EDICION N°7
ILUSTRACIÓN: NICOLÁS ANDRADE
LOS QUE MIRAN D E C O S TA D O
C R Ó N I C A P O R PAT R I C I O H I D A L G O
PANCHO MOUAT EXTRACTOS LIBRO “CALENDARIO” 2016
NICOLÁS VIDAL
EL EFÍMERO VUELO DE AVIACIÓN
ESTEBAN ABARZÚA ÁLVARO DÍAZ ¿VOS SABÉS SI FONTANARROSA CUENTO PEGABA PATADAS?
CRISTÓBAL CORREA EL NEGOCIO DE ESTAR EN LA ANFP
EUSEBIO
LA PANTERA Y EL ÁGUILA. UN AMOR EN BLANCO Y NEGRO.
EL FÚTBOL DE PANTALÓN LARGO EDICIÓN N°7 DE CABEZA
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BOTÍN DE ORO
EL RECONOCIMIENTO AL MÁXIMO GOLEADOR DE EUROPA EN MANOS DE UN AFRICANO POR PRIMERA VEZ.
ILUSTRACIÓN: CRISTÓBAL FUENTEALBA
En éste número, horramos a:
Hernán Humberto Godoy Véliz
Clavito Godoy 06 pag
EDITORIAL N°7 DE CABEZA 2016
EDITORIAL EL LUGAR MALDITO, aquel al que ninguno de los espectadores presta la mínima atención. Una cárcel que esconde a los despreciados, a quienes se les ha negado el sueño del protagonismo, y cuyo oprobio salta a la vista: no tienen ni siquiera el derecho a vestirse como futbolistas, deben esconder su equipamiento bajo otros ropajes. Mientras sus compañeros corran, organicen y griten, los jugadores de la banca estarán sentados. Y cuando, finalmente, se les permita levantarse, será para trotar fuera de la cancha, calentar sus músculos de espalda al espectáculo. A tal punto la banca esconde a los rezagados, que los entrenadores han decido huir de ahí. No quieren permanecer sentados como aquellos que esperan su oportunidad, se ponen de pie y huyen hasta los límites demarcados, para que nadie vaya a confundirlos con los secundarios. Esos son a quienes hemos querido homenajear, a los que esperan sentados a que llegue su momento, a los suplentes del fútbol y de la vida. Los que no somos los salvadores de casi nada, ni los llamados a convertir el gol que dará el campeonato. En una sociedad podrida de exitismo, donde se enseña que ser segundos no vale nada, salimos a reivindicar a los derrotados, a los que no salen en la foto ni los invitan al programa estelar. Siguiendo nuestra vocación de buscar en el fútbol (y en la vida) las historias lejos de las cámaras, las historias pequeñas, con protagonistas cercanos y reconocibles; salimos a hablar sobre la banca, ese lugar maldito.
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SUMARIO EDITORIAL / p07
LA BANCA
¿VOS SABÉS SI FONTANARROSA PEGABA PATADAS? / P14
POR ESTEBAN ABARZÚA
COPAZO HISTÓRICO / p18
LAS PORTADAS DE TU VIDA
EL EFÍMERO VUELO DE AVIACIÓN / p22
POR NICOLÁS VIDAL
PALERMO: QUE EL MILAGRO EMPIECE EN SANTA LAURA / P34
POR PATRICIO HIDALGO
EL ÁRBITRO QUE SE EXPULSÓ A SÍ MISMO / P42
POR JUAN PABLO MENESES
EL LOCO ARAYA VENCIDO POR SU SOMBRA / P50
POR ROBERTO MERINO
EL NEGOCIO DE ESTAR EN LA ANFP / P54
POR CRISTÓBAL CORREA
TIRO LIBRE: EXTRACTOS FUTBOLEROS DEL LIBRO “CALENDARIO” / P60
POR FRANCISCO MOUAT
LOS JUEVES DEL SUPLENTE DE LABRUNA / P68
POR SERGIO MONTES
LA HISTORIA OLVIDADA DEL GESTO MÁS NOBLE... / P76
POR ESTEBAN ABARZÚA
O LA ROMPES O LA CAGAS: NÉMESIS ANTI-ÉPICA DE UN DEBUT / P80
POR FRANCESCO SCAGLIOLA
LA “GENERACIÓN DORADA”: SOCIALISMO, ÉXITO Y OCASO / P84
POR PAULO FLORES
LA GRACIA DE NO SER BUENO PARA LA PELOTA / P90
POR ÁLVARO DÍAZ
11 IDEAL / P98
MIS TÉCNICOS FAVORITOS POR ROCÍO YAÑEZ
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BENFICA
EL CLUB EN QUE ES DIOS, AL QUE LLEVÓ A LA CIMA DE EUROPA EN 1962.
INICIOS
¿QUÉ HACE UN NIÑO DE MOZAMBIQUE LLEVÁNDOSE POR DELANTE A TODA LISBOA, PRIMERO, Y LUEGO A EUROPA Y EL MUNDO ENTERO?
STAFF EQUIPO DIRECTOR
CRISTÓBAL CORREA (@CRISTOBALCORREA) EDITOR GENERAL
NICOLÁS VIDAL (@NICOVIDAL79) EDITORES
PATRICIO HIDALGO SERGIO MONTES (@SMONTESL)
DANIEL CAMPUSANO (@dampusano2015) DIRECTOR DE ARTE
NICOLÁS PARRAGUEZ
ESCRIBEN EN ESTA EDICIÓN JUAN PABLO MENESES FRANCISCO MOUAT ROBERTO MERINO ESTEBAN ABARZÚA ÁLVARO DÍAZ PAULO FLORES FRANCESCO SCAGLIOLA ROCÍO YÁÑEZ
WEB MATÍAS PARRAGUEZ IGNACIO CORREA
ILUSTRACIONES
FOTOGRAFÍA
GONZALO LOSADA CRISTOBAL FUENTEALBA FRANCISCO ROJAS NICOLÁS ANDRADE ANDREA VÁSQUEZ SIERRA
CLAUDIO POZO (@CPOZO)
DISEÑO
¿Vos sabés si Fontanarrosa pegaba patadas? Por Esteban Abarzúa (@eabarzua)*
F
ONTANARROSA, Sacheri y Soriano son reconocidos como los tres mejores exponentes del relato futbolero por una razón muy obvia: le pegaron el palo al gato con sus primeros cuentos. Se vendieron bien y los dejaron seguir publicando. *** Siempre he pensado que Fontanarrosa clavó la pelota en el ángulo cuando escribió sus cuentos de fútbol. Al pedo, pero en el ángulo. Yo no sé si vos te acordás, pero esa palabra, pedo, la mete tres veces al reverendo pedo en los tres primeros párrafos de su mejor tocuen. Mamita querida: 19 de diciembre de 1971. Todo ese fato del viejo Casale. Había que
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ser muy hijo de puta para llevarlo al estadio ese día, pero los pibes no se iban a quedar así, esperando que Ñúbel les hiciera la colita. También la palabra pero está en todos lados, pero la verdad, la verdad, hermano, uno se caga de la risa. Esa es la posta, hermano. Por algo le han dicho Fontanarrisa al maestro del lunfardo. Porque si te gusta el fóbal, aunque no hayas leído en tu puta vida a Fontanarrosa, vos tenés que conocer la historia de Casale. Yo una vez hablé con el Negro en un café de Viamonte o Suipacha, no me acuerdo bien. Para mí todas las callecitas de Buenos Aires se llaman Viamonte o Suipacha. El Negro Fontanarrosa decía algo del humor, que cuando escribes te puede salir
o no, y que no es como contar un chiste: para chistes el Flaco Olmedo o el Gordo Porcel, ojalá los dos juntos. Yo, en cambio, le hablaba del viejo Casale y de morirse en el tablón, porque esa sí que es muerte, eh, ¿pero se puede morir feliz uno sabiendo que se está muriendo? No recuerdo lo que me respondió el Negro, lo noté cansado. Seguramente había respondido mil veces la misma estúpida pregunta. Son cosas que a uno se le ocurren, claro. O sea: si te pasas cuatro años de tu vida esperando el próximo Mundial, por qué diablos te van a entrar ganas de morirte, pedazo de sorete. Aunque sea en la cancha o en el tablón. Aunque sea con tus amigos de Central tratando de cancherear contra la lepra, loco.
http://jrestrepo.artelista.com/
CRÓNICA / ESTEBAN ABARZÚA
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Yo en esos años tenía una idea lo suficientemente superficial como para creer que era el primero al que se le había ocurrido. Y, obvio, se la solté a Fontanarrosa como quien no quiere la cosa, como cuando los chochamus te mandaban a robar uvas a la casa de un vecino: lo que escribes, cuando escribes de fútbol, naturalmente tiene que mostrar lo que eres o lo que alguna vez fuiste como jugador de fútbol. Sí, entendámonos, lo primero es haber entrado a una cancha, aunque sólo fuera para cumplir con la regla más antigua del potrero: el más gil al arco. De otra manera no te podés enterar de lo que es un partido. Y no te hablo de Camus, no. Premio Nobel y la puta que lo parió. No nos equivoquemos. No tengo nada contra Camus, pero dejemos el cartel a un lado y hablemos en serio de esa frase que repiten todos: “Lo que más sé, a la larga, de la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”. Andá a cagar, pibe. A otro perro con ese sohue. Camus era arquero, con suerte agarraba la pelota tres o cuatro veces por partido. Y con la mano. Con la mano. No, a mí no. Un partido es otra cosa, señor. También es una situación, de 45 por lado, en la que por largos momentos parece que no pasa nada. Y vos creés que no pasa nada, chabón, pero siempre pasa algo. El partido no son los otros, el once contra once, el partido eres vos ahí haciéndote el boludo la mayor parte del tiempo esperando que te llegue la pelota para hacerle un caño al primer gil que venga a marcarte o para partir por la mitad a cualquiera que se te acerque. Ahí tiene que estar el relato, hermano. Por eso
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Camus no escribió realmente de fútbol, porque apenas lo vio pasar frente a sus ojos. Yo lo imagino bajo los tres palos justo cuando le patean un penal: Camus se te va a tirar para el lado contrario de donde viene la gallina. Chau, Albert: fuiste bueno. Tengo un punto ahí, pero vos tenés que pensar en la cara del pobre Fontanarrosa, en ese café de Viamonte o Suipacha, haciendo de oreja frente a toda la majamama que yo le metía. ¿A este salame de dónde lo sacaron, che? ¿Por qué no me chupás un huevo, cabezón? Y después de todo eso, cuando el Negro ya me estaba empezando a relojear, por supuesto, venía la poronga. ¿Vos, Negro, de qué jugás? ¿Jugás? Y el Negro, con esa sonrisita de pelotudo que nunca pudo borrarse: juego en el medio, de puntero fantasma, de ocho tiradito atrás pero no tanto, de enganche mentiroso, falso contención o de vagoneta, un poco de todo eso; cuando juego, claro. Puro verso, loco. Dejá de hacerte el cajetilla. ¿La pisabas o repartías leña? No recuerdo bien la respuesta de Fontanarrosa. Quizás dijo que intentaba pisarla, pero con poca fortuna. Y de las patadas tal vez dijo eso mismo: no me acuerdo si alguna vez pegué. Hablé con Fontanarrosa en septiembre de 2003. El Negro se murió en julio de 2007. En septiembre de 2011 fui a la casa de Eduardo Sacheri, en Castelar, más o menos con las mismas preguntas. Tengo una primera edición de Esperándolo a Tito y otros cuentos, la de Galerna, que encontré en un cajón de saldos
de una librería de Corrientes, quizás en el mismo viaje a Buenos Aires en el que tercié al Negro. Pero algo me pasa con Sacheri. ¿Acaso soy el único que encuentra demasiadas coincidencias entre su Esperándolo a Tito y las Escenas de la vida deportiva, de Fontanarrosa? De entrada, está el coso de los nombres. El cuento del Negro empieza así: “Andá cambiándote, Tito”. ¿Homenaje o balurdo? En ambos relatos lo que se cuenta son las tensiones de la previa de un partido, pero con Sacheri vas derechito a diplomarte de Magdalena. Con Sacheri el que no llora no mama, aunque, en realidad, si vos no llorás el que no mama es él. Sacheri al menos me dijo sin rodeos que juega de zaguero central. Pero aclaró que tampoco pegaba patadas, salvo cuando llegaba tarde a la pelota. Sí, lo que oyen: un backcentro que no anda con el hacha a la espalda. Ni Elías Figueroa. Mi pregunta, entonces, es qué tipo de central sería Sacheri. Esa vez que hablamos no supo explicarlo. O le dio vergüenza. Entonces pasemos a la poesía de Sacheri en la parte más emotiva de su cuento más conocido, cuando por fin aparece el famoso Tito a jugar con sus amigotes: “Y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era”. Mamita querida. ¡Dónde carajo vamos a encontrar una oración con menos literatura que esa! En Sacheri no importa el puesto dentro de la cancha, sino su espíritu como futbolista: a lo mejor es el tragasables que jugaba porque su papá era amigo del entrenador y llegaba a todos
CRÓNICA / ESTEBAN ABARZÚA
los partidos con los zapatos recién lustrados y de la mano de su mamá, que seguramente también tenía de califa al entrenador. Buen tipo Sacheri, claro. Hay que decirlo así, tarzaneante: buen tipo Sacheri. Según él, en el Olimpo de los escritores futboleros están Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano. Él se ve más atrás, medianeando en la tabla de posiciones pero al mismo tiempo tratando de que no se le noten las medallas de oro que le entregaron en Hollywood. Como sea, Fontanarrosa, Sacheri y Soriano son reconocidos como los tres mejores exponentes del relato futbolero por una razón muy obvia: le pegaron el palo al gato con sus primeros cuentos. Se vendieron bien y los dejaron seguir publicando. No tuve, eso sí, la suerte de hablar con Soriano, no soy tan jovie. Pero Sacheri insiste en que habría intentado marcarlo decentemente ante la opción ficticia de enfrentarlo en un cruce por los puntos. En el prólogo de Arqueros, ilusionistas y goleadores, un tal Ángel Berlanga sostiene que Soriano es centrodelantero y escritor, y que tiene el cross a la mandíbula de Roberto Arlt, que en este caso sería la volea precisa y seca que vence al arquero y conmueve a simpatizantes y adversarios. Berlanga lo afirma sin lugar a dudas: “Hay en Soriano unos hilos invisibles que van desde su puesto en la cancha hasta su forma de escribir”. Ya la tenés atroden, jovato. Como Fontanarrosa, Soriano era capaz de clavarla en el ángulo. Pero no al pedo, sino con su eterno olfato goleador. En El penal más largo del mundo hay jugadas
futbolísticas y literarias que sus dos compañeros de equipo jamás habrían sospechado que eran posibles de elaborar. Por ejemplo: “Nosotros saltamos el paredón y fuimos a mirar de cerca de Díaz, el viejo, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si se hubiera sacado la sortija en la calesita”. A mí me sacó una sonrisa con esta, cuando un pueblo entero probaba en los penales al Gato Díaz: “Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borceguí militar y casi arranca la red”. Ahí, como decíamos en el barrio, hay cobre. Pero los otros dos si les tiras un pase te devuelven un ladrillo. “Con Soriano –sin embargo– hay que tener el cerebro lleno de materia fecal para pensar que a partir de allí se puede fundar una rama literaria”. Pará, pibe. Pará. ¿De qué misterioso sombrero sale este conejo? Lo sacó Roberto Bolaño, que en su vida escribió un solo cuento de fútbol y era hincha de Ferrobadminton, y empezó a ser feliz cuando ese equipo bajó a segunda y luego a tercera y finalmente desapareció. También dijo una vez que hacer un gol era un acto vulgar y que, en cambio, hacer un autogol es un gesto de independencia. El bueno de Soriano, que además es generoso, divertido y simpático según Bolaño, se le apareció como una especie de ecuación literaria: “Un poco de humor, mucha solidaridad, amistad porteña, algo de tango, boxeadores tronados y Marlowe viejo pero firme”.
además de ser un cuento que publicó por encargo. En esta pasada, para ser francos, es como el jugador que entra a la cancha solamente para sacar del partido al mejor hombre del equipo rival. Parece que no viniera a cuento hablar de Bolaño aquí, aunque tal vez sea todo lo contrario: a la literatura del fútbol, para ser literatura, todavía le faltan escritores que sean capaces de pegar una buena patada. No ganás mucho con andar toda la vida a los pedos y más encima esperando que te los aplaudan. * Subeditor de Deportes de Las Últimas Noticias. Autor de los libros “Secretos de Camarín”, “Chilenos de oro”, “Me pongo de pie”, “Soy del Colo” y “Las Pelotas”. Ganador del Premio Periodismo de Excelencia, mención crónica, de la Universidad Alberto Hurtado y del Premio Aporte a la Literatura Deportiva, del Círculo de Periodistas Deportivos de Chile.
Bolaño antes de colgar los botines nos dejó Buba, que no es precisamente el mejor de sus relatos, pero es su única oferta futbolera,
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LAS PORTADAS DE TU VIDA / COPAZO HISTÓRICO
La Cuarta:
COPazo
histórico L
A NOCHE DEL 5 de junio de 1991 Cristián Colin Lemunao y Cristián Valenzuela Inostroza atesoraban, sin conocerse, un mismo anhelo: ver a Colo Colo levantar la Copa Libertadores. Un sueño que se esperó por años, que se tuvo tan cerca en el 73’, y que ahora parecía tan real. Noventa minutos separaban a Colo Colo de la gloria; el empate sin goles obtenido en el Defensores del Chaco ante Olimpia de Paraguay era un resultado alentador. Esa noche era una oportunidad irrepetible para alcanzar lo que, hasta ese día, se miraba y no se tocaba. Además, el juego alentaba la ilusión. La campaña de los albos en la fase de grupos y las posteriores instancias eliminatorias daban cuenta de un equipo sólido; el cuadro dirigido por Mirko Jozic y capitaneado por “El Kaiser” Jaime Pizarro había sorteado de buena forma los rivales que se presentaron. La eliminatoria contra el último de esos rivales, Boca Juniors, fue una verdadera batalla campal, pero la defensa
del Colo Colo compuesta por Lizardo Garrido, Javier Margas y Miguel Ramírez salió airosa frente a una delantera que metía miedo con Gabriel Omar Batistuta y Diego Latorre. En la final, los goles de Luis Pérez ayudaron a soltar los nervios, pero recién en el tanto de Leonel Herrera se pudo celebrar con la soltura que dan las certezas. El pitazo final marcaría para siempre la historia del fútbol local, convirtiendo a los albos en el primer equipo chileno en alzar una copa internacional, y el único que ha tenido en sus manos la gloriosa Copa Libertadores. Lemunao y Valenzuela celebraron como los miles de chilenos y chilenas que se abrazaron hasta las lágrimas y cantaron de Arica a Magallanes “¡Colo Colo campeón!”.
ta la madrugada. El frío invernal se olvidó al calor de los gritos y saltos de los hinchas. No obstante, además de la pasión por Colo Colo, Lemunao y Valenzuela compartirían esa noche un trágico desenlace: uno cayó al intentar subirse a un camión en Alameda con República, y el otro murió arrollado por un conductor ebrio en la comuna de Macul. En total, 12 personas fallecieron en el marco de la celebración de la Copa Libertadores. Hoy sus familias recordarán que, hace 25 años, perdieron a uno de los suyos.
El triunfo desató la alegría de un pueblo, iniciando los festejos en el centro neurálgico y espacio de encuentro de nuestros escasos logros deportivos: Plaza Baquedano. Desde todos los sectores de la capital se iniciaron caravanas, y los bocinazos sonaron has-
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ILUSTRACIÓN: CRISTÓBAL FUENTEALBA
En éste número, horramos a:
Jorge Luis Garcés Rojas
PEINETA GARCES 20 pag
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el efímero vuelo de aviación Por Nicolás Vidal (@nicovidal79)*
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CRÓNICA / EL EFÍMERO VUELO DE AVIACIÓN
A LA IZQUIERDA. La familia Bachelet. ABAJO. Los cuerpos suspendidos, el vuelo ha comenzado. Aviación fue una manera de acercar la Fuerza Aérea a los civiles.
L
OS JUVENILES del Club Deportivo Aviación se entretienen en la cancha con un par de pelotas. Unos juegan al tontito, cerca del círculo central, pero hay otros que se quedan junto a uno de los arcos. Ahí, agachado bajo los tres palos, hay un hombre alto que luce vigoroso a pesar del mechón de pelo blanco que insiste –porfiado– en caer sobre su frente. El hombre se esfuerza por atajar los balonazos que le lanzan sus entusiastas tiradores. Tampoco exageremos: le pegan con cariño, evitan los disparos fuertes, rasantes, esquinados. El juego dura unos minutos, hasta que el arquero embolsa uno de los disparos, acurruca el balón bajo su brazo derecho y abandona caminando la línea de sentencia. Se detiene cerca de la medialuna del área. Ahí conversa con dos muchachos, sin soltar la pelota. Al principio, se le ve muy serio, casi formal. Su porte impresiona, pero más que su porte me atrevería a afirmar que lo que realmente impresiona es que sea un general de la República el que sigue hablando con los dos juveniles en el semicírculo. La
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pelota abandona el refugio de su brazo derecho. La levanta con una mano y la apunta con el dedo índice de la otra. Parece importante lo que les está diciendo. Pero después sonríe y les revuelve el pelo con afecto, antes de partir caminando hacia el costado de la cancha. Al llegar a la línea del lateral, toma el balón, lo lanza al aire y lo golpea fuerte con el pie, en busca de ese cielo que tanto ama.
pies le gustaba demasiado. No concebía un futuro en que no estuviera vestido de corto, con el balón dominado y esperando el claro para meter un pase desequilibrante. A base de fintas, amagues y habilitaciones milimétricas, se transformó en una de las grandes promesas del club. En esa condición, muchas veces compartió el camarín con el primer equipo, donde recibía bromas y consejos por igual.
Falta todavía para que comience el partido, pero ya se ven un par de hinchas en las graderías del Estadio de la Base Aérea El Bosque. El equipo local va puntero invicto en el campeonato de la Segunda División de 1973. Son varios centenares de hinchas los que irán llegando al estadio con el transcurso de los minutos, ignorando el frío de ese invierno, que se prolongará indefinidamente. Hay un viento helado que insiste en colarse por entre los tablones de madera de la galería. Al comienzo de la jornada, parecía que el sol ganaría la batalla, pero al poco rato, de manera imprevista para algunos pero esperable para los más experimentados, las nubes grises oscurecieron el cielo.
***
Alberto Bachelet ya está sentado en la tribuna, en el mismo lugar de siempre. La gente, ahora sí, comienza a manchar las graderías. El rival puede ser Ferroviarios, Independiente de Cauquenes o San Luis de Quillota. No importa, él siempre está ahí, desde donde ahora aplaude al Deportivo Aviación, que –vestido completamente de rojo: calcetines, pantalones y camiseta– sale de los camarines para entrar a la cancha. *** Reinaldo Marchant jugó, hasta los 16 años, en la juvenil y en el equipo de reservas de Aviación. Era el menor de cinco hermanos. Siempre ocupó el apellido materno, porque su padre, Mario Arriagada, los abandonó cuando tenía sólo dos años. Creció en una casita de madera, con el piso de tierra y una letrina en el patio. Proveniente de San Miguel, cuna de jugadores de la talla de Carlos Caszely, Marchant se dedicaba íntegramente a su sueño de ser futbolista profesional. Su talento lo había hecho conocido en el barrio: le tocaban la puerta para invitarlo a fiestas, pero él prefería cuidarse porque lo que tenía en los
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Deportivo Aviación era el club de fútbol de la Fuerza Aérea de Chile. Fue fundado en 1957 y jugó en torneos amateurs hasta que el año 71 ganó el Campeonato Regional de la Zona Central. Ahí fue aceptado en la Segunda División, dicen, principalmente porque ofrecía un nuevo recinto para Santiago: el Estadio Reinaldo Martín de la Base Aérea de El Bosque. A partir de 1970, el Vice Presidente del club era el general Alberto Bachelet. Pero no se trataba de un cargo honorífico ni mucho menos: Bachelet se desvivía por Aviación. No sólo tenía un lugar fijo en la tribuna para ver los partidos del primer equipo, también asistía a los entrenamientos, se acercaba a los jugadores y supervisaba la parte administrativa. Así lo recuerda Marchant: “Don Beto, así le decíamos, era muy cercano con los jugadores. Yo era chico todavía, pero siempre estaba ahí, sentado en la tribuna, mirando los entrenamientos. A veces se ponía a jugar con nosotros, de arquero y también de defensa. Incluso solía pescar a cuatro o cinco cabros jóvenes y nos invitaba a jugar unos picaditos con amigos suyos. También se acercaba a conversar un rato con nosotros, para aconsejarnos. Se preocupaba del bienestar de todos los jugadores, en especial de los más jóvenes. Tengan cuidado y nunca dejen los estudios, nos decía, porque esta profesión dura poco y en cualquier momento se pueden lesionar. Un día me dijo: me gustaría que me trajera sus notas, para verlas. Y se las llevé. “Me doy cuenta que hay una diferencia muy grande entre lo que usted hace en una cancha de fútbol y en una sala de clases, me dijo al final, sonriendo”.
CRÓNICA / EL EFÍMERO VUELO DE AVIACIÓN
ALBERTO BACHELET. Arriba, el segundo de derecha a izquierda es el General.
Al general Bachelet le preocupaba la falta de comunicación de las Fuerzas Armadas con el pueblo, con los más humildes, con la base de la sociedad civil. El aislamiento de una institución como esa podía tener consecuencias muy peligrosas, sobre todo tomando en cuenta la crispación política de la época. Por eso, Aviación se transformó en un hermoso puente de comunicación entre ambos mundos. La Base Aérea de El Bosque era un lugar de encuentro. Cada partido era una fiesta: el estadio recibía a toda la gente del barrio y sus alrededores. A pesar de los conflictos que desgarraban al país en ese convulsionado año 73, en esa cancha no se veían actividades políticas o partidistas. Aviación era un club de fútbol, pero simbolizaba algo mucho más profundo. *** El equipo aviador debutó en la Segunda División el año 1972, consiguiendo un meritorio octavo lugar. El plan original de la directiva era pelear por el ascenso en un plazo de cinco años, sin embargo, la campaña del 73 les deparó a todos una enorme sorpresa. De la mano del técnico
Arturo Quiroz, tuvieron un comienzo fulgurante: hasta el 9 de septiembre de 1973, iban punteros del campeonato de ascenso con 18 puntos en 11 partidos. Llamaba la atención, indudablemente, la solidez defensiva del equipo: a esas alturas, en los mismos 11 partidos, sólo les habían convertido 5 goles. El gran responsable se llamaba Wilfredo Leyton, quien, algunos años después, se dio el lujo de mantener en el banco a Eduardo Fournier y Roberto Rojas. No exagero, Leyton era un arquerazo. Incluso, habiendo pasado más de cuarenta años, su nombre sigue vigente: hasta el día de hoy mantiene el récord de nuestro fútbol profesional con cuatro penales atajados consecutivamente; y además fue el autor del primer gol de arco a arco en Chile, en octubre del mismo año 73, contra San Antonio Unido. Leyton, Fournier, Rojas: tres arqueros excepcionales en menos de diez años de vida en el profesionalismo. Pero el arquero no jugaba solo. También destacaban el defensa Eduardo García, de gran juego aéreo, el mediocampista Javier Méndez y los
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EDICIÓN N°7 DE CABEZA 2016
goleadores Héctor Chávez y Manuel Antequera. *** El 9 de septiembre de 1973 se jugó en el Estadio de la Base Aérea de El Bosque el último partido en que el general Alberto Bachelet fue Vice Presidente de Aviación. El equipo rojo marchaba puntero invicto, mientras que Santiago Morning y Everton se peleaban por ser su escolta. Quiero pensar que estuvo ahí ese día que jugaron contra San Luis de Quillota, sentado en el mismo lugar de siempre, como todos los fines de semana, disfrutando de esa dulce sensación de quien vive una experiencia agradable sin saber que será la última. El partido pintaba fácil. Jugaban de local contra San Luis, que a esas alturas iba en el último lugar. El equipo quillotano, como buen colista, fue a colgarse del palo a la cancha de El Bosque. La marca asfixiante en todo el campo de juego y los buenos reflejos del portero Ledesma les permitieron estirar un empate sin celebraciones hasta el minuto 89. Aviación sentía la baja de su creador, Javier Méndez, y no parecía capaz de botar ese impresionante muro amarillo. El reloj avanza descontrolado hasta marcar el último minuto del partido, justo cuando se cobra un tiro libre indirecto en el área visitante. Díaz le pega fuerte al arco y el portero Ledesma –el mismo que había sido inmensa figura, como suele pasarle a los abnegados representantes del puesto más ingrato del mundo– se sorprende y estira la mano para tapar ese remate que no valía, dejándosela servida a Juárez, quien sólo tuvo que soplarla para meterla en el arco. Me gusta la imagen de Bachelet celebrando ese triunfo agónico, con el mechón blanco resbalando sobre su frente, mientras recibe la felicitación alborozada del resto de los hinchas. Punteros invictos. Ese gol de Juárez era un regalo postrero que le daba su equipo: una de sus últimas alegrías. *** El golpe suave del agua tibia sobre su pelo. Un minuto de obligada espera bajo la ducha. Cerrada la llave, los acontecimientos de ese día eterno se
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sucederán como una ráfaga; una ráfaga esperada, incluso previsible para él, pero mucho más dura de lo que jamás pudo imaginarse. General de la Fuerza Aérea y comisionado en servicio en el Gobierno de Salvador Allende, Alberto Bachelet tiene a su cargo, ni más ni menos, buscarle una solución al desabastecimiento que hace temblar a todo Chile. Se dirige a primera hora a sus oficinas, en el Ministerio de Defensa. Avanza en su auto por la Alameda, observando las calles desiertas, la ciudad perpleja que ignora la dimensión de lo que se aproxima. Ve uniformes –tan familiares y aterradores– apoderarse de las esquinas, mientras se acerca a su lugar de trabajo. El auto se detiene en el edificio del Ministerio de Defensa, ubicado en la calle Zenteno número 45. Tal vez se toma un respiro al bajar, da vuelta la cabeza y observa –justo al frente– el Palacio de La Moneda, adivinando que el Presidente Salvador Allende se encuentra ahí dentro, preparado, igual que él, para enfrentar su destino. Ingresa a las dependencias del Ministerio intuyendo que ya nada volverá a ser como antes. Alrededor de las 8:30 se dirige a la oficina de Eduardo Fornet, Secretario General de la FACH. Ahí lo recibe un viejo amigo, el general Orlando Gutiérrez, con el cañón de su pistola apuntándole a la cabeza. Queda arrestado por orden del Comandante en Jefe, Gustavo Leigh. Bachelet es el único general de las Fuerzas Armadas detenido ese 11 de septiembre. Se le acercan dos oficiales (Edgar Ceballos y Raúl Vargas). La violencia, el desprecio, la prepotencia con que Ceballos –oficial de rango inferior– le quita su arma de servicio y lo registra, es la humillación más grande por la que ha pasado, hasta ese momento. Lo llevan a su oficina, en la Dirección de Contabilidad. Apenas cruzan la puerta, Ceballos se adelanta. Toma los cables del teléfono y los arranca con fuerza. El oficial observa a su prisionero, con los cables en la mano, y esboza una sonrisa que ahonda su ignominia. Bachelet ignora, por supuesto, que se encuentra delante de su futuro torturador. Pasa el resto del día detenido e incomunicado en su oficina. Desde el palco privilegiado que le otorga su
CRÓNICA / EL EFÍMERO VUELO DE AVIACIÓN
ventana, echa un vistazo al infierno: cerca de las once escucha, con un estremecimiento, el sonido familiar de los Hawker Hunter, justo antes de ver el impacto de los cohetes Sura P–3 destrozando el frontis de La Moneda. Tal vez se queda observando, sin poder creerlo, cómo las llamas se comen a la democracia. A las seis de la tarde, le comunican que se encuentra en libertad. Pero Alberto Bachelet no parte inmediatamente a su casa, como habría hecho cualquiera, sino que toma papel y lápiz, y redacta su renuncia a la Fuerza Aérea. Acto seguido, con la imagen de La Moneda todavía humeando por la ventana, escribe su carta de renuncia al Club Deportivo Aviación. Después de comunicar su dimisión al cargo de Vice Presidente del club, escribe: “Sepa Sr. Presidente, que al restarle mi concurso el cargo que desempeñaba, lo seguiré haciendo como un socio activo más del Club que US. preside, con el mismo cariño y con el mismo entusiasmo que siempre traté de desarrollar, cuando se trató de defender los colores de nuestra institución, tanto en la cancha como fuera de ella. Reciba el Sr. Presidente, mi más profundo afecto y mis mejores deseos porque el Deportivo Aviación siga siempre rumbo a la superación”. *** “Abra el bolso”, ordena el soldado que vigila la puerta. “Pero soy parte del plantel, vengo a entre-
nar”, contesta Reinaldo. “No me interesa, abra el bolso, le digo”. Obedece, pero todavía no puede entrar, porque antes tiene que abrir las piernas y soportar un exhaustivo manoseo. Los jugadores están vestidos de corto, en la cancha del Estadio de El Bosque. Se acerca un oficial que nunca antes habían visto. Mangas de camisa, bigotes, lentes oscuros, paso firme y decidido. Reinaldo espera junto a los demás, sentado sobre la pelota, alrededor del círculo central. “¡De pie!”, brama el oficial. Se paran todos, como si la orden viniera del más estricto de los árbitros. De manera imperceptible, casi inconsciente, varios bajan los brazos en línea recta, paralelos al cuerpo, en posición de firmes. “Señores, ustedes representan a la Fuerza Aérea, que no se les vaya a olvidar. El país cambió: la camiseta de Aviación es como el uniforme de las Fuerzas Armadas. Como saben, estamos en guerra. Por el sólo hecho de jugar aquí, se transforman en objetivos militares del terrorismo marxista. Desde ahora en adelante, cada uno de ustedes tendrá una identificación militar y sin ella no podrán ingresar al recinto”. “A partir de ese momento, ya nada fue igual. Perdí la alegría, el entusiasmo que tenía por ir a jugar. Antes vivía para el fútbol, todas las noches me quedaba horas repasando las jugadas del día anterior, pero nunca volví a sentir lo mismo: jugaba con el corazón apretado. Por eso abandoné el club y me retiré justo antes de cumplir 17 años”.
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El sueño de su vida le fue violentamente arrancado en los días posteriores al Golpe. Decidió abandonar el país. Vivió en Argentina poco más de un año, período que le bastó para encontrar una nueva pasión: la literatura. Retornó a Chile. Fue tal su desilusión, que nunca se le pasó por la cabeza volver a jugar. Recordando los consejos de don Beto, retomó los estudios y sacó el cuarto medio. Seguía viviendo en el mismo barrio de San Miguel. Todos los días lo paraban en la calle y le preguntaban qué te pasó, Reinaldo, por qué te perdiste, Reinaldo. El recuerdo de su pasado futbolístico era tan doloroso, que optó por mudarse a otro lado, buscando un nuevo comienzo. Dio la prueba de aptitud y entró a estudiar Letras en la Universidad Católica. El sueño de ser futbolista quedaba definitivamente atrás, pero siguió ligado a la pelota a través de la literatura. Ha publicado numerosos cuentos y novelas, en su mayoría sobre fútbol. En la Copa América de 2011, dispu-
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tada en Argentina, el Estado tuvo la iniciativa de imprimir seiscientos mil ejemplares con cuentos de fútbol de todos los países participantes en el campeonato. Dos cuentos de Reinaldo Marchant representaron a Chile, y su nombre estuvo junto a eminencias como Gabriel García Márquez, Juan Villoro, Mario Benedetti, Rubem Fonseca y Osvaldo Soriano. *** La libertad del general Bachelet duró poco: el 14 de septiembre fue detenido nuevamente. Así se dio comienzo al proceso denominado “Contra Bachelet y otros”, en el que se enjuició a casi un centenar de oficiales y suboficiales de la FACH. A los pocos días, lo trasladaron a la Academia de Guerra, donde fue sometido a interminables sesiones de tortura, lideradas por Edgar Ceballos.
CRÓNICA / EL EFÍMERO VUELO DE AVIACIÓN
Golpes, colgamientos, objetos punzantes bajo las uñas. También algunas más sutiles: tenía que permanecer de pie durante varias horas, con pequeños intervalos en que lo obligaban a saltar, sabiendo de los peligros que ello le suponía, por su conocida afección cardíaca. Más de una vez tuvo que ser internado en el Hospital de la FACH, donde continuaron los maltratos. “Nunca supe odiar a nadie, siempre he pensado que el ser humano es lo más maravilloso de esta creación y debe ser respetado como tal. Pero me encontré con camaradas de la FACH, a los que he conocido por 20 años, alumnos míos, que me trataron como a un delincuente o como a un perro”. En diciembre del 73, después de unos días en libertad, lo llevaron a la celda número 12 de la Cárcel Pública, desde donde lo trasladaban cada cierto tiempo a la Academia de Guerra, para seguir con el ritual. Murió en su celda, el 12 de marzo de 1974, en los brazos de otros oficiales constitucionalistas, por un infarto a su maltratado corazón. Sin embargo, la verdadera causa de su muerte fueron las salvajes torturas que le aplicaron sus antiguos amigos y subordinados. *** El capitán Armando Pavéz Orella continuó como Presidente del Deportivo Aviación después del Golpe Militar de 1973. No representaba peligro alguno para las nuevas autoridades, más bien al contrario. El país había cambiado, y Aviación también. Lo que antes era un puente que unía a los uniformados con la población civil, se transformó en un club militarizado, casi paranoico, demasiado consciente de su representación de la Fuerza Aérea. Al ser un recinto militar, no pudieron seguir
jugando en el Estadio de El Bosque. Se acabó la política de puertas abiertas para los civiles. El equipo continuó con su buena campaña, aunque sin los impecables números de las primeras once fechas. Faltaban dos partidos (un empate y una victoria) para el término de la primera rueda, al cabo de la cual seguían como punteros invictos con 21 puntos. Sin embargo, en la segunda parte del campeonato vino un bajón que les hizo sufrir hasta el último minuto para conseguir el ansiado ascenso a Primera División. Una de las primeras medidas fue cambiar la indumentaria: un equipo de las Fuerzas Armadas no podía vestir íntegramente de rojo. Su lugar fue ocupado por el celeste y el blanco. Los jugadores debían estar conscientes de lo que representaban, y así se notaba incluso en la postura que debían guardar al formarse antes de iniciar los partidos. Sus mejores campañas en Primera División las consiguieron en los campeonatos del 77 y 78, donde terminaron octavos. Sin embargo, el año 1980 se fueron al descenso tras perder la liguilla de promoción. Al año siguiente, hicieron una buena campaña en Segunda, logrando un tercer lugar que les daba derecho a volver a Primera, pero el alto mando de la FACH, escudándose en la feroz crisis económica que azotaba al país, tomó la decisión de disolver indefinidamente el club el día 25 de enero de 1982. * Editor General de la Revista De Cabeza. Autor de las novelas La luz oscura y El Gordo. La presente crónica, “El efímero vuelo de Aviación”, fue ganadora del Premio de la Revista de Libros de El Mercurio, versión 2015.
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LA BESTIA
“EUSEBIO ES INMORTAL”, DIJO MOURINHO A SU MUERTE. NO HAY MÁS NADA QUE AGREGAR.
ARRIBA DE LA PELOTA, Fernando Riera explica, enseña. Uno de los más exitosos técnicos chilenos y, por lejos, el de más vasto legado.
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Por Patricio Hidalgo*
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CRÓNICA / MARTIN PALERMO
“Soy Palermo y nunca nada me es sencillo”
H ILUSTRACIÓN: NICOLÁS ANDRADE
AY QUE RETROCEDER hasta Marcelo Bielsa si queremos comparar la llegada de Martín Palermo con la de otro entrenador a Chile, en cuanto a devoción popular, interés de los medios y personalidad excéntrica. Uno ha triunfado, a la fecha, solo como jugador, y el otro definitivamente solo como entrenador. A ambos les llaman “Loco”, y los motivos sobran. De hecho, ambos son responsables de la más grande chifladura que se ha cometido en una Copa América, un récord mundial de la limitación que no ha sido superado hasta la fecha, sobre el que volveremos más adelante. Palermo no es uno más, no es como tú o como yo. Es un bastión contra los promedios y las estadísticas. En él, nada es habitual. Si toda la humanidad sin un daño cerebral irreversible sueña con invitar a su equipo, de cualquier ralea, a Maradona, a Martín era Maradona el que lo pedía. En 1997, jugando por Boca, así se lo describió a Macri: “es leal, deja su corazón en la cancha y está tocado por el Barba con una varita mágica a la que nunca se le termina la pila. Es increíble, nunca vi nada igual. Es un loco lindo que va de frente como yegua”. Trece años después, como técnico de la selección argentina, lo nominó a las clasificatorias y al Mundial de Sudáfrica. Palermo, con 36 años a cuestas, le dio el gol de la clasificación contra Perú, en el final del partido, y la embocó en pleno mundial, en los diez minutos que jugó. Así reflexionó en la conferencia de prensa post partido el Diego: “El que quiera buscarle una explicación a Palermo, que no se gaste en mirar libros sobre fútbol, técnica,
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PAREN TODO, que vengo yo. Palermo, como lo ha hecho siempre, insistirá hasta alcanzar el éxito.
goles o estadísticas: que busque en el corazón y alma de este muchacho. Martín es un soñador que todo lo hace realidad”. No está demás lo evidente: el tipo no nació bueno para el fútbol. Cada uno de sus 306 goles le costó. Cada uno de los 14 torneos que ganó (dos Libertadores entre ellos) le significaron un poco más de esfuerzo que al resto del plantel. Aunque él se comparó más de una vez con Zamorano, para el lector sub 30 le resultará más ilustrativo espejearlo con Nicolás Massú. Además de ciertos visos rubios, tenían en común el ponerte nervioso cada vez que encendías el televisor. Cuatro años antes de que el tenista tocara el cielo con Salma Hayek, como consecuencia de las 4.000 horas jugando tenis que cumplió en
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las olimpíadas de Grecia, Martín Palermo demoró seis minutos en meterle dos goles al Real Madrid, en la final de la Copa Intercontinental. Se llevó en velocidad a Roberto Carlos, humilló a Fernando Hierro, engañó a Iker Casillas. Algo tan irracional como que Massú le gane a Guga Kuerten y a Carlos Moyá en el mismo torneo. A veces, lo imposible ocurre. Así lo explica Martín: “Para el segundo gol contra el Real Madrid (…) de 100 pelotas como esa, tal vez el camerunés Geremi me ganaba 95”. En otro episodio inexplicable, tanto Massú como Palermo se han caracterizado y vestido como mujer en público. La comparación con Zamorano tiene que ver con una irremontable capacidad para superar el rechazo y hasta el desprecio de
su entorno. Martín debutó el 92, y hasta fines del 95 metió dos goles en 33 partidos. Vaya uno a saber por qué, el Optimista del Gol no interpretó esto como una prueba de incompetencia sino como una invitación a seguir intentándolo: “jamás sentí que era verdad lo que decían”, ha dicho. Su mamá tenía que defenderlo en las tribunas –“Menos lindo, me dijeron de todo”– e incluso su propio entrenador se daba tiempo para bromas. “¿Palermo? Que vaya a cortar el pasto”, dijo Miguel Ángel Russo en 1994, cuando no lo ponía ni en la banca. Muy lejos de la ciudad de La Plata, por esas mismas fechas, Jorge Valdano lanzaba su famoso “mientras yo sea entrenador del Real Madrid, Zamorano será el quinto extranjero”. En una encuesta de FIFA en 2008, Palermo salió elegido el
ILUSTRACIÓN: NICOLÁS ANDRADE
CRÓNICA / MARTIN PALERMO
mejor cabeceador de la historia, y nuestro Iván Luis el tercero. El segundo fue un tal Miroslav Klose. Sin embargo, en este caso fue el primero el que le pidió la camiseta al tercero, porque entre los esforzados hay códigos y se sabe que estar arriba es un accidente y lo importante es la nobleza del intento. Zamorano le pasó la de Chile, pero Martín se la devolvió. Él quería la 1+8 de Inter, y le llegó por correo un par de semanas después. A Palermo no le llamaba la camiseta del triunfo sino la del esfuerzo, cuando Bam Bam tenía que pelearle un puesto a Ronaldo. Cuando esto pasó, Martín ya era un consagrado. Visitemos el inicio del éxito del Loco. En los últimos dos meses del 95, Martín la empezó a embocar, y entonces no paró en 16 años.
Algún maleficio se acabó de pronto y el arco se le abrió para siempre, con 22 años, casi un metro noventa de estatura y la sensación de que lo mejor estaba por venir. ¿Cómo pasó eso? Nunca lo sabremos, aunque hay una anécdota que alguna luz arroja: “por esos días, tuve un choque en una práctica con el uruguayo Larrea, y se pensó que, por ser más joven, me iba a callar. Pero me le planté. ´Cerrá el orto, pendejo´, me dijo. Dos trompadas le pegué. (…) La fama de bravo y de loquito me la fui ganando de a poco con cosas como éstas”. El 96 fue un gran año para Martín, el 97 mejor, el 98 firmó por Boca y empezó el show de Palermo en la Bombonera. Metió tantos goles –es su máximo goleador histórico– que después del último se llevó uno de los arcos para la casa.
La mejor forma de entender lo inentendible es leer su autobiografía “Titán del gol y de la vida” (Planeta, 2011). La dedicatoria es como ciertos cajones de la cocina. Junto con familiares y amigos, conviven Mara, su psicóloga, los Soda Stereo, Joaquín Sabina, “Las locas del loco” (su club de fans) y el Jardín Maternal 16 Noni Noni. Sus récords son igual de dispersos. ¿Cuántos hombres caben en un solo hombre? Revisemos sus primeros tres años en la Boca: En 1998, metió 20 goles en un torneo de 19 fechas, récord aún no igualado, y salió elegido el mejor jugador sudamericano por el diario El País, superando a Carlos Gamarra y José Luis Chilavert, ambos en sus mejores años. En 1999, Martín se tropezó y le pegó a un penal con las dos piernas al mismo tiempo. El gol fue válido,
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pero fue necesario que la FIFA se pronunciara sobre el asunto: “Esta circunstancia no está específicamente detallada en el reglamento y debe ser considerada. La letra fría del reglamento (Regla 14) dice que el ejecutante no puede tocar la pelota dos veces seguidas y que eso debe penarse con tiro libre indirecto para el otro equipo. Pero no se considera la posibilidad de un accidente, como le ocurrió a Palermo, quien se resbaló”. Unos meses después, ya definitivamente entró al Guinness, al perderse tres penales en un mismo partido jugando en la Copa América. Cuando le preguntaron por qué insistía en patear penales después de perder el primero, respondió una palermada: “Estaba sufriendo, pero quería revertirlo. Tenía fe”. Después de ese torneo, a Palermo le costó diez años volver a jugar por la selección, pero nunca dejó de soñarlo, y lo consiguió. En ese entonces, Bielsa ya estaba en Chile. A los pocos meses de esos penales, buscando su gol número 100 con Boca, se rompió los ligamentos. Decidió seguir jugando, y casi sin poder caminar, metió su gol número 100. Volvió a la cancha ya en el 2000, para los cuartos de final de la Libertadores, contra River. ¿Qué fue lo que hizo? A que no adivinan: meter un gol –uno de los 12 que le metió a las gallinas– y dejar a su equipo instalado en semifinales. A los pocos meses ocurrió lo del Real Madrid. Pero una cosa son los récords, y otra es la auténtica locura de un genio. En sus palabras: “El problema no es cuando te va mal en el fútbol. El problema es cuando te va mal en la vida (…) Dentro y fuera de la cancha, los malos momen-
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tos duran más que los buenos”. Martín se refiere a su hijo Stéfano, que murió 24 horas después de nacer, en agosto de 2006. Aunque adelantado, el parto había sido exitoso. Martín pudo estar presente en todo el proceso, sacó fotos, besó a su hijo y se fue a entrenar. Lo que vino después fue una infección, y un desenlace tan rápido que Palermo se enteró por una llamada telefónica, después de ducharse, recién terminado el entrenamiento del día siguiente. Su hijo había muerto y él llegó para abrazarlo antes de que se lo llevaran, para llorar con su mujer, para conversar con un cura que lo estaba esperando afuera de la pieza. Su mujer quedó internada, viviendo el duelo y a la vez luchando por su propia salud. Martín lo conversó con ella, le explicó alguna clase de sentimiento que es propio de la gente distinta, que nosotros no entenderemos nunca, agarró sus cosas y partió a la concentración, para jugar al día siguiente contra Banfield, por la primera fecha del Torneo Argentino. El Coco Basile, entrenador de Boca en ese momento, sencillamente lo abrazó y le dijo que lo apoyaba en lo que decidiera. Los compañeros, en ese momento en la mitad de la cena, guardaron silencio, y de a poco los referentes del plantel, uno a uno, lo fueron a abrazar. Compartió pieza con su amigo del alma, Guillermo Barros Schelotto, conversaron un rato y el Loco trató de descansar porque “me sentía con mucha polenta, con ganas de salir adelante (…) no sé explicar si era para homenajearlo a Stéfano o qué, pero quería estar”. La barra de Boca no dejó de cantar “Palermo, amigo, la 12 está contigo”, Martín metió dos goles, se
desplomó contra el pasto después de convertir el segundo, como si le hubieran disparado, se largó a llorar como un niño, a los pocos minutos lo cambiaron y volvió al hospital a besar a su mujer. Como siempre, eligió luchar, aunque el dolor, se sabe, no cesa: “Sé que él está allá en el cielo, como un angelito. Cuidándome, como a mí me gustaría estar cuidándolo a él en este preciso momento”. Martín Palermo se retiró como futbolista en 2011, y su carrera como entrenador ha sido menos que regular. Pero ni la derrota ni la crítica, ni una estúpida fractura doble de tibia y peroné el 2001, han podido frenarlo, nunca. Los hinchas de Unión Española sabemos de sufrimiento, de malos momentos; nunca nos salió fácil ser campeones. A Martín se le va a abrir la banca así como en noviembre del 95 se le abrió el arco, y entonces no habrá quién lo pare. Ojalá que el milagro empiece en el Santa Laura. * Editor de la Revista De Cabeza. Autor de los libros Soy de la Unión, Besala como sabés, Acto de fe, testimonios de la vida de Gerardo Whelan en Chile, Diccionario Ilustrado del Fútbol y Give me a Break: Conversaciones con Diego Maquieira.
SELECCIÓN PORTUGAL
EL ÚNICO JUGADOR DE COLOR EN LA FOTO ES EL QUE LLEVÓ A PORTUGAL A SER TERCERA DEL MUNDO EN EL 66’.
El árbitro que se expulsó a sí mismo Por Juan Pablo Meneses*
E
I
STA ES LA HISTORIA de una mafia, y como en toda historia de una mafia, el crimen paga con una bala de plomo en la cabeza y la sangre desparramándose en el cemento. Porque el mundo de los árbitros de fútbol no es una organización oscura únicamente por el hecho estético de que -casi siempre- los hombres visten de negro. Tampoco porque ellos tengan el poder absoluto -sin méritos verdaderos ni elección de por medio- de controlar todo lo que ocurre en ese territorio donde se juega fútbol y que se llama cancha. Es una historia de mafias, porque dentro de la organización referí se manejan una cantidad de códigos, de pactos secretos, de frustraciones conjuntas, de luchas de poder, de codicias y jerarquías,
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de unos pactos de silencio, de un todo vale que si por alguna razón te alejas de ellos, inmediatamente ‘la familia’ se siente traicionada por ti y te puede suceder lo peor. Como ocurrió con el árbitro argentino Fabián Madorrán, el ex referí internacional que el 30 de julio de 2004 apareció en la ciudad argentina de Córdoba con una bala de plomo en la cabeza y su sangre, su sangre de árbitro, desparramándose por el cemento. Vi arbitrar a Fabián Madorrán un par de veces. La última, en la primera fecha del campeonato argentino de 2003, donde cobró un penal inexistente a favor de River Plate y que le permitió vencer a Chicago. Madorrán ya era un árbitro cuestionado que no pasaba inadvertido. Levantaba los
CRÓNICA / FABIÁN MADORRÁN
MADORRÁN en su salsa, más protagonista que los protagonistas.
brazos más de la cuenta, miraba demasiado hacia las cámaras, usaba anillos y pulseras de oro, además de vistosas muñequeras negras. Cuando cobraba una falta, le gustaba estirar el brazo donde llevaba todo ese aparataje decorativo. Cuando terminaban los partidos, se daba tiempo para hablar con la prensa y mientras se repasaba el peinado disfrutaba dando nombres, acusando a jugadores, yendo al choque. Haciendo noticia y eso, Fabián lo sabía o lo debió saber, es lo peor que le puede suceder a un árbitro: querer ser noticia, salir del bajo perfil. En el fondo, como en toda organización de estas, no es bueno tener un integrante que guste en exceso de llamar la atención. Pero a Madorrán le gustaba eso
porque, finalmente, adoraba estar en el fútbol y aparecer. Se le notaba. Desde antes de que comenzara a suceder todo lo que terminó sucediendo, siempre me llamó la atención la manera como Madorrán necesitaba el fútbol. Era su vida, dicen ahora sus amigos y familiares. Y eso era algo extraño. En un país con árbitros clásicos del referato continental, todos los jueces destacados vivían su actividad como si la despreciaran. Como si estuvieran haciendo un trabajo sucio (que, finalmente, es lo que hacen). Sin alharacas y, en la mayoría de los casos, con cierto desprecio hacia todo, como los clásicos Horacio Elizondo o Javier Castrilli, dueños de una seriedad de asesino serial. A Madorrán, en cambio, eso no le iba. Esa tarde, en el estadio Monumental de Ri-
ver, sería la última vez que lo vería arbitrar. Y la última, claro, que lo vería con vida.
II
Madorrán nació el 29 de junio de 1965, en Remedios de Escalada, en la zona sur de Buenos Aires. Debutó como árbitro de Primera en agosto de 1997. En total, dirigió 161 partidos. El último fue en septiembre de 2003. Fue un árbitro que iba derecho a la sanción drástica. En seis años en Primera expulsó a 153 futbolistas, lo que significa que casi expulsaba a uno por partido. Como referí internacional debutó en 1998 en un torneo Sub 20: esa vez expulsó a cuatro futbolistas de Brasil, lo que generó un escándalo con la poderosa Confederación Brasileña. En 1999, tras una derrota de su equipo, Ezequiel González de Rosario
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Central, declaró a la prensa que Madorrán era “una histérica”. En marzo de 2001, una cámara de televisión lo tomó cantando al ritmo de la hinchada de Boca, antes de un partido con Almagro. En la Promoción de 2003 le dio un gol en off side a Talleres de Córdoba, lo que le permitió evitar el descenso ante un equipo de Mendoza. En resumen, una carrera con arbitrajes polémicos debido a su personalidad avasalladora. Hasta que llegó el 29 de septiembre de 2003. Ese día, la Asociación de Fútbol Argentino (AFA) decidió no renovarle su contrato. Chau, Madorrán, le dijeron. La expulsión del referato fue una medida sorpresiva que se justificó con un comunicado donde se decía que se trataba “del inicio de una tarea en procura de optimizar los recursos humanos arbitrales y a la promoción de jóvenes profesionales. En todos los casos las desvinculaciones se fundarán en aspectos referidos a la aptitud física y evaluaciones técnicas”. El golpe fue duro y Madorrán, mediático por naturaleza, inició un desfile por la prensa reclamando la medida. Entonces, dijo que el suyo era “el primer caso en la historia en el que echan a un árbitro internacional de mi edad. Yo tenía para doce años más en el máximo nivel. Estoy muy dolido: dediqué mi vida a esto y ahora me siento como Maradona. A mí también me cortaron las piernas”. Madorrán quedaba a temprana edad sin piernas, pero además sin prensa, sin atención, sin protagonismo. Y eso, los que lo cono-
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cían, sabían que tarde o temprano tendría consecuencias dolorosas. Tan dolorosas como un balazo en la boca, por ejemplo.
III
Ironías de la vida, el árbitro nunca se sobrepuso a que lo expulsaran. “Después que lo expulsaron nadie lo apoyó, los otros árbitros le dieron la espalda”, me dice Jorge Videla, el amigo cercano de Madorrán, un gordito de poco pelo que parece cantante de salsa y que vivía junto al ex árbitro en la ciudad de Córdoba. En el velatorio hay vecinos, familiares, y un par de viejos réferis se acercan al lugar. Hay muchos fotógrafos y cámaras de televisión, también. Ninguno de los árbitros activos se aparece por el lugar frío de esta zona popular de Buenos Aires. Tampoco viene, claro, ninguno de los directivos de la AFA. Antes de ser expulsado, Madorrán seguía siendo un árbitro internacional. Uno de esos jueces que viajan por el mundo. Es precisamente durante los viajes de los árbitros cuando mejor se refleja el espíritu de cuerpo de la organización. Los códigos y las jerarquías fundamentales para mantener al grupo unido. Cuando viaja una delegación de árbitros, siempre escogen asientos contiguos en el avión. “En la jerarquía del grupo viajero, el de mayor rango en la delegación es el encargado de dirigir el partido, a este lo sigue el árbitro reserva, y finalmente los auxiliares (guardalíneas). Es tal el apego a la regla que si estamos en el hotel y hay ganas de fumar, el bandera roja, el guardalíneas de menor rango,
inmediatamente se ofrece para ir a comprarlos. Todos hemos pasado por eso”, me dice Iván Guerrero, ex árbitro internacional chileno, cuando hablamos de códigos internos en el mundo del referato. Como lo indica el reglamento Fifa, en el aeropuerto extranjero los debe esperar un funcionario de la federación de fútbol local, al que se suma, por tradición de “la familia internacional de los árbitros”, ya se sabe, alguno de los jueces del país anfitrión. “Fabián tenía muchos amigos árbitros internacionales que fue conociendo en sus viajes, gente que quería mucho y que no volvió a ver”, comenta Jorge, el amigo de Madorrán. El protocolo se mantiene hasta dentro del vehículo oficial, donde generalmente el titular va sentado junto al chofer, el reserva va sentado atrás, junto a la ventana derecha, el guardalíneas primero junto a la puerta izquierda, y el segundo entre ambos, al medio. Por orden de la Fifa, los árbitros se deben quedar en hoteles cinco estrellas. A la hora de elegir las habitaciones nuevamente se le echa mano a la jerarquía y la mejor suite es para el árbitro titular. Antes de un partido importante, tratan de pasar desapercibidos. En los hoteles no los esperan fans ni periodistas, ni cámaras. “En esos casos mejor no despertar suspicacias”, dice otro ex árbitro argentino, volviendo al tema del bajo perfil como sello del grupo. Eso que Madorrán no cumplía, según dicen varios de ellos sin
CRÓNICA / FABIÁN MADORRÁN
ganas de aparecer firmando esas palabras. El día de los partidos importantes los árbitros llegan escoltados por carros policiales y motoristas, se bajan de los vehículos y rápidamente ingresan a camarines tratando de que no los vean. Según el reglamento, ellos deben estar en el estadio una hora y media antes del partido, y eso siempre se cumple. Porque un tipo impuntual no puede ser árbitro, me dice uno de ellos, hablando seco y golpeado, como la mayoría de los jueces del fútbol. “Fabián disfrutaba mucho de los viajes y se preparaba una semana antes de partir, hacía la maleta cuidadosamente y de vuelta nos traía regalos”, dice Lucía de Madorrán, su madre. Minutos antes de empezar el partido, siempre ingresa al vestuario el oficial a cargo de la custodia del estadio. El policía les pone a disposición toda su gente, acuerdan las señas en caso de requerirlos y, desde ese momento, el árbitro queda a cargo de todo el contingente policial que rodea la cancha. La relación entre referís y policías siempre ha sido muy cercana. Madorrán gustaba mucho de llamar a la policía a ingresar a la cancha y, se comenta, más de una vez fue a un asado a la comisaría de Avellaneda tras un partido en la zona sur. Todo eso, claro, lo perdió cuando dejó de vestirse de negro y pantalón corto todos los fines de semana. Antes de empezar el partido el árbitro saluda a los capitanes
de ambos equipos, se fotografía con ellos, y al dar el pitazo inicial se acaba (o se debería acabar) todo su protagonismo. Dentro de la cancha, la labor del referí es descrita de forma precisa por el escritor uruguayo Eduardo Galeano. “Está obligado a seguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuerda a su madre”. En el caso de Madorrán, su madre, la señora Lucía, no encuentra consuelo a lo sucedido y sus ojos parecen llevar llorando varios meses.
IV
Pasadas las 10:30 de la mañana del 30 de julio, Fabián Madorrán miró el paisaje por última vez. Estaba en Córdoba, en las escalinatas del Parque Sarmiento, en frente del departamento donde vivía. Había sol, pero todo lo veía nublado. Entonces se llevó el cañón a la boca, como si fuera un silbato de árbitro. Pero en vez de soplar, esta vez jaló el gatillo de la 9 milímetros y tragó. Tragó la bala que le terminó reventando el cráneo y salpicando su sangre un par de metros a la redonda. Así se mató Madorrán. Así terminaba su historia. Fue la noticia del día. El ambiente futbolero, en un país donde el fútbol es casi todo, estaba sacudido. Todos se lamentaban: jugadores, dirigentes, periodistas, amigos. Obligados por la prensa hablaron, muy medidos, algunos
árbitros en ejercicio: “La vida es lo más valioso que existe. Esto es tremendo. Y no hay mucho más que se pueda decir”, dijo Claudio Martín, árbitro de la AFA. El juez de línea Claudio Rossi agregó: “Estoy muy triste, pero la noticia no me sorprendió. En el ambiente se decía que podía terminar así”. Sin embargo, en el círculo íntimo de Madorrán todo era confusión. “No sé qué pudo haber pasado… De golpe y porrazo tuvo ese segundo de ceguera… Quedó muy mal cuando dejó el arbitraje. Fabián nació para ser árbitro; desde los 15 años que andaba en eso… dirigió cientos y cientos de partidos, en el país y en el exterior”, expresó la señora Lucía de Madorrán, quien no paraba de culpar de la muerte de su hijo a los dirigentes que lo expulsaron. “Quedó muy mal cuando dejó de dirigir; es lógico, el carnicero no puede ser herrero…”. Fabián Madorrán era soltero, tenía 39 años y un hermano menor discapacitado que dependía económicamente de él. Ya sin el temor a los fuertes rumores de su homosexualidad de cuando era activo, vivía con Jorge Videla en un dos ambientes de Córdoba.
V
¿Qué había pasado en la vida de Fabián Madorrán en los últimos meses? ¿Qué sucedió entre que fue expulsado de los árbitros y se volaba la cabeza con una 9 milímetros? ¿Cuál fue, realmente, la razón para dejarlo sin arbitrar de por vida? ¿Puede volverte loco algo así? Nunca se supo si los rumores de su homosexualidad, con reportajes en tapa como el árbitro rosa,
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ayudaron a la decisión de una organización tan conservadora y machista como la del fútbol. Otras versiones dicen que la presión interna de otros jueces fue clave, porque Madorrán estaba tomando demasiado protagonismo. Lo concreto es que las primeras semanas tras ser expulsado, Madorrán lloró desconsolado y en silencio. Mañanas y tardes completas, dicen sus familiares. Por consejo de sus abogados, debió controlar su llamativo comportamiento y guardar silencio. Nada de hablar contra la AFA. Nada de entrar en polémicas. Pero le duró poco: luego apareció diciendo que si no le daban el dinero que reclamaba por su despido, haría denuncias espectaculares sobre el ambiente del fútbol argentino. “Cuando hable se van a caer de espaldas”, dijo una mañana a la “FM Radioshow”. Sin arbitraje, intentó varias veces participar del fútbol desde los medios de comunicación. Se le ocurrió “La revancha de los árbitros”, uno de sus primeros proyectos que se topó con la negativa de varios medios y sin posibilidades de auspicios. Otra puerta que se cerraba. Entonces, puso un cibercafé en la zona sur de Buenos Aires, pero nunca pudo levantar. Decían que estaba jugando más que nunca, porque el otro rumor de Madorrán, además de su condición de homosexual, era su afición por los casinos. Curiosamente, son las dos más frecuentes acusaciones contra los referís de fútbol de todo el mundo: que les gustan los hombres y el juego, igual que a Liza Minelli.
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“Hace cuatro meses me llamó llorando y me dijo que se iba a Córdoba, que acá no podía vivir más, que todos lo juzgaban. Es verdad que le gustaba el juego, pero su vicio era el arbitraje. Él empezó a morir cuando lo echaron pero no se suicidó por eso, sino por soledad. Estaba solo, sin contención afectiva. Y sufría muchísimo”, cuenta Juan José Blanco, un periodista de Buenos Aires amigo de Madorrán. Se instaló en Córdoba con la esperanza de volver a empezar. El ex referí internacional argentino que, pocos meses antes, dirigía partidos a estadio lleno en La Bombonera o en el Monumental de River, pasó los primeros 15 días en Córdoba durmiendo en la trastienda de una panadería de barrio, arriba de un colchón y tapado con una manta. Le gustaba Córdoba. Cerró el cibercafé de Buenos Aires y tenía ganas de instalarlo en Córdoba. Ya tenía las máquinas, los soportes, y sólo necesitaba el dinero para echarlo a andar. Se dice que en un Banco de Lanús, en la zona sur de Buenos Aires, había gestionado un crédito poniendo como hipoteca la casa de sus padres. La historia oficial, contada por sus amigos y familiares, dice que después de muchos trámites, a Madorrán le dieron el crédito. Que viajó a Buenos Aires a buscarlo, y que en el viaje de regreso a Córdoba lo asaltaron y le robaron todo el dinero. Del incidente, no hay denuncia en ningún cuartel de policías. Hay quienes piensan que el dinero se lo gastó en juego o con alguna pareja. O quién sabe en qué. Esa historia, como muchos
otros secretos (los árbitros viven llenos de secretos), sólo lo sabe Madorrán. El domingo, durante el funeral, no fue mucha gente. Casi nadie. Aunque había sido tapa de todos los diarios el día anterior, a su último acto público tampoco llegó la prensa. Hasta la noticia de su muerte, trágica, bulliciosa, tuvo un final repentino cuando al día siguiente se supo de la muerte fulminante del querido ‘Pato’ Pastorizza, entrenador de Independiente, otrora figura del fútbol argentino. Entonces la muerte de Madorrán pasó al olvido en dos días y, con su triste y solitario final, la mafia de los árbitros parecía decir, entrelíneas, casi con una sonrisa: eso le espera al que rompa nuestros códigos. * Juan Pablo Meneses es periodista, cronista y escritor. Ha publicado en innumerables medios de comunicación, entre ellos algunos de los más prestigiosos de habla hispana, labor por la que ha sido premiado en más de una ocasión. En 12 años ha publicado 9 libros, de los que los editores de esta revista somos lectores entusiastas. “Niños Futbolistas” (Blackie Books, Barcelona, 2013) es un imperdible para todo pelotero que se precie de tal.
street art soccer
1946 - 2005 GRAFFITI EN SU HONOR, APARECIÓ EN BELFAST DESPUÉS DE SU MUERTE.
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ILUSTRACIÓN: CRISTÓBAL FUENTEALBA
En éste número, horramos a:
NELSON ACOSTA
PELADO ACOSTA 48 pag
LA PANTERA EN ACCIÓN
DEPREDADOR INCANSABLE, ESPERA EL MOMENTO PARA SALTAR SOBRE LA PRESA.
EDICIÓN N°7 DE CABEZA 2016
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N MARZO DE 1993 dio su última entrevista a la Revista Don Balón, en la intimidad de la pieza que ocupaba en el departamento familiar de la calle Echaurren. Habló largamente de su vida mientras dejaba discurrir un casete con arias de Pavarotti y, más allá de las persianas, el calor santiaguino fundía el pavimento. Poco después de un año se supo que Manuel Araya había muerto por propia iniciativa. *** Los diarios del 6 de julio de 1994 nos madrugaron con la noticia: la noche del lunes Manuel Araya acabó con su vida por propia decisión. Un revólver Taurus calibre 38 le fue útil para consumar el suicidio. Un balazo conmocionó al edificio donde vivía y los vecinos llamaron a la ambulancia: los paramédicos comprobaron que la muerte de Araya había sido instantánea. Era el mismo: el Loco Araya que, en las canchas, entretuvo a varias generaciones de futboleros. El caso de Araya no corresponde al del futbolista que –tras el retiro– no puede soportar el alejamiento de las canchas y el clamor de las hinchadas. Tampo-
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CRÓNICA / SUICIDIO DE UN ARQUERO
co fue el jugador que despilfarra en poco tiempo el dinero ganado y se hunde rápidamente en el arroyo. De hecho, la situación económica del Loco era bastante solvente: “Tengo una flota de vehículos de turismo –declaró a Don Balón en la citada entrevista–, departamentos en arriendo y, en la temporada de verano, tuve un negocio en la playa de pollo y papas fritas. Vendía cerca de 150 pollos diarios. El negocio estaba en El Quisco y se llamaba El Pollomático. Eso es lo que hago en Chile, porque la otra parte del año la paso en Estados Unidos trabajando en la construcción. Soy albañil, carpintero, le hago a todo. Además tengo un pituto en un equipo de fútbol. Jugamos seis días a la semana y me pagan 100 dólares por partido”. El problema del Loco Araya era más bien de orden afectivo: hacía siete años que estaba separado de su esposa y de sus hijos, los que vivían en Italia, en la ciudad de Como. Hace unos meses, Manuel había pasado allá una temporada y a su regreso se lo había notado deprimido, algo proclive al alcohol. No bastaron los conmovedores paisajes de Como para subirle el ánimo al Loco: ni los jardines de la Villa Melzi ni las
terrazas de la Villa Sommarriva frente al famoso lago. Su familia distante lo aproblemaba: “He ido tres veces a visitarlos, pero ya tienen otro mundo, muy diferente al mío. En todo caso, no me gusta recordar. No saco nada con acordarme del primer triciclo. Eso es pasado”, confesó. Dichosos quienes vieron jugar el Loco Araya y hoy tienen fijo en la retina cuando el arquero se aventuraba pichangueando hasta la mitad de la cancha y volvía al arco apurado, dando unos pasitos cortos, como de ballet, o a todo lo que le daban las piernas –persiguiendo la pelota– porque un rival trataba de aprovechar el arco desprotegido con un tiro de cuarenta metros mientras el estadio se venía abajo entre exclamaciones y carcajadas. Mario Gasc lo arbitró muchas veces y guarda de él un nítido recuerdo: “Araya era un jugador histriónico que nunca fue problema para los árbitros. Cuando había algún conflicto se mantenía como espectador, a la espera de los acontecimientos. Sus actitudes estaban destinadas a divertir al público y a los rivales: cuando la pelota pasaba por arriba del arco se colgaba del travesaño
cabeza abajo con las piernas cruzadas y se quedaba mirando para atrás. Cuando venía una pelota rasante desviada, próxima a salir por la línea de fondo, corría hacia ella, simulando chutear y seguía de largo. Otras veces, cuando intuía que un tiro iba desviado, se quedaba inmutable, como una estatua”. El profesor Gasc vincula a Araya a otros arqueros chilenos que “no le daban tanta seriedad a la función”: Pancho Fernández, Rodenack (que cuando arrebataba la pelota la mostraba exclamando: “¡Agarré una gallinita!”), y el Polo Vallejos, que –como Araya– solía salir jugando fuera del área: “A mí me gritaban loco, pero no porque cometiera locuras – aclara Vallejos– sino porque salía fuera del área, algo nunca visto en Chile por entonces. A Fernando Riera –que me entrenaba en la Católica– le gustaba jugar en línea, asi que frecuentemente yo debía jugar adelantado. Era el mismo caso de Gatti. Yo tenía habilidad porque durante toda mi etapa de cadetes jugué como mediocampista”. Por su parte, el relator de fútbol Hernán Solís, ex dirigente de la UC y ex director de la revista Estadio,
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Al año siguiente, Araya atajaba por Lota Schwager y anunció la muerte del Loco. A raíz de una expulsión que le significó ocho fechas de suspensión, declaró: “El Loco Araya, el jugador problema, el payaso y todo lo demás se acabaron. Y voy a cambiar para responderle a esta gente que día a día arriesga sus vidas en las entrañas de la tierra. El fútbol es la única distracción de estos trabajadores y merecen algo más que payasadas”. tiene los mejores recuerdos de su amigo Manuel Araya: “Era un muchacho simpático, muy hacendoso, respetuoso hacia el periodismo”. Según Solís, las maromas de Araya le permitían hacer más entretenido el relato y dar rienda suelta al uso de metáforas propias de su modo personal de transmitir el fútbol. “Yo le decía el arquerito de Palestino, o el arquerito de Colo Colo, y a él le encantaba. Manuel tenía la preocupación de acuñar los recuerdos: cuando Palestino fue campeón me pedía las cintas de los partidos. Lo tomaban como un palomilla, pero él se hacía respetar”. Se hacía respetar con juego eficiente: Mario Gasc comenta que a veces vio –desde su posición de árbitro– pelotas que iban indiscutiblemente para dentro, pero Araya, “en un esfuerzo circense, evitaba
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el gol”. El mismo guardapalos confirma el aserto en la mencionada entrevista de marzo del 93: “Tenía buenos reflejos y al rival lo hipnotizaba con la mirada. Hacía locuras porque me nacía. Mi delito fue jugar con alegría, pero ¡cuidado!, que nunca perdí la responsabilidad de atajar”. A comienzos de los 70, Manuel Araya tuvo un paso problemático por Colo Coo, a pesar de que el público lo veneraba. Chocaba fundamentalmente con el asunto de la disciplina. Cierta vez en un entrenamiento levantó una pirámide de pelotas en el arco y se mandó a cambiar. Se le dio un castigo ejemplarizador, como a Juan Koscina (primo de la difícilmente olvidable Silvia Koscina, según el mito), un gran jugador serenense “que se ambientó mejor a la charla de café que al fútbol de la capital”. En noviembre del 71, Colo Colo perdió su condición de puntero ante Green Cross y las miradas más airadas se dirigieron al Loco. Alguien escribió en la revista Estadio: “Fue sustituido Araya en el arco albo por entenderse –y bien entendido– que la irresponsabilidad incurable del arquero, que sus poses de excéntrico, sobrador u original, estaban comprometiendo gravemente el partido. Y lo más probable es que desaparezca del escenario quien pudo ser una figura del fútbol”. Al final Jorge Toro, ex mundialista del 62, resumió las molestias colocolinas: “Hay gente que no entiende sus obligaciones profesionalistas (sic) y entra a la cancha a hacer estupideces”. Al año siguiente, Araya atajaba por Lota Schwager y anunció la muerte del Loco. A raíz de una expulsión
que le significó ocho fechas de suspensión, declaró: “El Loco Araya, el jugador problema, el payaso y todo lo demás se acabaron. Y voy a cambiar para responderle a esta gente que día a día arriesga sus vidas en las entrañas de la tierra. El fútbol es la única distracción de estos trabajadores y merecen algo más que payasadas”. Después de haber defendido las divisas de Colo Colo, Lota Schwager, Palestino, Naval e Italia de Nueva York, el Loco Araya reasumió en el arco de Palestino en un torneo de futsal el año pasado. Ahí se presentó con su estampa de siempre y con una especie de albornoz en la cabeza (“cual beduino”, según el relator colombiano Andrés Salcedo). Ésa fue su última aparición pública. * Crónica publicada originalmente en el libro Horas perdidas en las calles de Santiago, Editorial Sudamericana, 2000. ** Destacado cronista, poeta y ensayista chileno. Entre sus publicaciones se encuentran Melancolía Artificial (1997), Santiago de memoria (1997), En busca del loro atrofiado (2005), Luces de reconocimiento (2008), Todo Santiago: Crónicas de la ciudad (2012) y Lihn: Ensayos biográficos (2016). Ha colaborado en diversos medios como Apsi, Paula, Fibra y Don Balón. En la actualidad escribe semanalmente para El Mercurio y Las Últimas Noticias.
pronto
en la retina del hincha
PROYECTOS
DE
CABEZA
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EDICIÓN N°7 DE CABEZA 2016
Por Cristóbal Correa E.*
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S MARTES 22 de noviembre de 2011 en Quilín y los representantes de los 32 clubes del fútbol profesional están a punto de asegurarse el futuro. El CDF ha resultado ser el negocio del siglo, y no permitirán que nada se interponga entre ellos y ese manantial de dólares. Ya sin Harold Mayne-Nicholls en la testera, los dueños de los clubes saben que ha llegado la hora de una vuelta de mano por tanto sacrificio. Los años que vendrán a partir del 2011 demostrarán que estos nuevos mecenas no estaban equivocados al defender lo que consideran propio. Varios millones de dólares serán repartidos entre quienes logren mantenerse en Primera y Primera B durante los próximos años: el botín más grande que haya entregado jamás la ANFP. Hasta ese caluroso noviembre de 2011, cualquier club que quisiera participar en alguna de las competencias del fútbol profesional debía ganarse su derecho en cancha y cumplir con las tareas que se establecían en el llamado “cuadernos de cargos” que entregaba la Gerencia de Competiciones de la ANFP a cada club. Los requisitos eran demasiado simples, la llegada de afuerinos debía intentar evitarse; había que poner nuevas barreras de ingreso al negocio. El mecanismo de protección ideado tendría un doble cerrojo: la creación de una división intermedia entre la Tercera A y la Primera B, y el establecimiento de una cuota de “incorporación” que
fuera casi imposible de pagar. Un plan infalible. Lo que leerán en los párrafos siguientes se basa en transcripciones de las actas del Consejo de Presidentes de la ANFP celebrado el 22 de noviembre de 2011, cuando se selló la suerte de los clubes que soñaban con llegar al profesionalismo (actas que, dicho sea de paso, no cumplen ni los mínimos estándares legales). Ese día, Sergio Jadue tomó la palabra y, al referirse a la cuota de incorporación que se pretendía fijar, partió su intervención recordándole a la audiencia la razón de su propuesta: “dentro de nuestro programa de gobierno se establece una indemnización al club que desciende de la primera B”. Si pudiéramos resumir en una frase la ideología del reinado de Jadue, la anterior es quizás la más apropiada: promesas de dineros frescos en los bolsillos de los clubes, sin importar el desempeño deportivo. Promesas que, por cierto, Jadue cumplió con creces y que a la larga le dieron la razón a los dirigentes que, en el último momento, traicionaron a Harold Mayne-Nicholls votando por Segovia y el calerano. Las actas registran voces disidentes -no identificadas- que se preguntan por la legitimidad del obsceno monto que se pretendía establecer como cuota: “se habla acá de dos propuestas, de 25 mil o 50 mil UF, no sé si ustedes tienen alguna explicación para llegar a esos números”. Pablo Hoffman, gerente deportivo de O´Higgins y representante de Ricardo Abumohor en el Consejo de Presidentes, se
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apura en explicar: “lo que en esa Comisión se buscó (se refiere a la Comisión que estudió la creación de la Segunda Profesional y la fijación del monto de la cuota) era lo que dice el señor (Ricardo) Pini de Rangers, esto es, buscar una compensación para el equipo que baja”. Hoffman aprovechó de recordar la estrategia que busca perpetuar el statu quo haciendo presente que, para evitar la pérdida patrimonial que implica el descenso al amateurismo, debe discutirse también la creación de la Segunda División Profesional. Poco a poco se va fraguando la estrategia, el mensaje percola en los corazones de nuestros dirigentes. Nadie se opone. El representante de Antofagasta (presidido por Osciel Guzmán) deja en claro sus intenciones: “(aquí) hay 32 productos en Chile que generalmente son muy apetecidos (…) se está tratando de lograr una compensación”. En la misma línea argumenta el representante de Deportes Copiapó, Felipe Muñoz; su intervención es un buen resumen de cómo entienden el fútbol muchos de nuestros dirigentes: “acá hay gente que son (sic) empresarios, inversionistas, que invierten plata en el fútbol y que le han hecho bien al fútbol, pero necesitan proteger su patrimonio (…) Ser un asociado (de la ANFP) implica ser accionista de una empresa que se llama CDF. Y CDF hoy día es un empresa que esta valorizada en seiscientos millones de dólares (…) el club que sube de Tercera a Segunda tiene que pagar un valor por pasar a ser dueño”. Detengámonos un momento para hablar de Felipe Muñoz. Como cuenta el periodista Gustavo Huerta en su libro “Jadue, historia de una farsa”, el presidente de Deportes Copiapó “junto a Jorge Sánchez (dueño de Deportes Antofagasta), son socios de la empresa Factor One, que desde hace más de una década realiza negocios con más de diez clubes del fútbol chileno”. Cuenta Huerta que “ambos empresarios ingresaron en el fútbol, aumentaron sus arcas, compraron los clubes Copiapó, Antofagasta y, fuera de toda regla, estuvieron a punto de adueñarse de Deportes La Serena”. Si hoy los clubes están técnicamente quebrados, los principales acreedores -prestamistas como Factor One- son los que verdaderamente mandan en el fútbol.
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Vale la pena recordar que en ese momento Deportes Copiapó se encontraba al borde del descenso a Tercera División, por lo que la creación de una nueva categoría entre la Tercera y la Primera B, sumado a la instauración de una cuota millonaria para ascender a Primera B, eran el salvavidas a la medida que Muñoz necesitaba para su negocio, ya sea porque ningún club que buscara el ascenso podría pagar la cuota de incorporación o bien, consumado el descenso, se accedería a una indemnización no menor, manteniéndose en el fútbol profesional, sin perder el activo más preciado de todo club: el pase de los jugadores del plantel. El mismo Muñoz reconoce su interés en el Consejo de ese día: “es súper incomodo hablar de esta situación justamente cuando nosotros somos parte interesada, porque cuando nosotros participamos en el proyecto de la indemnización de los clubes, no esperábamos lógicamente que nosotros mismo fuéramos los que estuviésemos después tratando de cobrarlo”. Su intervención se cierra con una frase que no deja lugar a dudas sobre cuál fue el espíritu que motivó la definición
CRÓNICA / EL NEGOCIO DE ESTAR EN LA ANFP
asignación específica?”. Jadue responde: “Veremos la fórmula (...) Nosotros no tenemos ningún inconveniente en poder repartir esos dineros a los clubes”. Que nadie diga que el ex Presidente de nuestro fútbol no cumple lo que promete.
EL ROL DE LA ANFA
Hay un actor relevante en esta historia que no se debe dejar de lado: la Asociación Nacional de Fútbol Amateur (ANFA). Esta asociación forma, junto a la ANFP, la Federación de Fútbol de Chile que, a su vez, representa al país ante la FIFA. Ambas corporaciones han tenido durante años diferencias insalvables. Este conflicto es el que describe Pablo Hoffman en las actas del 22 de Noviembre: “la ANFA nunca ha tenido un gesto positivo con nosotros. Todo lo contrario, han sido años de colocar piedras y el estatuto, y la carta magna de la Federación de Fútbol de Chile no se ha podido cambiar, porque ellos siempre nos quieren sacar algo a nosotros”.
del monto de la cuota y la creación de la Segunda Profesional: “no podemos dejar que cualquiera entre gratis, si esto vale plata”. Deportes Copiapó no se abstuvo de votar, a pesar de su evidente conflicto de interés. Al contrario, votó por aumentar la cuota de 1.000 UF a 50.000 UF. Algunos clubes de primera división se le unieron: Deportes Iquique, Ñublense, Santiago Wanderers, Unión San Felipe, Universidad de Chile y Universidad de Concepción votaron por aumentar en 50 veces la cuota (se registraron en el acta, además los votos de Colo Colo y Huachipato). No fue sorpresa que todos los clubes de Primera B, a excepción de Magallanes, también votaran en favor de la cuota. Aprobado el monto de las 50.000 UF, el apetito de los clubes por esos dineros no se hizo esperar. La pregunta que todos se hacían la planteó Omar Cerigliano, representante de San Felipe: “De las 50 mil UF, al club que desciende se le van a entregar 25.000 UF. Presidente, ¿las 25.000 UF restantes se quedan como fondo para la ANFP o tienen otra
Para lograr la creación de la Segunda División Profesional, el otro cerrojo del plan infalible, Jadue necesitaba un acuerdo con la ANFA, lo que no se vislumbraba fácil. Anunciada la intención de crear esta nueva división, que impediría a los clubes de Tercera acceder directamente al profesionalismo y sus beneficios económicos, las bravatas por la prensa se intensificaron. La ANFA denunció que la creación de esta nueva división se hacía a sus espaldas, y que los montos que se estaban acordando para ascender desde Segunda Profesional a Primera B, donde está el verdadero negocio, eran impagables. Amenazó con acciones legales y administrativas, pero esos anuncios quedaron en nada, nadie sabe muy bien porqué. Un hecho que podría ayudar a explicar lo que pasó por esos días es el que relatan algunos de los presentes en una sesión citada de urgencia por el presidente de ANFA, Sergio Jelvez –quien hasta hoy mantiene dicho cargo– y a la que asistieron los clubes de Tercera. La cita indicaba que se sometería a votación la propuesta de la ANFP de crear esta nueva división. Ese día, antes de ingresar a la sala principal de la sede de Sazié, conversaciones previas permitían aventurar que nadie aprobaría la creación de la Segunda División Profesional
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porque era la muerte de la Tercera. El mismo Jelvez se encontraba en ese grupo. Recién comenzada la reunión, una visita inesperada ingresó al salón: Miguel Nasur. Sorprendido por la presencia del dueño de Santiago Morning –y vinculado entonces también a San Antonio y Ovalle– Jelvez pide unos minutos para recibir a Nasur en su despacho privado. Después de un rato, ambos regresan a la sala. Jelvez toma la palabra y anuncia que la votación se suspende para permitir a la dirigencia analizar mejor la situación. El mensajero traía una oferta bajo el brazo: un cupo y medio para el ascenso desde Tercera a la Primera B asegurándole al menos a un equipo de ANFA el acceso a la Primera B, y a otro, disputar un cupo con el campeón de la pretendida Segunda Profesional. Nasur declaró ese día que “los de Quilín quieren cuidar sus intereses generados del Canal del Fútbol y los de Sazié, que no se corte el cordón umbilical para poder llegar al fútbol profesional”. La ANFP había entendido que, para cerrar la estrategia y contar con el apoyo de la ANFA era necesario negociar, y quién mejor para esa misión que Miguel Nasur, con pasado en el fútbol amateur y en el profesional. A la larga, ese año no hubo un cupo y medio de Tercera a Primera B, sino solo medio cupo, que disputó el campeón de la Tercera contra el último de la Primera B. Sin embargo, la Segunda Profesional se creó con la aprobación de la ANFA y sin votación de sus afiliados. Hoy los ascensos desde Tercera son hacia la Segunda División Profesional, previo pago de $35 millones.
LAS FISURAS DE LA ESTRATEGIA
El plan tiene fallas que están saliendo a la luz en los diversos frentes judiciales y legales que se le han abierto últimamente a la ANFP. En primer lugar, podría argumentarse que no tiene sentido exigir una cuota de “incorporación” a clubes que ya son miembros de la ANFP. Los estatutos de la ANFP establecen que “las instituciones asociadas se clasifican en clubes de Primera División, de Primera B y de Segunda División”, por lo tanto los clubes de la Segunda División son tan miembros de la asociación como los de Primera, por lo que no
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tiene justificación obligarlos al pago de un monto de dinero para “incorporarse” a una corporación de la que ya forman parte. En lo que respecta al monto de la cuota, ésta también violaría los estatutos de la ANFP, que establecen que el objetivo de la Asociación es “exigir y fiscalizar que los clubes cuenten con un nivel adecuado de gestión y fomentar el gasto responsable de los clubes para el beneficio a largo plazo del fútbol”. Exigir una cuota de dinero altísima compromete la viabilidad económica de los clubes violando los propios objetivos de la ANFP. Mención aparte merecen las llamadas “actas” de los Consejos de Presidentes, las que en ningún caso cumplen con los estándares y requisitos que se exigen para las corporaciones por el Ministerio de Justicia. Todos estos incumplimientos deben ser investigados y sancionados por los organismos reguladores. *** Corría fines de 2011 y Sergio Jadue hacía sus primeras armas al mando de la ANFP, luego de los meses de desgobierno y descalabro que siguieron a la salida de Harold Mayne-Nicholls, y a la fallida elección del hoy inubicable, Jorge Segovia. Ese día 22 de noviembre se discutiría un punto esencial que permitiría a los clubes proteger lo que consideran suyo. La promesa de nuevos tiempos que traía Jadue a la ANFP empezaba a palparse. Lo que vino después demostró que dirigentes como Felipe Muñoz no estaban equivocados: había que quedarse a toda costa en la ANFP, porque no pasaría mucho tiempo para que el dinero corriera a manos llenas. Nunca se repartió tanto a los clubes como en el reinado de Jadue, fueron 5 años de bonanza a costa de un daño irreparable al futbol chileno. Paradojalmente, fueron también los 5 años más exitosos de nuestra historia deportiva, al menos a nivel de selección. De los clubes... mejor no hablar de ciertas cosas. * Director de la Revista De Cabeza.
ILUSTRACIÓN: CRISTÓBAL FUENTEALBA
En éste número, horramos a:
LUIS SANTIBAÑEZ
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Tiro Libre
Extractos futboleros del libro “Calendario” (2016) de Francisco Mouat*
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L 27 DE MAYO DE 2016, en una Librería Lolita a tablero vuelto, nuestro querido Pancho Mouat lanzó “Calendario”, un libro que da cuenta del oficio de columnista que ejerció desde 2003 hasta 2013 en la revista “Sábado” de El Mercurio, y desde entonces en el correo electrónico de cientos de suscriptores. El libro de 626 páginas compendia, liberadas de título y resumidas a veces hasta en un solo párrafo, columnas desde septiembre de 2004 hasta la última de ellas, en abril de 2014. La cantidad de inquietudes, atmósferas, lugares, autores, afectos, versos, contingencias, grandes pequeñeces y pequeñas grandezas, vicisitudes anónimas, boliches, palabras de amor, libertades itinerantes, variaciones sobre la muerte, instantáneas de la ciudad y, sobre todo, escenas entrañables sobre la aventura humana, hacen de este libro un imprescindible, un texto para volver a él varias veces y para leer, como diría Pancho, “sin prisa y sin pausa”. Una pequeña parte de estas páginas hablan de fútbol, pero como nosotros somos unos obsesos y Pancho es muy generoso, nos ha permitido extractarlos para nuestra revista. Así que aquí van, en exclusiva para nuestros lectores, algunas de las páginas de este libro en donde la pelota rueda, a la manera de Pancho, que es también la nuestra: lejos de las luminarias, la televisión y las grandes estrellas. Cerca de la pasión, del tablón y de los mejores estremecimientos de la infancia. De espaldas a los sponsors y a las urgencias. No por nada, la columna se llamaba “Tiro libre”. Distancia y pelota contra el piso, como para ubicarla allí donde nos dicta la memoria y los sueños. Disfruten.
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MARZO 2005
Guardo enmarcada desde hace casi veinte años una pequeña fotografía tomada por Inés Paulino en la que aparecemos Chamullo Ampuero y yo muertos de la risa una tarde cualquiera del invierno de 1987. Eran años en que parte de mi trabajo consistía en sostener conversaciones ociosas y sin horario de término con ciudadanos entrañables y buenos para contar historias mínimas. Hernán “Chamullo” Ampuero, para los que no saben quién es, hizo en algún momento de su vida cursos de primeros auxilios y de enfermero auxiliar para convertirse después en un chileno conocido en el mundo del fútbol y en todo el país como el “paramédico” del mítico Colo-Colo 73 y de la selección chilena. Tenía la cabeza grande, una risotada franca y contagiosa, y un vozarrón apurado y entretenido que ayudaron a que ese encuentro en un boliche cercano a la estación Mapocho yo no lo olvidara jamás. Quizás por eso mismo enmarqué la foto que acompaña estas líneas: para conservar un momento estelar de mi vida, tres o cuatro horas en que reí a carcajada limpia escuchando el verso y las historias de Chamullo, un hijo de obrero portuario que hizo sus primeras armas en los cerros de Playa Ancha, y que a los veintidós años de edad abandonó para siempre el alcohol después de “tener cinturón negro para chupar”, según sus propias palabras. Aquella conversación fue la única vez en la vida en que nos encontramos. Mi memoria cree también a veces haber conversado por teléfono con él un día cualquiera de los años noventa, pero no alcanzo a
ESTRACTOS / FRANCISCO MOUAT
precisar si eso lo soñé o si de verdad ocurrió. Lo poco que supe de Chamullo después fue que trabajó un tiempo como periodista deportivo del fútbol amateur en el diario La Cuarta, que hablaba de fútbol de barrio en la radio Chilena, y que alguna vez el ambiente del fútbol organizó una actividad social en su beneficio porque Chamullo estaba gravemente enfermo y necesitaba costear su tratamiento. Ni siquiera entonces me conmoví. Me mantuve junto a mi foto enmarcada, la de la imagen feliz de Chamullo Ampuero, sin reparar en que la enfermedad lo estaba cambiando y en que a lo mejor cabía la posibilidad de un nuevo encuentro. No recuerdo con exactitud la fecha de su muerte, pero sí estoy seguro de que a esa noticia también llegué tarde, cuando la impronta del tiempo había enfriado el suceso. Hace cosa de un mes, desempolvé la foto para llevarla a un almuerzo pactado con Andrés Ampuero, periodista, hijo de Chamullo, a quien apenas conocía después de que me abordara en la última Feria del Libro de la estación Mapocho para hablarme de su padre y de su interés en que escribiéramos juntos su historia. Le mostré la foto de Chamullo a su hijo y él la miró y se quebró: hizo primero un momento de silencio y después lloró. Entre sollozos me pidió tontas excusas por emocionarse, y explicó que verlo así, gordo, sano, rozagante, riendo generosamente, era una experiencia fuerte después de haberlo acompañado durante todo el cáncer y de haberlo visto frágil, taciturno, delgado y quebradizo. Pensé en la última imagen que guardamos de aquellos que conocemos y que mueren en el camino. Recordé cuando mi madre me dijo que no viera a mi abuela Adriana en el ataúd el día de la misa final y el entierro, para así quedarme con la mejor imagen de ella, la alegre, la festiva. Había pasado mucho tiempo de la última vez que la había visto en su casa. De ella me quedaban unas pocas fotografías, mi memoria de infancia, su buen humor, el rouge rojo en sus labios y el eco de su voz efusiva. Le hice caso a mi madre y no la vi, y hasta hoy me arrepiento
ABRIL 2006
Se llamaba Fernando Bazán, y el fútbol lo trastornaba. Cuando lo enterraron, hace tres años, sus hijos debatieron sobre qué objeto colocarle en el pecho. La idea del crucifijo no correspondía porque Bazán, pese a ser hincha de la Católica, era ateo. Finalmente, sus dos hijos coincidieron en que su padre fuera acompañado de su radio a pilas, aquella radio portátil en la que escuchaba los partidos y los comentarios especializados. Cuenta el nieto: “El
día de su funeral, cuando mi padre y su hermana decidieron ponerle su radio a pilas en vez de un crucifijo, no hubo mayores dramas ni una misa elocuente. A petición de mi abuelo, solo hablaron un par de amigos y el asunto se dio por terminado con los sones de su tango favorito. Luego se le sacó su radio a pilas del pecho, y su cuerpo pasó a ser incinerado”. A lo largo de su sufrida vida como hincha de fútbol, Bazán padeció diversos males del corazón. Desde anginas de pecho hasta infartos. En algún momento le colocaron dos by-pass y sus expectativas de vida nunca fueron generosas. Le prohibieron estrictamente escuchar por radio partidos de la Católica, pero Bazán no se amilanó. Más de una vez fue sorprendido en el hospital de la Fuerza Aérea escuchando en su radio a la mala un partido de su equipo. Cuando le quitaban el aparato y había fútbol, obligaba a las enfermeras a irle reportando cada cinco minutos el resultado parcial del partido. Una de sus crisis más severas la vivió una vez que estaba viendo por televisión un partido entre la Católica y Huachipato junto a su hijo Ernesto y su nieto Ignacio. El equipo rival metió un gol y el viejo Bazán se descompuso. Hubo que llamar a
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la ambulancia y cambiarlo de pieza, pero Fernando Bazán no arrugó, y siguió preguntando cómo iban hasta el mismo momento en que la ambulancia se lo llevó de urgencia al hospital. Mientras vivió, la esposa de Bazán, Hilda, no sintió celos de ninguna mujer. Sentía celos del periodista deportivo Julio Martínez, porque Bazán no perdonaba el rito de las siete de la tarde, cuando Jota Eme hacía su comentario diario y él lo escuchaba en su radio portátil. Su nieto Ignacio dice que cuando no había partido de fútbol, el abuelo Bazán era un hombre tranquilo, casi un dandi.
ABRIL 2008
Cuando iba a publicar mi primer libro, Cosas del fútbol, decidí pedirle a Julio Martínez que escribiera el prólogo. Lo había citado tantas veces en mis textos, lo había escuchado en la radio y lo veía con frecuencia en sus comentarios deportivos en televisión, pero nunca había cruzado una palabra con él. Más de una vez me tocó acompañarlo subiendo las largas escalinatas del estadio Nacional que desembocan en las casetas de transmisión, y no me atreví a hablarle. Julio Martínez era una institución del periodismo, y yo un mozalbete que hacía sus primeras armas en el género de la crónica. Averigüé cómo contactarlo, porque el teléfono de la casa de Jota Eme era un secreto de Estado. Lo mejor, me dijeron, era ir a hacerle guardia a la radio Minería, a donde iba todos los días a la hora de almuerzo a hacer el programa deportivo. Fui: nervioso, expectante, con los originales fotocopiados del libro bajo el brazo, esperé a que asomara por el hall de la radio sin saber demasiado bien qué decirle. A la hora señalada asomó Julito, y lo abordé. Me miró con cara de sorpresa, pero se detuvo a escucharme. “Don Julio, buenas tardes, soy periodista, tengo escrito un libro de crónicas de fútbol, y para mí sería un honor que usted me escribiera el prólogo” le dije, extendiéndole la carpeta con las fotocopias. Julio Martínez recibió la carpeta y me contestó: “Mire, muchacho, yo no sé si su libro me va a gustar o no. Vuelva en exactamente dos semanas más, y si el libro me parece, aquí estará su prólogo. En caso de que no me guste, le dejo aquí en recepción su carpeta. ¿Está bien?”. Fueron días de ansiedad. Saber que Julio Martínez estaba leyendo y juzgando mis crónicas, me ponía nervioso. Al cabo de dos semanas, fui nuevamente a hacerle guardia en la radio, y Julio Martínez apareció por el hall con un sobre de color café en sus manos. Pensé que dentro de ese sobre podía estar el prólogo. “Me gustó su libro, muchacho. Así que
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le escribí unas líneas, que espero le parezcan bien” disparó al aire, cordial. Le di la mano, no sé qué palabras usé para darle las gracias, y bajé rápidamente a la calle para leer cuanto antes su texto escrito con máquina de escribir en papel roneo. Era septiembre de 1989. Hasta hoy guardo esas dos hojas, más la copia de una fotografía que nos tomaron en la estación Mapocho cuando presentamos el libro un par de meses más tarde junto a Nibaldo Mosciatti y el propio Julio Martínez, que por supuesto se robó la película y los aplausos ese mediodía en que recordó los años de la vieja democracia en Chile, cuando la estación Mapocho era local de votación o cuando el andén se desplomaba por la cantidad de gente que venía a recibir al actor mexicano Jorge Negrete.
JUNIO 2009
Apenas recuerdo la primera vez que tuve conciencia de haber ido al estadio a ver un partido de fútbol. Según pude corroborarlo después de revisar en la biblioteca viejos tomos de la revista Estadio, fue en marzo de 1968, cuando tenía poco más de seis años. Audax Italiano, el equipo de camiseta verde por el que se desvivían en mi familia materna, jugaba contra Santiago Morning, de camiseta blanca y una V negra en el pecho, llamado también el equipo bohemio después de salir campeón el 42 con una generación de jugadores buenos para la pelota y la farra, especialistas no solo en marcar goles, sino también en beber pisco y whisky, ir a casas de putas y hacerse masajes con una bruja en Talagante. Vimos el partido sentados en la galería norte del estadio Nacional, detrás del arco, junto a mis dos hermanos mayores, mi tío Nano y mi abuelo Arnaldo. Mi abuelo me prestaba sus binoculares para ver más de cerca a los jugadores de Audax, que comandados en ataque por Alberto “Patapata” Hidalgo golearon esa tarde por 4 a 1 a sus rivales. Fuera de los binoculares de mi abuelo, casi lo único que retengo de esa jornada es un gol de Patapata hacia el final, cuando enfrentó en solitario al arquero y lo venció. Uno, cuando es hincha del fútbol, vive dividido entre el tiempo real en que transcurre la vida y esos noventa minutos de partido que son otra historia, algo parecido a una tregua en medio de la batalla de cada día. Algunos nos acostumbramos desde chicos a ir al estadio, y si no íbamos lo escuchábamos por la radio, y después, cuando empezó a exhibirse por televisión, organizamos nuestros tiempos para terminar en la casa o en el bar donde hubiera un aparato encendido. Recuerdo con angustia aquel momento de gran tensión –especialmente en los años setenta– cuando
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no se sabía aún si un partido lo iban a dar o no, nadie entregaba ninguna información oficial, todo lo que se escuchaba eran rumores, y uno esperaba frente al televisor encendido, a medida que se acercaba la hora del encuentro, que de una buena vez arrancara la música característica que anunciaba la presencia de Carcuro, el Sapo Livingstone o Julito Martínez en la pantalla chica. Qué gran frustración soñar con ver un partido en directo, vía satélite, y finalmente tener que contentarse solo con el relato radial. Qué canallas, qué infames esos canales de televisión insensibles que seguían adelante con su programación, con monos animados o seriales yanquis mientras tú te perdías la fiesta y nadie te daba una explicación. Algo parecido recuerdo de esos fines de semana en que la lluvia no cesaba y el partido finalmente se suspendía porque la cancha era una piscina o estaba muy barrosa. Siempre nos pareció que en esas canchas se podía jugar sin ningún problema. La vida sin fútbol ese sábado o domingo perdía sentido, nos despojaban de la ilusión de ver a los mejores jugadores, o en su defecto a los que más queríamos, vestidos para la ocasión, dispuestos a representar la obra para la que se habían preparado toda la semana. Los que vamos a la cancha en Chile desde tiempos remotos, sabemos que el buen juego está reservado para unas pocas ocasiones, y por eso disfrutamos tanto la ceremonia previa, donde está permitido soñar. En mi caso, subir las escalinatas del estadio Nacional y ver el verde del pasto de la cancha es una de las mejores imágenes de mi infancia, y nadie nunca podrá arrebatármela, ni siquiera la muerte, que también sabe de fútbol y a veces está agazapada en el rincón del córner, como escribió Camilo José Cela.
OCTUBRE 2012
Recibí por correo electrónico un cortometraje llamado Palitroque. Lo hizo un realizador al que no tenía el gusto de conocer aún: Jairo Boisier. Pinché enter en el computador y pasé estupendos ocho minutos, que es lo que dura el corto. Me reí mucho y finalmente me emocioné. Palitroque transcurre en una cancha de fútbol y tiene mucho de absurdo. Solo diré, para no contar la película, que uno de los dos protagonistas es Arturo Palitroque Rodenak, viejo crack de Rangers de Talca de los años cincuenta y sesenta que murió un día antes de que yo recibiera este inesperado regalo. Navegué para conseguir el correo de Jairo Boisier y le escribí para decirle esto mismo: que me había encantado su película, y si me la podía prestar para mostrarla en la presentación de una nueva
edición de un libro mío de fútbol en noviembre. Me contestó enseguida y pactamos una cita para el diez del diez a las diez en el bar Marabú, donde, coincidentemente, ambos habíamos celebrado alguna vez nuestro cumpleaños. Dijimos entonces que esa noche en el Marabú haríamos intercambio de banderines: Jairo me regalaría una copia de Palitroque y también su primer largometraje, La jubilada, y yo le obsequiaría un puñado de libros. De qué se trata La jubilada fue casi lo primero que pregunté en el Marabú. Es la historia de una actriz porno que se retira del oficio y vuelve a su pueblo, me contestó Jairo. Al fondo del bar el televisor despedía una entrevista en profundidad al Loco Páez, Guillermo Páez, viejo crack del Colo-Colo 73, y se me olvidó comentarle a Jairo una historia que me ocurrió arriba de un taxi un par de meses atrás, y ahora que la voy a escribir me doy cuenta de que no se la he contado a nadie. Sucede que tomé un taxi después de almorzar con los amigos de la radio en Pedro de Valdivia con Eliodoro Yáñez rumbo a la Plaza Ñuñoa. El taxista me empezó a hablar de fútbol a poco andar. Si yo conocía a fulano y a mengano, todos jugadores de la vieja guardia, curiosamente todos de Colo-Colo 73. Me preguntó si los había visto jugar, cuánto sabía de ellos y quién era el mejor. Cuando le contesté que dudaba entre Caszely y Chamaco Valdés, me dijo que el mejor era el Loco Páez, Guillermo Páez, el volante tapón. El taxista era un hombre de unos sesenta años, de barba gruesa y ligeramente canosa. Y entonces me la suelta: que él es Guillermo Páez, el Loco, y yo, que creo conocer bien al Loco Páez, me doy cuenta de que el chofer del taxi en que viajo está completamente loco, porque sé, puedo jurarlo, que ese hombre no era el Loco Páez, que el Loco Páez verdadero es más gordo y cabezón que él, y esto lo sé porque a ese Loco Páez lo he visto en mil fotos y en la televisión y lo conocí el día en que Colo-Colo salió campeón de la Libertadores en 1991, cuando fuimos juntos al estadio Monumental a realizar una nota para el Zoom Deportivo. Por supuesto no le dije nada al taxista, para qué; además, si lo contradecía, podía ponerse violento, uno nunca sabe. Me miraba fijamente por el espejo retrovisor y alcancé a ponerme un poco nervioso. Dos o tres cuadras más allá tomó su celular y simuló estar contestando el llamado de un tal Barti, que yo debía creer era Marcelo Barticciotto, ex jugador y entonces entrenador de Colo-Colo. El Loco del Taxi, así lo llamaremos para no confundirlo con el verdadero Loco Páez, se puso de acuerdo a viva voz con el supuesto Barti para reunirse en el Monumental en la tarde, hizo como que cortaba y me aclaró que había un partido a beneficio del
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Colo-Colo de todos los tiempos. En ningún momento vaciló en su delirio. ¿Quién es este hombre? ¿Por qué peina la muñeca fantaseando con el Colo-Colo de su generación? ¿A todos sus pasajeros les cuenta el mismo cuento, o ese día andaba más loco que nunca y encontró a un fiel escucha? Con Jairo hablamos de fútbol un par de horas en el Marabú. Fue agradable, distendido, sin prisas ni juicios categóricos, envolviendo la pelota para tocársela al compañero con algo de comba, de efecto y también de afecto, concentrándonos en aquellos jugadores de segunda y tercera fila de los que sabemos poco y nada en estos días, y a quienes nos gusta narrar con cariño y con humor, como hizo Jairo Boisier con Palitroque Rodenak en su corto de ocho minutos. Recuperar la conversación gratuita sobre fútbol sin pretensión de nada en el mejor bar de la ciudad me levantó la moral en unos días melancólicos en que había pensado seriamente dejar de pensar en fútbol. Sería, creo, un gran error.
SEPTIEMBRE 2013
No sé muy bien qué significa ser de la U. Lo único que sé es que yo lo soy desde siempre, y que no hay ninguna remota posibilidad de que eso cambie, mute, se trastoque en su esencia. Javier Marías escribe en Salvajes y sentimentales que podemos cambiar de todo, de pareja, de barrio, de trabajo, de ideología, de religión, de gustos literarios, de costumbres, de oficina, de horarios, pero lo que no podemos sustituir jamás es “el club de tus escalofríos”. Puedes verle alguna vez las orejas al lobo, como le sucedió a él cuando amenazó con llegar a la presidencia del Real Madrid un sujeto al que Marías odiaba. A mí los dirigentes del club me tienen sin cuidado. Casi nunca me han simpatizado, y ahora que los equipos de fútbol profesional se organizan como sociedades anónimas, tengo bastante claro que jamás compraría una acción de la U. Como dice un amigo, “allá ellos, acá nosotros”. El modo que tenemos de vincularnos con la camiseta los hinchas sin apellido es un pacto de sangre que no tiene nada en común con ser accionista ni propietario de un porcentaje de la concesionaria. La palabra concesionaria nos disgusta, nos molesta, nos resulta completamente ajena. El club no nos pertenece, no somos sus dueños. Al club lo queremos. Somos de él de un modo físico y espiritual, pero no económico. Nos identificamos con su camiseta, la insignia, el escudo, con sus colores y ese intangible que alguna vez llamamos sentimiento inexplicable. Por supuesto que como hincha puedes vivir temporadas de desencanto, puedes hacerte el distraído y mirar
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de reojo lo que sucede en la cancha. La vida es así: sinuosa, intermitente, fragmentada. Pero tarde o temprano vuelves a ser de ese color si de verdad lo llevas en las venas. El club es parte de tu metabolismo. Hay un cuento de Eduardo Sacheri que se llama “Los traidores”, donde un fanático de Morón se disfraza un tiempo de hincha de Chicago porque se enamora de una mina del archirrival, pero ni siquiera el amor furioso que siente hacia ella le impide en un momento mostrar su verdadera cara y revelarse en medio de una tribuna repleta de enemigos como lo que siempre fue: un incondicional de su camiseta. La biografía de un hincha está hecha de sobresaltos. Ahora que escribí Soy de la U, me ocupa una sensación a ratos poderosa: que este libro es una historia de amor desde el comienzo, y los amores no se explican; se viven, se sufren. Sergio Pitol se pregunta en El arte de la fuga: “¿Qué es uno y qué es el universo? ¿Qué es uno en el universo?”. Y arriesga una respuesta para salir del paso y no quedar completamente atónito: “Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas”. Los hinchas entendemos de qué habla Pitol: somos los partidos de fútbol que hemos visto y también aquellos a los que no llegamos, los goles convertidos en nuestra imaginación, el estruendo de un estadio, las calles recorridas después de una derrota que no olvidaremos fácilmente. Narrar tu propia historia como hincha es un acto de justicia con ese sentimiento inexplicable que te ha acompañado desde niño. No se escribe para obtener respuestas. Ayer me preguntaron frente a una cámara, como parte de un documental que un amigo está realizando, de qué color es para mí la montaña, y yo, que nunca en la vida me había hecho esa pregunta, contesté casi automáticamente: “Azul”. “¿Por qué azul?”. “Porque así es más bella”. Escribir Soy de la U es una de las mejores experiencias de mi vida, y tenía ganas de decirlo. Solo eso.
OCTUBRE 2013
Acabo de conocer al escritor argentino Martín Kohan. Coincidimos en una mesa del FILBA donde hablaríamos de literatura y fútbol. Recién había leído unos textos suyos muy buenos de su nuevo libro Fuga de materiales. En uno de ellos, llamado “La persuasión de ser Gatti”, escribe sobre Hugo Orlando Gatti, el Loco Gatti, el arquero de Boca Juniors que fue su ídolo desde niño, y que lo hizo llorar de felicidad por
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primera vez en su vida cuando Kohan tenía diez años de edad y Gatti atajó un penal en Uruguay que convirtió a Boca en campeón de América. Todo eso sucedió en 1977. Martín Kohan dejó de ser un niño pero nunca dejó de admirar a Gatti, y hoy se instala algunas mañanas en un bar de Belgrano, el Vivaldi, en la esquina de Echeverría y Conde: “Por la ventana se ven los árboles de la plaza, un poco más lejos el tren, y la gente que pasa por la vereda no da la impresión de tener problema alguno. Leo un rato, escribo un poco; pero a veces aparece Gatti. Gatti va a ese bar, se sienta en cualquier mesa, le dan el diario para que lo hojee, lo hojea. Yo lo miro desde mi lugar; ya no leo más, ya no escribo más, solamente lo simulo. No me acerco a Gatti, no lo importuno, me limito a pensar en el penal que le atajó a Vanderley en septiembre de 1977 y en el tipo de sensibilidad que él inventó para mi vida. Gatti lee el diario, después lo cierra, saluda, se va. Ya me pasó varias veces. Lo veo irse: camina con cierto lastre en la pierna derecha. Durante días, dos o tres, a veces cuatro”, a Martín Kohan se le pega ese modo de andar, o más bien se le impone, hasta que finalmente deja de caminar como Gatti y vuelve a su forma habitual. A pesar de su impresionante fanatismo por Boca Juniors (acompañado en este caso por un odio enfermizo hacia River Plate) y de su amor por la literatura, Kohan dijo en la mesa del FILBA que no leía literatura de fútbol, como la escrita por compatriotas suyos como Soriano, Fontanarrosa y Sacheri, y que tampoco le parecía probable que él alguna vez pudiera escribir un libro a partir de su relación con el fútbol. De hecho, estos tres textos suyos sobre fútbol que figuran en Fuga de materiales parecen ser los únicos que ha publicado en los que se refiere explícitamente a su pasión pelotera. ¿Por qué? Porque Kohan entiende que para hacer literatura necesita una distancia que es imposible que él pueda mantener tratándose de fútbol, y que aun si llegara a salvar el problema de la distancia, terminaría exponiéndose de un modo que no le agrada o del que no se cree capaz. En su caso, el amor al fútbol y a la literatura los vive por separado, son mundos que no se cruzan, y Kohan no se hace ningún problema en que sea así: cada uno en su tiempo y lugar. Me dejó pensando su forma de resolver la ecuación entre fútbol y literatura. A diferencia suya, yo los mezclo sin inconvenientes, y me gusta lo que puede surgir de esa convivencia. En mi caso, sí leo con gusto algunos de los cuentos de fútbol de Soriano, Fontanarrosa y Sacheri, y continúo rastreando autores capaces de convertir este juego en el disparador de sus historias. En otro de los textos
de Kohan, llamado “El fútbol y yo”, un gol convertido en el colegio cuando era un niño se convierte en el punto de partida de un relato donde el solo recuerdo de ese episodio concurre a salvarlo: “Todavía hoy, casi treinta años después, cuando me siento decaído, cuando me aplasta algún fracaso o sospecho que no he sido el que me proponía, cuando pienso que no pego una y que soy un desastre y que nada me sale bien, todavía hoy, en ocasiones, cuando me hundo en alguna desdicha y no encuentro remedio para mí, me hago un ratito y repaso ese gol: el gol que le hice a Ligatto ese día, el único día en que nosotros, la décima, le ganamos a la séptima. Para eso existe el fútbol. Qué sería de mí sin el fútbol”. En “El fútbol y yo” de Kohan late con fuerza esa prosa apátrida de Julio Ramón Ribeyro: “Y el arte solo se alimenta de aquello que sigue vibrando en nuestra memoria”. Tal vez porque el mismo día en que conocí a Martín Kohan había estado releyendo La invención de la soledad, de Paul Auster, me pareció que ese gol a Ligatto descrito minuciosamente en Fuga de materiales se parecía a un momento en que el protagonista del libro de Auster, que no es otro que él mismo, se maravilla de lo que el béisbol ha representado en su vida: “Un lugar donde su mente podía descansar, segura en su refugio, protegida de los caprichos del mundo”. Volver a anotar un gol, aunque sea imaginariamente, un gol que solo nosotros podemos narrar con detalle, porque solo nosotros sabemos si es verdad que lo convertimos en una cancha del colegio cuando éramos niños, un gol que a nadie más le importó y ya estaba completamente borrado de la faz de la Tierra, ayuda a esquivar el peso de esa otra realidad a la que le gusta recordarte que ya casi no juegas fútbol, y que ni siquiera con entrenamiento lograrías clavar la pelota en el ángulo como hiciste aquella tarde en que vivías jugando y soñando. Tiene razón Martín Kohan: para eso existe el fútbol. * Francisco Mouat es escritor, librero, editor y acérrimo hincha de la Universidad de Chile. De sus libros de fútbol, destaca la última edición de “Nuevas cosas del fútbol” (Lolita editores, 2012), un clásico de la crónica pelotera. Su voz se puede escuchar en “Los Tenores de ADN”, en el 91.7 del dial, de dos a tres de la tarde. En persona se le puede ver habitualmente en Librería Lolita, República de Cuba 1724. Fuera del fútbol, recomendamos, entre varios, su libro “El empampado Riquelme” (Lolita editores, 2012).
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EL LOCO ARTE CALLEJERO EN HONOR A JOSÉ RENÉ HIGUITA EN AMSTERDAM. LOS TURISTAS COLOMBIANOS PEREGRINAN A BOS EN LOMMER, PARA TOMARSE LA FOTO DE RIGOR.
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PELÉ BESÓ A MONA LISA EL TRABAJO PUEDE SER VISTO EN LA AVENIDA PAULISTA, SAO PAULO, BRASIL.
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Por Sergio Montes *
L
A CANCHA DE RIVER se viene abajo. Los jugadores se abrazan en una esquina, el público delira, los rivales caminan cabizbajos al centro de la cancha. Es el momento en que los reporteros gráficos sacan las fotos que mañana serán portada de los diarios y revistas que se venderán en los kioscos de calle Florida. Retratos de hombres sonrientes vestidos con camisetas blancas atravesadas por una banda roja; imágenes en sepia de fines de los años cincuenta. Muy cerca de los flashes, pero fuera del encuadre de las fotografías, está Rodolfo Matti. Nadie tiene mejor visión de lo que ocurre en la cancha que él, espectador involuntario de una escena en que debió ser protagonista. La gloria le pasa por el lado. ***** Una gota de sudor le cae por la cabeza, pero el hombre sigue afanado en su labor como si en eso se le fuera la vida. Enfundando su puño con un paño gris (que alguna vez fue blanco) seca el fondo de los vasos. Cada tanto, también pasa el
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paño por la barra que, al parecer, nunca está suficientemente reluciente para su gusto. - ¿Me sirve una piscola, don Rodolfo? La pregunta viene desde el otro lado de la barra, el lugar de los parroquianos. - Cómo no, ¿con Coca light? No espera la respuesta, toma uno de los vasos recién secados, le echa dos hielos y vierte pisco hasta llegar a la mitad del vaso. Abre la bebida y pone todo sobre la barra. ***** Una puerta y una escalera que sube. Afuera está ruidoso y la luz es enceguecedora, pero al cruzar el umbral no hay más ruido y todo se oscurece, hasta que subamos, vuelva la luz y se escuchen voces, platos que chocan contra tenedores y la televisión en que se transmite el noticiario de Fox Sports de las dos de la tarde. Será señal de que, como todos los jueves al almuerzo por años, he llegado al Tuñín, un local que se debate en esa zona gris compues-
ta por restaurantes que no son sofisticados, ni tradicionales, ni sirven comida típica de ningún país. Un lugar de oficinistas; “una mierda de lugar”, como dice uno de mis hermanos. Mi papá ya está sentado en una de las mesas, esperando. A diferencia de los otros comensales que esperan, no mira la televisión, sino por la ventana. Soy el segundo en llegar, y en un rato lo hará uno o dos de mis hermanos. Mi otro hermano, el menor, empezó a venir a los almuerzos de los jueves mucho después, cuando comenzó a trabajar y habían pasado muchos años desde la última vez en que estuvimos en El Tuñín. Mis hermanas han estado siempre tácitamente proscritas de estos encuentros, vaya a saber Dios por qué. Yo no sé quién de nosotros descubrió El Tuñín, pero sé que yo lo elegí. Mientras comemos, se va a hablar de fútbol, como todos los jueves, muy a pesar de mi viejo. **** La niñez se acaba cuando dejamos de idolatrar futbolistas. Con la adul-
tez vendrán otros ídolos, becerros de oro (o plata, según como venga la mano) que adoraremos con constancia, pero sin el fervor con que queremos a los héroes de la infancia. Marco Cornez fue mi primer ídolo; le bastó para llegar a tan honroso sitial el haber sido arquero titular de mi equipo cuando yo tenía 9 años, e intentaba (sin nada de éxito) transformarme en un arquero como él. Pero con la niñez no sólo viene el fervor por los ídolos, sino la admiración por cualquiera que dedique su vida a jugar al fútbol profesionalmente. Tenía los mismos 9 años cuando entré por primera vez a un camarín en que se cambiaban los jugadores, a minutos de salir a jugar contra Naval de Talcahuano. Nunca antes había visto futbolistas, salvo desde las graderías del Estadio Santa Laura y Nacional, o por televisión. No podía creer que esos superhombres, héroes que recién atravesaban la veintena, estaban ahí, a un par de metros, me daban la mano y me hablaban. Es atroz cuando creces y te das cuenta de que los jugadores son menores que uno. Qué lindo es admirar como lo hacen los niños, sin juzgar.
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***** Mientras camino a la mesa, atravieso dribbleando entre sillas y comensales. No me atrevo a decir que hayamos sido siempre los mismos los que almorzábamos en El Tuñín, pues casi ni nos miramos. Bah, no puedo hablar por los demás, soy yo el que casi no miro a nadie, aunque puedo jurar haber visto a Carlos Caszely servirse una piscola en vaso mediano, sin hielo, a las dos y media de la tarde en la mesa al lado de la ventana que mira a la calle Agustinas. En la entrada está la barra, y entre ésta y los banderines que decoraban la pared (banderines de equipos chicos; gastados y viejos) se encontraba siempre a don Rodolfo Matti, el dueño del local. Pasaron muchos jueves para llegar a saber ese nombre, y muchísimos más para llegar a saber quién fue ese gordo amable, que saludaba mesa por mesa con su vozarrón y su evidente (aunque camuflado) acento rioplatense. Hasta que un buen jueves, quizás porque nos escuchó hablar de fútbol, se nos presentó. No con su nombre, que a esas alturas lo sabíamos hace muchos jueves, sino con su historia. Rodolfo Matti fue, en sus palabras (y le creo, porque elijo creerle), un futbolista talentosísimo, uno que hoy estaría salvado económicamente, después de un par de buenos contratos con equipos medianos de Europa. Pero don Rodolfo nació en el tiempo equivocado, no sólo porque en su juventud no se pagaba lo que se paga hoy en el futbol (y, de esta forma, los futbolistas no se habían transformado todavía en los millonarios excéntricos y distantes
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que se dejan ver solo en Instagram). Especialmente, don Rodolfo nació en mala época porque cuando empezó en el fútbol todavía no se jugaba el Mundial del 70’ y, por lo tanto, aún no se hacía oficial la regla que permite cambiar jugadores durante el partido, conceder 15 o 20 minutos para que los que han visto el resto del partido sentados puedan demostrar por qué el próximo partido debieran participar desde el comienzo. Así, en los tiempos de don Rodolfo, los jugadores estaban sometidos a una disyuntiva maldita: o eras titular o, para jugar, tenías que esperar pacientemente que el titular se lesionara o bajara notoriamente su nivel. Y resulta que don Rodolfo era lo suficientemente bueno para jugar en River Plate (uno de los mejores equipos de la historia), pero no tanto como para desplazar de su lugar a Ángel Labruna, quizás el jugador más importante de la historia de River. Basta aclarar que el feo (como, con justicia estética, se denominaba a Labruna) no sólo es el mayor goleador de la historia del club millonario, sino que también es quien más goles ha convertido en el superclásico contra Boca Juniors. Nuestro anfitrión era el suplente del ídolo, el que estaba llamado a sacar de su lugar al inamovible. Don Rodolfo habrá tenido talento, pero no tanta paciencia, así es que se cansó de esperar su oportunidad imposible, y decidió buscar nuevos rumbos. El destino lo trajo a Chile. Acá jugó por varios equipos menores de la capital y de provincia. Recuerdo que en Unión Española y Rangers, pero eran varios y la memoria me puede fallar. Un jueves cualquiera, cuando nuestras
charlas con don Rodolfo (siempre fue “don”, él era muy respetuoso y formal, así es que nosotros no podíamos ser menos) ya eran habituales, siempre a la altura del flan (no probé ningún otro postre en El Tuñín), uno de mis hermanos le llevó un regalo: consiguió en no sé qué base de datos, el palmarés completo de don Rodolfo Matti jugando para equipos chilenos. Partidos disputados, equipos, goles, todo. Sin fotografías, dos o tres páginas impresas. Se emocionó don Rodolfo, el regalo de mi hermano lo llevó de vuelta a la época en que se ganaba la vida con su talento, y no vendiendo colaciones para oficinistas; la época en que era un superhombre y en la que, de no mediar por Labruna, hubiera sido ídolo de los niños, héroe en su querido River Plate. ***** Pasaron los jueves y dejamos de ir al Tuñín. Las oficinas escaparon del centro de Santiago hacia el barrio alto y, con ellas, nos fuimos también los que trabajamos en las oficinas. Sin embargo, la tradición de los jueves a las dos de la tarde se mantiene y se adapta al paso del tiempo. Ahora nos coordinamos por whatsapp y la cuenta sale más cara. Y, aunque se sigue hablando de fútbol, a la hora del flan (ahora no se come ni postre siquiera) nunca más llega don Rodolfo a contarnos sus historias de lo que fue y pudo llegar a ser. * Editor de la Revista De Cabeza. Panelista del programa “Todo es cancha”, de Radio Frecuencia Cruzada.
LA PERLA
TODAS LAS FICHAS AL NEGRO
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Compañia de Jesús 2799, Santiago de Chile, Barrio Yungay. 56 2 26825243
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BESO AL FANTASMA NEYMAR BESA, LE TOCA LA OREJA, AL FANTASMA DEL MUNDIAL DEL 50’.
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asegurar una camiseta de titular y ser campeón con su equipo, la U. de Chile. Nadie nos va diciendo en la vida de qué están hechos nuestros sueños, o si hay unos mejores que otros: con suerte los vivimos hasta que se rompen o ellos nos rompen a nosotros. El caso es que Gabriel Galindo quería ser jugador de fútbol y que no fue tan bueno como le hubiera gustado, pero tampoco tan malo como para no ser recordado. Ya está dicho: los mejores años de su juventud los pasó en la U, a comienzos de los noventa, en un equipo que venía volviendo de la pesadilla del descenso y que en ese momento no sabía si estaba recuperando o perdiendo para siempre sus días de grandeza.
Por Esteban Abarzúa (@eabarzua)*
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QUÉ HACÍAN JUNTOS los jugadores de la U y Colo Colo en el camarín número 1 del estadio Monumental el 7 de junio de 1991? Veinticinco años después, siete de los once azules que aparecen en el único registro gráfico de la época cuentan lo que pasó. *** Esta sólo es una historia de fútbol y, como tal, quizás no tenga demasiada importancia. El problema, eso sí, es saber dónde empieza y dónde termina. Por ejemplo: veinticinco años después, en junio de 2016, un chileno de nombre Gabriel vive junto a su esposa Trinidad en las faldas de un cerro en Aquin, a ciento cincuenta kilómetros de Puerto Príncipe, capital de un necesitado país que se llama Haití, donde ayudan a los vecinos del pueblo a encontrar pozos de agua y a recolectarla cuando vienen las lluvias. “El agua aquí vale más que el dinero”, dice Gabriel, de 45 años, cuyo apellido es Galindo y es feliz ayudando al prójimo. Pero cuando tenía 20 era futbolista y lo perseguían sueños como
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Un día cualquiera, claro, a alguien se le ocurre una idea y podemos llamarla idea y decir con justicia que le pertenece. Según Galindo, “la idea de la que estamos hablando se le ocurrió a don Pedro Morales”. Por supuesto. Detrás de una idea siempre hay una cabeza, en este caso la de un entrenador que antes había sido campeón en Huachipato, Everton y Colo Colo, pero también existe una historia y uno perfectamente podría situarse en un taller de desabolladuría ubicado en la calle San Ignacio, pasado Diez de Julio, propiedad de un tal Luis Doria a mediados de los ochenta. Doria era muy cercano a los dos mejores laterales izquierdos de ese tiempo: Roberto Reynero, de la U, y Luis Hormazábal, de Colo Colo. “Con Chupete Hormazábal éramos muy amigos y, al mismo tiempo, rivales. Cuando llegábamos a la Selección compartíamos pieza en Pinto Durán. Y él me daba consejos y yo se los daba a él, aunque en la cancha, si nos encontrábamos, íbamos duro el uno contra el otro. Chupete era socio de Lucho Doria y en su taller a veces nos juntábamos con otros colocolinos. Llegaban Caszely, Vasconcelos, el Chano Garrido, el Bocón Ormeño”, dice Reynero, 51 años, desde un lugar conocido como La Invernada, kilómetro 62 del camino a las Termas de Chillán, donde administra unas cabañas turísticas de su hijo Felipe. Según él, la decisión la tomaron los capitanes de ambos equipos. “Pedro Morales me llamó, yo llamé al capitán de Colo Colo y se hizo. La idea era felicitarlos por lo que lograron y que fuera en secreto”, explica. Los diarios del 8 de junio de 1991 titularon en sus primeras páginas sobre la visita del plantel completo de Colo Colo al palacio de La Moneda, donde el Presidente Patricio Aylwin, “en nombre
CRÓNICA / ESTEBAN ABARZÚA
del pueblo de Chile”, les agradeció uno por uno a los jugadores la obtención de la Copa Libertadores. Eso ocurrió a las cinco de la tarde del día anterior, cuatro horas y media después de otro encuentro en el que los flamantes campeones de América fueron objeto de otro homenaje, no esta vez en representación de un pueblo sino de unos valores que de tanto luchar contra los elementos suelen extraviarse en el camino: la amistad, la dignidad y la sana competencia. Dos días después del 3-0 contra Olimpia de Paraguay en la final, los archirrivales de Universidad de Chile llegaron al camarín número uno del estadio Monumental para dar la mano, abrazar con humildad a los héroes enemigos y luego devolverse silenciosamente a su anonimato. El gesto apenas trascendió y pronto sería olvidado, incluso por sus protagonistas. El paso de los años se encargó de convertirlo en un recuerdo incómodo para los hinchas con buena memoria. Existe al menos un par de teorías históricas sobre el surgimiento de las odiosidades entre Colo Colo y Universidad de Chile. Algunos lo sitúan en 1959, a partir de una definición por el título que dejó egos henchidos y lastimados entre dos adversarios poderosos. Otros sostienen que la falta de relatos
culturales centralizadores en el Chile de mediados de los setenta, espoleada obviamente por los intereses de una dictadura que aplastó los derechos y los sueños de sus ciudadanos, alimentó la construcción del clásico como uno de los tres grandes espectáculos masivos que lograron reemplazar las ilusiones de la Unidad Popular: la Teletón, el Festival de Viña del Mar y el Colo contra la Chile. Como sea, en 1988 los seguidores de Colo Colo celebraron mayoritariamente el descenso de la U a segunda división y en 1991 aparecieron banderas del chuncho en la barra de Boca Juniors durante la semifinal de esa Libertadores que ganaron los colocolinos. Al mirar el único registro gráfico de la cita, Mauricio Illesca, 44 años, dice que ni siquiera recordaba que les hubieran tomado una foto, pero repara en un detalle: “Casi todos los jugadores que aparecemos ahí fuimos formados en la U”. La única excepción es el paraguayo Carlos Morales Santos, quien apenas se ve, al fondo a la derecha, tapado por la cabeza de Reynero. “Sí, ese soy yo. No me acordaba de esa visita”, confirma Morales, 47 años, desde la provincia argentina de Jujuy, donde hasta hace poco dirigía a un equipo local de tercera cate-
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goría. Ahora se encuentra a la espera de un nuevo desafío como entrenador. Bototo Illesca trabaja en proyectos de fútbol infantil. A la misma hora de esa visita que pretendía pasar inadvertida, el viernes 7 de junio de 1991, los jugadores de Colo Colo estaban en la pantalla del programa “Éxito”, conducido por José Alfredo Fuentes en Canal 13. En realidad, habían ido el día anterior, inmediatamente después del partido ante Olimpia, y el capítulo fue repetido con similares cifras de rating. Después, a la una de la tarde, se emitió el programa “Almorzando en el 13”, que ofrecía un tema novedoso en su debate: “Qué hacer con el sistema de salud”. Horacio Rivas, 51 años y zaguero central de esa U, dice que los chilenos éramos más inocentes en ese tiempo en que, social y políticamente, la esperanza solía confundirse con la realidad. El 4 de marzo de 1991, de hecho, el Presidente Aylwin hizo público el Informe Rettig, elaborado por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación acerca de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Era un Chile que venía saliendo de la boca del lobo, más entusiasta y confiado en su destino. Como sea, lo que más le llama la atención de la foto a Rivas es que aparece un juvenil del que nunca más se supo. Todos los demás lograron jugar en primera. Él no y se le perdió la pista. “Es Víctor Pérez. Está entre Gabriel Galindo y yo. No alcanzó a llegar a profesional. Atrás suyo está Vladen Canales y más allá está Juan Soto, abrazado con Barti”, agrega Carepato Rivas. Víctor Hugo Pérez López, nacido en 1970, fue juvenil en 1989, en 1990 estuvo a préstamo en Arica y en 1991 alcanzó a figurar unos meses en el plantel de Morales. Un día no lo vieron más en los entrenamientos y tampoco lo echaron de menos. Su nombre sólo es un dato más en el almanaque de los estadísticos del fútbol chileno. Mariano Puyol, 56 años, es el único entre los que no aparecen en la fotografía que admite su presencia ese día en el camarín de Colo Colo. “Fue un reconocimiento a un equipo que ganó para Chile algo importante. La primera Copa Libertadores. ¿Por qué negarlo? En este tipo de cosas es donde mostramos lo que somos como
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personas”, sostiene Puyol, capitán de la U en las temporadas 92 y 93, y quien hoy se declara “en autoexilio del club, pero con el mismo cariño de siempre por sus colores”. El pasado es lo que nosotros pensamos del pasado, una historia de lo que fuimos o hicimos en ese tiempo que sólo es el polvo que se acumula en las viejas fotografías de entonces. Y de pronto un gesto noble se vuelve incómodo y refutable. Las sospechas recaen sobre Pedro Morales. ¿Lo suyo fue una sincera demostración de humildad o apenas una visita de cortesía a sus antiguos amigos de Colo Colo? Carlos Soto, recio zaguero central de ese equipo azul en dupla con Rivas, había jugado antes en Colo Colo, durante las temporadas del 84 y el 85. “Fue un lindo gesto y se le ocurrió a Pedro Morales. Nosotros, todos los jugadores, lo apoyamos de inmediato, aunque no sé si sería posible repetirlo en la actualidad. Creo que no. Es una lástima que se haya perdido ese espíritu. Morales era un gallo muy bueno, pero no era colocolino, sino un hombre del fútbol. Un hombre de otra época”, sentencia Soto, quien tras el retiro se dedicó a formar futuras generaciones de futbolistas. Como casi todos en ese equipo de esa U que no pasó a la historia y que, sin embargo, estaba empezando a recuperar sus años de grandeza. Sin saberlo, claro: uno nunca sabe lo que significan realmente sus propios actos hasta que los mira desde esa trampa emocional que es el futuro mientras nos alcanza o nos olvida. Por suerte, esta sólo es otra historia de fútbol. * Subeditor de Deportes de Las Últimas Noticias. Autor de los libros “Secretos de Camarín”, “Chilenos de oro”, “Me pongo de pie”, “Soy del Colo” y “Las Pelotas”. Ganador del Premio Periodismo de Excelencia, mención crónica, de la Universidad Alberto Hurtado y del Premio Aporte a la Literatura Deportiva, del Círculo de Periodistas Deportivos de Chile.
EL DT
¿TODO BIEN? TE FUISTE Y DEJASTE A PORTUGAL EN MANOS DE UN NIÑO CAPRICHOSO.
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O la rompes o la cagas: CASI OTRA ÉPOCA, casi otro fútbol. Sobre el Estadio “Dinamo”, en Moscú, nieva como si en la cancha no estuviesen veintidós jóvenes pateando una pelota, sino la armada napoleónica retirándose en el pantano. El partido es vital: Rusia e Italia se juegan la clasificación, camino a Francia ’98. Al minuto ’32, el guardameta azzurro, Pagliuca, se resbala contra un adversario y es llevado afuera en brazos, como un soldado herido. Le toca entonces hacerse cargo de las tropas, como en cualquier guion bélico que se respete, a un joven oficial de camiseta plateada. Es un tipo de pelo largo y negro, un fanfarrón que vuela y ataja sin respeto a las leyes físicas: de hecho, en aquel tolstoiano debut con la selección mayor, el chico vuela (y alto), blindando a la vez el resultado (será un 1-1) y la clasificación al Mundial francés. Así, aunque finalmente su uniforme lucirá como un trapo empapado de agua, hielo
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y pasto, Gianluigi Buffon prácticamente no se quitará nunca más aquella camiseta del equipo italiano. Hasta el día de hoy, casi veinte años y 156 presencias después. Ahora retrocedemos unos cuarenta años antes de esa noche moscovita: otra época, otro fútbol, otro clima. Hace calor en Roma. Y Giovanni Ferrari, seleccionador italiano en aquel año 1961, probablemente tuvo que gritarle, porque los ochenta mil espectadores del “Olímpico” no se callaban ni un momento. Demasiado en hilo el match, demasiado deseado como para enfriarse: es el minuto ’56 de un Italia-Inglaterra, el 24 de mayo de 1961. El resultado es un 1-1. - Beppe! Oh Beppe, allora?! Entri tu, dai dai! “Beppe” es Giuseppe Vavassori. Clase 1934. De profesión, arquero. Es el típico hombre piamontés:
cuadrado, potente, reactivo frente a la pelota como a la vida. Montañés, pero amable. Porque allá, en las faldas de los Alpes, hay gente así: que lleva en la sangre tanto la nobleza de los reyes Savoia, como la abnegación necesaria para ir a combatir una guerra infame con el visto bueno de esa misma casa real. Gente que cree en el trabajo, con tal que sea duro. Familia, amigos, las cosas simples de la vida. Personas que, cuando llegó la hora, supieron luchar contra el Fascismo para una Italia mejor. Y Giuseppe, aunque sea parte de la primera generación de “nuevos” italianos, no hace excepción: le dirán, de hecho, el “arquero caballero”. Desde que –aún adolescente– un observador fue a verlo a su pueblo natal (Rivoli), donde jugaba en el oratorio de la iglesia, hizo toda su carrera en las juveniles de la Juventus hasta volverse titular en el primer equipo y ganar dos ligas nacionales compartiendo la cancha con gente “malita” como Boniperti, Sivori y el “Gigante bueno” John Charles. Años 1959/60 y 1960/61. Es por eso que se ha ganado la convocatoria de “Míster” Ferrari. “Beppe, Beppe! Te toca a ti” le está diciendo tajante el DT, pues ha visto la patada (fortuita, aunque asesina) que el delantero-centro de Su Majestad, Johnny Haynes, le ha propinado al arquero titular italiano Buffon (sí, en aquella Italia jugaba un tío abuelo del célebre, y hoy no tan fanfarrón, Gigi) y ha entendido que algo anda mal. Muy mal. Por eso que llama a Vavassori, su reserva, para que debute. Un momento: ¿Cómo que debutar? Hasta entonces, Vavassori estuvo alentando como un hincha más a sus compañeros, sentado en la banca al lado de Boniperti, y ahora deberá protagonizar él mismo la
CRÓNICA / POR FRANCESCO SCAGLIOLA
pelea. Dato técnico de cierta relevancia: en 1961 no existían cambios, y solo el arquero era sustituible en encuentros internacionales, previo acuerdo entre federaciones. Es decir, que debutar frío y ya durante el desarrollo del partido era, por lo menos, inusual. - Pero, Míster, ¿y Buffon? –le debe haber contestado Vavassori– ¿No vuelve? No, no vuelve. Es simplemente imposible: Lorenzo Buffon, que hasta aquel momento ha hecho toda clase de milagros, está tirado en el límite de su área con el tabique nasal hecho pedazos. Lo llevarán afuera casi desmayado, a peso muerto, con el rostro convertido en un manantial sangriento. Pese a que se trata de un partido amistoso, no hay nada de friendly ni en la cancha ni en cómo el país palpita por el encuentro. El punto es que en los ’60 los ingleses aún se consideraban los dueños del fútbol mundial. A ver, lo habían inventado ellos, se sabe; sin embargo, eso parecía ser suficiente como para decir “Aquí, quien quiera proclamarse el mejor, tiene que ganarnos a nosotros” (exactamente lo que hizo Hungría con Puskas, en 1953, metiéndoles seis goles en Wembley). De hecho, se dignan en participar por primera vez en un campeonato del mundo apenas en Brasil en 1950 (el Maracanazo borró la increíble eliminación que padecieron a manos de un equipo semi-profesional de EE.UU.). Está clarísimo: presumen con ojos cerrados de cierta clase de status sobresaliente por linaje, sin embargo, suelen hacer grandes partidos con campeones, e Italia, en efecto, jamás les había ganado: ni cuando lucía el título de campeón del mundo (dos veces antes de la Guerra) ni después.
NÉMESIS ANTI-ÉPICA DE UN DEBUT Por Francesco Scagliola (@FrancescoScagl6)*
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Siete partidos, cuatro empates y tres derrotas. La más dolorosa fue en Turín, en 1948, donde cayeron por 0-4: en la cancha, la columna vertebral del “Grande Torino” cuyo avión se estrellará en la niebla apenas un año después, haciendo desaparecer una de las más increíbles generaciones de campeones que el país jamás haya tenido. De todas formas, un puñado de minutos después de la súbita entrada de Vavassori, y sin que haya recibido ningún disparo al arco, Italia marca el 2-1 y, claro, se “derrumba” literalmente el estadio con un estruendo que quizás tan solo se podría escuchar en un derby capitalino entre Roma-Lazio. A falta de 15 minutos, la gloria está imprevistamente al alcance de la mano. Sí, porque ahora Sívori, que ya ha metido el gol del 1-1 con una pedrada zurda que se coló entre travesaño y vertical, torea a los dragones británicos con un amague por aquí, otro por allá, de nuevo a la izquierda, un caño y otra pirueta. En fin, los inventores del juego más lindo del mundo ya no entienden nada. Pareciera como si en estos caprichos irreverentes del oriundo nacido en San Nicolás de los Arroyos (Buenos Aires), estuviese toda la diferencia entre los dos
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países en aquel preciso momento histórico: por un lado, Italia se está abriendo a nuevas posibilidades, sacando provecho del talento que ha cosechado por el mundo (Latinoamérica, en particular) tras los flujos migratorios pre-bélicos. El boom económico está explotando y finalmente la vergüenza de la experiencia fascista empieza a limpiarse. En 1960, Roma ha hospedado las Olimpíadas y la gente, para ir al estadio, ocupa la Vespa. Omar Sívori encarna entonces, con sus jugadas, su pelo desordenado y los calcetines tirados para abajo, un espíritu pícaro que parece decir “ya estamos de vuelta”. Por otro lado, Inglaterra se podría definir casi como un imperio en decadencia: desgastado tanto por una lucha política interna que ha llegado a su cumbre con la derrota laborista de 1957, como por un derrumbe exterior desencadenado por las ganas de independencia de sus colonias. En fin, su renombrada y todopoderosa identidad triunfadora comienza a tambalear. ¿Será casualidad que, justamente en 1961, en Italia se estrena La Dolce Vita de Fellini, mientras que en las Islas Británicas el Free Cinema relata crudas historias de inadaptados? Probablemente no. Y en la cancha, ¿qué está pasan-
do? Bueno, tal vez los ingleses estén perdiendo sus colonias en India y en África, pero si han dominado el mundo durante siglos, algún motivo existirá; además, la marca con la pelota es de las pocas certezas que les quedan, así que deciden demostrarlo sobre el pasto romano. Minuto ’77, contragolpe inglés, Gary Hitchens entra en el área, dispara. ¿Empate? No debería: el tiro sale muy débil, como si fuera un pase hacia Vavassori. Pero... pero la pelota pasa entre las piernas del arquero y sí, gol. 2-2. Minuto ’86. Pelota perdida en la salida por un defensa italiano, Graves desmarcado por la izquierda y Vavassori, claramente choqueado por el error anterior, se esconde cubriendo el primer palo. Disparo, muy atajable. 2-3. Se apagan las luces en toda la Bota. Otra vez derrotados. Otra vez contra ellos. Con una diferencia: aquel 24 de mayo es más sencillo, más cómodo, tragarse la amargura. Pues hay un claro culpable (lo dice la gente, lo dicen los diarios, lo insinúan los compañeros) que no supo estar a la altura, porque de no haber estado él..., y así también lo confesará Vavassori mismo, que como todo piamontés habrá pensado que un buen hombre admite sus fallas. Aunque, cuando todavía en los camarines se le acercan unos periodistas para hundir el dedo
CRÓNICA / POR FRANCESCO SCAGLIOLA
en la herida, intenta (con razón) explicar lo inexplicable: o sea, que debutar en un partido tan importante cuando ni de lejos esperas hacerlo puede resultar, digamos, algo complicado. “Nunca imaginé que tendría que meterme de cabeza en un encuentro como este”, murmura, al borde de las lágrimas. ¡Eso es! Sin tener que darle vueltas con cuestiones de culpas o méritos. De esto siempre se ha tratado el abandonar la pasividad de la banca para enfrentar el ancestral pánico al debut. Porque al pisar el césped o la rompes, o la cagas... y más, mucho más, si eres arquero. Pues obviamente hay historias de predestinados, a lo Gigi Buffon; aunque existan también némesis anti-épicas que, desafortunada o inmerecidamente, pueden llegar a manchar toda una carrera en tan solo el efímero lapso de tiempo que transcurre entre el levantarse del banco de suplentes hasta el silbido del colegiado que decreta el fin del partido: en el caso de
Giuseppe Vavassori, el arquero gentleman, se trató de apenas 35 minutos que condenaron a cadena perpetua su vida profesional bajo los palos nacionales. Jamás volvió a la selección, pese a una muy buena trayectoria entre Catania y Bologna (la Juventus había cedido su pase). Morirá demasiado joven, con apenas 49 años, en 1983; a unos meses de distancia de Gary Hitchens, que en aquel partido de 1961 anotó su primer doblete con la selección. Hoy, el estadio de su Rivoli natal lleva su nombre, mientras que en Bolonia aún lo recuerdan como uno de los mejores guardametas de la historia del club. Sin duda, el más caballero. Para terminar con los debuts y eso de que o la rompes o la cagas: es un algoritmo casi totalmente cierto. Obvio, a menos que tu nombre sea Lev Yashin... bueno, entonces te puedes permitir algunas licencias: primero debutar con el Dinamo de Moscú (año 1950) en un clásico contra el Spartak, remplazando al
lesionado Chomič cuando faltan diez minutos y el resultado es un 1-0 a favor, para fallar completamente una salida regalando el empate. Segundo, en el partido siguiente, gracias a la sola confianza del entrenador, jugar desde el principio y, ganando 3-0, tragarte cuatro goles. Tercero, correr el peligro de ser, por estos vergonzosos hechos futbolísticos, hasta deportado, siendo por aquel entonces el Dinamo “propiedad” del poco comprensivo NKVD soviético (Ministerio de Asuntos Internos, es decir, los Servicios Secretos). Cuarto, volver a empezar desde abajo. Quinto y último, convertirte en el único arquero en ganar el Balón de Oro y pasar finalmente a la historia como “La Araña Negra”... Otra época, otro fútbol. Otra historia. * Periodista italiano, trabaja en el Instituto Italiano de Cultura de Santiago, y publica constantemente artículos en la revista Arte Al Límite.
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La “generación dorada”:
socialismo, éxito y ocaso Por Paulo Flores
M
INUTO 58. Más de noventa mil personas en el Rose Bowl de Los Ángeles observan cómo el delantero Ilie Dumitrescu recupera el balón tras un córner, emprende carrera hacia el área rival, aguanta la marca de Sensini y abre hacia la derecha para Gheorghe Hagi, quien le pega de primera y derrota a Islas. Contragolpe perfecto: tres a uno. Balbo descontaría sobre el cierre, pero Argentina, ya sin Maradona, golpeada e impotente, no pudo evitar el paso del seleccionado balcánico, dirigido por Anghel Iordanescu, a los cuartos de final de la Copa del Mundo de 1994. Aquella fue la mejor campaña de la “generación dorada” del fútbol rumano, que en las décadas de 1980 y 1990 logró un amplio reconocimiento de hinchas y especialistas. Tras el encuentro, Hagi (el mayor ícono
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de la generación) declaró: “Demostramos que no somos un grupo de individualidades, sino un gran equipo en conjunto. Esa es la base del fútbol: hoy la figura fue Dumitrescu, pero mañana puede ser cualquier otro. Me dijeron que en Rumania se vivió esta victoria como una segunda revolución después de la que logró derrocar a Ceausescu. Sin dudas, se trata del triunfo más resonante en la historia del fútbol rumano”. Precisamente, casi cinco años antes del triunfo sobre Argentina y en el contexto de crisis del socialismo en Europa del Este, una serie de manifestaciones populares apoyadas por gran parte de las fuerzas armadas rumanas, lograron desestabilizar y acabar con el régimen dictatorial de Nicolae Ceausescu,
CRÓNICA / POR PAULO FLORES
quien gobernaba el país desde 1967. Ceausescu y su esposa Elena fueron apresados, rápidamente enjuiciados, y ejecutados el día de Navidad de 1989. Lo cierto es que, más allá de las palabras de Hagi y el trágico final del régimen, existió una estrecha relación entre el sistema totalitario rumano y el fútbol local, asociadas fundamentalmente a ciertos métodos de intervención, vigilancia y coacción. Hubo un férreo control ejercido por las autoridades sobre los deportistas, quienes eran observados, interrogados y presionados por los agentes y colaboradores de la policía secreta, la temida Securitate. Además, existían una serie de restricciones impuestas a los jugadores rumanos que les prohibían fichar por clubes extranjeros sin previa autorización del régimen. A tal nivel llegó la penetración del Estado socialista en la organización del fútbol local, que en 1978, las autoridades comunistas fundaron un club con el propósito de concentrar a los jóvenes más talentosos del país en un mismo plantel para foguearlos. Así fue creado el Luceafarul de Bucarest, cuyos ojeadores (en la ciudad-puerto de Constanza, el año 1980) descubrieron a un joven Gheorghe Hagi y lo reclutaron para el equipo estatal. Otras futuras figuras del fútbol rumano, como Stefan Iovan, Gheorghe Popescu, Miodrag Belodedici, Gavril Balint y Ioan Sabau, entre otros, también se incorporaron al Luceafarul entre fines de la década de 1970 y principios de los ochentas. Antes de la década de 1980, el seleccionado rumano o Tricolorii contaba a nivel adulto con discretas actuaciones en dos mundiales (1930 y 1970) y nunca había clasificado a una Eurocopa. Es decir, una historia futbolística sin éxitos y de escasa figuración que, sumadas a las directrices del modelo estalinista y a la megalomanía de Ceausescu, alimentaron la necesidad de las autoridades de controlar los destinos del balompié local. En este sentido, la política estatal llevada a cabo a través del Luceafarul daría sus primeros réditos: Rumania obtendría el tercer lugar en el Mundial sub-20 de Australia de 1981. Gavril Balint, ex Luceafarul, y Romulus Gavor fueron los jugadores más destacados del plantel. Sin embargo, durante la competencia, el jugador Gheorghe Viscreanu escapó de la concentración, y de la vigilancia de los agentes de la Securitate, en busca de asilo político, aunque la solicitud finalmente no prosperó. Ese mismo año, el capitán de la selección adulta, Marcel Raducanu hizo lo propio -con éxito- en Alemania Federal.
Raducanu fue juzgado y condenado a seis años de prisión en ausencia. Episodios como estos eran las pequeñas “derrotas” que sufría el régimen de Ceausescu a manos de deportistas que escapaban de las restricciones, la vigilancia y la represión. En 1984, Rumania jugó por primera vez una Eurocopa. Si bien solo logró un empate y sufrió dos derrotas, fue para muchos jugadores la primera –y para otros única– experiencia a nivel internacional. Sin embargo, el mayor éxito del fútbol rumano sería a nivel de clubes. En 1986, el Steaua de Bucarest (equipo ligado al Ejército y al mismísimo Nicolae Ceausescu) se consagró campeón de Europa derrotando en la final al Barcelona. Bajo la “protección” de Valentín Ceausescu, el segundo hijo de Nicolae y Elena, el Steaua logró, entre 1984 y 1989, los cinco títulos de Liga y cuatro de Copa, más un record de imbatibilidad de 119 partidos entre 1986 y 1989. Una hegemonía local casi incontrarrestable, la que fue puesta en duda solo en la polémica final de Copa de 1988, en la que de todas formas terminó derrotando por secretaría al Dínamo de Bucarest (el equipo ligado a la Securitate). Más allá del terreno de juego, las disputas entre el poderoso Steaua y el Dínamo por fichar a las jóvenes promesas rumanas habían acabado con el Luceafarul, en 1986. En ese plantel del Steaua campeón de Europa se encontraba el defensor Miodrag Belodedici, ex Luceafarul, quien en 1989 escapó hacia Yugoslavia, acción por la cual fue condenado a diez años de prisión en ausencia. Belodedici volvió a ganar la Copa de Europa en 1991, esta vez con el Estrella Roja de Belgrado. Tras la revolución de 1989, el nuevo ministro de deportes, Mircea Anghelescu, prometió que serían levantadas las prohibiciones impuestas por las autoridades comunistas a los jugadores rumanos . Sin lugar a dudas, significaba el fin de una era para el fútbol local. En 1990, Gheorghe Hagi emigró al Real Madrid tras nueve temporadas en la liga doméstica, con 222 apariciones y 141 goles en Primera División. Marius Lacatus hizo lo propio y fichó por la Fiorentina, Gavril Balint por el Real Burgos, Gheorghe Popescu por el PSV Eindhoven y Ioan Sabau por el Feyenoord, entre otros casos. En 1994, de los once titulares que enfrentaron a Argentina en octavos de final, siete jugaban fuera de Rumania; Ilie Dumitres-
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cu partió a Inglaterra tras el Mundial, mientras que Mihali, Prodan y Prunea emigraron en años posteriores. De esta manera, la “generación dorada” había dejado de nutrir exclusivamente al Steaua, Dínamo y a otros equipos locales, como lo había hecho en la era comunista. Tras la caída de Ceausescu, la Tricolorii nos mostró su mejor versión. Jugó las Eurocopas de 1996 y 2000, y también los Mundiales de 1990, 1994 y 1998, obteniendo protagonismo, recordadas victorias y el reconocimiento unánime. Tras ello, el ocaso. Actualmente, el fútbol rumano no posee figuras, sus mejores hombres no se desempeñan en grandes equipos europeos ni tampoco sus clubes protagonizan los torneos continentales. De hecho, el Steaua se encuentra en una profunda crisis y, si bien ya no está bajo la égida de un príncipe comunista, su actual propietario, George Becali, es un homofóbico, xenófobo y racista empresario y político de ultraderecha. Por su parte, como otra expresión de un alicaído fútbol, la Tricolorii post “generación dorada”, solo ha logrado clasificar a la Eurocopa de 2008 y de 2016, que se jugará en Francia, en donde estará bajo la dirección del mencionado Anghel Iordanescu.
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A pesar del tiempo, las sombras del régimen comunista aún no se disipan. En 2009, Gheorghe Popescu, ex Luceafarul y otrora jugador del Barcelona, entre otros clubes, reconoció haber colaborado con la Securitate mientras era parte del Universitatea Craiova. Popescu admitió que, entre 1986 y 1989, redactó informes sobre sus compañeros para dicho organismo. Nombres de otros ex jugadores rumanos, como Cornel Dinu, Ladislau Boloni y Rodion Camataru, también han aparecido como colaboradores de la institución policial en los archivos desclasificados que actualmente son estudiados por el Consejo para el Estudio de los Archivos de la Securitate. Sin duda, los miembros de esta destacada generación, no solo fueron protagonistas de los episodios más recordados de la historia del fútbol rumano, sino que también lo son –y continúan siendo– del devenir político y social del país balcánico. Estos futbolistas fueron testigos y protagonistas de las políticas estatales de una época y de la transición de la Rumania socialista a la Rumania de la Unión Europea. * Profesor de Historia que actualmente colabora en la creación de textos escolares. Defensor del estudio del fútbol desde la perspectiva de las Ciencias Sociales.
DE TODOS
NACIÓ EL MOZAMBIQUE, DIO LA VIDA POR PORTUGAL, JUGÓ EN MÉXICO, ESTADOS UNIDOS Y CANADÁ.
ILUSTRACIÓN: CRISTÓBAL FUENTEALBA
En éste número, horramos a:
JOSÉ MANUEL SULANTAY
DON SULA 88 pag
street art soccer
tu és nosso rei GRAFFITI QUE RECUERDA A EUSEBIO Y LA FORMA EN QUE CAMBIÓ UN PAÍS PARA SIEMPRE.
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LA GRACIA DE NO SER BUENO PARA LA PELOTA Por Álvaro Díaz (@garfunkelTV)
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ILUSTRACIÓN: ANDREA VÁSQUEZ SIERRA
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L
AS INJUSTICIAS DE LA VIDA, que comienzan desde que nacemos, hacen que no siempre tengamos talento para lo que amamos o nos encandila, y quedemos relegados a puestos de reparto tales como asistentes, ayudantes, secuaces, guardaespaldas, edecanes, o meros espectadores en actividades donde, en sueños, deberíamos ser admirados, respetados y reconocidos. En lo personal, esta realidad me tocó con el fútbol. Sin ser malo-malo, nunca fui bueno. Nadie preguntó por mí para ir a probarme a las inferiores de un club, ni me eligió primero en la repartija escolar, ni repasa en sus memorias alguna jugada de mi autoría y, al igual que los grandes asistentes, ayudantes, secuaces, guardaespaldas, edecanes o meros espectadores de la historia, nunca me importó mucho. Ser uno del montón no me privó de jugar una cantidad infinita de pichangas hasta el día de hoy, cuando estoy a punto de cumplir 40 años, ni de ser un agradecido de la pelota. El fútbol me ha dado de todo, principalmente amigos, entretención y enseñanzas, a cambio de transpiración, dolores en las rodillas, pelotazos en la cara o en los testículos y, sobre todo, tiempo, que es cada vez más caro y escaso. Gracias a Dios nunca he ganado ni perdido un peso con él, y me asqueo cuando alguien le falta el respeto al tratarlo como un miserable negocio. Pero dejémonos de latas y vamos a lo que promete este cuento. En mi familia sólo mi abuelo, un tío y un par de primos eran futbolizados, pero para la enorme mayoría de mis parientes, la pelota no provocaba atractivo alguno. Mi padre, más por cumplir responsablemente su rol que por interés personal, nos heredó a Rodrigo, mi hermano mayor por apenas un año, y a mí la afición por Colo-Colo, llevándonos al estadio un puñado de veces. Su labor fue eficiente. Desde los diez años y por un período largo, con mi hermano sólo vivimos para el fútbol. En la cancha no éramos estrellas, pero fuera de ella pocos nos igualaban.
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Despreciábamos el tumulto y el bullicioso aliento de la barra. También las trampas y la violencia extrema. Nuestros jugadores favoritos eran los diez algo lentos, pero buenos para meter pases al callo y poner la pelota con suavidad en un ángulo inalcanzable para el arquero. Jugadores como Carlos Rivas o el Fino Toro. En un mundial, las simpatías se inclinaban por los jugadores con barba, como el alemán Paul Breitner, o pelados, como el polaco Gzegorz Lato. Maradona, Zico y Platini jamás, por obvios y representar a los cabrones del curso. Vivíamos al frente de una cancha de tierra, en la calle Cuarto Centenario, en el deslucido sector de la Rotonda Atenas, en Las Condes. La calle, pródiga en sitios eriazos y torres de alta tensión, terminaba en un montículo de tierra, donde se acumulaban autos desarmados de un taller, colchones mugrientos y donde una vez encontramos una camada completa de perritos muertos dentro de una bolsa. Pero teníamos una cancha cruzando la calle, como casi nadie más en el mundo, y eso lo convertía en el mejor barrio jamás soñado. La cancha tenía arcos hechos con maderos muy gruesos que evocaban los del estadio El Morro de Talcahuano, por lo que el promedio de tiros al palo por partido era altísimo. Jugábamos allí de sol a sol con quien se nos cruzara. Principalmente ensayábamos tiros libres y jugadas de pizarrón. De a poco fueron apareciendo amigos de otras calles. Lali, Víctor, Claudio Juliá, los hermanos Jarpa Patiño, los más estirados hermanos Camus y otro grupo de hermanos secos para la pelota e hijos de un milico. La necesidad de armar un club con todas las de la ley se hizo imperante. A mi hermano y a mí nos desagradaba la idea de la competencia, porque convertía a seres humanos en cegadas bestias, pero veíamos con buenos ojos diseñar un escudo, elaborar tácticas en una hoja de block, elegir los colores de la tenida oficial y la de recambio, y componer un himno. El club se llamó Centenario FC, en honor al nombre de la calle y llevaba los colores de Italia, por ser el campeón del mundo en España ’82.
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ILUSTRACIÓN: ANDREA VÁSQUEZ SIERRA
EDICIÓN N°7 DE CABEZA 2016
Sólo jugamos un partido oficial, de visita, en unas canchas al lado de una empresa constructora, con camiones tolva detrás de los arcos. Nos dieron una paliza. Creo que no toqué la pelota en todo el partido y conocí en carne propia lo que era el pánico escénico. Me retaron lo suficiente para entender que algo andaba mal. Poco tiempo después probé suerte en la selección de fútbol de mi colegio, con similares consecuencias. Aunque las cosas me resultaban en los entrenamientos, cada vez que entraba a la cancha por los puntos me temblaban las piernas y se me nublaba la vista. El desastroso desempeño del Centenario FC determinó que buscáramos nuevos horizontes para nuestra inquietud futbolística. Lali, el más grande y viejo de los amigos del vecindario, había fabricado en el patio de su casa una cancha de fútbol sobre una mesa de formalita y pintado tapas de bebidas con los colores de los equipos chilenos para que jugaran sobre ella. A primera vista, el espectáculo era llamativo, pero el sistema de juego era muy rústico. No lo recuerdo bien, pero creo que se trataba de impulsar una moneda con las tapitas hasta meterla en el otro arco. Con mi hermano tomamos la decisión de mejorar la idea. Tras múltiples reflexiones, ensayos y errores, agarramos los palillos de tejer metálicos de mi mamá y les clavamos en la punta los corchos de las botellas de vino que se tomaba mi papá, armando así una especie de tacos de pool. Separamos dos equipos de bolitas de vidrio. Las de mi hermano eran amarillas con negro y las mías verde con morado. Me refiero a los colores de esas extrañas figuras que se pintan dentro de las bolitas con una técnica indescifrable. Una pepita de acero las hacía de pelota. Sobre la alfombra rectangular de color gris del living, formábamos las bolitas con la misma disposición de dos equipos profesionales. Yo jugaba con un 4-2-4, muy en boga en la época, y mi hermano con un más actual 3-4-3. Colocábamos pequeños frascos de pintura Testor para aviones a escala como arcos, y cada jugador, para distinguirse, tenía en su espalda pintado un diminuto
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número hecho con lápiz pasta sobre una base de Liquid Paper. El juego era sencillo. Un tiro cada uno, al estilo del pool, intentando llevar la pelota al arco contrario. Lo mejor era cuando un 10 lograba meter un pase cruzado y permitía el desborde de un puntero, quien enviaba el centro para que el 9 rompiera el arco. Este adicción nos duró un rato, e iba aparejada a una rutina veraniega que comenzaba con ensayo de voleas, palomitas y atajadas espectaculares con pelota plástica en nuestra pieza, sobre las camas. Luego venía un largo partido de fútbol tenis en la terraza. Las sillas eran los arcos, jugábamos arrodillados y la pelota se golpeaba con el puño. Tras cartón, algún peloteo en la cancha de tierra, emulando grandes jugadas de nuestros ídolos, que venían dibujadas con flechitas en una enciclopedia mundialera que nunca he vuelto a encontrar, para cerrar con una tarde entera sobre la alfombra disputando un reñido partido de bolitas. En ese fugaz período de tránsito entre la niñez y la adolescencia, las cosas cambian violentamente de un año para otro. Los amigos del barrio desaparecieron o se convirtieron en extraños, la cancha de tierra sufrió un absurdo recorte, dado que a algún genio de la municipalidad se le ocurrió instalar delante de un arco un pedazo de vereda que no iba ni venía a ninguna parte. La calle se transformó en una avenida llena de autos y las bolitas nos aburrieron. Cuando todo parecía irse al demonio, mi papá nos regaló un taca-taca. Si algo debo agradecerle el día de su funeral va a ser ese regalo. Jugamos en él como enfermos durante varios años, y cuando llegó el inevitable destino de todo taca-taca de convertirse en mesa para cachureos, sus despintados jugadores metálicos podían jactarse de una carrera larga y gloriosa, meritoria de un digno retiro. El tablero estaba casi transparente y las manillas ya no resistían otro giro violento. El
COLECCIÓN CUENTOS / ÁLVARO DÍAZ
taca-taca, a esas alturas, tenía publicidad estática y hasta público, pintado burdamente en sus costados. Para aumentar la ensoñación de los pleitos, cada uno era dueño de un club con historia, cultura institucional, indumentaria, titulares y banca. El mío se llamaba Alvarense, sin “s” final, y el de mi hermano Rodriguenses, por Álvaro y Rodrigo, nada muy original. La figura de Alvarense era Jorge Avison, centrodelantero tanque ecuatoriano, y su capitán Benjamín Soria, líbero semejante al alemán Uli Stielicke en mi fantasía. Los años han borrado de mi mente el resto de la alineación. Le escribo un mail a mi hermano, que vive en Ciudad de México –yo sigo en Santiago– para saber si recuerda alguno de los integrantes de su plantel. Me responde rápidamente: “Hola Álvaro, Rodriguenses (con s al final) formaba con un clásico 3 - 4 - 3, propio de la época. Hasta donde alcanza la memoria, la formación era: 1. Hombre Araña (Florcita Flowers) 2. España 3. Núñez 4. Suárez 5. Alguien 6. Jackson 7. Caballero (c) 8. Balladares 9. Texas Bulnes (Franquín Quiroz) 10. Carlinhos 11. Refrigeriusson (Samellino) La figura siempre fue el 9, pero el jugador más querido y respetado era Caballero, quien le hacía honor al nombre y se mamó todas las campañas. Es todo cuanto mi memoria puede recordar.
La envidiable memoria de mi hermano sólo me deja una duda. Creo que nuestro taca-taca sólo tenía dos jugadores en la línea de defensas, lo que hace imposible la formación 3-4-3 que hace notar en su mail. También hace imposible que Benjamín Soria, mi capitán, haya sido líbero – jugando en la posición del centro– porque ésta simplemente no existía. Lo de bautizar a los jugadores no era banal. Parte importante del juego era el relato que cada uno hacía del mismo, resaltando el éxito propio y burlándose de la desdicha ajena. Destruir los nervios del otro era mucho mejor que reventar con un tiro cruzado la placa metálica perforada que sirve de red. Como en la vida real, muchos partidos terminaban afuera de la cancha, entre polémicas y golpes. La formalidad, ignorante de su propia infancia y con ganas de controlarlo todo, restringe la imaginación a cuentos de hadas o robots, como si fuera una materia más de la escuela. Pero sabemos que es muy diferente. Mi imaginación echaba vuelo en sucias paredes que servían de frontón, patios repletos de maleza que eran Wembley, marcos de puertas como arcos, líneas de la calle que demarcaban la cancha, álbumes de Mundicrom, minutos finales y yo resolviéndolo todo con un cabezazo en medio de una aburrida misa, con un certero balón colocado a un costado entre el cura y el sagrario. También en toperoles de cuero que engrasaba por las noches y colocaba frente a mi cama en posición de remate, para dormirme contemplando sus costuras y grietas. Puede que la bicicleta sea el juguete más bonito del mundo, pero, como le confesó su hijo a un viejo periodista deportivo, la pelota tiene magia: uno puede jugar con ella toda la vida y no se aburre nunca.
Abrazo Rodrigo”.
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EL ADIOS
EL CUERPO SE VA, LOS QUE NOS QUEDAMOS APROVECHAMOS PARA RECORDAR Y LAMENTARNOS DE QUE, A PARTIR DE AHORA, CONVIVIREMOS CON EL RECUERDO.
Por Rocío Yáñez (@Rocio_Futbol) * Rocío Yáñez es periodista y Director Técnico de fútbol. Actualmente se desempeña como ayudante técnico del primer equipo de Lota Schwager (Segunda División Profesional). En el pasado (2012-2013) ha sido entrenadora de las selecciones nacionales femeninas, en sus categorías Sub-17, Sub-20 y adulta, además de entrenadora de San Antonio Unido (2011).
Ilustraciones de Gonzalitio
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Michels
1. Me gusta mucho la escuela holandesa, y él es el padre del ¨fútbol total¨. Marcó a la naranja mecánica (selección holandesa) y es la base del fútbol catalán.
Pochettino
4. Me identifica, porque sus inicios como entrenador fueron en el fútbol femenino. Siempre tomó equipos complicados en la tabla de posiciones y los sacó adelante.
Ferguson
7. Persistente en sus convicciones, para
él siempre es más importante el colectivo que las individualidades.
Van Gaal
10. Impregna siempre el carácter
ofensivo en sus equipos. Su trabajo con disciplina sería necesario en los clubes nacionales.
Wenger
2. Excelente precursor de jóvenes
talentos, amante de incluir la ciencias en el deporte; estudioso y de mentalidad ofensiva.
Guardiola
5. El entrenador que más admiro, por su personalidad, trabajo, filosofía de vida y juego. Humilde para enseñar, tiene claro que el futbolista es el protagonista.
Luis Enrique
8. Entrenador de la cantera catalana que
ha puesto en práctica todo lo aprendido en La Masía, sin perder el norte del club.
PellegrinI
3. De admirable fortaleza y credibilidad en su larga carrera como DT. Constante, correcto, pendiente de las individualidades de sus jugadores y de un orden y estructura elegante de fútbol.
Simeone
6. A través de su trabajo, y su gran
temperamento, se ve una estructura y un modelo de juego sólido, que sus jugadores han sabido poner en práctica.
Cruyf
9. Precursor de la escuela catalana y del Barcelona, de un estilo rápido y sólido, con un abultado juego ofensivo. Creador de la metodología de los rondos para darle rapidez al juego.
Riera
11. Pieza central de la escuela del DT
chileno. “Abuelo” del INAF, ya que fue el “padre” de Pedro Morales (creador del INAF) y de tantos otros entrenadores chilenos, como Manuel Pellegrini.
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MEMORIAL
ABRIGAN EL RECUERDO PARA QUE ÉSTE LES BRINDE EL CALOR Y LA SEGURIDAD QUE LES DABA CUANDO EUSEBIO VIVÍA.
EL FÚTBOL DE PANTALÓN LARGO www.decabeza.cl