RESURRECIONES de Alejandro García

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Concurso de Cuento de Humor Negro, JosĂŠ Ceballos Maldonado

Alejandro GarcĂ­a

Resurrecciones




CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES Rafael Tovar y de Teresa Presidente Saúl Juárez Vega Secretario Cultural y Artístico Francisco Cornejo Rodríguez Secretario Ejecutivo Ricardo Cayuela Gally Director General de Publicaciones GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO Salvador Jara Guerrero Gobernador de Michoacán Marco Antonio Aguilar Cortés Secretario de Cultura Paula Cristina Silva Torres Secretaria Técnica María Catalina Patricia Díaz Vega Delegada Administrativa Raúl Olmos Torres Director de Promoción y Fomento Cultural Argelia Martínez Gutiérrez Directora de Vinculación e Integración Cultural Eréndira Herrejón Rentería Directora de Formación y Educación Jaime Bravo Déctor Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural Héctor García Moreno Director de Patrimonio, Protección y Conservación de Monumentos y Sitios Históricos Miguel Salmon Del Real Director Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán Bismarck Izquierdo Rodríguez Secretario Particular Héctor Borges Palacios Jefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura


Alejandro García

Resurrecciones

Gobierno del Estado de Michoacán Secretaría de Cultura Consejo Nacional para la Cultura y las Artes


Resurreciones Primera edición, 2014 dr

© Alejandro García

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© Secretaría de Cultura de Michoacán

Colección Premios Michoacán de Literatura 2014 Categoría Cuento de Humor Negro “José Ceballos Maldonado” Jurados: Ismael García Marcelina, Arturo Familiar y Héctor Ceballos Garibay Coordinación editorial: Héctor Borges Palacios Diseño de Colección: Jorge Arriola Padilla Revisión de textos: Elena Medina Pineda Ramón Lara Gómez Secretaría de Cultura de Michoacán Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc, C.P. 58020, Morelia, Michoacán Tels. (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42 www.cultura.michoacan.gob.mx ISBN Volumen: 978-607-8201-91-1 ISBN Colección: 978-607-8201-85-3 Impreso y hecho en México


Prólogo Desde el inicio de los tiempos el ser humano ha temido a la muerte, tal vez por miedo a aceptar la sola idea de ser finito, o a dejar cuanto conoce y aquello que erróneamente considera propio, en el paso de lo que llama “vida”; sin considerar que, tal vez sólo se trate de una coincidencia de tiempo y espacio. La idea de la resurrección es un tema que llama la atención al instante, que confronta nuestros miedos y genera un poco de luz ante nuestros ojos; pero de los estudios históricos que se han realizado al tema, se desprende que desde la antigüedad, la resurrección se consideró el símbolo más indiscutible de la manifestación divina, ya que se suponía que el secreto de la vida no puede pertenecer más que a la deidad. De acuerdo al libro del 7


Génesis, la Biblia deja claro que para los seres creados sólo existe la muerte, considerándola un castigo a su desobediencia. Alejandro García, autor de la obra “Resurrecciones”, revive este tema a través de un cuento de humor negro escrito con un estilo muy personal, y con gran destreza plasma lo que surge de su imaginación al considerar a la resurrección como una realidad. Concluyo esta pequeña intervención, pues es tiempo de que el lector, interesado en el tema de este cuento, conozca cuanto el autor de manera ágil ha plasmado generosamente en sus páginas. José Arturo Pérez García

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Manzana.-Fruto maléfico del Árbol del Bien y del Mal en el Paraíso, lo tiene Jesús en sus manos recordando su sacrificio para redimir a la humanidad. Un mono lo lleva a veces en la boca como símbolo asociado al Demonio. Ignacio Cabral. Los símbolos cristianos.



Con más de 1,200 folios -sin contar la amplia bibliohemerografía, diversos apéndices, abultado aparato crítico, incontables epígrafes, aunque carente de epílogo- era la única copia de un manuscrito profusamente ilustrado (conservado en la sección de incunables de la Biblioteca de Comillas en la zona cantábrica de España) que realizó un santo varón en la Edad Media para demostrar que la manzana nada tenía que ver con el “fruto prohibido” ni sus consecuencias en la posterior historia de la humanidad, sobre todo porque condenó a los hijos de Eva a ganarse el pan con el sudor de la frente y a llevar los hombres en su garganta, como estigma del pecado, la famosa “manzana de Adán”. Desde aquí el santo varón hacía notar grandes equívocos, ya que la protuberancia que los hombres presentaban, afirmaba, era de pequeño tamaño y las manzanas llegan a 11


ser iguales al puño de un hombre, en tal caso, señalaba, debería decirse “nuez de Adán”. Al revisar el Génesis en La Biblia, encontró que solamente se hacía alusión a un misterioso “fruto prohibido” de forma, color y textura impreciso que daba el Árbol de la Ciencia y el Mal. Jamás se mencionaba que fueran las manzanas. ¿Entonces, se cuestionaba, de dónde venía tan extendida leyenda? Y aunque buscó la respuesta en El libro de Enoch, en los profetas menores, en evangelios apócrifos y en un texto copto, lo único que halló fue consejas que los campesinos contaban en noches cerradas, alumbrados por hogueras, en donde las brujas utilizaban manzanas envenenadas para hechizar a doncellas despistadas. Desalentado, el santo varón se dio cuenta de su irremediable fracaso por no saber la respuesta. Confuso, ensimismado en sus cavilaciones, deambulaba por el poblado de Comillas en la serranía de Santander, 12


velado por densa neblina y un mar de olas enhiestas, en la pequeña plaza empedrada, a la vera de su iglesia de gruesas piedras amarillentas, entre puestos de carne verdosa, enseres de cobre para cocinar, cabezas de cerdos infestadas de moscas azuladas, leprosos que pedían una limosna anunciando su paso con una campana atada a su cuello, cestas con verduras podridas, cuando la verdad se le reveló en la figura de una joven campesina de burda sonrisa, pero hábil para el regateo quien le ofreció, de un montón de manzanas rojas, verdes y amarillas, una partida a la mitad. Aunque distraído, al acercarla a su boca para morderla, el santo varón se percató de que el centro de la jugosa manzana era idéntico al sexo de una mujer, la carnosidad de la pulpa era el antecoro de los muslos, su bermeja hendidura reflejaba los húmedos pliegues de la vagina y las frágiles semillas aludían al titubeante clítoris.

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El santo varón saboreó esa noche, en la entrepierna de la campesina, ajeno a los grititos de placer que la joven mascullaba, el magnífico trofeo al paladar, la delicia del acre aroma explorado con su lengua en la humedad del rincón eucarístico. Inició así, el santo varón, peregrino en tierras desconocidas, un piadoso deambular en remotos poblados y consumir su vida en probar -ansioso y extasiado- los placeres del fruto prohibido en todas las mujeres que el creador puso en su andar. El tratado, el manuscrito profusamente ilustrado, quedó inconcluso, abandonada la investigación, carente de epílogo.

Y así, sin previo aviso, ausencia de augurios, profecías, ni trompetas angelicales, los muertos resucitaron, religiosamente, entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre del año 1980. A plena luz del día salieron de sus tumbas. La confusión 14


reinó, ya que a ningún resucitado se le había explicado qué hacer en tan bíblico momento. Varios se encontraban sin vestimenta adecuada pues sus deudos no se preocuparon por enterrarlos con ropa y, en caso de haberlo hecho, el tiempo se encargó de pulverizarla. Otros resucitados maldecían de tener la ropa al revés, por aquello de la autopsia, ya que no podían dar paso sin caerse. Aunque unos agradecieron que tuvieran mortaja que les permitía cubrirse las partes pudendas. Los de la fosa común se presentaron desnudos, sin pena alguna. Bien pensado y a pesar de quejarse, les fue mejor de los que habían sido incinerados. Las generaciones se reunieron. Tatarabuelos con tataranietos, tíos con primos, suegros con yernos, padres con hijos departían alegremente el volver a la vida, lo cual trajo situaciones no tan bien resueltas por la divinidad en su decisión de que los muertos resucitaran. Sin duda alguna, lo más apremiante era saber ¿qué 15


se iba hacer con tantos muertos, millones de ellos que se habían multiplicado al devenir del tiempo, ya que por cada vivo había dos padres fallecidos, cuatro abuelos muertos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treinta y dos tatatarabuelos, y así en alegre aumento geométrico? Ajenos a esta situación, los resucitados titubeaban, en la puerta de sus mausoleos o criptas, con las uñas rotas llenas de tierra los que habían tenido que escarbar, ante la duda de llevarse las flores que había en los jarrones, juntar las veladoras o cargar con las placas de mármol que ya pensaban en vender a buen precio. La mayoría no sabía a dónde ir. Los más viejos se asombraban ante un paisaje extraño, lejano a sus costumbres, a su hogar, pueblo, a su familia, sus recuerdos no encajaban con esos nuevos tiempos. El mundo había continuado sin ellos. Lentamente, tras los momentos de alegría, susto, sorpresa, angustia, los resucitados vagaban hambrientos en busca 16


de algo que satisficiera ese deseo voraz: ya que lo que comían no lo podían digerir, pero eso sí, muy decentes y bien comportados, nada de andarse comiendo a los vivos. No eran zombis. Los resucitados comenzaron a integrarse a la sociedad y contrariamente a lo que uno pensaría, de que los más afectados económicamente por la resurrección serían los médicos ya que nadie se volvería a enfermar, o los enterradores por ya no tener a quien sepultar, las funerarias por no tener clientes, o los asesinos en serie quienes ya no tendrían víctimas, no fue así. El sector más afectado por la presencia de los resucitados fue el de los actores porno. Así lo pensaba Big Lando (originario de La Laguna, verdadero nombre Crescencio Martínez) fanático setentero de la trilogía Star wars al grado de ponerse el nombre del cazador de recompensas Lando Calrissian -bigote negrito finamente recortado, ropa de buena factura, a la 17


moda, coqueto con la princesa Lea y fácil sonrisa- que salió en la recién estrenada película El imperio contraataca de la trilogía de Star Wars de George Lucas, el cual, según Crescencio, era igualito a él, sobre todo por lo guapo. La había visto decenas de veces en los cines y se había aprendido de memoria los diálogos, actitudes y movimientos de Big Lando. Desde que era bebé a Crescencio lo alquilaban para que saliera como Niño Dios en las pastorelas navideñas que celebraban con mucho orgullo en su ciudad natal. En la primaria a la que asistió se dio cuenta de que tenía sus ventajas ser bonito ya que las niñas le pedían que aceptara ser su novio a cambio de dulces o hacerle su tarea; y en la adolescencia aprendió los retruécanos del beso dado con sabiduría, de la caricia que despierta el cosquilleo en la piel cimbrada con el placer de sus jóvenes y maduras amigas. Ante la necesidad de trabajar, cosa que no les gustaba ni tantito, no vaciló en sobrevivir de sus 18


atractivos físicos e ingresar al cine porno, aunque la verdadera razón es que, en su interior, quería llegar a filmar una película tan impecable como Garganta profunda, a la cual le tenía verdadera admiración desde que la había visto en la gayola de un cine con focos de colores -mientras se fajaba sabiamente a una cuarentona que no dejaba de gemir-, tanto por su trama, como por las escenas, sobre todo cuando a la rubia enfermera se la cogía el peludo doctor y también cuando los close up dejaban ver cómo la actriz principal se devoraba toda la tranca morena hasta la raíz y chupaba con fruición los huevos con una música de fondo de campanitas. Big Lando era actor porno de la vieja escuela, de los que no se depilaban la verga (de respetable tamaño, grosor y curvatura que despertaba miedo a las incipientes actrices de vagina sensible y anhelantes suspiros entre los camarógrafos maricones). Orgulloso a más no poder de su mata velluda en la entrepierna, 19


pecho, axilas y bien tupido mostacho (un beso sin bigote es como un taco sin sal, solía afirmar). Forjado en agotadoras escenas, con mamadas largas y minuciosas en zarandeados clítoris, sesenta y nueves bien amarrados, penetraciones rítmicas, gemidos que jamás se salían del story board, chupadita en los pezones para fotografiar ante la cámara que hacía rápidos zooms, planos americanos metódicos y candentes. Ante todo, Big Lando era jurado enemigo de las nuevas estrellitas del cine porno que eran metrosexuales; se enfurecía ante el devenir de esa nueva época que exigía a los actores porno, no sólo un bronceado perfecto, la depilación del cuerpo, en especial de los huevos, para mostrar como chocaban rítmicamente con la vagina de pata de camello, sino la amplitud de criterio para hacer tríos con hombres. -A mariconadas no le entro- contestaba enfurecido.

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-Pero, macho, un hoyo es un hoyo -le argumentaba su agente quien tenía la costumbre de llevar el cabello blanco amarrado en cola de caballo para aparentar menos edad de los sesenta años que tenía y que siempre sonreía para que vieran sus tres dientes de oro que se había puesto. Lo anterior se acrecentó cuando, desde la resurrección, varios actores y actrices porno que habían muerto, exigían volver al negocio. Big Lando al principio, al igual que muchos vivos, vieron con indiferencia la resurrección, pero cuando tuvo enfrente de su boca unas nalgas secas y apolilladas, senos hinchados como rata muerta a punto de explotar, una vagina con sabor a manzana podrida, y ese olor rancio que por más que se bañaran, tallaran y se perfumaran, emanaba apestosamente de todo su cuerpo, se negó terminantemente a coger con los exmuertos. Y ahora se encontraba desempleado. Furioso contra esos resucitados que 21


invadían también la cantina donde se había refugiado para beber una botella de cerveza amarga. Big Lando comía unas pepitas tostadas con sal, cuando uno de los resucitados se acercó, sin decirle nada agarró pepitas y le aventó un puñado de monedas a modo de pago. Las masticó con deleite. Big Lando permanecía a la expectativa, listo para descargar su frustración contra él y romperle la botella en la cabeza, pero se detuvo cuando el resucitado volvió a depositarle unos anillos de oro en la barra y agarró otras pepitas. -¿Dónde hay más?- preguntó con sus dientes podridos y una mueca de gusto en su cara carcomida- feliz de encontrar algo que pudiera satisfacer su hambre, ya que carecía de órganos para digerir y nada de lo que había comido le quitaba esa ansiedad de vacío. Si Big Lando hubiera puesto más atención a las lecciones de catecismo, recordaría que la calabaza era símbolo de 22


resurrección y se le asociaba en el Antiguo Testamento cuando el arcángel San Rafael la llevaba como una manera de sanar. Lo cierto es que encontró nuevo destino: al tomar entre sus manos las pepitas de calabaza, entendió, sin saber nada de estudios comparados de religión, profunda metafísica o conocimientos agrarios, que las calabazas se relacionaban con el Hallowen y el Día de Muertos porque eran su alimento. Es decir, pensaba el antiguo actor porno, era la comida de los muertos, y sin acabar su cerveza se fue directo al mercado para atiborrarse de huacales repletos de calabazas, listo para preparar dulces, pepitas tostadas, pepitorias, palanquetas, pays, pasteles y cualquier tipo de comida derivado de ellas. Entre la comunidad de resucitados corrió rápidamente la noticia de un nuevo restaurante que satisfacía sus necesidades alimenticias y que recibía el sibilino nombre de “El halcón milenario”.

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Largas filas de insepultos que habían abandonado sus tumbas, con la ansiedad de comer acudían gustosos al restaurante del exactor porno. Notables ingresos llegaron a Big Lando. -Un hoyo es un hoyo- contestaba sabiamente Big Lando cuando alguien le preguntaba el porqué había cambiado de profesión.

-Aun te depilas- le susurró el santo varón a la joven labriega que gemía y bufaba gritos entrecortados, arropado entre la calidez de su entrepierna.

Del Árbol de la Ciencia y el Mal que crecía en el Paraíso sólo quedó una rama que sobrevivió al pecado original, a la avidez de la serpiente, a la curiosidad de Eva, al diluvio universal, a la explosión de Sodoma 24


y Gomorra y a las invasiones que dispersaron a las doce tribus de Israel. La rama tuvo variado destino, pero varias fuentes coincidían que había llegado a fines del siglo XIV a los puertos del Mar del Norte de Hispania, manos piadosas la resguardaron en la región cantábrica, tal vez en San Vicente de la Barca, Santillana del Mar o alguno de los puntos del Camino a Santiago. Ahí se perdía el rastro. La rama se plantó por manos piadosas y dio dulce retoño, único testigo de la existencia en la tierra del Paraíso original. A través de los años, como un velo prohibido, se susurraba que surgió una sociedad secreta que tenía como más alto fin protegerlo de la codicia de hombres y demonios. ¿Cómo sé todo esto? Porque yo fui quien lo robó de su escondite.

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El lugar exacto donde se encontraba el Árbol de la Ciencia y el Mal se diluyó al paso de los años, lo único que sobrevivió era la conseja de que al comer su fruto, vivirías eternamente. La inmortalidad. Al principio pensé que era otra leyenda como el santo grial, el velo de la Verónica, los clavos de Cristo o la leche materna de María. Pero la confirmación de que era algo más que un rumor lo tuve fortuitamente al asistir a un congreso internacional sobre historia en Comillas, Santander, celebrado a fines de la década de los setentas del siglo XX. Una población que deslumbraba por su belleza, celaje entre majestuosas montañas que la envolvían, acunada por playa de fina arena y abundantes pesca. Los habitantes sobrevivían de la afluencia de aquellos franquistas que venían a sus casas de verano para resguardarse de los meses tórridos, en busca de la caricia de la naturaleza, de la lluvia tenue que refrescaba, de paisajes serranos, de exquisita comida. Comillas era alba del paraíso. 26


Tuve suerte de que el congreso fuera en septiembre de ese aciago año de 1980. Los turistas se habían marchado y la población estaba en paz y soledad. En el recorrido que nos dieron los profesores de la Universidad destacó la breve visita al cementerio en las afueras del pueblo a orillas de un mar de rebelde oleaje. Originalmente había sido una iglesia gótica, abandonada al paso del tiempo. Ya en ruinas se decidió rescatarla y construir allí el panteón, rodeado de cíclope muralla con cipreses en torno a ella. Junto a la reja de hierro forjado, situado en una especie de torre, se erguía altivo, majestuoso, la escultura en inmaculado mármol de un ángel más alto que un hombre, el ropaje entornado, sus alas prestas a volar, cara altiva, fija en allende de las nubes y en la mano izquierda, espada desenvainada dispuesta a flagelar. Decían los profesores de Comillas que originalmente era para un mausoleo particular pero después se donó a la comunidad. Intrigado por la 27


majestuosidad de ese ángel, pregunté si podíamos entrar al panteón a visitarlo. La respuesta era que sólo podrían entrar en él, tradición centenaria, cuando enterraban alguien. El resto del tiempo permanecía cerrado. En otra parte de la visita nos llevaron a conocer la sección de incunables de su biblioteca. Mostraron orgullosamente la única copia que existía en el mundo de un manuscrito profusamente ilustrado con más de 1,200 folios que hablaba sobre el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia y el Mal. Me intrigó el tema y el porqué un monje, entre tantos temas bíblicos, consumió su vida en esos menesteres. Como un golpe en el cerebro, tanto que tuve que recargarme en una de las vitrinas, recordé la leyenda de que el árbol sembrado en el Paraíso había retoñado en la región en la que me encontraba. No, no era posible tanta suerte. En el hotel, ya no pude dormir, febril, preso de la certidumbre de que 28


me hallaba a unos cuantos pasos de la inmortalidad. Para tratar de relajarme y ordenar mis pensamientos di un paseo por las orillas del pueblo, en ese mar jadeíta, en donde las sirenas alguna vez habían nadado, mis pies descalzos se hundían en la playa de color crema, moteada por sargazos que hacían figuras quiméricas en la arena y vi a lo lejos una mansión con el sello indiscutible de Gaudí. Era asombroso, recordé tembloroso que aparte de magistral arquitecto, Gaudi era reconocido por su misticismo legendario y se le señalaba como uno de los iniciados que conocía secretos que le permitieron construir la imposibilidad de la catedral de Barcelona, desafiar las leyes de la gravedad con sus alegóricas columnas, cimbrar al mundo con sus encajes de piedra que en rebeldía euclediana desaparecía los ángulos, pero ¿qué lo llevaba a dejar la construcción de su amada catedral y venir tan frecuentemente a Comillas?

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La explicación de la amable encargada de la oficina de turismo con la que establecí conversación era aparentemente sencilla: a supervisar la construcción del cementerio, aunque obra de un discípulo suyo, Gaudí dibujo los planos y cuidó cada detalle, ante todo, me confió, sonriéndome, que esculpió personalmente a ese ángel guerrero.

De qué sirve relatar lo que ya conozco bien, para qué hablar del envilecimiento de mis acciones que me llevaron en menos de dos meses a confirmar mi sino de vencer a la muerte, de cómo enamoré a esa inocente encargada de la oficina de turismo para ingresar a su familia, asesinar a su madre para que abrieran el cementerio para enterrarla y lograr uno a uno mis perversos propósitos. Ahí, escondido en un oscuro rincón del panteón, cuando todos se habían marchado, deambulé por 30


derruidas paredes, invadido de maleza el atrio, cuarteada la antigua capilla, podridas las vigas de madera, aparentemente solo, pero en un rincón estaba el fruto codiciado: el Árbol de la Ciencia y el Mal, plantado por Dios mismo y que nada tenía que ver con la manzana sino era dorado como trigo maduro con dulce aroma de azahares. Lo único que vale la pena registrar es como al morderlo, tener en mi saliva su pulpa, sin previo aviso las lápidas crujieron, las criptas se desmoronaron, las cruces de granito se cuartearon y los muertos emergieron de las oquedades donde fueron enterrados. En plena luz del día estaban afuera de sus tumbas del cementerio. Aterrado, oculto tras una barda, observaba como minuto a minuto los resucitados escapaban de sus osarios, tumbas, mausoleos para volver a la vida y encaminarse titubeantes hacia el pueblo de Comillas. Eso era la inmortalidad que ofrecía el Árbol de la Ciencia y el Mal. 31


No queda nadie vivo en la tierra. Todos han muerto y resucitado. Hemos sobrevivido al tiempo, a los desaires del demonio, cercados por los horizontes perversos que arribamos los hombres al ser eternos, a los castigos universales y cataclismos. Mi mente marchita, cada vez mĂĄs aĂąeja, me dice que hace centurias, alguna vez existiĂł algo llamado muerte.

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Resurreciones Se terminó de imprimir en diciembre de 2014 en los talleres gráficos de Impresora Gospa ubicados en Jesús Romero Flores no.1063, colonia Oviedo Mota, C.P.58060 en Morelia, Michoacán, México La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura.



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