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Vocacional

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El Seminario

El Seminario

INQUIETUD VOCACIONAL

Sem. Luis Angel Montoya I de Filosofía.

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¡Hola! Les saludo con mucho gusto y espero en Dios se encuentren muy bien. Yo soy el seminarista Luis Ángel Montoya Acuña, tengo 22 años, estoy en el segundo año de la formación que es primero de filosofía y hoy les compartiré cómo he experimentado el llamado de Dios, mi testimonio vocacional. Para esto, primero les contaré un poco de mi vida en general. Soy nacido en Hermosillo, Sonora. Mis padres son Bonifacio Montoya y Guadalupe Acuña, soy el segundo de tres hijos. Fui bautizado un 28 de diciembre de 1998 en la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, e hice mi primera comunión y confirmación en mi comunidad parroquial “Nuestra Señora del Rosario”. Como en mi familia en ese entonces no practicaba la fe, al terminar la formación del catecismo (aproximadamente en los años 2009-2010), dejé de asistir a la Iglesia y

a misa. Sinceramente yo no era consciente de qué trataba. Y no fue hasta el 2014 que volví a acercarme a la Iglesia, cuando una amiga me invitó al grupo juvenil “Arcoíris” de mi parroquia. En 2015 viví mi primer encuentro juvenil y los siguientes dos años estuve como servidor en el mismo grupo. Yo compartía mi servicio en el coro, fue ahí donde llegó mi primer pensamiento o inquietud sobre el sacerdocio. Recuerdo que un amigo que dirigía el coro, en ese momento estaba en la formación del seminario y nos puso a ensayar el canto “me pides” o “ven y sígueme”. Yo jamás me había cuestionado sobre mi vocación, no le prestaba la atención debida, y a través de ese canto fue como el Señor puso esa primera idea en mi corazón, aunque tampoco lo atendí mucho. En 2017 esta inquietud se hizo un poco más fuerte, porque yo seguía en el coro y los cantos siempre fueron un medio especial por el cual sentía que Dios me llamaba. Entonces decidí asistir a un retiro vocacional a finales de mayo del mismo año e inicié mi proceso de acompañamiento vocacional con el Padre Benjamín. Esa etapa fue muy emocionante para mí, conocí a los demás que vivían mi mismo proceso vocacional, con quienes posiblemente ingresaría, y en Julio, en el preseminario, decidí ingresar a mi formación inicial, pero por motivos personales decidí dejar la misma formación en el primer mes, ya que no me sentía preparado. Cuando salí me dediqué a trabajar y más adelante tuve una relación de noviazgo, la cual fue un medio para adentrarme en una relación más personal con Cristo. A través del testimonio de amigos cercanos, al ver su compromiso con la Iglesia, me sentía invitado a hacer lo mismo, y me fui involucrando en las actividades de mi comunidad parroquial. Entonces, en las celebraciones Eucarísticas, sentía de nuevo que el Señor Jesús me llamaba a través del Santísimo Sacramento, especialmente en el momento de la consagración. Fue tanta la inquietud que esto me generaba, que decidí entonces retomar un acompañamiento vocacional para un posible reingreso. Debo decir que Dios en todo momento estuvo conmigo y Él mismo se encargaba de que todo estuviera en su lugar. Así fue y decidí volver a ingresar. Hoy a casi dos años de mi ingreso me siento realmente amado por Dios y sigo en la búsqueda de la voluntad de Dios en mi vida. Viviendo con alegría; la alegría que el Señor Jesús nos regala cada día. Me encomiendo a sus oraciones, ustedes están en las mías. ¡Saludos!

EXPERIENCIA VOCACIONAL

Pbro. Daniel Portillo Trevizo

Hola queridas socias y socios de la Obra de las Vocaciones soy el Seminarista Fernando Burrola y me he permitido compartir en esta sección la importancia de conocer la experiencia vocacional de algunos sacerdotes, y en esta ocasión, el Pbro. Daniel Portillo (Profesor de la UPM) nos narra su experiencia de ser sacerdote en tiempos de pandemia. “Soy un sacerdote en época de COVID. La pandemia ha desenmascarado mi vulnerabilidad y ha dejado al descubierto mis falsas y superfluas seguridades con las cuales había construido mi agenda, mis proyectos y mis rutinas pastorales. En aquella barca, sacudida por la tempestad, como señaló el Papa Francisco, no sólo estaba yo, también estaban ustedes, mis amados fieles. Yo soy también el discípulo que experimenta el miedo, después de tanto oleaje que genera desconcierto, de tanta saturada información,

YO, SACERDOTE, EN TIEMPO DE PANDEMIA

que recibo diariamente a través de mi WhatsApp. Soy un discípulo que no olvida su humanidad. Soy un hombre que es consciente de que algunas soluciones vienen de Dios, como otras del esfuerzo humano. Aunque el miedo al día de hoy no disminuye, mantengo la esperanza de volver al encuentro con ustedes, con aquellos que me recuerdan que soy un humano sacerdote.

En mi corazón está presente el deseo de volver a abrir las puertas del templo parroquial, de sonar estrepitosamente las campanas, que anuncien que el banquete está servido, que Jesús nos espera en su altar. Sueño con el día en el que pueda decirles de frente que por supuesto que cambiaría la cámara por mirar sus rostros de frente; que cambiaría un like por su firme “amén”. En cambio, no cambiaría los coros parroquiales, por más desafinados que estén (como el de la misa de los sábados por la tarde), por el artista católico de Spotify. Mis queridos hermanos, la esperanza de volver a verlos

me permite esforzarme por trabajar en mis debilidades y en mis miedos. Desearía que el confinamiento no sólo quede en nuestra memoria como el momento en que dejamos de asistir presencialmente a la parroquia, sino como un momento privilegiado de conversión. Esta Semana Santa todos los parroquianos nos fuimos de misión, ya no sólo los jóvenes: realizamos los solemnes ritos del Triduo lavando los pies de nuestras familias, reflexionando nuestro camino propio de cruz y manteniendo la esperanza de volver, juntos como familia, a la vida. Tuvimos la oportunidad de mover las piedras de comunicación, que “ensepulcraban” nuestro diálogo y muestras de cariño. Vivimos una verdadera Pascua. Un camino iniciado por la desilusión, la pesadez, la añoranza por el pasado, por aquellas “cebollas de Egipto” y, poco a poco, seguimos avanzando con la certeza de que este doloroso camino también convertirá mucho de nosotros o, al menos, nos hará ver la vida de diferente manera. Queridos amigos, gracias por todo el amor, por su cercanía y preocupación. Gracias por su oración, así como por todas las muestras de afecto y detalles significativos en este momento tan difícil para todos. En cada comunión han estado presentes. Me imagino cuánto anhelan volver a comulgar. Por último, aunque seguimos tolerando el ritmo violento de las olas y no hemos llegado aún a tierra, mantengamos la esperanza de volver a estar juntos en comunidad”. Esperando haya sido de tu agrado este artículo, me despido no sin antes agradecer tu apoyo a este apostolado de la obra de las vocaciones, enviándote un abrazo a la distancia y mi oración por ti y los tuyos. Dios te bendiga.

Pbro. Juan Carlos Hurtado

VOLVER A JESÚS

Las primeras palabras que el Resucitado dirige a «María Magdalena y la otra María» cuando «fueron a ver el sepulcro» —seguramente a mitigar un poco su dolor ungiendo con perfumes el cuerpo del Maestro—, fueron: «No teman» (Mt 28,9). Después del dolor por la pérdida sufrida, desde el sepulcro y en la medida en que se alejan de él, surge la paz y la alegría, como un don. De esta alegría pascual habla el Papa Francisco en el comienzo de su primera Exhortación apostólica Evangelii gaudium: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». Con pocas palabras el Papa constata la relación profunda entre el Evangelio y la vida, entre Jesucristo y el sentido de la existencia humana. Por eso, inmediatamente después, en el n. 3, hace una apremiante invitación: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y

situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él». ¡Renovar el encuentro personal con el Señor! Esto es de vital importancia para los cristianos de todas las épocas: “regresar” a Jesús de Nazaret, volver a ponerlo efectivamente en el centro de todo, y permitir que su persona, su mensaje, su estilo de vida sean criterio de valoración y decisión. En efecto, ¿cuánto hablamos hoy de Jesús? Teniendo en cuenta, claro, que de Jesús se habla sobre todo con la propia vida. Más que lo que decimos de Él, Jesús es lo que vivimos de Él. Y, ¿cómo lo hacemos? Aquella mujer que padecía «flujos de sangre desde hacía doce años», que «había sufrido mucho con numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin obtener ninguna mejoría», «cuando oyó hablar de Jesús, se abrió paso entre la gente y tocó por detrás su manto» y supo que se había curado (cf. Mc 5,25-29). Oyó hablar de Jesús y lo que oyó tocó profundamente su corazón, supo que Él era lo que necesitaba, su sanación. Oyó hablar del Señor y surgió en ella el deseo de acercarse y tocarlo. ¿Nuestro modo de hablar de Jesús atrae a las personas, hace nacer en ellas el deseo de acercarse a él y tocarlo, o más bien provoca el deseo de correr lejos? El contexto socio-cultural en el que vivimos es una ocasión siempre oportuna para seguir anunciando la «alegría del Evangelio», incluso en días de pandemia. «Invitar a la alegría pudiera parecer una provocación, e incluso, una broma de mal gusto ante las graves consecuencias que estamos sufriendo por el COVID-19»1 , acaba de decir el Papa. Pero no es así. El Señor está vivo, ha resucitado y es la fuente de toda sanación. Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). En él encontramos rumbo, sentido y plenitud, porque en Él encontramos el “amor excesivo” y siempre cercano del Padre. En el n. 87 del Proyecto Global de Pastoral, luego de reconocer que en el centro de los grandes cambios que está generando nuestra época hay una «profunda crisis antropológico-cultural», los Obispos de México afirman que «el criterio que ilumina y fundamenta nuestro juicio es la persona y la vida de Jesucristo. […] Nuestra medida es Jesucristo Redentor» (PGP, n. 88). El «eje conductor de la respuesta pastoral de la iglesia mexicana a la realidad que nos interpela» es el encuentro con Jesucristo.

1 PaPa Francisco, «Un plan para resucitar. Una meditación», en Revista Vida Nueva Digital México, 4 (2020).

Obviamente, las respuestas a nuestras necesidades no vienen como por arte de magia, sino que brotan de ese encuentro personal con el Resucitado, de la escucha de su Palabra y del esfuerzo de discernir como Iglesia lo que el Espíritu pide de nosotros. Una de los aspectos que manifiestan la identidad de Jesús y que muestran la riqueza del insondable misterio de Dios es la misericordia. El mensaje de la misericordia constituye el corazón del Evangelio, que ha sido revelado plenamente en Jesucristo, «rostro de la misericordia de Dios», y que la Iglesia debe seguir anunciando y testimoniando. El Señor dedicó todos sus días en esta tierra a mostrar el corazón misericordioso del Padre. «Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión». Más aún, «lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales» (Misericordiae Vultus, n. 8). Y esta es la clave para leer toda la vida y el ministerio de Jesús de Nazaret, el Buen Pastor: su relación cercana con las personas agobiadas y desvalidas, que lo seguían como ovejas sin pastor (cf. Mt 9,36); con los enfermos (cf. Mt 14,14); con las multitudes que acudían a escucharlo y a las que alimentaba (cf. Mt 15,32-38); con la viuda de Naím, terriblemente sola (cf. Lc 7,12-15); con el endemoniado de Gerasa, un hombre gravemente atormentado, encadenado y habitando entre sepulcros, al que el Señor devolvió su dignidad, hasta dejarlo «sentado, vestido y en su sano juicio» (cf. Mc 5,2-19), con Leví el recaudador de impuestos (cf. Mt 9,9), con Zaqueo, «jefe de los cobradores de impuestos y muy rico», pero que conservaba en su corazón la esperanza de ver a Jesús, y a quien el Señor sorprendió con su “simpatía previa”, hospedándose en su casa y haciendo surgir en él la alegría de la conversión (cf. Lc 19,1-10). En la Carta apostólica Misericordia et misera con la que clausuró el Jubileo de la misericordia, el Papa Francisco muestra cómo «todo se revela» y «todo se resuelve» en la misericordia, que se manifiesta de modo concreto en el encuentro con Jesucristo:

«Una mujer y Jesús se encuentran. Ella, adúltera y, según la Ley, juzgada merecedora de la lapidación; él, que con su predicación y el don total de sí mismo, que lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley mosaica a su genuino propósito originario. En el centro no aparece la ley y la justicia legal, sino el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona, para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado sobre todo. En este relato evangélico, sin embargo, no se encuentran el pecado y el juicio en abstracto, sino una pecadora y el Salvador. Jesús ha mirado a los ojos a aquella mujer y ha leído su corazón: allí ha reconocido su deseo de ser comprendida, perdonada y liberada.

La miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia del amor» (MM, n. 1). Pero si la misericordia es la «dimensión fundamental de la misión de Jesús», por eso mismo debe ser la regla de vida de los discípulos y de toda la Iglesia (cf. MV, n. 20). Hoy más que nunca «la Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio» (EG, n. 114). ¡Necesitamos volver a Jesús, rostro del «amor escandaloso» de Dios!

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