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MI HIJO VENCIÓ LAS DROGAS

Basado en la vida de Jesús Álvarez Por Javier y Flor Paniagua

Historia impresionante de la vida real, la cual nos muestra el daño que causan las drogas al que las consume, a su familia y a la sociedad en general, pero también nos permite ver y experimentar el poder transformador de Dios.

Kansas City — México, DF


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Copyright© by Javier & Flor Paniagua, 2011 Derechos reservados® por Javier y Flor Paniagua, 2011

Redacción, revisión y formato por José Pacheco jospacheco@aol.com RED, Grupo Editorial www.pagnaz.com

Diciembre de 2011 El Paso, Texas, EE.UU.

ISBN: ISBN 978-1-60402-000-7

Impreso en México Printed in Mexico


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CONTENIDO Agradecimientos

Introducción

Capítulo

1 La angustia de una madre

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2 Cómo caí en la drogadicción

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4 El cordón umbilical

51

3 “Mis amigos”

35

5 Testimonio del papá

59

7 ¡Ya no puedo más!

71

6 Déjame vivir a mi manera Testimonio de Silvia

Palabras finales

65

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Epílogo

103

Apéndice 1

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Conclusión Apéndice 2

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AGRADECIMIENTOS Jesús Álvarez Agradece al Señor por haberlo rescatado y restaurado de la tremenda adicción a las drogas y el alcohol en la cual se encontraba. Por haberle llamado al ministerio y haberle llenado con su Espíritu Santo.

Agradezco a mi esposa Michelle por su amor y paciencia.

A mi hija Sophia: “Por la ternura con la que me dices: Te amo, Papi”. A Ivann: “Por tu inmensa sensibilidad a Dios”. A Jesús Alberto: “Eres mi niño especial”. A Dante: “Sabes que descanso en ti”.

Y a Nicholas: “Por recordarme lo que es ser un papá”. Agradezco también a mi papá porque hemos aprendido a amarnos.

A mis hermanas, porque siempre estuve en sus oraciones.

Y por supuesto, a mi hermosa y valiente madre, porque nunca se rindió ante tal problema. Gracias, Mamá…


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LA

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INTRODUCCIÓN HISTORIA QUE PRESENTAMOS EN ESTE LIBRO

puede ser la de millones de personas, de familias, pero especialmente de madres que han enfrentado la terrible y dolorosa tragedia de ver a sus hijos hundirse en el lodo del alcohol y las drogas, incapaces de hacer algo. Esa fue la odisea la familia Álvarez, una familia normal de gente trabajadora, con grandes deseos de superación y con el anhelo de que sus hijos crecieran en un ambiente de amor, respeto y comprensión; dándoles lo mejor de acuerdo con sus posibilidades, para que pudieran desarrollarse normalmente y lograr en la vida un futuro promisorio. Ese es el deseo de todos los que somos padres de familia, nunca pensamos en que las cosas se pueden trastornar y que tendremos que enfrentar situaciones duras y difíciles, como las que les vamos a narrar.

Jesús Álvarez comenzó a consumir drogas y alcohol desde su adolescencia; lo hizo para probar, por curiosidad, pero al mismo tiempo para demostrar su valentía, mas no sabía que juntamente con el alcohol y las drogas el diablo se había apoderado de su vida, transformándolo en un ser perverso que arrastró a muchos a vivir en la misma desgracia en que se encontraba él a causa del vicio. Este hombre fue empujado por el diablo a cometer toda clase de maldades; la necesidad de dinero para conseguir la droga lo convirtió en un hombre sin escrúpulos, que llegó aun a participar en toda clase de robos, tanto a extraños como a los propios miembros de su familia. Su esposa sufrió terriblemente las consecuencias de la drogadicción de su esposo, estando aun en riesgo de perder su propia vida y también la de sus hijos, pues


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Satanás constantemente le decía: “Mátate, mátate y mata a tu esposa y tus hijos”, pero gracias a Dios eso no llegó a suceder.

Este testimonio tiene el propósito de alertar a los padres que hasta ahora están criando a sus hijos y que aún no advierten los peligros que les rodean, que miran la vida como si fuera un paseo campestre, en un lugar tranquilo y seguro. Pero la vida es diferente: vivimos en la selva de concreto, como lo describiera alguien, donde constantemente nos asedian toda clase de depredadores que amenazan la estabilidad de nuestra familia.

Es nuestro deber informarnos y consecuentemente permanecer alertas. No podemos permitir que nuestros hijos sean seducidos y atrapados por los monstruos salvajes del alcohol, las drogas o el sexo ilícito. Pero también queremos dar una voz de aliento y de esperanza para aquellos que están viviendo el horror de ver a sus hijos desfigurados y poseídos por el demonio del vicio. A través de esta narración descubrirán el camino de la liberación, por donde nosotros estamos transitando ahora después de la terrible pesadilla de la esclavitud que producen las adicciones. Podrán vislumbrar esa luz de esperanza y ver que la solución está ahí cerca de ustedes, que hay un Dios grande y poderoso para el cual no hay nada imposible, pero que nos invita a aprender a acercarnos a él para recibir la respuesta a nuestras oraciones y la solución a nuestros conflictos. “Es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6).

Por eso es muy importante informarnos, educarnos y prepararnos, para enfrentar la gran avalancha de peli-


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Introducción

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gros que se ciernen sobre la familia de hoy. Una de las fuentes de información más fructíferas es la de la experiencia, escuchar a aquellos que han estado sometidos a la prueba, al tener que vivir y soportar a un adicto en la familia. Será muy necesario formar grupos de trabajo en los que se instruya a los padres y se comparta información de lo que está sucediendo en las escuelas, en las calles con las pandillas, con los mercaderes de la muerte, con el consumo y la venta de drogas; cerrar filas contra todos estos grandes males de nuestra sociedad. Pero especialmente hacer de nuestros hogares centros de adoración al Dios vivo y verdadero, lugares de formación espiritual para que nuestros hijos tengan el suficiente conocimiento de Dios y la fe necesaria para enfrentarse a un mundo pervertido que le ha dado la espalda al Señor.

Hoy tristemente vemos cómo el pecado es alabado y exaltado, como si fuera la más grande de todas las virtudes; el dinero se ha convertido en un dios; muchos púlpitos “cristianos” se han convertido en tribunas del dios “Mamón” (dinero) del cual se predica cada domingo, y se le glorifica como el más excelso de todos los dioses, fomentando la avaricia que es idolatría, y menospreciando la humildad y la sencillez que nos enseñó el Señor Jesucristo durante su ministerio terrenal. La Biblia dice: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6). Pero lo que hay que enseñarle al niño es la Sagrada Escritura, como le dice Pablo a Timoteo: “Y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:15-17).


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Necesitamos un despertar espiritual que nos ayude a regresar a los principios establecidos por Dios en las Sagradas Escrituras, para que podamos recibir ese poder prometido por el Señor Jesucristo a sus seguidores: “Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). Y ese poder es para combatir todas las malicias del diablo, todos los males que afectan a nuestra sociedad. Solo a través del poder de Dios se puede brindar ayuda eficaz y oportuna al drogadicto y a su familia. Para que así como la familia Álvarez pudo encontrar la respuesta, muchas personas puedan encontrar la solución a sus problemas. M


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LA ANGUSTIA DE UNA MADRE

FUE COMO UNA TERRIBLE PESADILLA de la cual pa-

recía que nunca iba a despertar: mi hijo había caído en la drogadicción. Él siempre fue un muchacho muy despierto e inteligente, amante de las aventuras y los nuevos retos, que no se quería quedar atrás en nada… tal vez esa fue una de las razones que pudo haberlo convertido en una presa fácil del alcohol y las drogas. Tenía sus “amigos” con los cuales tomaba licor y hacían toda clase de tonterías. Uno de ellos, que probablemente estaba experimentando el placer de consumir cocaína y


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que no llevaba mucho tiempo consumiéndola porque no se le notaba, le suministraba las drogas a mi hijo y al resto de los muchachos que, según me enteré más tarde, eran sus compañeros de escuela. Mi hijo, ni corto ni perezoso, aceptó la insinuación de su “amigo” como si fuera la mejor invitación, y se inició en el consumo de estupefacientes. Al principio lo tomó como una diversión más, como una simple experiencia, pero no sabía que esa era la antesala del infierno, no solo para él sino para su familia. Después vinieron nuevos “amigos”, gente experimentada en la inhalación de cocaína, el uso de barbitúricos, alcohol y metanfetaminas. Su involucramiento con estos individuos empujó a mi hijo a caer mucho más profundo en aquella fosa de perdición; ellos lo fueron induciendo poco a poco y sumergiéndolo en ese oscuro mundo de las sustancias adictivas.

Me enteré porque cierto día, mientras estaba arreglando el cuarto de mi hijo, al esculcar los bolsillos de su pantalón encontré unas bolsitas con un polvo blanco. Al principio no le tomé mucho interés, pero después me puse a pensar con más calma y llegué a la triste y dolorosa conclusión de que mi hijo estaba consumiendo droga. Motivada más por lo que había visto en la televisión y lo que le había escuchado a la gente, llegué a confirmar mis peores temores: aquel polvo blanco era cocaína, el polvo maldito que destruye la mente de los jóvenes y les envenena el corazón. Desgraciadamente se había introducido en mi casa como un intruso malvado que había venido a destruir la tranquilidad de mi hogar, pero lo peor, lo que no podía aceptar, era que se había metido con mi hijo de 19 años. Fue tanto el miedo que se apoderó de mi vida que de manera inconsciente e insensata decidí guardar silencio, nadie debía enterarse de que mi hijo, a quien yo tenía en


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tan alto concepto, que era mi orgullo de madre y mi realización como mujer, ahora era un simple vicioso. Me aterrorizaba pensar que pudiera llegar a convertirse en uno de esos tantos desamparados que deambulan por las calles, que en otro tiempo eran muchachos de familia, personas normales, pero que el vicio los había reducido a esa condición miserable.

Entonces mi mejor recurso fue el silencio, lo que a la larga se convirtió en un mutismo cómplice. Era el amor de madre, un amor que a veces nos vuelve completamente ciegas, porque queremos defender a toda costa a nuestros retoños, impidiendo por todos los medios que se manche su reputación, y negándonos a aceptar la triste y dolorosa realidad. En ese momento comenzó nuestro calvario; mi hijo fue cambiando para mal, y yo no podía hacer nada. Era tanta mi impotencia que me refugié en mí misma, no compartía mi dolor ni mi preocupación ni siquiera con mi esposo. Mientras tanto, mi hijo se iba hundiendo cada vez más en ese tenebroso mundo del vicio.

A nadie le deseo lo que yo pasé. La vida en mi hogar no volvió a ser igual después de aquel terrible descubrimiento; todos en mayor o en menor grado fuimos afectados. Yo permanecía en silencio, pero el comportamiento de mi hijo fue el detonante para que todos en la familia se enteraran de lo que estaba sucediendo en su vida. Siguieron los reclamos y las discusiones, las peleas, porque nos era supremamente difícil aceptar que aquel hijo a quien amábamos tanto, en quien habíamos puesto nuestra esperanza, al cual queríamos ver que creciera y se realizara como persona, que estudiara una carrera y llegara a ser alguien importante en la vida, se había


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echado a perder. Como consecuencia de ello nuestro mundo se derrumbó por completo, el demonio de las drogas y el alcohol nos tenía atrapados: a él, que lo estaba experimentando en carne propia, y a nosotros que éramos sus víctimas involuntarias.

Por mi parte le suplicaba a Dios que me ayudara. Como cualquier persona sumida en la desesperación, me aferraba de todos los santos y le dada crédito a todo aquello que me pudiera dar esperanza. Lo hacía a mi manera pues no conocía al Señor, lo único que sabía era lo que me habían enseñado en la religión tradicional, con sus imágenes y ritos, pero a pesar de todo yo siento que tenía fe y creía que de alguna manera, no sabía cómo, pero en mi interior había un extraño y profundo convencimiento de que Dios me devolvería a mi hijo. Otras veces me refugiaba en un rincón para llorar a solas mi desgracia.

Aun recuerdo cuando tomé aquellas bolsitas del bolsillo de pantalón de “Nachito” (Ignacio). El corazón se me quería salir del pecho, un sudor frío me recorría todo el cuerpo, las manos me temblaban y casi no podía permanecer de pie; la mente se me nubló, no sabía qué pensar ni qué decir, todo estaba oscuro, terriblemente oscuro y no había en el horizonte de mi mente ni siquiera una pequeña luz de esperanza; me sentía aturdida y destruida, sin saber qué hacer ni hacia dónde ir. Pasaron los días y mi vida se convirtió en una completa tortura; en las noches me era imposible conciliar el sueño, pensando en mi hijo. ¿Dónde estaría? Y cuando al fin lograba quedarme dormida, experimentaba sensaciones horribles, veía cosas espantosas y pensaba que algo malo le estaba sucediendo a él. Porque muchas


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veces salía de la casa, se desaparecía por muchos días y cuando regresaba lo hacía borracho y drogado, con la mirada pérdida, hablando de manera incoherente y muchas veces sucio y desaliñado.

En ocasiones cuando sus “amigos” lo abandonaban, o se le acababa la droga y el dinero, llamaba a casa para que fuéramos a recogerlo en el lugar donde había estado refugiado consumiendo droga y alcohol. Aquel problema nos tenía completamente dominados, se había apoderado de nuestras vidas, todo giraba alrededor de lo que mi hijo hacia o dejaba de hacer, ya no teníamos vida propia, éramos esclavos de su vicio. El mayor problema para mí era que yo no sabía nada acerca de las drogas, ni me había preocupado por investigar, aparte de que no lo consideraba necesario, pues a nuestros hijos les habíamos brindado todo lo necesario y lo menos que podíamos esperar de ellos era la obediencia y el buen comportamiento. En realidad pensamos que nuestros hijos nunca caerían en la droga porque habían recibido un buen ejemplo.

Aparte del terrible daño que las drogas le hacen a la persona que las consume, dañan a otros, pues uno observa en las calles a los indigentes, borrachos y drogadictos que andan como locos, poseídos completamente por el demonio del vicio, separados de su familia y marginados por la sociedad. Fuera de esto yo no tenía ninguna información acerca de este terrible flagelo de la humanidad. Pero algo peor, no hablé con nadie, ni siquiera con mi esposo, acerca de la situación de mi hijo.

Como madre, una como que entra en un proceso de negación, sinceramente no queremos aceptar la realidad, mien-


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tras que el tiempo va pasando, el problema va creciendo, la droga va destruyendo a las personas que amamos. Cuando reaccionamos, ya es demasiado tarde, no hay nada que humanamente se pueda hacer. Eso me pasó a mí, pues fueron pasando los años y mi hijo iba cayendo cada vez más bajo. Aquello parecía un viaje sin retorno, no valían consejos, advertencias, reprimendas, amenazas, absolutamente nada, la droga se había convertido en lo más importante para él. La lealtad hacia la familia, el respeto por sus padres, la obediencia a las leyes ya no era importante para él, la droga era su dios, su papá, su mamá, su esposa, sus hijos, el todo de su vida.

Recuerdo que una noche nos avisaron sus “amigos” que fuéramos inmediatamente, pues Jesús, mi hijo, se había puesto muy mal. Sin pensarlo dos veces salimos corriendo de la casa al lugar que nos habían indicado; efectivamente allí estaba tirado encima de un carro en una fría noche de invierno y en peligro de morir de hipotermia, pues en aquel día había caído nieve, pero también se encontraba en riesgo de perder la vida a causa de la intoxicación por las drogas. Rápidamente lo llevamos al hospital a fin de que recibiera atención médica, pues la intoxicación era bastante severa, además de los principios de hipotermia por haber permanecido tanto tiempo a la intemperie. Llegué a temer por su vida. Estando en esa situación me preguntaba a mí misma: ¿Qué hicimos mal? ¿Dónde estuvo nuestro error para que ahora estemos viviendo esta situación? La única razón que podía encontrar en mis reflexiones era que le habíamos dado mucho y le habíamos exigido poco; le hicimos sentir que era la persona más importante en nuestras vidas sin que hubiera hecho ningún mérito para merecerlo; fuimos demasiado


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tolerantes y complacientes y estábamos sufriendo las consecuencias, porque se cumple lo que dice la Palabra de Dios: “El muchacho consentido avergonzará a su madre” (Proverbios 29:15). Estábamos experimentando en carne propia la inexorable sentencia bíblica. Ese episodio fue solo uno de tantos incidentes tristes que tuvimos que soportar como familia, hasta que poco a poco todo se convirtió en terrible y dolorosa rutina.

Realmente el problema se nos había salido de las manos, tristemente veíamos cómo nuestro hijo iba rumbo a un hospital, a la cárcel o al cementerio. Lo que más afectó a mi hijo y lo llevó a ese estado de descontrol fue la muerte de su pequeño hijo, de 11 meses de edad, el cual perdió la vida en un trágico incidente en una guardería en El Paso, Texas. Eso lo acabó de destruir y lo precipitó aún más profundamente en el vicio, pues no encontró la comprensión necesaria de parte de la mamá de la criatura ni del padre de ésta, quien le dijo sin ninguna consideración ni respeto por su dolor: “Tú eres el único culpable de la muerte de tu hijo”.

Estos recuerdos me dan mucha tristeza, porque es como volver a abrir esas heridas que, gracias a Dios, ya cicatrizaron, pero lo considero necesario, porque al contar mi historia va a haber muchas madres que posiblemente estén pasando por la angustia que yo pasé y que están buscando un consejo, un refugio, alguien a quien acudir. Esas madres, al leer este libro van a encontrar la respuesta que estaban buscando, la solución a su problema en Dios, ya que para el hombre es imposible, porque el drogadicto no solo necesita limpieza en su organismo, sino liberación espiritual de toda la maldad y el pecado acumulado durante el tiempo que estuvo controlado por las drogas bajo el poder del maligno.


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Además, algo muy importante: el reencuentro con la familia, la restauración de las relaciones y el comienzo de una nueva vida, así como lo encontramos nosotros. Hoy somos una familia transformada por el poder de Dios y completamente feliz. Actualmente tengo la suficiente autoridad y el conocimiento necesario para aconsejar a las madres, de acuerdo con mi experiencia y mi profunda fe en el único que puede cambiar las vidas. La Biblia dice: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). La seguridad como familia se logra solo cuando nuestras vidas están entregadas y consagradas al Señor. Este es el mejor consejo que puedo dar en este momento. Pero también podemos prevenir el alcoholismo y la drogadicción en nuestros hijos.

Sugiero especialmente a las madres que cuiden mucho a sus hijos, que les den todo el amor que necesitan, que mantengan abiertos los canales de comunicación, pero que al mismo tiempo se mantengan alertas, vigilantes, que investiguen: ¿Qué esconden sus hijos en sus recámaras? ¿Qué hay en los bolsillos de sus pantalones? ¿Qué están viendo en la internet o en televisión? ¿Quiénes son sus amigos? ¿Qué clase de música escuchan? Porque un tipo de música contiene mensajes satánicos explícitos o subliminales, que van cautivando la mente del joven y desviándolo del camino correcto. Estas preguntas son muy importantes y, usted, como madre, debe encontrarle respuesta cada una de ellas.

Después de 30 años de vivir en Ciudad Juárez nos trasladamos con la familia a El Paso, Texas, la localidad fronteriza con los Estados Unidos. Mi esposo había per-


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dido su trabajo en Ciudad Juárez, entonces decidimos cruzar el puente para iniciar una nueva vida al otro lado de la frontera. En ese momento no entendíamos suficientemente lo que nos depararía esa nueva vida, pero gracias a Dios poco a poco fuimos comprendiendo que el Señor tenía un plan maravilloso para nosotros. Al llegar a Estados Unidos mi hijo seguía en las drogas y yo luchaba por ayudarlo. Lo llevamos a varios centros de rehabilitación, pero todos los esfuerzos fueron inútiles. Parecía que aquel sufrimiento no iba a terminar nunca.

En ese estado de angustia persistente sucedió algo maravilloso: alguien comenzó a hablarle de Dios a mi esposo, un hombre que había experimentado una vida turbulenta cuando era narcotraficante, perseguido por la justicia. Dios lo liberó milagrosamente y, entonces, decidió dedicar su vida al Señor compartiendo su testimonio. Por dondequiera que iba, Dios El hermano Jorge honraba su entrega y esfuerzo. En cualquier lugar que predicaba el Señor tocaba las vidas de muchas personas.

El hermano Jorge, así se llama, fue a nuestra casa y compartió la Palabra, y tanto mi hijo como mi esposo mostraron un gran interés. El hermano los invitó a la iglesia. Fueron y quedaron impactados con el servicio. La gente parecía diferente, el ambiente era maravilloso y el mensaje impactó poderosamente sus vidas y ese día recibieron a Jesucristo como su Señor y Salvador. Aquella noche llegaron


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muy entusiasmados a la casa. Mi hijo me dijo: “Mamá, tienes que ir, esto es algo que nunca has visto ni experimentado”. Me invitó a la iglesia y fui porque para ese entonces los deseos de mi hijo eran órdenes para mí. Era tanta la preocupación por mi muchacho que mi vida giraba en torno de él, al grado de que hasta me olvidaba de que tenía dos hijas más a quienes atender.

Fui a la iglesia cristiana aquel día. Todo era muy bonito, la gente era tan diferente, pero yo fui más por complacer a mi hijo que por otra cosa. Además, no tenía nada qué perder, porque realmente ya lo había perdido todo, mi vida era un completo desastre. Escuché con mucha atención el sermón y cuando hicieron la invitación inmediatamente pasé adelante para recibir a Jesucristo como mi Salvador. Pensaba que allí terminaría todo, ahora éramos una familia cristiana y si Dios había perdonado nuestros pecados, también podía cambiar nuestras vidas.

Pero siguieron los años y mi hijo continuó en las drogas. Para aquel entonces él tenía una novia, parecía que todo iba en serio y efectivamente lo era. Se casaron. Pensé en mi ignorancia que de casado y con responsabilidad, al fin se iba a alejar del vicio, que Dios había escuchado mis oraciones y terminaría mi sufrimiento; pero no fue así, él continuó y no solamente sufría yo, sino también mi nuera.

Recuerdo que mi hijo se desaparecía y se iba a Ciudad Juárez, donde se escondía en los moteles de mala muerte a consumir droga con sus “amigos”. Mi nuera y yo lo íbamos buscar sin saber a dónde. Visitábamos todos los lugares donde sospechábamos que podía estar, gritábamos su nombre hasta quedar sin aliento. En esas


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incursiones a aquellos lugares expusimos nuestras propias vidas, porque eran antros de mala muerte, donde había delincuentes, prostitutas, homosexuales, borrachos y drogadictos. En ocasiones cuando ya habíamos perdido toda esperanza de encontrarlo, él nos llamaba y nos decía dónde estaba para ir a recogerlo.

¡Qué difíciles fueron aquellos tiempos! Cuando al fin llegábamos a donde él estaba, lloraba como niño, nos juraba de rodillas que se iba a regenerar, que iba a cambiar esa vida, pero todo seguía igual y a veces peor. En realidad no sabíamos si era sincero, o si únicamente nos estaba manipulando aprovechando el gran amor que le teníamos. Ahora entiendo que aunque el drogadicto quiera cambiar su vida y abandonar el vicio solo no lo puede hacer, aunque su familia tenga la mejor voluntad de ayudarlo y haga todos los esfuerzos; sin la ayuda y la intervención sobrenatural de Dios es imposible.

Sin embargo, manteníamos la confianza en el Señor. Yo me aferraba a la idea de que mi hijo había aceptado a Jesucristo y que a pesar de que habían pasado 10 años, yo creía que Dios lo iba a levantar, aunque él seguía consumiendo droga. Yo le reclamaba a mi Padre celestial mientras oraba y le decía: “Señor, tú tienes todo el poder, tú lo puedes sacar del alcohol y de las drogas, para ti no hay nada imposible”.

Entonces Dios me habló y me mostró que yo tenía a mi hijo en primer lugar y no a él. Eso fue muy revelador para mí. Yo había colocado a mi hijo en el primer lugar, el que le correspondía a Dios. Entonces decidí obedecer a mi Señor y ponerle fin a esa situación. Un día de tan-


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tos platicando con mi hijo le dije: “¿Sabes qué, hijo?, tú ya no eres la persona más importante para mí”. Él volteó y con su mirada triste me preguntó: “Y si no soy yo, ¿quién es, madre?” “Es Dios, he decidido poner a Dios en primer lugar en mi vida y, ¿sabes qué? , él nos dará la victoria”. Fueron muchos años y muchas lágrimas que derramamos todos los miembros de la familia. Pero cuando comencé a poner a Dios en primer lugar, mi hijo empezó a cambiar.

Solo hasta entonces entendimos los planes del Señor. Él empezó a obrar en la vida de Jesús Ignacio. Ahora yo debía estar al margen y dejar que Dios obrara, que tratara con él, aunque fuera de la manera más dura. Todo quedaba entre Dios y mi hijo; él ya no tendría a su mamita rogándole que cambiara haciendo esfuerzos sobrehumanos para que entrara en razón. El Señor me reveló que no necesitaba mi ayuda, que solo estaba impidiendo que su obra se realizara en la vida de mi amado hijo.

Dios lo cambió totalmente. Le dio la gracia, el poder y la sabiduría para renunciar a aquel mundo perverso que lo tenía controlado. Eran demonios camuflados en las drogas, el alcohol y las metanfetaminas. El Señor lo había hecho libre, completamente libre y este testimonio está sirviendo y servirá para cambiar millones de vidas que están secuestradas por el diablo, el cual les tiene sometidas por las sustancias adictivas, la bebida, el sexo ilícito y tantos otros vicios y perversidades que destruyen las vidas. Porque Satanás no vino sino para hurtar, matar y destruir. Pero el Señor dijo: “He venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Es verdad que no es fácil, porque el diablo anda como león rugiente buscando a quién devorar (1 Pedro 5:8). No faltan las tentaciones, los momentos difíciles,


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pero como dijo Pablo: “En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:37).

Como resultado de todo ese sufrimiento Dios me ha dado un precioso ministerio: aconsejar a las madres que están criando hijos, para que como dice la Palabra, los críen en disciplina y amonestación del Señor (Efesios 6:4), sin sobreprotegerlos, sin consentirlos tanto al grado de no corregirlos ni disciplinarlos adecuadamente, vigilando sus pasos y dándoles la orientación necesaria para que puedan decir no a las invitaciones perversas de algunos de sus “amigos” y compañeros. Le pido a Dios que me siga usando también para decir a las madres cuyos hijos se han echado a perder, como en el caso de mi hijo, que hay esperanza, que así como levantó a mi hijo él puede levantar a toda persona que se le acerca con arrepentimiento y fe.

Uno no piensa ni de la manera más remota que va a pasar por este tormento, incluso yo había escuchado de muchas personas que estaban pasando por esa experiencia y realmente sentía gran compasión; aun algunas madres amigas mías me habían contado que habían descubierto mariguana, o paquetitos con un polvo blanco en las ropas de su hijos o hijas adolescentes. Yo podía ver la angustia reflejada en sus rostros, era una completa tragedia, podía percibir la impotencia y la desesperación en los rostros de aquellas mujeres. Pero nunca, ni vagamente me imaginaba que un día yo iba a enfrentar la misma situación; porque mi hijo era un muchacho obediente, respetuoso y correcto, siempre cumplía con todos sus deberes pues era muy responsable; eso era lo que yo veía, no tenía ni la más leve sos-


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pecha porque estaba mirando con los lentes del amor de madre, con la admiración que sentimos por esas preciosas criaturas que Dios nos ha regalado. Yo siempre ponía a mi hijo como ejemplo ante mis amigas y sus hijos, pero notaba que guardaban silencio o hacían muecas, como diciendo: “Es que no lo conoces”, hasta creo que los muchachos se reían burlonamente mientras sus madres escuchaban en silencio.

Tal parecía que todos sabían la situación de mi hijo, porque los últimos que nos enteramos de lo que está pasando somos los padres, a veces cuando ya es demasiado tarde. Por eso no debemos confiarnos tanto y estar alertas porque entre los muchachos impera la ley del silencio, como en una de esas tantas siniestras mafias que hay en el mundo.

Pregunte, investigue, vaya al colegio de sus hijos, hable con los profesores, no espere hasta que su hijo aparezca tirado en la calle como cualquier desamparado completamente dominado por el vicio, sucio y maloliente con la mirada perdida, o que la policía llegue a su casa buscándolo para arrestarlo por la venta de estupefacientes, o porque se metió en un problema mucho más grave. A mí me fue muy difícil convencerme de la realidad, pensaba que posiblemente estaba equivocada o que todo era una broma cruel o una mala jugada del destino.

Hoy después de tantos y tan largos años y mucho sufrimiento, veo a mi hijo completamente trasformado y ayudando a otros, brindando consuelo y esperanza a padres y madres que se encuentran como me encontraba yo sin saber qué hacer. Hoy puedo decir con inmensa gratitud para con Dios que mi hijo venció las drogas. Dejemos que él nos cuente su historia. M


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ÉRAMOS UNA FAMILIA FELIZ. Mi madre siempre estuvo con nosotros. En cambio, mi padre, aunque estaba en casa, lo sentíamos distante, por lo menos yo; no me abrazaba, ni me besaba como todo niño lo espera, porque el afecto es algo muy importante en la vida, la formación y el desarrollo de los niños. Mi padre tristemente perdió a su mamá siendo muy niño, posiblemente le faltó afecto y eso era lo que estaba trasmitiendo, esa carencia que tuvo en su niñez. Creo que él se preocupaba


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más por mis hermanas. Eso era lo que yo podía ver y sentir. Entonces comenzó a apoderarse de mi vida un descontento que se transformó en rebeldía, no entendía por qué se me negaba el cariño que yo necesitaba. Le preguntaba a mi madre, pero ella solamente justificaba

su conducta diciendo que él estaba cansado del trabajo, que así era su manera de ser. Yo realmente no le creía y pensaba que mi padre realmente no me amaba, pero en vez de tratar de ganarme su afecto me volví rebelde, decidí que nadie me iba a pisotear y, consciente o inconscientemente, me fui preparando para enfrentarme a la vida, que ya la consideraba dura y difícil.

Desarrollé poco a poco un carácter violento, no sé si quería vengarme de todo el mundo por ese sufrimiento que llevaba dentro de mí ser. Hoy me doy cuenta de cuán importante es el amor que le damos a nuestros hijos, especialmente en los primeros años de vida, lo cual les ayuda en la formación de su carácter y en cierta


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manera llega a marcar su futuro; incluso estoy convencido de que como padres podemos predecir el futuro de nuestros hijos, si les damos una buena educación y una sana formación espiritual. A mí me hizo falta ese ingrediente tan importante en mi vida, el amor de mi padre, y no era que él no me amara, sino que no sabía brindar ese amor tan necesario para mí. Por eso hoy yo aconsejo a los padres que amen a sus hijos, que se lo expresen con palabras, con abrazos y besos, que los lleven al parque, que sus hijos se den cuenta de que son importantes para ustedes. Así tendremos menos viciosos y desamparados en las calles.

Sin embargo, a pesar de todo eso, creo que tuve buenos padres. En mi casa no había alcohol en exceso, ni peleas entre mis padres. Mi madre siempre me brindó afecto, me acompañaba a la práctica de los deportes y trataba de suplir la ausencia de mi padre. En cierta manera yo era la oveja negra de la familia; en el barrio me conocían como “El Nacho” porque mi nombre es Jesús Ignacio. Hacía toda clase de males y travesuras en el barrio, me unía a otros muchachos de los cuales yo era el líder, le quitábamos la luz al vecindario, timbrábamos en las casas y salíamos corriendo y cuando la gente abría la puerta se desconcertaban, porque no veían a nadie. Yo era “el Nacho vago”, estaba viviendo la etapa de las diabluras de adolescente, buscaba de alguna manera hacerme notar y llamar la atención, peleaba, quería ser siempre el mejor y ganarme el mérito así fuera a golpes. En la escuela yo no tenía malas calificaciones, pero mi conducta no era la mejor, y me gané el apodo de “El nachito vagancia”, pero era un apelativo irónico que hablaba de mi manera de ser, en cierto modo, tanto los profesores como mis compañeros expresaban así la an-


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tipatía que me tenían. Sin embargo, muchos me admiraban y querían ser como yo, me buscaban, me seguían y yo me sentía bien. Creo que esa fue una de las reacciones tempranas en ni búsqueda de afecto y aceptación. Yo era el “Nacho líder”, fue una faceta que siempre me gustó, pero lamentablemente como decía mi padre y en eso sí le doy la razón, yo era un líder tonto, que hacía estupideces y conducía a los muchachos a hacer lo mismo que hacía yo.

Esa forma de ser me traía ventajas y muchas satisfacciones, pero al mismo tiempo me generaba problemas y situaciones que me llevaron aun a ser arrestado por la policía. En una de las tantas peleas en las que me veía envuelto frecuentemente, se me fue la mano y golpeécon demasiada saña y violencia a una persona y entonces me arrestaron; en ese tiempo cursaba la secundaria. Después me vi envuelto en otra situación difícil, más por el deseo de experimentar una aventura que por manifestar una conducta delincuencial. Con mis “amigos” entramos en una tienda J C Penney a robar, pensábamos que era muy sencillo y que no nos iban a descubrir, pero fracasamos y nuevamente la policía nos echó el guante.

Esa experiencia no se me olvida por lo que pasó después. Cuando salí de la cárcel mi padre me llevó a un almacén y me compró ropa, porque según él yo no tenía por qué andar robando. Esa fue toda la reprensión que recibí y creo que me hizo mucho daño, porque fue como una licencia para continuar en el mismo desenfreno. Mi madre por supuesto no dijo nada, sino que como toda buena esposa respaldó la decisión de su cónyuge, y como buena madre abrazó a su hijo “nachito” que posiblemente no tenía la culpa, sino que fue inducido por los otros muchachos a cometer ese delito. Pero ahora


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me pregunto: ¿Qué clase de formación estaba recibiendo yo? Tenía unos padres maravillosos, que hubieran dado su propia vida por mí, pero que sin proponérselo me estaban dando un mensaje equivocado en lo que se refiere a la honestidad y la responsabilidad, porque después entré en el negocio del robo de carros, lo que indicaba que iba ascendiendo en mi carrera y convirtiéndome en un completo delincuente.

Comencé a usar drogas en el último año de la secundaria. A pesar de que en ese tiempo era atleta, el deporte no me alejó del alcohol y las drogas. Muchos padres aconsejan a sus hijos que para mantenerse lejos del vicio practiquen deportes, lo cual es respaldado por sicólogos y aun por ministros religiosos. A mí la práctica del deporte no me funcionó como buena estrategia para mantenerme lejos del vicio, antes me drogaba más, como lo hacen muchos deportistas hasta de alta competencia, para ser más efectivos en la práctica de su deporte, como en mi caso, porque las drogas me hacían un deportista de alto rendimiento. Y no es que esté aconsejando el consumo de droga, por el contrario, ahora como padre de familia y consejero mi mayor preocupación es que los padres abran los ojos y estén alertas, porque la droga también ronda los campos de juego. En ese tiempo yo tenía una novia oficial, con la cual soñaba con casarme algún día. Era una mujer alta, rubia, muy atractiva, los otros muchachos me envidiaban y yo me sentía orgulloso. Tenía toda la diversión que pudiera desear, alcohol, drogas, novia bonita, el respeto de mis compañeros, porque yo era el “machoman” del grupo. Pero no me conformaba con eso, aunque tenía mi novia, observaba una vida desordenada llena de alcohol y drogas, pero quería más y no me importaba, mis deseos de


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diversión y reconocimiento no tenían límite; la única manera de satisfacer mi ego era pelear, pegarle a la gente y andar con mujeres; nos escapábamos de la escuela, muchachos y muchachas, y nos íbamos a los canales, a los ríos, lejos de la vista del común de la gente para tomar, fumar y hacer toda clase de tonterías incluyendo sexo de manera desenfrenada. Para mí el sexo era una diversión; a mí no me enseñaron acerca del sexo en mi casa, lo aprendí en la televisión, de otros muchachos mayores que yo y de mi propia iniciativa. La primera droga que probé fue la mariguana, era el tiempo de la total diversión, así que a diario me echaba mi “gallito de mota” (cigarrillo de mariguana), me sentía bien, lleno de vida, lleno de placeres, sentía que tenía el control total de mi vida. Pero no sabía lo que estaba por venir, después de allí empecé con la cocaína y es allí cuando empieza mi larga y dolorosa historia.

La primera vez que incursioné en la cocaína fue un día en que dos de mis mejores “amigos” se acercaron a mí. Uno de ellos tenía un hermano que era narco. Éste llevó algo que había sustraído de su casa, cocaína; inmediatamente aquel polvo blanco atrajo mi curiosidad y en ese momento creo que comenzó mi trasegar por el vicio, mi insensata y depravada carrera por la senda de la corrupción, la destrucción y la muerte. Aquel día nos fuimos en el carro de mi amigo rumbo a su casa; vivía en una mansión que había comprado su hermano de escasos 21 años y que ya era un reconocido traficante de drogas. En esa lujosa casa mi “amigo” vivía también con su mamá, la cual era madre soltera. Estos detalles son muy importantes porque nos ayudan a entender por qué los muchachos se echan a perder.


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Este “amigo” adolescente como yo, vivía con su mamá sin ninguna supervisión. Aquel día, en el carro y en la casa de mi amigo, consumí cocaína por primera vez y la aspiré con ansias, como todo un experto. Uno aprende cómo se hace a través de las películas en el cine o en la televisión; ahí se instruye acerca de todo: sexo, drogas, alcoholismo y delincuencia; en nuestras propias casas mucho más cuando se tiene servicio de satélite o cable y cada persona, incluyendo los niños, tienen un televisor en su recámara. Esa noche me sentí superhombre, creía que había encontrado el secreto del poder, la fuente de la vitalidad, quería que alguien se me pusiera en frente para pelear, me consideraba Supermán y estaba dispuesto a demostrar cuán poderoso era yo. Aquel día en la casa de mi “amigo” tomamos licor e ingerimos cocaína sin control, de manera gratuita y durante toda la noche, porque en aquella casa había una verdadera bodega llena de paquetes de droga procesada, lista para la venta y el consumo. Al día siguiente nos miramos al espejo, y nos veíamos completamente desfigurados, la imagen de nuestros rostros parecía extraída de una película de terror, pero nos sentíamos llenos de fortaleza, eufóricos, realmente lo disfrutamos al máximo.

Esos fueron mis primeros años y, como éramos muy jóvenes, llenos de vida, no sentíamos todavía los efectos desastrosos del vicio. Para nosotros todo era completamente normal, sentíamos que nos estábamos dando la gran vida, sin saber que íbamos rumbo al precipicio, a la cárcel, el hospital o el cementerio En todo esto nuestros padres, familiares y profesores ignoraban lo que estaba sucediendo, porque tratábamos de hacerlo discretamente, en un círculo cerrado y lejos del ojo público. Solamente un día un profesor nos descubrió dán-


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donos “un pase” (consumir droga) en una casa abandonada cerca de la escuela, pero no pasó a mayores, porque teníamos a las personas que nos amaban y a las cuales no sería fácil de convencer de nuestro mal comportamiento.

Esa es otra de las razones por las que los muchachos se echan a perder; los padres idealizan a sus hijos, ignoran lo que está sucediendo en sus vidas, creen que los que se portan mal son los hijos de otras personas, pero no los propios; cuando se llevan la desagradable sorpresa de que sus hijos están consumiendo alcohol, drogas y practicando sexo ilícito, ya es demasiado tarde.

La influencia de los amigos será mucho más fuerte que la de padres y familiares si no se atiende la Palabra de Dios: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6). Pero en mi casa no la conocían, incluso allí la religión no era importante. Aunque no había alcohol y drogas en el hogar de mis padres, solamente de vez en cuando en alguna fiesta donde se tomaban algunas cervezas o tequila, muy acostumbrado por nosotros los mexicanos, sí se fumaban cigarrillos, pero aparte de eso mi familia era muy sana, mis padres de buen carácter moral, éramos por así decirlo, una familia normal, no le servíamos a Dios ni al diablo.

Al ir pasando los años aumentaron mi adicción y el desorden total en mi vida. Al practicar sexo “sin protección” con mi novia oficial, quedó embarazada. Ella era la mujer con la que soñaba casarme en el futuro y concretar mis sueños de “formar una familia” (lo coloco entre comillas porque no tenía ni la más mínima noción de lo que significaba la responsabilidad). Cuando ella me lo dijo me sentí muy feliz, iba a ser padre; no sabía lo que


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eso implicaba, pero al fin y al cabo esa era una prueba de mi virilidad y la concreción de mis sueños.

Pero qué lejos estaba de lo que me esperaba de ahí en adelante. Le propuse matrimonio a mi novia porque de todas maneras ya éramos una pareja, a lo que me contestó sin mucho interés en el asunto: “No, todavía no estamos preparados, somos muy jóvenes, debemos pensarlo mejor y con el tiempo”. En ese momento no entendí por qué había reaccionado de esa forma, ya que ella me decía una y otra vez lo mucho que me amaba.

Nació mi hijo a quien le pusimos un nombre bíblico, Ezra (Esdras), nombre de un profeta del Antiguo Testamento, pero fue toda una casualidad, porque en ese tiempo no teníamos intereses espirituales. Amaba a mi hijo con todo mi corazón, me sentía realizado como padre y estaba dispuesto a brindarle un hogar al lado de su mamá, pero no se dieron las cosas y los dos marchamos por diferentes rumbos. La veía de vez en cuando, aunque a mi hijo lo veía más seguido. Lo fui viendo crecer y me sentía orgulloso de él; y es que dentro de mí existía todavía la posibilidad de hacer una familia, y soñaba con estar al lado de la mujer y el hijo que tanto amaba. Para ese entonces yo tendría unos 18 años, casi entrando en los 19. En aquel momento yo ya trabajaba, pero continuaba con mi vida desordenada.

En esos días sucedió lo que uno como padre no espera, ni siquiera lo piensa. Me dieron la noticia más terrible que jamás hubiera recibido: mi hijo había muerto. Era una tarde gris, mi hijo, el pedacito de carne que Dios me había dado, mi pedacito de 11 meses, mi pedacito de carne se había muerto. Ese día marcó mi vida para siempre; mi hijo había muerto y a los 19 años me esta-


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ban dando la peor noticia que puede recibir un padre, a los 19 años ya enfrentaba un dolor y un gran vacío en mi corazón, murió la persona que más amaba en el mundo. El niño murió en una guardería en la ciudad de El Paso, Texas, por negligencia de la gente que lo estaba cuidando. Entonces cuando el mundo se me vino encima, una sombra maligna cubrió mi vida, sentí que lo había perdido todo y hasta intenté suicidarme, tomándome un frasco de pastillas que ni siquiera sabía que eran.

Llegó el día del funeral. Me encontraba completamente destruido, sentí un tremendo rechazo de parte de la mujer que amaba, de la madre de mi hijo. Pasó ese día y ella y su familia se apresuraron a asesorarse de unos abogados inescrupulosos, los cuales vieron en el caso la oportunidad de hacer un buen negocio, y de la manera más fría e infame me extendieron unos documentos para que los firmara, dándole todo el poder a la mamá del niño para que se encargara de todo lo que tenía que ver con la investigación y la reclamación en el caso.

Aparte de eso, que es mundano y banal, dos cosas me dolieron profundamente: la insensatez y falta de respeto por mi dolor de parte del padre de mi novia, quien me dijo cruelmente: “Tú tienes la culpa de la muerte de tu hijo, porque no fuiste lo suficientemente hombre para brindarle un hogar”; y la actitud de la mujer en la que yo tenía cifradas mis esperanzas, quien a los tres días de muerto nuestro bebé me dijo: “Hasta aquí llegó nuestra relación, no tenemos nada más qué decirnos”. Me dio la espalda y se marchó. Yo la vi alejarse, sin quitarle la mirada.

Con ella se fueron todas mis esperanzas, mi vida quedó completamente deshecha y ella no tuvo ni el más mí-


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nimo asomo de piedad. Posiblemente huyó de una vida sin futuro al lado de un drogadicto, pero no tenía que ser tan cruel, no era el momento, debía respetar un tiempo prudente de luto para que pudiéramos llorar a nuestra criatura, pero era evidente que yo ya no le interesaba, se había ido aquello que nos mantenía unidos de alguna manera. Me quedé allí solo, con una tristeza que me carcomía el alma, sin ningún motivo para seguir viviendo. Por mi mente pasaban toda clase de pensamientos malsanos, no lo niego, hasta tuve deseos de tirarme al paso de un camión, de colgarme, para que acabara con lo que quedaba de mi miserable vida. A nadie le deseo ese tormento, ese dolor sin nombre, esa angustia profunda, que agota el anhelo de vivir. Después de eso el desenfreno fue peor, porque ya no me importaba nada, mi único refugio y lo que marcaría mi destino de ahí en adelante. Tenía un nombre y apellido: alcohol y cocaína. Entonces me concentré solamente en el vicio; ya no era un día, ni dos, sino semanas por las que me desaparecía de mi casa para dedicarme de lleno al consumo de drogas y alcohol. M


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MIS “AMIGOS”

LOS “AMIGOS” A LOS QUE ME REFIERO en esta parte, son las personas con las que me drogaba. Eera la gente de ese mundo sórdido en el que me encontraba atrapado. Eran las personas a las que acudía en muchas ocasiones para no sentirme solo, aunque no niego que me gustaba la soledad, pero también me gustaba el party (fiesta) y el “cotorreo”. Por eso me veía frecuentemente rodeado de individuos, algunos mayores que yo, traficantes de drogas, prostitutas, mujeres mayores, pero igualmente viciosas. Ese era el círculo de “amigos”


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con los que compartía muchas veces. Nos escondíamos en un cuarto de hotel, o en una casa abandonada que había sido tomada como guarida de viciosos, homosexuales y prostitutas. Allí nos juntábamos un grupo de hombres desesperados para escapar de la mirada curiosa de la gente y con el propósito de consumir alcohol y drogas sin medida, hasta que quedábamos tendidos en el piso frío y sucio de aquella asquerosa guarida.

Recuerdo que cuando estábamos en un hotel que era el lugar más “decente” donde nos reuníamos, asegurábamos puertas y ventanas herméticamente. Manteníamos la luz iluminando tenuemente; por nuestra paranoia temíamos que alguien pudiera observarnos; hablábamos en voz baja para que nadie pudiera escuchar nuestras voces, nos invadía el temor de que pudieran descubrirnos. En aquellos encuentros furtivos nos disponíamos a iniciar “un viaje” que nos llevaría al “cielo” de los viciosos, pero más bien aterrizábamos en el infierno mismo de los drogadictos. Aspirábamos el polvo blanco con desesperación o fumábamos el cigarrillo de mariguana hasta que la colilla nos quemaba los dedos y nos anunciaba que se había acabado “la felicidad”. También ingeríamos alcohol sin medida, casi siempre teníamos suficiente provisión. Todo estaba preparado para muchos días. Algunos de mis “amigos” después de iniciar el consumo ya no iban a necesitar la droga ni el alcohol, pues usarían su propio excremento que dejaban de un día para otro en una vasija de cristal, para luego aspirar los gases tóxicos de las heces en avanzado estado de descomposición, práctica que yo no podía entender ni aceptar a pesar de ser en ese tiempo un avezado drogadicto. No sé cómo lo podían hacer, era asqueroso y repugnante, pero ellos de-


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cían con una mueca de inmensa satisfacción dibujada en sus rostros, que esa era la mejor droga.

La drogadicción y el alcoholismo han destruido millones de vidas alrededor del mundo, directa o indirectamente de los que consumen, de sus familias y de la sociedad que sufre la violencia interminable, la lucha fratricida, entre las autoridades y los mafiosos, quienes buscan mantener la hegemonía en el negocio, de por sí bastante rentable, pero terriblemente destructivo. El consumidor mantiene vivo el negocio, porque si no hubiera consumidores desparecería para siempre ese infame mercado, causa de la muerte de millones de personas. A las que no mata el consumo las matan las balas asesinas de los dos bandos, las bombas de los atentados terroristas, como sucedió en Colombia hace algunos años y como está sucediendo actualmente en Ciudad Juárez, que no solo es la ciudad más violenta del mundo, sino la ciudad de más alto consumo de estupefacientes en México, según este reportaje tomado de SDP, Noticias de Abril 42010:

“La ciudad mexicana con la mayor cantidad de adictos a las drogas es Ciudad Juárez, donde además el consumo de cocaína, metanfetaminas y heroína desplazaron a la mariguana y tuvo un repunte. De acuerdo con El Universal, esto fue dado a conocer por el Consejo Nacional para las Adicciones, que además señaló que por la violencia en los centros de rehabilitación y la crisis económica, el número de personas en rehabilitación en Ciudad Juárez apenas es de 250 a 300 cada mes. De hecho, por causa de la violencia, de 5,644 adictos que asistían a rehabilitación en 2008, la cifra se redujo sin dejar el problema de adicción a 3,965 adictos en tratamiento en 2009. El dato es alarmante al considerar que


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hay cuando menos 45,000 adictos en las calles de Ciudad Juárez, de los cuales el 15.82% son adictos a la mariguana, cocaína y metanfetaminas. En la actualidad la media nacional en México es de 8% de la población adicta a las drogas, equivalente a unos 8 millones de mexicanos”.

También SER (Servicio Especializado en Rehabilitación) de Ciudad Juárez apunta lo siguiente en un escrito fechado en noviembre 2-2010, en relación con el alto número de adictos y la violencia que se ejerce impunemente contra ellos:

“Miles de adictos a las drogas viven en las sombras en Ciudad Juárez, la urbe con mayor número de homicidios en México, atemorizados por las bandas y desamparados por las autoridades. Ahora entran en cualquier casa, y nos matan. Nosotros no cerramos esta ventana, para al menos tratar de huir por el tejado, razona Carla, en el interior de una casa usada como ‘picadero’ en el céntrico Barrio Alto, plagado de comercios abandonados”. Es muy evidente que en la vida del toxicómano, la degradación, la pérdida paulatina de los valores y de su propia identidad, se va manifestando lentamente, va uno perdiendo el control de sí mismo, su voluntad se ve completamente anulada con el pasar del tiempo y se llega hasta el extremo de que no le importa nada. Sencillamente llega uno a la conclusión de que los valores no existen y que lo único que se puede considerar valor es la diversión, el sexo, el alcohol y las drogas y no importa lo que haya que hacer, lo importante es tener el dinero para satisfacer el vicio. Cualquier relación familiar comercial o afectiva pasa a un segundo plano; el adicto vive para su vicio, todo gira en torno de eso, se pierde el res-


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peto por uno mismo, por los demás y si tuviera aun que vender su propio cuerpo lo haría sin pensarlo dos veces, como me tocó ver a algunos de mis compañeros de andanzas que se rebajaron hasta el grado de prostituirse miserablemente con homosexuales (gracias a Dios yo no llegué hasta ese punto). Sumado a ello viene lo más terrible, la paranoia, el complejo de persecución y la locura delirante. Se convierte uno en dios y demonio cuando está bajo el efecto de la droga; se considera uno superior a los demás, pero cuando desaparece, se siente la más miserable de todos las criaturas. Entonces ya no importa nada, en ese instante lo más importante es la dosis de droga y hace uno cualquier cosa para conseguirla, le roba a su familia, a sus amigos, a quien sea, puede llegar hasta el grado de convertirse en criminal con tal de lograr su objetivo: conseguir la dosis.

Andando en ese mundo llegué hasta lo más bajo, puedo decir que toqué fondo, me drogaba para todo, empecé a ganar dinero fácil robando, vendiendo drogas. Tenía las famosas “tienditas” (lugares de venta de droga en pequeñas cantidades) donde varias personas trabajaban para mí, pero eso nunca lo supo mi familia y muchos se van a enterar cuando lean éste libro.

Pero lo que estoy testificando aquí es la verdad para que los padres de familia abran los ojos, cuiden a sus hijos y no permitan que se echen a perder. Comencé una doble vida; para ese entonces yo era muy vanidoso, quería mantener las apariencias y la imagen de una persona completamente normal. Como tenía dinero, pues en ese comercio ilícito de las drogas realmente ganaba bastante, atraía a las mujeres; por otro lado, creía que tenía muy buena pinta, las conquistaba con galanterías, la mayoría eran jovencitas entre los 16 y 18 años, a las


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cuales engañaba para luego iniciarlas en el vicio y prostituirlas; en realidad consideraba a las mujeres como simples objetos de placer, que después de usar se desechan. Sinceramente en ese tiempo estaba yo tan perdido que no sentía ninguna clase de afecto hacia la mujer. Con excep-

ción de mi madre, a las demás las odiaba y quería desquitarme con cada mujer que conocía. Me volví un degenerado practicando el sexo con cada mujer que se prestaba, sin importar si eran solteras o casadas, prostitutas o mujeres de su hogar, lo hacía sin ninguna clase de protección. Gracias a Dios no contraje una enfermedad venérea, ni el tan temido síndrome de inmunodeficiencia adquirida, más conocido como SIDA.


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Yo no creía en los valores y todo lo que me habían enseñado en casa no me sirvió de nada para ponerle alto a aquella situación. Para mí la diversión era lo más importante y esa me la proporcionaba el vicio. Comencé a relacionarme con narcotraficantes, personas mayores que yo; hombres y mujeres nos juntábamos para hacer fiestas, comenzábamos con cerveza y después continuábamos con droga, luego todos se iban y yo me quedaba solo para disfrutar de una “mejor” manera y darle rienda suelta a mis deseos carnales.

Al ver hasta dónde había caído yo en mi adicción los amigos de la preparatoria me abandonaron, porque vieron que mi vida estaba descontrolada; aunque no había caído tan bajo, es decir, no andaba en la calle como loco o indigente, porque tenía buenos empleos, pero al mismo tiempo vendía cocaína y algunas personas trabajaban para mí. Organizaba los asaltos a casas de cambio, a cajeros automáticos, parecía que nada ni nadie me podía detener. Me había convertido en alguien muy perverso, como dije antes, conquistaba a jovencitas de 17 ó 18 años, a las cuales iniciaba en el consumo de drogas y cuando las volvía adictas, las prostituía. Pero lo peor era que las vendía a narcotraficantes, hombres mayores de 40 ó 50 años. No solamente a muchachitas, sino también a muchachos, los cuales se prostituían para conseguir la droga que necesitaban para mantener su vicio.

Llegó el tiempo en que comenzaba un “party” (fiesta) y no sabía ya con quién me juntaba. Creo que eran demonios los que se reunían conmigo en esos días de desenfreno, su aspecto era horrible, era gente que yo no había visto antes, seres extraños, de costumbres relajadas, sin ninguna clase de principios, ni valores; iban y venían, pero no recuerdo sus nombres, tampoco sus rostros. Estaban


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conmigo una noche y no los volvía a ver. Al otro día eran otros, con ellos adquirí costumbres relajadas y comencé a hacer cosas sin sentido, esos eran “mis amigos”.

Uno de esos hombres, por decir algo pues tenían forma humana, pero estoy casi seguro de que eran mensajeros de Satanás, me introdujo en aquella vida en la que ganaba mucho dinero sin tanto esfuerzo; me enseñó a robar carros, asaltar cajeros automáticos, traficar con órganos de gente (aunque esto último no lo llegue a hacer). Otro de los hombres con los que comencé a establecer contacto fue con el que apodaban “Chilango”. Para mí era el diablo; aunque en ese entonces no sabía cómo operaba ese ser maldito, más tarde lo vine a conocer cara a cara. Con el Chilango comenzamos a robar carros, asaltar cajeros automáticos, distribuir dinero falso. A causa de esa vida desordenada, me suspendieron en la escuela y comencé a tener aún más problemas de los que tenía antes; me ausentaba de mi casa, pero a veces regresaba y me metía por una ventana, sin que mis padres y hermanas se dieran cuenta. Comencé a drogarme en mi habitación, y para eso metía en el hogar de mis padres toda clase de maldición.

Pero aunque hacía todas esas cosas, procuraba guardar las apariencias y presentarme ante la gente como una persona “normal”; incluso muchos no se daban cuenta de que era drogadicto, porque los lograba engañar; procuraba andar impecablemente vestido, aseado, hablaba común y corriente. Logré engañar incluso a Michelle, que durante mucho tiempo fue mi mejor amiga y la que hoy es mi amada esposa, y quien me ha dado cinco preciosos hijos y mucho amor, amor que creo fue una de las razones que me ayudó a reflexionar y a buscar refugio en Dios quien me transformó completamente.


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Estando en ese mundo siniestro, dominado completamente por esa locura, sufría momentos de depresión, donde me invadía una angustia profunda en la que creía que lo había perdido todo, a pesar del amor de mi madre, de sus desvelos y su gran preocupación por mí, del amor incondicional de mi esposa, que la llevó aun a participar de mis desvíos.

Me sentía inmensamente solo, con una tristeza indescifrable, que me llevaba al borde del colapso, sin esperanza, a la orilla del abismo y con irresistibles ganas de acabar de una vez con mi miserable vida. Pero no tenía el valor de hacerlo, pensaba que al fin y al cabo la droga me mataría y terminaría con mi tormento. Otras veces le decía a Dios: “Si verdaderamente existes, por qué no terminas de una vez con mi paupérrima existencia…”, apretaba fuertemente los puños, golpeaba las paredes con mi cabeza buscando hacerme daño, me mordía los labios con tanta fuerza que los hacía sangrar, pero nada sucedía. Aquella era una lenta y terrible agonía, hasta que me convencía a mí mismo de que aun en contra de mi voluntad tendría que seguir viviendo.

El consumo de drogas me había llevado hasta allí. Cuando comencé con el vicio lo miraba simplemente como una diversión más, lo hacía para no sentirme excluido del grupo de “amigos”, y pensaba que podía dominar a la droga y que la droga no me iba a dominar a mí. Pero qué necio y torpe fui. Poco a poco y sin darme cuenta el veneno de los estupefacientes se fue apoderando de mi sistema al grado de que logró anular completamente mi voluntad. En una nota tomada del periódico español El País, encontré la siguiente información: “Juan Antonio la mezclaba con tiza para venderla. O con pastillas contra el dolor de cabeza. Este joven sevillano


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de 20 años, ahora en fase de rehabilitación, se puso a vender cocaína para conseguir el gramo que necesitaba consumir cada día. En fin de semana, un gramo no era nunca suficiente. La coca es una sustancia con alto poder adictivo. Es la droga ilegal que mayores quebraderos de cabeza genera entre las autoridades públicas y sanitarias” —El País. Com. España, julio 15/2000.

Cada vez necesitábamos más dinero para mantener ese ritmo de vida desordenado que llevábamos. Ya ni robando carros, ni asaltando casas de cambio, ni robando bancos, nada nos alcanzaba, el vicio lo devoraba todo. Además, el dinero mal habido es como una maldición, como no le ha costado ningún esfuerzo lo malgasta uno, lo despilfarra hasta que se queda nuevamente sin nada. Entonces tiene uno que volver a delinquir, no importa quién salga afectado ni lo que se tenga que robar, la desesperación de no tener para comprar la droga hace que se lance en una obsesiva búsqueda de la manera más fácil de obtener dinero. Llega uno al grado de engañar a sus seres queridos, amigos, a cualquiera, saca los muebles de su casa, los electrodomésticos, aun la comida para venderla y comprar droga, esa es la triste rutina del vicioso.

El deseo de sentir la droga en mi nariz, en mi cuerpo, en el cerebro era irrefrenable. Pude haber muerto por los excesos, de hecho, muchas veces estuve más muerto que vivo y si no me morí fue por la inmensa misericordia de Dios, porque él tenía planes para mi vida. Yo había visto el destino triste de muchos de los que consumían drogas. Algunos amigos míos, como Martín, quien deambulaba como zombi por las calles de Ciudad Juárez y todavía uno lo puede ver Es una figura patética, vestida de harapos, sucio y maloliente, de caminar lento, con la mi-


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rada fija en el suelo como si estuviera buscando algo, pero sin saber qué. Quizá una colilla de cigarrillo que alguien cansado de aspirar el humo la hubiera tirado al suelo a medio terminar, o una moneda, un objeto de valor para venderlo a fin de comprar un pase (un paquetito de cocaína). Cuando lo saludo, no me conoce, ha perdido completamente la mente, me mira en forma extraña y perdida, se ríe, me extiende la mano esperando que le dé una moneda, luego da media vuelta y se aleja.

Yo me quedo pensando que así hubiera podido quedar yo, si no hubiera sido por la compasión de Dios. Los ojos se me llenan de lágrimas, son de agradecimiento para con el Señor, son de compasión por mi “amigo”. Pero yo debo continuar con mi vida, al lado de mi familia, sirviendo a Dios para que muchos muchachos no lleguen a esa situación; para que muchos padres sean librados de la angustia y la desesperación en la que se desenvolvió la vida de mi familia, hasta el momento en que tuve un verdadero encuentro con el Dios vivo y verdadero.

Aquel que fuera mi amigo, mi compañero de andanzas, seguirá afrontando las consecuencias de sus malas decisiones. Elevo una oración por él, yo sé que Dios puede hacer un milagro en su vida, pero mientras eso suceda, continuará vagando por las calles, durmiendo debajo de los puentes, o en alguna edificación destruida y abandonada, de las que hay tantas en Ciudad Juárez, ya que sus dueños las han dejado por la terrible violencia que se vive a causa de las drogas en aquella tierra que amo y en la cual nací hace 37 años. Mi amigo proseguirá su triste y azarosa vida, sin más compañía que aquel perro callejero que encontró abandonado y hambriento en una oscura calle, y su propia desgracia que lo acompañará hasta que Dios se apiade de su miserable existencia.


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No hay nada a favor del drogadicto, es un permanente perdedor, que lucha día a día por sobrevivir en medio de la desesperanza; es una criatura sin futuro, que se va consumiendo poco a poco en la más absoluta miseria, haciéndose daño y haciéndole daño a aquellos que le aman y que luchan por rescatarlo de ese infierno en el que se ha metido a causa de sus propios errores, de la influencia de las malas amistades y la falta de carácter, que lo hizo una presa fácil de ese mundo fantasioso de las drogas. Recuerdo que a mis 17 años, con Martín y otros compañeros de escuela ya éramos consumidores habituales de drogas y alcohol. Como todo joven no entendíamos en lo que nos estábamos metiendo, ni la razón por la cual lo estábamos haciendo. Mi amigo no lo pudo soportar y a causa del consumo de cocaína perdió la razón. Otros murieron por causa de la droga o fueron asesinados.

Después de tantos años y de tanto sufrimiento, lo único que puedo pensar es que tal vez era la emoción de experimentar algo nuevo, desconocido y emocionante. Al consumirla me sentía realmente bien, me transformaba en un momento en un semidiós, quería encontrar a alguien para enfrentarme a golpes. En ese tiempo estaba probando las delicias del placer: sexo, rock, alcohol y droga. Mi “amigo” aquel que nos proporcionó la droga por primera vez frecuentemente decía: “Esto te va a llevar hasta el cielo, es lo máximo, nada de lo que hayas usado lo puede igualar”. Me dejé seducir y consumí la primera dosis de cocaína que según él también disminuiría los efectos del alcohol en mi organismo y mis padres no se darían cuenta de que estaba intoxicado. Me sentía bien, relajado, eufórico, era como que a mi cuerpo le hubieran inyectado una energía sobrehumana, me


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creía un campeón, pensaba que había encontrado el secreto de la felicidad, lo que los jóvenes siempre estamos buscando.

Pero por el contrario, desde aquel día en adelante algo terrible se apoderó de mi vida. No era solo el alcohol considerado como socialmente aceptable, pero que destruye más vidas que todas las drogas juntas, ni aquella droga considerada por algunos como una “droga blanda” (hay quienes las clasifican como blandas o fuertes). Sin embargo, lo que había penetrado en mi vida era un verdadero demonio, el cual me sometió completamente a sus deseos. Ya no era yo, había perdido el control de mi vida y esa fuerza interior me impulsaba cada vez más hacia ese oscuro mundo, donde se pierde la vergüenza, el pudor y el miedo, porque se aventura uno por los lugares más tenebrosos, dispuesto a ir hasta el infierno mismo para conseguir la droga. Y hay un deseo permanente e insaciable de consumir más y más, la dosis va aumentando al grado de que ya uno no come, no duerme, solo se concentra en aspirar droga, alcohol, inyectarse, o fumar.

Para completar la desgracia de mi desvarío y no conforme con todas las locuras que había hecho, hice pacto con el diablo, buscando que me diera el poder necesario para conseguir cada vez más dinero y que no se me acabara. En respuesta el diablo comenzó a poner cerca de mí a personas malvadas, como el “Chilango”, quien yo creo que si no era la encarnación del diablo era uno de su hijos más perversos. Conocí gente del interior de la República, pero estoy seguro de que eran emisarios de Satanás que aparecían y desaparecían. Al final del día yo estaba solo. Nunca recordé las caras ni los nombres de aquellos individuos, era otra dimensión, otro mundo, era el reino de Satanás y yo estaba bajo su potestad.


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El dios de este mundo comenzó a darme ayuda para seguir haciendo cosas ilícitas. Era como haber alcanzado un grado más alto en el universo de la maldad, porque

Jesús “Nachito” Álvarez, a los 23 años de edad

todo se facilitaba, los robos, el sexo, conseguir la droga, todo era más sencillo. En ocasiones nos parecía que el mundo estaba debajo de nuestros pies, todo lo controlábamos, pero después venía un terrible sentimiento de culpa. Escuchaba voces en mi mente que me atormentaban mientras decían: “Eres un miserable, no vales nada, tu vida no tiene sentido, mátate, mátate, mátate”.


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Yo me agarraba la cabeza a dos manos, quería ahogar esas voces, escapar de ellas. En las noches me despertaba sobresaltado y aterrorizado gritando como loco, que los demonios me querían llevar, pero todo era inútil. Entonces me concentraba en consumir más drogas, más alcohol, en otras ocasiones salía corriendo ante aquella terrible manifestación del mal en mi interior. La mente del drogadicto está concentrada en la manera de conseguir dinero para comprar el “veneno” y mantener el vicio. Uno va desarrollando una gran capacidad de adquirirlo, que si se usara para el bien algunos llegarían a ser millonarios. Pero todo es para quemarlo en el altar del desenfreno, rindiéndole adoración a Satanás, porque uno se convierte en eso, en un esclavo del diablo. Cuando estaba drogado le decía que me diera más poder para influir en las personas, y fue así porque lamentablemente induje a muchos a hacer cosas malas.

Todos mis pensamientos, mis energías, estaban concentradas en atender aquello que se había convertido en la necesidad más apremiante de mi vida. Ya no me importaba nada, había hipotecado mi vida al vicio, me había doblegado completamente ante mi nuevo amo. Yo, que me consideraba dueño de mis propias decisiones, que en algunas ocasiones con cierto asomo de arrogancia y altanería le decía a aquellos que querían orientarme porque me amaban: “No te metas en mi vida”. Ahora mi vida estaba completamente dominada por aquella fuerza maligna y diabólica que me hundía cada vez más en la depravación, ya que casi todo el tiempo estaba drogado.

Me volví una persona muy pendenciera, tanto que golpeaba a mi esposa frecuentemente, la humillaba, todo el dinero que conseguía era para consumir droga y alcohol.


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Mi esposa sufría terriblemente, aun no sé cómo ella soportó tanto, porque aparte de mi mal comportamiento y del abuso en su contra, como si fuera poco yo la mantenía embarazada todo el tiempo; no le tenía respeto ni consideración; nuestra vida era terriblemente desastrosa, para mí lo más importante era en primer lugar la droga, en segundo lugar yo y en tercer lugar mis “amigos”, es decir, las personas con las que me drogaba. M


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EL CORDÓN UMBILICAL

Silvia Álvarez con Jesús “nachito” Álvarez

NADIE PODÍA HACER QUE YO ENTRARA EN RAZÓN para

darme cuenta hasta dónde había llegado, así como las terribles consecuencias que eso traería inevitablemente sobre mi vida; ni el amor de mi madre, ni los consejos de los amigos, ni los rezos, ni la entrada y salida de los centros de rehabilitación, absolutamente nada lograba hacerme cambiar. Controlaba a las personas o al menos eso era lo que me parecía. Abusaba de su amor y su so-


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lícita preocupación. Aunque realmente amaba a mi madre y ella me amaba por sobre todas las cosas, de lo cual me había dado cuenta porque me sobreprotegía. ¿Qué necesitaba “nachito” que su mamita no estuviera dispuesta a proporcionárselo?, así fue desde niño. Tengo una madre maravillosa, para ella no fue obstáculo que yo estuviera hundido en ese fango de maldad, nunca dejó de amarme.

Pero esa actitud había creado una dependencia en extremo dañina, no porque mi madre tuviera malas intenciones ni el deseo de destruirme, sino porque deben seguirse principios y leyes establecidas por Dios para criar a los hijos, como dice su Palabra, “en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4). Estas palabras no se pueden ignorar sin arriesgarnos a enfrentar las terribles consecuencias de la desobediencia, porque ahí está la clave. La disciplina y amonestación del Señor equivale a sentido común en nuestra sociedad “cristiana”, donde se nos ha enseñado que lo más importante es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, lo cual sabe todo el mundo.

Por otro lado, mi padre vivía sumergido en el trabajo y yo sentía que no me daba el tiempo ni el afecto que necesitaba; es más, ni siquiera me hablaba, por eso mientras iba creciendo, llegué a crear cierto resentimiento en contra de él. No entendía que mi papá había sufrido la pérdida de su madre desde muy temprana edad y su vida no fue fácil a partir de esa experiencia tan dolorosa. Este es el otro extremo, no recibir el cariño; tener un padre, pero sentirlo lejano, ausente, eso también hace mucho daño al niño que necesita la presencia de la figura paterna.


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Cuando nacemos estamos atados al cordón umbilical, el cual ejerce una función muy importante: es el medio por el que el feto recibe el sustento necesario para desarrollarse normalmente en el vientre de la madre. Todos fuimos alimentados por medio de esa maravilla de la creación. Pero una vez que la criatura nace ya no necesita estar ligada a la madre por ese cordón. El cordón umbilical se usa como figura de dependencia y para ilustrar que muchas personas no se desarrollan plenamente, ni experimentan crecimiento normal en el área mental, intelectual, emocional. No logran su plena independencia porque viven atados al cordón umbilical.

En este orden de ideas, algo parecido me estaba pasando a mí. Ahora entiendo que desde pequeños los niños deben aprender. Ese aprendizaje les va dando las destrezas para comenzar a ser independientes en ciertas cosas. Cuando el niño aprende a comer por sí solo, logra un gran avance que libera a la madre de estar allí con sus manos ocupadas dándole el alimento. De la misma manera deben aprender a obedecer, lo cual se logra cuando se les enseña disciplina, comenzando por los tiempos de comida, que deben ser en lo posible en horas exactas y normales, luego en la hora de dormir. No es que el niño se quedó toda la noche despierto porque sencillamente no le dio sueño, o porque pasó dormido durante todo el día; la mamá o el papá tienen que permanecer en vela sin razón aparente, porque el niño está sano, bien alimentado y sequito. Es muy importante darle al bebé el entrenamiento necesario y apropiado, a fin de que se acostumbre a hacer lo necesario para desarrollar la conducta y habilidades apropiadas en su desarrollo normal.

Al ir creciendo, debe recibir la orientación y formación adecuada a la edad. Pero nuestros padres no han sido


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capacitados para eso, solo saben dar amor, además del alimento y el vestido; aunque otros solo saben dar golpes y malos tratos, porque nadie los instruyó para criar hijos, la labor más importante de todo padre de familia. Por otra parte, muchas veces repiten las mismas conductas que aprendieron de sus padres; golpean porque sus padres los golpearon a ellos; gritan porque sus padres también les gritaron; se abstienen de abrazar y besar a sus hijos porque eso, según ellos, no es de “machos”.

Todo eso va formando la conducta y el carácter de la criatura. Aun lo que sucede durante la gestación afecta positiva o negativamente a la criatura que se está formando en el vientre de la madre. Se han realizado investigaciones serias sobre las reacciones de los niños en el vientre de la madre, como respuesta a lo que sucede en el mundo exterior. Incluso la Biblia misma nos narra cómo la criatura de Elizabeth saltó en su vientre cuando María la saludó (Lucas 1:4). Hoy sé todo eso y gracias a Dios lo estoy aplicando en la formación y educación de mis hijos. Deben saber que los amo, pero también tienen que aprender a obedecer y a cumplir con sus deberes de acuerdo con su edad, para que no sean como yo, que lo recibí todo sin que se me exigiera nada a cambio; yo era el rey, a mí se me respetaba, se me obedecía o si no hacia un berrinche, hasta que doblegaba a mis padres. Así crecí sujeto al cordón umbilical, del cual solo me liberé cuando mi madre decidió dejarme en las manos de Dios, para que él tratara conmigo, y funcionó. Porque entonces el Señor ya pudo trabajar en mi vida de manera completa, liberándome del alcohol, las drogas y todas las cosas malas que se habían apoderado de mi vida. Y eso debe hacer toda madre que está pasando por esa an-


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gustia, desesperada porque su hijo está siendo destruido por el vicio. Es necesario acudir a Dios con fe, reconociendo en primer lugar nuestros pecados, diciéndole: “Reconozco que como madre o padre no he hecho tu voluntad, he querido manejar las cosas a mi manera, no le he dado a mi hijo el ejemplo y la enseñanza necesarias para que sea hombre piadoso y temeroso de Dios, por eso se ha echado a perder. Pero, Señor, tu Palabra dice que tu Hijo Jesús vino a “buscar y a salvar lo que se había perdido”, y mi hijo o mi hija están perdidos y te necesitan, los entrego en tus manos para que obres en su vida. Yo te voy a servir durante el resto de mi vida”. Hágalo, porque funciona, le funcionó a mi mamá, también le va a funcionar a usted.

Corte el cordón umbilical, no crea que si usted está ahí cerca de su hijo o su esposo tolerándole todo, yendo de cantina en cantina, de antro en antro en busca de su hijo, o su esposo, le va a ir mejor, no. Él se va a aprovechar de esa situación, la va a manipular como hacía yo con mi mamá y mi esposa. Va a hacer de su vida un tormento y él se va a hundir más en la perdición; ya lo dijimos antes: “El hijo consentido es vergüenza de su madre”.

Una gran cantidad de delincuentes, viciosos y haraganes, le deben ese comportamiento a la falta de enseñanza y corrección, al hecho de que fueron muchachos excesivamente consentidos, que se desarrollaron carentes de valores morales y espirituales. Porque al fin y al cabo éstos se aprenden en el hogar con lo que hacemos, lo que hablamos y lo que dejamos de hacer. Con esto estamos enseñando al niño, porque si no se le enseña que en este mundo todos tenemos responsabilidades y que no obtenemos las cosas simplemente porque nos las merecemos, sino porque hemos trabajado para lograrlas, en-


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tonces va a crecer con la idea de que todo se lo tienen que dar y, si no es así, lo toma, porque cree que simplemente le pertenece. Si no le enseñamos con ejemplo y con palabras a respetar a los demás, a obedecer las leyes, entonces no debemos quejarnos cuando nos resulte un delincuente, porque no se puede esperar más de una persona que creció sin ninguna clase de corrección.

Si no vigilamos su comportamiento ni estamos atentos a las personas con las que se está relacionando, le pueden suceder cosas terribles como lo que le pasó a alguien que conozco, un hombre que en su adolescencia andaba con su tío y sus padres no decían nada, porque “andaba con su tío”. Eran jóvenes, se divertían de lo lindo, pero su tío era homosexual. En una de esas tantas salidas a divertirse, el tío, ni corto ni perezoso, se aprovechó de su sobrino y lo violó. Y así sucede frecuentemente con muchos muchachos y muchachas, cuyos familiares cercanos abusan de ellos, sin que los padres se den cuenta.

No espere que el niño aprenda si usted no le enseña. El ejemplo es necesario e imprescindible, pero la enseñanza verbal y la repetición constante de las cosas van a hacer que el niño entienda y asimile mejor la enseñanza. Enséñele quién es el que manda, no se deje manipular, porque si desde el principio el niño observa que usted es débil de carácter, va a tomar el mando.

En los primeros años de mi adolescencia sentía que tenía el control total de mi vida. No sabía nada de drogas. El alcohol realmente forma parte de nuestros hábitos, es inseparable de nuestra cultura latinoamericana; uno puede comenzar a consumir alcohol desde niño, en muchas ocasiones con la complacencia y complicidad de sus padres. Esta situación es muy frecuente en las fies-


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tas familiares, las bodas, los bautizos, los cumpleaños, ocasiones apropiadas para celebrar, pero si no hay licor no hay celebración. Aún recuerdo mi primera borrachera. Tendría unos 17 años; como no estaba acostumbrado cogí una cerveza en la mano y pensé que era la oportunidad de sentirme grande. Comencé a ingerirla, me supo horrible porque no estaba habituado a esa clase de bebidas. Cuando la terminé de beber, estaba mareado, todo me dada vueltas, pero los “amigos” me animaban y me decían: “Tranquilo, mijo, que eso es para machos”. Y ahí comenzó mi afición al licor, era para machos, y yo quería sentirme macho. Luego vinieron los cigarrillos, comencé a fumar, aunque me producía mareo y hasta ganas de vomitar, pero era el reto de dejar de ser niño para convertirme en hombre.

Era tiempo de cortar el cordón umbilical, de la manera más estúpida del mundo. Por eso cuando mi amigo llegó con el reto de la cocaína, lo vi como una experiencia nueva y muy prometedora: “Te va a llevar hasta el cielo”, me dijo muy entusiasmado, “con esto puedes tomar licor, permanecer despierto toda la noche, no te va a dar sueño, no te va a dar hambre y en tu casa no van a notar que has bebido licor”. Yo no había aprendido de las experiencias anteriores, había olvidado el dolor de cabeza, las náuseas, ahora con esa experiencia nueva no iba a perder la oportunidad de probar, al fin y al cabo me creía libre e independiente. Pero mi inmadurez y falta de responsabilidad mostraban que aún estaba atado al cordón umbilical.

Al comenzar con el vicio de la cocaína no recibí ninguna clase de ayuda, ni orientación, además, nadie de mi familia se había enterado; pasaron más de dos años antes que lo supieran y eso por un descuido de mi parte. Así


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que simplemente tenía toda la libertad para hacerlo. Además, al principio no se notaba mucho, de no ser porque mi madre la descubrió al esculcar el pantalón yo creo que en mucho tiempo no hubiera notado que yo la estaba consumiendo. Al principio fueron locuras de adolescentes que uno en su ignorancia piensa que son simples e inocentes, pero después se transformó en una cruel y dolorosa tragedia, no solo para mí sino también para mi familia, porque comencé a faltar a la casa. Al principio no llegaba en las noches, pero después me desaparecía tres días, hasta una semana, mientras mi pobre madre me buscaba con desesperación preguntando por todos lados. En ocasiones llegaba a donde yo estaba y gritaba mi nombre, pero yo había advertido antes para que nadie le diera información; escuchaba su voz, pero no contestaba. Fueron días terribles que no quisiera volver a recordar, sin embargo, todavía permanecía atado al cordón umbilical, aun mi madre procuraba brindarme su protección. M


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Ignacio y Silvia Álvarez

JUNIO DE 2011 VOY A CUMPLIR CON MI ESPOSA AÑOS DE ESTAR FELIZMENTE CASADOS. Le doy gra-

cias a Dios porque creo que el Señor me bendijo con esta mujer, que ha sido el complemento perfecto para mi vida. Fruto de esta unión Dios nos dio tres preciosos hijos, un varón y dos mujeres. El 11 de febrero de 1974, nació mi hijo varón. Fue la alegría más grande de mi vida sentir que aquel pedacito de carne era parte de mí ser y,


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como dice una canción, “la prolongación de mi existencia”. Había llegado a este mundo después de nueve meses de espera. Era un niño precioso, sanito, en realidad como todo niño inspiraba mucha ternura y especialmente a mí porque yo era su papá.

Mi esposa y toda la familia estaban muy contentos, como es natural. Es el milagro de la vida que adorna los hogares con el fruto del amor. Mi hijo fue creciendo; en ese tiempo solo teníamos a nuestra hija mayor y ahora había llegado el varoncito; aunque muchos padres esperan siempre un varón, para mí, sinceramente hubiera sido igual si Dios nos hubiera premiado con otra niña. Por alguna razón me sentía inclinado más por las mujercitas que por los varones, me sentía más cómodo con ellas para brindarles mi afecto; me había encariñado mucho con mi hija mayor, ella era la luz de mis ojos.

Amaba a mi hijo, pero no sabía cómo manifestar el afecto que sentía por él. Yo siempre había sido muy callado, muy reservado, no podía entablar fácilmente una amistad, ni brindarle a nadie mi confianza. No sé, posiblemente fue la muerte repentina de mi madre en un terrible accidente lo que me afectó profundamente. En mi niñez nadie se daba cuenta de mi sufrimiento; muchas veces me levantaba a altas horas de la noche pidiéndole a Dios que me dejara ver de nuevo a mi madre o que definitivamente me llevara con ella para dejar de sufrir.

Cuando crecí y me convertí en adulto, Dios me dio la bendición de conocer a mi esposa, una mujer dulce y comprensiva, que llenó muchos de los vacíos que había en mi vida. Hemos sido una pareja unida, cuyo único objetivo en la vida ha sido dar lo mejor a nuestros hijos, brindarles un hogar decente, una educación básica. Como todo padre, nunca pensamos en hacerles daño.


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Pero hoy me doy cuenta de que muchas veces los padres les hacemos daño a nuestros hijos por ignorancia, por la ausencia de Dios en nuestros hogares, por la falta de conocimiento de los principios y valores que van a formar su carácter. Creemos que si trabajamos duro para conseguir dinero para darles el sustento, con eso es suficiente y ya hemos cumplido con nuestra obligación. O si les damos mucho amor, les toleramos todo, los sobreprotegemos, con eso vamos a garantizar un buen futuro para nuestros hijos.

Hoy comprendo que como padre fallé en muchas cosas. No me tomé el tiempo necesario para hablar con mi hijo, para salir con él al parque, para ir a su escuela, para acompañarlo en las competencias deportivas, para animarlo, para aplaudirlo ya que era un excelente deportista; pero no lo sentía ni lo creía necesario, me enfocaba en el trabajo, en proveer lo necesario para el hogar. Aunque notaba que mi hijo se iba tornando rebelde, no logré captar que estaba pidiendo a gritos la atención de su padre. En muchas ocasiones discutimos acaloradamente, porque veía en él un inmenso potencial, era un líder, pero lamentablemente no le dimos la orientación ni la formación necesaria para que todo ese potencial lo hubiera usado positivamente.

En su niñez y adolescencia nos causó muchos problemas. Los vecinos se quejaban de su mal comportamiento, de todos los males y travesuras que hacía en el barrio. Poco a poco su fue ganando mala reputación, peleaba, se emborrachaba, se ausentaba de la casa por varios días, faltaba a la escuela, realmente hubo un momento en que perdimos el control.

Cierto día me enteré de que mi hijo estaba consumiendo cocaína. Eso fue un terrible golpe para mí como padre,


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no podía entender la razón, pero evidentemente me sentía culpable. Entonces me refugié en el trabajo, esa fue mi manera de escapar; me volví aún más silencioso, no compartía mi dolor con nadie, pero era evidente que nuestras vidas estaban siendo destruidas por el comportamiento de nuestro hijo.

Fueron más de 10 largos años de sufrimiento. En las noches nos era difícil conciliar el sueño, pensando en que algo malo pudiera sucederle a nuestro hijo en un lugar tan peligroso como Ciudad Juárez. Nuestra vida era un completo infierno, lloraba a solas pues me daba vergüenza mostrar esa debilidad ante mi esposa o mis hijos. Le pedía a Dios que nos ayudara, aunque no teníamos mucho conocimiento a cerca de él; en mi casa no le dábamos mucha importancia a la religión; se puede decir que éramos católicos nominales, pero no más; asistíamos a los servicios religiosos solo en ocasiones especiales, pero en los momentos de angustia nos refugiábamos en la fe de nuestros padres, realmente esperábamos que sucediera un milagro.

La irresponsabilidad de Jesús Ignacio lo llevó a hacer cosas que afectarían terriblemente su vida y la de nosotros, su familia. Constantemente mi esposa estaba buscándolo en los lugares donde se escondía para consumir droga. Ella tuvo que soportar los reclamos, los insultos de la gente, los problemas con las mujeres con las que él tenía sexo de manera estúpida. Gracias a Dios no contrajo una enfermedad mortal, pero sí embarazó a su novia y procrearon un hijo, Ezra (Esdras), un niño que llegamos a amar con todo nuestro corazón, pero que solo tuvo 11 meses de vida porque murió, lo cual descontroló aún más a mi hijo, lo transformó en otra persona, más malvada de tal manera que entonces estábamos convencidos de que lo habíamos perdido definitivamente.


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Como padre no le deseo a nadie éste tormento. Me he atrevido a dar mi testimonio porque quiero ayudar a otros padres, para que no tengan que pasar por ese tormento que nos envolvió durante tantos años al ver a nuestro hijo perdido. Como un papá que tuvo que ver cómo su hijo descendía al infierno y era devorado por el fuego del vicio, le aconsejo: bríndele a su hijo todo el amor que necesita, dedíquele tiempo, juegue con él, dígale que le ama, su hijo necesita tiempo, afecto, cuidado. Pero sobre todo háblele de Dios, ore con él, enséñele valores, instrúyalo y le aseguro que no tendrá que pasar por el tormento que pasamos nosotros. Gracias a Dios, él ha transformado la vida de mi hijo y hoy nos podemos abrazar, reír, llorar juntos, sobre todo podemos alabar y glorificar a ese Dios maravilloso que nos ama y ha hecho grandes cosas en nuestras vidas. M


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DÉJAME VIVIR A MI MANERA

POR CAUSA DE LAS DROGAS ME VOLVÍ IRRESPETUOSO

e insolente. Recuerdo que una vez hasta llegué a insultar a mi padre de la peor manera, después de reclamarle airadamente y echarle en cara que por su culpa yo estaba metido en drogas. “Yo no tengo padre”, le dije de la forma más hiriente, “porque creías que con traer lo necesario a la casa era suficiente, pero yo necesitaba a un padre, ¿cuándo me llevaste al parque? ¿Cuándo jugaste conmigo? ¿No tenías tiempo? ¡Qué buena disculpa! Y si no tenías tiempo, ¿para que tuviste hijos?” Hoy me arrepiento de verdad y ahora que soy padre, tengo que pro-


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curar que mis hijos reciban la atención que necesitan; he aprendido la lección y estoy dispuesto a esforzarme para qué ellos verdaderamente tengan un padre a su lado.

Las drogas nos convierten en seres peores que bestias salvajes. Sospechamos de todo el mundo, el demonio de la paranoia se apodera de nuestras mentes, abusamos de toda la gente y nos aprovechamos de cualquier oportunidad para obtener dinero, incluso a veces mendigamos, conseguimos dinero prestado de los amigos, consumimos el patrimonio familiar, pero si alguien nos quiere dar un consejo con el deseo y la buena voluntad de ayudarnos entonces les contestamos con cinismo: “Déjame vivir a mi manera, no necesito de nadie, así estoy bien”. Pero todo no es más que una estúpida farsa, en el fondo sentimos miedo, mucho miedo y una desconfianza que nos lleva a dudar de todo el mundo, aun de nuestra propia madre.

Nos encerrábamos en aquella casa abandonada, sucia y maloliente, junto con aquellos malvivientes que, al igual que yo, estábamos condenados a ser el desecho de la sociedad, a quedar muertos en cualquier momento víctimas de una sobredosis, pero envalentonados por el efecto de los narcóticos, hablando tonterías y haciendo cosas asquerosas, en ese que se había convertido en nuestro mundo. Aquellas paredes a punto de derrumbarse por el abandono fueron testigos mudos de la desgracia de aquellas pobres vidas que se iban apagando poco a poco por el efecto destructivo de las drogas. A medida que pasaba el tiempo en aquella pequeña cárcel que nosotros mismos habíamos escogido y donde estaban aprisionados nuestros sueños, nuestras esperanzas, ya no veía a “mis amigos”, lo que observaba eran


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figuras diabólicas y siniestras que me miraban burlonamente. A veces cerraba los ojos, pero me era imposible escapar de aquellos fantasmas, entonces aumentaba el consumo de la droga para sentirme más valiente y soportar aquellas terríficas visiones.

“Nacho, necesitas un cambio, tienes que dejar ese maldito vicio”, eran las palabras de los amigos, de los familiares, de las personas que me amaban o que sentían compasión por mí, a lo que yo respondía: “Déjame vivir a mi manera”. Esas palabras se habían convertido en la forma más fácil de zafarme de la gente que me quería ayudar, porque la droga cambia completamente el carácter del que la consume, lo vuelve irritable, desconfiado y piensa que le quieren hacer daño o privarlo del derecho de ser feliz.

Lo que mejor describe mi vida pensando en términos bíblicos es la historia del hijo prodigo, quien un día también tomó la estúpida decisión de abandonar la casa de su padre, vivir a su manera. Yo también un día decidí desligarme de mis padres y distanciarme lo más que pude de ellos y de toda mi familia. Aunque físicamente estaba presente en muchas ocasiones, mi mente estaba en Ciudad Juárez, en el motel donde “desperdicié mis bienes viviendo perdidamente”, en ese lugar donde se quedaron los mejores años de mi vida. Es verdad que no tuve que ir a apacentar cerdos, porque el cerdo era yo (así me sentía en los momentos de lucidez), un cerdo rodeado de cerdos salvajes, poseídos por el demonio, devorando nuestras propias entrañas y acabando con nuestra triste y miserable vida. Todo aquello era una completa locura, habíamos perdido totalmente la cordura, estábamos peor que el hijo pro-


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digo. Mientras que en mi casa mis padres sufrían y pensaban en su hijo perdido, yo también estaba sufriendo, como el personaje de la historia bíblica, que deseaba llenar su vientre de las algarrobas de los cerdos, pero nadie me las daba. Yo tenía casa, pero estaba refugiado en ese triste cuarto del motel, o en una casa abandonada y sucia; tenía familia, pero estaba rodeado de miserables como yo; tenía comida, pero estaba muriendo de inanición porque me olvidaba de consumir alimentos y beber agua.

No solo mis padres sufrieron, sino también mi esposa, a quien insultaba y golpeaba sin misericordia cada vez que quería. Para ella fue muy difícil ese tiempo, no sé cómo soportó tanta violencia, insultos y malos ratos que le hice pasar. Mis hijos, especialmente mi hija mayor, tuvieron que ver todos los maltratos que le hacía a su madre, oír las malas palabras, las noches de angustia de su mamá esperándome. Es verdaderamente duro y difícil recordar todo eso. Yo quería vivir a mi manera aunque eso realmente no era vida, sino algo sin razón, experimentar una alteración casi permanente de los sentidos, inducida por el consumo de los estupefacientes, que tenía que ser alimentada constantemente; porque pronto se desvanecía y me hacía sentir indefenso, temeroso y terriblemente asustado. Esa era la independencia que yo reclamaba, la libertad que exigía, cuando pronunciaba la frase “déjame vivir a mi manera”.

Hoy todavía me sorprendo de la maravillosa gracia de Dios, pues mi rebeldía no era solo contra mis padres, sino contra todos, el estado de irracionalidad que produce el consumo de alcohol y drogas hace que uno se encierre en su propio mundo y vea a los demás como sus enemigos o sus posibles víctimas. La rebeldía no es solo contra los seres humanos sino también contra Dios. Le


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vienen a la mente del vicioso toda clase de pensamientos absurdos, de nuestra boca salen reclamos contra Dios como si Él tuviera la culpa de nuestra desgracia. En algunas ocasiones hasta pronunciamos blasfemias; si alguien me hablaba de Dios, inmediatamente le contestaba: “Si Dios existiera yo no estaría en esta situación”. Y si insistía le decía: “Sabe qué, déjeme, así estoy bien, déjeme vivir a mi manera”.

El drogadicto se encierra en sí mismo, en sus temores, en sus ansiedades, pero sobre todo es controlado por extrañas sensaciones producto de su paranoia, de las voces de los espíritus que controlan su mente. Aunque rechaza el consejo de otras personas y presume de independencia su mente está totalmente controlada por el diablo. Cuando un drogadicto habla, uno no sabe si es él o un espíritu diabólico; en muchas ocasiones habla incoherencias, parece que está hablando consigo mismo, pero la mayor parte del tiempo está controlado por el diablo y lo que habla procede del diablo. Sus amigos más cercanos, y sus familiares comienzan a verle como una persona extraña y, efectivamente, porque ya no es él mismo. Mi esposa llegó a tenerme miedo. Me dice ahora que mi rostro se transformaba y se me dibujaba una mueca siniestra que la aterraba. Era el enemigo que se manifestaba de esa manera y que muchas veces me hacía sentir el deseo de matar a mi familia y matarme yo mismo. Así que cuando un drogadicto reclama que no nos metamos en su vida, ya sabemos de dónde proceden esas palabras.M


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¡YA NO PUEDO MÁS!

(Testimonio de Michelle, esposa de Jesús)

JESÚS Y YO FUIMOS AMIGOS MUCHO TIEMPO antes de

establecer una relación. Lo conocí en septiembre de 1997. Yo apenas tenía 20 años de edad. Cuando lo vi el primer día, casi me desmayo, ¡era un hombre tan apuesto! Me enamoré de él inmediatamente y pensé que ese era el hombre con quien me iba a casar. Mi mejor amiga y su novio me lo presentaron y, a partir de ese día,


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entablamos una amistad muy bonita, la cual se fortalecía a tal grado de que por mucho tiempo fuimos “uña y mugre”. Después de conocernos comenzaron nuestros encuentros que se fueron haciendo más y más frecuentes. Cuando yo salía de mi trabajo nos íbamos juntos a Ciudad Juárez a las discotecas, a los salones de billar donde ingeríamos licor, jugábamos billar, reíamos y gozábamos de lo lindo, realmente la pasábamos “muy suave” (bien). Me sentía trasportada al paraíso al lado de ese hombre tan atractivo. Sin embargo, nuestra relación era de amistad, él lo había dejado muy claro, pero yo seguía haciéndome ilusiones. Soñaba con el momento en que él en una noche romántica bajo la luz de la luna y con una rosa roja en su mano, me declarara su amor, pero eran ilusiones tontas que nos hacemos las jóvenes, que nos llevan a perder la cabeza y a entregarnos a hombres que no nos aman, que solamente desean satisfacer sus instintos masculinos.

Durante mucho tiempo seguimos viéndonos y disfrutando juntos. Consumíamos licor, bailábamos, “cotorreábamos”, y de esa manera se fue estrechando nuestra relación, aunque él me había dicho que no me amaba. Sin embargo, yo sentía que aquello no era una simple amistad. ¿Por qué me buscaba con tanta insistencia habiendo tantas mujeres, incluso algunas que se le insinuaban en mi presencia? Parece que mi galán tenía una confusión de sentimientos, porque desde que nos conocimos hasta el día de hoy que somos marido y mujer, nunca dejó de buscarme.

Es bueno anotar que en aquel entonces yo no me había enterado de que él consumía droga, pues lo disimulaba muy bien. Jesús llevaba una doble vida, un lado oscuro que yo no le conocía y que lo encubría a la perfección. Poco a poco me fui enterando de su vicio, pero realmente


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no me importaba, porque pensaba que al fin y al cabo eran las desviaciones normales de la juventud, y que se le pasaría con el tiempo. Además, no veía que eso estuviera afectando tanto su vida ni nuestra amistad. Cada vez nos fuimos acercando más y realmente teníamos muchas cosas en común, parecíamos una pareja normal, con la excepción de que no éramos pareja y de que, según él, no me amaba. Pero ese era un juego peligroso en el que me había metido, motivada por la atracción que sentía por aquel hombre.

Como resultado de aquellos acercamientos en los que realmente de parte de Jesús solo tenía la intención de pasar un rato de entretenimiento al lado de una chica interesante, sin intenciones serias, sucedió lo que casi siempre sucede, lo que vemos en las películas de Hollywood y en las novelas de la televisión. En un momento de pasión y de locura terminé acostándome con él y quedé embarazada. Cuando se lo comuniqué, se mostró comprensivo y dispuesto a responder por la criatura, sin embargo, nuevamente me recordó lo que siempre me había dicho: “Recuerda, somos solamente amigos”. Lo entendí y acepté que solo seguiríamos teniendo una buena amistad. Cuando mis padres se enteraron, hablaron con él para que se hiciera responsable de mí y de la criatura. Les dijo que estaba dispuesto a responder, pero que sinceramente él no me amaba, que éramos amigos y que había sido un error haber tenido relaciones sexuales de manera irresponsable. Mi padre le dijo que buscara una vivienda y que nos fuéramos a vivir juntos, que se portara como todo un hombre. Así que nos fuimos a vivir a un apartamento, creo yo contra su voluntad y más bien presionado por las circunstancias. Pero nuestra convivencia no duró mucho tiempo, pues él estaba enamorado de


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otra persona. Yo lo sorprendí, pero lo negó porque tal vez no quería herirme. Cierto día después que llegué de mi trabajo, se sentó conmigo y me dijo sinceramente: “Esto no va a funcionar. Siento que estoy viviendo contigo a la fuerza, pero realmente lo único que nos une es esa criatura que tienes en el vientre. Eres mi amiga y siempre serás mi amiga, pero yo no te amo. No podemos convivir como pareja”. Entonces se marchó y fue como si me hubieran clavado un puñal en el corazón. Me sentí sola, abandonada, destruida, y lo único que se me ocurrió fue regresar a la casa de mis padres. Para ese entonces yo ya tenía siete meses de embarazo. Fueron momentos de mucha tristeza. Lloraba, me lamentaba mi desgracia, fue un tiempo muy difícil. Yo estaba esperando el nacimiento de mi niña para enero de 2000. Pero no sé si por las presiones o por mi estado emocional tuvieron que llevarme al hospital en diciembre de 1999.

El 24 de diciembre, un frío día de invierno cayó una tormenta de nieve tan fuerte que se interrumpieron todas las actividades en la ciudad, se cerraron los puentes internacionales, de tal manera que las personas de Ciudad Juárez no podían pasar a El Paso, Texas. En medio de esa tormenta nació mi hija dos semanas antes de lo previsto. Esa tormenta era como un siniestro presagio de lo que vendría más adelante, la angustia y el sufrimiento que tendría que pasar, pero yo misma me lo había buscado.

Cuando me enteré de que él consumía drogas, realmente no me importó, yo lo amaba así como era y estaba dispuesta a conquistar su amor a toda costa. Aquel día del nacimiento de Sophia, llamé a los padres de Jesús para avisarles que ya había nacido mi hija y para que le dieran la noticia a su hijo. A causa de la nieve él no pudo


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llegar pronto al hospital y llegó unas horas más tarde. Se podía notar en su rostro que estaba terriblemente drogado. No estuvo mucho tiempo allí; se fue y no volvió en los días siguientes sino hasta después de una semana, cuando fue a mi casa para conocer a su hija.

Yo me seguí viendo con el padre de mi hija. Me sentía bien, lo disfrutaba, era el papá de mi criatura y además yo lo amaba, no importaba lo que me hubiera hacho, ni lo que me hiciera, mi amor por él era más fuerte que cualquier cosa en el mundo. Pero a mis padres no les agradó esa situación y me echaron de la casa. Hablé con Jesús y él consiguió un departamento a donde nos fuimos a vivir juntamente con nuestra hija.

Allí conocí más de cerca su adicción, me enfrenté a la realidad, ya que por mucho tiempo, yo no sabía ni tenía la más remota idea hasta qué punto había llegado Jesús en su vicio de drogas. La imagen que una tiene de un drogadicto es la de una persona de mirada extraña, con los ojos rojos, de ademanes raros y conducta diferente al del común de la gente, pero él sabía disimular muy bien su adicción. Era muy respetuoso, aunque hablaba muy rápido y se movía mucho al hablar, me parecía completamente normal, nadie me dijo que era vicioso, ni su mamá, ni su papá, ni siquiera sus hermanas.

Esa era la segunda vez que nos íbamos a vivir juntos, porque la primera no funcionó. Con el tiempo él se volvió irritable, parecía una fiera hambrienta y enjaulada. En ese entonces se desaparecía de la casa, buscaba cualquier pretexto para salir y yo ya sabía qué iba a hacer. Se encerraba en un hotel a consumir drogas hasta que se le acababa el dinero o las ganas. Cuando al fin regresaba a la casa, en algunas ocasiones me pedía perdón, lloraba, decía que iba a cambiar, pero todo seguía


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igual y en otras veces peor, porque cuando se enfurecía me golpeaba sin compasión, llegando a causarme lesiones graves que me llevaron al hospital. Yo como siempre, mentía, sacaba cualquier disculpa para evitar que se lo llevaran preso por violencia doméstica, actuaba exactamente siguiendo el patrón de las mujeres maltratadas, encubriéndole todo al marido con la ilusión de que un día cambiaria.

Continuamos nuestra vida juntos. Las necesidades en el hogar comenzaron a notarse. Entonces montamos un negocio de venta de muebles en el que nos iba muy bien económicamente, porque él ha sido muy hábil para los negocios, ha tenido siempre una mentalidad comercial y una capacidad de desenvolverse y salir adelante. Pero Jesús tomaba el dinero y se desaparecía; de manera inconsciente no entendía que ese dinero no era del todo nuestro, que debíamos pagar deudas y comprar mercancía. Eso demuestra aún más que el adicto ha puesto en primer lugar su vicio, siente que la responsabilidad número uno está en satisfacer su adicción. Un día que llegó en la madrugada, después de haberse desaparecido por algún tiempo, me enojé tanto con él, me sentí tan frustrada por la situación que sin pensarlo y para demostrarle mi furia y mi desagrado, le di una puntapié a la pared, con tan mala suerte que me rompí la pierna y tuve que ir al hospital.

Yo vivía un verdadero infierno. Fueron muchas noches que no pude conciliar el sueño llorando por su ausencia y pensando: ¿Dónde estará? ¿Qué estará haciendo? Como a él le gustaba escaparse a Ciudad Juárez donde había y hay tantos peligros, aumentaba mi nerviosismo. Yo lo necesitaba, sus hijos lo necesitaban. ¿Por qué no podíamos ser una familia normal? Aunque eso era lo que aparentábamos, la mayoría de la gente creía que éramos


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una familia feliz, con unos hijos preciosos. ¡Qué bien sabía disimular mi esposo! Lo más triste es que todos los que sabíamos de su problema lo queríamos ayudar, pero él no se dejaba, antes la sola sugerencia le irritaba, se disgustaba y decía: “Déjenme vivir a mi manera”.

Sin embargo, en ese tiempo nos convertimos al cristianismo. Íbamos a la iglesia, pero Jesús continuaba con su adicción a las drogas. Nadie lo sabía aparte de nosotros que éramos su familia. Él continuaba con su doble vida. Estábamos bien una o dos semanas, pero luego todo volvía a convertirse en un infierno. Quedé embarazada nuevamente y, a pesar de eso, él no cambió. Por el contrario, como que su comportamiento empeoraba más a medida que continuaba su adicción al alcohol y las drogas. Los gritos, los empujones y los golpes, las violaciones, eran el pan de cada día de nuestra casa. Parecía que quería destruir no solamente su vida sino la nuestra también, la de sus hijos. Muchas veces tuve mucho miedo de que aun llegara a matarnos.

Parecía que Jesús llevaba muchos traumas, los cuales una no puede entender porque, por una parte, solo una conoce parcialmente a la persona, pero por otro lado, nuestros padres o familiares en algunas ocasiones consciente o inconscientemente nos hacen daño. Él resentía mucho que le hizo falta el cariño y la atención de su padre, porque Jesús ha sido siempre una persona muy sensible. Es muy difícil entender a los seres humanos y mucho más cuando ya están atrapados por el vicio. Su vida se vuelve más complicada, pero de mi parte yo solamente le di amor, casi nunca reclamé nada, solo quería que él reaccionara. Soñaba con el momento en que me dijera: “Sabes, Michelle, voy a dejar el alcohol y las drogas, entiendo que esto no es un buen ejemplo para mis hijos, que les estoy haciendo daño”. Pero todo era


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una ilusión, la vida cada vez era peor al grado de que yo sentía que no podía más.

Parecía que la esperanza estaba perdida y que tendría que resignarme a aceptar definitivamente que el demonio del alcohol y las drogas se había apoderado por completo de mi esposo. Yo no le encontraba solución al problema. Él había ido a centros de rehabilitación, a la iglesia, había estado en el hospital víctima de la enfermedad de Cron, que consiste en la inflamación del intestino delgado, padecía colitis y tenía como ocho llagas en su aparato digestivo. El médico le prohibió tomar bebidas alcohólicas, ingerir drogas o comer comidas picantes, aparte de que tenía que llevar una vida más tranquila para evitar las complicaciones que pudieran presentarse a consecuencia de la enfermedad, pero nada de eso lo detenía, continuaba en su loca y desordenada vida de vicio.

Pero, gracias a Dios, un día Dios hizo el milagro. Como siempre, aquella tarde como a las 6, de pronto se desapareció de la casa. Fui a buscar donde tenía el dinero para comprar la comida, la leche y los pañales para mi niño pequeño, pero no había nada, mi esposo se había llevado el dinero y yo ya sabía para qué.

Aquella noche llegó temprano y se me hizo bastante extraño, porque tenía otra actitud. Me abrazó, lloró, me pidió perdón, les pidió perdón a sus hijos. Yo no le creía, porque lo mismo había pasado miles de veces, pero todavía recuerdo que ese día había algo totalmente diferente. Se podía reflejar en el amor y la misericordia de Dios, a lo cual yo le creí. Por muchos años le pedí a Dios que me hiciera el milagro y no podía dudar de su poder. Es que realmente Dios me había contestado, el milagro se había dado, era un verdadero milagro. Mi esposo al fin


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tomó la decisión de dejar las drogas. A partir de ese día lo vi luchar, porque lo que le esperaba no era nada fácil, pero vi en él su deseo de cambiar. Hoy es una nueva persona, se ha reconciliado con Dios, es un padre amoroso que cuida y protege a su familia, un hombre compasivo dispuesto a ayudar a otros, especialmente a aquellos que están pasando por los mismos sufrimientos que pasamos nosotros a causa de la esclavitud del vicio. Dios liberó a mi esposo de una manera milagrosa y también lo puede hacer con todo aquel que se acerque a él con arrepentimiento y fe. M

Jesús y Michelle Álvarez restaurados totalmente


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TESTIMONIO DE SILVIA HERMANA DE JESÚS

YO AMABA MUCHO A MI HERMANO, con quien tuvimos

una infancia feliz al lado de mis padres y mi hermana más pequeña. Era un muchacho muy simpático, aunque un poco inquieto y peleador. A medida que fue creciendo poco a poco se les fue saliendo de las manos a mis padres. Que yo recuerde así vagamente, ya a los 15 años hacía demasiadas locuras, se escapaba de la casa, se emborrachaba, se peleaba con todo el mundo, aun con mi padre al cual le había perdido completamente el respeto. Con la única que no podía era conmigo, porque siempre procuraba que respetara mi espacio. Una vez llamaron a mis padres para que fueran rápidamente, porque según parecía Jesús estaba intoxicado y no reaccionaba después de una terrible borrachera. En


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aquel entonces tendría unos 15 años de edad. Sus borracheras y desórdenes eran muy frecuentes. Sumado a ello se había vuelto más y más violento, abusando de su fuerza física y su habilidad para pelear. En ese tiempo también ya se había involucrado con malas amistades.

La vida de mi hermano siempre fue muy agitada. Le gustaban mucho las fiestas, los “amigos”, las novias, entre ellas una que salió embarazada debido a la irresponsabilidad no solo de mi hermano sino de ella también. Tuvieron un niñito precioso que vivió solamente 11 meses, pues murió trágicamente de manera inexplicable, pero que marcó la vida de mi hermano. A partir de ese momento se hundió en la desesperación y perdió completamente el control de su vida.

Yo siento que mi madre lo consentía demasiado, le toleraba todo. Entonces él se aprovechaba para hacer su voluntad y vivir sin ningún control, lo cual le llevó a involucrarse en las drogas. Comenzó a consumir cocaína, con la que se volvió aún más agresivo e intolerable. A medida que mi hermano iba cuesta abajo dominado por el vicio, yo sentía que también estábamos perdiendo a mi madre, quien siempre lo andaba buscando en los hoteles o los antros donde se metía para dar rienda suelta a su desorden. Cuando estaba en la casa, ella era como un ente que caminaba sumergida en su tragedia.

Haciendo memoria de lo que sucedió en ese tiempo, recuerdo que me casé y salí de casa para formar mi propio hogar. Visitaba a mis padres con frecuencia, pero un día tuve un altercado con Jesús, ya ni recuerdo por qué. Yo estaba embarazada y ni siquiera por eso tuvo respeto ni consideración para conmigo. En un momento me empujó con tanta violencia que caí al piso. Lo único que hice fue salir inmediatamente de allí, llorando y sin


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ser capaz de comprender por qué mi hermano, a quien amábamos y le habíamos tolerado tantas cosas, reaccionaba de esa manera tan violenta. Desde entonces empecé a albergar sentimientos de rechazo y al mismo tiempo de temor, procuraba no visitar a mis padres cuando sabía que él estaba allí. Justamente un año después de casarme, por circunstancias de la vida me separé de mi esposo. En esa situación y con un niño pequeño, realmente no tenía otra opción más que regresar a casa de mis padres, los cuales han sido siempre maravillosos y muy comprensivos. Me recibieron como siempre con mucho amor. Al llegar de nuevo a la que siempre fue mi casa, permanecía sola durante todo el día. En la semana el ambiente era realmente tranquilo. Odiaba los fines de semana porque era cuando mi hermano, si no estaba borracho, estaba drogado y hasta el más leve ruido le molestaba. Procuraba mantenerme al margen, pero en ese tiempo tenía a mi niño pequeño y los niños gritan, lloran y muchas veces uno no los puede controlar. Al fin terminé por acostumbrarme a aquella vida tan llena de tensiones, llegando a soportar con estoicismo aun los escándalos de mi hermano cuando tenía horribles pesadillas y gritaba con desesperación, porque veía demonios que lo aterrorizaban. Por una parte era el efecto alucinante de las drogas, pero por otro lado yo pienso que era Satanás que lo tenía dominado.

Después de algunos años mi madre decidió que se mudarían a vivir a El Paso, Texas, la ciudad fronteriza con Ciudad Juárez, Chihuahua. Creo que ese era parte del plan de Dios para nuestra familia, pues en ese tiempo conocimos al Señor Jesucristo. Yo me quedé en Ciudad Juárez. Entonces ya tenía dos hijos y, gracias a Dios,


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conseguí empleo porque me quedé sola en la casa enfrentando todos los gastos. En cierta manera me sentí liberada porque cada vez era más difícil soportar a mi hermano. No lo odiaba a él, sino aquello que se había apoderado de su vida.

Al empezar a trabajar comencé a salir adelante y, según pensaba yo, al fin podría disfrutar tranquila al lado de mis hijos. Pero qué lejos estaba de la realidad, porque mi hermano regresaba a Ciudad Juárez frecuentemente a buscar a sus amigos, a consumir droga y alcohol, y entonces él regresaba a dormir a la casa de sus padres. Aunque era lógico que llegara, lo que para mí era imperdonable era que interrumpiera la tranquilidad de mi hogar.

Era tanta y tanta la locura de mi hermano que en una ocasión estando en casa, como estábamos solos únicamente con mis hijos, comenzó a verme como mujer, ya no como hermana. En ese momento supe lo que es el miedo. Me sentí morir y lo único que pude hacer fue salir corriendo y me encerré en mi cuarto. Estaba temblando, pensando que de pronto podía derribar la puerta y aprovechando de su fuerza física intentara someterme y lograr sus deseos. No salí de aquel lugar durante toda la noche. Algún tiempo después volvió a pasar, pero entonces me armé de valor y le dije que si lo volvía a intentar, aunque fuera mi hermano lo mataría. Gracias a Dios que me protegió, pero el odio que yo sentía por él, el rencor y el desprecio crecieron aún más. Ya no quería ni verlo y si lo veía sentía unas ganas incontrolables de matarlo. Satanás había usado esas circunstancias para llenar mi corazón de amargura y resentimiento. Los efectos de la droga desfiguran a la persona, destruyen todo sentimiento de familiaridad, así que no era en sí mi hermano, aquel hermanito que tanto amábamos


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cuando era niño y con el que compartíamos, sino la droga que lo había convertido en un completo monstruo, capaz de realizar los actos más atroces, incluso violar a su propia hermana.

Pasaron los años y tuve que irme a vivir a El Paso, al lado de mis padres, porque los necesitaba. Tenía tantos problemas con el padre de mis hijos que la situación se volvió insoportable. Aun en contra de mi voluntad era la única opción posible en ese momento. Para ese tiempo ya no veía mucho a mi hermano. Ya se había casado y vivía aparte con su nueva familia. Mi madre por su parte seguía con una gran obsesión de la situación de mí hermano, que aunque ya era un hombre casado, todavía seguía consumiendo drogas y alcohol y tal vez con mucha más intensidad que antes. A causa de ello, en una ocasión sufrió una crisis que lo llevó al borde de la misma muerte. Yo tuve que acompañar a mis padres a recogerlo en el lugar donde se encontraba intoxicado. Cuando llegamos estaba pasando por terribles convulsiones. Sentí mucha lástima por él, la ternura y la compasión se apoderaron de mí en ese momento, era mi hermano. Comencé a sentir temor de que a causa de aquella intoxicación pudiera morir en cualquier momento. Lo llevamos a un hospital y el doctor bastante alarmado nos dijo que Jesús estaba a punto de sufrir un infarto o un paro cardiaco, porque su presión arterial estaba descontrolada a causa del consumo de droga. Yo no quería que muriera mi hermano, ya había desaparecido de mi corazón la rabia, el rencor y el resentimiento que sentía en su contra, ahora sentía una inmensa compasión por él y en lo profundo de mi corazón rogaba por su recuperación, creo que esa fue la última vez que lo vi drogado.


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Después de 10 largos años, Dios tuvo misericordia de mi hermano y de nosotros. Doy gracias a él por sus maravillas, por lo que ha hecho en nuestras vidas después de esa experiencia terrible que no se la deseamos a nadie. Al fin somos completamente libres, el Señor ha transformado a mi hermano y ahora es un siervo de Dios que está ayudando a mucha gente, compartiendo su testimonio y dándoles esperanza a aquellos que, como nosotros, pensábamos que todo está perdido. “Gracias, Señor, por haberte fijado en nosotros, por la vida de mi hermano Jesús y su preciosa familia, gracias por tu misericordia”.

M


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PALABRAS FINALES

HACIENDO UN RECUENTO DE LA ETAPA FINAL de mi adicción, puedo decir que caí tan bajo que ya no me satisfacía con el uso corriente de la cocaína aspirándola por la nariz, sino que comencé a fumarla en forma de piedra (crack), la cual hace que los efectos sean aún más adictivos y todavía más mortales para el adicto. Ya no seleccionaba a mis amigos, sino que me relacionaba con seres extraños, viciosos que hacían cosas demasiado sucias para drogarse, como conté anteriormente. Se apartaban por un momento del grupo en una de las casas vacías y sucias donde se refugiaban toda clase de viciosos en Ciudad Juárez, y allí algunos estaban tan embrutecidos por el consumo de drogas, que hacían sus necesidades fisiológicas en un recipiente que ponían al sol para después de un tiempo comenzar a aspirar los gases de aquellas heces en descomposición. Era verdaderamente asqueroso y denigrante; nos habíamos convertido en desechos humanos, figuras siniestras de la noche, desfiguradas por la depravación. El diablo había tomado posesión de nuestras vidas y manipulaba nuestra mente a su antojo. Yo recuerdo cuando decía: “A mí no me va a dominar la droga, yo voy a dominarla”. Qué necio e insensato fui al creer que tendría la suficiente fuerza de voluntad para controlar el consumo. No sabía que cuando uno le da entrada al vicio es como invitar a Satanás a convertirse en el rey y señor de su vida. Anula nuestra voluntad a tal grado de que ya no somos dueños de nuestros propios actos, nos somete, nos esclaviza y nos reduce a una condición miserable y deprimente, y no queda satisfecho hasta que destruye completamente nuestra vidas en el infierno. Parece una película de terror o de ficción, pero realmente lo supera,


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porque esta es la cruda realidad de lo que viví y lo que viven muchas personas que se han convertido en piltrafas humanas, figuras siniestras de la noche que se hunden en la desesperación de su desgracia.

El diablo quería acabar con mi vida y en varias ocasiones casi lo logra; había minado no solamente mi voluntad, mis sentimientos y emociones, sino también mi fortaleza física. Yo, que en otro tiempo me consideraba invencible, que podía trenzarme a puñetazos con cualquiera y salir airoso, que me jactaba de consumir licor y cocaína sin parar durante varios días sin ingerir agua ni alimentos, a veces yacía tirado en el piso sin poder levantarme; cuando me iba bien llegaba a mi casa prácticamente arrastrándome; cuando ya sentía que totalmente las fuerzas me abandonaban, entonces como niño asustado llamaba a mi mamá para que viniera en mi auxilio y ella llegaba rápidamente a rescatarme. De no haber sido por la misericordia de Dios y el amor de mi madre y de mi esposa, yo estaría muerto, pero Dios me tuvo compasión.

Uno de los episodios más fuertes que recuerde, fue la ocasión en que me encontraba en Ciudad Juárez, en el parque El Chamizal. No sé ni cómo llegué allí en mi carro, lo cierto es que de un momento a otro yacía allí tirado al lado de mi carro, la puerta del conductor estaba abierta y el carro aún con las llaves puestas y encendido. Yo me encontraba moribundo, con la presión arterial por las nubes y el corazón que amenazaba con salírseme del pecho. Eran los efectos del consumo de alcohol y crack. Esa fue una de las ocasiones en que estuve más cerca de la muerte, pero las oraciones de mi madre y la misericordia de Dios no lo permitieron. Recuerdo que pasó por allí un hombre y me pregunto: “¿Qué quieres? ¿Qué


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puedo hacer por ti?” Lo recuerdo muy vagamente, lo cierto es que me platican que él le llamó a mi familia. No sé realmente cómo pudo comunicarse con ellos, no recuerdo bien si le di algún dato, pero lo que nunca se me va olvidar es el timbre de su voz, era una voz tierna y llena de misericordia. Ahora sé que a esa persona la había mandado Dios, ahora me doy cuenta y puedo decir que Dios siempre me estaba cuidando porque tenía un propósito para mi vida. Al poco tiempo llegó una ambulancia y después aparecí en un hospital. Todo pasaba tan rápido en ese momento y era que se me estaba terminando mi vida. Me llevaron rápidamente y cuando llegué vomitaba sangre sin parar; la vida se me estaba escapando lentamente, los recuerdos en mi mente son muy difusos, las imágenes bastante borrosas, pero lo que para mí es muy claro es que mi esposa y mi madre estaban siem-


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pre allí al lado de mi cama. Mi padre venía también cuando podía porque tenía que trabajar. Se ubicaba de pie frente a mi cama, silencioso, mirándome fijamente, sin articular palabra, pero yo sabía que aquel hombre que parecía duro y que le era muy difícil llorar y expresar sus sentimientos, estaba sufriendo callado, tragándose su dolor y sin comprender el porqué de aquella horrible situación que estaba viviendo su familia.

Cuando el doctor me examinó, me dijo con mucha seriedad: “La próxima vez te vas a morir”, y eso era lo que yo quería. El diablo constantemente me decía: “Eres una basura, no sirves para nada, mira en lo que se ha convertido tu vida, mátate”. Oía esas voces en mi mente, me acompañaban en todo momento. Aunque me había convencido de que la muerte era la única solución para terminar con mi tragedia, no tenía el suficiente valor para hacerlo, o más bien sé que Dios en su misericordia me libró de morir en pecado y me estaba buscando. Esa no fue la única vez que me llevaron al hospital, fueron muchas; entraba y salía, pero seguía en las mismas y aun peor. En su desesperación mi familia me internó en varios centros de rehabilitación, pero yo de alguna manera me escapaba de esos lugares y nuevamente estaba en las calles, en los hoteles de mala muerte o en casas abandonadas, rodeado de malvivientes como yo y nuevamente mi madre y mi esposa iban a recogerme, aquello se había convertido en una tediosa rutina.

En su afán de rescatarme de ese mundo oscuro mi familia no escatimaba esfuerzos para ayudarme. Me ponían en las manos de doctores, sicólogos y consejeros, pero de nada me servía, eran esfuerzos inútiles; el problema no era físico ni mental, sino espiritual. Por un tiempo comencé a entrar en razón y traté de cambiar, comencé a ir a la iglesia. Estaba probando la religión como


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el medio de escapar de aquel infierno. Entraba y salía de iglesias, pero nada sucedía, porque yo estaba separado de Dios, necesitaba al Espíritu Santo en mi vida.

Llega un momento en que el adicto no sabe qué hacer ni qué rumbo tomar. Me fui a un centro de rehabilitación cristiano donde oraban por mí día y noche, ayunaban y le pedían a Dios por mi recuperación. En ese lugar verdaderamente se sentía la presencia de Dios. Durante un mes que estuve en ese lugar logré un poco de tranquilidad, pero no tenía el compromiso de cambiar, aún no había hecho una decisión, no me había arrepentido, y entonces volví a caer. Fue de una manera que no sentía nada de Dios en mi vida.

Entonces se cumplió en mí lo que dice la Biblia; el espíritu inmundo que había en mí trajo siete espíritus peores a mi vida, y la situación vino a ser peor (Lucas 11:26). A pesar de todo eso reconocía que el único que me podía cambiar era Dios y se lo decía a mi esposa, quien soportaba con estoicismo todas mis locuras. No sé cómo Dios le dio tanta fuerza, tanta resistencia a los problemas, era una capacidad casi sobrenatural.

Mientras ella se fortalecía, yo me debilitaba cada vez más, ya no tenía fuerzas para maltratarla, ni siquiera me podía levantar de la cama, tenía los pies terriblemente hinchados, producto de mis excesos, ya había llegado a un punto en que deliraba. Me había transformado en un ser paranoico que se quedaba de pie detrás de las puertas en los cuartos de hoteles, como una fiera asustada al acecho, pensando que alguien me perseguía, me observaba, tenía miedo hasta de mi propia sombra. Cierta noche, estando en un cuarto de un motel de mala muerte, de esos que yo acostumbraba, ya estando casi


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tres días allí muy trastornado, sin tomar gota de alcohol, solo fumando piedra (cocaína), tomé el auricular del teléfono para pedir servicio a la habitación; tenía sed y deseaba con ansiedad tomar una gaseosa o refresco (soda), llamé y alguien me contestó: “Mande” (forma común de los mexicanos de contestar al teléfono). Aquella voz iba cambiando de tono al tiempo que repetía: “Mande, mande, mande...” Aterrorizado colgué el auricular, pero la voz continuaba cada vez más aterradora: “¡Mande, mande!”, aunque ya había colgado el teléfono. Entonces salí corriendo de aquel lugar en calzoncillos y sin camisa, como un loco completamente aterrorizado.

Puedo recordar esa voz horrible porque por mucho tiempo la seguía oyendo. Era la misma voz que me acompañaba siempre en mis loqueras, la misma que me decía: “Mátate… mátate… matate”. Fue tanto el descontrol en mi cerebro y tanto dominó aquella voz que lo intenté por primera vez, estando en otro de los moteles en que me refugiaba; porque para esas alturas ya no me gustaba ir a las fiestas, ni que la gente me viera. Eso le pasa al adicto, quien poco a poco va entrando en un mundo muy oscuro, alejado de la sociedad, de la gente; un mundo donde quiere estar completamente solo, donde no exista la vergüenza, donde la gente no le señala y, por supuesto, donde puede convivir más a fondo con esos demonios que lleva dentro y darle rienda suelta a sus más oscuros y sucios deseos carnales.

Recuerdo que una de las pocas veces en que estaba en mis cinco sentidos platicando con mi madre, le decía: “Sabes qué, mamá, muy pronto me voy a morir”. Sus ojos se llenaban de lágrimas y me decía: “No, hijo, eso no va a pasar”. Yo le decía: “Escucha bien lo que te voy a decir: yo ya no puedo parar con esto, esta situación es más poderosa que yo, tengo miedo y sé que muy pronto me


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va suceder algo. Tengo miedo, mamá, tengo miedo, unas voces dentro de mí me dicen que ya no debo continuar, que no sirvo para nada. Esas voces me dicen que me mate, así que cuando te des cuenta de que yo desaparezco, si mi esposa te dice que no llegué a dormir a mi casa, en estos lugares me puedes encontrar”, y le di el nombre de los moteles en los que me refugiaba. Para ese tiempo solo me refugiaba en los mismos tres moteles de Ciudad Juárez, ya me conocían, ya era cliente, allí me servían todo lo que quería, me conectaban para comprar toda la droga que les pidiera y era donde se sentía mejor la legión de demonios que yo llevaba dentro. Esa fue la primera vez que intenté quitarme la vida. Es muy doloroso de contar, pero sé que esto va servir para que muchas personas que están pasando por lo mismo que yo pasé se detengan y piensen que existe un Dios lleno de misericordia y de poder, que ama totalmente al adicto y está interesado en que no muera sin haber conocido de su bendito amor, gracia y salvación.

Ya estando decidido después de una noche llena de drogas, alcohol, dolor, desesperación y de lucha con esas voces que no dejaban de retumbar en mi cerebro, y luchando fuertemente en busca de una salida, un poquito de luz, un poquito de aquella misericordia de Dios, me dirigí a mi camioneta. En la parte trasera traía siempre una cuerda muy resistente, de esa que se usa para amarrar a las vacas en los ranchos. Como estaba en los negocios de los muebles y cuando se cargaban los ataba, me acostumbré a traer todo el tiempo la cuerda conmigo por si algo se ofrecía. Entré otra vez en el cuarto y, con lágrimas en mi rostro y aterrorizado, empecé a buscar de dónde podría colgar mi cuerpo. Muy triste momento, uno de los peores de mi vida.


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Por fin había encontrado el lugar adecuado y, a punto de terminar con la vida de miseria que llevaba, en ese momento sonó muy fuerte el teléfono del cuarto, tan fuerte que todavía recuerdo perfectamente ese sonido. Me llené de pánico y no sabía qué hacer, si seguir adelante con los planes de Satanás o no, pero aquel teléfono no dejaba de sonar. Decidí contestar y la recepcionista me dijo que mi mamá y mi esposa me estaban buscando. Estando en mis cabales le decía a mi mamá dónde me iba a meter, y también cuando llegaba al hotel y empezaba a consumir drogas les decía a las personas de la administración que si alguien preguntaba por mí que no dijeran que me encontraba registrado allí. Fue tan doloroso oír la voz de mi madre que me gritaba por todo el motel: “¡Jesús, Jesús! ¿Dónde estás, hijo? ¡Jesús, Jesús, soy yo, tu mamá!” Como yo daba la orden a las trabajadoras de ese motel de que no podían decir a nadie que yo estaba registrado allí, y ellas sabían que era ilegal hacerlo, a mi madre no le importaba y se ponía a caminar por todo el motel y a gritar buscándome.

Realmente era la mano poderosa de Dios que no permitió que me muriera. Es triste y doloroso de contar. Al abrir la puerta de mi cuarto veía a mi pobre madre con esas fuerzas que la caracterizaban, llena de amor para su hijo; cuando salía de ese cuarto y me veía en el estado en que me encontraba, me abrazaba fuerte, me tomaba en sus brazos y lloraba conmigo; entre sus llantos sonreía, se enjugaba las lágrimas y me decía: “Un día, hijo, un día, estoy esperando en Dios y sé que él te va a levantar, no te des por vencido ‘mijo’, Dios te va a levantar”. Como podían ella y mi esposa me subían al carro y me llevaban a casa. Y así fue por los últimos años de mi adicción. Y es que una madre lo entrega todo, su vida misma a cambio de la de su hijo si es necesario.


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A causa de mi deterioro físico que era muy notorio, nuevamente me internaron en un hospital. Allí me detectaron una enfermedad en los intestinos. Nuevamente era tanto el dolor que creí que me iba a morir. Los doctores me mantuvieron sedado durante dos meses por lo menos, pero allí estuvo mi esposa día y noche a mi lado. Entonces reconocí que verdaderamente me amaba, y su amor me hizo apreciar el amor de Dios por mí, porque allí estaba esa mujer a quien yo le había hecho tanto daño, imperturbable, luchando por mi recuperación, dispuesta a llegar hasta el final.

Allí reconocí que Dios me había dado la mejor mujer del mundo, amorosa, abnegada, luchadora y dispuesta a pelear contra el diablo mismo, para mantener unida a su familia y hacer que su esposo pródigo regresara al seno del hogar. A través de ella comencé a conocer el amor de Dios, porque lo que hizo no tiene comparación, solo el inmenso amor de Dios pudo hacer eso.

Mientras estuve en aquel hospital durante dos meses sedado, tenía horribles pesadillas, veía que el diablo definitivamente quería tomar mi vida, pero también veía que Dios luchaba, era una pelea entre el bien y el mal, por el alma de un miserable como yo que no valía la pena. Por lo menos eso era lo que yo pensaba. Creo que allí comenzamos a ver la victoria, era el triunfo del amor. Comenzamos, porque todavía tendríamos que recorrer un largo y tortuoso camino hacia nuestra completa restauración. Luego vinieron otros incidentes horribles que me es muy difícil narrar, pero que quiero que el lector los sepa para que pueda apreciar, por un lado hasta dónde es capaz el diablo de destruir la vidas, pues vino para hurtar, matar y destruir (Juan 10:10), por otro, hasta qué grado la gracia de Dios es suficiente para levantarnos del lodo y sacarnos de lo profundo del abismo.


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Cuando salí del hospital en aquella ocasión, me encontré con la desagradable sorpresa de que había perdido mi empleo, porque aunque me drogaba, en cierta manera trataba de ser “responsable” y trabajaba. Al quedar sin empleo entonces iniciamos una venta de muebles y comenzó a irnos muy bien económicamente. El dinero fluía en abundancia, pero el diablo aún no había terminado conmigo. Mandó a uno de sus emisarios, un hombre envejecido no tanto por los años sino por la maldad, un adorador de Satanás, pues a medida que lo fui conociendo me di cuenta de que en su casa celebraban reuniones con sacrificios sangrientos en honor a Lucifer.

Aquel hombre comenzó a proveerme la droga y, nuevamente, después de unos pocos días de permanecer tranquilo y alejado del vicio, volví con mucha más fuerza, malgastando el dinero a manos llenas para comprar cocaína. Aquel hombre y su esposa me pusieron un sobrenombre ridículo con el que fui conocido durante algún tiempo, me llamaron “Tun tun”. Hasta hoy no sé qué querían decir con ese apodo, quizá el diablo les dijo que yo era su juguete y que podía hacer conmigo lo que quisiera. Tun tun se convirtió en el mejor cliente de aquellos siervos del maligno.

Un día llegué a la casa de aquella gente a las tres de la mañana, momento en que estaban en una de sus reuniones satánicas en las que no podía faltar un sacrifico sangriento. Yo realmente iba a conseguir la droga y, cuando aquel hombre se me acerca a entregarme el paquete con la mercancía, tomó mi mano y la acarició. Cuando le miré las manos, observé que sus uñas eran largas, terriblemente feas. Sentí un escalofrío espantoso, una tremenda presencia maligna. Me apresuré a salir de aquel lugar, seguro de


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que allí habitaba el diablo y era adorado por aquella pareja que eran sus siervos fieles. Cuando llegué a mi carro, sentí que aquella presencia siniestra me persiguió y se instaló en el puesto del pasajero. La sentí sentada allí y no me atrevía a mirar para ese lado. Esa fue una de tantas experiencias aterradoras que viví en el tiempo que estaba bajo el control del diablo. Para ese entonces yo hablaba solo. La gente de los hoteles me preguntaba si estaba acompañado, porque me habían visto llegar solo al hotel. Pero decían que yo sostenía largas conversaciones durante la noche, como si estuviera hablando con alguien; hablaba, reía, y en realidad estaba allí hablando con los demonios. Ya no convivía con seres humanos, ahora los que me hacían compañía eran los espíritus malignos que se habían apoderado de mí.

Pero mi madre y los hermanos de la iglesia continuaban la guerra contra Satanás. Era una guerra sin cuartel en la que ellos no bajaban la guardia. Escuché una predicación por la radio, cosa que yo no acostumbraba. Mientras que el predicador hablaba como que desnudaba mi alma con todo lo que decía; eso me motivó a ir a la iglesia. Al llegar allí sentía ganas irresistibles de salir corriendo, no estaba cómodo en aquel lugar, estuve más afuera que adentro.

Al finalizar el servicio me presentaron al pastor y experimenté un rechazo tan fuerte que en mucho tiempo no lo había sentido. Creo que era el espíritu diabólico que había dentro de mí que rechazaba al Espíritu Santo que estaba en la vida de aquel siervo de Dios. El diablo se resistía a abandonar mi cuerpo, era muy claro que no me quería soltar y no iba a salir fácilmente. Además yo no ponía de mi parte, mi carácter era demasiado débil y voluble y el diablo aprovechaba esa situación.


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Estaba tan desesperado porque me sucedían tantas y tantas cosas malas, que tomé la decisión de irme de mi casa. Sentía mucha vergüenza por todo lo que había hecho y no quería enfrentar la realidad. Muchas veces pensé en terminar con mi vida y la de mi familia. Estaba realmente desesperado, aturdido, mi esposa me decía: “¿Qué te pasa? Te tengo miedo, algo terriblemente malo en tu mirada me causa terror”.

Cierto día al salir de una iglesia cristiana se me acercó un hombre que no me conocía, nunca en mi vida lo había visto, y me dijo estas palabras: “Dios tiene algo para ti, dice que si no lo dejas todo ahora, todo lo que has padecido, todo lo que has sufrido no se comparará con lo que te ha de venir”. No entendí en ese momento, pero me estremecí en mi espíritu.

Ese día como que marcó un nuevo comienzo en mi vida. Sin embargo, el diablo me seguía atacando y tratando de inducirme de nuevo a la droga. Intenté de nuevo volver a mis andanzas, le robé dinero a mi esposa y me fui a conseguir droga. Faltaban solamente unas cuadras para llegar al lugar donde la compraba, cuando la camioneta se quedó sin gasolina de manera inexplicable, pues no la usábamos mucho. Me bajé furioso, proferí unas cuantas maldiciones al tiempo que pateaba con fuerza las ruedas del vehículo.

Cansado y frustrado por la ira que estaba experimentando en ese momento me senté a un lado de la carretera, cuando llegó un hombre y muy amablemente me preguntó: “¿En qué le puedo ayudar?” Yo sin siquiera voltear a mirarlo le dije: “En nada, en nada”. El hombre insistió, entonces le dije: “Está bien, necesito gasolina”. Seguidamente me invitó a subir en su vehículo para ir a la gasolinera más cercana.


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Cuando me subí a ese carro sentí algo diferente, era como una paz preciosa, una presencia diferente, maravillosa. Mi espíritu se volvió a estremecer. Él empezó a hablar y al oírlo no sé qué pasó, esa voz era la misma que oí en aquel día cuando me recogieron del parque El Chamizal y me llevaron al hospital. Aquel hombre sin conocerme empezó a ministrarme de una manera muy particular, muy directa, como si me conociera. Yo no lo conocía, jamás en mi vida lo había visto, ni siquiera le había platicado mi gran problema.

Todavía me estremezco de pensarlo; la mirada de aquel hombre de avanzada edad era tan tierna, tan dulce, pero al mismo tiempo muy penetrante, que cuando me miraba desnudaba completamente mi interior y comencé a llorar y a llorar como un niño. Aquel hombre me dijo: “Debes regresar al lado de tu familia, antes de que sea demasiado tarde”. Le pregunté: “¿Cómo sabes que tengo familia?” Él me miró nuevamente y me dijo: “Tu familia te está esperando, vamos, regrésate a tu casa”. Y continuó hablándome acerca de Dios, de su gran amor. Creo que ese no era un simple hombre, era un ángel de Dios.

Después de ponerle gasolina al carro regresé a mi casa. Allí estaba mi esposa como siempre, esperándome. Cuando me abrió la puerta la abracé, le pedí perdón y lloré como nunca. La gracia maravillosa de Dios me había salvado de morir aquella noche, porque sabía que si volvía a consumir droga estaba firmando mi sentencia de muerte y ejecutando al mismo tiempo esa sentencia, pero Dios en su gran amor me tuvo compasión.

Aquel día decidí romper con el pecado y entregarle mi vida a Cristo. Él en su misericordia me perdonó, me acogió en sus brazos, rompió todas las ataduras del enemigo y me hizo completamente libre para su honra y gloria.


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Le dije a mi esposa: “No sé cómo le voy hacer”. Ella me contestó: “Es cosa de dos”. Le seguí diciendo: “Quiero el cambio, necesito ese cambio porque no me quiero morir, Dios no quiere que me muera y la verdad no sé por qué, algo bueno tendrá más adelante para mí”. En aquel momento no me daba cuenta del gran propósito que tenía Dios para mi vida.

A partir de aquel día comenzó una restauración total en mi vida, muy dolorosa, difícil, pero al mismo tiempo muy hermosa, porque Dios estaba interesado en mí y me

Jesús Álvarez con su papá Ignacio Álvarez

estaba cargando en sus brazos como un bebé que acaba de nacer. Entregué todo, absolutamente todo a Dios, y le dije: “Creo en tu poder, creo que si no me he muerto es por el gran amor que me tienes. Te pido que me ayudes, que cambies mi vida para siempre, que la restaures, sé que va a ser difícil para mí, pero mi madre me ha pla-


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ticado que para ti nada es imposible. Te pido que me des la oportunidad de conocerte, de amarte como me amas”. Desde entonces Dios empezó a obrar tremendamente en mi vida. La relación con mi esposa comenzó a ser sanada por el poder de Dios, las heridas que le causé durante tanto tiempo fueron cicatrizando, todo en mi hogar se llenó de luz, la relación y el amor para con mis hijos empezó a crecer y a crecer. La relación con mi padre, mi madre y mis hermanas cambió de una manera tremenda, Dios cambió nuestra tristeza en gozo hasta el día de hoy.

Así fue como Cristo restauró mi vida, cambió un corazón de piedra y me dio un nuevo corazón. Puso en mí un tremendo sentir en mi vida, me hizo sensible a su Palabra y con ese corazón nuevo que me dio empecé a sentir verdadera compasión por la gente, verdadero amor por el perdido, por el drogadicto, por el abandonado, por el que nadie quiere, por el cautivo, por el vagabundo, por el que está sufriendo y siendo devorado por las adicciones, por el que está pasando lo mismo que yo pasé. Entonces pude ver el propósito tan grande de Dios para mí; he podido ver y sentir su mano de poder usándome como instrumento poderoso para que otras personas sean liberadas de las adicciones, luchando y peleando la buena batalla por todos los cautivos, por todos los encadenados. Dios ha levantado un poderoso ministerio de liberación para los drogadictos, de restauración de hogares, lo que Dios hizo en nosotros lo puede hacer también en usted. Padre, o madre de familia que anda desesperado o desesperada y sin saber qué hacer, el vicio de su hijo o su hija le está llevando a la desesperación. Deténgase por un momento, deje de correr tras él o ella, levante sus ojos al cielo, ore, preséntele a Dios a su hijo como ofrenda, dí-


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gale: “Lo dejo en tus manos, yo no lo puedo cambiar, pero tú puedes”. Levante un altar de adoración a Dios en su hogar, no permita que su hijo o hija se drogue en su casa. Detenga esa situación, dígale: “Este es un lugar santo y se debe respetar”. En la medida en que limpie su hogar y le rinda adoración a Dios, el enemigo tendrá que huir y la bendición de Dios va a descender. “Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces” (Jeremías 33:3). M

Jesús y Michelle Álvarez con sus hijos Sophia , Ivann, Jesús Alberto, Dante y Nicholas


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EPÍLOGO

LO QUE HE RELATADO EN ESTE LIBRO NO TENDRÍA SEN-

TIDO si no le diéramos una aplicación práctica, para que

todo aquel que lo lea obtenga un beneficio para su propia vida y la de su familia. Mi vida se desenvolvió en medio de la esclavitud del vicio del alcohol y las drogas, pero esos solamente eran los instrumentos que el diablo estaba usando para tratar de destruirme y destruir a mi familia. Tanto ellos como yo luchábamos contra este terrible enemigo que nos tenía atrapados, probamos muchas formas, acudimos a diferentes lugares, la ciencia médica, la religión, los centros de rehabilitación, pero nada, absolutamente nada ni nadie nos podía ayudar. No bastaban las buenas intenciones, los esfuerzos, el amor abnegado de mi esposa y de mi madre, todo, todo era inútil, parecía que yo estaba condenado a morir bajo el dominio del vicio de las drogas.

Cuántas veces anhelé cambiar y, desde lo más profundo de mi alma, salía un grito angustioso: “Señor, si realmente existes cámbiame o quítame la vida”. Pero el cambio que yo quería era para sentirme bien, para ya no sentir la angustia y la desesperación que se apoderaban de mí. Me había dado cuenta de que había perdido el control de mi vida, que me estaba ahogando en el fango y que ya no podía más, no era que estuviera arrepentido, que sintiera dolor por el pecado y por el daño que le había hecho a mi familia y a tantas personas, hombres y mujeres, jóvenes y adultos a los que inicié en el vicio, a los que usé para vender la droga. Realmente no estaba arrepentido, más bien como que quería usar a Dios como había usado a tanta gente. Lo que pretendía era que él, como por arte de magia me ayudara a recuperar el control de mi vida, la fortaleza de mi juventud, quería


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volver a ser el muchacho atractivo y seductor que había sido en otro tiempo. Pero creo que a pesar de todo eso, de mi ignorancia e insensatez, Dios estaba trabajando en mi vida y tenía un plan para mí.

En este mundo oscuro del vicio, la prostitución y la delincuencia, muchas veces me vi al borde de la muerte, ya por el consumo excesivo de drogas o alcohol o por el medio en el que me desenvolvía, rodeado de narcotraficantes, delincuentes, viciosos y prostitutas, pero Dios tuvo misericordia de mi vida, él “me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña y enderezó mis pasos”. Estas maravillosas palabras del salmo 40 describen con extraordinaria exactitud lo que Dios hizo por mí. Hoy le doy la honra y la gloria al que vive por los siglos de los siglos, al que cambió su trono de gloria por una cruz, por el inmenso amor que me tuvo a mí y a todos los pecadores perdidos y sin esperanza, porque él “vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10). Rompió las cadenas con las que Satanás me tenía atado y, si lo hizo conmigo, que ya era prácticamente un desecho de la sociedad, lo puede hacer con cualquiera que se acerque a él con arrepentimiento y fe. Dios es bueno y para siempre es su misericordia.

Llegó el día en que se me agotaron todas las fuerzas y mi capacidad de resistencia alcanzó su límite. Fue duro y triste para mí verme reducido a la impotencia en esa situación en la que ya me costaba trabajo hasta levantarme de la cama. Yo, que en otro tiempo era agresivo, altanero, que no me acomplejaba ante nada, ahora me sentía completamente derrotado, veía cómo la sombra siniestra de la muerte se aproximaba implacablemente hacia mí, creía que irremediablemente me iba a morir y se lo dije a mi esposa: “Dentro de poco tiempo me voy a mo-


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rir”. Y el diablo me decía: “Sí, vas a morir, pero ¿por qué no lo haces de una vez? No eres más que un cobarde, mátate, mátate, y mata también a tu esposa y a tus hijos”. Pero yo no tenía el valor para hacerlo, y aunque me encontraba ya en esa situación tan lamentable, intenté regresar de nuevo al consumo de drogas.

Una tarde ya casi cuando estaba anocheciendo salí de mi casa rumbo al lugar donde adquiría la droga últimamente, pero sucedieron cosas que yo no esperaba y me vi en una situación en que quedé acorralado por la maravillosa gracia de Dios. Como que él me decía ya no más, y envió a su ángel, porque creo que fue un mensajero de Dios el que fue a mi encuentro en aquella noche que podía haber sido la última noche de mi vida. El deterioro físico y mental era tanto que no bastaría sino una dosis más de cocaína para que mi miserable existencia hubiera terminado definitivamente. Pero el Señor es maravillosamente bueno y perdonador, estando yo “muerto en mis delitos y pecados” me dio vida juntamente con Cristo (Efesios 2:4-5).

A unas cuadras del lugar donde yo iba a hacer lo que sería mi última compra de cocaína y mi definitiva sentencia de muerte, el vehículo en que me desplazaba se quedó sin combustible de manera inexplicable porque nunca me había sucedido, ni siquiera me di cuenta cuando la señal del medidor se puso en amarillo indicando de que dentro de poco el combustible se terminaría. Aun ese detalle tan insignificante me mostró el gran amor de Dios, “porque él no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva”, y hoy puedo decir con toda seguridad que en aquel momento para mí tan trágico, porque la ansiedad por la droga me consumía, estaba terriblemente irritado, agotando las últimas fuerzas que me quedaban para desatar mi ira en contra de las rue-


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das de aquel vehículo a las cuales pateaba de manera irracional.

Precisamente en ese momento aquel mensajero divino se me acercó y con mucha amabilidad me preguntó: “¿Le puedo ayudar en algo?” Sin ni siquiera mirarlo le contesté: “No”, pero él insistió y finalmente acepté. Decidí ir con él hasta la gasolinera más cercana. Cuando subí a aquel vehículo sentí la presencia de Dios, y aquella persona comenzó a ministrarme de una manera tan directa que comencé a llorar incontrolablemente, mientras me decía que regresara al lado de mi familia, que ya era demasiado tarde. Era demasiado tarde porque me encontraba al borde del abismo, a punto de ir al infierno. Pero allí estaba Dios, luchando por arrebatarme de las garras del diablo. Gloria a Dios que en ese momento reaccioné y realmente tomé una decisión, reconocí mi pecado, me humillé delante de Dios y como el hijo pródigo regresé a casa.

Allí como siempre me esperaba mi amada esposa, llena de amor para conmigo. Yo no merecía tanto amor, pero estaba dispuesta a recuperar al esposo, al padre de sus hijos, al hombre que había deseado tener a su lado y formar con él una familia. Dios al fin había contestado sus oraciones, las oraciones de mi madre y de tanta gente preciosa que nunca perdió la esperanza. La Palabra de Dios dice: “Todo lo que pidáis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mateo:21:22).M


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CONCLUSIÓN

HAY NINGÚN PROBLEMA QUE NO SE PUEDA SOLUCIONAR. Si contamos con la ayuda de Dios todo está en

que estemos dispuestos a darle a él la oportunidad. En la Biblia encontramos estas palabras llenas de esperanza: “Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces” (Jeremías 33:3). Estas palabras fueron expresadas en el contexto de una gran crisis en el pueblo de Israel, cuando la destrucción y la muerte se habían apoderado de la nación. Pero Dios les ofrece sanidad, restauración y bendición, y todo porque es un Dios de amor y de misericordia.

En este momento es posible que esté usted pasando por una situación desesperada, en la que siente que sus fuerzas se acaban, que ha hecho todo lo posible por encontrarle la solución a su problema, pero que no ve en el horizonte de su vida una luz de esperanza, solamente negros nubarrones que se acumulan cada vez con más intensidad. Se siente solo, vacío y derrotado. Pero no está solo, hay un Dios que le ama y quiere lo mejor para usted. Solo tiene que clamar a él, dejar que escape su angustia y dolor en un grito adolorido que salga desde lo más profundo de su alma.

“Clama a mí”, dice Dios. Tal vez haya clamado a él anteriormente, pero su reclamo pudo haber sido producido por la rebeldía, la insatisfacción y el dolor. Posiblemente miraba a Dios como un ser insensible al cual no le importaba el dolor de sus criaturas, o como alguien que debiendo amarle le había dejado solo y abandonado en medio de la tormenta de sus aflicciones. Pero él siempre ha estado cerca de usted, ha contemplado su dolor y no se ha olvidado de su sufrimiento. Lo que pasa es que usted no lo ha querido ver, no lo ha querido escuchar. Pero hoy


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ha llegado el día: “En tiempo aceptable te he oído, Y en día de salvación te he socorrido. He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación” (2 Corintios 6:2).

La solución está en sus manos. Clame como el que está a punto de perecer en medio del océano, abandonado a su propia suerte durante muchos días, nadando sin rumbo y contemplando solamente el inmenso cielo azul y la interminable extensión de las aguas que amenazan con devorarlo, y entonces ve un barco que se acerca a la distancia, saca fuerzas de debilidad y comienza a gritar con desesperación: ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! Eso es lo que debe hacer, como escribió David en el salmo 40: “Pacientemente esperé a Jehová, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios. Verán esto muchos, y temerán, y confiarán en Jehová” (Salmo 40 1-3).

No importa si ese pozo de la desesperación son las drogas, el alcohol, la prostitución, la homosexualidad o cualquier desviación o sufrimiento por el que esté pasando. Clame a ese Dios misericordioso que envió a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, a morir por nosotros en la cruz del Calvario, y él le va a escuchar, va a perdonar sus pecados y a cambiar su lamento en baile. Él lo hizo conmigo, con toda mi familia.

Yo era el hijo prodigo y tenía unos padres acongojados a punto de colapsar a causa del sufrimiento, una esposa que me amaba, pero que ya estaba cansada de tanto sufrir, unos hijos que necesitaban a su padre. Entonces ellos clamaron a Dios y le dejaron todo en sus manos y en aquel momento sucedió el milagro. Esas cosas grandes y ocultas que no conocemos salieron a la luz, Dios tuvo misericordia de nosotros y transformó completa-


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Conclusión

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mente nuestras vidas, sucedió el milagro, porque nuestro Dios es un Dios de milagros. Si me pidieran que lo explicara, sería imposible, un milagro es sobrenatural, es una cosa grande y oculta que no conocemos, no hay ninguna explicación científica y solamente lo podemos entender por medio de la fe.

Yo le creí a Dios y él ha restaurado completamente mi vida, después de más de 13 años de estar consumiendo drogas y alcohol, controlado completamente por el vicio, y dominado por Satanás, “haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos” (Efesios 2:3). “Pero Dios, que es rico en misericordia, con su gran amor con que nos amó”, aun estando yo muerto espiritualmente en mis delitos y pecados, me dio vida juntamente con Cristo y por su gracia soy salvo (Efesios 2:4). Ahora estoy sirviendo al Señor y me estoy preparando para un poderoso ministerio, porque fiel es el que prometió el cual también lo hará (Hebreos 10:23), y yo me aferro a esas promesas de Dios que son fieles y verdaderas.

Mi consejo para todas las personas que están pasando por el valle de sombra de muerte, como fue en mi caso, es que no sigan perdiendo el tiempo ni abrigando falsas esperanzas: Que la ciencia va a solucionar su problema, que en la religión está la respuesta, que la fuerza de voluntad, o tantos y tantos falsos consejos que le dan a la gente desesperada. La verdad es que la solución viene de arriba: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17). En Dios está la respuesta, él es el único que puede cambiar su vida. Pero como lo hemos dicho a través de este libro, la decisión es nuestra. Dios solo pide que nos humillemos delante de él, que creamos en su Palabra, que reconozcamos a Jesucristo como Señor y Salvador de nuestras


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vidas, porque las promesas de Dios son el sí y en él amén. Dígale sí a Dios y no al diablo. Diga amén, eso quiere decir “así sea” y Dios entonces va a tener el espacio que necesita para obrar. Porque Dios no actúa en contra de nuestra voluntad, él no le va a quitar la botella de licor al alcohólico, ni la bolsita de cocaína al drogadicto él espera que nosotros hagamos uso del libre albedrio y le digamos “Sí, Señor, acepto tus condiciones y me rindo completamente a ti”.

Hágalo ahora, no espere para después, porque tal vez esta sea la última oportunidad de su vida. Entonces podrá decir como Pablo: “Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:37).M

Dedicado a una madre valiente, mi madre, Silvia Álvarez


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(Adaptado de mi libro: Lo vil del mundo —Javier Paniagua)

EL ABUSO DEL ALCOHOL Y DROGAS es uno de los gran-

des males de nuestra sociedad. Niños, jóvenes y adultos son atraídos y atrapados por la telaraña de los estupefacientes, que son la causa de la destrucción de la familia, la depravación moral y espiritual, la consecuente promiscuidad sexual y la prostitución. Este es realmente uno de los más terribles azotes de nuestra sociedad, donde muchas veces, como en el caso de Jesús Ignacio, la falta de información y de vigilancia de los padres, la ausencia de una buena formación moral y espiritual, hacen que inevitablemente muchos niños y adolescentes caigan en ese oscuro mundo. Algunos de ellos se convierten en expendedores de la droga buscando obtener ventajas económicas para mantener su vicio, a costa de la degradación moral y espiritual de otros inocentes, exponiéndoles aún hasta la misma muerte. Todo esto es consecuencia directa del pecado que hunde a los seres humanos en el profundo abismo de la perdición y los convierte en seres viles y depravados. La Biblia dice: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12).

Para entender el significado de la palabra pecado, tenemos que mirar las consecuencias, lo que éste hace en las vidas de los seres humanos. La vida del drogadicto, el homosexual, la prostituta y el borracho por mencionar algunos, nos revelan claramente los resultados de vivir lejos de Dios pero también la Biblia nos muestra el remedio que Él ha provisto para contrarrestar la terrible


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enfermedad del pecado. “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dadiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).

En primer lugar, el pecado trajo como consecuencia inmediata la pérdida de la comunión con Dios; Adán y Eva fueron excluidos de su santa presencia, y condenaron a toda su descendencia, la raza humana, a estar separados de la gloria de Dios. “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Entonces el pecado es separación, rompimiento de la relación con el Dios santo, la pérdida de la comunión con él. El pecado no es otra cosa sino la desobediencia, la cual le concede autoridad a Satanás sobre la vida de los seres humanos, los convierte en sus esclavos que le obedecen y le adoran.

En segundo lugar, el pecado trajo la corrupción de la naturaleza humana. El hombre fue creado en un estado de inocencia, su mente estaba orientada a pensar solamente lo que era naturalmente bueno, todo lo que Dios había creado era bueno en gran manera (Génesis 1:31). Pero la desobediencia de nuestros primeros padres le dio entrada al mal y, en poco tiempo, Adán y Eva experimentaron las terribles consecuencias, no solamente de haber sido excluidos del paraíso sino la tragedia de tener que soportar la pérdida de sus dos primeros hijos. Abel fue asesinado por su propio hermano (Génesis 4:8). Y Caín se convirtió en errante, en fugitivo que huía perseguido por la sentencia divina y el sentimiento de culpa que le producía el horrendo asesinato que había cometido (Génesis 4:14). El pecado es corrupción de la naturaleza humana: “Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga; no están curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite” (Isaías 1:6).


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En tercer lugar el pecado es muerte, muerte espiritual, es decir, la ausencia de la vida de Dios en nosotros: “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Efesios 2:1-2).

“La desobediencia le dio autoridad a Satanás sobre los seres humanos, de tal manera que estableció su reino y se convirtió en el dios de este mundo. El primer dios falso fue Satanás, él estableció la idolatría, que no es otra cosa sino someterse al señorío del diablo y sus demonios. La idolatría es la adoración a los demonios, el que le rinde culto a alguien diferente del Dios vivo y verdadero, el que adora ídolos está adorando a Satanás, no importa si su adoración es a figuras que representan imágenes de personas que son parte de la historia del cristianismo, porque el único que debe ser adorado es el Dios que hizo los cielos y la tierra, el Dios vivo y verdadero. ‘Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado’ (Juan 17:3)” (tomado de mi libro: Liberado de seis mil demonios).

En cuarto lugar, el pecado es la causa del rompimiento de las relaciones entre los seres humanos. La mejor ilustración es la historia de Caín y Abel a la que hicimos referencia antes. El distanciamiento producido por el resentimiento y la amargura al sentirse rechazado, se apoderaron del hijo mayor de Adán y Eva, el cual perdió todo sentimiento de familiaridad, de cercanía, de empatía, que es la capacidad de comprender los sentimientos de otro ser humano, “meterse en los zapatos de otro”. Pero Caín perdió completamente el juicio, el pecado lo trastornó de tal manera que llegó a la conclusión de que solo dando muerte a su hermano resolvería la situación.


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El pecado nos hace perder la capacidad de juzgar con justicia, porque éste distorsiona la realidad al grado de que no vemos la viga de nuestro propio ojo, sino la paja en el ojo ajeno. Lo podemos ver fácilmente en la historia de nuestro libro Lo vil del mundo, donde Gerónimo y Bernardo, los hijos de Ruth, quien era prostituta, desde niños eran injustamente marginados por las mujeres del vecindario, las cuales no querían que se relacionaran con sus hijos. Pero, ¿qué culpa tenían unos pobres niños de seis y siete años que su mama se dedicara a la prostitución? La gente es cruel; les es muy fácil juzgar y condenar a las personas sin saber las razones por las que se vieron involucradas en situaciones como la de los personajes de nuestra historia.

Y también el pecado trajo como consecuencia la muerte física. Porque la paga del pecado es muerte, el dolor, la enfermedad, el deterioro físico y mental de los seres humanos es una consecuencia más del pecado (Romanos 6:23). La razón fundamental del sufrimiento de la familia Álvarez era el pecado, como en el caso de Ruth y sus hijos, quienes tuvieron que experimentar esa vida llena de dolor. Era el pecado, la condición moral y espiritual en que habían nacido, y el ambiente que les rodeaba, de sexo, drogas y alcohol.

Prácticamente eran muy pocas las posibilidades que tenían, las alternativas era muy escasas. Es verdad que todos los seres humanos nacemos en pecado. David lo dijo muy acertadamente: “He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5). A eso le podemos llamar el pecado original, pero también existe el pecado personal que tiene que ver con las decisiones que tomamos en el diario vivir. En el caso específico de Jesús Ignacio fueron sus malas decisiones y las acciones que resultaron como consecuencia de esas ma-


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las decisiones, las que llevaron su vida al abismo profundo de las drogas, pues Dios nos ha dado libre albedrio.

Al mismo tiempo debemos agregar que, en muchos casos, como el de Ruth y sus hijos, la condición de pobreza, el marginamiento, la falta de educación y de una orientación a temprana edad, la escasez de empleo, es lo que obliga a las personas a buscar otras alternativas para ganar el sustento para su familia. Ahí están los proxenetas, los traficantes de drogas que les ofrecen ganar dinero fácil, pero que les explotan de la manera más miserable.

Es importante que la iglesia cobre más conciencia de su responsabilidad, que cada uno de nosotros como cristianos imitemos a Jorge el ex narcotraficante, quien se tomó el tiempo para hablarle de la Palabra de Dios a la familia Álvarez, a las dos mujeres que llevaban a Gerónimo y Bernardo a la iglesia, que sigamos el ejemplo del hermano Burciaga, el peluquero que le habló a Gerónimo, o de los pastores Monarrez, de Torreón, Coahuila, quienes se dieron tiempo para rescatar a su sobrino. Creo que si todos nos involucramos podremos salvar muchas vidas y tendremos más testimonios como el de Jesús Ignacio, Ruth, Gerónimo y Bernardo, en los cuales se cumplió la Palabra: “El (Dios) levanta del polvo al pobre, y al menesteroso del muladar para hacerlo sentar entre los príncipes de su pueblo” (Salmo 113:7-8). Qué maravillosa es la gracia de Dios; envió a su Hijo, quien “vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Timoteo 1:15). ¿Quiénes son los pecadores? No son solamente los que se drogan, los que practican la prostitución; son todos los hombres; la Biblia dice: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Todos hemos pecado, todos le hemos fa-


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llado a Dios, por lo tanto, todos necesitamos de la salvación que solo se encuentra en Jesucristo. Él es el Salvador de todos los hombres, mayormente de los que creen. Gracias a Dios por su gran amor con que nos amó, hoy podemos decir: “Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que hemos de ser, pero cuando él se manifieste seremos como él es” (1 Juan 3:2).M


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PASOS PARA LIBERAR DE LAS DROGAS A UNA PERSONA Basado en el testimonio de Jesús Ignacio Álvarez Presidente y undador del ministerio de compasión “Mi hijo venció las drogas” y el ministerio de restauración “Rompiendo cadenas”

Por Javier y Flor Paniagua


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¿CÓMO LIBERAR A UNA PERSONA DE LAS DROGAS?

Introducción

Esta es una breve guía que le servirá de ayuda para enfrentar uno de los más grandes problemas de nuestra sociedad: el abuso de sustancias adictivas que trastornan la mente de las personas y que son de uso común entre los jóvenes. El alcohol, el tabaco y la cocaína son las más populares y las que causan más estragos. Miles de padres de familia viven confundidos y desesperados sin saber qué hacer, ni a quién recurrir. Lamentablemente la mayoría de ellos carece de información y de apoyo, de instituciones gubernamentales o religiosas, entonces enfrentan esta situación en el más completo abandono, mientras ven a sus hijos ser destruidos por el vicio. En este libro hemos narrado la historia de Jesús Ignacio Álvarez, quien comenzó a consumir alcohol cuando apenas cumplía sus escasos 16 años, su sufrimiento, el de su familia, pero también la victoria que finalmente Dios les concedió. Hoy Jesús es un hombre completamente transformado por el poder de Dios, y comprometido con el ministerio de rescatar a las personas que el diablo mantiene esclavizadas en el profundo abismo de la drogadicción. Su amor, paciencia y sobre todo su experiencia, lo respaldan y le confieren la autoridad para ser un eficiente consejero y trabajador calificado para ayudar a los que están siendo victimizados por el vicio y a sus familias. Cada paso que exponemos y que darán como resultado una completa liberación del poder que ejerce el enemigo en las vidas de las personas, son el resultado del estu-


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dio exhaustivo de la Palabra de Dios, y de la experiencia vivida por mi amado hermano Jesús Álvarez y su familia. Léalo, compártalo y aplíquelo, le aseguro sin lugar a dudas que le dará excelentes resultados. Le pedimos al Señor en oración que este ejemplar sea una guía para millones de padres desesperados, a fin de que puedan encontrar la paz y la libertad que solamente se encuentran en Jesucristo: “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). Presentación

Este breve estudio nos da un enfoque básico sobre las causas por las cuales las personas se ven atrapadas en las garras del vicio, quienes al mismo tiempo se sienten imposibilitadas de escapar de esta situación. En esa situación no solamente ellos son afectados, sino también su familia y la sociedad en general. Además, le dará las pautas y los pasos a seguir para liberar a una persona de las drogas. Cuando hablamos aquí de drogas estamos incluyendo toda clase de vicios que trastornan la mente de la persona, influyen en su comportamiento y alteran los sentidos, al tiempo que le desconectan de la realidad, afectando todas sus relaciones y causando grandes traumas a la familia. Drogas de uso más común entre los jóvenes

Generalmente, los jóvenes, incluso muchos niños, comienzan a incursionar en el uso y el abuso de sustancias adictivas con el consumo de alcohol, práctica muy frecuente en la mayoría de los hogares, ya que es parte de nuestras costumbres y hasta “indispensable” en nuestras celebraciones. Es muy común para los niños ver a sus padres, familiares y amigos embriagados du-


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rante los primeros años de su vida, lo cual se promueve como perfectamente normal; incluso en algunos casos los padres inician a sus pequeños hijos en el consumo de licor. Todo esto es “socialmente aceptable”, pero terriblemente destructivo, porque es la puerta de entrada en el consumo de otras sustancias igualmente adictivas. De hecho, según algunas estadísticas e informes se demuestra que el alcohol produce más daño que todas las drogas juntas.

Una vez que el muchacho ha comenzado el consumo de licor, es fácilmente seducido a consumir mariguana, o cocaína, que son las drogas de uso más frecuente entre los jóvenes, y que las encuentran fácilmente en su propia escuela, en la esquina de una calle de cualquiera de los barrios de nuestras ciudades, con sus compañeros de estudio o trabajo. Juntamente con eso, muchos jóvenes comienzan a consumir medicinas que están en su propia casa, aspiran pegamento, gasolina, líquidos detergentes que se usan en sus hogares para la limpieza. Todo con el fin de lograr un estado de ánimo alterado, pero ignoran completamente el daño que le están haciendo a sus cuerpos, muy especialmente a su cerebro. Causas por las que los jóvenes caen en las drogas

Las razones son muchas, pero la más importante es la falta de una sana orientación espiritual desde temprana edad. La Biblia dice: “Instruye al niño en su camino y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6). Hemos observado a través de los años y echando mano de nuestra propia experiencia como padres, que es mucho menos probable que un muchacho nacido y criado en un ambiente cristiano pueda llegar a caer en el alcohol o las drogas. Un niño recién llegado a Estados Uni-


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dos recibió una invitación en la escuela a ir a una charla sobre drogas. El niño se quedó sentado en el salón de clase. Cuando la maestra fue a invitarlo de nuevo, se excusó diciendo: “Señorita, no puedo participar en eso de las drogas, porque mi religión me lo prohíbe”. De alguna manera en su casa le habían advertido contra las drogas y estaba reaccionando de acuerdo con ese conocimiento. Otro dato importante es lo que Pablo le escribió a su discípulo Timoteo: “Y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:15-17). Este consejo es muy importante y funciona, porque la Palabra del Señor le da al joven la suficiente orientación para que cuando deba tomar decisiones pueda decidir sabiamente, librándose así de todas las cosas malas y destructivas que el mundo ofrece. Pero también, si por alguna razón llegó a caer por ignorancia, por curiosidad o simplemente por complacer a alguien, debe recordar que ese no es el fin, porque la misma Palabra le dará la necesaria orientación para escapar a tiempo. “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra” (Salmo 119:9). “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

La segunda la constituyen las relaciones en el hogar. La Biblia dice: “Y vosotros padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4). Si en el hogar no se siguen es-


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tos principios nada bueno podemos esperar de nuestros hijos. En la casa debe haber respeto, amor y comprensión, y los hijos se deben criar como dice el versículo, en disciplina y amonestación del Señor. La palabra disciplina es clave, porque nos revela algo muy importante en la vida y el hogar de todas las personas. La disciplina tiene que ver con ciertas normas para el hogar y aplicarse a todas las personas, sin ninguna clase de privilegios o excepciones. Si no hay normas claras no puede haber disciplina. Si no hay disciplina tampoco puede haber orden. A Dios le gusta el orden, es un Dios de orden y no de confusión. Nuestros hijos tienen que familiarizarse desde pequeños con las normas, las cuales no pueden ser arbitrarias ni confusas. Es necesario que el niño las pueda entender y también que pueda discernir que son para su propio bien. Por supuesto, esto comienza con los padres mismos. Aun desde el momento de la concepción de la criatura, los padres tienen que estar preparados para recibir a ese precioso ser que va a llegar.

La madre debe ser disciplinada, no ingerir bebidas alcohólicas, ni fumar cigarrillos, mucho menos consumir sustancias adictivas, porque la formación de su hijo (a) comienza desde el embarazo y todo lo que haga va a afectar positiva o negativamente al feto. En lo posible debe abstenerse de participar en reuniones ruidosas y desordenadas, donde la gente esté fumando, diciendo malas palabras e ingiriendo licor; porque la criatura está absorbiendo todo eso a través de su madre y está sintiendo y asimilando lo que sucede a su alrededor, por lo que ella misma esté sintiendo. La responsabilidad de la madre es grande y no debe pasar por alto ni el detalle más sencillo que pueda hacerle daño a su criatura.


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La formación integral del ser humano es un proceso que comienza desde el vientre materno. No podemos esperar hasta que él o ella “tenga uso de razón” para comenzar a preocuparnos por la enseñanza, el entrenamiento y la preparación para la vida. Con nuestro comportamiento como padres estamos preparándonos para dar buenos frutos, porque no puede el árbol malo dar buenos frutos, ni el árbol bueno dar malos frutos.

Los hijos siempre serán el resultado del trabajo de sus padres; si como padres nos equivocamos, nuestros hijos van a sufrir las consecuencias. Entonces tenemos que tomar medidas, comenzando por nuestra vida espiritual. Es necesario dar un paso de fe y entregarnos a Cristo consagrando a él nuestra vida y obedeciendo su Palabra. Eso quiere decir que debemos convertirnos en verdaderos discípulos del Señor, para que podamos enseñar a nuestra familia a ser piadosa y temerosa de Dios. La mejor escuela para todos los padres es el discipulado, ahí aprendemos a vivir como el Señor Jesucristo, que como Hijo fue obediente en todo al Padre celestial.

Como padres cristianos, nuestra primera responsabilidad es dedicar nuestra familia a Dios. Aun desde antes de nacer nuestros hijos deben ser consagrados al Señor. Antes de engendrar a un hijo la pareja debe pedirle a Dios en oración que esa criatura llegue a ser hombre o mujer que honra y glorifica el nombre de Dios, que sea una bendición para su familia y para la sociedad, un instrumento útil en las manos de Dios, al cual le van a enseñar las Sagradas Escrituras desde la niñez, como dice la Palabra de Dios (Proverbios 22:6). El ambiente del hogar debe estar preparado para que cuando esa preciosa criatura llegue a este mundo, en-


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cuentre las condiciones necesarias para desarrollarse sanamente. Puede ser un hogar muy humilde, no necesariamente tiene que haber muchas comodidades, pero lo indispensable es que Cristo sea el Señor de la familia, que exista un ambiente saturado por la presencia del Espíritu Santo donde sean hábitos diarios la oración, la lectura de la Palabra de Dios, la enseñanza de las verdades del evangelio y el cultivo de una sana disciplina basada en las Sagradas Escrituras (2 Timoteo 3:15-17).

Las promesas de Dios en la Biblia nos garantizan que si hacemos un buen trabajo en la formación de nuestros hijos en todas las áreas de su vida, tendremos éxito como padres. Dios le dijo a Josué: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien” (Josué 1:8).

Si nuestros hijos reciben una formación basada en la Palabra de Dios, si tienen un buen ejemplo de nosotros como padres en todo, porque no solo oramos, leemos la Palabra, vamos a la iglesia, sino que verdaderamente vivimos lo que profesamos, somos personas honestas y responsables, entonces cuando sea necesario corregirlos vamos a tener el respaldo moral para hacerlo, y no solamente la autoridad de padres. Es muy natural que amonestemos y corrijamos a nuestros hijos, porque aunque les hayamos dado la mejor educación y formación, van a cometer errores. La amonestación no debe lucir simplemente como regaño o reprimenda, más bien debe ser una enseñanza amorosa, pero firme, que sirva para corregir al niño o al adolescente cuando ha cometido una falta o ha dejado de


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cumplir sus responsabilidades. En todo momento y en toda circunstancia el niño o el adolescente, hombre o mujer, debe saber que le amamos y nos preocupamos por su bienestar, pero que no estamos dispuestos a tolerar el irrespeto o la irresponsabilidad. La amonestación debe ser una enseñanza que le muestre al niño o al adolescente las razones por las cuales su conducta es inaceptable. También debe ser una advertencia en cuanto a las consecuencias del pecado, o de los errores propios de la naturaleza humana. Ignorar todas estas cosas y dejar que los niños vayan descubriendo por ellos mismos lo bueno o lo malo es una completa irresponsabilidad. No podemos dejar que crezcan como plantas silvestres, porque después lo vamos a lamentar.

La crianza de los hijos implica muchos riesgos, porque si bien es cierto que como padres nos esforzamos en darles lo mejor, incluyendo un buen ejemplo, también es cierto que recibirán influencia del entorno en el cual se van a desarrollar. Allí van a experimentar o estar expuestos a muchos elementos, comenzando por las características propias de su personalidad, tanto físicas como mentales y emocionales. Un muchacho físicamente atractivo va a encontrar ventajas y desventajas. Va a tener mucha aceptación entre las chicas, lo que es sano si no se deja llevar por las pasiones y deseos de la carne y comienza a usar de manera inapropiada su sexualidad. Pero corre el peligro de que se convierta en un “Don Juan” o que algún homosexual se enamore de él e intente seducirlo o violarlo; como sucedió con un amigo mío a quien un tío homosexual lo sedujo con engaños y lo violó. Por el contrario, y esto también sucede entre las niñas, si se destacan por su belleza física, corren los mis-


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mos riesgos que los muchachos, incluso pueden estar expuestas al abuso por personas muy cercanas, incluyendo familiares.

Otras influencias negativas serán la timidez, la arrogancia, la dificultad para relacionarse con otras personas, problemas de comunicación en la familia, padres demasiado consentidores, o demasiado estrictos, conceptos religiosos mal entendidos que privan a los jóvenes de todas aquellas cosas sanas que contribuyen a su desarrollo, enfermedades, discapacidades, deformidades, calamidades, crisis familiares o personales, como divorcio de los padres y la muerte de uno o ambos padres.

Estos elementos favorecen el uso de alcohol, tabaco o drogas en el hogar, especialmente cuando los niños o adolescentes están expuestos a esta clase de costumbres malsanas en casa, lo cual le está comunicando que esto es completamente normal. La publicidad en la televisión, donde se promueven los vicios como la cerveza, el whisky o el tequila. Las películas en las que el protagonista bebe, fuma o comete toda clase de actos inmorales y es parte de su éxito, pues dentro de la película es aclamado y reconocido porque cometió toda clase de estupideces y sin embargo triunfó. Ese es el modelo que le están vendiendo a la niñez y la juventud las compañías cinematográficas o productoras de telenovelas.

Todo esto que hemos venido exponiendo constituye un gran desafío para la familia. Por una parte los padres tienen la responsabilidad de preparar a sus hijos para enfrentarse a un mundo que no es fácil, donde existen toda clase de presiones y retos que van a poner a prueba el trabajo de los padres. Por otro lado, los muchachos que tendrán que vivir la experiencia, soportar las presiones


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y orientar su vida de acuerdo con el bagaje moral y espiritual que sus progenitores le entregaron para emprender el duro viaje de la vida.

Sin embargo, sinceramente, no hay un 100 por ciento de garantía de que lo que usted le enseñó a su hijo le va a liberar definitivamente y va a eliminar todos los riesgos de caer en drogas, alcohol o involucrarse con malas amistades, y eso se debe a varios factores: • Nosotros mismos a veces no damos el ejemplo que ellos necesitan, no somos consistentes, decimos una cosa y hacemos otra. • No usamos los términos adecuados ni el lenguaje apropiado para la edad del niño y no nos hacemos entender. • No tenemos disciplina en la atención a los niños, no dedicamos el tiempo necesario para brindarles lo que necesitan: amor, cuidado y protección. • No hay devoción en el interior del hogar para que los niños aprendan a ser piadosos y temerosos de Dios • No tocamos con ellos temas como el sexo, el alcohol, el tabaco y las drogas porque nos da vergüenza, o no estamos capacitados para orientar a nuestros hijos en esos temas. • Dejamos toda la responsabilidad de la educación a la escuela y la iglesia. • No supervisamos a nuestros hijos, porque somos demasiado confiados.

Estos son algunos de los factores por los que no nos funciona la enseñanza que les damos a nuestros hijos. Entonces, cuando el muchacho crece, no está preparado para enfrentar los grandes retos de la vida, las presiones que ejercerá sobre él su grupo de amigos, los compañeros de escuela y la sociedad corrupta en la que vivimos.


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A medida que al adolescente o el joven se le presenten situaciones problemáticas superiores a su capacidad de resistencia o comprensión, se volverán más vulnerables al uso del tabaco, el alcohol o las drogas, ya que estas les serán presentadas como alternativa o medio de escapar de la realidad y penetrar en un mundo placentero donde las cosas se hacen fáciles y gratificantes. Esto será mucho más probable si el muchacho se vio rodeado en su niñez de personas que consumían alcohol, que es lo más común en los hogares, o el uso de estupefacientes, que ya es considerado como vicio extremo y fuera de lo “normal”. Lo que hemos venido exponiendo tiene que ver con el aspecto preventivo, sobre cómo debemos prepararnos y preparar a nuestros hijos para la vida, para esa terrible realidad que nos rodea. Vivimos en un mundo que está en poder del maligno (1 Juan 5:19) y no podemos sustraernos de esa realidad. Por eso cuando el Señor Jesús oró por sus discípulos antes de ir a la cruz, le pidió al padre: “No te ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal”. Y es lo que nosotros como padres, maestros y pastores debemos hacer, pedir que nuestros niños y jóvenes sean guardados del mal. Pero aparte del aspecto preventivo también tenemos que enfocar el tratamiento que le debemos dar a las personas que ya están “perdidas” en ese oscuro mundo de las drogas, o que hasta ahora están empezando a involucrase en él. Primero, debemos saber cuáles son las sustancias adictivas que destruyen la vida y la salud física, mental y emocional de la persona. Veamos una lista que aun cuando no es exhaustiva, por lo menos nos ayuda a identificar las sustancias de uso más frecuente entre los adictos:


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El tabaco (nicotina) El alcohol La mariguana La cocaína La heroína Los ácidos De síntesis como: éxtasis, metanfetaminas, polvo de ángel o PCP, ketamina, poppers, m-CPP Las medicinas que tenemos en casa (uso inadecuado) Inhalantes. Los líquidos que usamos para el aseo (consumo, o inhalación de estas sustancias con el fin de provocar alteraciones en el normal funcionamiento del organismo). La inhalación de pegamentos o los gases tóxicos de la gasolina.

Todo esto está muy cerca de nuestros niños y jóvenes que a veces llegan a iniciar el consumo solo por curiosidad y sin ninguna mala intención, ni mucho menos con el firme propósito de convertirse en adictos. Sin embargo, en otras ocasiones lo hacen por rebeldía y por el deseo de sentirse aceptados dentro del grupo de muchachos de su misma edad.

Reconozca que tiene un problema

Lo más importante es que usted reflexione profundamente y se dé cuenta de que verdaderamente hay un problema en su vida, que ese problema es solamente suyo. No culpe a los demás ni procure encontrarle excusas ni justificación a su situación personal. Ese problema se llama pecado. “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Si su hijo está dominado por las drogas, como Jesús Ignacio, piense en el grado de responsabilidad que usted pudo haber tenido en esa situación. Como lo dijimos an-


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teriormente, nosotros como padres tenemos que poner en práctica algunos mandatos puntuales de la Palabra de Dios a fin de preparar a nuestros hijos para los grandes retos que van a enfrentar a medida que van creciendo.

Dejar de hacer eso tiene un nombre: pecado, porque el pecado consiste en saber hacer lo bueno y no hacerlo (Santiago 4:17). También el pecado es infracción de la ley (1 Juan 3:4). De manera que cuando no tenemos en cuenta los principios establecidos por Dios, por acción, omisión o comisión, estamos incurriendo en la violación de las leyes eternas establecidas por Dios, así argumentemos ignorancia, porque hay cosas que aun son de sentido común y a veces las ignoramos. Tome medidas radicales

Una vez que usted ha hecho una evaluación sincera de su situación es tiempo de tomar medidas. Su actitud negligente y descuidada le ha hecho daño a muchas personas, comenzando por usted mismo. Es tiempo de tomar acción: • Pídale perdón a Dios y cuando lo haga mencione cada uno de los aspectos de los que está usted consciente de que le ha fallado. • Pídale perdón a las personas que usted ha afectado con su comportamiento. Si es su hijo que se ha extraviado porque usted no lo supo orientar, llámelo y pídale perdón, porque usted era la persona responsable y él se echó a perder porque usted no hizo bien su trabajo. • Pídale perdón a su familia por la vergüenza y los malos momentos que pasaron o están pasando por causa del vicio y la inmoralidad que afecto o está afectando al círculo familiar. • Pída perdón a los vecinos y amigos que pudieran es-


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tar afectados por esta situación. Haga un pacto de fe con Jesucristo, pídale que él sea el Señor y Salvador de su vida. Limpie su casa de toda contaminación, no permita que allí en su hogar se consuma tabaco, alcohol ni drogas. No permita que en su casa su hijo o su hijo viva en adulterio o fornicación. Si usted está viviendo en esta situación arrepiéntase y cambie su manera de vivir. Limpie su hogar de todo símbolo de idolatría o hechicería. Haga de su hogar un lugar de adoración a Dios.

Si usted hace eso ha comenzado un proceso de liberación para su familia y está preparado (a) para comenzar la lucha contra el demonio de las drogas. No trate al alcohólico o drogadicto como enfermo, porque aunque las drogas enferman, debilitan y matan a las personas, el problema real no es en sí la adicción. Este es de carácter espiritual y mientras no se trate de esa manera no podrá haber verdadera liberación.

Dice Jesús Ignacio: “En mi caso testifico que el diablo me tenía atado y que aun cuando luchaba por salir de la adicción, muchas veces me arrepentía y me hacia el propósito de cambiar, sin embargo, todo era inútil, parecía que estaba condenado definitivamente a morir víctima de una sobredosis o simplemente por el efecto de las drogas y el alcohol en mi organismo, que poco a poco iban minando mis fuerzas al punto de que ya casi no me podía mantener en pie. Pero qué bueno es Dios, en su inmensa misericordia me reveló su gran amor y nos salvó a mí y a mi familia. “Pero fueron necesarios algunos pasos, aparte de los que ya hemos mencionado:


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“Mi madre tuvo que reconocer que por haberme tratado con preferencia desde niño, consintiéndome y dándome todo lo que yo pedía, involuntariamente me había hecho daño. “También su amor de madre la llevó a andar detrás de mí buscándome en los antros donde me metía a consumir drogas y alcohol, creyendo que con eso estaba cumpliendo con su deber de madre, pero realmente el enemigo la había envuelto en ese juego, que no daba ningún resultado. “Ella tuvo que llegar a la conclusión de que solo Dios en su inmenso amor me podía liberar. Dios le habló y ella obedeció al Señor y rompió el cordón umbilical de la sobreprotección, entonces el Señor comenzó a obrar en mi vida.

“Por mi parte, Dios me trató duramente. Fueron muchos los momentos difíciles por los que pasé, porque Dios a quien ama castiga y azota a todo aquel que recibe por hijo. Él puso a personas cerca de mí que, sin conocerme, me hablaron directamente. Uno de ellos me dijo: ‘Si no decides cambiar ‘ahora’, lo que va a venir será peor’. Pero la gracia y la misericordia de Dios actuaron en mi vida. El Señor respondió la oraciones de mi madre, de mi esposa y de tanta gente de las iglesias que intercedían por aquellos que como yo se habían convertido en el desecho de la sociedad”. A estas alturas se estará preguntando: ¿Y yo qué puedo hacer? Mucho, porque Dios le quiere usar para rescatar a su hijo, hija, esposo, esposa, hermano o hermana.

Lo que se debe hacer • Comience orando. La Palabra de Dios dice: “Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Ma-


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teo 21:22). Pero ore con fe, creyendo que Dios transformar al adicto. Tiene que comenzar a pensar y a ver a esta persona completamente transformada por el poder de Dios, fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Ore con autoridad. Es muy importante que le diga a Satanás que salga de la vida del adicto y que no vuelva a entrar. En Marcos 9:25 se narra cómo Jesús liberó a un muchacho de un espíritu maligno. Esas mismas palabras que usó el Señor las puede usar usted con autoridad, porque él dijo: “El que en mí cree, las obras que yo hago él las hará también, y aun mayores hará porque yo voy al Padre” (Juan 14:12). Pida oración en la iglesia cristiana para que Dios obre poderosamente. La Palabra de Dios nos insta a orar unos por otros, a orar por todos los hombres. Ore en su casa, no importa si es un lugar muy humilde, conviértalo en un lugar de adoración a Dios, invite a otras personas para que oren juntamente y estudien la Palabra de Dios. Invite al adicto, aunque por un tiempo no quiera participar. Con la ayuda de Dios y la oración usted finalmente va a tener la victoria Cuando se programen retiros en la iglesia, asista, en esos eventos la oración, la enseñanza de la Palabra traen paz al corazón y se recibe una nueva dirección. Si puede llevar a la persona que ha caído en el vicio, no dude en llevarlo. Si el adicto quiere ir a un centro de rehabilitación cristiano, apóyelo. Déle amor sin que se transforme en debilidad y pérdida de autoridad.

Lo que no se debe hacer • No le dé dinero al adicto, lo usará para comprar droga.


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No le muestre su angustia y aflicción, se aprovechará de su debilidad No discuta con el vicioso, su mente está trastornada y piensa que tiene la razón en todo No le solucione los problemas, eso solamente contribuirá a que se meta en muchos más. No le permita que consuma tabaco, droga o alcohol en su casa, si es necesario llame a la policía. No lo saque de la cárcel cuando se meta en problemas, déjelo que pague las consecuencias de sus actos, en la cárcel estará más seguro. No le tolere el abuso, ni permita que le irrespete, algunos adictos hasta golpean a sus padres, esposas e hijos sin compasión, llegando a poner en peligro sus vidas (si es necesario recurra a las autoridades). No le encubra las fechorías, porque se convertirá en cómplice y esto le causará problemas. No lo vaya a buscar al lugar donde se refugia para consumir drogas, a menos que sea una emergencia de vida o muerte. No permita que lleve amigos o amigas a su casa y mucho menos que se queden a dormir (podría estar poniendo en peligro su vida y la de su familia). No deje dinero a la vista del adicto, se lo robará para mantener su vicio. No le dé oportunidad de que hurte sus cosas, él buscará lo que esté a la mano para venderlo a fin de comprar la droga.

La Biblia dice: “Y esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe”. No se desanime, ni retroceda en su empeño de ganar la batalla. La Palabra de Dios nos garantiza el éxito si creemos sin dudar nada, esta es una guerra que ya está definida: “Somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:37).


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Dígale no al sufrimiento, no se atormente por lo que haga o deje de hacer el adicto, usted ya lo ha puesto en las manos del mejor sicólogo, el Señor Jesucristo. Él estará seguro en sus manos, pero lo que Dios espera de usted es confianza y completa dependencia de él: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33). Cuando la madre de Jesús Ignacio decidió dejarlo en las manos del Señor después de tantos años de sufrimiento y frustración, Dios en su inmensa misericordia comenzó a obrar en su vida. Repetimos una y otra vez: no va servir de nada todo su esfuerzo si “no” pone en primer lugar a Dios. Debe saber que Dios tiene un plan maravilloso para su vida, es necesario que empiece por recibir a Cristo en su corazón. Ese es el plan de Dios para usted, de lo demás él se va encargar.

Este es solo un tratado breve, pero muy valioso para que entienda cómo puede ayudar a prevenir y sacar a su hijo de una adicción de drogas. Si verdaderamente quiere ayudar a su hijo y conocer y aprender todos los pasos necesarios para que su hijo salga para siempre de las drogas y el alcohol, debe poner en primer lugar a Dios.

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