Caracas 1989
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CARACAS 1989 Otra época, el mismo lugar. El sol termina su faena, ocultándose en el horizonte, al oeste de Caracas, una cobija de estrellas va arropando con lentitud el valle de la ciudad, parecía otra noche más, es el atardecer del 27 de Febrero de 1989. Un joven observa el montaje del espectáculo desde la azotea de su casa, en lo alto de una zona popular, sus ojos fijos en el tráfico de la avenida, cubierta su cabeza con un intranquilo sudor frío; sus oídos saturados de un silencio ensordecedor, punzante, de alta frecuencia, capaz de hacer doler los tímpanos; su cuerpo y brazos tensos, apoyados en el pretil. En la calle, la gente ansiosa de llegar a sus hogares. Con la escena montada, sólo faltaba levantar el telón para que entraran los actores: Así comenzó la demencia colectiva, expandiéndose como fuego abrasador sobre Caracas, como la letra de aquella famosa canción: “voy de Petare, rumbo a La Pastora”, pero sin la misma candidez. Lo que comenzó como una escaramuza aislada frente al abasto de un vecino, continuó como una avalancha de personas bajando por las calles llevándose todo a su paso. El joven miraba desconcertado, sin entender por qué robaban los negocios de alimentos de sus propios vecinos con todo lo que hubiera, fuera comida o no. Mas allí no acabó todo: sin esperar tiempo, se ensañaron contra los establecimientos comerciales de cualquier tipo: la gente corría con muebles, artefactos y enseres variados; se arrebataban entre ellos mismos los premios del saqueo, algunas casas fueron invadidas para “hacer justicia” contra los “opresores y especuladores” que vivían allí; todo estaba fuera de control. El joven estaba consternado, sin refugio en la Tierra, hacía rato que se había escondido en su mente: no estaba en el presente, estaba buscando el futuro, su futuro soñado. De pronto se despertó allí, caminando en la calle, después de las siete de la noche sin peligro de convertirse en cadáver, no hay noticias de asesinatos, no registran ochenta personas muertas en un fin de semana de guerra, esas cosas no ocurren. Esa mañana del futuro, el valle de Caracas fue bendecido con una hermosa lluvia, sin temor a deslaves o inundaciones. La ciudad está rodeada por un cinturón de parques y jardines, no de miseria. A lo largo de la ciudad se encuentran fascinantes espacios para el crecimiento personal y aprendizaje. Los niños corren alegres por las plazas. Lamentablemente, ese futuro pertenece solo a la mente de aquel joven, es su refugio, su guarida, sin embargo, su presente es otro: 1989 es otra época. El año en que murió el país que conocíamos. David Alexander Garrido Michalczuk
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Un anciano de talla pequeña, algo encorvado, subió a la azotea, apoyado en su bastón, buscando a su nieto. Con algo de esfuerzo le vio entre la sombra nocturna: impasible, de pie con la mirada perdida en las estrellas. El nieto se había ganado la admiración de su abuelo: con 25 años, ya era un hombre completo, graduado universitario y con su propio negocio a unas cuadras de la casa. “Demasiado hombre para este país”, era lo que pensaba el anciano, en múltiples oportunidades le había aconsejado irse a otro lugar “mejor”. —Hijo, ¿otra vez soñando?— El joven no sintió la presencia de su abuelo, quien lo trajo de vuelta al presente pasando cariñosamente la mano en su espalda—. Regresa acá, a NUESTRA realidad, NUNCA estaremos en la Venezuela que sueñas, ese futuro no nos pertenece. Mira eso —enseñó el valle extendiendo su bastón de un lado a otro—, aquí la gente se mata unos a otros por una licuadora ¡Ni siquiera por un trozo de pan! ¡Mira cómo se llevan las neveras del negocio! Como si fueran a hacer algo con ellas en su casa, ¡Miseria es lo que hay en nuestras almas! >>Las potencias, grupos económicos y nuestros políticos hacen sus experimentos con nosotros, nos engañan porque nos gusta ser engañados, este país prefiere vivir como… eso que tú llamas, cómo es que era... —hizo una pausa forzada para buscar las palabras en su mente— ¡Ah ya recuerdo! ¡eso mismo!: malandros y jíbaros, en todos lados hay de eso ¡no te miento! están bajando para destruir la obra de sus propios compatriotas responsables y trabajadores, sus hermanos, como tú y yo, no hay esperanza para un pueblo así, cerciórate por ti mismo. Esto es nefasto. >>Nuestro país es el reflejo de esta ciudad: roja, ya no por los famosos techos sino por las horripilantes paredes desnudas de los ranchos; cochina, inmunda, contaminada y
leprosa, surcada por intrincados callejones de muerte, hambrienta,
pobre, corrupta, llena de vandalismo, hedionda y en los estertores de la muerte. ¡No tiene salvación! El joven volteó la mirada hacia su abuelo, en sus ojos aún había un rayo de esperanza, estaba claro de lo que veía en el presente pero no estaba seguro de ver eso en el futuro, el abuelo le reprochó con una sentencia firme: —Además ¡Ya la gente buena del país se murió! El joven frunció el ceño con sarcasmo y se miró a sí mismo y luego mordazmente a su abuelo, como en busca de una prueba y el viejo comprendió, por lo que tuvo que agregar con resignación: —Bueno, aún quedamos unos pocos... pero ¡ deberían protegernos porque somos especie en extinción! Allí permanecieron, mirando el desarrollo de la tragedia griega que unos siniestros guionistas maquiavélicos prepararon con anticipación. A lo largo de la historia, la humanidad ha usado la excusa del hambre para cometer crímenes que nunca resuelven el problema; esa noche las Hordas del Terror apelarían nuevamente a esa excusa para saquear, robar, quemar, destruir muchos David Alexander Garrido Michalczuk
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negocios, y arruinar las vidas honradas que se le antojasen, incluidos el joven y su abuelo, quitaron del paso todo aquello que se opusiera a su régimen de maldad, crimen y terror. Si pudiéramos tomar una instantánea desde arriba y captar toda la información en esa foto, nuestra terrible realidad se vería como un cuadro surrealista. En esa imagen el abuelo parece tener razón, no hay esperanza real en las zonas marginales de la ciudad; los barrios vestidos miserablemente con ladrillo, madera y zinc, bautizados despectivamente como “el oeste”, parecen hacer honor a la figura de ocaso. Una marginalidad comprobada, no en la pobre infraestructura del barrio, sino en la forma de pensar de sus habitantes. Como se dice en palabras de la gente del “este” de Caracas: “El cerro lo llevan sembrado en la cabeza”. Dos días duró esa noche de horror, después, cuando al fin el sol de calma estiraba sus luminosos brazos nuevamente por el este caraqueño del primero de marzo, el cielo vestido de liquiliqui azul claro con botones de nube, vio su traje manchado con imponentes columnas de humo, derechas, erguidas, que subían al cielo, siempre rectas, como si fuesen de acero y no de humo, como si el viento no soplase en ellas, pero solo pocos nos dimos cuenta de las columnas. Quienes las vieron sabían lo que eran: testimonios aterradores, lápidas que gritaban el dolor de aquellos que no alcanzaron la absolución que buscaban, eran el clamor de las víctimas que no tuvieron la culpa de lo que pasaba, sin embargo, fueron pesados, medidos y encontrados fallos, injustamente. Nadie sintió pena por ellos, ni vieron el sufrimiento del tremendo peso sobre ellos, solo nos dimos cuenta aquellos que vimos las columnas esa mañana. Curiosamente, muchos lloraban a los ladrones muertos, pero pocos lloraron a las verdaderas víctimas, la paradoja de una ciudad condenada. Esa larga noche de dos días, se abrieron las puertas que liberaron los más espantosos demonios en el alma de Caracas y por ende, de Venezuela. El Ejército del Infierno se regó como un virus, como un río indetenible, propagándose como un cáncer en metástasis, por toda la ciudad, por todo el país, clavando a su paso esas columnas de acero, convirtiendo el lugar en una zona maldita, contaminada, infectada y repleta de suciedad, tanto física como moral, Y así la Venezuela que nació esa noche de parto, eligió otro tipo de vida, ese monstruo se enquistó en el alma de muchos, consumidos en el humo, fuego, enfermedad, hambre y miseria, mucha miseria. El tipo de vida que desearon porque en ningún momento se esforzaron en salir de allí y que sin misericordia quieren imponer a los demás. Y ellos le enseñaron al caraqueño a salir de abajo a costillas de otros, destruyendo el trabajo de los que quieren una Venezuela más grande, bonita y mejor. David Alexander Garrido Michalczuk
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Fue ante este funesto escenario que se despertó el joven, en la azotea de su casa, en lo alto de una zona popular, con los rayos del sol lastimando sus ojos, bañada su cabeza en la sangre seca de la herida que le abrieron, con unas costillas quebradas y con su abuelo muerto entre sus brazos: los demonios de las Hordas del Terror también entraron a su casa y les arrebataron su futuro a ellos, por más que lucharon con valor y honor. Desde allí, sentado en el piso, también vio las columnas sobre la ciudad, justo sobre él había una. Allí vio el amanecer de una nueva Caracas irreconocible, a su alrededor todo destrozado, y las lágrimas no se contuvieron en sus ojos, acercó el cuerpo frío de su abuelo a su pecho y lloró amargamente; por primera vez sintió que su nueva Venezuela, su “Venezuela del Mañana” con un nuevo “oeste” donde el medio ambiente y el hombre consiguieran una empatía total, un paraíso integrado con el “este”, sin más divisiones, una sola Caracas, su amada Caracas, se desmoronaba, se alejaba de él y su abuelo jamás podría verla. Y por primera vez creyó en las palabras que su abuelo decía: “Este es el castigo merecido por una sociedad que no supo aprovechar su oportunidad o solo la vida en una.... Dimensión Desconocida.”
David Alexander Garrido Michalczuk