantante mejor conocida como:
Twiggy
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Fotos Diana Martinez Llaser Modelo Nicolás Rosas
Gracias a Twiggy hice cosas que jamás pensé que haría, y conocí a personas que mejor olvidar; mi madre, por ejempo.
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Fotos Martinez Llaser Llaser Foto Diana Diana Martinez Modelo Nicolรกs Rosas
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Fotos Diana Martinez Llaser Modelo Nicolás Rosas
Maravilla, diosa, diva, reina, gloria, genia, asombrosa, corazón púrpura de melancolía: Twiggy, mi cantante favorita.
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Fotos Diana Martinez Llaser Modelo Nicolรกs Rosas
Fotos Diana Martinez Llaser Modelo Nicolás Rosas
“Necesito un amigo, que me pueda hacer olvidar, Necesito un amigo que me ayude a olvidar el mal, Necesito un amigo, que esté siempre a mi lado, Necesito un amigo en mi dolor y en mi llanto”
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Dime lo que comes‌
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Texto Florencia Mancilla Fotos Diana Martinez Llaser
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Texto Florencia Mancilla Fotos Diana Martinez Llaser
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Fotos Fotos Diana Diana Martinez Martinez Llaser Llaser
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Fotos Foto Diana Diana Martinez Martinez Llaser Llaser
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Fotos Diana Martinez Llaser
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Marionnette
Cuento Jorge Montecof Foto Diana Martinez Llaser
Con el rostro dirigido hacia el suelo, mirando sin ver, pues su rostro de madera no tenía ojos, Marionnette se desplazó lentamente hacia un costado del escenario. Para los que se hallaban cerca de la marioneta era fácil distinguir sus rápidos movimientos hábilmente dirigidos por hilos, desde la parte superior del escenario. El desplazamiento trataba de parecer natural, aunque cualquier observador poco avispado podría notar la rigidez de sus movimientos. Sentado en el piso del escenario, Henri, la marioneta partenaire, con los hombros abatidos y la cabeza inclinada sobre el pecho y a unos centímetros de distancia de Marionnette, parecía estar triste, más aún, acongojado, hasta que los movimientos espásticos de su cabeza y su brazo derecho mostraron que parecía sollozar. Su amada Marionnette se había retirado del pequeño escenario rápidamente. El fondo oscuro, marcado por un telón negro, daba la sensación de profundidad que necesitan los titiriteros para remarcar la acción propuesta. Los colores de las marionetas y su vestimenta eran claros. Ya presto, llegaba la escena final, una música suave emitida por un solo de violín lejano y solemne daba el fondo melodioso a la escena que jugarían a continuación Marionnette y Henri. Desde arriba, José, el titiritero, dirigía los movimientos y producía las voces que la trama necesitaba. La música la originaba un viejo disco de vinilo que, a centímetros de don José, daba vueltas y vueltas. Los hilos invisibles, que subían y descendían desde las marionetas, se movían al compás de los movimientos de los dedos del titiritero, ocupado en sus múltiples menesteres. Ahora, finalizado el cambio que había realizado rápidamente don José, todo en el escenario varió: el telón de fondo negro pasó a ser blanco; las luces, irradiadas desde muy arriba por
una lámpara, volvieron a iluminar el escenario, pero con mayor intensidad. Henri poco a poco fue levantándose, y luego de arreglarse la vestimenta, empezó a dar pasos yendo y viniendo por el corto escenario. La música se transformó en una melodía vivaz y contagiosa, se escuchaba “El aprendiz de hechicero”, de Paul Dukas. Don José, atento a la acción, había hecho el cambio. Henri pareció notar algo y movió su cabeza hacia ambos costados del escenario como escuchando el sonido de pasos de alguien que se acercaba. Quién si no Marionnette podría ser, imaginaron todos cuantos observaban el espectáculo. La música despertó ansiedad en el infantil auditorio, al cual se habían plegado todos los mayores presentes para poder ver el final de la historia. De pronto, reapareció Marionnette, se acercó saltando hasta colocarse junto a Henri; ya no llevaba el lánguido vestido gris con el que había huido en la escena anterior, ahora, vestía unos shorcitos azules con los bordes deshilachados y una remera de color azul marino cortísima. José imitó susurros y palabras incoherentes que parecieron partir de la pareja de marionetas. El rostro inmutable de madera de Marionnette no podía mostrar la sonrisa que su corazón y el argumento le pedían, pero la agitación suave, producto del sensible movimiento de hilos de José, lo hizo notar: estaba enamorada. Una vez junto a Henri, ambos se sentaron, se tomaron de las manos, se abrazaron y de inmediato acercaron sus bocas y un beso duro de madera sólida hizo “toc” y dio la sensación del golpe en una puerta. No hacía falta preguntar quién era, ese “toc” significaba “el beso”, y así la función terminaba y el telón caía apresurado dejando a la vista el recuerdo de un final feliz. José miró a ambas marionetas, ahora acostadas sobre el suelo del pequeño
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Cuento Jorge Montecof Foto Diana Martinez Llaser
escenario, y suavemente con sus manos fue acercándolas hacia él. Cumplía así el ritual cotidiano de guardar las marionetas, el escenario y todos sus elementos. Gritos, aplausos y ruidos de desplazamiento acompañaron el final de la función. Los niños que la habían presenciado se desbandaban mientras los dueños de casa y otros los ayudaban a reubicarse en el salón contiguo. La función de títeres había sido un éxito. La hora de la torta y las velitas se aproximaba, era una rutina que José conocía y transitaba hacía décadas, y comenzó automática pero delicadamente a recoger a Marionnette y a Henri, lo importante era no mezclar los hilos de conducción. Colocó todo de manera ordenada, deshizo el escenario, puso lo restante en una valija de mediana envergadura y fue a despedirse de los dueños de casa luego de ponerse el saco y anudarse la corbata. Mientras, el ruido de los niños y las risas, las corridas y los gritos de alegría acaparaban los silencios del festejo. —Señora… —dijo con una reverencia el anciano titiritero. —Ha estado usted muy bien, señor José –expresó la mujer y agregó–: Esa marioneta, Marionnette, da la impresión de tener vida —finalizó. La señora, de unos cuarenta años, estaba acompañada por su esposo, que sonreía en muestra de simpatía hacia el hombre. De inmediato, el esposo extendió una de sus manos con el puño cerrado y como en secreto para entregarle el dinero pactado por su trabajo. —Gracias —dijo José inclinando su cabeza—, este año es gratis, es mi regalo de cumpleaños —finalizó diciendo y, luego de echar una mirada a los niños que correteaban por el lugar, saludó a los dueños de casa, que habían quedado sorprendidos ante su actitud. Lo despidieron con amplias sonrisas y comentando lo sucedido en voz baja. —Lo esperamos para el año entrante —dijo a modo de despedida la mujer. Don José respondió con un gesto complaciente, despojándose del viejo sombrero que siempre utilizaba, y volvió a saludar. José siempre se había preguntado por qué la gente pretendía entregarle el dinero en forma secreta, como si fuese un misterio lo que hacía, como si su trabajo se tratara de algo fuera de la ley. Sonrió ante la aprecia-
ción y tomó el ómnibus para dirigirse a su casa. Antes, y como tenía previsto, fue hasta el bar al que concurría siempre y que estaba a no más de un centenar de metros de su domicilio, donde bebió una cerveza y se deleitó con los maníes y las papas saladas. El mozo, que lo conocía, luego de servirlo lo saludó con un “Hasta mañana, don José”, pensando que se retiraba, pero se sorprendió cuando repitió la cerveza y lo vio fumar un cigarrillo. “Qué raro”, pensó, “dos cervezas…”. Al llegar a su casa, José abrió la puerta de hierro de la entrada, que él mismo había pintado de color verde, cruzó un pequeño jardín descuidado, sin plantas ni flores, simplemente con algo de pasto y yuyos de poca altura, y se dirigió a la cocina, que quedaba a unos pasos, luego de atravesar el zaguán, al fondo y a la izquierda del pequeño patio con baldosas blancas y negras en damero. Dejó la valija en un sillón que se encontraba debajo del alero que cubría la entrada de las tres piezas que conformaban su hogar; las puertas persianas de todas ellas estaban cerradas. Las habitaciones daban al patio, y al fondo, cerca de la cocina, se hallaba el baño y una habitación pequeña donde guardaba herramientas y hacía las reparaciones necesarias o creaba nuevos personajes. Allí estaba su mesa de trabajo, los elementos que utilizaba y varias tablas de madera muy clara. José, cuyo verdadero nombre era Joseph, había nacido en Francia, en 1926, en Montmartre, un lugar algo alejado del centro de París, a la vera derecha del Sena. Sus recuerdos de la infancia estaban vívidos, había emigrado a la Argentina junto a su madre, Ana, a los diez años, un poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Su padre, al que nunca conoció, no le dio su apellido, por lo que portaba el de su madre, Bertrand. Era delgado y conservaba bastante de su cabello, lacio y cano, usaba barba y bigote, y tenía unos ojos verdes de mirada profunda, su sonrisa parecía perfecta, simulada por una dentadura postiza que un cliente le había hecho a cambio de dos años de servicios para sus dos hijos. Era alto y su vestir era sencillo, siempre de saco, y cuando la norma lo exigía usaba corbata, aunque para trabajar debía ponerse cómodo, desprenderse de todo y usar un viejo mameluco azul. Ya no podía vestirse de pie como cuando era joven, ahora solía hacerlo sentado, la cintura y las rodillas no le respondían como
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antes. Nunca se quejaba, solitario en medio de una soledad que lo acompañaba desde hacía mucho tiempo, la vida le resultaba abrumadora y aburrida, a veces cruel, pero había logrado tolerarla durante años. Al llegar a la cocina, se lavó las manos y, como anochecía, encendió la luz del patio y de la cocina. Abrió la heladera, tomó una botella de agua mineral y se sirvió un vaso colmado, otra vez la acidez comenzaba a molestarlo. En un movimiento inconsciente, como siempre que llegaba a su casa, encendió una pequeña radio con gabinete de plástico gris, que apoyaba sobre la mesa. El dial estaba ubicado en el mismo sitio, música clásica, otra parecía no interesarle. Terminó de beber y abrió la puerta de una alacena que estaba sobre una pequeña mesada, tomó un paquete de galletitas de chocolate y decidió sentarse en el sillón debajo del alero, luego de retirar la valija que hacía instantes había dejado. Hacía muchos años que había abandonado la idea del viejo Geppetto y Pinocho que lo había impulsado a iniciarse en el oficio de titiritero, siempre pensó que las marionetas como Pinocho tenían vida. No fue fácil, era un oficio duro, no debía aumentar de peso, había consultado a una foniatra por la voz, pues debía combinar registros para los diferentes personajes. Hacía gimnasia con dedos, brazos y muñecas para mantener la habilidad para movilizar los títeres, debía adecuarse a las técnicas de sonido e iluminación. Siempre prefirió actuar desde arriba con las marionetas, aunque había experimentado con el estilo guante y varilla, el cual dejó rápidamente. Hacía tiempo que todo eso había empezado a desvanecerse lentamente. Los analgésicos calmaban el dolor durante la función, pero por la noche era insoportable, la cintura y las rodillas no se aliviaban y la acidez a veces era intolerable, aunque la leche y el bicarbonato la hacían desaparecer. La causa de su sufrimiento era una gastritis. Ya con 83 años bien podría dar las gracias por haber sobrevivido tanto. Su madre había fallecido a los 70 y habían sido felices. Recordaba con exactitud todo cuanto su madre le había contado de su país de origen. Había sido camarera del Moulin Rouge, había conocido a Henri Toulouse Lautrec, a la famosa bailarina “La Goulue”, a grandes pintores y hasta le había servido de modelo al mismísimo Pablo Diego Ruiz, que era el nombre con el
que había conocido a Pablo Picasso. También le había contado el asunto de Alfred Dreyfus… Siempre consideró viajar alguna vez a Francia, pero no pudo hacerlo jamás. José había querido ser escultor, pero su habilidad no rindió los frutos que esperaba, tallaba muy bien la madera y así comenzó aprendiendo de otros a elaborar los títeres, eso y empezar con su trabajo se dio con facilidad. Esa noche, había encendido todas las luces de la casa, debía cumplir con un pacto que había hecho consigo mismo hacía ya un tiempo, y ese era el día, mejor dicho, la noche. La primavera estaba en su apogeo. Había ido cumpliendo todo con la regularidad con que siempre lo hacía; rutinario como era, no deseaba dejar de serlo, ni siquiera ese día. Decidió acostarse y se dirigió al dormitorio, donde reinaba una vieja cama de bronce y a la derecha una mesa de luz con tapa de mármol, donde estaban apoyados un pequeño velador, un reloj de cuerda antiguo y un cenicero con las letras GANC borroneadas y en rojo, un regalo que le había hecho un almacenero cuyo negocio había desaparecido hacía mucho tiempo. La cama estaba armada. En el lado izquierdo, una cabellera cubría la almohada, y la sábana moldeaba el cuerpo de lo que parecía ser una mujer. José trataba de no hacer ruido, solo el velador en esa habitación permanecía encendido. Antes de acostarse, descalzo y en paños menores, fue hacia una esquina de la habitación, tomó un bidón que había en el lugar y comenzó a esparcir el líquido que contenía en el piso de la habitación, haciendo lo mismo en la contigua. Luego retornó y se acostó, acercándose a quien tenía a su lado, besando y acariciando su cabellera repetidas veces, sin apartar la sábana que la cubría. Encendió un cigarrillo y fumó lentamente como siempre lo hacía. Cuando terminó, se apretó junto a quien compartía la cama y dijo: —No temas, Marionnette, estaremos juntos. Dicho esto, arrojó el resto del cigarrillo al piso, y el lugar ardió de inmediato. Los bomberos, al llegar, poco pudieron hacer, descubrieron el cuerpo quemado de José y restos de una gran muñeca articulada de madera, en tamaño natural y sin rostro, a la cual el hombre parecía haber permanecido fuertemente abrazado durante el incendio. FIN
a r t n o c ntr a ! d e r a p lla a pare d!
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a s o l l i v a r Ma
fachada
por Fab ian Sp am pi na
No voy a negar que fue un flash. No lo puedo negar lisa y llanamente porque vos ya lo sabés. Y porque para vos también lo fue. Y desde esa intensidad nada trémula soñamos con pisar calles y gente. Idealizamos con la mirada de los otros que nada podía hacernos. Con “mirá lo que es” realizando un gesto con tu mano que me recorría de cabeza a pies, enfrentando a conocidos que pretendían herirme con calificaciones erróneas. Con el correr del tiempo mi mirada se posó en “tu real vos”. En tu familia. Tu pasado. Tu futuro incierto por tu insoportable presente movedizo. Tu madre de 150 kg, que se duerme en cualquier parte y se cae todo el tiempo. Y a quien había que levantar sea la hora que sea… Tu hermano cocainómano del que nadie quiere saber nada y se encuentra quien sabe donde en algún lugar de Capital Federal. Tanto el rechazo que hasta le cambiaron su nombre real…. ¿y el otro? Y hay mas: un “guardabosques de Maxi” quioscos (estuve bien ahí ¿eh?). Y el ayudante del médico. Y del Mago Emanuel con sarampión que fabrica cepillos y utensilios de baño, seguramente, empresa heredada por un padre o un abuelo. Y ya que volvemos a hablar de progenitores: el tuyo propio, si: el “biológico” como te gustaba decir, pero que te disgustaba conocer. Y el otro,
quizás el de más fuerte presencia en tu triste vida: tu padrastro golpeador, adicto y abusador que tanto daño le hizo a tu cuerpo pero aún mucho más a tu pobre cabeza que jamás (jamás) tuvo la valentía de buscar asistencia. Y hay más. Más que era menos, claro. ¿Cómo convivir con semejante desajuste?. Con un celular que siempre está de incógnito. Con ocultar lo chico para nunca mostrar lo grande. Con no cuidarse (por fuera y por dentro) y tener que tomarme el trabajo de reunir cada una de tus partes que se desparramaban por el piso cuando implotabas, harta de vos misma. Y yo ahí: poniéndote de pie nuevamente… “Me tomé 2 clona de 2 miligramos ” me dijiste una noche. Y banqué tu sueño hasta las 4, porque ni aun así descansabas. Cuando yo los empecé a necesitar, agotado de ser tu plastilina, empezaste a robar de los míos…. Hasta que un día tuviste el tupé de afirmar: “no voy a estar con un tipo que tome ansiolíticos”. Y ahí ya no se entendió más nada. Ni los 150 kg de tu madre. Ni la nariz de tu hermano y el -poco- cerebro del otro. Ni de tu padre, tu padrastro que te dejó tantas marcas que nos las hacés pagar, una a una, a los pobres incautos que llegamos nuevos y desnudos a lo que solo es una maravillosa fachada de cartón pintado.
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Arte Carlos Mac Donagh
Arte Carlos Mac Donagh
Arte Carlos Mac Donagh
l a R A MAT
O C E MUÑ
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Cuento Dano
Un cuento REDONDO.
NEMÉSIO Nemésio nunca había matado a nadie. Eso, al menos para él, estaba claro. Su trabajo era la logística. Le daban el nombre de un tipo y él armaba una carpeta. Una excelente carpeta, por cierto. En realidad antes era una carpeta, ahora era un pendrive. Nemésio era un profesional, con muchos años de experiencia. Obsesivo y eficiente. Uno de los mejores. Investigaba y anotaba todo lo que era necesario saber y tener en cuenta para matar al tipo. Datos, direcciones, costumbres, números, claves, contactos, debilidades, fortalezas, gustos, etc. Todo chequeado. Luego entregaba la carpeta y cobraba una buena suma. Si, como normalmente ocurría, el tipo aparecía muerto unos días después (o no aparecía nunca más en la vida), no era problema suyo. Ese día hacía mucho calor en Buenos Aires. Todo estaba húmedo y pegajoso. Eran cerca de las cinco de la tarde, en un esquina de barrio, no muy lejos del centro. El bar tenía todas las puertas y ventanas abiertas. El ruido del tráfico y el smog de los colectivos se metía adentro del cerebro. La radio anunciaba posibles lluvias por la noche. Vio a Brito en su mesa del fondo, en la esquina, leyendo el diario. Brito también era un profesional, independiente, trabajaba por encargo, y él si que se había cargado a una buena panda, rufianes la mayoría. Nemésio lo sabía bien, ya que él mismo se los había servido en bandeja. Casi todos ellos se lo merecían, quizás algunos no tanto, pensó mientras se acercaba a la mesa. Brito, al verlo venir, dobló el diario y se sacó los lentes. Le hizo un gesto para que tome asiento. Nemésio señaló hacia los parlantes en la pared, desde donde ahora se escuchaba la voz de Gardel con “Mi Buenos Aires querido”. —El Paz Martínez —dijo Nemésio mientras se sentaba—. El nombre del tema no me lo acuerdo, debe ser uno nuevo.
—¿Un café? —preguntó Brito, y le hizo un gesto al mozo. Nemesio se sentó. Luego siguió, serio. —Vos que sabés de música... ¿podés decirme porqué lo mataron a Lennon? Nemésio no se sorprendió mucho por la pregunta, Brito podía salir con cualquier cosa en cualquier momento. Automáticamente iba a contestar con un clásico “porque el que lo mató quería que quedara la banda más grande de la historia tal como estaba, y no que se vuelvan a juntar y terminaran haciendo temas de mierda”; pero Brito no le dio tiempo. —No, no podes decirme nada serio —le dijo—. Porque no lo sabes. El único que lo sabe hace treinta y cinco años que esta preso, y nunca dio una entrevista a nadie, ni contestó una sola pregunta. La gilada dice que fue para que no se vuelvan a juntar. Eso es pura poesía, nada más. Esa fue una consecuencia, si querés decirlo así, pero no la causa. —No entiendo la poesía —dijo Nemésio. Brito siguió con lo suyo: —Si me preguntan a mi, digo una sola cosa: vanidad. Sin misterio, ni poesía, ni talento, sin nada. Por quedar en la historia, ser alguien. Pero fue tan patético que ni vale la pena ir a matarlo, quiero decir al tarado que lo hizo. Sea loco, fanático, drogado, de la CIA, marciano, reptil o lo que puta quieras. A nadie le importa. No le sirvió de nada lo que hizo, porque nadie lo respeta... aunque quizás el sienta que si. —Ajá —dijo Nemésio, por no contradecir, ya que el otro parecía bastante embalado. Lo dejó que siguiera. —Si no se hubiera dejado meter preso, entonces si, sería otra cosa. Una leyenda. La mejor. Miles de canciones, especulaciones, versiones. Sería un artista tan groso como el que mató. ¿Y si no se supiera quién fue?. ¡Qué misterio! ¡Qué magia! Un auténtico Anónimus. El verdadero cuco del rock. Brito se relajó un poco. Sacó un papel del bolsillo, cuidadosamente doblado, y lo dejó sobre de la mesa. Era su ritual para encargar un nuevo trabajo.
Cuento Dano
Le entregaba un papel con algún dato o referencia sobre la identidad del “elegido”, pero sin nombrarlo nunca. Nemésio debería investigarlo y entregar su informe. Y Brito se ocuparía de despacharlo, claro. Con un gesto, lo invitó a que lo mire, mientras aclaraba: —Esto es algo personal, para mi. No me contrató nadie. Igual vas a cobrar lo de siempre, por eso no hay problema. Nemésio asintió y tomó el papel. Al abrirlo, se sorprendió al ver que se trataba de un viejo volante de un concierto de rock. Un dibujo grotesco, en blanco y negro, mostraba un bebé con cara de viejo, desnudo, sentado en una cama, con la espalda contra una pared, agarrándose el pene del que salía un chorro como una fuente. Arriba había un texto, bastante incoherente. Luego de un momento, Brito preguntó: —¿Sabés qué es eso? Nemésio lo siguió mirando en silencio. Brito continuó. —Es un volante de un concierto, de una banda de rock de en serio, el volante de allá por los ochenta... tiene casi treinta años. La banda ya no existe más, se separaron hace bastante. —Los que cantaban en piyamas —tiró Nemésio. —No, esos eran otros payasos, y todavía siguen tocando. Estos son otros, el cantante es muy famoso, un muñeco pelado, siempre de anteojos negros, que habla raro, siempre en difícil. Guglealo, lo vas a sacar fácil, ahora sigue haciendo shows como solista. Nemésio dobló el papel como estaba y lo guardó en su bolsillo. —¿Y cuál es el plan? ¿Cargarse a toda la banda? —preguntó. —Sólo al muñeco mayor, al gran jefe de la pandilla —dijo, y agregó en tono burlón, como hablando para si mismo— “Para que no se vuelvan a juntar”. Nemésio no pestañeó, y se quedó en silencio, mirando hacia a fuera. Luego se puso de pié, dispuesto a salir. Brito se apresuró a decirle: —Una cosa más: tiene que ser en el próximo show... tenés tiempo de sobra para prepararlo. Tomá esto para los gastos y cualquier cosa me avisás —Le pasó un sobre que Nemésio guardó en su bolsillo, y después de un gesto
de saludo, salio tranquilamente, sin mirar atrás. Mientras cruzaba una plaza, caminando, Nemésio volvió a mirar el volante del concierto. Sabía muy bien lo que era, había ido a ese recital. Y casi todos los de la banda. Pensó en lo que iba a tener que hacer. Y la idea no le gustó para nada. BRITO Ya era de noche. Había un poco de viento, suave, agradable. Una vez más, Brito repasó mentalmente el estado de las cosas. Como siempre, Nemésio había hecho un muy buen trabajo. Tenía todo organizado. El mejor lugar para hacer el tiro, justo antes de que suba al escenario, y todo resuelto para escapar aprovechando la confusión. El show estaba por empezar. A sus espaldas, cientos de miles de fanáticos esperaban desde hacía horas, la inminente salida de la banda. El pogo más grande del mundo estaba a punto de volver a ponerse en marcha. Si todo salía según sus planes, sería el último, el final. Después de muchos años volvió a sentir a la adrenalina corriendo por su cuerpo. Era la gloria. Le daba sentido a su vida nuevamente. Pensar que creía que esa era una sensación que ya nunca más iba a volver a sentir. Los últimos años habían sido solo rutina. Nada le provocaba emoción, hasta ahora, que sintió que volvía a vivir. Hacía dos horas que estaba sentado inmóvil, a unos cuatro metros de altura, en una estructura de andamios que formaban una de las tantas torres de sonido e iluminación. En cualquier momento, en su camino al escenario, el muñeco pasaría a unos veinte metros de él en un recorrido de más de setentas metros por un sendero de vallas de paneles de chapa y alambre tejido, de unos dos metros de alto. A su izquierda, en diagonal y hacia el frente, a unos ochenta metros, había un gran galpón de chapa, en un lugar elevado del terreno, donde desde hacía ya bastante rato estaba el muñeco con su equipo. La puerta estaba a la vista, y salía directamente al
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corredor de vallas, que cruzaba recto frente a Brito, en un recorrido de unos cincuenta metros de largo hasta la altura frente a donde estaba la torre desde don él esperaba, a unos cincuenta metros de distancia, y ahí se desviaba en diagonal hacia donde él estaba, recto hacia la parte de atrás del gran escenario, a unos treinta metros más o menos. Los paneles de la valla eran de chapa hasta la altura de un metro, y luego de alambre tejido hasta un poco más de los dos metros, todos atados entre si. No era posible pasar de un lado a otro, solo por las entradas en cada extremo, desde el galpón directo al escenario. Fuera del corredor había gente circulando, de seguridad, del equipo de luces, sonido, y vaya uno a saber qué más. No había nadie dentro del corredor. La multitud se sentía como una presencia aplastante a sus espaldas. Cantos, gritos, ruido. Todo era una fiesta. En pocos instantes todo se convertiría en un caos. Y nadie nunca sabría a causa de quien o porqué. Sería una auténtica leyenda. Se apagaron las luces del campo, sobre la gente. El escenario estaba completamente a oscuras también, lo mismo que la torre donde estaba Brito. A lo largo del corredor había una iluminación muy débil de algunas lámparas, no muy cercanas. La mayor parte era oscuridad. Brito abrió el estuche y sacó su fusil. Montó la mira para visión nocturna. Cargó una bala en la recámara y apuntó hacia la puerta del galpón. Sorprendido, sintió el golpe de sus propios latidos, después de mucho tiempo. Iba a realizar su obra maestra, no por la ejecución en si, que era simple para él, sino por su significado. Las puertas se abrieron, el muñeco salió primero, caminando tranquilamente, y encaró por el corredor, seguido de un grupo bastante numeroso. Caminaba bastante rápido, nadie hablaba. Brito lo centró en la mira, y comenzó a seguirlo en el recorrido. Podría tirarle ya desde ahí, y el resultado era prácticamente garantizado, con ese equipo, con su experiencia y a esa distancia. Sin embargo el mejor tiro sería a
partir de que llegue al desvío en diagonal, y camine de frente a él, acercándose. Siguió el recorrido de los primeros cincuenta metros. Su corazón latía con fuerza, pero el pulso estaba sereno. Una extraña sensación comenzó a invadirlo, el tiempo parecía ir cada vez más lento. La yema de su dedo índice, de la mano derecha, acarició el anillo externo del gatillo del fusil. Respiraba profundamente, y al mismo tiempo tenía la sensación de que su garganta se cerraba. El muñeco y su grupo llegaban al desvío, caminaban cada vez más despacio, o era su extraña sensación de movimiento ralentizado. Se dio cuenta de que el rugido del público era muy fuerte en ese momento. El muñeco dobló hacia él. Lo veía ahora de frente, varios pasos adelante del resto, por el centro del pasillo, a unos cincuenta metros, acercándose. Y de pronto se paró. De frente a Brito, el muñeco se quedó parado sin moverse. Todo el grupo detrás de él hizo lo mismo. La sensación de película que Brito veía a través de la mira, se convirtió de pronto en una foto fija, congelada. La cruz de la mira estaba centrada en el pecho del muñeco. El tiro era inmejorable. Sin embargo Brito siguió mirando. Se dio cuenta que no estaba respirando. Y entonces sucedió algo que jamás hubiera esperado: el muñeco llevó lentamente su mano hacia su cara y se sacó los lentes negros. Por un instante miró directamente hacia donde estaba Brito. Dejó de escuchar el sonido de la gente, y todo sonido en realidad. La sensación era de completo silencio, cosa que Brito sabía que no era real. Puso su dedo sobre el gatillo. Pasaron tres, cuatro, cinco segundos eternos. Brito desvió unos milímetros su fusil, apuntando a varios centímetros a la derecha del muñeco, y disparó. La bala se clavó en la tierra, fuera del cerco. El fusil tenía silenciador. Nadie se enteró de nada. La imagen del muñeco lo seguía observando a través de la mira, hasta que se volvió a calzar los lentes y reanudó su camino hacia el escenario. Brito recién entonces volvió a respirar. Y supo de golpe que ya no iba a volver a matar a nadie. Que ya no tenía sentido para él, que no quería volver a
hacerlo. Oficialmente retirado, pensó. Se sintió en paz. Por primera vez. Pensó que cuando le contara todo a Nemésio no lo iba a poder creer. Se dio cuenta también de que el muñeco seguía acercándose. Sería bueno tomarle una foto en el momento en que pasara más cerca. En el estuche del fusil, junto a la pistola, estaba también la cámara de fotos. Percibió algo en movimiento a su derecha, muy cerca. Apartó la cara de la mira y al volverse descubrió la silueta, entre las sombras, de alguien parado detrás de él. Se sorprendió más que nada de no haberlo sentido cuando llegara. O quizás estaba escondido cerca de ahí desde antes que él llegue. Todavía se sentía en un estado bastante especial, el sonido de la gente en el campo se sentía muy lejano aún. Pensando en no perder el momento en que el muñeco pase más cerca, intentó tomar la cámara del estuche. La persona entre las sombras levantó una de sus manos, tenía algo en ella, no se veía bien qué, a causa de la escasa luz. Un flash de luz naranja los encandiló, sorprendiendo a Brito en la oscuridad. Luego otro más. De repente sintió que era el momento de salir, que ya era hora de irse con la gente, al campo, a vibrar ahí. Los gritos se volvieron a escuchar en su volumen real, muy alto, con toda su intensidad. Vamos, pensó Brito, el show está por empezar. Luego cayó hacia atrás a causa de los disparos. Y murió antes de llegar al tocar el piso. EL MUÑECO Sintió que algo iba mal. Estaba acostumbrado. El horario ya se había cumplido, pero iba a seguir esperando. Estaba sentado sobre una mesa bastante alta, con los pies colgando, balanceándolos en el aire. El muñeco miró de reojo, detrás de sus gafas negras. Cada uno estaba en lo suyo. Siguió mirando, disimuladamente, en busca de alguna señal. Nada. Cerró los ojos y trató de escuchar a través del zumbido. Parecía como si un escuadrón de bombarderos los estuvieran sobrevolando. La gente en el campo
se empezaba a impacientar. Nada nuevo. ¿Sería una noche más? ¿O sería una de las que no se olvidan en el resto de la vida? Se quedó mirando el piso. Basta un instante de magia y entonces un momento se queda grabado para siempre. Por más simple que sea. A veces cuanto más simple, mejor. La imagen de una fogata hecha en el suelo, con troncos, se empezó a hacer cada vez más vívida en su mente. Sabía de qué se trataba, era el recuerdo de una noche, hace muchos años atrás, en la montaña. Un recuerdo de esos que siempre están presentes. Recordó una vez más que esa noche hacía mucho frío y era muy tarde, pero se sentía bien estando cerca del fuego, bajo el cielo completamente negro. En ese momento, a pesar de estar solo en la montaña, en el medio de la nada, había pensado que sería bueno que se largara a nevar. Y unos segundos después, a la luz del fuego, miró hacia arriba y vio muy alto, justo sobre su cabeza, como aparecía el primer copo de nieve. Y caía hacia él, y luego los demás, muy lentos, como flotando. En pleno silencio. Siempre volvía a recordar esa noche, en la que el tiempo se había detenido y solo habían estado él y la experiencia de lo que estaba viviendo. Y no lo olvidaría ya nunca más. Hubo muchos otros momentos así en su vida, por eso le gustaba coleccionarlos. Había que estar atento. Saltó de la mesa sin pensar, movió un poco la cabeza para aflojar el cuello. El resto del grupo entendió que era el momento y se fueron poniendo de pié, preparándose para salir. “Bueno, vamos” dijo el muñeco, y salió caminando tranquilamente hacia la puerta. En el momento en que abría el portón sintió el rugido de la gente, mucho más fuerte de pronto. Habían avisado por radio y ya habían apagado las luces del campo. La noche era hermosa. Encaró por el sendero vallado, los demás lo siguieron en silencio. La visión de los copos de nieve cayendo hacia su cara volvió a su cabeza mientras caminaba. Le pareció raro que ahora apareciera ese recuerdo, nunca pensó que tuviera algún significado o fuera impor-
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Cuento Dano
tante por algo. Fue solo una experiencia, sin mayor sentido para él que el hecho de haber quedado para siempre grabada en su mente. Sin embargo, por primera vez en su vida, se le ocurrió pensar que ese tipo de experiencias podían tener un significado. Dobló hacia su derecha en el último tramo del camino hacia el escenario, cuando se le ocurrió esa idea. Se detuvo sin pensar. La idea, sin embargo, no terminaba de tomar forma en su cabeza. ¿Sería quizás que esas experiencias eran algo más que solo vivencias?¿Serían quizás algún tipo de aviso, de señales? Volvió a sentir entonces una sensación similar a la que sintió esa noche. “Solo falta que se largue a nevar”, pensó, como había pensado esa noche. Y sin pensar, lentamente, se sacó los lentes negros, y se quedó mirando fijo hacia adelante, a ninguna cosa en especial. Solo se distinguía una torre de sonido, a bastante distancia, casi perdida en la oscuridad. Seguramente alguien habría en esa torre, aunque no debería. Definitivamente alguien había, lo pudo sentir más que ver. Otra extraña noche, pensó. Vale la pena. Se quedó un instante en silencio, mirando. Luego volvió a ponerse los lentes y reanudó la marcha. El ruido de la multitud era impresionante. Había luces, flashes, fogonazos que brillaban aquí y allá en la oscuridad general. No hace falta que nieve hoy, pensó. Ya tenía recorrido un buen trecho cuando empezó a notar movimientos raros adelante. Haces de luz de linternas que iban y venían, a su derecha, cerca de donde había visto a la torre. Volvió a detenerse y todo el grupo detrás de él lo imitó. Estaba a pocos metros de la parte final del recorrido que llevaba directamente al acceso al escenario. Algo andaba mal, era evidente, y al mismo tiempo, por extraño que pareciera, sentía que estaba todo bien. Una de las luces de linternas se acercaba por el corredor, desde el lado del escenario. Cuando estuvo a pocos metros, el muñeco reconoció al “Negro”, su jefe de seguridad. Venía corriendo, seguido de un par de su gente. Se detuvo antes de llegar, esperando que el muñeco se acerque, evidentemente con la intención de hablar sólo con él. El muñeco supo
entonces que algo grave había pasado, y se adelantó en silencio. El Negro dio su informe, como siempre, concreto y práctico. —Mataron a uno, en una de las torres de sonido... Un tipo le pegó tres tiros a otro, con un revólver. Había gente de seguridad cerca, se le fueron encima al del arma, antes que yo llegue. Lo despacharon también, la cosa estaba confusa. No sabemos nada más, ninguno de los dos tenía nada que los identifique, ni documentos, teléfono, billetera, nada. No había nadie más cerca, nadie más vio nada. El que disparó tenía solamente esto en un bolsillo —Le alcanzó al muñeco el volante del recital con el dibujo del bebé desnudo. Se hizo un silencio. El muñeco giró levemente, mirando a la torre que le había llamado la atención cuando salió del galpón. —Si, en esa —dijo el Negro. El muñeco volvió a mirarlo directamente —¿Y qué van a hacer, Negro? —Lo mismo de siempre... ¿o no? —le respondió. Se oyó una voz metálica, desde la radio: “Los estamos sacando por atrás, Negro ¿te esperamos ahí?”. El Negro, sin dejar de mirar al muñeco, respondió simplemente “Voy”. Luego pegó la vuelta y volvió al trote por donde había venido, junto a los dos que estaban con él. El muñeco se lo quedó mirando un momento, luego, por cortesía, giró un poco la cabeza hacia un costado, como dispuesto a escuchar a los que venían atrás. Pese al ruido que venía del campo, pudo oír un par de toses, alguien que se aclaraba la garganta... y nada mas. Reanudó la marcha hacia el escenario y todos lo siguieron en silencio. La imagen de copos de nieve cayendo en la noche volvió a su mente. Un poco más tarde, en la oscuridad, ya sobre el escenario, le pareció volver a escuchar la frase del Negro: “Lo mismo de siempre... ¿o no?”. Entonces todas las luces del escenario se prendieron, la banda comenzó a sonar, y todo en la noche reventó en un grito de miles de gargantas. El muñeco siguió adelante con su parte en el ritual. FIN
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a i t n o p a s Maripo
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quĂŠ va a ser de mi...
Viaje a las
Crónica im Empezaba a oscurecer cuando llegamos a la costa, cerca de Santa Teresita. Hacía frío, estaba despejado y la vista del cielo era espectacular. No era temporada turística, así que no había gente a la vista. Cada tanto algún auto pasaba lentamente frente a nosotros. Teníamos poco tiempo para encontrar el sitio exacto, y no queríamos llamar la atención de la gente del lugar. Recorrimos la costa varias veces, reconociendo el terreno. Calculamos que estábamos cerca del lugar indicado, pero debíamos encontrar el lugar exacto y a la vez mantenernos lejos de curiosos que pudieran interrumpirnos. Buscamos de acuerdo a los datos que teníamos, sabiendo que el tiempo corría, y estábamos algo nerviosos. Encontrar el lugar justo era fundamental. Ana era nuestra guía, pero ahora parecía un poco confundida. Juan o yo sugeríamos algún camino, según se nos ocurría, pero no lográbamos ponernos de acuerdo. Los lugares accesibles a la costa estaban muy expuestos, y nosotros queríamos privacidad. Por otro lado, los lugares apartados no tenían buen acceso para el auto, o pertenecían a propiedades privadas con el acceso prohibido. No
queríamos preguntar nada a nadie para no tener que dar explicaciones. Y se acercaba la hora. A las once y media de la noche, luego de dar varias vueltas, llegamos a un camino de tierra rodeado de árboles, que circundaban un barrio tranquilo de casas de veraneo, desocupadas en esa época del año. Había un espacio abierto, como un estacionamiento, limitado por una hilera de árboles, detrás de los cuales se percibía la presencia del océano. Decidimos dejar ahí el auto y caminamos hacia el mar, alejándonos de las casas, hacia los médanos, y siguiendo luego la línea de la costa. Contra el fondo del cielo negro resplandecía la luz de las estrellas. Caminamos unos quince minutos por la playa. En un momento, una sensación de curiosidad me atrajo hacia el monte, en dirección opuesta al mar, y me dirigí hacia allí sin pensar. Como iba adelante, los otros automáticamente me siguieron, creyendo que había visto algo. Estaba completamente oscuro, sin luna, pero teníamos unas pequeñas linternas. Llegamos hasta el monte, que se cerraba con unos arbustos muy juntos y tupidos. Me metí por una especie de pasaje entre las ramas y caminé unos metros, hasta que se abre
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s estrellas
improbable
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ante mi un espacio circular, limpio y parejo, como de unos diez metros de diámetro. Me detuve y el resto del grupo llegó atrás mío. Ana dijo que estaba bien para acampar y que esperaríamos ahí. El lugar estaba reparado y sobre todo, fuera del la vista de curiosos. Ana dijo que esperaríamos hasta que tuviera alguna señal para ir a la costa. Hicimos un fuego y nos quedamos casi una hora sentados, formando un círculo, hablando en voz baja y haciendo algunos ejercicios de relajación. Cada tanto se oía el motor de algún auto a lo lejos, pero el silencio de la noche era cada vez más profundo. Cerca de la una, Ana se levantó y nos indicó a Mer y a mi que la siguiéramos. Juan y Tere se quedaron junto al fogón. Se prepararon para acostarse en la arena, envueltos en unas mantas, mirando el cielo. Caminamos unos treinta metros, directo hacia la playa y nos sentamos en la arena, frente al mar, no muy lejos del agua. Ana en el centro, yo a su derecha y Mer a su izquierda, separados varios metros unos de otros. Nos fuimos relajando y haciendo nuestros ejercicios de respiración, con las manos sobre las rodillas, las palmas abiertas hacia arriba, como tantas veces
Texto Dano Foto Diana Martinez Llaser
lo habíamos hecho. Ana dijo que le habían confirmado que estábamos en el lugar correcto, y que acudirían al encuentro como estaba planeado. Solo debíamos permanecer ahí y ellos harían el resto. Luego de realizar nuestros rituales de protección, nos quedamos en silencio. Me dispuse a disfrutar de la inmensidad de la noche. Sentía una gran paz, estaba relajado y una agradable energía circulaba por mi cuerpo. Frente a mi, la fuerza del mar. Muy lejos se veían algunas luces, a cada lado, de alguna casa sobre la costa, y justo enfrente, lo que parecía ser el resplandor de lo que según supuse, sería alguna ciudad uruguaya. También veía cada tanto algún barco pasar frente a nosotros. Pasó media hora o un poco más. Nadie hablaba. Algo cambió en el aire, no podía decir qué, pero mi instinto me dio una señal de alerta. Miré a Ana y a pesar de la oscuridad, pude ver que asentía con la cabeza. Al otro lado, más lejos, la sombra de Mer permanecía inmóvil. El silencio y la oscuridad se hicieron más profundos. Algo indefinido atrajo mi atención, a la altura del horizonte, sobre la línea del mar. No pude
Texto Dano Foto Diana Martinez Llaser
distinguir nada al principio, pero seguí mirando hacia ese punto. Sin que pudiera decir cuándo comenzó, vi que en el cielo se estaban formando unas líneas que salían en forma radial desde el punto en que yo miraba, y se expandían hacia arriba ocupando todo mi campo visual. La imagen de la antigua bandera de guerra japonesa vino a mi mente, con sus rayos blancos y rojos. En este caso, los rayos se marcaban, cada vez más nítidos, en sectores o bandas donde se veía la noche estrellada, como los veía antes, intercalados con sectores en los que la oscuridad era casi completa, o con una concentración de estrellas menor. Lo más extraño era la la forma abrupta y perfectamente recta en que los campos se separaban entre si, y cómo el efecto en conjunto parecía ser causado por algo situado en el centro del horizonte, justo al frente y desde donde esos rayos se irradiaban, como saliendo desde abajo del mar. El efecto era similar al de los rayos del sol naciente, solo que faltaba mucho para el amanecer, ya que serían la una y media de la mañana. En todo el cielo se alternaban esas franjas, unas eran totalmente luminosas con millones de estrellas de fondo, y en las otras, la ausencia casi total de estrellas y el negro profundo de la noche. Como si un gigantesco faro enviara haces de estrellas en lugar de solamente luz. Todo era muy estático. Pensé que el resto del mundo tendría que estar viendo eso sin problema. No había imaginado nunca que algo tan hermoso fuera posible. Luego de varios minutos, la parte de claridad en el cielo comenzó a debilitarse. En toda la extensión del firmamento se formaba, en forma simultánea, una densa capa de nubes donde antes estaba despejado. Todas las estrellas desaparecieron en pocos segundos, con nubes oscuras que se formaron abruptamente de la nada. Ana se paró en ese momento, elevando los brazos con las manos hacia el cielo. Automáticamente y sin pensar, Mer y yo la imitamos. Ya no quedaba ni una sola luz a la vista. Una niebla cubrió el suelo. Sentí un zumbido bajo pero muy penetrante. No lo sentía directamente con los oídos, sino que lo percibía en toda la cabeza como si esta hiciera de
caja de resonancia. Sentía calor en la zona de arriba y detrás de mi oreja, sobre el lado izquierdo. No intenté moverme, y tuve sin embargo la sensación de que no hubiera podido hacerlo por más que hubiera querido. Pasaron unos diez o quince minutos, siempre con los brazos en alto, con el zumbido y el calor en mi cabeza volviéndose cada vez más penetrantes. Cerré los ojos. Una fuerte energía parecía descender sobre nosotros, la sentía en las palmas de las manos principalmente, pero como rebalsando y cayendo también por el resto del cuerpo. Algo me quemaba en la cabeza, empezaba a sentir dolor, la sensación se extendía por el cuero cabelludo. Sin embargo sentía el frío de la noche en el resto del cuerpo. Luego el zumbido se hizo más débil, y dejé de sentir dolor puntual, aunque toda la zona estaba muy sensible. Bajó la intensidad de la energía, y recién ahí pude bajar los brazos. Vi como Ana y Mer hacían lo mismo. Lentamente me recosté sobre la arena, boca arriba, con brazos y piernas completamente extendidos. Sentía que nada malo había pasado, pero estaba completamente cansado y sin energía, incapaz de mover un solo músculo. La sensibilidad en la cabeza era tal que apenas podía apoyarla, afortunadamente la zona más sensible había quedado casi en el aire, al apoyar mi nuca sobre una ondulación en la arena al recostarme. Sabía que tenía que permanecer tranquilo hasta recobrar las fuerzas. Abrí los ojos. El cielo cubierto por espesos nubarrones oscuros ocupaba todo mi campo visual. Unos segundo después, sin que yo me moviera, directamente sobre mi comienza a abrirse un circulo entre las nubes, donde aparece el negro más profundo de la noche, sin nubes, dejando directamente una parte del espacio a la vista. Dentro de ese espacio, había solamente tres estrellas visibles, muy juntas. Por su brillo y tamaño parecían estrellas comunes, aunque me pareció que eran muy blancas. Seguramente por el contraste con el fondo completamente oscuro del resto del cielo, pensé. También me llamó la atención que se veían completamente circulares, con los bordes nítidos, no difusos o titilando, como normalmente veía siempre a las estrellas.
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Las tres estrellas se movían. Pensé que era normal verlas desplazarse, seguramente a causa del movimiento de la tierra, tendría que tener la impresión de que cruzan el cielo. Una de ellas se ocultó detrás de las nubes, saliendo del espacio o ventana en donde yo las veía. Esta especie de ventana, sin embargo, permanecía, según mi parecer, siempre del mismo tamaño, y siempre en el mismo lugar, inmóvil. Dos estrellas nuevas, iguales a las demás, aparecieron por el lado opuesto al que se había ido la anterior. Aunque no me diera cuenta, supuse que las nubes también se deberían estar moviendo, también por causa del viento, pero no se notaba. Yo no me movía tampoco, ni mis ojos ni mi cabeza. Fijé la vista en una de las cuatro estrellas, la que estaba en el centro de mi campo de visión. Como respondiendo a esta acción, la estrella comenzó a vibrar con más intensidad, como si bailara, dando rápidos saltos en todas direcciones. Fui repitiendo lo mismo con las otras, y la estrella que elegía empezaba a bailar con más fuerza, mientras las otras permanecían estáticas. Una sensación de alegría me invadió y comencé a reír. Las estrellas bailaban para mi. Sabía que eso era imposible, recordé haber leído que si se observa un punto luminoso en la oscuridad, por más que esté fijo, da la impresión ilusoria de que se mueve, al no tener un punto de referencia, y además a causa del movimiento de los propios ojos. Pero decidí que no iba a dejar que ese conocimiento arruinara mi show. Como respuesta a esto, el hueco o ventana se abrió un poco más, agrandándose. Tres estrellas nuevas saltaron dentro. Entonces todas comenzar a bailar al mismo tiempo, pero no siguiendo el mismo patrón de movimiento, sino que cada una lo hacía a su velocidad y en su propia dirección, en forma independiente de las demás. Me quedé mirando, sin intentar buscar ninguna explicación. Perdí la noción del tiempo, pasaron varios minutos. Una sensación de saludo, agradecimiento y despedida, se fue apoderando de mi. El movimiento de las estrellas se fue haciendo más lento, hasta que todas quedaron inmóviles. Tan rápidamente
como cuando se habían formado, las nubes del cielo se empezaron a disolver. Primero aparecieron otras ventanas, que a su vez se hacían cada vez más grandes, pero las nubes se disolvían incluso antes de que las ventanas llegaran a juntarse. En pocos segundos, todo estaba nuevamente despejado, el fondo estrellado del cielo era igual al que habíamos visto cuando llegamos. Pero todavía podía distinguir claramente en el cielo, a las siete estrellas que había visto danzar en la ventana de nubes, y a las que había saludado. Eran distintas del resto, aunque no sabía decir porqué. Tuve la sensación de que para cualquier persona que mirara ahora el cielo, esas serían iguales a cualquier otra, y que solo yo las podía reconocer. Y que eran distintas solo para mi, mientras las siguiera mirando. Volví a despedirme de ellas. Escuché que mis compañeras se acercaban. Lentamente me puse de pié. La sensación de dolor en el cuero cabelludo se hizo más fuerte, al intentar tocarme, sentí como si tuviera la piel quemada. Luego el dolor se fue pasando, y la piel estaba normal. Ana y Mer estaban muy alegres, los tres comenzamos a hablar y comentar lo que habíamos visto. Mientras nos dirigíamos hacia donde estaban Juan y Tere, escuchamos sus voces y vimos que llegaban en la oscuridad, hablando entusiasmados igual que nosotros. Nos fuimos dando cuenta que todos habíamos visto practicamente mismo, con la diferencia que Juan y Tere, al estar juntos, habían podido ir comentando lo que veían mientras sucedía. Los rayos en el cielo, las nubes y las estrellas. Y las mismas sensaciones internas, o muy similares. Pensé que si yo me había dormido y soñado todo, era muy poco probable que todos hubiéramos soñado lo mismo. Volvimos al campamento y avivamos el fuego. Ana nos dio su versión y explicación de lo que había sucedido. Cuando terminó de hablar, nos quedamos cada uno con nuestros propios pensamientos. Luego de un rato le pregunté si se esto se podía contar. Ana estaba meditando con los ojos cerrados. Abrió los ojos, me miró durante un rato. Y sonrió. FIN
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