Justificación por gracia mediante la Fe

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Justificaci贸n por gracia mediante la fe Recopilaci贸n por el Dr. Loron Wade Dise帽o de portada: Her van Dav Diagramaci贸n: Her van Dav Octubre 2011


CONTENIDO SECCIÓN I: TEOLOGÍA BÍBLICA DE LA JUSTIFICACIÓN ....................................6 Justificación: obra de la gracia divina La justificacion

Por el Dr. Raoul Déderen ...................6

Por Hans K. LaRondelle

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SECCIÓN II: JUSTIFICACIÓN Y LA REFORMA PROTESTANTE.......................... 21 la Confesion de Augsburgo (1530) ................................................................... 21 el Concilio de Trento ..................................................................................... 23 Selección del libro Teologia protestante Por José Ma. Gómez-Heras ................... 25

SECCIÓN III: JUSTIFICACIÓN Y LA IGLESIA ADVENTISTA .............................. 33 Para que nadie se gloríe Por Loron Wade ...................................................... 33 Cristo y su justicia Por E. J. Waggoner ..................................................... 42 Nuestra Justicia Por Urías Smith

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Las buenas nuevas: Por E. J. Waggoner ......................................................... 49 “Simul Justus et Peccator” Por Loron Wade

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"esto es justificación por la fe” Por Elena G. de White

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Ideas confusas acerca de la justificación Por Elena G. de White ..................... 58

SECCION IV: JUSTIFICACIÓN EN LA APROXIMACIÓN ECUMÉNICA Entre católicos y protestantes .................................................................... 67 Evangélicos y católicos unidos: el don de la salvación ..................................... 67 Declaracion Conjunta de la Federacion Luterana Mundial y el Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos ...................................... 72 Justificación y el Movimiento Ecuménico Por el Cardenal Avery Dulles ............. 84


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SECCIÓN I: TEOLOGÍA BÍBLICA DE LA JUSTIFICACIÓN

JUSTIFICACIÓN: OBRA DE LA GRACIA DIVINA Por el Dr. Raoul Déderen Entre los misterios cristianos, ninguno es más importante para nuestra vida personal que la doctrina comúnmente llamada Justificación por gracia, mediante la fe en nuestro Señor Jesucristo. Esta doctrina constituye el corazón del cristianismo, y describe ampliamente el trato de Dios para con cada ser humano en lo más profundo del alma. Aquí se muestra la vida en toda su extensión: las doctrinas de la elección y el libre albedrío y el llamamiento divino; la obra redentora de Cristo, el Dios-hombre, que hace de la justificación la obra de la gracia divina; y el perdón del pecado y la sanidad del hombre pecador, por medio del don precioso del amor divino. La palabra “gracia” tiene muchos significados. Puede ser sinónimo de “hermosura”, de “fuerza atractiva”, de lo que “gusta y deleita”, como también de “gratitud”, todos ellos se anticipan en el griego clásico y el koiné. En la teología el significado del término es más preciso. En primer lugar, es un don de Dios; no cualquier don, sino la vida en sí. Es un beneficio otorgado por los méritos de Jesucristo y, sobre todo, es Dios revelándose a sí mismo al hombre e invitándolo a restablecer una relación de compañerismo con su Creador. Esta gracia es necesaria si el pecador ha de obtener la vida eterna. La justificación por gracia, mediante la fe, es el corazón del mensaje cristiano. La gracia fue el tema central de la reforma del siglo XVI

Fundamentos bíblicos En las Escrituras, el significado de la Justificación es bien claro. En el Antiguo Testamento “justificación” tiene un sentido jurídico y forense. El verbo sádaq significa “ser justo” o “estar sin culpa”, en el sentido jurídico de estar en armonía con la ley. La forma causativa, hisdiq significa “justificar” en el sentido de obtener justicia o vindicación ante un tribunal para una persona acusada injustamente (Éxo. 23:7; Deut. 25:1; Prov.17:15; Jer. 3:11; Eze. 16:50, 51). El énfasis del término hebreo es esencialmente liberativo, por cuanto denota la declaración jurídica de inocencia forense, es decir, inocencia que implica una relación con un juicio más bien que con un modo de ser. La persona es reconocida o contada, o bien declarada estar justificada, ser justa. En el Nuevo Testamento, el verbo dikaioo, generalmente significa “declarar justa a una persona”; más específicamente, declarar que las demandas de la ley de Dios como una condición de vida, quedan plenamente satisfechas en relación a determinada persona

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(Hech. 13:39, Rom. 5: 18, 19; 8:30, 31). Un hombre es llamado dikaiós (justo, justificado) cuando, en el juicio de Dios, su relación con la ley es lo que debiera ser (Mat. 1: 19; Hech.10:22). Así, Jesucristo es el justo (Sant. 5:6) que murió por los “injustos” (1 Ped. 3: 18), de modo que “como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos fueron constituidos justos” (Rom. 5: 19). La condición resultante, o justificación, se expresa por la palabra dikaiosune: justicia por una declaración jurídica. La palabra puede incluir la idea de que la persona justificada es buena, pero sólo por causa de su relación jurídica con Dios. Ésta es considerada y declarada justa por Dios. Somos, afirma Pablo con regocijo, “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. 3: 24). “Y esta justificación debe ser recibida por medio de la fe” (vers. 25; compárese con Romanos 3:28, 30; 5:1; Gálatas 2: 16; Filipenses 3:9); la fe es el instrumento por medio del cual nos apropiamos de Cristo y su justicia.

Eventos posteriores que afectaron esta doctrina Con el paso de los años, sin embargo, este sentido forense de la justificación gradualmente se perdió. La historia muestra que los cristianos no siempre distinguieron cuidadosamente entre justificación, como un acto legal y el proceso de renovación, llamado santificación. Desde una época muy temprana los padres griegos de la iglesia (con ciertos matices que no se pueden tratar aquí) anticiparon las ideas principales que iban a caracterizar la teología de la gracia y de la justificación. El concepto de la divinización, que hace énfasis en la unidad de los redimidos con la vida de Cristo en nosotros, y el concepto de la libertad cristiana, por medio de la cual el hombre se renueva y crece a la imagen de Dios, se convertirían en los dos polos alrededor de los cuales giraría la doctrina de la justificación. De tiempo en tiempo ciertos aspectos de cada tema fueron oscurecidos o se los destacó tanto que han sido distorsionados. Un ejemplo de esto es la confusión que existe entre justificación, como un acto legal, y el proceso moral de la santificación. Esta aberración continuó hasta la Edad Media y, gradualmente, adquirió un carácter doctrinal. El enfoque pastoral y práctico de los padres primitivos, así como el énfasis de Agustín sobre la justificación, como remisión gratuita de los pecados, preparó el camino para una teología especulativa y escolástica. Bajo la influencia de la filosofía aristotélica, los escolásticos medievales llegaron a distinguir entre los aspectos “negativos” y “positivos” de la justificación, es decir, entre la remisión del pecado y la infusión de la gracia. El cristiano justificado ya no era simplemente “declarado” justo o “considerado” legalmente como si fuera justo, sino que por medio de la infusión de la gracia divina era realmente justo y había sido hecho justo. De este modo la justificación se trataba de un cambio en el interior del hombre.

Santo Tomás de Aquino El ilustre teólogo católico Santo Tomás de Aquino (m.1274) estableció la misma distinción y mostró la “conexión orgánica y necesaria entre la remisión del pecado y la infusión de la gracia.” Dos siglos más tarde, en la víspera de la reforma, la doctrina católico ro-

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mana sobre gracia y justificación, había tomado una forma bien definida. Bajo la influencia de Tomás, el catolicismo romano llegó a considerar que la justificación equivale no sólo a la remisión de pecados, sino a una renovación, una transformación del hombre interior. Los pecados del individuo no sólo no le eran imputados, sino que se le quitaban de su naturaleza. El hombre justificado es el que ha sido transformado, ha pasado de un estado de pecado a un estado de gracia infusa. Con la lógica que siempre lo caracterizaba, Tomás enseñaba que la introducción del nuevo estado de gracia determina la cesación del estado anterior de pecado. El hombre justificado, pues, no es simplemente considerado como si fuera justo; es justo. No en el sentido forense, sino en su fuero íntimo. Más que esto, siendo que la justificación no es solamente remisión del pecado, sino también una transformación interior, es una experiencia continua y siempre inconclusa, y susceptible de aumentar y que, de hecho, debe ser aumentada mediante las buenas obras del hombre y su cooperación con Dios.

La reforma protestante Lutero y los demás reformadores reaccionaron enérgicamente contra esta teología de la justificación. Ellos denunciaron su énfasis en buscar la santidad a través de las obras. Específicamente dirigida contra el énfasis exagerado en las buenas obras, su doctrina reformada sobre la justificación enseñaba la corrupción radical del hombre a raíz del pecado cometido por Adán al principio de la historia humana, corrupción que contamina las buenas obras. Los hombres justificados todavía son hombres caídos; siguen siendo pecadores, pero son contados como justos merced a la expiación de Cristo. La justicia de Dios (Rom. 1: 17) acredita la obra redentora de Cristo al creyente (Rom. 3:22), sin obras de su parte. Así, la justificación del hombre no es, de ninguna manera su propia hazaña, sino solamente obra de Dios. El ser humano, en sentido legal o forense, es declarado justo. Es incapaz de hacer alguna cosa que lo convierta en justo. Lo único que puede hacer es reposar en fe y confianza sobre Cristo, su Salvador. A la par con su énfasis en justificación por la fe, Calvino también hizo hincapié en la transformación obrada en el hombre por el arrepentimiento y el nuevo nacimiento. En otras palabras, las buenas obras se producen como fruto de la justificación, aunque no son su causa ni tienen meritos de ninguna clase.

La respuesta católica a Lutero y Calvino Los abarcantes decretos de Trento en relación al pecado original y la justificación (Denz 1520-1583) fueron la respuesta católica a la teología de la gracia enseñada por Lutero y Calvino. El concilio rechazó el concepto de la justificación extrínseca y forense, y mantuvo la posición de que el hombre es justificado por la justicia interior, producida por el Espíritu Santo, como se indica en los tres puntos que dan a continuación: 1- Justificación implica la remisión real de los pecados (Denz, 1561) y no meramente que éstos no sean imputados para castigo (Cp. Denz, 1561). 2- Esto implica, necesariamente, la “santificación y renovación del hombre pecador” por la infusión de la gracia (Denz, 1528), es decir, una transformación ontológica y radical

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del hombre, una nueva realidad objetiva, sin tomar en cuenta si esto se manifiesta o no en el nivel psicológico (Cp. Denz, 1533, 1562-1565). 3- La necesidad de que el hombre acepte voluntariamente la gracia, su voluntaria cooperación en la justificación, como también en la preparación para recibirla (Cp. Denz, 1526). Aunque el concilio trató, además, con otros aspectos del tema, estos tres puntos doctrinales constituyen la base dogmática principal de su teología sobre la justificación. Los padres conciliares, aparentemente, destacaron estos puntos porque, a su juicio, la enseñanza de los reformadores tendía a negar o cuando menos, amenazaba, la enseñanza católica de una transformación interior que sucede cuando Dios justifica al pecador. Y como a menudo ocurre, después de una decisión conciliar, lo que se propagó como una respuesta a un problema en particular, llegó a ser, en la teología católica posterior, el elemento principal de todo el tratado sobre gracia y justificación. De ahí que los teólogos católicos empezaron a desarrollar varios aspectos de lo que ellos llamaron gracia santificadora, siendo ésta una gracia infusa, dada por Dios, que hace al hombre justo a la vista de Dios y lo exalta hasta alcanzar un destino sobrenatural. A esto se le llama algunas veces gracia habitual, porque debe llegar a ser una condición permanente del alma. Esta gracia habitual es aún más indispensable, en vista de que la justificación se considera progresiva y no instantánea. Es un proceso que “nunca se termina en esta vida”. Por otra parte, el énfasis de Trento en la cooperación espontánea o voluntaria del hombre con la gracia para su justificación, dio lugar a otro concepto no menos exagerado llamado la gracia efectiva. Las gracias efectivas llegan al hombre sin ningún mérito de su parte. Son impulsos divinos que los llevan a juzgar lo que es justo y correcto, y hacer lo que es bueno. Las gracias efectivas se otorgan, ya sea para preparar el camino para la justificación, como para preservar la gracia santificadora, o bien para aumentarla. Con anterioridad, el Concilio de Trento había subrayado enfáticamente la necesidad de estas gracias (Denz, 238,239; 373-380). Es verdad que la gracia de Dios hace “la mayor parte del trabajo”, según señala L. F. Trese, pero Dios requiere la cooperación del individuo. El hombre colabora, efectivamente, mediante su libre albedrío en la obra de su propia justificación. De esta manera, “con la gracia de Cristo, él se amerita su galardón final” que es la vida eterna, aunque en cierto sentido, tales obras son la obra de Dios en nosotros. Con todo, no hay certidumbre en cuanto a si uno ha sido justificado o no. Puesto que la justificación de un hombre sigue siendo imperfecta y en cierto sentido precaria hasta el fin de la vida, ningún creyente puede saber “con certidumbre de fe… que él ha obtenido la gracia de Dios” (Denz, 1534).

¿En qué estriba la diferencia? Lo que se ha señalado hasta aquí, aunque en ciertos aspectos muy escuetamente, pone las bases para hacer tres importantes observaciones. Las mismas nos permitirán discernir más claramente en qué estriba la diferencia real entre las dos posiciones. En primer lugar, es importante notar, que tanto la Iglesia Católico Romana como los reformadores declararon que el hombre es justificado por la gracia de Dios. Hace cuatrocientos años el Concilio de Trento afirmó que “si alguno dijere que el hombre puede ser justificado delante de Dios por sus propias obras, ora por las que realiza por sus propios pode-

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res naturales, ora por la enseñanza de la ley, sea anatema”. Tal vez esto puede parecer sorprendente para muchos que han pensando que la doctrina católica es exclusivamente de justificación por las obras. Pero, en la misma sesión del 14 de enero de 1547, el concilio agregó que “si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza en la misericordia divina que perdona los pecados por causa de Cristo, o que por medio de esta confianza sola, somos justificados, sea anatema”. No cabe duda que, a pesar de la doctrina de los reformadores sobre justificación por gracia mediante la fe sola, la interpretación católico romana tradicional de los derechos tridentinos, ha sido de justificación por fe y obras. En segundo lugar, notamos que aunque la Iglesia Católica ha elevado a un plano oficial los conceptos de la gracia y la justificación, ella a menudo emplea estos términos en un sentido que, difiere grandemente de las connotaciones bíblicas. Presentan la justificación, como refiriéndose a la obra de Dios en el hombre. Ésta, en consecuencia, llega a ser casi sinónimo de la santificación; designa un proceso de una justificación adquirida paulatinamente por el creyente, y ya no se refiere, como en los escritos paulinos, a una declaración absolutoria. No es mi intención sugerir que en su concepto de la gracia la Iglesia de Roma desconoce por completo la idea de un veredicto favorable y del perdón del pecado, tales como se mencionan en las Escrituras. Es más, ella los considera fundamentales en los sacramentos del bautismo y de la penitencia. En este asunto, sin embargo, un cambio en el énfasis ha conducido a un cambio radical en los conceptos fundamentales de fe, justificación y santificación. En la doctrina católica no es la justificación la que ocupa el lugar central en la vida cristiana, sino la santificación. Lo que constituye el fundamento y el corazón de una vida de fe es tratado como si fuera sólo su preámbulo. Y la santificación llega a ser el centro de todos los pensamientos del cristiano. Finalmente, este punto de vista también ha modificado, en forma radical, el contenido y la función de la fe. En el catolicismo romano tradicional, la fe es primordialmente un asentimiento mental; “consiste en una creencia firme en todas las verdades reveladas", tiene su asiento en la mente; mientras que los reformadores, consideran que la fe es fiducia, confianza, y que tiene su asiento en la voluntad. Repito, este hecho no implica que la doctrina católico romana carezca totalmente del concepto bíblico de la fe, sino más bien, que el concepto ha perdido mucho de su riqueza. La fe es meramente el asentimiento a la verdad, y cuando más, el principio del amor, pero de ninguna manera el primer paso, o un acto preparatorio que abre el camino a la experiencia cristiana. Y en la medida en que la naturaleza propia de la fe como confianza es relegada a un segundo plano, ésta llega a ser uno de los actos propios del creyente justificado; otra obra meritoria más.

Un asunto de vital importancia Sería difícil considerar que semejante modificación de énfasis pudiera ser un asunto de menor importancia. En la misma medida en que se niega la función fundamental de la obra realizada por Jesús en nuestro favor y la justificación que esto produce, la fe pierde su fundamento inmutable; y al ser desarraigada, se encuentra separada de la fuente en que habría encontrado gozo y seguridad.

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Asimismo, la justificación es considerada la obra de Dios en nosotros y no por nosotros, la atención del creyente se aparta de la sola gracia y se concentra en el hombre, cuya cooperación se considera meritoria. En lugar de renunciar a las propias obras y reposar y confiar exclusivamente en la obra de Dios, la fe viene a ser no otra cosa que una buena obra de parte del hombre. De ahí que la vida de un individuo llega a ser sólo un constante esfuerzo, y aunque se admite en principio la realidad de la gracia gratuita, ésta no es más que un viaje hacia la casa de esclavitud, ya que se le priva al cristiano de toda seguridad de salvación. También llega a ser imposible lograr una experiencia genuina de santificación, porque ésta puede ocurrir únicamente como fruto de nuestro gozo y gratitud por la misericordia incondicional que Dios nos muestra, gracias a la obra redentora de Cristo. La infidelidad hacia las Escrituras que se ha establecido tan firmemente en la interpretación católico romana de la justificación por gracia es, eminentemente, una calumnia contra el verdadero carácter de Dios y su gracia, y ha traído como consecuencia el descorazonamiento de muchos de los que luchan diariamente contra el pecado. ______________________

El Doctor Raoul Déderen es profesor emérito del Seminario Adventista del Séptimo Día, Andrews University. Berreen Springs, Michigan. Este artículo ha sido tomado de la revista Ministry, marzo de 1978.

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LA JUSTIFICACION Por Hans K. LaRondelle Texto: Romanos 1: 15, 17; 3: 19-31:

“Así en cuanto a mí estoy ansioso de anunciaros

el evangelio también a vosotros que estáis en Roma. Porque en el evangelio la justicia que viene de Dios se revela de fe en fe, como está escrito: ‘El justo vivirá por la fe’”. “Pero sabemos que todo lo que dice la Ley, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca se cierre, y todo el mundo sienta su culpa ante Dios. Porque por las obras de la Ley ninguno será justificado ante él; porque por la Ley se alcanza el conocimiento del pecado. Pero ahora, aparte de toda ley, la justicia de Dios se ha manifestado respaldada por la Ley y los Profetas”. Estos son los pasajes de las Escrituras que le brindaron, finalmente, a Lutero una profunda sensación de libertad en su ansiosa búsqueda de la salvación, y fueron el grito de batalla del gran movimiento de reforma del siglo XVI. Constituyen, además, la brújula invariable de todo protestante bien informado, y la esencia del Mensaje de los Tres Ángeles. Por medio de estos versículos podemos ver cómo la ley y el evangelio difieren en sus funciones opuestas de requerimiento y regalo, de condenación y justificación; sin embargo, ambos están integrados al plan de Dios con un mismo propósito: Para que el hombre pueda caminar nuevamente con Dios, como un hijo obediente que confía en la voluntad de su Padre. Pero para confiar en Dios, debemos conocer el evangelio en forma inteligente, y no de una manera vaga o sentimental. El gran evangelista Jorge Whitefield le preguntó en cierta ocasión a un minero de Cornualles, Inglaterra, cuáles eran sus creencias religiosas: __ ¡Oh, __ contestó__, yo creo lo que cree mi iglesia! __ Y ¿qué cree tu iglesia? __ Mi iglesia cree lo que yo creo. __ Pero, ¿qué creen tú y tu iglesia? __ Mi iglesia y yo creemos la misma cosa. No debemos dar por sentado que los que nos escuchan están familiarizados con el evangelio y que, por lo tanto, debemos concentrar nuestros esfuerzos en otros asuntos que no sean el evangelio, para llamar su atención. No se podría cometer mayor equivocación. Elena G. de White nos dice: “Muchos hay que están en triste ignorancia acerca del plan de salvación; necesitan más instrucción acerca de este tema de suma importancia que en cuanto a cualquier otro. Los discursos teóricos son esenciales a fin de que la gente pueda ver la cadena de verdad que, eslabón tras eslabón, se une para formar un todo perfecto; pero ningún discurso debe predicarse jamás sin presentar a Cristo, y a él crucificado, como fundamento del Evangelio.

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“Cuando no se presenta el don gratuito de la justicia de Cristo, los discursos resultan secos e insípidos; y como resultado, las ovejas y los corderos no son alimentados” (El evangelismo, pp. 339, 340). Recorramos rápidamente el camino a través del cual Lutero descubrió el evangelio. Comenzó a estudiar la Biblia en medio de la oscuridad de la Edad Media. Se le pidió que enseñara las Sagradas Escrituras, y la sed de su alma anhelaba el conocimiento de la verdad. Antes que Lutero llegara a ser un gran reformador, la palabra de la Biblia que le parecía más terrible e inquietante era el término “justicia”. Cuando leía en Romanos 1:17 “porque en el Evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe”, su alma sensible temblaba al comprender algo de la santidad y la justicia de Dios contrastadas con su propia indignidad. Era el motivo por el cual se sometía a sí mismo a todos los trabajos, disciplinas y buenas obras que la iglesia demandaba. En su mente, el atributo dominante del carácter de Dios era su justicia, que según creía él no toleraría el más mínimo deseo egoísta. Lutero concebía la justicia de Dios sólo en los términos del concepto latino de la palabra: un significado jurídico de justicia que retenían los teólogos escolásticos medievales. En otras palabras, veía a Dios sólo como Juez. Le resultaba muy difícil comprender a David cuando dice en el Salmo 31: “Líbrame en tu justicia”, o en el Salmo 143: “Respóndeme por tu verdad, por tu justicia”, puesto que la palabra justicia sonaba en sus oídos solamente en relación con la ira de Dios y el castigo del juicio final. En su desesperación, estudió el Nuevo Testamento en busca de consuelo: ¿Cuál era el verdadero significado del evangelio? Abrió el libro de Romanos y leyó: “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (1:16). ¡Salvación! Eso era lo que había estado buscando tantos años sin poderlo encontrar. Y ahora Pablo le dice que el evangelio es poder de Dios para salvación. Lutero estaba asombrado. Deseaba conocer el secreto del evangelio y ansiosamente siguió leyendo. En el versículo 17 encontró lo siguiente: “Porque… la justicia de Dios se revela”. Lutero no siguió más; Pablo estaba eliminando la última esperanza que alentaba su corazón. El apóstol le estaba diciendo que incluso el evangelio es una revelación de la justicia de Dios. ¿Cómo podía Pablo llamar “justicia” al evangelio? ¿Era otra manifestación de la ley? Sí lo era, entonces también el evangelio condenaba al pecador. ¿Acaso la justicia no es el trato distinto que Dios da a cada hombre de acuerdo con lo que merece? Lutero trató de entender este mensaje estudiándolo en su relación con su contexto. Llegó a Romanos 3:21. “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios”. Súbitamente lo comprendió todo en forma clara. Por la gracia de Dios pudo ver lo que Pablo quería decir: La justicia de la cual hablaba, no era la requerida del hombre, sino la que se ofrece al que cree en el evangelio. ¡Era una maravillosa manifestación de la gracia de Dios! El Señor ofrece la justicia de Cristo como si fuera la propia justicia del creyente. Ésa es la salvación que revela el evangelio. Y si Dios justifica al pecador por medio de la justicia de Cristo, quiere decir que la justicia del evangelio no está constituida por obras, sino que es un don gracias al cual se nos justifica. En ese momento, Lutero

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quedó libre. Podía cantar. Los salmos tenían un nuevo significado para él. Entonces declaró: “Me pareció que había nacido de nuevo y que estaba entrando al paraíso por sus puertas recién abiertas. De repente, la Biblia me comenzó a hablar en forma completamente diferente. La misma frase, ‘la justicia de Dios’, que antes había odiado, llegó a ser para mí la puerta del paraíso. Súbitamente toda la Biblia adquirió para mí un nuevo rostro” (Luther’s Works, tomo 54, p. 105). La interpretación correcta de Romanos 1:17, por lo tanto, al penetrar cada vez más profundamente en su alma, finalmente estalló en buenas nuevas para la conciencia atribulada de Lutero. El descubrimiento de Lutero fue de carácter exegético: le dio un nuevo concepto de Dios, estableció una nueva relación con él, basada no ya en sus virtudes ni en su amor a Dios, sino en la justicia y en su amor a él. Encontró a Dios no en el moralismo, ni en el racionalismo, ni en el misticismo sino, exclusivamente, en la comprensión del papel de Cristo en el contexto del mensaje del evangelio. Desde ese momento, Lutero se glorió en la cruz de Cristo. En ella encontró la inconmovible certeza de su salvación. Elaboró una nueva teología que la iglesia no había conocido desde los tiempos de Pablo: La teología de la cruz, en contraste con la teología que se gloría en las habilidades y los éxitos del hombre. La teología de Lutero comenzaba y terminaba con la cruz: “Solo podemos encontrar a Dios en el sufrimiento y en la cruz” (Luther’s Works, tomo 3, p, 23) y no se le puede captar por medio de los sentidos ni por la contemplación mística, sino solamente por la fe.

La raíz de nuestra justificación. Lutero se aferró firmemente de esta conclusión del mensaje central de Pablo: “Concluimos, pues, que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley” (Rom. 3:28). La palabra “fe” significa aquí fe en Cristo, como el prometido Cordero de Dios, fe en que la justicia de Cristo es nuestra, y confianza en que la plena suficiencia de sus méritos nos hace aceptos delante de Dios. Sus méritos no complementan los nuestros, sino que son los únicos que valen delante de Dios. Éste es el principio básico del evangelio que se aplica no sólo a los no creyentes, sino también a los creyentes. Aun el gran predicador Pablo confesó: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gál. 6:14). Pero, ¿tienen algún valor a la vista de Dios las obras de obediencia a su voluntad, las buenas obras de los creyentes nacidos de nuevo? ¿No se cumplen acaso, con la ayuda del Espíritu Santo? Los frutos del Espíritu de Dios, manifestados en nuestras obras y en nuestro carácter, son el resultado lógico de nuestra justificación. Pero nuestra justificación no se basa en ellos. La raíz y la causa de nuestra justificación ante Dios no es nuestra obediencia, sino la obediencia de Cristo. “Porque así como por la obediencia de un hombre los muchos fueron constituidos justos” (Rom. 5:19). No debemos confundir los frutos con la raíz. Jesús dijo: “¿Agradece un amo a su siervo porque hizo lo que le mandó? Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (Luc. 17:10).

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Por la misma razón, Pablo pregunta: “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste. ¿Por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (Luc.4:7) En Romanos 4:4,5 Pablo explica claramente la diferencia que existe entre el verdadero y el falso camino de salvación: “Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas el que no obra, sino que cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”. Ésta es la clave de todo el asunto: No tenemos que obrar para ser justificados. Tenemos que creer en Cristo y confiar en él para lograrlo. En esencia, el evangelio no es “hazlo”, sino “hecho está”. No es “obrar”, sino “creer”. No necesitamos ser buenos para ser salvos. Tenemos que ser salvos para ser buenos. No somos salvos por la fe y las obras, sino por la fe que obra. Pablo ilustró el principio de la justificación por la fe en Romanos 4 con dos ejemplos tomados del Antiguo Testamento, es a saber, el de Génesis 15:56, donde se dice de Abraham: “Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia”. ¡Esto es justificación por la fe! ¡Por fe en el Señor! Es decir, por fe en la promesa del Señor. Cuando cumplió esta condición, el Señor justificó a Abraham, considerándolo justo, según su juicio. Y ese juicio es el que realmente vale: le da tranquilidad a la conciencia atribulada del hombre. Solamente la decisión de Dios trae paz al alma y gozo al corazón. El otro ejemplo lo toma de la confesión de David que aparece en el Salmo 32: 1, 2: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien no culpa de iniquidad y en cuyo espíritu no hay engaño”. Pablo interpreta en forma positiva este texto en el cual David habla de la bendición del hombre perdonado, a quien el Señor no imputa iniquidad, y nos dice que “David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras” (Rom. 4:6). De esta manera, el apóstol equipara el perdón del Antiguo Testamento con la justificación por la fe. Por eso Elena de White declara: “El perdón y la justicia son una y la misma cosa” (SDA Bible Conmentary, t. 6, p. 1070). Cuán claro resulta, entonces, que necesitamos diariamente de la justificación, esa justificación que recibieron los santos del Antiguo Testamento. Mientras ellos esperaban al Cordero de Dios que había de morir, nosotros recordamos al Cordero de Dios que ya fue inmolado. La eficacia de la expiación lograda en la cruz por Cristo ha estado siempre al alcance de todos. En el Apocalipsis se presenta al ángel de Dios, de pie junto al altar del cielo, con un incensario de oro: “Y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del trono. Y de la mano del ángel subió a la presencia de Dios el humo del incienso con las oraciones de los santos” (Apoc. 8:3,4). ¿Qué significa esto para nosotros? Que aun los frutos del Espíritu -nuestras oraciones, nuestra alabanza, nuestra confesión del pecado- están tan contaminados por nuestra naturaleza carnal que “a menos que sean purificados por sangre, nunca pueden ser de valor ante Dios” (Mensajes selectos, t. 1, p. 404).

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“Ojalá comprendieran todos que toda obediencia, todo arrepentimiento, toda alabanza y todo agradecimiento deben ser colocados sobre el fuego ardiente de la justicia de Cristo. La fragancia de esa justicia asciende como una nube en torno del propiciatorio”

(Ibid.) De modo que todos necesitamos una diaria justificación mediante la fe en Cristo, no importa que hayamos pecado consciente o inconscientemente. Por eso David elevó la oración que aparece en el Salmo 19: “¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos”. Confesó la insondable profundidad de su pecaminoso corazón visto a la luz de la ley de Dios, y reconoció delante de él que ni siquiera se conocía plenamente a sí mismo. Acto seguido, suplicó se le perdonaran sus faltas oculta. Pidió la gracia perdonadora de Dios, no sólo para la remisión de sus pecados aislados, sino también para su corazón pecaminoso. Jeremías se refiere a este aspecto del pecado cuando escribe: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso, ¿quién lo conocerá? ¿Acaso en su providencia no nos coloca el Señor en diferentes situaciones y circunstancias para que podamos descubrir defectos de carácter que desconocíamos por completo? Constantemente se nos revelan faltas que ni siquiera suponíamos que existían (véase El ministerio de curación, p. 373).

¿Qué es justificación por la fe? Justificación por la fe en Cristo es, según la definición bíblica, imputación divina de la justicia de Cristo a cada uno de nosotros. Es el arreglo a que llegamos, en el nombre de Cristo, en el pleito que teníamos con Dios. Ésta es la lección que nos enseñan los ritos del santuario en el Antiguo Testamento, según Isaías 53 y 2 Corintios 5:21: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. Debemos tener fe antes de ser justificados, tal como se afirma en Gálatas 2:16: “Nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe en Cristo”. La fe no es nuestro salvador ni el medio para lograr la salvación. Es sólo el canal de la salvación. Mediante ella aceptamos a Cristo y hacemos de él nuestro Salvador personal. Recién, entonces, somos justificados por Dios. El Señor puso todas nuestras iniquidades sobre Cristo en la cruz. Pero ahora podemos colaborar con el plan de Dios al confesar nuestros pecados con verdadero arrepentimiento y al aceptar a Cristo como nuestra única justicia. Nuestra sincera condenación propia, nuestra aceptación de la santidad de Cristo, es un acto de fe que glorifica a Dios porque lo justifica. David confesó: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio” (Sal.51:4). Lucas también dice que los que fueron bautizados por Juan el Bautista y confesaron sus pecados, “justificaron a Dios” (Luc. 7:29). La confesión de nuestras culpas, sellada por medio del bautismo, justifica a Dios, al declararlo justo y sin culpa. Oportunamente, toda rodilla se doblará delante del trono del Altísimo para confesar su justicia y su bondad. No hay otra forma de poder ser justificados, sino por la fe en Cristo, como nuestra única justicia. Ésta es la gracia de Dios.

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Toda idea de acumular méritos personales delante de Dios, o todo esfuerzo para lograrlo, destruye automáticamente la gracia que implica la cruz de Cristo. Pablo es muy categórico al afirmarlo. En Gálatas 2:21 nos dice: “No desecho la gracia de Dios; pues si por la ley fuese la justicia (o la justificación), entonces por demás murió Cristo”. Pero va más lejos aún en Gálatas 3:10: “porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo la maldición”. En Gálatas 5:4 leemos: “De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído”. Y en Romanos 11: 6 agrega: “Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia”. Pablo se refiere aquí a dos maneras diferentes de justificarse delante de Dios: por la gracia, y por las obras de la ley. No pone la ley en contra de la gracia de Dios. Si no lo creyéramos, entenderíamos muy mal a Pablo. Su única antítesis irreconciliable se manifiesta entre la justicia por las obras de la ley, y la justicia que se obtiene por medio de la gracia. Pablo desenmascara aquí al lamentable abuso de la ley de Dios perpetrado por los judaizantes. Dios nunca tuvo el propósito de que la ley sirviera para medir la justicia de Israel. Por el contrario, dio su ley en el marco de la sobrecogedora manifestación de su santidad, con el propósito de que Israel, por contraste, pudiese percibir la pecaminosidad de su propio corazón. (Véase El Deseado de todas las gentes, p. 274). La ley fue dada para convencer al hombre de su pecado, no como el medio para lograr su justificación. Por medio de la condenación que implica la ley, el pecador podía sentir con más apremio la necesidad de un Salvador, lo indispensable que es el Hombre de Nazaret. La ley es el instrumento empleado por el Espíritu Santo para acercarnos a Cristo, para que seamos justificados por fe en él. Por lo tanto, la doctrina de la justificación por la fe exalta la santidad de la ley. La justificación es la seguridad, la certeza de que somos aceptados por Dios. Nada puede ocupar su lugar. Es el único camino de salvación. No hay otro plan. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamentos señalan el mismo camino al reino eterno de Dios. Abraham es el padre de todos los creyentes, tanto judíos como gentiles. Muchos no ven que en Cristo el Antiguo y el Nuevo Testamentos están unidos. Confunden el Antiguo Testamento con el fariseísmo y consideran que ambos términos son sinónimos. Pero hay una diferencia fundamental entre el Antiguo Testamento y el legalismo farisaico: el legalismo no es la obediencia bíblica, que sólo se logra por fe. Para Cristo y sus apóstoles, el evangelio de la sangre de Jesús no era una religión diferente de la del Antiguo Testamento, sino su ulterior desarrollo. En Romanos 3:21 Pablo dice claramente que la doctrina de la justificación por la fe en Cristo, concuerda perfectamente con las enseñanzas del Antiguo Testamento, puesto que afirma que “se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas”. Más adelante le dice a Pedro, de acuerdo con Gálatas 2:15 y 16: “Nosotros, judíos de nacimiento, y no pecadores de entre los gentiles, sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado”. En última instancia, el apóstol recurre otra vez al Antiguo Testamento al citar una de las plegarias más conocidas por el pueblo de Israel, según aparece en el Salmo 143: 2 “Y no entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante

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de ti ningún ser humano”. ¡Qué confesión la de David en representación de todo Israel! Frente a la norma de justicia que Dios empleará en el juicio, ningún ser humano, ningún israelita posee justicia en sí mismo. Este concepto de la naturaleza pecaminosa del hombre a la vista de Dios es uno de los aspectos fundamentales de la fe en el Antiguo Testamento, que se percibe también en muchos otros pasajes de los escritos hebreos (Job 14: 4; 15: 14; 25: 4; 1 Rey. 8: 46; Ecl. 7: 20). Pero Israel disponía de una puerta abierta para lograr justificación, es a saber, primero el santuario y más tarde el templo ubicado sobre el Monte de Sión: La morada de Dios. El Médico celestial estaba allí, listo para derramar el bálsamo restaurador sobre cada creyente arrepentido que creyera en el Cordero de Dios. El sacerdocio levítico fue instituido por Dios, de acuerdo con Levítico 4: 32, para expiar los pecados del creyente por medio de la aspersión de la sangre del sustituto, y entonces “será perdonado”. Hoy en día es Cristo mismo quien nos ofrece este perdón desde el santuario celestial. Cristo nos ofrece perdón divino. El perdón es la respuesta de Dios a nuestra total condenación. El pecador arrepentido, cuando es justificado, lo está también delante de la ley, porque se halla en Cristo. “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom.8:1). Por lo tanto, el perdón de Dios nunca es una justificación parcial, sino total. Eso es precisamente lo que la conciencia atribulada necesita saber en forma permanente. Cada día cometemos nuevos pecados –debido a nuestra naturaleza carnal- que amenazan destruir nuestra felicidad y nuestra seguridad en Cristo. Muchas personas están física y mentalmente enfermas por albergar sentimientos de culpabilidad y porque continuamente se están reprochando sus pecados. El director del Instituto Psiquiátrico más importante de Londres dijo recientemente: “Si la gente que está aquí pudiera creer en el perdón, mañana podría dar de alta a la mitad de ellos”. Eso es, precisamente lo que hace Jesús, según se afirma en Lucas 18. Dejó maltrecha la justicia propia de los judíos cuando contó la historia del fariseo y el publicano que fueron a orar al templo. El fariseo estaba muy agradecido a Dios por lo que no había hecho, y se jactaba de su elevada moral y su temperancia. Pero del inmoral publicano, que con vergüenza confesaba sus pecados a Dios, Jesús afirmó: “Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro” (Luc. 18: 14) Esto desagradó a los judíos por dos razones: Primero, no fue aceptado el hombre religioso y pío, sino el despreciado pecador; segundo, el publicano no fue justificado en el juicio, final sino allí mismo y en ese momento. ¡Sorprendentes noticias! Recibir ahora mismo la justificación, es la necesidad del hombre, lo único que puede calmar su profunda sed de justicia, el único bálsamo que puede sanar su alma. Y toda alma lo necesita. Por eso, Cristo está atrayendo a sí mismo a todos los hombres. Tiene derecho a perdonar nuestros pecados mediante la imputación de su propia justicia y a sanarnos por medio de sus heridas.

Justificación es el remedio del alma La justificación por la fe en Cristo es el bálsamo sanador del alma. Pero debe ser una fe personal en un Salvador personal que descanse en los méritos de la sangre de Cristo.

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Quien presente a Dios al Salvador crucificado como su único mérito, nunca será rechazado. Jesús prometió: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6: 37). Jesús sabe quién se le acerca con el toque de una fe personal. Cuando las multitudes se apiñaban en torno al Maestro, una pobre mujer que durante doce años había sufrido de hemorragia y había sido desahuciada por los médicos, avanzó mientras se decía: “Si tocare tan solamente su manto, será salva”. En cuanto le tocó, sintió que estaba sana, en ese toque concentró toda su fe en Cristo. El Señor distinguió el toque de fe del toque indiferente de la multitud descuidada. Debido a que ella lo tocó con un profundo anhelo, Cristo lo sanó diciendo: “Hija, tu fe te ha hecho salva” (Mar. 5: 34). Por medio de este incidente, podemos ver cómo la obra de fe hace milagros, no en teoría sino en realidad. Cristo sintió “en sí mismo el poder que había salido de él” (vers. 30) por el toque personal de la fe. En el ámbito espiritual, también hay diferencia entre el toque indiferente de una opinión acerca de Jesús, y la fe que lo recibe como Salvador personal. Elena de White lo dice claramente cuando afirma: “La fe que salva es una transacción por la cual, los que reciben a Cristo, se unen en un pacto con Dios “(El ministerio de curación, p. 40). Esta es la fe viva, la fe que justifica, que sana, que obra, que vence al mundo. ¿Tenemos tal fe? ¡Oh, cuánto necesitamos orar fervientemente: “Ven, Señor, ayuda a mi incredulidad”! ¡Cuánto necesitan nuestras almas estar más unidas a él! Jesús sanará a las almas enfermas de pecado si las llevamos a él con fe. El paralítico de Capernaum anhelaba ver a Cristo y recibir la seguridad del perdón de sus pecados de labios de Jesús. Sus amigos lo llevaron hasta el Maestro que estaba enseñando en casa de Pedro. Al no poder entrar, abrieron un agujero en el techo y bajaron al enfermo hasta los pies de Cristo. “Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mar. 2:5). ¡Qué efecto tuvieron sobre él las palabras de Cristo! Leamos: “La carga de culpa se desprende del alma del enfermo. Ya no puede dudar. Las palabras de Cristo manifiestan su poder para leer en el corazón. ¿Quién puede negar su poder de perdonar los pecados? La esperanza sucede a la desesperación y el gozo a la tristeza deprimente. Ya desapareció el dolor físico, y todo el ser del enfermo esta transformado” (Id., p. 51). Los fariseos no aceptaban que Jesús tuviera poder de perdonar pecados. Por eso Jesús sanó la enfermedad del paralítico, hecho que no podían negar. “Se necesitaba nada menos que poder creador para devolver la salud a ese cuerpo decaído…la curación del cuerpo era prueba evidente del poder que había renovado el corazón” (Id., p. 51, 52). Cristo le pidió al paralítico que se levantara, que tomara su lecho y que caminara, “para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados” (Mar. 2:10). Cristo estableció las prioridades correctas en las necesidades de ese hombre. Necesitamos la salud del alma antes que podamos apreciar la salud del cuerpo. Para miles de personas la culpabilidad es la fuente de sus dolencias. Sólo podrán sanar si acuden al Médico del alma. Para poder sanar su enfermedad física, Cristo debe curarlos con el bálsamo de su perdón. Por eso anhelan, inconscientemente, este mensaje: “Tus pecados te son perdonados”. No debemos pasar por alto esta lección.

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La justificación del pecador implica más que una mera transacción legal. Veamos qué significa el perdón por medio de la parábola del hijo pródigo, que aparece en Lucas 15. Cuando el hijo pródigo regresó al hogar avergonzado y arrepentido, con la idea de que se le diera el último lugar entre los sirvientes de su padre para obtener alimento, el padre, conmovido, lo vio venir, corrió hacia él, lo beso y no lo dejó terminar la confesión de sus pecados. En cambio, el padre le dijo a sus siervos: “Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Luc. 15: 22-24). Aquí vemos lo que Dios quiere decir cuando habla de perdón: Plena restauración de la condición de hijo de Dios y de la comunión con él. Hay gozo en el cielo cada vez que confesamos sinceramente nuestros pecados y aceptamos la justicia de Cristo. Y el gozo del cielo se complementa con la música que llena el alma del pecador justificado.

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El pastor Hans K. LaRondelle, de nacionalidad holandesa, es profesor emérito de teología en la Universidad Andrews. Este artículo ha sido tomado de la revista El ministerio adventista, noviembre a diciembre de 1977.

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SECCIÓN II: JUSTIFICACIÓN Y LA REFORMA PROTESTANTE LA CONFESION DE AUGSBURGO (1530) En el Coloquio de Marburgo, Martín Lutero preparó quince artículos como una síntesis de doctrina reformada. En 1530 dichos artículos fueron ampliados por Felipe Melanchthon y presentados como un resumen de la doctrina luterana ante la Dieta de Augsburgo convocada en ese año por Carlos V. A continuación se da una selección de artículos escogidos de dicha confesión.

II SOBRE EL PECADO ORIGINAL Ellos [los evangélicos] enseñan que después de la caída de Adán todos los hombres, nacidos según la naturaleza, vienen con pecado, es decir, sin el temor de Dios, sin confianza en Dios y concupiscentes, y que esta enfermedad o defecto original es en verdad un pecado, que trae condenación y también muerte eterna a los que no llegan a renacer por medio del bautismo y del Espíritu Santo.

IV SOBRE LA JUSTIFICACION Ellos enseñan que los hombres no pueden justificarse a la vista de Dios por medio de sus propias fuerzas, méritos u obras, sino que son justificados gratuitamente por causa de Cristo por medio de la fe, cuando ellos crean que han sido recibidos en la gracia y que sus pecados son perdonados por los méritos de Cristo, quien pagó el precio de nuestros pecados por medio de su muerte. Dios imputa esta fe por justicia delante de él (Rom. 3 y 4).

XX SOBRE LA FE Y LAS BUENAS OBRAS Es falsa la acusación de que nuestro pueblo prohíbe las buenas obras, pues sus escritos sobre los Diez Mandamientos y otros asuntos parecidos, testifican que ellos imparten instrucción útil concerniente a todas las formas de vida y los distintos deberes, y que las obras en cada esfera agradan a Dios. Los predicadores populares de tiempos pasados enseñaban muy poco sobre estos temas, pues ellos hacían hincapié solamente en ciertas obras infantiles e innecesarias, las fiestas fijas, ayuno, fraternidades, peregrinajes, culto a los santos, rosarios, vida monástica y cosas semejantes. Nuestras obras no pueden reconciliarnos con Dios ni otorgarnos mérito para la remisión de pecados, gracia y justificación. Éstos los obtenemos solamente por medio de la fe, al creer que alcanzamos la gracia por los méritos de Cristo. A. Sobre la fe Se les advierte a los hombres que la palabra fe no significa meramente el conocimiento de un evento (esto hasta los demonios y los hombres impíos tienen), sino

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una fe que cree no tan sólo en un evento sino también en el efecto del evento, es a saber, en la remisión de pecados, o sea que tenemos, por medio de Cristo, gracia y justicia y remisión de pecados. B. Sobre las buenas obras Además, nuestro pueblo enseña que es necesario hacer buenas obras, no con el fin de merecer la gracia por este medio, sino porque es la voluntad de Dios, pues el Espíritu Santo se recibe por fe, y los corazones se renuevan y llenan de nuevos afectos para hacer buenas obras. Dice Ambrosio: “La fe es la madre de la buena voluntad y de las acciones justas”. Por esto se deduce claramente que esta doctrina no debe ser estigmatizada y señalada como el impedimento de las buenas obras; al contrario, se la debe elogiar, porque nos muestra cómo podemos realizar las buenas obras. (http://comunidad.ciudad.com.ar/argentina/capital_federal/luteranos/la%20confesión%20de%20Augs burgo.html)

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EL CONCILIO DE TRENTO El emperador Carlos V trabajó durante veinte años con el apoyo de la Dieta Imperial y de numerosos líderes europeos, para lograr que se reuniera un concilio general. Por fin, el papa Paulo III accedió y promulgó la bula de convocación. El concilio tuvo tres períodos distintos, los dos primeros en 1545-47 y 1550-52, durante los cuales se admitieron diputaciones protestantes de Alemania; y el tercero, que se convocó en 1562-64 después de la abdicación de Carlos y la paz de Augsburgo. Recuerde que la palabra “anatema” significa maldito. (http://www.multimedios.org/docs/d000436).

Cánones sobre la justificación. Sesión VI, enero de 1547 1. Si alguno dijere que el hombre puede ser justificado delante de Dios por medio de sus propias obras, realizadas por la fuerza natural del hombre o bien por la enseñanza de la ley, aparte de la gracia divina por Jesucristo, sea anatema. 2. Si alguno dijere que esta gracia se otorga por medio de Jesucristo, con el único propósito de que sea más fácil para el hombre vivir justamente de esta manera y ganarse la vida eterna, como si él pudiera, aunque con mucha dificultad, lograr ambas cosas por medio de su libre voluntad, sin la gracia, sea anatema. 3. Si alguno dijere que sin la inspiración previa del Espíritu Santo, y sin la ayuda de éste, un hombre puede creer, esperar y amar, o puede arrepentirse como debe a fin de que pueda otorgársele la gracia de la justificación, sea anatema. 4. Si alguno dijere que la voluntad del hombre, al ser movido y despertado por Dios, no coopera de manera alguna ni responde al llamado despertador de Dios, de modo que se dispone y se prepara para la adquisición de la gracia de la justificación, ni puede rehusar esa gracia si quisiera, sino que no hace nada, como una cosa inanimada, y que es pasiva completamente, sea anatema. 5. Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre se ha perdido por completo y destruido desde el pecado de Adán, sea anatema. 6. Si alguien dijere que el hombre no es capaz de buscar malos caminos, sino que tanto las obras malas como las buenas son realizadas por Dios, no es tan sólo con el consentimiento del hombre sino que son la propia actividad personal de Dios, de modo que la traición de Judas es obra de Dios tanto como el llamado de Pablo, sea anatema. 7. Si alguno dijere que todas las obras realizadas antes de la justificación, sin importar por qué razón se hagan, son verdaderamente pecados y merecen la ira de Dios, o que entre más se esfuerce un hombre para disponerse a recibir la gracia, más gravosamente está pecando, sea anatema. 8. Si alguno dijere que el impío se justifica por la sola fe, de modo que entienda no requerirse nada más con que coopere para conseguir la gracia de la justificación, y que por parte alguna es necesario que se prepare y disponga por el movimiento de su voluntad, sea anatema.

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9. Si alguno dijere que los hombres se justifican o por la sola imputación de la justifica de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluida de la gracia y la caridad que se difunde en sus corazones por el Espíritu Santo y les queda inherente, o también que la gracia, por la que nos justificamos, es sólo el favor de Dios, sea anatema. 10. Si alguno dijere que el hombre una vez justificado no puede pecar más, ni puede caer de la gracia, de modo que el que cae en pecado no estaba en verdad justificado, o que es posible evitar totalmente todos los pecados, aun los veniales, sea anatema. 11. Si alguno dijere que la justificación, una vez recibida, no es preservada o aun aumentada a la vista de Dios por medio de las buenas obras, pero que dichas obras son solamente frutos y evidencias de la justificación y no causas de aumento, sea anatema.

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SELECCIÓN DEL LIBRO TEOLOGIA PROTESTANTE Por José Ma. Gómez-Heras José Ma. Gómez-Heras, es sacerdote, y profesor de dogmática y teología protestante en la Universidad Pontificia de Salamanca, España. En su libro Teología protestante examina dicha teología de la reforma a través de los lentes de la ortodoxia católica. En el presente material, que es una selección de su libro, Gómez-Heras comenta la famosa expresión de Lutero: “Simul justus et peccator”. Es interesante considerar si el punto de vista católico ha cambiado o no después del Concilio Vaticano II, ¿se ha alejado de Trento, o no?

Simul justus et peccator ¿Es la justificación un “hacer justo” o un “declarar justo” al pecador? La teología reformada, propensa al nominalismo y al pesimismo antropológico, prefiere lo segundo. La justificación es una palabra de Dios al pecador. Esta palabra es una sentencia absolutoria con la que Dios hace saber al hombre que su pecado no será tenido en cuenta y que se le aplica la salvación por la fe en Cristo. La teología protestante habla a este propósito del carácter forense de la justificación. Justificar se identifica con un acto judicial en el que Dios declara justificado al pecador. Se trata, por tanto, aceptando la terminología forense, de un juicio favorable, de una sentencia benigna, de una absolución judicial que, al perdonar la culpa, restablece la paz entre Dios y el hombre. Dios, juez supremo, deja de tener en cuenta la culpa y aplica al pecador su justicia misericordiosa, realizada en el tiempo de Cristo. Tal justificación no comporta una renovación óntica del hombre. Éste permanece pecador, “simul justus et peccator”. La fórmula excluye una secesión de tiempo: un antes pecador y después justo, y yuxtapone las partes: parte pecador, parte justificado. Significa un “al mismo tiempo y totalmente” justo y pecador. El cristiano justificado continúa afondado en el pecado. Es la gran paradoja del existir cristiano: coexistencia del “total ser pecador” con el “total estar justificado”. Semejante paradoja es absurda y contradictoria para la razón. A ella y a su sentido solamente se tiene acceso a través de la fe. La teología católica insiste, por el contrario, en la realidad óntica de la justificación y la transformación metafísica del justificado. Frente a la pérdida de contenido óntico en la concepción nominalista de los actos soteriológicos, concibe la justificación interior del pecador como traslado real del estado de hombre perdido al de “hombre nuevo”, renacido en Cristo. Para expresar esta nueva situación habla de una realidad óntica: Gracia santificante, inherente al alma justificada; participación análoga de la realidad de Dios que crea un estado duradero de justicia del que forman parte las virtudes teologales, morales y los dones del Espíritu Santo. A esta doctrina opone el protestante un no decidido en nombre de la autonomía de Dios. La

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gracia, a pesar de su infinita eficacia transformadora, no renueva la naturaleza corrompida. La justificación sólo aporta una cobertura exterior del pecador y de su culpa, una sentencia absolutoria, abandonándole, no obstante, a su estado de corrupción. El carácter forense de la justificación excluye una realidad infusa que trasforme ónticamente al hombre. Su realidad no es otra que la justicia de Dios en Jesucristo existente fuera de nosotros y aplicada al pecador por el juicio benigno de Dios. El hombre es así jurídicamente justo, permaneciendo ónticamente pecador. La situación existencial del justificado por la sola gracia mediante Cristo sólo, y a través de la sola fe no es, contrariamente a la doctrina católica, cambiable o manipulable al arbitrio del hombre. La sentencia absolutoria de Dios es irreversible y definitiva, como irreversibles y definitivos son los actos divinos. La gracia que justifica no es influenciable por parte del hombre. Esto no puede menguarla o acrecentarla a tenor de una aportación personal de buenas obras. Todo es misericordia y gracia en la justificación. Dios reparte a todos por igual su justicia en Cristo. Y, por lo mismo que todo es gracia, el justificado tampoco merece premios eternos por un obrar bueno. La categoría “merecer” debe desaparecer del vocabulario teológico, porque atenta contra la gratitud absoluta de que Dios no le abandonará más. La justicia recibida la ha integrado, de una vez y para siempre, en la comunidad de los elegidos, de los herederos, que esperan el cumplimiento de la promesa de vida eterna. A partir de los precedentes presupuestos soteriológicos, la teología reformada adopta una postura crítica ante la doctrina católica sobre los sacramentos y ciertas prácticas religiosas derivadas de la misma. El concepto protestante de justificación, articulado en la triada gracia-Cristo-fe, lleva a rechazar la idea de sacramento como signo que produce y confiere la gracia. El carácter causal-instrumental es sustituido por una interpretación simbólica del mismo: su función se reduce a ser símbolos de la promesa divina de salvación y medio para develar y fortalecer la fe fiducial con que se acepta la palabra de Dios. Hablar de una causalidad sacramental objetiva “ex opere operato”, no tiene sentido. Sí, en cambio, aceptar una eficacia subjetiva, en cuanto que a través de los sacramentos se hace patente en la promesa salvífica de Dios y la respuesta positiva del hombre a la misma por la fe. Desde esta perspectiva general, resulta comprensible que la Reforma rechace la institución por Cristo de la mayoría de los sacramentos y reduzca la necesidad y función salvífica de los dos únicos (bautismo y cena) que admite. Tal devaluación de las realidades sacramentales, aparece acentuada en las interpretaciones de la presencia de Cristo en el pan (consubstanciación, no transubstanciación) y en la negación del carácter de ofrenda de la misa. Los postulados “sola gratia”, “solus Christus”, “sola fide”, no dejan espacio para una religiosidad humana que se concrete en una liturgia sacramental, en unas practicas penitenciales (indulgencias, sufragios….) o en un culto a los santos.

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Este artículo ha sido tomado del libro de José Ma. Gómez-Heras, Teología Protestan-

te (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1972.)

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En la siguiente selección un apologista explica la justificación desde un punto de vista católico. Dice que es una artículo de la fe católica, pero en su explicación de la doctrina hay una diferencia fundamental.

Del libro

¿Por qué somos católicos y no protestantes? CAPÍTULO XVII

La justificación p. ¿Qué cosa es la justificación? R. Es la gracia que nos hace amigos de Dios. P. ¿Puede merecerla un pecador? R. No puede. Todas las obras que realiza el hombre en estado de pecado son “obras muertas”, incapaces de merecer nada para su vida espiritual. P. ¿Es artículo de la fe católica que el pecador, mientras permanece en estado de pecado mortal, no puede merecer la gracia de la justificación? R. Sí. En la sesión II, c.III del Concilio Tridentino, se decreta que ni la fe ni las obras buenas procedentes a la justificación pueden merecernos tal gracia. P. ¿Cómo, pues, se justifica el pecador? R. La misericordia divina es la que le justifica gratuitamente, no en atención a los meritos del pecador, sino a los de Jesucristo, pues Él es nuestro único Mediador que nos ha redimido, el que con su Pasión y Muerte nos ha reconciliado con el Padre Eterno. P. ¿Por qué, pues, los protestantes nos acusan de que creemos que el pecador puede merecer la remisión de sus pecados? R. La única razón satisfactoria de esta acusación, como de tantas otras, es su ignorancia voluntaria de la doctrina católica. P. ¿Debemos, pues, creer que el pecador no puede con sus buenas obras obtener la gracia de la justificación? R. El pecador puede obtener la justificación con las buenas obras, acompañadas de un corazón contrito y penitente, único medio que le predispone a la justificación, sin que, no obstante, merezca, propiamente hablando la gracia de la justificación. P. ¿Cómo interviene la fe en la justificación del pecador? R. La fe es el fundamento y el primer paso para la justificación. Por eso el Apóstol dice: “Sin fe, es imposible agradar a Dios” (Heb. XI. 6). P. ¿Basta la fe para la justificación del pecador? R. No basta. Dios exige otras disposiciones, es decir, el temor de Dios, el amor, la esperanza, el dolor de las culpas cometidas y el propósito firme, sincero, de la enmienda.

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P. ¿Estas disposiciones las exige Dios, como necesarias para conseguir la justificación, o bien son superfluas, inútiles para eso? R. Dios exige todas esas disposiciones antes referidas, como estrictamente necesarias para la justificación. P. ¿Qué dice la Escritura a este propósito? R. En el Deuteronomio se lee: “Si buscareis al Señor, lo encontraréis si es que lo buscáis con todo vuestro corazón, con todo el afecto de vuestra alma” (IV, 29); y en Ezequiel: “El pecador que hiciere penitencia de sus pecados, que observare mis mandamientos y guardare la justicia, vivirá y no morirá”; San Juan dice también: “Si observareis mis mandamientos y os mantuviereis en mi amor”. “Si hiciereis lo que os he mandado, seréis mis amigos” (Juan 15, 10-14) P. ¿Qué se deduce de los textos citados? R. Se deduce: 1- Que el pecador no puede hallar la justificación sino cumpliendo las condiciones requeridas. 2- Que la fe no basta para la justificación. P. ¿No dice San Juan: “El que cree en el Hijo tendrá la vida eterna”? (Juan III. 15) R. Sí, pero aquí San Juan habla de la fe eficaz y operativa. P- ¿No dice San Pablo: “Y así concluimos que es justificado el hombre por la fe, sin las obras de la ley”? (Rom. 3: 28) R. San Pablo se refiere a la ley judaica y no a la cristiana. ¿Cómo podía San Pablo estar en contradicción con las enseñanza terminantes del Apóstol Santiago: “Ya veis que el hombre es justificado por las obras y no por la sola fe”; y también: “Del mismo modo que un cuerpo sin alma está muerto, así también esta muerta la fe sin las obras? (Sant. 2: 22, 24,26) P. ¿San Pablo no dice aún más claramente en la Epístola a los Romanos: “Justificados, pues, por la fe, tengamos paz con Dios por Nuestro Señor Jesucristo”? (5:1) R. Sí; y él mismo explica el texto cuando escribe a los de Corinto en su primera Epístola: “Si yo hablase lenguas de hombres y de ángeles y no tuviese caridad, soy como metal que suena o campana que retiñe” (13:1); “…Y si tuviese tanta fe, de manera que traspasase los montes y no tuviese caridad, nada soy” (13.2). ¿No está claro que la fe de que habla San Pablo a los romanos es de esta índole, viva, animada por la caridad, inspiradora y fecunda, productora de buenas obras? P. Los protestantes suponen que las buenas obras son como la irradiación natural, necesaria, del mismo modo que el calor es efecto del fuego y la luz del sol. ¿Es exacta esta doctrina? R. Lejos de eso, pues San Juan escribe. “Aun de los príncipes muchos creyeron en él, mas por causa de los fariseos no lo manifestaban por no ser echados de la sinagoga, porque amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Juan 13: 42).

El mérito P. Quien está en pecado mortal, ¿puede merecer el cielo con las buenas obras?

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R. Éste ni puede merecer el cielo ni la justificación, porque todas sus obras hechas en ese estado de pecado mortal son obras muertas, incapaces, por lo mismo, de ningún mérito. P. Por el contrario, quien se encuentra en estado de gracia, ¿puede merecer el cielo? R. El justo, es decir, quien está en gracia de Dios, puede con las buenas obras merecer aumento de gloria. Ningún justo, sin embargo, puede merecer el primer grado de gloria, o sea el derecho al cielo. P. ¿A quién debemos el primer grado de gloria o el derecho al cielo? R. Únicamente a la misericordia de Dios y a los méritos de Jesucristo. En efecto, sólo los méritos de Jesucristo adquiridos con su pasión y muerte, nos conquistaron la herencia del cielo, y solamente la misericordia de Dios fue capaz de darnos tal Mediador y Redentor. P- ¿Por qué decís que el justo puede merecer con las buenas obras aumento de gloria en el cielo? R. Porque en la Escritura el cielo se nos promete como un premio, y se da sólo a quien se lo merece. P. ¿Qué dice la Escritura a este propósito? R. Dice que “quien siembra en justicia, recibirá fielmente su recompensa” (Prov. 11: 18). “Bienaventurado el varón que sufre tentación, porque después que fuere probado recibirá la corona de vida que Dios ha prometido a los que le aman” (Sant. 1: 12). “He peleado la buena batalla __gloríase San Pablo__, he acabado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia que el Señor, justo juez, me dará en aquel día” (2 Tim. 4: 7 y 8). P. ¿Qué objeciones promueven los protestantes contra estos textos de la Escritura? R. De algún valor, ninguna objeción presentan los protestantes intelectuales. La apología de la confesión de Augsburgo se expresa así: “Es doctrina de nuestra fe que las buenas obras merecen aquí abajo una recompensa temporal y espiritual y un premio espiritual en el cielo”. P. ¿Por qué, pues, los protestantes de ahora se enfurecen contra la doctrina católica del mérito y de las buenas obras? R. De nuevo hay que reconocer su ignorancia como motivo principal de sus divergencias de la doctrina católica. P. ¿De dónde les viene el valor a las buenas obras? R. De la gracia santificante que posee el justo. P. ¿La gracia santificante es algo inherente a nosotros, o bien es un don de Dios? R. Es un bien debido puramente a la liberalidad de Dios, nuestro Señor. P. ¿Cómo expresa San Pablo esta doctrina? R. En su Epístola a los Romanos dice: “La caridad de Dios está difundida en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom. 5:5). P. ¿Cuáles son los efectos de la gracia santificante? R. Nos hace amigos de Dios e hijos suyos. P. ¿A quién debemos esta inestimable gracia?

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R. Solamente a los méritos de Nuestro Señor. P. ¿Qué puede observarse acerca de la eficacia de los méritos de Jesucristo? R. Jesucristo no se contentó con merecernos el cielo, sino que quiso, además, que con su gracia nos pudiéramos disponer para merecer mayores grados de gloria. P. ¿No dice Jesús: “Cuando hiciereis todas las cosas que os están mandadas, decid: “Siervos inútiles somos”? (Luc. 17: 10). R. Eso dice, efectivamente, Jesús: mas este texto no se opone en nada a la doctrina católica. Siempre seremos inútiles en la divina presencia, pues todas nuestras preeminencias ni añadirán jamás un ápice a la gloria esencial de Dios. No es lo mismo respecto a nosotros mismos, puesto que Dios tiene prometida una recompensa eterna a nuestras obras buenas. P. ¿Dios podría habernos obligado a obrar el bien, sin prometernos recompensa de ninguna clase? R. Indudablemente. Nosotros somos criaturas, y todo cuanto tenemos es puro don suyo. El Concilio de Trento declara a este propósito: “la bondad de Dios para con el hombre es tan magnánima, que desea que sus propios dones se conviertan en méritos para nosotros” (Sesión XVI, capítulo 16). P. ¿Podemos poner nuestra confianza en nuestras buenas obras? R. Dios __continúa diciendo el mismo Concilio Tridentino__ nos prohíbe poner nuestra confianza en nosotros mismos y no en Él. P. ¿Por qué los protestantes reprochan a los católicos que ponen demasiada confianza en sus buenas obras? R. Nos reprochan porque no nos conocen. Respondamos sus hostiles y obstinadas calumnias con la plegaria de Cristo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

La satisfacción P. ¿Puede el hombre dar satisfacción alguna por sus propios pecados? R. Ningún hombre, ningún ángel ni todos los hombres y ángeles juntos podrán jamás dar a Dios la más mínima satisfacción por un pecado mortal. Solamente Jesucristo podía satisfacer y, de hecho, satisfizo por nuestros pecados. P. ¿Podemos nosotros aplicarnos las satisfacciones de Jesucristo? R. Podemos, sin duda, aplicárnoslas con el socorro de la divina gracia. P. ¿Cómo se nos aplican las satisfacciones de Nuestro Señor Jesucristo? R. De dos maneras: o se nos remite toda pena temporal y eterna o bien se nos remite la pena eterna, pero quedando por satisfacer más o menos pena temporal. P. ¿Se da el caso de que se remitan al mismo tiempo completamente ambas penas, la temporal y la eterna, por la aplicación de las satisfacciones que nos mereció Jesucristo? R. Sí; en el bautismo, por ejemplo, en el que se remiten todos los pecados y las penas merecidas por ellos. P. ¿Puede remitirse la pena eterna sin que se remita la temporal? R. Muchas veces. Así sucede en el sacramento de la Penitencia. P. ¿No se remiten siempre al mismo tiempo la culpa y la pena?

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R. Frecuentemente sucede que Dios perdona al pecador la culpa, pero conmuta la pena eterna, merecida por los pecados, con otra temporal. P. Ilustrad esta doctrina con un ejemplo. R. David, reo de homicidio, merece la pena eterna del infierno. Natán le avisa del peligro en que se encuentra. David, arrepentido, exclama: “He pecado contra Dios”. Dícele el profeta Natán: “El Señor ha borrado tu pecado; no morirás”. Estas palabras manifiestan que el Señor le había perdonado la pena eterna; pero nótese bien lo que sigue diciendo Natán de parte de Dios: “Mas, porque has dado ocasión de que blasfemaran los enemigos del Señor, por eso el hijo que te nacerá morirá, sin duda” (2 Sam. 12, desde el principio). P. Referid otro ejemplo de la Escritura. R. En el mismo libro de Samuel (24) se lee que David se arrepintió del culpable orgullo que le había inducido a levantar un censo de sus súbditos. Dios le perdonó, pero con la condición de que eligiera uno de tres males temporales: una carestía de siete años, o luchar durante tres meses contra sus enemigos, o bien una peste durantes tres días. Además, el profeta Gad le ordena que levante un altar y ofrezca un sacrificio al Señor. P. Arrepintiéndose, debidamente, ¿puede uno pagar de algún modo la deuda de la pena temporal contraída con la justicia divina? R. Sí, y consta en varios lugares de la Escritura. El profeta Daniel dijo al rey Nabucodonosor: “¡Oh rey! Recibe mi consejo: rescata la iniquidad de tus pecados, con obras de misericordia” (Dan. 4: 24).

Del libro ¿Por qué somos católicos y no protestantes? (Madrid: Ediciones Paulinas, s.f), p. 168–177. Traducción de Convert’s Catechism of Catholic Doctrine, por el apologista norteamericano Peter Geierman.

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SECCIÓN III: JUSTIFICACIÓN Y LA IGLESIA ADVENTISTA

PARA QUE NADIE SE GLORÍE

Justificación por la fe y la Iglesia Adventista Por Loron T. Wade El año de 1888 fue memorable para la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Un reavivamiento y también una crisis estremecieron las filas de la iglesia, tras la ferviente predicación de la justificación por la fe, que comenzó en el congreso de la Asociación General en ese mismo año.

El mensaje de 1888 Probablemente algunos de los que han oído de esta famosa reunión, hayan creído que el desacuerdo de Minneápolis surgió cuando ciertos hombres predicaron por primera vez que la salvación es por la fe, mientras otros seguían insistiendo en que es por obras. Pero cuando examinamos más de cerca la historia, resulta evidente que el punto de desacuerdo realmente no fue tan sencillo. Nótese, por ejemplo, una declaración emitida por uno de los protagonistas del evento: La justificación por la fe es una de las doctrinas más grandes y más gloriosas de todo el Evangelio de Cristo. Nosotros amamos esta preciosa verdad y nos deleitamos y regocijamos en ella como ninguna otra. Aunque parezca extraño, dicha declaración no pertenece a los hermanos Waggoner y Jones, sino que fue escrita por uno de los principales opositores del mensaje de aquéllos. Fue hecha en 1886, por el entonces presidente de la Asociación General, y estaba dirigida a E. J. Waggoner. Para esa fecha, es decir 1886, Butler estaba ya enfrascado en un profundo desacuerdo con Waggoner, que culminaría en la sesión de 1888. El libro Movement of Destiny (Movimiento del destino) describe cómo Butler preparó a sus colaboradores para resistir el mensaje que esperaba que Waggoner presentara en la sesión, amonestándoles para “apoyar el viejo orden” y “no ceder” en Minneápolis. Y esto es, precisamente, lo que trataron de hacer Urias Smith, J. H. Morrinson y otros. El pastor Urias Smith fue otro que rechazaba, terminantemente, la sugerencia de que la doctrina de la justificación por la fe fuera algo nuevo para nuestro pueblo. Muy por el contrario, escribió que constituye lo que siempre hemos creído y enseñado. Unos meses después del famoso congreso, el pastor Smith escribió un editorial en

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el cual expresaba su punto de vista. Declaró que estaba alarmado por el nuevo énfasis y temía que fortaleciera a nuestros opositores que proclaman que la ley ha sido abolida. Además, agregaba su propia definición de justificación por la fe (en las palabras del pastor Smith): “La perfecta obediencia [a la ley] desarrollará la perfecta justicia, y ésta es la única forma en que puede obtenerse la justicia”. Smith explicaba que a través de Cristo la naturaleza edénica es totalmente restaurada en nosotros, de manera que “cuando al fin estemos junto a la ley, la cual es la norma en el juicio, podremos aparecer como completamente en armonía con ella”. Pero agregó enfáticamente, “ningún adventista del séptimo día en toda la tierra... cree que sería posible guardar los mandamientos con sus propias fuerzas”. Dicho editorial, naturalmente, atrajo mucho la atención cuando circuló en el congreso de Nueva York, porque los pastores Waggoner y Jones estaban presentes en dicha reunión y era claro que el editorial iba dirigido a la enseñanza de ellos. Pero Elena G. de White, que también estaba presente, al final de uno de sus sermones, levantó un ejemplar de la Review y dijo en el lenguaje más directo posible, que el pastor Smith no había entendido correctamente este asunto. Ahora bien, si ambas partes profesaban apoyar la doctrina de la justificación por la fe, ¿en qué consistía, realmente, la divergencia? Sería un error imaginar que era sólo un conflicto de personalidades, o una cuestión de énfasis. El desacuerdo doctrinal era muy real. Y es esencial que nosotros lo comprendamos, pues también hoy sucede que el sólo afirmar que creemos en la justificación por la fe, no ofrece ninguna seguridad de que hayamos entendido correctamente el asunto.

¿En qué consistía el desacuerdo doctrinal? Butler, Smith y sus compañeros enseñaban que: 1) la justicia de Cristo viene en dos partes; primero es imputada, para cubrir los pecados del pasado; y luego es impartida, para ayudarnos a obedecer los mandamientos días tras día. Hasta aquí vamos bien, pero 2) si bien la salvación llega a ser nuestra, enseñaban además que primeramente por la justificación, luego por la obediencia fiel, experimentamos la santificación. El error de este punto de vista se hace más evidente cuando consideramos su aplicación práctica. Bajo este plan, la provisión de justificación por fe en la sangre derramada de Jesucristo, viene a ser solamente una medida temporal o provisional para cubrir los pecados del pasado, y quizás para dar una ayuda a corto plazo al nuevo creyente. Pero para el creyente maduro, la salvación proviene de la santidad, que es el resultado de la obediencia a la ley. Sin embargo, estos hombres no vieron ninguna inconsistencia en su posición cuando insistieron, al mismo tiempo, en que creían en la justificación por la fe. Explicaban que es mediante la fe en Cristo que recibimos el poder que nos capacita para obedecer y ser así justificados. Véase cómo el pastor Butler expresó esta idea. He aquí la continuación de la declaración ya citada, en la cual él ataba fervientemente la doctrina de la justificación por la fe:

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Por nosotros mismos somos débiles y totalmente impotentes, cubiertos de contaminación y jamás podremos librarnos de nuestra culpabilidad e inmundicia mediante esfuerzos presentes o futuros de obediencia. En verdad, somos completamente débiles e impotentes; y aunque hayan sido perdonados nuestros pecados, siempre necesitaremos una fe constante en el Salvador crucificado y la ayuda de él, y acceso constante a su fuente inagotable de fortaleza, a fin de obtener ayuda real o lograr algo en el campo de las buenas obras que

puedan alcanzar el favor de Dios.

Esta misma idea fue expresada de varias maneras por Urías Smith. Recordamos, por ejemplo, su declaración de que ningún adventista en toda la tierra cree que pueda guardar la ley con sus propios esfuerzos. Esta declaración revela su comprensión de la doctrina de la salvación por gracia. Para Urías Smith, la justificación por la fe significa justificación por las buenas obras que uno hace por medio de la fe en Cris-

to. En otras palabras, ellos habían entendido las palabras de San Pablo cuando dice que la salvación “No (es) de vosotros” pero, aparentemente, no habían comprendido el resto de su declaración en la cual se agrega: “No por obras”. La salvación no es por obras de maldad, claro está; eso nunca ha estado en duda. Ni lo es por obras realizadas por nuestro propio esfuerzo, pues esto es imposible; pero tampoco lo es por obras realizadas con el poder de Cristo ni por ninguna otra clase de obras. El apóstol no añade ningún calificativo: la salvación no es por obras. Punto. La iluminación inspirada concedida a la señora Elena G. de White, expone este asunto con gran claridad. Dice que las obras, que resultan de la santificación, pueden ser muy buenas en sí, de hecho, ascienden desde los verdaderos creyentes como incienso ante el santuario celestial. Pero al pasar por los canales corruptos de la humanidad, se contaminan de tal manera que, a menos que sean purificados por sangre, nunca pueden ser de valor ante Dios. Ojalá comprendieran todos __agrega la sierva del Señor__, que toda obediencia, todo arrepentimiento, toda alabanza y todo agradecimiento deben ser colocados sobre el fuego ardiente de la justicia de Cristo. De esto se deriva que, aun aquellas obras que son el resultado de la santificación en nosotros, necesitan también la aplicación del incienso de la justificación mediante los méritos de Cristo Jesús. La obediencia de Jesús debe ser imputada a nuestra cuenta, no solamente para expiar nuestra desobediencia sino para hacer perfecta nuestra obediencia. Es por el incienso de la justicia de Cristo que nuestras buenas obras pueden ser aceptadas. Debe recordarse la declaración de la sierva del Señor, en la cual dice que la santificación es nuestra idoneidad para el cielo, y la justificación es nuestro derecho al cielo. La santificación es nuestra idoneidad para el cielo, porque ella es la que revela el intento y el anhelo del corazón, la devoción de nuestras almas a Dios. La santificación demuestra que hemos aceptado las provisiones del nuevo pacto; es evidencia ante el universo, de que nuestra presencia en el cielo no pondrá en peligro la paz y santidad de ese hermoso lugar. Pero siempre es, única y exclusivamente, por medio de la justificación como adquirimos el “derecho al cielo”.

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Los hermanos que se opusieron al mensaje de 1888 creyeron que la santificación constituye nuestro derecho al cielo. No importa cómo tratemos de explicarlo, tal concepto conduce, irremediablemente, hacia un plan de salvación por mérito y obras.

¿Cómo explicaba E. J. Waggoner la justificación por la fe? No existe una copia textual de los temas que presentó el Dr. Waggoner 1888, pero tenemos su libro Christ and His Righteousness [Cristo y su justicia], el cual se publicó en 1890. El enfoque presentado en dicho estudio puede resumirse de la siguiente manera: A. La justicia es necesaria para obtener la salvación. B. La justicia significa obediencia a la ley. C. Nadie puede alcanzar la justicia por obediencia a la ley, porque 1. La ley es amplia, es infinita. 2. La naturaleza humana está corrompida. D. ¿Cuál es, pues, la solución al dilema? Es la justificación por la fe. Waggoner expone esta idea citando la parábola del fariseo que se auto justificaba y del publicano que clamaba: ¡Sé propicio a mí, pecador! Esta podemos mientras cendió a

[parábola] fue dada para aclarar cómo no podemos alcanzar la justicia y como sí alcanzarla... El hombre que confiaba en su propia justicia no tenía ninguna, que el hombre que oró con sincera contrición “sé propicio a mí, pecador”, dessu casa como un hombre justo. Dice Cristo que descendió “justificado”.

Más adelante, Waggoner ofrece una clara explicación de la justificación sustitutiva, al decir que: Cristo ha sido presentado por Dios como Aquél a través del cual se ha de obtener el perdón de pecados; y este perdón consiste simplemente en la declaración de su justicia (la cual es la justicia de Dios) para su remisión. Dios, “que es rico en misericordia” (Efe. 2:4), y que se deleita en ella, concede su propia justicia al pecador que cree en Jesús como sustituto por sus pecados.

II. El mensaje de la justificación después de 1888 En 1900 Waggoner publicó un segundo libro, en el que trata ampliamente el tema de la justificación por la fe. Se titulaba The Glad Tidings [Las buenas nuevas], un comentario sobre el libro de Gálatas. Aunque el término justificación por la fe aparece muchas veces en esta obra, la verdad es que se presenta una interpretación radicalmente modificada de la justificación. A primera vista, el enfoque parece similar, pues Waggoner escribe: “Toda injusticia es transgresión de la ley y, por supuesto, toda justicia es obediencia a la ley”. Había iniciado su libro en 1890 con esta misma premisa, pero en aquella ocasión explicaba que Cristo, como nuestro sustituto, cumple la ley por nosotros y su obediencia es acreditada a nuestra cuenta. Para 1900, el concepto de sustitución y de

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justicia imputada faltan por completo, pues añade: “De modo que el hombre justo es el hombre que obedece la ley, y ser justificado es ser hecho observador de la ley”. Al comentar sobre la frase “adopción de hijos”, Waggoner niega categóricamente la doctrina de la sustitución, que él había apoyado anteriormente: [Cristo] llega a ser nuestro sustituto, ocupando literalmente nuestra posición, no en lugar nuestro, sino entrando en nosotros y viviendo su vida en nosotros y por nosotros.

Es decir, para 1900 E. J. Waggoner, el famoso campeón de la justificación, negaba la justicia imputada y la muerte de Cristo como nuestro sustituto. Además, estaba enseñando que la justificación no es ni más ni menos que la obra de transformación que Dios hace en nosotros. De esta manera, Waggoner rechazaba la justificación más radicalmente que cualquiera de los que se habían opuesto a su mensaje en Minneápolis. El mismo pastor Butler, que escribía en contra de las enseñanzas de Waggoner, creía en la justificación sustitutiva como remedio por los pecados del pasado. Pero hacia 1900, Waggoner negaba también esto.

III. ¿Cómo fue afectada la iglesia por este cambio? No es sorprendente descubrir que este cambio de posición de Waggoner tuvo un efecto notable en la iglesia. Durante las décadas que siguieron, muchos de los que escribían acerca de la justificación, lo hacían con un enfoque que no representaba ningún adelanto respecto a la comprensión que se tenía antes de 1888. ¿Qué más se podía esperar, si el propio Waggoner enseñaba ideas similares a las que ellos siempre habían creído, aunque ahora bajo el nombre de “justificación por la fe”? Podían creer sinceramente que estaban enseñando la nueva doctrina, cuando en realidad enseñaban todo lo contrario. Pero no podemos esperar que recaiga toda la responsabilidad en un solo hombre. Si los principales dirigentes hubiesen dicho en Minneápolis: No entendemos completamente esto, pero lo estudiaremos con espíritu de oración, pidiendo al Señor que nos ilumine y guíe a medida que seguimos adelante para conocer su voluntad, y se hubiesen unido a Waggoner y Jones para escudriñar la Palabra, en vez de resistir sus ideas y tratar de contrarrestar su influencia, ¡cuán diferente habría sido la historia subsiguiente de nuestro mensaje! Al asumir una actitud tal, podrían haber ayudado a Waggoner y a Jones a perfeccionar su comprensión de aquellos puntos en los cuales era aún parcial e inmadura. La feligresía, en vez de sentirse confundida y perpleja ante el nuevo mensaje, podría haber avanzado junto con sus líderes hacia la luz, hasta la terminación de la obra. Inclusive la apostasía posterior de los mensajeros, no hubiera detenido la marcha de la iglesia hacia el triunfo final. Sería difícil, en verdad, calcular en toda su extensión los resultados funestos que ha sufrido nuestra iglesia por lo que sucedió. Tan sólo podemos pensar en algunos: 1. Efectos en la vida de los miembros. ¿Cuántos fieles creyentes han vivido, o aún viven, tristes y desanimados acerca de la posibilidad de obtener la salvación de sus

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almas? Y para los que no entienden el camino de la justificación, la vida cristiana no es más que un conjunto de reglas y prohibiciones, y les parece que Dios tiene siempre, además, una mirada seria y el ceño fruncido. 2. Efectos en la iglesia. ¿Cuántos de nuestros miembros se han dedicado a medirse constantemente a sí mismos y a los demás, para ver si había en ellos suficiente santidad como para ser salvo? ¿En cuántas de nuestras iglesias esto ha producido una atmósfera fría y de crítica, sin amor fraternal, una atmósfera en la que los jóvenes y los débiles en la fe se sienten rechazados y condenados, más bien que fortalecidos y animados en su lucha por avanzar? 3. Efectos en las normas de conducta. Los fariseos en el tiempo de Cristo creían que estaban aumentando la moralidad, al insistir en las buenas obras como medio para ganar la salvación. Pero Jesús les dijo en el Sermón del Monte, que el efecto de su doctrina era precisamente lo contrario, dijo que una observancia espiritual de la ley daría como resultado una obediencia superior; lo llevaría no sólo a abstenerse del adulterio, sino también de los malos pensamientos; los guardaría no sólo del homicidio, sino también de los malos sentimientos. Comparaba los dos sistemas directamente cuando dijo a la multitud: “Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis al reino de los cielos”. Pero nos preguntamos, “cómo es posible que el legalismo produzca un rebajamiento de la moralidad, cuando toda la razón de la existencia de esta doctrina es la de conseguir que la gente obedezca la ley? Porque el legalista cree que está pagando por la salvación con su buena conducta. Y cuando creemos que estamos pagando por algo, siempre queremos conseguirlo lo más barato posible. Así que, el legalista, quiere saber cuánto es lo mínimo que Dios exige para darle la salvación. Digamos como ejemplo que se debe, precisamente, a esta actitud que llevamos años de atraso en el cumplimiento de los principios de salud. ¿Por qué? Porque se nos ha dicho que cualquiera que siga comiendo carne de cerdo no irá al cielo, así que no la comemos. Es el precio que tenemos que pagar, y lo pagamos. ¿Para qué ir más allá de lo que es realmente necesario? Así que, para miles de adventistas, abstenerse del alcohol, el tabaco y la carne de cerdo constituyen el principio y el fin de la reforma pro salud. ¿Cómo podríamos calcular la inmensa pérdida que esta actitud ha significado para la iglesia? Nótense las palabras de la sierva del Señor: Hay algunos cuyos corazones no son movidos por algún sentimiento profundo del amor de Cristo, sino que procuran cumplir los deberes de la vida cristiana como algo que Dios les exige para ganar el cielo. Una religión tal no tiene valor alguno. Cuando Cristo mora en el corazón, el alma reboza de tal manera de su amor y del gozo de su comunión, que se aferra a él, y contemplándole se olvida de sí misma. El amor a Cristo es el móvil de sus acciones. Los que sienten el amor constreñido de Cristo no preguntan cuánto es lo menos que pueden darle para satisfacer lo que él requiere; no preguntan cuál es la norma más baja que aceptar, sino que aspiran a una vida de completa conformidad con la voluntad de su Redentor. Con ardiente deseo lo entregan todo y manifiestan un interés proporcional al valor del objeto que procu-

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ran. El profesar que se pertenece a Cristo sin sentir ese amor profundo, es mera charla, árido 1 formalismo, gravosa y vil tarea .

Tenemos que preguntarnos, sinceramente, ¿cuántos hay entre nuestro pueblo, en Interamérica, que “procuran cumplir los deberes de la vida cristiana como algo que Dios les exige para ganar el cielo”? y, en consecuencia, ¿cuántos se están preguntando siempre cuánto es lo menos que pueden dar a fin de satisfacer los requerimientos de Dios? Mientras éste sea el caso, nuestro pueblo estará viviendo siempre en el límite mínimo de la conducta moral y tendrá siempre una religión que es “mera charla, árido formalismo, pesada y vil tarea”. 4. Efectos en la fidelidad. ¿Será posible que algunos de los que se han apartado de la fe en la crisis teológica actual, podrían haberse salvado si hubieran escuchado desde nuestros púlpitos y en las clases de Biblia, una enseñanza más clara acerca de la justificación por la fe? El Alumni Journal (Revista de los egresados) de la escuela de Medicina de la Universidad de Loma Linda, publicó varios artículos de ex alumnos que explicaban por qué ya no son adventistas del séptimo día. Uno de los autores, aparentemente un seguidor de la llamada “nueva teología”, presenta una lista de nuestras creencias que él ha rechazado. Entre otras cosas, asevera que el adventismo es un mensaje de incertidumbre respecto a la posición de uno ante Dios, caracterizada por la inseguridad en cuanto a la salvación hoy, ya que el resultado del destino del creyente está siempre en duda hasta que su carácter, su comportamiento, pueda soportar el terrible escrutinio de Dios en el “juicio investigador”. Un mensaje, que en su análisis final, es salvación por comportamiento, por perfección del carácter.

Al leer estas acusaciones, por supuesto, reaccionamos inmediatamente diciendo: ¡Un momento! Esto no es lo que nosotros creemos. Pero será necesario preguntar: ¿Por qué este señor ha entendido nuestro mensaje de esta forma? ¿Dónde ha recibido esta distorsionada impresión de nuestras creencias? ¿Será posible que lo haya escuchado alguna vez en nuestros púlpitos? Y lo más importante que debemos saber: ¿Cuántos hay como él aquí en Interamérica, que oirán algún día que la salvación es gratuita y les sonará como una noticia extraña y demasiado maravillosa, y como resultado se dejarán engañar por falsos maestros? “¿Podemos estar seguros de que la crisis teológica que está sacudiendo a la iglesia en Norteamérica nunca llegará aquí? Y si no, ¿qué estamos haciendo para preparar a nuestro pueblo? En otras palabras, nuestra enseñanza de la justificación por la fe debe ser tan sencilla y clara, que si los engañadores fueran a llegar mañana mismo, nuestro pueblo no se dejaría descarriar porque ya comprende esta doctrina en su verdadera perspectiva.

IV. Varones hermanos, ¿qué haremos? No estoy sugiriendo que haya alguna excusa posible para la apostasía de este miembro que acabamos de citar. Ni estoy intentando insinuar que la justificación por

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la fe es una doctrina desconocida entre nosotros. Cualquiera que haya estado en la Iglesia Adventista durante varios años, seguramente puede testificar que ha habido un cambio para bien en este asunto. Pero, aunque nos regocijamos en los avances logrados, es mi convicción que tenemos aún un largo camino que recorrer para estar donde el Señor desea que estemos. Las siguientes ideas, intentan sugerir algunos pasos específicos que pueden ayudarnos a continuar avanzado en este asunto: 1. Debe haber una nueva convicción de la inmensa importancia de este tema. Debemos pensar que de su predicación depende el bienestar espiritual y la salvación eterna de nuestros feligreses. Está en juego nada menos que el futuro de la iglesia. Esta responsabilidad pesa sobre los que nos presentamos sábado tras sábado en el púlpito para trazar la Palabra de Dios; pesa sobre los que preparamos candidatos para el bautismo y, en forma particular, sobre los que enseñamos en nuestros seminarios. 2- Debe haber una integración del tema de la justificación con todos los demás temas que enseñamos. En el pasado hemos cometido el error de enseñarlo algunas veces como una verdad aislada; así hemos logrado ponerlo todo en perfecto orden, pero entonces, llegamos a contradecirnos totalmente al enseñar sobre el juicio. Pero esto debe cambiar. El juicio debe enseñarse a la luz de la justificación por la fe, así como el sábado, la segunda venida, la obra del Espíritu Santo, el diezmo, la reforma pro salud, las normas de la recreación y el vestir, y todo lo demás, deben ser enseñados a la luz de la justificación por la fe. Tal vez sea necesario un nuevo estudio para lograr esto. Posiblemente tendrán que cambiar algunas de nuestras habituales explicaciones de estas verdades. Pero es una tarea que no debemos aplazar por más tiempo. 3- Sobre todo, debe haber una aplicación práctica de la justificación por la fe en la vida diaria del cristiano. Cuando leemos lo que escribía la sierva de Dios acerca del mensaje de 1888, nos parece claro que no se alegraba sólo porque los hermanos Waggoner y Jones hubieran sacado a la luz una mejor teoría de la verdad, por importante que haya sido este hecho, se alegraba porque 1. ellos exaltaban a Cristo, colocándolo en el centro de su enseñanza, como pocas veces se había hecho antes entre nuestro pueblo, y porque 2. ella comprendía lo que este nuevo énfasis podía significar en la vida de la iglesia. Elena de White describía el mensaje como una nueva y poderosa exaltación de “los incomparables encantos de Cristo”. Por esto, agregó más tarde: “Es el mensaje del tercer ángel, que ha de ser proclamado en alta voz y acompañado por el abundante derramamiento de su Espíritu”. Cuando nuestros ojos estén puestos en los “incomparables encantos de Cristo”, entonces el “sublime Salvador” ocupará su lugar en el centro de nuestra religión. Entonces nuestros corazones serán conmovidos y quebrantados por su amor, y quedaremos asombrados ante la bondad de Dios al proveernos la salvación plena y gratuita. Cuando esto suceda, acontecerá como leíamos hace un momento: nuestras almas estarán llenas de tal manera de su amor, del gozo de la comunión con él, que se aferrarán a él y al contemplarle, el yo será olvidado. El amor a Cristo será el móvil de

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nuestra acción. Ya no seguiremos preguntado más cuánto es lo menos que podemos dar para satisfacer lo que él requiere; lo entregaremos todo, y procuraremos una perfecta conformidad con la voluntad de nuestro Redentor. Cuando suceda esto, nuestras iglesias serán lugares donde existe un gran calor espiritual, lugares donde los pecadores puedan hallar refugio y esperanza, y muy pronto las iglesias se encenderán con la llama que descendió en el Pentecostés. Y después de eso, no tardará mucho el día cuando el carácter de Cristo sea perfectamente reproducido en su pueblo, y el evangelio del reino sea proclamado a todas las naciones para testimonio a todos los gentiles, entonces Jesús vendrá para llevarnos a nuestro eterno hogar.

El Dr. Loron T. Wade fue catedrático en la Facultad de Teología de la Universidad de Montemorelos, N.L. México. ____________________ 1

El camino a Cristo, pp. 45,46

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CRISTO Y SU JUSTICIA

Por E. J. Waggoner

Ellet J. Waggoner (1855-1916) se recibió de médico en la Facultad de Medicina del Hospital Bellvue de Nueva York, la misma institución donde había estudiado John Harvey Kellogg unos pocos años antes. Waggoner trabajó un corto tiempo en el hospital adventista de Battle Creek, pero su corazón no estaba realmente en la medicina. Dejó el hospital y se fue a California para ayudar a su padre que, en ese tiempo, era director de la revista Signs of the Times, en Oakland. El gran tema de la justificación por la fe fue presentado a la iglesia primero en una serie de artículos que Waggoner escribió para dicha revista, siendo ya codirector, junto con A. T. Jones. Sus interpretaciones, especialmente las que sostuvo acerca de la ley en el libro de Gálatas, despertaron gran oposición. Urías Smith le contestó con una serie de estudios en la Review and Herald; G. I. Butler, presidente de la Asociación General, escribió un libro sobre Gálatas tratando de combatir el punto de vista de Waggoner; y éste, a su vez, le contestó con otro libro sobre el mismo tema. Todo esto ocurrió entre 1886 y 1888 cuando la Asociación General decidió examinar el tema en su reunión de 1888. A continuación aparecen unos pasajes claves escogido del libro Christ and His Righteousness, (Cristo y su justicia) publicado por Waggoner en el año de 1890. (Oakland, California: Pacific Press). En la parte que sigue, el énfasis es nuestro.

A. Tener la justicia de Dios significa obedecer la ley de Dios En el Salmo 119: 172 el salmista se dirige así al Señor: “Hablará mi lengua tus dichos, porque todos tus mandamientos son justicia”. Los mandamientos son justicia, no simplemente en un sentido abstracto, sino que ellos son la justicia de Dios. Para probarlo, lea lo siguiente: “Alzad a los cielos vuestros ojos, y mirad abajo a la tierra; porque los cielos serán deshechos como humo, y la tierra se envejecerá como ropa de vestir, y de la misma manera perecerán sus moradores; mas mi salvación será para siempre, mi justicia no perecerá. Oídme, los que conocéis justicia, pueblo en cuyo corazón está mi ley. No temáis afrenta de hombre, ni desmayéis por sus ultrajes” (Isa. 51: 6,7). ¿Qué aprendemos de esto? Que los que conocen la justicia de Dios son aquellos que tienen su ley en sus corazones y que, por lo tanto, la ley de Dios es la justicia de Dios. Esto puede probarse de otra manera: “Toda injusticia es pecado” (1 Juan 5:17). “Cualquiera que hace pecado, traspasa también la ley, pues el pecado es transgresión de la ley”, y esto es también injusticia; por consiguiente, injusticia y pecado son idénticos. Y

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si la injusticia es transgresión de la ley, la justicia debe ser obediencia a la ley. O, coloquemos la proposición así: Injusticia=pecado (1 Juan 5:17) Transgresión de la ley= pecado (1 Juan 3:4) Y por consiguiente, si aplicamos el axioma luego son iguales entre sí, tenemos: Injusticia=transgresión de la ley

si dos cosas son iguales a una

tercera,

Lo cual es una ecuación negativa. La misma cosa, en términos positivos, sería: Justicia=obediencia a la ley (pp. 46-48) La ley o los Diez Mandamientos…es la medida de la justicia de Dios (p. 48).

B. La ley de Dios es muy amplia, es infinita Puesto que la ley es la justicia de Dios __un trasunto de su carácter__, es fácil ver que temer a Dios y guardar sus mandamientos constituyen el todo del hombre (Ecl. 12: 13). Ninguno piense que este “todo” será limitado, si se reduce a los Diez Mandamientos, porque ellos son “sumamente amplios”. “La ley es espiritual”, y comprende mucho más de lo que puede ser discernido por el lector común. “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Cor. 2: 14). La amplitud de la ley de Dios puede ser discernida sólo por aquellos que han meditado en ella con oración. En el Sermón del Monte Cristo dijo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoja contra su hermano, será culpable de juicio, y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego” (Mat. 5: 21, 22). Y de nuevo: “Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (vers. 27, 28). Esto no quiere decir que los Diez Mandamientos, “no matarás” y “no cometerás adulterio”, sean imperfectos, o que Dios ahora exige un mayor grado de moralidad de los cristianos que lo que exigió a los judíos. Él requiere lo mismo de todos los hombres en todas las edades. El Redentor simplemente explicó estos mandamientos, y presentó su carácter espiritual. Ante las acusaciones de los fariseos de que él estaba desconociendo y minando la ley moral, les dijo que había venido con el propósito de establecer la ley, y que ella no podría ser abolida; y entonces les habló del verdadero significado de la ley, de tal manera que los condenó por hacer caso omiso a ella y por su desobediencia. Él mostró que con una simple mirada o un pensamiento se puede abolir la ley, y que en verdad ella discierne los pensamientos e intenciones del corazón. (pp. 48,49).

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C. Ningún hombre es “hacedor de la ley”. Ninguno da la plena medida de la ley en un solo precepto Justificar significa hacer justo, o probar que alguien es justo. Ahora bien, es evidente que una perfecta obediencia a una ley perfectamente justa, constituiría a alguien en una persona justa. Estaba en los designios de Dios que todas sus criaturas rindieran a la ley una obediencia tal; y en esta forma, la ley fuera constituida para vida (Rom. 7:10). Pero para que uno sea declarado “un hacedor de la ley”, seria necesario haberla guardado en su justa medida cada momento de la vida. Si la persona ha quedado corta en esto, no puede llamarse hacedor de la ley. No es hacedor de la ley si ha cumplido sólo una parte de ella. Es un hecho triste, por lo tanto, que en todo el espectro humano no se encuentra ni uno solo que sea hacedor de la ley, porque tanto judíos como gentiles “todos están bajo pecado”. Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Rom. 3: 9-12). La ley se dirige a todos los que están bajo su jurisdicción; y en todo el mundo no hay uno que pueda ser absuelto de la acusación de pecado que ella presenta en su contra. Toda boca está cerrada, y todo el mundo queda condenado ante Dios. (vers. 23). De modo que, si bien “los hacedores de la ley serán justificados”, es evidente que “por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (vers. 20). La ley, siendo “santa, justa y buena”, no puede justificar al pecador. En otras palabras, una ley justa no puede declarar que uno que la viola es inocente. Una ley que justificara a un hombre malo sería una ley injusta. La ley no puede ser vilipendiada sólo por el hecho de que no pueda justificar a los pecadores; al contrario, debe ser ensalzada por esto. El hecho de que la ley no declara justo a los pecadores, que no dice que los hombres la han guardado cuando la han violado, es en sí misma suficiente evidencia de que es buena. Los hombres aplauden a un juez terrenal que es incorruptible, uno que no puede ser sobornado y que no declarará inocente a un hombre culpable. Con más razón, ellos deben magnificar la ley de Dios, la cual no dará un falso testimonio. La ley es la perfección de la justicia y, por consiguien-

te, debe, necesariamente, declarar el triste hecho de que ninguno de la raza de Adán ha cumplido sus requerimientos (pp. 51-53).

D. La naturaleza humana es corrupta y como resultado, sus justicias son como trapos de inmundicia. Surge la imposibilidad del hombre caído para alcanzar la justicia mediante la ley No simplemente fallaron los hombres en un aspecto. Ellos han incumplido en todos los aspectos. “Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno”. No solo esto, sino que es imposible para el hombre caído, con sus fuerzas debilitadas, hacer un solo acto que pueda llegar a la medida perfecta. Esta proposición, no necesita más prueba que una declaración del hecho de que la ley es la medida de la justicia de Dios. Seguramente, ninguno hay tan presuntuoso como para pretender que algún acto de su vida ha sido o podría ser tan bueno, como si fuera hecho por el Señor mismo. Cada uno debería decir como el salmista, “no hay para mí bien fuera de ti” (Sal. 16.2).

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(…) (Se citan Juan 2: 25; Marc. 7: 21-23). En otras palabras, es más fácil hacer el mal que hacer el bien, y las cosas que una persona naturalmente hace son malas. El mal mora en el interior, y es parte del ser. Por eso el apóstol dice. “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Rom. 8: 7, 8). Y otra vez: “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gál. 5: 17). Puesto que el

mal una cias con

es parte de la naturaleza humana, siendo heredado por cada individuo a través de larga línea de antepasados pecaminosos, es evidente que sean cuales fueren las justique procedan de él, son semejantes a “trapos de inmundicia” (Isa. 64:6), comparadas el manto inmaculado de la justicia de Dios.

La imposibilidad de hacer buenas obras, procedentes de un corazón pecaminoso, es muy bien ilustrada por el Redentor: “Porque cada árbol se conoce por sus frutos, pues no se cosechan higos de los espinos, ni de las zarzas se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Luc. 6: 44, 45). Esto quiere decir, que un hombre no puede hacer el bien hasta que el primero sea bueno. O sea, que las buenas obras hechas por un pecador no tiene ningún efecto para hacerlo justo, sino todo lo contrario, viniendo de un corazón malo, ellas son malas, y así aumentan la suma de su pecaminosidad. (…) El argumento se resume así: 1. La ley de Dios es perfecta justicia, y se requiere perfecta conformidad a sus principios. 2. Pero la ley no tiene una partícula de justicia para otorgarla a ningún hombre, pues todos son pecadores e incapaces para obrar de acuerdo con sus requerimientos. Por muy diligente y celosamente que un hombre trabaje, nada de lo que él pueda hacer satisfará la plena medida de las demandas de la ley; es tan alto, que no lo puede alcanzar; no puede obtener justicia mediante la ley. “Porque por las obras de la ley ningún ser humano será justificado (hecho justo) delante de él” ¡Qué deplorable condición! Nosotros debemos tener la justicia de la ley para entrar en el cielo, y sin embargo, la ley no tiene nada de justicia para ofrecernos; ni aun ante el esfuerzo más persistente y enérgico, la ley no puede conceder siquiera una porción ínfima de esa santidad, sin la cual ningún hombre puede ver al Señor (pp. 53-55). (Se cita la parábola del fariseo y el publicano: Luc. 18: 9-14). Esta parábola fue dada para mostrar una forma en que es imposible obtener la justicia, y otra forma en la que sí es posible. Los fariseos todavía existen; hay muchos hoy en día que esperan ganarse la justicia por sus buenas obras. Ellos se creen a sí mismos justos. No siempre alardean abiertamente de sus obras, pero manifiestan de otras maneras que confían abiertamente en sus obras, en su propia justicia. En muchos casos, el espíritu del fariseo __el espíritu que quiere contarle a Dios las buenas obras, como base para obtener un favor__ se encuentran aun entre los cristianos que se sienten más humillados por causa de sus pecados. Éstos lamentan su condición pecaminosa y deploran su debilidad. Sus testimonios nunca se elevan por encima de ese nivel. A menudo sucede que por la vergüenza que sienten, se abstienen de hablar en las reuniones de testimonios y, muchas veces, no se

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atreven a acercarse a Dios en oración. Después de haber cometido algún pecado, particularmente serio, se abstienen por cierto tiempo de orar, hasta que haya pasado el sentimiento vívido de su fracaso, o hasta que ellos se imaginan que han hecho compensación mediante alguna conducta especialmente buena. ¿Qué es lo que tratan de revelar con esto? Ni más ni menos que el espíritu del fariseo que quiere ostentar su propia justicia en la cara de Dios; que no quiere allegarse a él, si no puede fundamentarse en el apoyo falso de una supuesta justicia propia. Ellos quieren decirle al Señor: “Ya puedes ver cuán bueno he sido en estos días; ahora, seguramente, sí me aceptarás”. Pero, ¿cuál es el resultado de tal proceder? El hombre que confió en su propia justicia, quedó sin ninguna; en cambio, el que oró con sincera contrición, “Dios, sé propicio a mí, pecador”, descendió a su casa como un hombre justo. ____________________ Este artículo es una selección del libro Christ and His Righteousness [Cristo y su justicia], publicado por Waggoner (Pacific Press Publishing Association, Oakland, California, 1890).

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NUESTRA JUSTICIA

Por Urías Smith

Selecciones de un editorial que apareció en “The Review and Herald”, Battle Creek, Michigan, Junio, 1889. El editorial combate las ideas de Waggoner. Se hace referencias en la página 53 Algunos de nuestros corresponsales [Se refiere a personas que habían escrito cartas a la redacción] están comenzando a enviar notas que, aparentemente, tienden a apoyar la idea de que cualquier intento de nuestra parte por guardar los mandamientos es simplemente un esfuerzo por hacernos mejores, lo cual nunca lograremos; es tratar de ser justos, lo cual equivale a querer cubrirnos con trapos de inmundicia, ya que el profeta dice que “todas nuestras justicias son trapos inmundos” (Isa. 64:6). No logramos entender exactamente lo que quieren expresar, pero nos parece que, inconscientemente, están virando los pasos hacia una posición sostenida por una clase de encarnizados opositores de nuestra causa y obra, los cuales se basan mayormente en esta línea de pensamiento. (…) (Israel se encontraba en una situación de rebeldía y desobediencia). En esta condición de culpabilidad y condenación, es claro que ellos no tenían nada de justicia que pudieran presentar en su favor ante Dios. El manto de su justicia se encontraba todo manchado, contaminado y roto. Tal como dice el profeta, no era otra cosa que trapos de inmundicia. Pero ellos no habían llegado a semejante situación debido a un esfuerzo por obedecer a Dios y guardar sus mandamientos, purificando sus vidas por el amor y la obediencia, sino precisamente por no haber hecho estas cosas. (…) La ley es espiritual, santa, justa y buena, la divina norma de justicia. La perfecta obediencia a la ley desarrollará perfecta justicia, y esa es la única forma en que uno puede obtener la justicia. Si ni Adán, ni Eva ni ninguno de su posteridad hubiesen quebrantado la ley, la familia humana habría crecido en justicia sólo por la ley. El pecado no sólo ha roto la unión entre el hombre y Dios, sino que ha imbuido al hombre de una naturaleza tal que debe ser reemplazada por una nueva naturaleza, antes que el hombre pueda volver al sendero de la obediencia; pues la mente carnal, que es nacida del pecado, no se sujeta a la ley de Dios ni tampoco puede. Cristo viene y cierra la brecha entre nosotros y Dios al proveer un sacrificio para cancelar el pecado pasado, y nos da una nueva naturaleza espiritual, a través de la cual él se propone morar en nosotros a fin de llevarnos nuevamente a una armonía con la ley, dirigirnos a amar y deleitarnos en ella, y caminar en todos sus preceptos. (…) Cuando recogemos un pedazo de hierro al rojo vivo, ¿qué es lo que nos quema? Decimos que es el hierro el que nos quema, sin embargo éste en sí mismo no posee el suficiente calor para quemarnos, debe primero ser cargado con fuego; y, entonces, es el fuego el que después nos quema, ¿no es cierto? Y todavía nosotros decimos que verdadera-

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mente es el hierro el que nos quema. El hierro está cooperando activamente con el fuego. El hierro primero recibe calor y después lo da. Asimismo, un alma elevada a un calor vivo en el servicio de Dios, cargada con el amor de Cristo, es un agente activo; guarda los mandamientos, no de una manera meramente pasiva y negativa, sino agresivamente; resiste el pecado; golpea a diestra y siniestra contra las tentaciones; mira a la ley para conocer sus deberes; descansa y adora en el sábado del Señor, y va hacia adelante en toda buena obra; y al hacer todas estas cosas, no está vistiéndose a sí mismo con trapos de inmundicia. Sin embargo, surge la pregunta: si un hombre se propone guardar la ley con su propia fuerza y forjar su propia justicia, ¿no lo puede hacer? ¿No se está vistiendo con trapos de inmundicia? A qué clase de personas se aplicaría tal pregunta, no lo sabemos. Nosotros sí sabemos, sin embargo, que no hay un adventista del séptimo día en todo el país que no haya sido enseñado mejor que suponer que en sus propias fuerzas pueda guardar los mandamientos o hacer cosa alguna sin Cristo, y es una pérdida de tiempo edificar o argumentar contra un pueblo, sobre premisas que ellos nunca admiten. Dudamos si los fariseos mismos basaron su autojusticia en la perfección de su obediencia personal a los Diez Mandamientos. Si entendemos las enseñanzas de Pablo en sus epístolas, el problema de los judíos consistió en que ellos habían llegado a confiar en su sistema ceremonial como un todo suficiente en sí mismo, para expiar sus pecados y quitar sus culpas. Así que, si ellos superficialmente cumplieron con el Decálogo y escrupulosamente atendieron a sus requerimientos ceremoniales, se imaginaron a sí mismos justos a la vista de Dios. Esto los dejó en sus pecados (porque la sangre de sus holocaustos no podía quitar el pecado) según Hebreos 10:4, superficialmente limpios y justos, diezmando la menta, el anís, el comino, pero por dentro estaban llenos de corrupción e impureza; además de esto, les impedía la aceptación de Cristo, pues no podían ver que tuvieran alguna necesidad de él; (ellos razonaban) que si los ritos de su ley les quitaba el pecado, ¿para qué, entonces, tendría que venir un Redentor y morir por ellos? Permanece, pues, una justicia que debemos poseer, la cual debe obtenerse por el hacer y enseñar los mandamientos (vers. 19) …Es muy triste la situación de un hombre, como el que se apartó de nosotros algún tiempo atrás en Battle Creek, diciendo, “Yo guardo los mandamientos no por obligación, sino porque me parece que ello agrada a Dios; y si no los guardase, el Señor tal vez no se sentiría tan contento conmigo, pero él pasaría por alto mi desobediencia porque soy hijo adoptivo de él, y la desobediencia no afectará mi salvación”. Nosotros, tristemente, estamos seguros de que se equivoca.

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LAS BUENAS NUEVAS: UN COMENTARIO SOBRE EL LIBRO DE GÁLATAS.

Por E. J. Waggoner

En el año 1900, cuando se publicó el libro The Glad Tidings, Waggoner se encontraba en Inglaterra. Durante los años 1892-97 él había dirigido la edición inglesa de la revista Present Truth, y en el momento de publicarse dicho libro, servía como primer presidente de la Asociación Sur de Inglaterra. Resulta muy interesante comparar la teología que se presenta en este libro con la que expresa Waggoner en Cristo, Nuestra Justicia, escrito diez años antes, pues se nota un cambio sutil, pero muy importante. (En la parte que sigue, el énfasis es del autor.) “Y que por la ley ninguno se justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la fe vivirá; y la ley no [procede de la fe], sino que dice: El que hiciere estas cosas vivirá por ellas” (Gál. 3: 11, 12).

¿Quiénes son justos? Al leer la afirmación, “El que por fe es justo, vivirá”, es necesario tener una idea clara de lo que significa la palabra “justo”… ser justificado por la fe, significa ser hecho justo por fe. “Toda injusticia es pecado” (1 Juan. 5:17), y “el pecado es transgresión de la ley” (1 Juan. 3:4). De modo que toda injusticia es transgresión de la ley y, por supuesto, toda justicia es obediencia de la ley. Vemos, pues, que el hombre justo es el hombre que obedece la ley, y que ser justificado es ser hecho un guardador de la Ley.

¿Cómo es posible ser justo? El fin que se persigue es la rectitud, y la ley de Dios es la norma. “La ley obra ira”, por cuanto “todos han pecado, y “la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia”. ¿Cómo podemos llegar a ser hacedores de la ley, y así escaparnos de la ira, o sea de la maldición? La respuesta es, “el que por fe es justo, vivirá”. ¡Por fe, no por obras, llegamos a ser hacedores de la ley! “Con el corazón el hombre cree para justicia” (Rom. 10:10). Es evidente que ningún hombre se justifica por la ley a la vista de Dios. ¿Cómo se sabe esto? De la siguiente manera: “El justo vivirá por la fe”. Si la justicia procediera de las obras, entonces no sería de fe; “y, si por gracia, ya no es a base de obras; de otra manera, la gracia ya no es gracia” (Rom. 11:6), “pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia sino como deuda, mas al que no obra, sino que cree en el que justifica al impío, su fe le es contada

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por

justicia” (Rom. 4:4,5). En este asunto no se admiten excepciones, pues no hay tal cosa como una obra hecha a medias. No se dice que algunos de los justos vivirán por la fe, o que ellos vivirán por la fe y por las obras; sino que dice, sencillamente, que “el justo vivirá por la fe”. Y de ahí se deduce que la justicia no viene por medio de las obras propias de uno. Todos los justos llegan a serlo y permanecen justos, por la fe sola. Esto es necesario porque la ley es santa. Es tan grande que no puede ser guardada por el hombre; solamente el poder divino puede lograrlo; de modo que, por fe, recibimos al Señor Jesús y él vive la perfecta ley en nosotros.

La ley no procede de la fe “La ley no reposa sobre la fe”. Esto se refiere, por supuesto, a la ley escrita, a saber la que aparece en un libro y a la que está en las tablas de piedra. La ley dice, sencillamente, “haz esto” o “no hagas aquello”. “El que haga estas cosas vivirá por ellas”. Esta es la única condición bajo la cual la ley escrita ofrece vida. Las obras, y solamente las obras, satisfacen sus exigencias. (…)Pero ningún ser humano ha cumplido con todo lo que la ley exige, de modo que ninguno es hacedor de la ley; es decir, no hay ninguno en cuya vida se presente una historia de perfecta obediencia. “El que haga estas cosas vivirá por ellas”. Pero es necesario tener vida, a fin de “hacer”. Un hombre muerto no puede hacer nada, y el que está “muerto en delitos y pecados” no puede hacer lo justo. Cristo es el único que tiene vida, porque el es la vida; sólo él ha cumplido y sólo él puede cumplir con la justicia de la ley. Cuando Cristo es reconocido y recibido en vez de ser rechazado, él vive en nosotros toda la plenitud de su vida, de modo que vivimos ya no nosotros, sino que vive Cristo en nosotros. Luego, su obediencia en nosotros, nos hace justos. Nuestra fe es contada por justicia, simplemente porque nuestra fe se apropia del Cristo viviente. Por fe rendimos nuestros cuerpos para ser templos de Dios. Cristo, la piedra viviente, viene a habitar en el corazón, de modo que nuestro corazón viene a ser el trono de Dios. Mediante Cristo, la ley viviente llega a ser nuestra vida, porque del corazón mana la vida” (pp. 58 y 59). ____________________ Esta es una selección del libro The Glad Tidings, de E.J. Waggoner (Pacific Press Publishing Association, Mountain View, California, 1900).

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“SIMUL JUSTUS ET PECCATOR”

Una comparación de las ideas de Martín Lutero con las de Elena G.de White

Por Loron T.Wade

Una de las ideas centrales de la teología de Martín Lutero se expresa en la frase:

Simul justus et peccator, “A La vez justo y pecador”. Al ser aceptado este concepto por los demás reformadores, llegó a ser una nota tónica en la Reforma del siglo XVI. Hoy se lo considera parte indispensable de la definición de lo que constituye un protestante. Tenemos una evidencia de la importancia de simul en el esfuerzo que dedicó la contrarreforma católica para combatirlo. EL Concilio de Trento pronunció enérgicos anatemas contra este concepto, y lo mismo han hecho incontables escritores católicos en los años subsiguientes. En tiempos más recientes, el Concilio Vaticano II aprobó toda una serie de cambios con el propósito, se decía, de lograr la renovación de la Iglesia; pero ninguno ha significado una modificación de la oposición católica al principio de Simul justus et peccator. Este breve estudio se propone, en primer lugar, describir lo que significó esta frase para Lutero; luego, considerar la posición de la Iglesia Adventista a este respecto, tomando como base de nuestro punto de vista lo escrito por Elena G. de White. El resultado de esta investigación puede redundar en una más clara comprensión de los hitos distintivos del Protestantismo y, además, ser una respuesta a la pregunta: ¿Somos protestantes los adventistas del séptimo día? 1. ¿Qué quería decir Lutero con Simul justus et peccator? En primer Lugar, no quería decir que el cristiano tiene en su naturaleza algo de justo y algo de pecador. No está insinuando que podemos ser justos y a la vez pecadores en igual proporción, mientras que la justicia impartida va desplazando al pecado en nosotros. De hecho, esta expresión, en absoluto, no se refiere a la santificación. Lutero mismo expresó su concepto de “simul” muchas veces en sus escritos. He aquí un ejemplo: Aunque, según la ley, soy pecador y estoy bajo la condenación de la ley, sin embargo, no me desespero y no muero, porque vive Cristo, quien es tanto mi justicia como mi

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vida eterna. Y en dicha justicia y en dicha vida no tengo ya ni pecado, ni temor, ni aguijón de conciencia, ni cuidado de la muerte. Ciertamente, como hijo de Adán, soy pecador en lo que se refiere a esta vida y a la justicia de la misma… pero tengo otra justicia y una vida que está muy por encima de ésta, la cual es Cristo, el Hijo de Dios, quien no conoce ni pecado ni muerte, sino que 1 es justicia y vida eterna .

“Según la ley __dice Lutero__, soy pecador y estoy bajo la condenación de la ley”. De esta manera, el reformador quiere afirmar que para el cristiano, la condición de ser, un pecador por naturaleza, nunca es una condición pasada. Mientras estemos en esta vida, tendremos que seguir diciendo: “Soy pecador”. Lutero y los demás reformadores nunca dudaron de la posibilidad e importancia de la santificación. Pero ella siempre consideró que la naturaleza pecaminosa, esa tendencia o afinidad natural hacia el mal que heredamos de Adán, perdura toda la vida. Y la naturaleza caída no sólo nos inclina a cometer pecados, sino también afecta __ contamina__ las buenas obras que son el fruto de la santificación en nosotros. Un teólogo luterano lo explica de esta manera: El cristiano es totalmente justo en Cristo, en el sentido de que la justicia de Cristo le es imputada... y es totalmente pecaminoso en sí mismo, por cuanto el pecado original que permanece en él, aun cuando no reina, afecta cada parte de su ser y contamina todo lo 2 que él hace .

¿Qué significa la expresión “contaminar”? Desde la caída del hombre, el egoísmo está arraigado en el corazón humano y, en consecuencia, es difícil realizar buenas obras por motivos totalmente puros. Siempre estará presente esa tendencia sutil, casi inconsciente, a medir las decisiones morales en términos de beneficios personales. Esta impureza de motivos es un claro ejemplo de cómo la naturaleza caída puede contaminar las buenas acciones. De hecho, cuando hemos realizado las buenas obras, intervienen el orgullo y la tendencia a compararnos con los demás. La teología católica insiste, por el contrario, en que el creyente recibe una “infusión” de gracia divina, La cual produce en él una transformación ontológica, es decir de su naturaleza pecaminosa, devolviéndole en esta vida su naturaleza original o edénica3 . Por esto, el catolicismo enseña que el hombre, “en estado de gracia”, puede hacer obras realmente meritorias y obtener así el favor de Dios4. Simul justus et peccator significa, precisamente, lo contrario: el hombre, en virtud de su naturaleza pecaminosa, no tiene y no puede tener jamás otro mérito que el de la perfecta justicia de Cristo que le es imputada por fe. 2. ¿Presenta la señora de White, de alguna manera, la idea de Simul justus et peccator en sus declaraciones? Elena G. de White, al igual que Lutero, insiste fervientemente en que la justicia imputada de Cristo es nuestra única esperanza de vida eterna: La gran obra que ha de efectuarse para el pecador que está manchado y contaminado por el mal, es la obra de la justificación. Éste es declarado justo mediante Aquel que habla la verdad. El Señor imputa al creyente la justicia de Cristo, y lo declara justo delante del universo. Transfiere sus pecados a Jesús, el representante del pecador, su sustituto y fiador. Coloca sobre Cristo la iniquidad de toda alma que cree... Aunque como pecadores estamos bajo la condenación de la ley, sin embargo Cristo, mediante la obediencia que 5 prestó a la ley, demanda para el alma arrepentida los méritos de su propia justicia .

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La idea de Simul está implícita en este párrafo: “Aunque como pecadores estamos bajo la condenación de la ley...” Estas palabras son casi idénticas a las empleadas por Lutero. Pero debemos preguntarnos si significaban lo mismo para ella, pues ya notamos que para el reformador, el tiempo presente de “estamos” continúa durante toda la vida. ¿Es esto lo que tenía en mente la señora White? ¿O se refería, más bien, al hecho de que somos pecadores en el momento cuando acudimos a Cristo? ¿Consideraba ella que el cristiano maduro también se encuentra bajo la condenación de la ley? La idea de que el cristiano maduro sigue necesitando de la gracia divina para su justificación, fue un punto central de la controversia suscitada en 1888. E. J. Waggoner, tomando como base las palabras de Isaías 64:6, afirmó que no sólo nuestros pecados, sino también “nuestras justicias”, son trapos de inmundicia y, por tanto, aun el cristiano maduro se encuentra “bajo condenación de la ley”. Ésta fue una idea clave en su presentación del tema de justificación por la fe en 18886. Cuando los ecos de esta enseñanza empezaron a llegar a las oficinas de la Review and Herald, después del famoso congreso de Minneápolis, Urías Smith se alarmó. Clara y enfáticamente el pastor Smith expresó su punto de vista en un editorial que se publicó en dicha revista el 10 de julio de 1889. Las buenas obras, realizadas con el poder del Espíritu Santo, no son trapos de inmundicia, afirmó categóricamente. Por la gracia de Cristo, la naturaleza pecaminosa es removida en esta vida __decía él__, de modo que el ser humano puede rendir una obediencia que satisface completamente los requerimientos de la justicia divina7. Pocos días después, en un congreso campestre celebrado en el estado de Nueva York, Elena de White comentó acerca de dicho editorial en un sermón, diciendo de la manera más directa posible, que el pastor Smith no había entendido correctamente el asunto8. En otro Lugar, ella toma una posición claramente protestante acerca de este tema, posición que discrepaba, por cierto, con lo que estaba enseñando la mayoría de los dirigentes adventista de ese entonces: Los servicios religiosos, las oraciones, la alabanza, la confesión arrepentida del pecado ascienden desde los verdaderos creyentes como incienso ante el santuario celestial, pero al pasar por los canales corruptos de la humanidad, se contaminan de tal manera que, a menos que sean purificados por sangre, nunca pueden ser de valor ante Dios. No ascienden en pureza inmaculada, y a menos que el Intercesor, que está a la diestra de Dios, presente y purifique todo por su justicia, no son aceptables ante Dios... Ojalá comprendieran todos que toda obediencia, todo arrepentimiento, toda alabanza y todo agradecimiento deben ser colocados sobre el fuego ardiente de la justicia de Cristo. La fra9 gancia de esta justicia asciende como una nube en torno del propiciatorio .

3. ¿Qué debemos entender de la comparación de esta declaración de Elena de White con la de Martín Lutero? En esta cita encontramos una expresión clara de Simul justus et peccator. Hay, incluso, similitud en la terminología que nos recuerda la declaración del teólogo lu-

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terano, quien escribió: “El pecado original que permanece en el hombre, aun cuando no reina, afecta cada parte de su ser y contamina todo lo que él hace”. De esta manera, la señora White rechazaba la posición católica, colocándose definidamente del lado protestante. Pero notamos, a la vez, que su explicación de este asunto no es, precisamente, idéntica a la de Martín Lutero. El reformador decía que el pecador es aceptado gracias a la justificación y a pesar de sus caminos contaminados por el pecado. Elena de White habría aceptado la verdad de este concepto. Pero hay en su expresión un equilibrio inspirado; ella ha visto en el asunto una dimensión más profunda que Lutero, aparentemente, no alcanzó a percibir. Para él, la justificación destruye el valor de las buenas obras. La señora White, en cambio, revela que es, precisamente, la justificación la que le da valor y significado a nuestras buenas obras. Por el mérito imputado de Cristo __ dice la sierva del Señor__ tales obras llegan a ser aceptables ante Dios. Cristo “sostiene delante del Padre el incensario de sus propios méritos, en los cuales no hay mancha de corrupción terrenal. Recoge en ese incensario las oraciones, las alabanzas y las confesiones de su pueblo, y a ellas les añade su propia justicia inmaculada. Luego, ascienden delante de Dios plena y enteramente aceptables”. Obsérvese la manera en que la misma idea se expresa en esta extraordinaria cita: Nuestra aceptación delante de Dios es segura sólo mediante su amado Hijo, y las buenas obras no son sino el resultado de la obra de su amor que perdona los pecados. Ellas no nos acreditan, y nada se nos concede por nuestras buenas obras por lo cual podemos pretender una parte en la salvación de nuestra alma. La salvación es un don gratuito de Dios para el creyente, que sólo se le da por causa de Cristo. El alma turbada puede hallar paz por la fe en Cristo, y su paz estará en proporción con su fe y confianza. El creyente no puede presentar sus obras como un argumento para la salvación de su alma. Pero, ¿no tienen verdadero valor las buenas obras? El pecador que diariamente comete pecados con impunidad, ¿es considerado por Dios con el mismo favor como aquel que por la fe en Cristo trata de obrar con integridad? Las Escrituras contestan: “Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”. El Señor en su providencia divina mediante su favor inmerecido, ha ordenado que las buenas obras sean recompensadas. Somos aceptados únicamente mediante los méritos de Cristo; y los hechos de misericordia, las obras de caridad que hacemos, son los frutos de la fe y se convierten en una bendición para nosotros, pues los hombres serán recompensados de acuerdo con sus obras. La fragancia de los méritos de Cristo es lo que hace que nuestras buenas obras sean aceptables delante de Dios, y la gracia es la que nos capacita para hacer las obras por las cuales él nos recompensa. Nuestras obras en sí mismas y por sí mismas no tienen mérito. Cuando hayamos hecho todo lo que podamos hacer, debemos considerarnos como siervos inútiles. No merecemos el 10 agradecimiento de Dios...

Conclusión EL catolicismo enseña que el hombre, “en estado de gracia”, obtiene méritos al hacer buenas obras; en tanto que el protestantismo enseña que la naturaleza corrom-

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pida del hombre, la cual no desaparecerá sino hasta la Segunda Venida de Cristo, contamina nuestras buenas obras y las torna incapaces de ganarnos cualquier clase de mérito. En este concepto, Elena G. de White está de acuerdo con la posición protestante. Sin embargo, ella agrega que, aun cuando las buenas obras son una moneda totalmente sin valor en mano del creyente, serán premiadas, porque Cristo les atribuye mérito con su propia justicia divina. Muchos cristianos se han quedado perplejos, al ver una aparente contradicción en la Biblia, pues se nos asegura que recibimos la salvación por fe, sin las obras de la ley, pero al mismo tiempo se dice que los redimidos serán recompensados “según sus obras”. A la luz de las ideas presentadas por la señora White, el enigma queda resuelto: La salvación es, en verdad, por gracia, y la recompensa que recibirán nuestras obras no es sino gracia sobre gracia. Es una evidencia más del insondable amor de Dios hacia los que jamás lo podremos merecer. Los adventistas del séptimo día, en armonía con la iluminación celestial, concedida a Elena G. de White sobre este asunto, tomamos una posición que nos alínea con la luz que Dios envió al mundo en ocasión de la Reforma del siglo XVI y, por lo tanto, nos declaramos, decididamente, protestantes.

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El Dr. Loron T. Wade fue catedrático en la Facultad de Teología de la Universidad de Montemorelos, Nuevo León, México. Referencias bibliográficas 1

Martín Lutero, Un comentario sobre la Epístola de San Pablo a los Gálatas (Nueva York: Robert Carter, 1849), 27. 2 P. S. Watson, “Luther and Sanctification”, Concordia Theological Monthly, tomo 30 (1995), 225. 3 José Ma. G. Gómez-Heras, Teología protestante (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1972), 48. 4 Autor anónimo, ¿Por qué somos católicos y no protestantes? (Madrid: Ediciones Paulina (s.f) 170-176. 5 Elena G. de White, Mensajes selectos, tomo 1 (Mountain View, California: Pacific Press Publishing Association, 1966), 459-460. 6 E. J. Waggoner, Christ and His Righteousness (Oakland, California: Pacific Press Publishing Co., 1890, 1972), 54, 55. 7 8 Urias Smith, Our Righteousness. Review and Herald (10 de Julio de 1889). White, manuscrito 5, 1889, citado por NorvaL F. Peace en Solamente por la fe (Mountain View, California: Pacific Press Publishing Association, 1968), 30. 9 Elena de White, Mensajes selectos ((Mountain View, California: Pacific Press Publishing Association, 1968), 404. 10 Elena de White, Comentario bíblico adventista, tomo 1 (Pacific Press Publishing Association [S. F.], 1096.

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ESTO ES JUSTIFICACIÓN POR LA FE Por Elena G. de White Cuando el pecador arrepentido, contrito delante de Dios, discierne la expiación realizada en su favor, y acepta esta expiación como su única esperanza para esta vida y la venidera, sus pecados le son perdonados. Esto es justificación por la fe. Toda alma creyente debe conformar su voluntad enteramente a la voluntad de Dios, y mantenerse siempre en un estado de arrepentimiento y contrición, confiándose a los méritos expiatorios del Redentor y progresando siempre en fortaleza, siendo transformado de gloria en gloria. El perdón y la justificación son una misma cosa. Mediante la fe, el creyente abandona la posición de rebelde, de hijo del pecado y de Satanás y pasa a ser súbdito leal de Cristo Jesús, no por causa de alguna santidad inherente, sino porque Cristo le recibe como su hijo por adopción. El pecador recibe perdón de sus pecados, porque estos pecados los ha cargado su sustituto y fiador. El Señor se dirige a su Padre Celestial diciendo: “Éste es mi Hijo. Yo lo absuelvo de la condenación de la muerte, otorgándole mi póliza de seguro de vida —vida eterna—, porque yo he ocupado su lugar y he sufrido por sus pecados. Él es, en verdad, mi hijo amado”. De esta manera, el hombre, perdonado y revestido con las hermosas vestiduras de la justicia de Cristo, está sin mancha delante de Dios. (Comentario bíblico adventista, tomo 6, material suplementario y comentario de Elena de White [Miami: Publicaciones Interamericanas, 1988]).

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IDEAS CONFUSAS ACERCA DE LA JUSTIFICACIÓN

Por Elena G. de White ¿Es posible que no entendamos que lo más costoso en el mundo es el pecado? Su costo es la pureza de conciencia, que se pierda el favor de Dios y que el alma se separe de Él, y finalmente la pérdida del cielo. El pecado de ofender al Santo Espíritu de Dios y de caminar en oposición a él, ha costado a demasiados la pérdida de su alma. ¿Quién puede medir las responsabilidades de la influencia de cada agente humano a quien nuestro Redentor ha comprado mediante el sacrificio de su propia vida? ¡Qué escena se presentará cuando el juicio comience y los libros sean abiertos para testificar acerca de la salvación o la perdición de cada alma! Se requerirá la infalible decisión de Uno que ha vivido en humanidad, amado a la humanidad, dado su vida por la humanidad, para hacer la adjudicación final de las recompensas de los justos leales y el castigo de los desobedientes, los desleales e inicuos. Al Hijo de Dios se le confía la definitiva calificación de la conducta y la responsabilidad de cada individuo. Para los que han sido partícipes de los pecados de otros hombres y han actuado contra la decisión de Dios, ha de ser una escena de la más terrible solemnidad. Una y otra vez me ha sido presentado el peligro de abrigar, como pueblo, ideas falsas sobre la justificación por la fe. Por años se me ha mostrado que Satanás trabajaría de una manera especial para confundir las mentes en este punto. La ley de Dios ha sido ampliamente tratada y presentada a las congregaciones casi tan desprovista del conocimiento de Cristo Jesús y su relación con la ley como la ofrenda de Caín. Se me ha mostrado que muchos no han llegado a la fe por causa de ideas mezcladas y confusas acerca de la salvación, porque los ministros han trabajado de una manera errónea para alcanzar los corazones. El punto que ha sido impreso por años en mi mente es la justicia imputada de Cristo. Me asombra que éste no se haya convertido en el tema de disertación en nuestras iglesias por todo el territorio, cuando de manera tan constante me ha sido presentado con insistencia, y lo he hecho el tema de casi cada discurso y plática que he dado a la gente. Al examinar mis escritos de hace quince y veinte años [hallo que] presentan el tema en la misma luz: que a quienes entran en la solemne y sagrada tarea del ministerio se los debería preparar, en primer lugar, con lecciones sobre las enseñanzas de Cristo y los apóstoles acerca de los principios vivientes de la piedad práctica. Deben ser instruídos en cuanto a qué constituye la fe ferviente y viva.

Solamente por fe

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Muchos hombres jóvenes que son enviados a la labor no entienden el plan de salvación ni qué es la verdadera conversión; en realidad, necesitan experimentar la conversión. Precisamos ser iluminados en este punto, y los ministros necesitan ser educados para explayarse más particularmente en los temas que explican la verdadera conversión. Todos los que son bautizados han de dar evidencia de que se han convertido. No hay un punto que precisa ser considerado con más fervor, repetido con más frecuencia o establecido con más firmeza en la mente de todos, que la imposibilidad de que el hombre caído haga mérito alguno por sus propias obras, por buenas que éstas sean. La salvación es solamente por fe en Cristo Jesús. Cuando este asunto es considerado, nos duele el corazón al ver cuán triviales son las declaraciones de quienes deberían comprender el misterio de la piedad. Hablan tan descuidadamente de las reales ideas de nuestros hermanos que profesan creer la verdad y enseñar la verdad. Están tan lejos de los hechos reales, según han sido presentados delante de mí. El enemigo ha enredado de tal manera sus mentes en la niebla y bruma de la mundanalidad y ésta parece tan impregnada en su entendimiento que se ha vuelto parte de su fe y carácter. Solamente una nueva conversión puede transformarlos y motivarlos a que abandonen estas falsas ideas porque es precisamente esto lo que se me ha mostrado que son. Se aferran a ellas como un hombre que se está ahogando lo hace a un salvavidas, para excitar hundirse y que su fe naufrague. Cristo me ha dado palabras que hablar: "Deben nacer de nuevo, o nunca entrarán en el reino de los cielos". Por consiguiente, todos los que tienen una correcta comprensión de este tema deberían abandonar su espíritu de controversia y buscar al Señor con todo su corazón. Entonces hallarán a Cristo y podrán dar un carácter distintivo a su experiencia religiosa. Deberían poner claramente este asunto: la sencillez de la verdadera piedad delante de la gente en cada discurso. Esto tocará las cuerdas del corazón de toda alma hambrienta y sedienta que anhela obtener la seguridad de la esperanza y la fe y la perfecta confianza en Dios mediante nuestro Señor Jesucristo. Sea hecho claro y manifiesto que no es posible mediante mérito de la criatura realizar cosa alguna en favor de nuestra posición delante de Dios o de la dádiva de Dios por nosotros. Si la fe y las obras pudieran comprar el don de la salvación, entonces el Creador estaría obligado ante la criatura. En este punto la falsedad tiene una oportunidad de ser aceptada como verdad. Si algún hombre puede merecer la salvación por algo que pueda hacer, entonces está en la misma posición del católico que cumple penitencia por sus pecados. La salvación, en tal caso, es en cierto modo una obligación, que puede ganarse como un sueldo. Si el hombre no puede, por ninguna de sus buenas obras, merecer la salvación, entonces ésta debe ser enteramente por gracia, recibida por el hombre como pecador porque acepta y cree en Jesús. Es un don absolutamente gratuito. La justificación por la fe está más allá de controversias. Y toda esta controversia termina tan pronto como se establece el punto de que los méritos de las buenas obras del hombre caído nunca pueden procurarle la vida eterna.

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Enteramente por gracia La luz que he recibido de Dios coloca este importante tema más allá de toda interrogante en mi mente. La justificación es enteramente por gracia y no se consigue por ninguna obra que el hombre caído pueda realizar. El punto ha sido presentado delante de mí con claridad, que si el hombre rico tiene dinero y posesiones, y los ofrenda al Señor se introducen ideas falsas que estropean la ofrenda por pensar que merece el favor de Dios, que el Señor está obligado a considerarlo con especial benevolencia en virtud de su donación. Ha habido muy poca instrucción clara sobre este punto. El Señor le ha prestado al hombre sus propios bienes en depósito: medios que Él requiere que le sean devueltos cuando su providencia lo manifieste y la edificación de su causa lo demande. El Señor dio el intelecto. Dio la salud y la capacidad para obtener ganancias terrenales. Creó las cosas de la tierra. Manifiesta su poder divino para desarrollar todas sus riquezas. Son frutos de su propia labranza. Él dio el sol, las nubes, las lluvias, para hacer que la vegetación floreciera. Como siervos empleados por Dios, ustedes recogieron en su mies a fin de satisfacer sus necesidades de una manera económica y conservar el saldo a disposición de Dios. Pueden decir con David: "Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos" (1 Crón. 21: 14). Así que la satisfacción del mérito de la criatura no puede consistir en devolver al Señor lo que es suyo, porque siempre fue su propiedad para ser usada según Él en su providencia lo indicara.

Se pierde el favor de Dios Por rebelión y apostasía el hombre perdió el favor de Dios; no sus derechos, porque él no podía tener valor excepto el que le fuera conferido por el amado Hijo de Dios. Este punto debe ser entendido. El hombre perdió esos privilegios que Dios en su misericordia le presentó como un don gratuito, un tesoro en depósito para ser usado en el avance de su causa y su gloria, para beneficiar a los seres que Él había hecho. En el momento cuando la criatura de Dios rehusó obedecer las leyes del reino de Dios, en ese momento se volvió desleal al gobierno del Creador y se hizo enteramente indigna de todas las bendiciones con que él la había favorecido. Esta era la situación de la raza humana después que el hombre, por su transgresión, se divorció de Dios. Entonces ya no tenía más derecho a una bocanada de aire, a un rayo de sol o a una partícula de alimento. Y la razón por la cual el hombre no fue aniquilado, fue porque Dios lo amó de tal manera que otorgó el don de su amado Hijo para que Él sufriera la penalidad de la transgresión. Cristo estuvo dispuesto a convertirse en el fiador y sustituto del hombre a fin de que éste, mediante su incomparable gracia, pudiera tener otra oportunidad __una segunda prueba__, teniendo la experiencia de Adán y Eva como una advertencia para que no transgrediera la ley de Dios como ellos lo hicieron. Y en cuanto el hombre distinga las bendiciones de Dios en la dádiva del sol y la dádiva del alimento, debería inclinarse delante del alimento, debería inclinarse delante del Hacedor en agradecido reconocimiento de que todas las cosas provienen de él. Todo lo que se le devuelve a Dios es tan sólo su propiedad, que él nos ha concedido.

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El hombre quebrantó la ley de Dios, y por medio del Redentor se hicieron promesas nuevas y frescas sobre una base diferente. Todas las bendiciones deben venir a través de un Mediador. Ahora cada miembro de la familia humana está enteramente en las manos de Cristo, y todo lo que poseemos en esta vida presente ya sea dinero, casas, tierras, capacidad de razonar, fortaleza física, o facultades intelectuales y todas las bendiciones de la vida futura, han sido colocados en nuestra posesión como tesoros de Dios para que sean fielmente empleados en beneficio del hombre. Cada don tiene el sello de la cruz y lleva la imagen y el sobrescrito de Jesucristo. Todas las cosas provienen de Dios. Desde los beneficios más insignificantes hasta la mayor bendición, todo fluye por un único Canal: la mediación sobrehumana asperjada con la sangre, cuyo valor supera todo cálculo, porque era la vida de Dios en su Hijo. Ahora bien, ninguna alma puede darle a Dios algo que ya no sea de él. Recuerden esto: "Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos" (1 Crón. 29: 14). Esto debe ser presentado delante de la gente dondequiera que vamos: que nosotros no poseemos nada, ni podemos ofrecer cosa alguna en valor, en obras, en fe, que no hayamos recibido primeramente de Dios y sobre lo cual él puede en cualquier momento poner su mano y decir: "Esto es mío: dádivas y bendiciones y dotes que yo te confié, no para enriquecerte, sino para que las uses sabiamente en beneficio del mundo".

Todo es de Dios La creación pertenece a Dios. El Señor podría, abandonando al hombre, detener su aliento al instante. Todo lo que el hombre es y todo lo que tiene, pertenece a Dios. El mundo entero es de Dios. Las casas que el hombre posee, sus conocimientos personales, todo lo que es valioso o brillante, es dotación de Dios. Todo es obsequio suyo, que ha de serle devuelto ayudando a cultivar el corazón humano. Las ofrendas más espléndidas pueden ser colocadas sobre el altar de Dios, y los hombres alabarán, exaltarán y cantarán loas al Dador por su liberalidad. ¿En qué? "Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos" (1 Crón. 29: 14). Ninguna obra del hombre puede hacerlo acreedor del amor perdonador de Dios, pero cuando el amor de Dios penetra en el alma lo llevará a hacer las cosas que Dios siempre requirió y que él debería efectuar con placer. Habrá hecho tan sólo lo que siempre fue su deber. Los ángeles de Dios en el cielo, que nunca han caído, cumplen la voluntad del Señor continuamente. Respecto de todo lo que hacen en sus afanosas diligencias de misericordia por nuestro mundo, protegiendo, guiando y cuidando por siglos a la obra de la creación de Dios tanto a los justos como a los injustos, pueden en verdad decir: "Todo es tuyo. De lo recibido de tu mano te damos". ¡Oh, si el ojo humano pudiera vislumbrar el servicio de los ángeles! ¡Si la imaginación pudiera captar y explayarse en el servicio abundante y glorioso de los ángeles de Dios, y en los conflictos que sostienen en favor de los hombres a fin de protegerlos, guiarlos, ganarlos y liberarlos de las trampas de Satanás! ¡Cuán diferentes serían la conducta y el sentimiento religioso!

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Mérito humano Los mortales pueden hacer discursos abogando vehementemente por el mérito de la criatura, y cada hombre puede luchar por la supremacía, pero los tales simplemente no saben que todo el tiempo, en principio y en carácter, están tergiversando la verdad de Jesús. Se hallan en la niebla de la ofuscación. Necesitan el precioso amor de Dios, ilustrado por el oro refinado en fuego: necesitan la vestidura blanca del carácter puro de Cristo; y necesitan el colirio celestial para poder discernir con asombro la absoluta inutilidad del mérito humano para ganar el galardón de la vida eterna. Pueden poner a los pies de nuestro Redentor fervor en el trabajo e intensas realizaciones intelectuales, elevadas y nobles, amplitud de entendimiento y la más profunda humildad; pero no hay una pizca más de gracia y talento que los que Dios dio al principio. No debe entregarse nada menos que lo que el deber prescribe, y no puede entregarse un ápice más que lo que se ha recibido primero; y todo debe ser colocado sobre el fuego de la justicia de Cristo para purificarlo de su olor terrenal, antes de que se eleve en una nube de incienso fragante al gran Jehová y sea aceptado como un suave perfume. Me pregunto, ¿de qué manera puedo exponer este tema con exactitud? El Señor Jesús imparte todas las facultades, toda la gracia, toda la contrición, todo buen impulso, todo el perdón de los pecados, al presentar su justicia para que el hombre la haga suya mediante una fe viva, la cual también es el don de Dios. Si ustedes reúnen todo lo que es bueno y santo y noble y amable en el hombre, y entonces lo presentan ante los ángeles de Dios como si desempeñara una parte en la salvación del alma humana o como un mérito, la proposición sería rechazada como una traición. De pie ante la presencia de su Creador y mirando la insuperable gloria que envuelve su persona, contemplan al Cordero de Dios entregado desde la fundación del mundo a una vida de humillación, para ser rechazado, despreciado y crucificado por los hombres pecaminosos. ¡Quién puede medir la infinitud del sacrificio! Por amor a nosotros Cristo se hizo pobre, para que por su pobreza pudiéramos ser hechos ricos. Y todas las obras que el hombre puede rendir a Dios serán mucho menos que nada. Mis súplicas son aceptas únicamente porque se apoyan en la justicia de Cristo. La idea de hacer algo para merecer la gracia del perdón es una falacia del principio al fin. "Señor, en mi mano no traigo valor alguno; simplemente a tu cruz me aferro".

Lo que el hombre no puede hacer No le darán gloria alguna las proezas encomiables que el hombre pueda realizar. Los hombres han caído en la costumbre de glorificar y exaltar a otros hombres. Me estremezco cuando observo y oigo esta práctica, porque me han sido revelados no pocos casos en los cuales la vida familiar y la obra interior de los corazones de esos mismos hombres están llenos de egoísmo. Son corruptos, contaminados, viles; y nada que proviene de todas sus realizaciones puede elevarlos delante de Dios, porque todo lo que hacen es una abominación ante su mirada. No puede haber verdadera conversión sin el abandono del pecado, y no se discierne el carácter detestable del pecado. Con una agudeza de percepción nunca alcanzada por la comprensión humana,

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ángeles de Dios observan que seres estorbados por influencias corruptoras, con almas y manos impuras, están decidiendo su destino por la eternidad; y sin embargo, muchos tienen escasa noción de lo que constituye el pecado y del remedio. Oímos tantas cosas que se predican en relación con la conversión del alma que no son ciertas. Se enseña a los hombres a pensar que si un ser humano se arrepiente será perdonado, suponiendo que el arrepentimiento es el camino, la puerta para entrar en el cielo; que el arrepentimiento tiene un cierto valor seguro para conseguirle, el perdón. Puede el hombre arrepentirse por sí mismo, no más de lo que puede perdonarse a sí mismo. Lágrimas, suspiros, resoluciones, todo esto no es sino el ejercicio apropiado de las facultades que Dios ha concedido al hombre, y apartarse del pecado en la enmienda de una vida que es de Dios. ¿Dónde hay mérito en el hombre para ganar su salvación, o para poner delante de Dios algo que sea valioso o excelente? ¿Puede una ofrenda de dinero, casas o tierras colocarlo en la lista de los merecedores? ¡Imposible! Es peligroso considerar que la justificación por la fe pone mérito en la fe. Cuando aceptamos la justicia de Cristo como un regalo, somos justificados gratuitamente mediante la redención de Cristo. ¿Qué es fe? "La certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve" (Heb. 11: 1). Es el asentimiento de la mente a las palabras de Dios, que ciñe el corazón en voluntaria consagración y servicio a él, quien dio el entendimiento, enterneció el corazón, y tomó la iniciativa para atraer la mente a fin de que contemplara a Cristo en la cruz del Calvario. La fe es rendir a Dios las facultades intelectuales, entregarle la mente y la voluntad, y hacer de Cristo la única puerta para entrar en el reino de los cielos. Cuando los hombres comprenden que no pueden ganar la justificación por los méritos de sus propias obras, y con firme y completa confianza miran a Cristo como su única esperanza, no hay en sus vidas tanto del yo y tan poco de Jesús. Las almas y los cuerpos están corrompidos y contaminados por el pecado, el corazón está alejado de Dios; sin embargo, muchos luchan con su propia fuerza finita para ganar la salvación mediante buenas obras. Piensan que Jesús obrará parte de la salvación, pero que ellos deben hacer el resto. Los tales necesitan ver por fe la justicia de Cristo como su única esperanza para el tiempo y la eternidad.

Dios obra y el hombre obra Dios ha dado a los hombres facultades y capacidades. Dios obra y coopera con los dones que ha impartido al hombre, y el hombre, siendo partícipe de la naturaleza divina y realizando la obra de Cristo, puede ser vencedor y obtener la vida eterna. El Señor no tiene intención de hacer la obra para cuyo cumplimiento ha dado facultades al hombre. La parte del hombre debe ser realizada. Debe ser un colaborador de Dios, llevando el yugo con Cristo, y aprendiendo de su mansedumbre y humildad. Dios es el poder que todo lo controla. Él otorga los dones; el hombre los recibe y actúa con el poder de la gracia de Cristo como un agente viviente.

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"Vosotros sois labranza de Dios" (1 Cor. 3: 9). El corazón debe ser labrado, mejorado, arado, rastrillado y sembrado a fin de producir su fruto para Dios en buenas obras. "Vosotros sois edificio de Dios". No podemos edificar por nosotros mismos. Hay un poder fuera de nosotros que tiene que edificar la iglesia, poniendo ladrillo sobre ladrillo y cooperando siempre con las facultades y aptitudes dadas por Dios al hombre. El Redentor debe hallar un hogar en su edificio. Dios obra y el hombre obra. Es necesario que continuamente se reciban los dones de Dios, para que pueda haber una entrega de estos dones con la misma liberalidad. Es un continuo proceso de recibir y devolver. El Señor ha provisto que el alma reciba alimento de él, a fin de que sea nuevamente entregado en la realización de sus propósitos. Para que haya sobreabundancia, tiene que haber una recepción de divinidad en la humanidad. "Habitaré y andaré entre ellos" (2 Cor. 6: 16). El templo del alma ha de ser sagrado, santo, puro e inmaculado. Debe haber una coparticipación, en la cual todo el poder es de Dios. La responsabilidad reside en nosotros. Debemos recibir en pensamientos y en sentimientos, para dar en expresión. La ley de la actividad humana y divina hace del receptor un obrero juntamente con Dios. Lleva al hombre a la posición donde puede, unido con la divinidad, hacer obras de Dios. La humanidad toca a la humanidad. La combinación del poder divino y el agente humano será un éxito completo, porque la justicia de Cristo lo realiza todo.

Poder sobrenatural para obras naturales La razón por la cual tantos dejan de ser obreros de éxito es que actúan como si Dios dependiera de ellos, y pretenden sugerirle a Dios qué debe hacer con ellos, en lugar de depender ellos de Dios. Ponen a un lado el poder sobrenatural y dejan de hacer la obra sobrenatural. Dependen todo el tiempo de sus propias facultades humanas y la de sus hermanos. Son estrechos en sí mismos y siempre están juzgando según su finita compresión humana. Necesitan elevarse, porque no tienen poder de lo alto. Dios nos da el cuerpo, la energía mental, el tiempo y la oportunidad de trabajar. Es necesario utilizar todos esos recursos al máximo. Combinando la humanidad y la divinidad se puede realizar una obra que durará por la eternidad. Cuando el hombre piensa que el Señor ha cometido un error en su caso particular, y elige su propia tarea, le espera la frustración. "Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios" (Efe. 2: 8). Aquí hay verdad que desarrollará el tema en tu mente si no la cierras a los rayos de luz. La vida eterna es un regalo infinito. Esto la coloca fuera de la posibilidad de que nosotros la ganemos, porque es infinita. Necesariamente tiene que ser un regalo. Como regalo, tiene que ser recibida por fe, y a Dios debe ofrecerse la gratitud y la alabanza. Una fe sólida no conducirá a persona alguna al fanatismo o a actuar como el siervo indolente. El poder maléfico de Satanás induce a los hombres a mirarse a sí mismos en lugar de contemplar a Jesús. La justicia de Cristo debe estar delante de nosotros si la gloria del Señor llega a ser nuestra retaguardia. Si hacemos la voluntad de Dios podemos recibir grandes bendiciones como un don gratuito del Señor, pero no porque haya mérito alguno en nosotros; éste no tiene valor. Hagan la obra de Cristo, y ustedes honrarán a Dios y saldrán más que

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vencedores por medio de Aquel que nos ama y ha dado su vida por nosotros, para que pudiéramos tener vida y salvación en Cristo Jesús. Dijo el apóstol Pablo: "¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios?... Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Cor. 6: 9-11). La ausencia de devoción, piedad y santificación del hombre externo viene por la negación de Cristo Jesús nuestra justicia. El amor de Dios necesita ser constantemente cultivado... Mientras una clase pervierte la doctrina de la justificación por la fe y deja de cumplir con las condiciones formuladas en la Palabra de Dios -"Si me amáis, guardad mis mandamientos"-, igualmente cometen un error semejante los que pretenden creer y obedecer los mandamientos de Dios pero se colocan en oposición a los preciosos rayos de luz __nuevos para ellos__ que se reflejan de la cruz del Calvario. La primera clase no ve las cosas maravillosas que tiene la ley de Dios para todos los que son hacedores de su Palabra. Los otros cavilan sobre trivialidades y descuidan las cuestiones de más peso: la misericordia y el amor de Dios. Muchos han perdido demasiado por no haber abierto los ojos de su entendimiento para discernir las cosas asombrosas de la ley de Dios. Por un lado, los religiosos extremistas en general han divorciado la Ley del Evangelio, mientras nosotros, por el otro lado, casi hemos hecho lo mismo desde otro punto de vista. No hemos levantado delante de la gente la justicia de Cristo y el pleno significado de su gran plan de redención. Hemos dejado a un lado a Cristo y su incomparable amor, introducido teorías y razonamientos, y predicado discursos argumentativos. Hombres inconversos han ocupado los púlpitos para sermonear. Sus propios corazones nunca han experimentado, mediante una fe viva, persistente y confiada, la dulce evidencia del perdón de sus pecados. ¿Cómo pueden, entonces, predicar el amor, la simpatía, el perdón. divino de todos los pecados? ¿Cómo pueden decir: "Mira y vive"? Al contemplar la cruz del Calvario, ustedes tendrán el deseo de cargar la cruz. El Redentor del mundo fue suspendido de la cruz del Calvario. Miren al Salvador del mundo, en quien habitaba toda la plenitud de la Divinidad corporalmente. ¿Puede alguien contemplar el sacrificio del amado Hijo de Dios sin que su corazón se ablande y quebrante, listo para rendir a Dios el corazón y el alma? Quede este punto completamente aclarado en cada mente: Si aceptamos a Cristo como Redentor, debemos aceptarlo como Soberano. No podemos tener la seguridad y perfecta confianza en Cristo como nuestro Salvador hasta que lo reconozcamos como nuestro Rey y seamos obedientes a sus mandamientos. Así demostramos nuestra lealtad a Dios. Entonces nuestra fe sonará genuina, porque es una fe que obra. Obra por amor. Digan de corazón: "Señor, creo que tú moriste para redimir mi alma. Si tú le has dado tal valor al alma como para ofrecer tu vida por la mía, yo voy a responder. Entrego mi vida y todas sus posibilidades, con toda mi debilidad, a tu cuidado". La voluntad debe ser puesta en completa armonía con la voluntad de Dios. Cuando se ha hecho esto, ningún rayo de luz que brille en el corazón y en las cámaras de la mente será resistido. El alma no será obstruido con prejuicios que lleven a llamar

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tinieblas a la luz, y luz a las tinieblas. La luz del cielo es bien recibida, como una luz que llena todos los recintos del alma. Esto es entonar melodías a Dios.

Fe e incredulidad ¿Cuánto creemos de corazón? Alléguense a Dios, y Dios se allegará a ustedes. Esto significa estar mucho con el Señor en oración. Cuando los que se han ejercitado a sí mismos en el escepticismo y han acariciado la incredulidad, tejiendo dudas en su experiencia, son convencidos por el Espíritu de Dios, comprenden que es su deber personal confesar su incredulidad. Abren sus corazones para aceptar la luz que se les ha enviado y cruzan por fe la línea que separa al pecado de la rectitud y a la duda de la fe. Se consagran sin reservas a Dios, para seguir la luz de él en lugar de las chispas de su propia llama. Al mantener su consagración, percibirá mayor luz y la luz aumentará más y más en brillo hasta que el día sea perfecto. La incredulidad que se acaricia en el alma tiene un poder hechizante. Las semillas de duda que han estado sembrando producirán su fruto, pero deben continuar desenterrando toda raíz, de incredulidad. Cuando estas plantas venenosas son arrancadas, dejan de crecer por falta de alimento en palabra y acción. El alma necesita que las preciosas plantas de la fe y el amor sean plantadas en el terreno del corazón y se entronicen allí. ____________________

Este artículo fue tomado del libro Fe y Obras de Elena G. de White, páginas 16 – 28. (Asociación Publicadora Interamericana. Coral Gables, Florida. 1984).

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SECCION IV: JUSTIFICACIÓN EN LA APROXIMACIÓN ECUMÉNICA ENTRE CATÓLICOS Y PROTESTANTES El 29 de marzo de 1994, un grupo llamado Evangélicos y Católicos Unidos publicó un documento de 25 páginas en el cual sus miembros afirmaban su fe común y se reconocían mutuamente como hermanos y hermanas en Cristo. No lo hacían en calidad de representantes oficiales de ninguna agrupación religiosa, sino a título personal, pero fueron personajes destacados, líderes entre evangélicos y católicos. La declaración fue redactada por el evangélico Charles Colson y el sacerdote (exluterano) Richard John Neuhaus, y después fue revisada y firmada por 40 reconocidos dirigentes evangélicos y católicos. El primer documento expresó puntos de común acuerdo, pero dejó para más tarde el difícil tema de la justificación. Tres años más tarde, en 1997, cumpliendo con lo prometido, los mismos publicaron su afirmación acerca de la salvación en la cual trataron el tema de la justificación. A continuación el documento completo:

Evangélicos y Católicos Unidos: El don de la salvación “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:16, 17). Damos gracias a Dios porque en años recientes muchos evangélicos y católicos, entre ellos nosotros mismos, hemos podido expresar una fe común en Cristo y así nos reconocemos unos a otros como hermanos y hermanas en Cristo. Juntos confesamos a un mismo Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; confesamos a Jesucristo el Hijo encarnado de Dios; afirmamos la autoridad de la Santa Escritura, la Palabra inspirada de Dios, y reconocemos los credos Apostólico y Niceno como testigos fieles a esa palabra. La efectividad de nuestro testimonio para Cristo depende de la obra del Espíritu Santo, que nos llama y capacita para confesar juntos el significado de la salvación prometida y lograda en Cristo Jesús nuestro Señor. A través de la oración y el estudio de la Santa Escritura, y asistidos por la reflexión de la iglesia sobre el texto sagrado desde los tiempos primitivos, hemos hallado que, no obstante algunas diferen-

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cias persistentes y serias, juntos podemos dar testimonio del gran don de la salvación en Cristo Jesús. De este don salvífico ahora testificamos, hablando no para nuestras respectivas comunidades cristianas sino desde ellas y a ellas. Dios nos creó para manifestar su gloria y para darnos vida eterna en el compañerismo con él mismo, pero sucedió nuestra desobediencia y nos colocó bajo condenación. Como miembros de la raza humana caída, llegamos al mundo alejados de Dios y en un estado de rebelión. Este pecado original es complicado aún más por nuestros actos personales de pecaminosidad. Las consecuencias catastróficas del pecado son tales que somos impotentes para restaurar los vínculos rotos de unión con Dios. Solamente a la luz de lo que Dios ha hecho para restaurar nuestra relación con él podemos comprender plenamente la enormidad de nuestra pérdida. La gravedad de nuestra situación y la grandeza del amor de Dios son traídos a nuestra conciencia por la vida, sufrimiento, muerte y resurrección de Jesucristo. “De tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no perezca sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). Dios el Creador es también Dios el Redentor que ofrece salvación al mundo. “Dios desea que todos se salven y lleguen a un conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2:4). La restauración de la comunión con Dios depende totalmente de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, porque él es “el único mediador entre Dios y los hombres” (1 Timoteo 2:5) y “no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Jesús dijo: “Nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Él es el santo y justo que fue muerto por nuestros pecados, “el justo por los injustos para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). El Nuevo Testamento habla de la salvación de varias maneras. La salvación es el rescate final o escatológico del pecado y sus consecuencias, es el estado final de seguridad y gloria a la cual somos llevados tanto en cuerpo como en alma. “Entonces, mucho más, habiendo sido ahora justificados por su sangre, seremos salvos de la ira de Dios por medio de él”. “Ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando creímos” (Romanos 5:9; 13:11). La salvación es también una realidad presente. Se nos dice que "él nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a su misericordia” (Tito 3:5). La realidad de salvación presente es un anticipo de la salvación que algún día disfrutaremos en toda su plenitud. Siempre está claro que la obra de la redención se ha logrado por el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz. “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros” (Gálatas 3:13). La Biblia describe las consecuencias de la obra redentora de Cristo de varias maneras, entre ellas: justificación, reconciliación, restauración de nuestra amistad con Dios, y el renacimiento de arriba por medio del cual somos adoptados como hijos de Dios y hechos herederos del Reino. “Pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción de hijos” (Gálatas 4:4, 5). La justificación ocupa un lugar central en la explicación bíblica de la salvación, y su significado ha sido muy discutido entre protestantes y católicos. Estamos de acuer-

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do en que la justificación no se gana mediante las buenas obras o méritos nuestros; es enteramente un don de Dios conferido a través de la pura gracia del Padre, por el amor que nos tiene en su Hijo, quien sufrió por nosotros y resucitó de entre los muertos para nuestra justificación. Jesús “fue entregado por causa de nuestras transgresiones y resucitado por causa de nuestra justificación” (Romanos 4:25). En la justificación, Dios, en base a la sola justicia de Cristo, nos declara ya no ser sus enemigos rebeldes sino sus amigos perdonados, y por virtud de esta declaración es así. El Nuevo Testamento aclara que el don de la justificación se recibe a través de la fe. “Por gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, sino que es don de Dios” (Gálatas 2:8). Por la fe, que también es un don de Dios, nos arrepentimos de nuestros pecados y libremente nos aferramos al Evangelio. La fe no es simplemente un asentimiento intelectual sino un acto de toda la persona, que involucra la mente, la voluntad y los afectos y resulta en una vida cambiada. Entendemos que lo que aquí afirmamos está en armonía con lo que las tradiciones reformadas han significado por justificación por la fe sola (sola fide). Por la justificación recibimos el don del Espíritu Santo, a través del cual el amor de Dios es derramado en nuestro corazón (Romanos 5:5). La gracia de Cristo y el don del Espíritu recibidos por fe (Gálatas 3:14) son experimentados y expresados de distintas maneras por la diversidad de cristianos y en diferentes tradiciones cristianas, pero el don de Dios no depende nunca de nuestra experiencia humana o de nuestra manera de expresarla. Aunque la fe es inherentemente personal, es más que simplemente una posesión privada pues entraña participación en el cuerpo de Cristo. Por el bautismo estamos visiblemente incorporados a la comunidad de fe y comprometidos a una vida de discipulado. “Hemos sido sepultados con él por medio del bautismo para muerte, a fin de que como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida” (Romans 6:4). Por su fe y su bautismo, los cristianos se comprometen a vivir en armonía con la ley del amor y la obediencia a Jesucristo el Señor. La Escritura llama a esto vida de santidad, o santificación. “Por tanto, amados, teniendo estas promesas, limpiémonos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). La santificación no está plenamente realizada al principio de nuestra vida en Cristo, sino que ésta avanza progresivamente mientras luchamos, con la gracia y la ayuda de Dios, contra la adversidad y la tentación. Es en esta lucha que se nos asegura que la gracia de Cristo es suficiente, y ésta nos capacita para perseverar hasta el fin. Si fracasamos, podemos volver a Dios con humilde arrepentimiento y con confianza pedirle y recibir su perdón. Por tanto, podemos tener una esperanza segura y la vida eterna que se nos promete en Cristo. Así como hemos compartido sus sufrimientos, compartiremos su gloria final. “Seremos semejantes a él porque le veremos como él es” (1 Juan 3:2). Aunque no debemos tratar la gracia de Dios con presunción, la promesa de Dios en Cristo es completamente confiable, y la fe en su Palabra vence nuestra ansiedad acerca de la vida eterna. Estamos comprometidos por la fe misma a tener una esperanza segura, a animarnos unos a otros en esa esperanza, y en la ella nos regocijamos, porque los

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creyentes por la fe somos “protegidos por el poder de Dios mediante la fe, para la salvación que está preparada para ser revelada en el último tiempo” (1 Pedro 1:5). De manera que, como pecadores justificados hemos sido salvados, estamos siendo salvados, y seremos salvados. Todo esto es don de Dios, el cual da como resultado una esperanza segura en un nuevo cielo y nueva tierra en los cuales los propósitos de Dios en la creación y la redención encuentran su realización gloriosa. “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11). Como creyentes somos enviados al mundo y comisionados para ser portadores de las buenas nuevas, y para servirnos unos a otros con amor, hacer bien a todos, y evangelizar a todos y en todo lugar. Es nuestra responsabilidad y firme propósito llevar al mundo entero las noticias del amor de Dios y la salvación lograda a través de nuestro Señor crucificado, resucitado y que volverá. Muchos están en gran peligro de perderse eternamente porque no conocen el camino de la salvación. En obediencia a la gran Comisión de nuestro Señor, nos comprometemos a evangelizar a todo el mundo. Debemos compartir la plenitud de la verdad salvadora de Dios con todos, inclusive con los miembros de nuestras distintas comunidades. Los evangélicos deben hablar del evangelio a los católicos y los católicos a los evangélicos, siempre expresando la verdad en amor, para que “esforzándoos por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz … para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios” (Efesios 4:3, 12, 13). Además, defendemos el derecho de libertad religiosa para todos. Dicha libertad está fundamentada en la dignidad de la persona humana creada a imagen de Dios, la cual debe ser protegida también por la ley civil. No debemos permitir que nuestro testimonio como cristianos sea debilitado por un discipulado indeciso o por diputas innecesarias y divisivas. Mientras nos gozamos en la unidad que hemos descubierto y estamos seguros de las verdades fundamentales acerca del don de la salvación que hemos afirmado, reconocemos que existen necesariamente cuestiones interrelacionadas que requieren exploración adicional y urgente. Entre estas cuestiones están las siguientes: el significado de la regeneración bautismal, la eucaristía, la gracia sacramental; el uso histórico del lenguaje de la justificación en relación con la justicia imputada y transformativa; la condición normativa de la justificación en relación a toda la doctrina cristiana; la declaración de que aunque la justificación es por la fe sola, la fe que recibe salvación nunca es sola; las distintas formas de entender el mérito, la recompensa, el purgatorio y las indulgencias; la devoción a María y la ayuda de los santos en la vida de salvación; y la posibilidad de la salvación para los que no han sido evangelizados. En cuanto a éstas y otras cuestiones, reconocemos que también existen diferencias de opinión dentro de las comunidades evangélica y católica. Estamos comprometidos a examinar estas cuestiones en nuestras conversaciones futuras. Todos los que realmente creemos en el Cristo somos hermanos y hermanas en el Señor y no debemos

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permitir que tales diferencias, por importantes que sean, debiliten esta gran verdad, ni nos impidan testificar libremente acerca del don de salvación que Dios nos ha dado en Cristo Jesús. “Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos os pongáis de acuerdo, y que no haya divisiones entre vosotros, sino que estéis enteramente unidos en un mismo sentir y en un mismo parecer” (1 Corintios 1:10). Como evangélicos que damos gracias a Dios por la herencia de la reforma y afirmamos con convicción sus credos clásicos, como católicos que conscientemente somos fieles a la enseñanza de la Iglesia Católica, y como discípulos juntos del Señor Jesucristo que reconocemos nuestra deuda a nuestros antepasados cristianos y nuestro compromiso para con nuestros contemporáneos y con los que vendrán detrás de nosotros, reafirmamos nuestra unidad en el Evangelio que aquí hemos profesado. Al continuar nuestras conversaciones, no buscamos otra unidad más que unidad en la verdad. Únicamente la unidad basada en la verdad puede agradar al Señor y Salvador a quien juntos, servimos, porque él es "el camino, la verdad y la vida" (Juan 14:6).

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Durante más o menos diez años se realizaron anualmente conversaciones entre la Federación Luterana Mundial y al Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos de parte de la Iglesia Católica. En 1999 publicaron un documento sobre la justificación que logró aprobación oficial de ambas agrupaciones religiosas. En los incisos 4.3 y 4.4 de esta declaración, y en algunas otras partes también, se notan puntos de diferencias. Sin embargo, al final de la declaración, minimizan la importancia a éstas al afirmar que “las diferencias restantes de lenguaje, elaboración teológica y énfasis … son aceptables.” Se nota, sin embargo que la Santa Sede posteriormente agregó algunas cláusulas destacando las diferencias, para aclarar que la Iglesia Católica no ha modificado su posición.

Declaracion conjunta sobre la Doctrina de la Justificacion Federación Luterana Mundial Consejo Pontificio Para La Unidad De Los Cristianos 1999

Preámbulo 1. La doctrina de la justificación tuvo una importancia capital para la reforma luterana del siglo XVI. De hecho, sería el *artículo primero y principal+ (1), a la vez *rector y juez de las demás doctrinas cristianas+ (2). La versión entonces fue sostenida y defendida en particular por su singular apreciación contra la teología y la iglesia católicas romanas de la época que, a su vez, sostenían y defendían una doctrina de la justificación de otra índole. Desde la perspectiva de la Reforma, la justificación era la raíz de todos los conflictos, y tanto en las Confesiones luteranas (3) como en el Concilio de Trento de la Iglesia católica romana hubo condenas de una y otra doctrinas. Esta últimas siguen vigentes, provocando divisiones dentro de la Iglesia. 2. Para la tradición luterana, la doctrina de la justificación conserva esa condición particular. De ahí que desde un principio ocupara un lugar preponderante en el diálogo oficial luterano-católico romano. 3. Al respecto, les remitimos a los informes *The Gospel and the Church+ (1972) (4) y *Church and Justification+ (1994) (5) de la Comisión luterano-católica romana; *Justificación by Faith+ (1983) (6) del Diálogo luterano-católico romano de los Estados Unidos y *The Condemnations of the Reformation Era - Do They Still Divide?+ (1986) (7) del Grupo de trabajo ecuménico de teólogos protestantes y católicos de Alemania. Las iglesias han acogido oficialmente algunos de estos informes de los diálogos; ejemplo importante de esta acogida es la respuesta vinculante que en 1994 dio la Iglesia Evangélica Unida de Alemania al estudio *Condemnations+ al más alto nivel

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posible de reconocimiento eclesiástico, junto con las demás iglesias de la Iglesia evangélica de Alemania (8). 4. Respecto a los debates sobre la doctrina de la justificación, tanto enfoques y conclusiones de los informes de los diálogos como las respuestas trasuntan un alto grado de acuerdo. Por lo tanto, ha llegado la hora de hacer acopio de los resultados de los diálogos sobre esta doctrina y resumirlos para informar a nuestras iglesias acerca de los mismos a efectos de que puedan tomar las consiguientes decisiones vinculantes. 5. Una de las finalidades de la presente Declaración conjunta es demostrar que a partir de este diálogo, las iglesias luterana y católica romana (9) se encuentran en posición de articular una interpretación común de nuestra justificación por la gracia de Dios mediante la fe en Cristo. Cabe señalar que no engloba todo lo que una y otra iglesia enseñan acerca de la justificación, limitándose a recoger el consenso sobre las verdades básicas de dicha doctrina y demostrando que las diferencias subsistentes en cuanto a su explicación, ya no dan lugar a condenas doctrinales. 6. Nuestra declaración no es un planteamiento nuevo o independiente de los informes de los diálogos y demás documentos publicados hasta la fecha; tampoco los sustituye. Más bien, tal y como lo demuestra la lista de fuentes que figura en el anexo, se nutre de los mismos y de los argumentos expuestos en ellos. 7. Al igual que los diálogos en sí, la presente Declaración conjunta se funda en la convicción de que al superar las cuestiones controvertidas y las condenas doctrinales de otrora, las iglesias no toman estas últimas a la ligera y reniegan su propio pasado. Por el contrario, la declaración está impregnada de la convicción de que en sus respectivas historias, nuestras iglesias han llegado a nuevos puntos de vista. Hubo hechos que no solo abrieron el camino sino que también exigieron que las iglesias examinaran con nuevos ojos aquellas condenas y cuestiones que eran fuente de división. 1. El Mensaje Bíblico De La Justificacion 8. Nuestra escucha común de la palabra de Dios en las Escrituras ha dado lugar a nuevos enfoques. Juntos oímos lo que dice el Evangelio: *De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda sino que tenga vida eterna+ (San Juan 3, 16). Esta buena nueva se plantea de diversas maneras en las Sagradas Escrituras. En el Antiguo Testamento escuchamos la palabra de Dios acerca del pecado (Sal 51, 1-1; Dn 9, 5 y ss; Ec 8, 9 y ss; Esd 9;6 y ss) y la desobediencia humanos (Gn 3, 1-19 y Neh 9, 16-26), así como la *justicia+ (Is 46, 13; 51, 5-8; 56, 1; cf. 53, 11; Jer 9, 24) y el *juicio+ de Dios (Ec 12, 14; Sal 9,5 y ss; y 76, 7-9).

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9. En el Nuevo Testamento se alude de diversas maneras a la *justicia+ y la *justificación+ en los escritos de San Mateo (5,10; 6, 33 y 21, 32), San Juan (16, 811); Hebreos (5, 1-3 y 10, 37-38), y Santiago (2, 14-26) (10). En las epístolas de San Pablo también se describe de varias maneras el don de la salvación, entre ellas: *Estad pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres+ (Gá 5, 1-13, cf. Ro 5, 11); *tenemos paz para con Dios+ (Ro 6, 11-23) y *santificados en Cristo Jesús+ (1 Co 1, 2 y 1, 31; 2 Co 1, 1). A la cabeza de todas ellas está la *justificación+ del pecado de los seres humanos por la gracia de Dios por medio de la fe (Ro 3, 23-25) que cobró singular relevancia en el período de la Reforma. 10._ San Pablo asevera que el Evangelio es poder de Dios para la salvación de quien ha sucumbido al pecado; mensaje que proclama que *la justicia de Dios se revela por fe y para fe+ (Ro 1, 16-17) y ello concede la *justificación+ (Ro 3, 21-31). Proclama a Jesucristo *nuestra justificación+ (1 Co 1, 30) atribuyendo al Señor resucitado lo que Jeremías proclama de Dios mismo (23, 6). En la muerte y resurrección de Cristo están arraigadas todas las dimensiones de su labor redentora porque él es *Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación+ (Ro 4, 25). Todo ser humano tiene necesidad de la justicia de Dios *por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios+ (Ro 1, 18; 2, 23 3, 22; 11, 32 y Gá 3, 22). En Gálatas 3, 6 y Romanos 4, 3-9, San Pablo entiende que la fe de Abraham (Gn 15, 6) es fe en un Dios que justifica al pecador y recurre al testimonio del Antiguo Testamento para apuntalar su prédica de que la justicia le será reconocida a todo aquel que, como Abraham, crea en la promesa de Dios. *Mas el justo por la fe vivirá+ (Ro 1, 17 y Hab 2, 4, cf. Gá 3, 11). En las epístolas de San Pablo, la justicia de Dios también es poder para aquellos que tienen fe (Ro 1, 17 y 2 Co 5, 21). Él hace de Cristo justicia de Dios para el creyente (2 Co 5, 21). La justificación nos llega a través de Cristo Jesús *a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre+ (Ro 3, 2, véase 3, 21-28). *Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras...+ (Ef 2, 8-9). 11. La justificación es perdón de los pecados (cf. Ro 3, 23-25; Hechos 13, 39 y San Lucas 18, 14), liberación del dominio del pecado y la muerte (Ro 5, 12-21) y de la maldición de la ley (Gá 3, 10-14) y aceptación de la comunión con Dios: ya pero no todavía plenamente en el reino de Dios a venir (Ro 5, 12). Ella nos une a Cristo, a su muerte y resurrección (Ro 6, 5). Se opera cuando acogemos al Espíritu Santo en el bautismo, incorporándonos al cuerpo que es uno (Ro 8, 1-2 y 9-11; y 1 Co 12, 1213). Todo ello proviene solo de Dios, por la gloria de Cristo y por gracia mediante la fe en *el Evangelio del Hijo de Dios+ (Ro 1, 1-3). 12. Los justos viven por la fe que dimana de la palabra de Cristo (Ro 10, 17) y que obra por el amor (Gá 5, 6), que es fruto del Espíritu (Gá 5, 22) pero como los justos son asediados desde dentro y desde fuera por poderes y deseos (Ro 8, 35-39 y Gá 5, 16-21) y sucumben al pecado (1 Jn 1, 8 y 10) deben escuchar una y otra vez las

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promesas de Dios y confesar sus pecados (1 Jn 1, 9), participar en el cuerpo y en la sangre de Cristo y ser exhortados a vivir con justicia, conforme a la voluntad de Dios. De ahí que el Apóstol diga a los justos *...ocupaos en vuestra salvación por temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad+ (Flp 2, 12-13). Pero ello no invalida la buena nueva: *Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús+ (Ro 8, 1) y en quienes Cristo vive (Gá 2, 20). Por la justicia de Cristo *vino a todos los hombres la justificación que produce vida+ (Ro 5, 18).

2. La Doctrina De La Justificacion En Cuanto Problema Ecumenico 13. En el siglo XVI, las divergencias en cuanto a la interpretación y aplicación del mensaje bíblico de la justificación no solo fueron la causa principal de la división de la iglesia occidental, también dieron lugar a las condenas doctrinales. Por lo tanto, una interpretación común de la justificación es indispensable para acabar con esa división. Mediante el enfoque apropiado de estudios bíblicos recientes y recurriendo a métodos modernos de investigación sobre la historia de la teología y los dogmas, el diálogo ecuménico entablado después del Concilio Vaticano II ha permitido llegar a una convergencia notable respecto a la justificación, cuyo fruto es la presente Declaración conjunta que recoge el consenso sobre los planteamientos básicos de la doctrina de la justificación. A la luz de dicho consenso, las respectivas condenas doctrinales del siglo XVI ya no se aplican a los interlocutores de nuestros días.

3. La Interpretacion Común De La Justificacion 14. Las iglesias luterana y católica romana han escuchado juntas la buena nueva proclamada en la Sagradas Escrituras. Esta escucha común, junto con las conversaciones teológicas mantenidas en estos últimos años, forjaron una interpretación de la justificación que ambas comparten. Dicha interpretación engloba un consenso sobre los planteamientos básicos que, aun cuando difieran, las explicaciones de las respectivas declaraciones no contradicen. 15. En la fe, juntos tenemos la convicción de que la justificación es obra del Dios trino. El Padre envió a su Hijo al mundo para salvar a los pecadores. Fundamento y postulado de la justificación es la encarnación, muerte y resurrección de Cristo. Por lo tanto, la justificación significa que Cristo es justicia nuestra, en la cual compartimos mediante el Espíritu Santo, conforme con la voluntad del Padre. Juntos confesamos: *Sólo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras+ (11). 16. Todos los seres humanos somos llamados por Dios a la salvación en Cristo. Sólo a través de Él somos justificados cuando recibimos esta salvación en fe. La fe es en sí don de Dios mediante el Espíritu Santo que opera en palabra y sacramento en la co-

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munidad de creyente y que, a la vez, les conduce a la renovación de su vida que Dios habrá de consumar en la vida eterna. 17. También compartimos la convicción de que el mensaje de la justificación nos orienta sobre todo hacia el corazón del testimonio del Nuevo Testamento sobre la acción redentora de Dios en Cristo: nos dice que en cuanto pecadores nuestra nueva vida obedece únicamente al perdón y la misericordia renovadora que de Dios imparte como un don y nosotros recibimos en la fe y nunca por mérito propio cualquiera que éste sea. 18. Por consiguiente, la doctrina de la justificación que recoge y explica este mensaje es algo más que un elemento de la doctrina cristiana y establece un vínculo esencial entre todos los postulados de la fe que han de considerarse internamente relacionados entre sí. Constituye un criterio indispensable que sirve constantemente para orientar hacia Cristo el magisterio y la práctica de nuestras iglesias. Cuando los luteranos resaltan el significado sin parangón de este criterio, no niegan la interrelación y el significado de todos los postulados de la fe. Cuando los católicos se ven ligados por varios criterios, tampoco niegan la función peculiar del mensaje de la justificación. Luteranos y católicos compartimos la meta de confesar a Cristo en quien debemos creer primordialmente por ser el solo mediador (1 Ti 2, 5-6) a través de quien Dios se da a sí mismo en el Espíritu Santo y prodiga sus dones renovadores.

4. Explicacion De La Interpretacion Comun De La Justificacion 4.1. La impotencia y el pecado humanos respecto a la justificación 19. Juntos confesamos que en lo que atañe a su salvación, el ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios. La libertad de la cual dispone respecto a las personas y a las cosas de este mundo no es tal respecto a la salvación porque por ser pecador depende del juicio de Dios y es incapaz de volverse hacia él en busca de redención, de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la salvación por sus propios medios. La justificación es obra de la sola gracia de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo confesamos juntos, es válido decir que: 20. Cuando los católicos afirman que el ser humano *coopera+, aceptando la acción justificadora de Dios, consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana. 21. Según la enseñanza luterana, el ser humano es incapaz de contribuir a su salvación porque en cuanto pecador se opone activamente a Dios y a su acción redentora. Los luteranos no niegan que una persona pueda rechazar la obra de la gracia, pero aseveran que sólo puede recibir la justificación 'pasivamente', lo que excluye toda po-

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sibilidad de contribuir a la propia justificación de negar que el creyente participa plena y personalmente en su fe, que se realiza por la Palabra de Dios. 4.2. La justificación en cuanto perdón del pecado y fuente de justicia 22. Juntos confesamos que la gracia de Dios perdona el pecado del ser humano y, a la vez, lo libera del poder avasallador del pecado, confiriéndole el don de una nueva vida en Cristo. Cuando los seres humanos comparten en Cristo por fe, Dios ya no les imputa sus pecados y mediante el Espíritu Santo les transmite un amor activo. Estos dos elementos del obrar de la gracia de Dios no han de separarse porque los seres humanos están unidos por la fe en Cristo que personifica nuestra justificación (1 Co 1, 30), perdón del pecado y presencia redentora de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo confesamos juntos, es válido decir que: 23. Cuando los luteranos ponen el énfasis en que la justicia de Cristo es justicia nuestra, por ello entienden insistir sobre todo en que la justicia ante Dios en Cristo le es garantizada al pecador mediante la declaración de perdón y tan sólo en la unión con Cristo su vida es renovada. Cuando subrayan que la gracia de Dios es amor redentor (*el favor de Dios+) (12) no por ello niegan la renovación de la vida del cristiano. Más bien quieren decir que la justificación está exenta de la cooperación humana y no depende de los efectos renovadores de vida que surte la gracia en el ser humano. 24. Cuando los católicos hacen hincapié en la renovación de la persona desde dentro al aceptar la gracia impartida al creyente como un don (13), quieren insistir en que la gracia del perdón de Dios siempre conlleva un don de vida nueva que en el Espíritu Santo, se convierte en verdadero amor activo. Por lo tanto, no niegan que el don de la gracia de Dios en la justificación sea independiente de la cooperación humana. 4.3. Justificación por fe y por gracia 25. Juntos confesamos que el pecador es justificado por la fe en la acción salvífica de Dios en Cristo. Por obra del Espíritu Santo en el bautismo, se le concede el don de salvación que sienta las bases de la vida cristiana en su conjunto. Confían en la promesa de la gracia divina por la fe justificadora que es esperanza en Dios y amor por él. Dicha fe es activa en el amor y, entonces, el cristiano no puede ni debe quedarse sin obras, pero todo lo que en el ser humano antecede o sucede al libre don de la fe no es motivo de justificación ni la merece. 26. Según la interpretación luterana, el pecador es justificado sólo por la fe ('sola fide'). Por fe pone su plena confianza en el Creador y Redentor con quien vive en comunión. Dios mismo insufla esa fe, generando tal confianza en su palabra creativa. Porque la obra de Dios es una nueva creación, incide en todas las dimensiones del ser humano, conduciéndolo a una vida de amor y esperanza. En la doctrina de la *justificación por la sola fe+ se hace una distinción entre la justificación propiamente

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dicha y la renovación de la vida que forzosamente proviene de la justificación, sin la cual no existe la fe, pero ello no significa que se separen una y otra. Por consiguiente, se da el fundamento de la renovación de la vida que proviene del amor que Dios otorga al ser humano en la justificación. Justificación y renovación son una en Cristo quien está presente en la fe. 27. En la interpretación católica también se considera que la fe es fundamental en la justificación. Porque sin fe no puede haber justificación. El ser humano es justificado mediante el bautismo en cuanto oyente y creyente de la palabra. La justificación del pecador es perdón de los pecados y volverse justo por la gracia justificadora que nos hace hijos de Dios. En la justificación, el justo recibe de Cristo la fe, la esperanza y el amor, que lo incorporan a la comunión con él (14). Esta nueva relación personal con Dios se funda totalmente en la gracia y depende constantemente de la obra salvífica y creativa de Dios misericordioso que es fiel a sí mismo para que se pueda confiar en él. De ahí que la gracia justificadora no sea nunca una posesión humana a la que se puede apelar ante Dios. La enseñanza católica pone el énfasis en la renovación de la vida por la gracia justificadora; esta renovación en la fe, la esperanza y el amor siempre depende de la gracia insondable de Dios y no contribuye en nada a la justificación de la cual se podría hacer alarde ante Él (Ro 3, 27). 4.4. El pecador justificado 28. Juntos confesamos que en el bautismo, el Espíritu Santo nos hace uno en Cristo, justifica y renueva verdaderamente al ser humano, pero el justificado, a lo largo de toda su vida, debe acudir constantemente a la gracia incondicional y justificadora de Dios. Por estar expuesto, también constantemente, al poder del pecado y a sus ataques apremiantes (cf. Ro 6, 12-14), el ser humano no está eximido de luchar durante toda su vida con la oposición a Dios y la codicia egoísta del viejo Adán (cf. Gá 5, 16 y Ro 7, 7-10). Asimismo, el justificado debe pedir perdón a Dios todos los días, como en el Padrenuestro (Mt 6, 12 y 1 Jn 1, 9), y es el llamado incesantemente a la conversión y la penitencia, y perdonado una y otra vez. 29. Los luteranos entienden que ser cristiano es ser *al mismo tiempo justo y pecador+. El creyente es plenamente justo porque Dios le perdona sus pecados mediante la Palabra y el Sacramento, y le concede la justicia de Cristo que él hace suya en la fe. En Cristo, el creyente se vuelve justo ante Dios pero viéndose a sí mismo, reconoce que también sigue siendo totalmente pecador; el pecado sigue viviendo en él (1 Jn 1, 8 y Ro 7, 17-20), porque se torna una y otra vez hacia falsos dioses y no ama a Dios con ese amor íntegro que debería profesar a su Creador (Dt 6, 5 y Mt 22, 3640). Esta oposición a Dios es en sí un verdadero pecado pero su poder avasallador se quebranta por mérito de Cristo y ya no domina al cristiano porque es dominado por Cristo a quien el justificado está unido por la fe. En esta vida, entonces, el cristiano puede llevar una existencia medianamente justa. A pesar del pecado, el cristiano ya no está separado de Dios porque renace en el diario retorno al bautismo, y a quien

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ha renacido por el bautismo y el Espíritu Santo, se le perdona ese pecado. De ahí que el pecado ya no conduzca a la condenación y la muerte eterna (15). Por lo tanto, cuando los luteranos dicen que el justificado es también pecador y que su oposición a Dios es un pecado en sí, no niegan que, a pesar de ese pecado, no sean separados de Dios y que dicho pecado sea un pecado *dominado+. En estas afirmaciones coinciden con los católicos romanos, a pesar de la diferencia de interpretación del pecado en el justificado. 30. Los católicos mantienen que la gracia impartida por Jesucristo en el bautismo lava de todo aquello que es pecado *propiamente dicho+ y que es pasible de *condenación+ (Ro 8, 1) (16). Pero de todos modos, en el ser humano queda una propensión (concupiscencia) que proviene del pecado y compele al pecado. Dado que según la convicción católica, el pecado siempre entraña un elemento personal y dado que este elemento no interviene en dicha propensión, los católicos no la consideran pecado propiamente dicho. Por lo tanto, no niegan que esta propensión no corresponda al designio inicial de Dios para la humanidad ni que esté en contradicción con Él y sea un enemigo que hay que combatir a lo largo de toda la vida. Agradecidos por la redención en Cristo, subrayan que esta propensión que se opone a Dios no merece el castigo de la muerte eterna ni aparta de Dios al justificado. Ahora bien, una vez que el ser humano se aparta de Dios por voluntad propia, no basta con que vuelva a observar los mandamientos ya que debe recibir perdón y paz en el Sacramento de la Reconciliación mediante la palabra de perdón que le es dado en virtud de la labor reconciliadora de Dios en Cristo (17). 4.5. Ley y Evangelio 31. Juntos confesamos que el ser humano es justificado por la fe en el Evangelio *sin las obras de la Ley+ (Ro 3, 28). Cristo cumplió con ella y, por su muerte y resurrección, la superó cuanto medio de salvación. Asimismo, confesamos que los mandamientos de Dios conservan toda su validez para el justificado y que Cristo, mediante su magisterio y ejemplo, expresó la voluntad de Dios que también es norma de conducta para el justificado. 32. Los luteranos declaran que para comprender la justificación es preciso hacer una distinción y establecer un orden entre ley y Evangelio. En teología, ley significa demanda y acusación. Por ser pecadores, a lo largo de la vida de todos los seres humanos, cristianos incluidos, pesa esta acusación que revela su pecado para que mediante la fe en el Evangelio se encomienden sin reservas a la misericordia de Dios en Cristo que es la única que los justifica. 33. Puesto que la ley en cuanto medio de salvación fue cumplida y superada a través del Evangelio, los católicos pueden decir que Cristo no es un *legislador+ como lo fue Moisés. Cuando los católicos hacen hincapié en que el justo está obligado a ob-

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servar los mandamientos de Dios, no por ello niegan que mediante Jesucristo, Dios ha prometido misericordiosamente a sus hijos, la gracia de la vida eterna (18). 4.6. Certeza de salvación 34. Juntos confesamos que el creyente puede confiar en la misericordia y en las promesas de Dios. A pesar de su propia flaqueza y de las múltiples amenazas que acechan su fe, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo puede edificar a partir de la promesa efectiva de la gracia de Dios en la Palabra y el Sacramento y estar seguros de esta gracia. 35. Los reformadores pusieron un énfasis particular en ello: en medio de la tentación, el creyente no debería mirarse a sí mismo sino contemplar únicamente a Cristo y confiar tan sólo en Él. Al confiar en la promesa de Dios, tiene la certeza de su salvación que nunca tendrá mirándose a sí mismo. 36. Los católicos pueden compartir la preocupación de los reformadores por arraigar la fe en la realidad objetiva de la promesa de Cristo, prescindiendo de la propia experiencia y confiando sólo en la Palabra de perdón de Cristo (cf. Mt 16, 19 y 18, 18). Con el Concilio Vaticano II, los católicos declaran: Tener fe es encomendarse plenamente a Dios (19) que nos libera de la oscuridad del pecado y la muerte y nos despierta a la vida eterna (20). Al respecto, cabe señalar que no se puede creer en Dios y, a la vez, considerar que la divina promesa es indigna de confianza. Nadie puede dudar de la misericordia de Dios ni del mérito de Cristo. No obstante, todo ser humano puede interrogarse acerca de su salvación, al constatar sus flaquezas e imperfecciones. Ahora bien, reconociendo sus propios defectos puede tener la certeza de que Dios ha previsto su salvación. 4.7. Las buenas obras del justificado 37. Juntos confesamos que las buenas obras, una vida cristiana de fe, esperanza y amor, surgen después de la justificación y son fruto de ella. Cuando el justificado vive en Cristo y actúa en la gracia que le fue concedida, en términos bíblicos, produce buen fruto. Dado que el cristiano lucha contra el pecado toda su vida, esta consecuencia de la justificación también es para él un deber que debe cumplir. Por consiguiente, tanto Jesús como los escritos apostólicos amonestan al cristiano a producir las obras del amor. 38. Según la interpretación católica, las buenas obras, posibilitadas por obra y gracia del Espíritu Santo, contribuyen a crecer en gracia para que la justicia de Dios sea preservada y se ahonde la comunión en Cristo. Cuando los católicos afirman el carácter *meritorio+ de las buenas obras, por ello entienden que, conforme al testimonio bíblico, se les promete una recompensa en el cielo. Su intención no es cuestionar la índole de esas obras en cuanto don, ni mucho menos negar que la justificación siem-

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pre es un don inmerecido de la gracia, sino poner el énfasis en la responsabilidad del ser humano por sus actos. 39. Los luteranos también sustentan el concepto de preservar la gracia y de crecer en gracia y fe, haciendo hincapié en que la justicia en canto ser aceptado por Dios y compartir la justicia de Cristo es siempre completa. Asimismo, declaran que puede haber crecimiento por su incidencia en la vida cristiana. Cuando consideran que las buenas obras del cristiano son frutos y señales de la justificación y no de los propios *méritos+, también entienden por ellos que, conforme al Nuevo Testamento, la vida eterna es una *recompensa+ inmerecida en el sentido del cumplimiento de la promesa de Dios al creyente. 5. Significado Y Alcance Del Consenso Logrado 40. La interpretación de la doctrina de la justificación expuesta en la presente declaración demuestra que entre luteranos y católicos hay consenso respecto a los postulados fundamentales de dicha doctrina. A la luz de este consenso, las diferencias restantes de lenguaje, elaboración teológica y énfasis, descritas en los párrafos 18 a 39, son aceptables. Por lo tanto, las diferencias de las explicaciones luterana y católica de la justificación están abiertas unas a otras y no desbarata el consenso relativo a los postulados fundamentales. 41. De ahí que las condenas doctrinales del siglo XVI, por lo menos en lo que atañe a la doctrina de la justificación, se vean con nuevos ojos: las condenas del Concilio de Trento no se aplican al magisterio de las iglesias luteranas expuesto en la presente declaración y, la condenas de las Confesiones Luteranas, no se aplican al magisterio de la Iglesia Católica Romana, expuesto en la presente declaración. 42. Ello no quita seriedad alguna a las condenas relativas a la doctrina de la justificación. Algunas distaban de ser simples futilidades y siguen siendo para nosotros *advertencias saludables+ a las cuales debemos atender en nuestro magisterio y práctica (21). 43. Nuestro consenso respecto a los postulados fundamentales de la doctrina de la justificación debe llegar a influir en la vida y el magisterio de nuestras iglesias. Allí se comprobará. Al respecto subsisten cuestiones de mayor o menor importancia que requieren ulterior aclaración, entre ellas, temas tales como: la relación entre la Palabra de Dios y la doctrina de la iglesia, eclesiología, autoridad de la iglesia, ministerio, los sacramentos y la relación entre justificación y ética social. Estamos convencidos de que el consenso que hemos alcanzado sienta sólidas bases para esta aclaración. Las iglesias luteranas y la Iglesia Católica Romana seguirán bregando juntas por profundizar esta interpretación común de la justificación y hacerla fructificar en la vida y el magisterio de las iglesias.

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44. Damos gracias al Señor por este paso decisivo en el camino de superar la división de la iglesia. Pedimos al Espíritu Santo que nos siga conduciendo hacia esa unidad visible que es voluntad de Cristo.

Aclaraciones le la Santa Sede a la Declaracion Conjunta Al presentar el 25 de junio en la Sala de Prensa de la Santa Sede la *Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación+, el cardenal Edward I. Cassidy, prefecto del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, ilustró algunas cuestiones del documento que todavía tienen que aclararse para que alcance el acuerdo total por parte de la Santa Sede. El cardenal puso en evidencia que este documento, *sin lugar a dudas, debe ser entendido como un eminente resultado del movimiento ecuménico y como un hito en el camino hacia el restablecimiento de la plena unidad visible entre los discípulos del único Señor y Salvador Jesucristo+. El purpurado reveló que por parte católica, el proyecto ha sido examinado principalmente por la Congregación para la Doctrina de la Fe y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Asimismo, aseguró que la Santa Sede ha recibido una considerable ayuda de los comentarios ofrecidos por varias Conferencias Episcopales de países en los que un significativo número de luteranos y católicos viven juntos.

Los límites de la declaración Cassidy explicó que *Al mismo tiempo, la declaración común tiene sus límites. Constituye un importante progreso, pero no pretende resolver todas las cuestiones que luteranos y católicos deben afrontar juntos en el camino que han emprendido para superar su separación y llegar a la plena unidad visible+. *La Iglesia católica cree que no se puede hablar aún de un consenso tal que elimine toda diferencia entre católicos y luteranos en la comprensión de la justificación+. *Las dificultades principales son las relativas al párrafo 4.4 de la declaración común, sobre la persona justificada como pecadora. (...) La explicación luterana parece en contradicción con la comprensión católica del bautismo, que borra todo lo que puede ser propiamente definido como pecado+. *Uno de los puntos más debatidos de la declaración común se refiere a la cuestión tratada en el n. 18, relativa al modo según el cual los luteranos comprenden la justificación, que para ellos constituye el criterio sobre el que se basa la vida y la praxis de la Iglesia (...). También para los católicos, la doctrina de la justificación es 'un criterio indispensable que constantemente orienta hacia Cristo toda la enseñanza y la praxis de nuestras Iglesias'. Los católicos, sin embargo, 'se sienten vinculados por múltiples criterios' y la Nota enumera estos últimos+. *Con satisfacción, la Iglesia Católica ha puesto en evidencia que el n. 21 (...) declara que el hombre puede rechazar la gracia; pero hay que afirmar también que, junto a la libertad de rechazar, existe en la persona justificada una nueva capacidad para adherirse a la voluntad divina, una capacidad que --justamente-- se define como 'cooperatio'. Teniendo en cuenta este modo de comprender, y notando también que en el n. 17 luteranos y católicos expresan la convicción común de que la nueva vida proviene de la

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misericordia divina, y no de un mérito nuestro de cualquier tipo, no se ve bien cómo el término 'mere passive' pueda ser usado a este propósito por los luteranos+. *La Iglesia católica mantiene también, junto con los Luteranos, que las buenas obras de la persona justificada son siempre fruto de la gracia. Al mismo tiempo, y sin disminuir mínimamente la total iniciativa divina, ésta (la Iglesia) las considera fruto del hombre justificado e interiormente transformado. Por lo tanto, se puede afirmar que la vida eterna es, al mismo tiempo, gracia y recompensa dada por Dios por las buenas obras y los méritos+. *Sería especialmente deseable proceder a una reflexión más profunda sobre el fundamento bíblico que constituye, tanto para los luteranos como para los católicos, la base común de la doctrina de la justificación+. *El acto formal de la firma de la declaración común está fijado para el próximo otoño, en una fecha que todavía no se ha establecido y en el marco de las celebraciones por el consenso alcanzado.

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El movimiento ecuménico tropieza con justificación por la fe

Por el Cardenal Avery Dulles En septiembre de 1957, en Oberlin, Ohio, EEUU, se celebró una reunión sobre el tema de “La naturaleza de la unidad que procuramos”. El movimiento ecuménico había estado activo durante más de una generación en Europa pero la reunión de Oberlin fue el inicio de una nueva etapa del movimiento en Norteamérica. La ocasión fue histórica por la cantidad y diversidad de los participantes. Por primera vez en la historia una gran variedad de denominaciones norteamericanas se comprometieron en la tarea de procurar la unidad cristiana. El ímpetu hacia la unidad se fortaleció cuatro años después por la Asamblea General del Concilio Mundial de Iglesias en Nueva Delhi y entonces, en 1963, por la Cuarta Conferencia Mundial sobre Fe y Orden en Montreal. La entrada oficial de la iglesia católica al movimiento ecuménico vino después del segundo concilio Vaticano (1962-1965). En septiembre del 2007 el Concilio Nacional de Iglesias celebró una nueva conferencia en Oberlin para marcar el 50 aniversario de aquella reunión histórica. Las siguientes palabras son tomadas del discurso pronunciado en esa ocasión por del cardenal Avery Dulles. En ellas el cardenal reflexiona sobre el progreso del movimiento ecuménico y los factores y lo han limitado.

El instrumento principal del ecumenismo durante el pasado medio siglo ha sido una serie de conversaciones teológicas entre las iglesias separadas. Tomando como base lo que tenían en común, los socios procuraban demostrar que su patrimonio compartido contenía las semillas de una concordancia mucho más estrecha que la que se había reconocido en el pasado. Dieron nueva lectura a documentos confesionales a la luz de la Biblia y los credos primitivos como autoridades que tenían en común, y produjeron declaraciones que mostraban una convergencia impresionante con respecto a temas tradicionalmente vistas como motivos de separación, tales como justificación, Mariología, Escritura y tradición, eucaristía y ordenación al ministerio. Los avances logrados por la Comisión Internacional Anglo-católica, el Grupo de Siervos y la Comisión Mundial sobre Fe y Orden en su documento de Lima acerca del bautismo, eucaristía y el ministerio merecen nuestra admiración. Yo, en lo personal, aprecio y apoyo las declaraciones ecuménicas que he firmado, inclusive las del diálogo luterano-católico y la de Evangélicos y Católicos Unidos. Y sin embargo, por valioso que haya sido el método de convergencia, no carecía de limitaciones. Cada nueva sesión de diálogo despertó expectativas para el futuro. Los que participaban en el siguiente diálogo sentían que podrían ser tildados de fracasados si no producían nuevos acuerdos. Se esperaba que en algún

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momento el proceso alcanzaría un punto en que ya había dado todo lo que podía. Al fin tropezaría con diferencias difíciles que resistirían la eliminación por este método de convergencia. Cuando los diálogos procuraban ir más allá de la convergencia y lograr una reconciliación plena sobre asuntos más difíciles, en algunos casos se sobreextendieron. Aunque no todos estarían de acuerdo, creo que la famosa Declaración Luterana-católica sobre la Justificación por la Fe que se firmó en 1999 exageró el grado de concordancia. Después de afirmar correctamente que los diálogos entre luteranos y católicos de décadas anteriores había logrado un consenso básico acerca de las doctrinas de la justificación por la gracia a través de la fe, la declaración unida va un paso más allá y afirma, con menos seguridad, que los puntos de desacuerdo que aún permanecen puede ser obviado, por tratarse de "diferencia de lenguaje, elaboración teológica y énfasis", y que por lo tanto no merecen condenación de ninguna de las dos partes. La declaración inclusive afirma que estas diferencias son "aceptables". En mi propia opinión, algunas de las diferencias no resueltas en realidad son doctrinas importantes. ¿Es la persona justificada siempre e inevitablemente un pecador digno de condenación a la vista de Dios? ¿Pueden los seres humanos, con la ayuda de la gracia, de disponerse a recibir gracia santificadora? ¿Pueden los seres humanos merecer un aumento de gracia y gloria celestial con la ayuda de la gracia que ya recibieron? ¿Tienen los pecadores después de recibir el perdón todavía la obligación de hacer satisfacción [penitencia] por sus pecados? Al tratar con cuestiones como éstas, los luteranos y los católicos parecen dar respuestas incompatibles. Nada de la declaración unida me convence de que tales diferencias son cuestiones meramente de especulación teológica o formulación lingüística. Conversaciones bilaterales han sido muy útiles para las iglesias con una tradición doctrinal firme y amplia, tales como la ortodoxa, la luterana, la anglicana y la católica. Han disipado prejuicios pasados, han identificado puntos de acuerdo reales antes no sospechados y han facilitado que ambas partes hablen más de lo que antes se creía posible. Pero en los aspectos en que las iglesias hacen uso de diferentes fuentes normativas o diferentes métodos exegéticos, los diálogos han sido menos fructíferos. Muchos de los diálogos del Siglo XX optaron por tomar la Biblia, interpretada por el método histórico-crítico, como su norma principal. Éste método ha funcionado hasta cierto punto para las iglesias protestantes tradicionales y para la Iglesia Católica después del Vaticano II. Pero muchos cristianos no confían en una aproximación crítica para estudiar la Biblia. Y los mismos católicos, sin rechazar el método histórico-crítico, profesan muchas doctrinas que disfrutan de poco apoyo en la Biblia cuando es interpretada de esta manera. Ellos dependen de exégesis alegórica o espiritual, autenticada por el consenso de los fieles y tradiciones teológicas largamente sostenidas. Como consecuencia, ciertas doctrinas católicas, tales como la primacía del papa, la inmaculada concepción, la asunción, y el purgatorio han sido relegadas o dejadas a un lado. Incapaces de tratar con doctrinas tales como éstas, los diálogos las han tratado como motivo de vergüenza ecuménica. Los diálogos organizados de acuerdo con métodos dominantes del siglo pasado han tendido a ser reductivos, y muchos cristianos doctrinalmente conservadores, aferrados a sus creencias, se han abstenido de participar en el diálogo ecuménico

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por temor a la transigencia doctrinal. Es más, después de la década de los 1980, muchas de las iglesias que antes estaban comprometidas con el diálogo ecuménico, se han mostrado deseosas por mantener su propia identidad. Algunos observadores hablan de hacer una reconfesionalización en el contexto ecuménico. [El cardinal está comentando el hecho de que el movimiento ecuménico en este momento está bastante débil. Esto se debe a que muchos de los participantes se han despertado a la realidad de que las diferencias doctrinales en verdad no son reconciliables.]

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