Las glorias
MatĂas Godoy
las glorias
destiempo
Primera edición: diciembre de 2011 Las glorias © 2011 Matías Godoy Ronderos Diseño y diagramación: Manuel Botía López Cubierta: María Margarita Sánchez U. Coordinador Editorial: Federico Torres Gavilán Por los derechos de la presente edición © 2011 Destiempo Libros, Ltda. destiempolibros@hotmail.com Bogotá, Colombia La reproducción parcial o total, cualquiera que sea el medio empleado, sin la autorización de los editores, viola los derechos de la propiedad intelectual. ISBN- 978-958-44-9584-6
A mis padres y a mis amigos libreros.
Se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa. Antonio Machado Busca, busca el espíritu mejores aires, mejores aires. León de Greiff
I
—¡Hola! ¡Bausanes estridentes, pletóricos de vulgaridad!— saludó con la cabeza aureolada por una luna que ya no ayudaba a alumbrar, con la sonrisa sucia y los ojos bajos en búsqueda de las formas que se hacen y deshacen en la niebla que baja y cubre todo el parque Santander en las mañanas. —Andad por los caminos trillados por la vetusta humanidad: pero dejadnos nuestras rutas llenas de luz u opacidad, todas bañadas de silencio, recogimiento y ansiedad— continuó, moviendo con fuerza los dedos de las manos para quitarse la imaginaria melcocha que los enguantaba, y haciendo sonar las coyunturas. El sol salía detrás de la montaña y las rutas del parque empezaban a emerger bajo la neblina, llenándose de luz blanca.
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Como a la madrugada no hay nadie en el pasaje Veracruz, pues los libreros llegan más tarde y a los piratas les gusta el sol, ni en la iglesia de San Francisco ni ante su portón de madera hay nadie hasta después, cuando llegan los imitadores de santos, ni en la Séptima pasa más que uno que otro carro con las luces aún prendidas, ni en el parque Santander ni alrededor del museo hay nadie tampoco, la luz del alba alumbra todo del mismo modo, mortecino y sin hacer sombras, pues es una luz sin foco y por tanto sin dirección, que sale y a medida que despeja lentamente la neblina, lo palidece todo –calles, tejas y palomas– por igual. Más o menos a las siete, pero a veces un poco más tarde, agarrada de las solapas de su chompa e inclinada hacia delante para hacer frente a la ráfaga de frío que a esa hora atraviesa sin obstáculo el pasaje, llega doña Gloria a la puerta de su local, abre los candados procurando agarrarlos con las mangas de la chompa, sube la reja de metal, se guarda los candados en los bolsillos y prende la luz –aún no el letrero– de su panadería. Entonces se para mirando a la calle y se frota las manos mientras se las sopla, rito cotidiano con el que, más que quitarse el frío, pues para eso convendría ponerse de una vez a trabajar, lo inaugura. Si alguien pasara en ese instante por la puerta de la panadería, doña Gloria esperaría que la miraran como diciendo “qué frío, Dios bendito”, para responder a su vez encogiéndose de hombros y frotán-
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dose y soplándose las manos con más fuerza. Pero a esa hora nadie pasa, y entonces doña Gloria se pone a cocinar. A veces hace pandebonos y a veces almojábanas, y se indigna ante el cliente que los confunda aunque para ambos use la misma exacta receta. También hace mantecada y brazo de reina, pero sobre todo hace pasteles gloria, con tanta concentración y la punta de la lengua tan asomada por la comisura izquierda de su boca que parece que intentara, a fuerza de amasar y moldear, forjar una criatura a semejanza de sí misma, algo así como un golem relleno de bocadillo. Y le suele quedar muy bien. Pacho y Alejandro siempre decían que era el mejor pastel gloria del mundo, pero lo decían sólo por ser coquetones, como dice doña Gloria, que sonríe al evocarlos, más a Pacho que a Alejandro, por supuesto, y continúa amasando y rellenando y moldeando, descripción del proceso que no es muy juiciosa, pero que es la que se puede dar, ya que la receta de los pasteles de doña Gloria, aunque no debe ser muy complicada, es secreta. —¡Señora Muerte que se va llevando todo lo bueno que en nosotros topa!— gritó, con la sonrisa enorme y sucia y mueca. —¡Bueno, bueno; se me va! Aunque de manos suaves y gorditas, y esporádicas sonrisitas de quinceañera, doña Gloria es una mujer de pelo en pecho y es recomendable tenerle siempre muchísimo cuidado, como bien lo saben los libreros y pira-
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tas y ladrones del pasaje Veracruz e incluso los pasteles gloria, que no osan quemarse en el horno u omitir inflar, como un pavo las plumas, sus hojaldres. Por eso, cuando doña Gloria los saca, a las ocho, más o menos, los hilos calientes de su aroma salen de la panadería y en contra de la ráfaga de frío que a esa hora aún recorre el pasaje sin obstáculo, bordean la iglesia de San Francisco, ante la cual aún no se han tirado los imitadores de santos, atraviesan la Séptima y penetran las fosas nasales de los ejecutivos y secretarias que ya empiezan a poblar el parque Santander y quienes, embelesados por el calorcito en sus estómagos, sienten insuperables ganas de dar con su origen y metérselo a la panza, pero confundidos por sus complejos recorridos, terminan entrando a alguna panadería de la Séptima y comiéndose un buñuelo viejo y seco como un puñado de arena. Los más sensibles compensan con un kumis o un café, pero la mayoría deja que esas esponjas astringentes les sequen los intestinos. Y mientras tanto, doña Gloria en su panadería no atrae un solo cliente, cosa que por suerte la tiene sin mucho cuidado pues sabe que a las nueve, más o menos, llegan los libreros, que sí saben apreciar un pastel gloria. —Vates ultra-sensibles y banales… —Ningún ultrasensibles ni ningún ultra-nada-denada. Cómo así que una aquí cocinando juiciosa y llega usted a los gritos. ¡Se me va! Tome un pan y que no lo vuelva mejor dicho ni a ver.
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—¡Oh tristeza perenne de las cosas que no tienen sabor, hechas a lima! —¿Que qué? Entonces devuélvame el pan y se me va de aquí. Y vuélvame a decir doña Muerte y verá lo que le pasa, irrespetuoso ¡Vagamundo! ¡Se me va! A doña Gloria no le gusta que le recuerden la muerte y mucho menos que la asocien con ella, no sabe por qué; es una de esas situaciones que sin motivo aparente les sacan la piedra a las personas. Algunos, como el viejo Salazar cuando oye que empiezan una frase con “si no estoy mal”, reaccionan arrugando la frente como un bulldog y levantando un puño cerrado, simbólico de la ira contenida. Pero doña Gloria prefiere expresar su furia agitando la mano por encima de la cabeza y cantándole la lista entera de sus agravios a un juez imaginario que, vaya uno a saber, hasta pueda ser Dios mismo. Una vez los pasteles están listos y dispuestos ordenadamente en el mostrador de vidrio sobre el horno, doña Gloria se lava las manos y prende el letrero de la Frutería Tropical 2. Así es: la panadería de doña Gloria tiene nombre de frutería; más vale no averiguar. Para entonces ya casi son las nueve de la mañana, y el sol se ha asomado por detrás de la montaña y arroja su luz amarilla y calurosa. Sobre el portón de la iglesia, ante el cual todavía no se han echado los imitadores de santos, se recuestan las sombras paralelas de los transeúntes y de las estatuas. Aún no la sombra del museo,
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que está detrás del parque. Arriba, las cúpulas con sus cruces; abajo, su sombra sobre la calle adoquinada del pasaje Veracruz. Una vez que Alejandro iba llegando a su librería, más o menos a las nueve, que es a la hora que llegan los libreros, vio a un señor de bigote negro parado frente a la puerta cerrada. Cuando el señor entendió que Alejandro venía a abrir el local subió el bigote encogiendo la punta de la nariz y dijo: —Dígame: ¿Siempre abren a esta hora? —Día tras día, señor— respondió Alejandro, abriendo los candados. —Y dígame: ¿no se les ocurre abrir más temprano? —No se nos ocurre, señor— dijo, subiendo la reja. —¿No le parece un poco tarde para abrir un negocio comercial? —No, señor— dijo Alejandro, colgando los candados del borde de la reja que asomaba del techo. El viejo bajó el bigote: —¡Pues yo llevo media hora esperando a que alguien abra! ¡Podrían abrir más temprano! —Podría usted llegar más tarde, señor, o comerse un pastel gloria de la esquina, los mejores de la ciudad. ¿No los huele? Hasta aquí se huelen— dijo, sonriendo. El señor subió el bigote para oler el pastel gloria, pero no pescó nada y entonces, furioso, lo volvió a bajar. —¡Algunos trabajamos!
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—Algunos también— respondió Alejandro, colgando el saco de un gancho—. ¿Qué libro busca? —Estos… déjeme ver— dijo, sacando un papel del bolsillo. Enfocó el papel, subió el bigote, acercó el papel, bajó el bigote y leyó—: Pan y paciencia. —No la hay. —Las fórmulas de Peter. —No las hay. —Las putas tristes. —Las hay felices. —¿Cómo? —O picaronas. —¿Disculpe? —No las hay. —Ah— dijo—. El arte de ganar una discusión. —No lo hay. —Zanahorias voladoras. —Cinco-cero, señor; me va a tocar cerrar la librería. El señor miró a Alejandro por encima de las gafas. Un instante después, cuando entendió el apunte, intentó una sonrisa, pero sólo consiguió subir el bigote. Entonces, resignado, lo bajó. Alejandro le respondió con una mirada cómplice que en cambio le salía muy natural, y le dijo: —Zanahorias voladoras lo consigue pirata en la esquina. —Cómo que pirata.
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—Pues pirata, señor. —Ah— dijo, y subió el bigote—. Pero no hay nadie en la esquina. —No, señor; los piratas llegan a medio día. Les gusta el sol ¿Cómico, no? Aunque sean ingleses. —¿Los piratas son ingleses? —De dónde más. —Ah, ya— dijo el señor—. ¿Y los demás libros, también con los piratas? —No. Esos, si no los quiere comprar nuevos, le toca… obtenidos. —Cómo que obtenidos. —Pues obtenidos, señor. El viejo bajó y subió el bigote como masticando un apunte, y asomando una sonrisa, preguntó: —¿Y a qué horas llegan los ladrones? Alejandro lo miró sonriendo: —A la hora menos pensada, señor, a la hora menos pensada. —Buen día. —Bueno. Las primeras horas en las librerías del pasaje son casi siempre muertas. Más o menos hasta las once, cuando va a la Frutería por un pastel gloria, Alejandro se sienta en su banquito a la entrada de la Destiempo y se pone a leer La Nieve, y a fumar, a fumar mucho porque hay que aprovechar que el aire aún está fresco, ya que a las
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diez y media, once, hace demasiado calor para fumar y a veces también para leer, y lo único que queda por hacer es ir a la Frutería a tomarse un cafecito, comerse un pastelito y echar carreta un rato con los otros libreros, siempre y cuando, sobra decirlo, no esté el viejo Salazar. Pero si los que están son Arnulfo, el Negro y los demás, echar carreta un rato resulta espléndido, aunque haya que andar siempre con un ojo en la puerta de la librería, no va y sea. Pero ese día aún no había llegado el calor porque hasta ahora eran las nueve y media, nueve y cuarenta, y había todavía tiempo para fumar aunque no para leer La Nieve porque, una vez se había ido el señor del bigote, a Alejandro no le quedaron ganas de agarrar un libro sino más bien de seguir pensando, como lo venía haciendo durante tres o cuatro días, en el libro de Pacho, o más bien en cómo sería el libro que Pacho estaba escribiendo y del que no le había querido decir nada –supuestamente por agüero pero parecía más bien por pena–, nada más que eso, que lo estaba escribiendo. Y eso ya era suficientemente intrigante ya que ni Pacho era escritor, ni en el pasaje Veracruz pasaba nada nuevo, ni nada medianamente nuevo, nunca. —Buenos días. —¿Sí? —Administración para principiantes… —No lo hay. —Muchas gracias, que esté bien.
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—Bueno. A los libreros del pasaje Veracruz, sobre todo a los que llevan diez o veinte años en el mismo puesto tratando de venderle el mismo libro al mismo cliente, y aunque tal sedentarismo haya engendrado en ellos una paciencia de obispo, no les queda un rastro de consideración por los clientes y no están dispuestos a satisfacerlos a menos que pregunten un título particular y que en ese instante el librero recuerde en qué anaquel fue que lo puso. Si alguno de esos requisitos no se cumple, se extinguen sus esfuerzos. Hay unos libreros más amables que otros, claro, como Alejandro que aunque no se molesta en buscar los libros más que en el desvencijado archivo de su memoria y aunque ya se ha acostumbrado a saludar “¿sí?” y despedirse “bueno”, es de lo más gentil y servicial que hay en el pasaje, lo que, como ya se ha dicho, no es gran cosa. En frente a la librería de Alejandro trabaja otro librero, conocido como el Negro aunque no es negro y el que, bien mirado, a duras penas es librero, pues no tiene librería. El Negro es un viejo jodido y borracho que llega al pasaje todas las mañanas, a las nueve, más o menos, con cajas llenas de libros de procedencia ignota que tira en el piso sobre un plástico verde y vende a mil pesos cada uno, excepto los que pone sobre una banca, que valen dos mil y son pa’ pájaro fino, como dice él.
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—¡No se deje estafar: no pague ochocientos, no pague quinientos, pague mil! El Negro es teatral y es gritón; vende libros como vendiendo empanadas y toda la plata se la gasta en ron. —¡Colega!— grita, dirigiéndose a su anciano ayudante y a la vez a todos los transeúntes—: ¿cuánto tenemos en las arcas? —Siete mil, colega. —¡Pero eso no alcanza pa’ almorzar! —¡Pero sí pa’ media de ron! —¿Y entonces qué hace usted ahí parado, colega? Y con farsas como ésta y sucesivas botellas de ron es que pasan el día y atraen o espantan a su rala clientela. —Disculpe, señor— preguntó un viejito frágil y sonriente— ¿qué precio tienen los libros? —Tenemos de tres precios, profesor— declamó el Negro—: todo a mil, todo a mil y todo a mil. —¿También lo de arriba? —No, profesor, no, no, no; lo de arriba es pa’ pájaro fino. Que los libros no se vendan como antes en la librería; que la policía haya confiscado su último tiraje; que además de llevar un buen par de años vendiendo bastante más que él, el maldito de Pacho esté escribiendo un libro en el que bien pueda hablarse de él; que Andreita la hija de su hermano Rogelio se le haya quitado de un brinco el otro día en el almuerzo familiar y le haya ar-
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mado un escándalo malintencionado que le costó una cercana pelea con su hermano y dos cuñados; que ya no dejen fumar en el café Mortiz y que al incompetente de Esgar lo hayan atrapado y lo haya metido a él en el rollo, son las desgracias con que el viejo Salazar se embetuna los zapatos y se engrasa hacia atrás el poco pelo que le queda todas las mañanas antes de salir hacia su librería en el pasaje Veracruz. Una vez allá, prende un cigarrillo y se desabotona el bléiser para poder agacharse a quitar los candados y subir la reja metálica. El cigarrillo se lo termina sentado detrás de un escritorio casi todo ocupado por torres de libros, excepto por un área pequeña en la que mantiene un esfero rojo, varios lápices y una calculadora. Con ellos Salazar saca las cuentas de su desgracia. Las ganancias las anota en rojo y las deudas en lápiz porque nunca se sabe, después de regatear, en cuánto queden. Pero Salazar es más orgulloso que un toro, que es un animal ya bastante orgulloso, y nunca alcanza a anotar las pérdidas, pues a la vista del signo menos en la calculadora no puede evitar romper el lápiz, primero en dos y luego las dos mitades restantes nuevamente en dos. —Buenos días— saludó una señora con una falda café y de la mano un niño con algo también café untado en la cara—, estoy buscando un libro para niños de seis añitos, como él, mejor dicho, que sea… —No— dijo Salazar con los ojos fijos en los del niño. —¿No tiene nada digamos para…
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—No. —¿Ni siquiera… —Que no. A Salazar no le gustan los libros para niños; ni venderlos, ni comprarlos ni leerlos. Es más, tampoco le gustan los niños. Le parecen feos y malintencionados y siempre que alguno entra a la librería pone mucho cuidado en que no se robe nada, y a pesar de hacerlo siempre queda con la impresión de que algo se llevó. Entonces se desabotona el bléiser y agacha el hocico como un oso hormiguero para revisar los anaqueles bajos a los que el niño anduvo cerca. Cuando encuentra un espacio vacío entre dos libros se para bufando y prende un cigarrillo con una cara de sospecha policíaca que le sale muy bien. Pero la cabeza de Salazar está llena de moscas, tangas amarillas y azules y rojas y canciones tropicales de fin de año, y no le queda espacio para guardar el mapa de sus libros, y por eso, cuando se agacha con esfuerzo para revisar los anaqueles bajos, siempre encuentra la evidencia del infantil hurto en el mismo hueco entre los mismos libros. A las once, once y media, cuando Esgar llega con el pedido, Salazar aprovecha para ir a la Frutería a tomarse un café y comerse algo mientras lo deja cuidando la librería. Doña Gloria desconfía con toda razón de él y no lo quiere porque es un viejo grosero, dice, pero la verdad es que no lo quiere porque nunca come pastel gloria.
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Además ya todos saben en el pasaje que Salazar tuerce a los muchachos que contrata. No es sino acordarse del joven Esgard, que ya no se habla con Pacho y Alejandro, que tanto lo querían, e incluso se peleó con Arnulfo quien finalmente fue el que le enseñó todo lo que ahora sabe. Por eso, cuando su sobrino Ramón la llamó para pedirle trabajo en la panadería porque no encontraba nada que hacer en Teusaquillo, doña Gloria lo recibió de mala gana, no por Ramón, que es un chino capaz, sino porque preveía lo que finalmente sucedió, y por eso cuando vio que Salazar empezó a endulzarle el oído con negocios de libros, lo mandó de vuelta a su barrio aunque sabía muy bien que allá sólo se iba a dedicar a vagabundear con esas dudosas amistades que hasta marihuaneras serían. Entonces doña Gloria desconfía con razón de Salazar, pero le vende, pues no son esas razones suficientes para perder un buen cliente. —¿Usted si es bestia, no? —Pero qué más quería que hiciera, don Salazar ¿ah?, ¿surtir a los tombos? —Hubiera podido no nombrarme a mí, zopenco. —Ah, pero eso no fue sino una referencia ahí, eso no es nada, no se preocupe don Salazar. —Bueno, y ahora qué va a hacer, Esgar. —Pues ir por ese pedido a Arteletra. —¿Ya toca Arteletra otra vez? —Ya di toda la vuelta.
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—Bueno, listo. Ojo esta vez, ¿Sí? —Fresco, don Salazar. Nos vemos. —Oiga, venga, Esguítar, venga le comento. ¿No ha oído nada de un libro que dizque anda escribiendo Pacho? —Ni tifoidea, don Salazar. Al mediodía el calor suele hacerse insoportable, a menos que llueva y entonces el bochorno se hace insoportable. El polvo del pasaje levantado por la onda de calor que lo atraviesa trayendo consigo el humo de los buses de la Séptima se convierte en una nube densa que seca todas las gargantas y recubre todas las frentes y las ropas con su pátina negra. Con esa nube también llegan los grumetes de los piratas a instalar sus mesitas –tener locales sería demasiado descarado– y a llenarlas de las últimas novedades, recién salidas de la imprenta. En seguida se ponen a ofrecer los títulos a gritos a través de la nube caliente que distorsiona los sonidos y las formas. Los piratas del pasaje son Salazar y Pacho. Pacho es el más glorioso; Salazar, el más temible. Ninguno de los dos, sobra decirlo, se para personalmente a vender los libros. Ambos delegan esa impía tarea a sus grumetes. El de Pacho es su sobrino, hijo de uno de los Luises. Las de Salazar son dos jovencitas, duras y amargas y una de ellas embarazada, y nadie sabe bien qué tipo de relación tienen con el viejo.
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—¡Llévelo, llévelo, la última de Rosero, lo nuevo de Chaparro, llévelo, llévelo! Pacho de niño quería ser pirata. No era un sueño demasiado original, pero era el suyo. La mitad de su salón del colegio también soñaba con ser pirata o corsario y asaltar galeones españoles. También buena parte de sus primos tenía como objetivo convertirse en John Silver el Largo, en parte porque compartían los libros que el padre de Pacho les leía de vez en cuando. No era un sueño original, pensaba Pacho al final de sus rememoraciones, pero él fue el único que mal que bien lo logró, aunque no exactamente del modo en que lo había imaginado. El padre de Pacho, don Naranjo, sufría un severo complejo de inferioridad que lo había llevado a exigir que incluso sus sobrinos lo llamasen don, con lo que sólo logró que lo apodaran el tío Naranjitas. El tío Naranjitas les jugaba los domingos a sus hijos, Pacho, Hilda y la otra –que había caído en desgracia y ya nadie le hablaba– y a sus sobrinos, los primos de Pacho, que eran muchísimos e incontrolables y todos se llamaban Luis, incluidas un par de primas que habían heredado el gen dominante del vello facial de Mamá Rita, según decía el tío Naranjitas por tomarlas del pelo, haciéndolas llorar. Lo que no decía era que Mamá Rita era una mujer que sobrepasaba a su marido, el abuelo de Pacho, en más de un atributo, incluido el de la barba pues el abuelo era más bien lampiño y mucho sufrió a causa de esa
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impresentable desventaja, heredándole de ese modo a su descendencia su masculina inseguridad. Por eso el tío Naranjitas exigía ser llamado don Naranjo por todo el mundo, incluida su esposa, quien no lo consintió y en cambio casi lo mata a pellizcos cuando oyó la proposición. Sin embargo, una que otra noche, cuando los chinos se quedaban a dormir donde los Luises, Matilde, que era hermosa, condescendía al uso del sufijo al gritar el nombre de su marido entre las sábanas. Esto hacía que el tío Naranjitas se levantara rozagante y de buen ánimo al día siguiente y le dedicara el domingo entero a arreglar aparatos, limpiar la cocina, hacer el almuerzo y leerles a sus hijos y sobrinos, de vuelta para almorzar, unos libros que había en la casa, herencia de la familia de Matilde, más culta que la suya aunque pobre como el desierto. Uno de esos libros era La isla del tesoro de Stevenson, en una traducción española de los años cincuenta que hacía morir de risa a Pacho y a los Luises con sus “¡rayos!” y “¡canallas!” y “coger la ocasión por los cabellos”, léxico que muy pronto adaptaron a sus conversaciones cotidianas para diversión de sus tíos y padres. —Luis, ya estoy harto de este almuerzo; acompañadme a charlar bajo la toldilla. —Bueno, Pacho, pero primero pasadme la jofaina. —¿Podéis recordarme, eh… buen hombre, cuál es la jofaina?
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Pero la falta de océanos cercanos y sobre todo de un pirático mentor hizo que Pacho no pudiera continuar su aprendizaje y en cambio terminara aprendiendo de mala gana las artes de la impresión al pie de su tío Juan, dueño de una imprenta en Palermo donde publicaba volantes de propaganda, folletines religiosos y una que otra revista estudiantil. Empezó en unas vacaciones del colegio cuando tenía quince o dieciséis años y mal que bien aprendió a imprimir, armar y refilar libros y folletos, y a repartirlos por las calles. Una vez terminado el bachillerato, ya que su madre le había prometido mandarlo a la universidad pero su padre había consentido con una cara de preocupación que no podía disimular, Pacho decidió irse a trabajar un tiempo a la imprenta con su tío, prometiendo entrar a la universidad después de un par de años de despejarse la mente trabajando. Pero los años pasaban y en su casa no se volvió a tocar el tema, Pacho por no presionar a sus padres y ellos por no entusiasmarlo demasiado. —Porque además el tío Juan ya está muy viejo… —Y cansado, sí, muy cansado. —Si… —Si… Al principio el trabajo era monótono y no pagaba nada bien. Ya sólo se imprimían folletines religiosos y las señoras de las casas de Palermo estaban cada vez menos dispuestas a recibirlos y a escuchar la cantaleta y para
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completar, hasta los testigos de Jehová habían dejado de pagar a tiempo. Un día, sin embargo, Pacho se encontró en el parque Santander con Alejandro, un viejo amigo del colegio. Emocionado de verlo, Pacho lo invitó a café y buñuelo del parque, pero Alejandro le recomendó comer siempre unas cuadras más abajo, en el pasaje Veracruz donde recientemente había empezado a trabajar en una librería heredada de su padre, ya muerto. Entonces entraron a una panadería con nombre de frutería donde los atendió una muchacha dulce como la miel y fea como ella sola, cuyo pastel gloria era, sin embargo, suculento. Allí Pacho contó la historia de la imprenta de su tío dejando entrever su descontento. Masticaron en silencio un buen rato mientras la muchacha limpiaba las mesas. Alejandro le ofreció a Pacho un cigarrillo y los dos fumaron con parsimonia. —Le tengo un negocio— dijo por fin Alejandro, no muy convencido de lo que iba a decir, y empezó a hablar de las posibilidades de la imprenta, de la falta que hacían buenos libros en Bogotá, de lo poco que se editaban los autores más famosos de España y América Latina, de los autores del boom, de lo poco que le gustaba Vargas Llosa. Después paró de hablar, miró la cara confundida de Pacho, y le dijo: —Le tengo un negocio: hagamos libros. —Cómo que hagamos libros.
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—Pues hagamos libros, Pachito. Usted pone la imprenta y yo, que conozco qué se vende y qué no y estoy más o menos enterado de lo que sale, lo asesoro, digamos. Hacemos una colección sencilla y vamos sacando de a uno, clásicos de la literatura universal, escritores recientes de todas partes, bien bonitos y bien baratos. La mayoría de la gente en esta ciudad no tiene con qué comprar los libros nuevos de Aguilar, Alfaguara y Sudamericana. Entonces los sacamos más baratos y más bonitos y los vendemos aquí mismo en el pasaje Veracruz. Obra social, obra cultural, obra económica, todo en uno. Pacho se quedó callado un rato, fumando y mirando a Alejandro con una sonrisa que le iba creciendo en la cara. Pensó que sería una manera de aburrirse menos en la imprenta y sobre todo una oportunidad excelente para reanudar su amistad con Alejandro, al que tanto había admirado en el colegio y de quien se había alejado cuando éste, unos años antes, se había graduado sin honor alguno. A Alejandro, sin embargo, no le dijo nada de eso, sino que le parecía una empresa muy noble y sensata eso de llevarle la literatura al que no tenía plata. —Tan noble, Pachito, que a uno casi se le olvida no estar pagando los derechos de autor, ¿no? —Pues sí viejo Alejandro, pues sí. Esa misma tarde, impulsados por una tercera ronda de café y pasteles gloria, se pusieron a imaginar la co-
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lección, que se empezó a imprimir tres meses después, comenzando, como era de esperarse y a pesar de que Alejandro arguyó la existencia de suficientes ediciones de ese libro, por La isla del tesoro. Los libros empezaron vendiéndose muy bien y relativamente sin esfuerzo durante los primeros dos o tres años. Pacho se los llevaba a Alejandro que los distribuía a las librerías del pasaje cuyo número crecía, y conservaba unas copias para venderlas en la Destiempo. Al principio sólo publicaron clásicos de la literatura europea –Dickens, Stendhal, Rilke– pero pronto empezaron a sacar también a los latinoamericanos. Los libros eran de papel periódico, de tapa ajedrezada y la colección se llamó también Destiempo por petición de Pacho. Todavía se encuentra uno que otro por ahí. El negocio crecía libro a libro, la imprenta empezaba a no dar abasto y Alejandro había podido mandar a hacer bibliotecas nuevas. Después piratearon Cien años de soledad y entonces el panorama se tornó realmente promisorio, por un corto tiempo, y en seguida negro como la noche. Ocho o nueve policías llegaron al pasaje y confiscaron en todas las librerías los ejemplares del libro. —No joda, ese Gabo sí tiene amigos donde toca— comentó un costeño al que le decían el Negro y que acababa de empezar a trabajar en el pasaje. Aunque no pudo hacerlo responsable, la policía conectó a Alejandro con el “operativo” asociando en un
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golpe de astucia el nombre de la editorial con el de la librería y le hizo una seria advertencia. Más furioso que asustado, Alejandro habló de cerrar el negocio e incluso la librería por unos meses, a lo cual Pacho accedió inicialmente ofreciéndole ayudarlo con la plata mientras pasaba la tormenta. Sin embargo, dos o tres días después de ese sorpresivo incidente –pues la policía nunca se había interesado en lo que pasara o no pasara en el pasaje– el dúo pirata tuvo prueba de que su reciente desgracia no había sido un fatídico capricho del Destino o que de haberlo sido, el Destino había tomado la forma precisa y animalesca de un ser llamado Alonso Salazar. Según le contó Alejandro, pues Pacho no había llegado todavía, Salazar había llegado al pasaje a eso de las diez de la mañana con una caja entre los brazos y un cigarrillo pendido al costado de una leve sonrisa de chacal. Tiró la caja al piso frente a uno de los pocos locales que quedaban libres en el pasaje, se desabotonó el bléiser y con esfuerzo se agachó, abrió los candados y subió la reja metálica. En seguida abrió la caja y sacó un letrero que colgó del marco de la puerta y que en letras rojas sobre fondo amarillo decía: Todo Libros al Azar. Dijo Alejandro que había estado toda la mañana parado a la entrada de su nuevo negocio fumando y sonriendo, rascándose la panza como un oso recién alimentado. Al medio día llegó un joven con unos libros. Salazar sacó una mesita de su local y se la llevaron a la esquina del pasaje, frente a
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la Frutería Tropical 2, donde la instalaron y abastecieron con los ejemplares. Cuando Salazar había regresado a su sitio, Alejandro se acercó a la mesa y vio que los libros que ofrecía el viejo, del que ya rondaba el rumor de que cargaba con un machete envenenado, eran todos novedades editoriales, incluido Cien años, y cuando preguntó por sus precios entendió que, por exactos que fueran, tenían que ser piratas, y que mucho habrían de cuidarse desde entonces de ese astuto orangután. Pero a mí el nombre me parece hasta bonito— dijo Pacho con timidez—. Tiene algo de mágico, ¿no? De literario. —Ay, Pacho… —¿Qué pasó? ¿No le parece? —Es que no se llama Todo Libros al Azar— repuso Alejandro incrédulo de la fantasía de su amigo—, se llama Todolibro Salazar, Pacho, dese cuenta de la clase de gandul… La nueva competencia hizo necesario que Pacho y Alejandro le hicieran varios ajustes a su negocio, algunos de los cuales lamentaron. Tuvieron que sacar ellos también una mesa a la esquina del pasaje, pues vender los libros en la Destiempo era demasiado riesgoso; la mesa, en caso de peligro, era fácil de desmantelar y esconder en algún lado y sobre todo, no tenía conexión aparente con ninguna de las librerías. También tuvieron que quitarle el nombre de la editorial a los libros y aunque
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durante un tiempo siguieron imprimiendo la colección que habían diseñado en un principio, pronto tuvieron que condescender a su reproducción exacta, pues ya casi todos los clientes estaban dejando la colección negro y blanco por la copia indiferenciable que les ofrecía el gandul de Salazar. Un año más tarde, tras seguidos intentos por parte de Salazar de sabotearles el negocio, incluida una requisa en la imprenta de Pacho de la cuál le costó muy caro zafarse, Pacho tuvo que cambiar de sitio la imprenta y vender la casa de Palermo que acababa de comprarle a la viuda del tío Juan. Finalmente no se llevó las máquinas porque compró unas nuevas capaces de trabajar más rápido y de hacer copias más fieles, y las instaló en un salón enorme en un tercer piso de un edificio cuya ubicación mantuvo secreta. Cuando salió la primera tanda de copias exactas de La Nieve del Almirante, Salazar sintió la amenaza respirándole en el cuello y decidió alertar a la policía, que confiscó tanto la mesa de Pacho como la suya propia. Más de una vez obró sin ninguna previsión a causa de esos ataques de los que era presa. Pero fue desde ese día, aunque mucho se diga que no es algo que sucede de un día para otro sino que se va construyendo, que Salazar decidió odiar a muerte a Pacho y a Alejandro. Y quizás odiaba más al primero porque a diferencia del otro, Pacho le tenía miedo y siempre que sentado en la Frutería y alertado de su proximidad por Gloria, la muchacha de la panadería que ya no era
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tan muchacha y a la que todos ya empezaban a llamar doña, salía a perderse, para tristeza de Gloria quien ya le encontraba cierto gusto a sus silenciosas visitas, cosa de lo que Salazar se daba cuenta cuando a su llegada Pacho en efecto se marchaba sin mirarlo y doña Gloria lo recibía tirándole un pandeyuca viejo sobre la mesa. Durante veinte años, al menos por fuera, todo se mantuvo igual; doña Gloria en su panadería, Pacho llegando a medio día a revisar sus mesas del pasaje –más temprano en la mañana revisaba las otras que había ido montando por la ciudad– y parando en la Frutería a comerse un pastel gloria, a menos de que entrara Salazar, y volviendo por la tarde a tomarse un café con el avejentado Alejandro en la misma mesa en que habían imaginado el negocio que ahora le permitía tantas horas de ocio al día para caminar, conversar y últimamente incluso para escribir un libro. Por dentro, en cambio, las cosas no eran exactamente iguales a como habían sido en un principio, pero se habían desarrollado de un modo bastante predecible. El negocio de Alejandro y Pacho se había consolidado y en poco tiempo había sobrepasado en ventas a su competencia, tal vez por el trato más amable que ofrecían, cosa que despertó en el viejo Salazar una envidia cada vez más amarga aunque, cabe decirlo, bastante menos histérica. Todos excepto Alejandro habían envejecido a un mismo ritmo, que en los bogotanos es lento y marcado. Y aunque nada pasó
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entre doña Gloria y Pacho, se puede decir con bastante seguridad que llegaron a amarse, no ya en un sentido juvenil y fervoroso, pues se les hizo tarde, sino en otro que por ser más tranquilo y cansado suele denominarse platónico, término tan equivocado en tantos sentidos que no vale la pena criticarlo, excepto por aquél sentido que indica que un amor platónico es necesariamente más abstracto, como si el amado hubiera fabricado en su cabeza, a fuerza de no verla, una imagen perfecta de su amada y a cada encuentro con la versión de carne y hueso la evocara involuntariamente, reemplazando esta por aquella. No. El amor que había nacido tardíamente entre doña Gloria y Pacho nunca fue más abstracto o platónico que el que hubiera nacido más temprano, sino simplemente menos cardíaco, menos deportivo. Pacho amaba a doña Gloria cuando le conversaba sobre ciertas cosas, la miraba de cierto modo y le alababa el pastel gloria con algún juego de palabras fácil y un poco vago, y por eso mismo todo lo más amoroso. “Podría pasar la vida entre glorias”, “de gloria en gloria a la Gloria”, o algo así. Podría argüirse que Pacho no amaba a doña Gloria sino que amaba jugar a que la amaba, pues nunca finalmente le declaró su amor. Y aunque suena sensato, bien mirado, no hace ninguna diferencia, pues ahí está que Alejandro no amaba, como Pacho, a doña Gloria. Una época pensó que la amaba porque se le desordenaban los intestinos cuando la veía reír con Pacho, pero
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con el tiempo descubrió que lo que sentía era envidia de su amigo y del modo en que llevaba a cabo eso de jugar a amarla, que era capaz de prolongar eternamente. Cómo le hubiera gustado a Alejandro poder sentarse con doña Gloria y hablarle de ciertas cosas, mirarla de cierto modo, alabarle el pastel gloria. Los viejos como éstos, tan solos y tan pobres, sienten el amor como un calorcito que les recorre el estómago y lo confunden con el hambre; si doña Gloria no fuera panadera no hubiera tenido tantos pretendientes, o pretendientes a jugar a pretenderla. También es probable que si no se llamara Gloria hubiera sido así mismo menor el número de sus enamorados pues hubiera sido para ellos menos gratificante alabarle el pastel gloria, y como se ha visto, estos viejos, aunque animosos y en últimas buenos, no son ejemplos dilapidadores de fuerza de voluntad. “Este pastel es una gloria, doña Rosa”, no funciona. Si doña Gloria se llamara doña Rosa debería tener una floristería, cosa de hacerle la vida más fácil a los viejos vecinos: “venía por una rosa roja, pero me encontré con una Rosa más bella”, o incluso “más hermosa”, para que rime con Rosa y de ese modo satisfaga los redundantes gustos poéticos de los viejos bogotanos. Pero doña Gloria tenía una panadería; es así, y así estaba todo muy bien porque Pacho podía ir a la Frutería Tropical 2 todos los días al medio día, después de montar las mesas de libros, y pedirle a doña Gloria un pastel gloria y comérselo bien
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sentado y cuando llegara la hora de pagar y despedirse, hablarle de ciertas cosas, mirarla de cierto modo. —¡Dormita ya el Deseo! ¡ya dormita el Amor!, ¡y yerra –enloquecida– por sus lueñes exilios de Dolor, l’alma pura de Ofelia, mientras Hamlet, moroso y taciturno sepultose en sí mismo! —¡Se me va! En los últimos momentos de la tarde, si es que no hay demasiadas nubes negras en el cielo, la luz pasa de largo por encima de toda la ciudad, y debajo, en la calle, aunque se vea la luz, hace frío. Las sombras de las estatuas y los transeúntes ahora caen del lado contrario del que lo hicieron en la mañana, sobre las baldosas del parque, y son una sola sombra larga que alcanza las paredes del museo. En esa sombra, sumadas a las de los vivos y los muertos, están las sombras de los imitadores de santos, que ya llevan unas buenas horas recostados, echados o tirados, según la cantidad de miembros que les falten, al pie del portón de la iglesia. ¡Oh, las sombras enlazadas! Nadie sabe por qué son así, los imitadores de santos; es decir, que se sabe por qué son inválidos, claro, y se sabe que viven de pedir limosna, también, pero nadie puede explicar por qué son idénticos, uno a uno, trapo a trapo, herida a herida, a los santos que adentro, congelados en dinámicas posturas, habitan las capillas del deambulatorio de la iglesia. Ahí están, entre tantos, el
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buen San Roque, levantándose la falda para mostrarle a Dios, pues mira hacia arriba, la llaga que perfora su muslo izquierdo, llaga pestilente obtenida curando a los afectados de la Muerte Negra en Roma. El San Roque de afuera, el de verdad o el de mentira, según se mire, también muestra la herida en su pierna izquierda y aunque también mira hacia arriba, no mira a Dios, sino a los peatones que le pasan cerca evitando mirarlo a los ojos. —¿Y por qué me está trayendo tan poquitos últimamente? —No ve que ya estoy juntando pa’ abrir mi librería. —Dele con esas pendejadas de Arnulfo y del Abuelo; usted lo que tiene que hacer, Esgar, es seguir trayéndome libritos, ¿sí? Que pa’ eso es que es bueno. A Salazar no le gusta nada que Esgar, todavía joven, esté pensando en retirarse de ladrón y, como le enseñó Arnulfo, abrir su propia librería. —Mil quinientos, dos mil volúmenes, no es más, y con eso abre la librería aquí mismo en el pasaje y se queda tranquilo y monta que su casa, que su familia, que sus cositas— le decía siempre Arnulfo, calcando las palabras del Abuelo, una vez habían repasado el funcionamiento del mapa. Y a Esgar esos consejos le calaban muy hondo, pues traían consigo el peso de la tradición. El Abuelo había sido tal vez el primer ladrón profesional de libros en Bogotá, por allá cuando el único
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ladrón famoso era el viejito Gómez Campuzano, pintor, que salía de las librerías a la velocidad que su bastón le permitía, sonriendo y saludando para distraer la atención del bulto notorio que llevaba bajo el saco. Los libreros le sonreían a su vez, y al verlo salir por la puerta, llamaban pacientemente a la señora de Gómez, que con resignación tomaba apunte y al miércoles siguiente, día de sus compras, pasaba a pagar la cuenta. Del Abuelo, en cambio, nadie se despedía sonriendo porque nadie lo veía salir. También su esposa, a su manera, era su cómplice, pues sentada a la máquina de coser le había ayudado a hacer realidad su sueño de un pantalón que por debajo del bléiser le llegara a las axilas, lleno de bolsillos en los que iría organizando, una vez en la librería, los libros que le interesaran. Dicen también que el Abuelo se disfrazaba para robar, a veces de cura, a veces de ciego, e incluso una vez, en la Buchholz, lo que para él fue el momento más alegre de su carrera, de Gómez Campuzano, día en que no hizo falta recurrir al pantalón. Un tiempo después, sin embargo, dejó el oficio, abrió una librería en el pasaje, donde aún pasa las tardes, y se dedicó a entrenar jóvenes ladrones para sacarlos, decía, del mal camino. El mejor de sus pupilos fue sin duda Arnulfo, que tuvo el honor de heredar el remendado pantalón y quien, enfrentado a una ciudad en la que de repente se habían multiplicado las librerías,
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supo desarrollar el sistema del mapa. Cuando se retiró, sin embargo, no quiso abrir una librería en el pasaje, y en cambio se dedicó a ser librero free-lance, para lo que hay que tener un ojo verdaderamente bueno, cosa de no perderse las oportunidades. Pero Arnulfo no sólo tiene buen ojo para el negocio, sino que además tiene un don del que ningún otro librero, ni estable ni free-lance, se puede preciar de tener, que es el de desenhuesador. A veces los libreros compran libros a precios más altos de lo que suelen permitirse, porque tienen ya un cliente en mente, y entonces se pueden dar el lujo de meterle un bajón considerable a la caja menor. Sin embargo, suele suceder que el cliente ya tenía el libro, o que simplemente resultó no interesarle tanto. —Venga, Arnulfito, venga le cuento. Míreme esta joya que me conseguí el otro día para un cliente que tengo, y a qué no adivina, Arnulfito. —Se le enhuesó. —Se me enhuesó, viejo Arnulfo. —Fresco, Alejo. Yo se lo desenhueso. Cuánto quiere por él. —Pues consígame aunque sea los treinta mil que pagué. —Fresco, Alejito, mañana se los traigo. No es de extrañarse la total falta de competencia en este oficio, ya que todo parece indicar que no tiene remuneración alguna. Muchos dicen que Arnulfo tiene
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unos clientes secretos regados por Bogotá a los que les vende los huesos, en especial un supuesto abogado del Banco de la República aficionado a las primeras ediciones. Otros dicen que los libros en realidad los paga él mismo con una improbable fortuna producto de sus días de ladrón, y que los guarda en una bodega incógnita. Alejandro cree en una versión atenuada del primer caso. Pacho, más dado a los mitos, confía en la existencia del osario subterráneo. Desgar, que viene siendo la tercera generación de la escuela del Abuelo, duró años insistiéndole a Arnulfo que le revelara el secreto del deshuese, pero esto fue lo único que el maestro no le quiso revelar. En todo lo demás Desgar llegó incluso a superarlo, pues además de ser más atrevido, sin ser menos meticuloso, encontró una manera de mejorar el pantalón del Abuelo, con un complejo sistema de cauchos y resortes que, por debajo de la camiseta y el chaleco, atrapaban con exactitud los libros que Desgar arrojara camisa arriba, dejándolos bien organizados y pegados al cuerpo. Así es que rápidamente superó a sus condiscípulos, no sólo porque mantuvo secreto el funcionamiento de los cauchos, sino porque aprendió a usar el mapa, para lo que no se requiere mucha astucia, pues es muy sencillo, y en cambio sí mucha calma. El mapa consistía en un plano de Bogotá lleno de puntos enumerados que señalaban todas las librerías, bibliotecas públicas y escolares de la ciudad. El método
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consistía en robar los puntos en orden, de modo que al cabo de concluida la ronda, que duraba un año y pico, ya los empleados habrían cambiado o de permanecer, les habría costado trabajo reconocerlo. Confiando en sus habilidades y en las del mapa, Desgar rondó la ciudad abasteciéndose de libros que luego vendía a los viejos del pasaje. Alejandro y el Abuelo sólo compraban los de las librerías y no los de las bibliotecas públicas pues les parecía que hacerlo significaba “pasarse de la raya”, como decían, sin saber muy bien de qué raya se trataba ni por dónde exactamente es que pasaba. El viejo Salazar, en cambio, y en esto Pacho siempre quiso ver un signo inconfundible de su perversidad, compraba todo, sin importar la procedencia. Pero el joven y ágil Desgar fue presa también de uno de los miles de intentos por parte de Salazar de sabotear a sus enemigos y enredado en las telarañas del viejo, terminó por pelear con Pacho y Alejandro, e incluso con Arnulfo, y por no venderles más. Para compensar las pérdidas, Salazar lo incluyó en sus demás actividades, también robos de libros, pero de otro tipo, como robar en la aduana las importaciones españolas, lo que Salazar, por darle un color pirático, llama “apropiarse del oro español”, robar en las bodegas de las distribuidoras y en las siempre valiosas bibliotecas privadas de los viejos bogotanos. Aunque todas estas eran situaciones en principio peligrosas, los ladrones de libros vivían ampa-
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rados por el desinterés de la policía, que pensaba que eso de los libros no merecía mucha atención ya que no era más que un lujo de ricos, y cuya pérdida era fácilmente remediable comprando más. De modo que Desgar se paseaba a sus anchas por la ciudad tomando cualquier libro que le apeteciera, siempre y cuando el libro no fuera, pues desde el infortunio de la editorial Destiempo esto se había vuelto un serio agüero entre ladrones, uno de García Márquez. Una sola vez, en la Panamericana de Chapinero, un celador descubrió a Desgar con las manos en la masa, es decir, con los libros entre la maleta, y le ordenó que la abriera. Sin exaltarse, Desgar, sacó uno a uno los veinte o treinta libros que llevaba –tan fácil era robar allí que ni los cauchos hacían falta– y los puso sobre una mesa a la entrada. El celador lo miró con cara de “se me queda ahí quietico” y llamó a su supervisor. —Mire, jefe, que este joven estaba a punto de llevarse una maletada de libros. —Cuál joven, Cubides. —Éste… pero si yo mismo… —Y cuáles libros, Cubides. —Pues estos que…vida triste. Una noche Pacho entró a la Destiempo y sonriendo le anunció a Alejandro que su libro ya estaba en la imprenta. Alejandro lo felicitó y le preguntó si ya podía saber de qué se trataba o por lo menos cómo se llamaba,
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a lo que Pacho respondió que debía esperar a que su sobrino le trajera la caja de los libros para la venta. También le contó que iba a irse a tierra caliente cinco días a descansar de tanto ajetreo, pero Alejandro entendió que realmente iba a esconderse mientras sus conocidos, que llevaban días esperando y especulando sobre el libro, lo leyeran. Alejandro miró a Pacho con ternura y lo invitó a sentarse. —¿Y la edición cómo es? —Pues muy chusca, es de Alfaguara. —Cómo así que es de Alfaguara. —Pues así como lo oye. —Ah, sacó el libro de una vez pirata. —No, no es pirata porque no es copiado, es mío. Es original. —Pues sí, Pachito, es un original pirata. —¡No! O, bueno… —¡Claro! El que lo compra piensa que Alfaguara lo sacó y que ya lo están pirateando, o sea que debe ser bueno y debe estar vendiendo mucho. ¡Y resulta que no! ¡Es el verdadero original pirata! —Pues sí, por eso. —¡Ese Pachito…! Se va a vender como arroz. —A mí no me importa que se venda o no se venda. —Pero mejor si se vende… —Ah, pues claro. —Oiga, Pachito, ¿y salgo yo?
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—Pues no, no. Así como tal, no. —¿Y Salazar? —Bueno, me cogió la noche, viejo Alejandro. Entonces ahí le llega en estos días el mandado y nos vemos la otra semana. —Seguro, Pachito, que descanse por allá. —Es que a eso voy. —Claro, bueno, pues que descanse. Alejandro se quedó sentado en su butaca. De la biblioteca que tenía al lado sacó La Nieve y la abrió en cualquier página. Miraba a la calle un poco preocupado. No pensaba en qué diría el libro de Pacho, pues ya tendría oportunidad de leerlo, sino en si estaría o no bien escrito. Al principio intentó convencerse de que seguro se trataba de un texto de calidad, pero después pensó que nunca había leído nada de su amigo, que entre otras no era muy buen lector, lo cual lo preocupó un poco. Claro que la gente que habla poco y es tímida por lo general escribe muy bien, se dijo sin creérselo. Alejandro quería poder admirar el libro y felicitar genuinamente a Pacho, pero había entendido que el libro no tenía que ser bueno sólo porque Pacho fuera un buen hombre. Esa revelación lo llevó a preguntarse por qué en efecto lo admiraba tanto si era un hombre del que no podía esperarse en sano juicio una obra admirable, del que hasta entonces sólo conocía una obra, la editorial Destiempo, en la que finalmente él había puesto la idea y Pacho tan
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sólo las máquinas. Como no halló respuesta a la pregunta decidió teorizar la situación, que es lo que se hace cuando la respuesta más inmediata no gusta. Recordó un pasaje de Aristóteles que dice que el contrario de la envidia es la emulación, que a su vez es una forma de la admiración y el respeto, la forma más pura. Concluyó que hay amistades sin fundamento alguno, que se hacen solas y se fortalecen por la ausencia de obstáculos, que se consolidan por inercia. Pero esto tampoco lo satisfizo, de modo que decidió dejar para más tarde sus cavilaciones, más motivadas por la nostalgia que por la curiosidad, y volver a su libro a buscar el aromático arrullo de Flor Estévez. La noche había llegado en silencio y en el pasaje sólo quedaba el Negro, que ya había recogido sus libros del suelo, y con la oscuridad y la borrachera jugándole en contra trataba de enchocolarlos en una caja. Entonces Alejandro suspiró poniéndose el saco, prendió un cigarrillo y bajó la reja del local, a la que ajustó con cuidado los candados. —Buena noche, Negro. —Hasta noche, prst, emm… este… Alejodurán. De noche el pasaje Veracruz es oscurísimo porque los postes de luz no alumbran –están rotos hace tiempos– y la iglesia del Santo Francisco, aunque esto es sólo en noches de luna clara, echa una segunda capa de sombra sobre los rotos baldosines y rejas metálicas que
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cubren los locales. Igualmente negros y solos quedan la Séptima y el parque Santander, por los cuales sólo uno que otro carro pasa alumbrando momentáneamente las caras graves de las estatuas y los cerrados portones de la iglesia. —Pero la noche sabe borrar esos rencores… ¡La noche!: dulce Ofelia despetalando flores… ¡La noche!: ¡Lady Macbeth azarosa asesina! Que es la noche resumen de humana y de divina proteidad, y que es urna de todos los olores… ¿cuándo vendrá la noche que jamás se termina?
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II
A mi lado, meciéndose en su butaca con el movimiento cauto y constante de un péndulo, el viejo repasaba las formas de la vida que, amén de la aventura y tal vez de la avaricia, habíamos dejado atrás a merced del impasible tiempo que todo lo empolva y distorsiona hasta dejarlo irreconocible. Yo lo contemplaba como siempre lo he hecho, como se contempla un oráculo, tratando de leer en su faz los presagios del presente. El aire estaba sereno y fresco y el viento apenas alcanzaba a inflarle la camisa blanca y a hacer temblar las esquinas de las páginas del libro que tenía entre las manos, el cual, más que leerlo, acariciaba línea a línea con la vista. Aunque la luz, el viento y el aire indicaban que el momento era propicio para invocar la melancolía, el viejo no parecía dar con una memoria o una imagen que lo anclara a esa vida
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recién abandonada, a ese presente recién hecho pasado; porque la melancolía es la negación terca y obstinada del pasar del tiempo, y en el corazón del viejo, en cambio, el tiempo pasaba sin causar heridas y sus olas consecutivas –porque el tiempo es como la mar– se sentían cada vez más espaciadas. De modo que las promesas hechas antes de embarcarse de mi brazo y por insistencia mía a la aventura no habían sido más que promesas falsas, pues aunque las noches anteriores las habíamos gastado soñando los proyectos que habríamos de llevar a cabo al regreso, nada nos obligaba a regresar, ni siquiera, como acababa de entender, nuestro propio corazón. Y sentado en su butaca inclinado hacia delante como un mascarón de proa, el viejo sentía que el viento le inflaba la camisa blanca como al velamen de un barco y se lo llevaba lejos, lejos de todas partes, hacia el horizonte, hacia ningún lado. Cuando Pacho llegó a la Frutería a tomarse el café de la tarde encontró a Alejandro ya sentado en una de las mesas que dan a la calle con los ojos cerrados, el cuerpo inclinado hacia delante y meciéndose lentamente en la silla, y entendió que estaba concentrado en algo y que más valía no interrumpirlo. Entonces buscó a doña Gloria, que estaba al fondo cocinando con la punta de la lengua asomada hacia la izquierda mientras tarareaba una canción por la nariz. Cuando lo vio, Pacho la salu-
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dó con las cejas y se sentó en otra mesa. Al instante vino doña Gloria con un café con leche –más leche que café– y una canastilla no con uno sino con dos pasteles gloria. —Está como concentrado… —Sí. Dejémoslo un rato ahí. —¿Pero tiene algo? —No, no creo, doña Gloria, no se preocupe. —Mire, Pachito, lo que tengo aquí—, y como una niña que en el bolsillo del vestido tiene escondido un sapo o una manotada de cucarrones y no puede guardar por más tiempo el secreto, doña Gloria sacó el libro de Pacho y se lo puso al frente sobre la mesa. —No lo he leído, Pachito, pero quiero que si puede me lo firme. Pacho nunca la había visto sonriendo tanto y tan de cerca y eso lo hizo sonrojarse y regar el café. —Bueno, claro, pero déjeme me termino el cafecito, o lo que queda de él, ¿no?... ¿pero quiere una dedicatoria? —Pues sí, ¿no? ¿no es eso lo que se acostumbra? Una dedicatoria eso, así que diga “para mi querida Gloria”— y soltó una risita tintineante que la hizo sonrojar—. O lo que usted quiera, Pachito, ¿no? Bueno. Me voy a limpiar mesas porque… chao. Sintiéndose extrañamente victorioso Pacho tomó un sorbo de café y le metió al pastel un mordisco que le supo, cómo más decirlo, a gloria.
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—¡Se despertó el bello durmiente! —Cómo le va, Pachito, qué se cuenta, qué hay de nuevo. —Aquí disfrutando, no más. —Y cómo le fue en su paseo. —Una delicia, viejo Alejandro, una delicia. Me comí una trucha frita así de grande, no le miento. —Y por qué está como tan risueño y charlador, ¿ah? ¿Por su libro? Salió muy bien, le cuento, yo ya he vendido un par. Y ya lo leí, Pachito. —Después hablamos de eso, viejo Alejandro, más bien cuénteme del negocio que Arnulfo me dijo que tenía. —Ah, ya le dijo, bueno. De todas formas Arnulfo me dijo que venía ahora porque él es el que puede explicarle bien cómo es la cosa. ¿Dónde andará? —No sé, yo no lo he visto esta mañana. —Pues démosle un rato a ver si aparece— propuso Alejandro. —Bueno. Automáticamente miraron los dos hacia la puerta, pero no venía nadie. Pacho tosió. —Bueno, no importa. Ya llegará. Yo le voy contando mientras tanto. —A ver. —¿O esperamos? —¡Cuente a ver Alejo que tengo cosas que hacer!
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—Bueno, mire Pachito, yo sé que no le va a gustar de primerazo pero déjeme le echo todo el rollo. Ya sabe usted que ahora dentro de nada va a salir el último libro de García Márquez… —No, Alejandro, acuérdese lo que nos pasó con Cien años… —Espere, espere. Sí, yo sé lo que nos pasó pero usted sabe, Pachito, que eso fue obra de la sabandija de Salazar, usted lo sabe. —Pero es que desde eso ya nadie se atreve a… —Esos son agüeros pendejos, Pacho; más bien imagínese la plata que nos haríamos, y yo ya tengo todo cuadrado. —Y además cómo, eso hoy en día es imposible… —No, Pacho, oiga: hay un tipo que conoce a otro tipo amigo de Arnulfo y que tiene dizque un tipo de esos astros de los computadores que manejan toda esa vaina, júqueres, jíqueres, no me acuerdo, pero el caso es que el tipo se sacó una versión vieja del texto del computador de la editora de García Márquez, ¿sí me sigue? —Pues más o menos. —Vea, el caso es que el hombre tiene una versión del texto y la está vendiendo, y la verdad no está cara, claro, porque se la debe estar vendiendo a todos los piratas del mundo. —O sea que Salazar también va a… —No, no, porque el único contacto del hombre en
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Bogotá es el tipo que conoce al amigo de Arnulfo, o sea es Arnulfo y él no se va a poner a gritar por ahí que tiene el libro, y mucho menos se lo va a ofrecer a Salazar, usted lo sabe, Pacho. —O sea que Salazar no lo va a poder sacar… —Exacto. —Y le va a tocar verlo en todas las mesas del pasaje menos en las suyas. —Exacto, Pachito. —Yo no sé, Alejo, es que meterse con ese tipo es cosa seria. —¿Con Arnulfo? —No, hombre, con García Márquez. —Ay, Pacho no me joda, eso fue un día de mala suerte, nada más. Y mire, hablando del rey de Roma. Arnulfo entró a la Frutería apurado como siempre, jadeando y sonriendo, saludó a los libreros con una venia de lo más exagerada tras lo cual se aplastó en una silla, cruzó la pierna y se dejó escurrir hasta que puso cara de haber dado con la posición que buscaba. —¿Qué más, Arnulfito? Ya me contó Alejo más o menos cómo es la cosa, pero yo no estoy muy convencido. Arnulfo le mostró las palmas de las manos y embuchó los labios haciéndole cara de “ahí verá”. —Porque usted ya sabe lo que nos pasó la última vez que intentamos editar a García Márquez— explicó
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Pacho, sin recibir de Arnulfo más que otro “ahí verá, Pachito”, idéntico al primero. Pacho entendió que Arnulfo no iba a rogarle, que clientes tenía de sobra. —¿Y sí se puede confiar en su amigo?— preguntó Pacho buscando que Arnulfo le diera una razón para poder acceder a lo que había accedido desde que se imaginó la rabia en la cara de Salazar, y a lo que ya no veía cómo podía negarse. Pero Arnulfo, echado en la silla como en clase de física, sólo se dignó a mostrarle las palmas de las manos por tercera vez y a embuchar los labios en forma de “ahí verá”. —Pues bueno, hagámosle— se rindió Pacho. —Mire, Pachito— entonces sí dijo Arnulfo—, la cosa es tan fluida y tan sencilla que uno al final de cuentas no sabe bien dónde es que está cometiendo el crimen. —Un crimen imperceptible—, sonrió Pacho arrepintiéndose inmediatamente de su comentario pues sabía que con él había motivado irremediablemente a Alejandro a hacer su chiste favorito, y Pacho ya lo había oído más veces de las que un hombre puede humanamente tolerar un apunte repetido. —¿Esa no es la novela del argentino este? — preguntó Arnulfo haciéndole el trabajo aún más fácil a Alejandro, que ya mostraba el entusiasmo. —Sí, Crímenes imperceptibles, se llama.
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—Esa era… muy buena, muy buena— comentó Arnulfo. —¿Sí sabía que el autor ya está a punto de sacar la segunda parte? —No diga, ¿y cómo se va a llamar? —Crímenes perceptibles— se dijo mentalmente Pacho, que estaba demasiado contento para dañarle el momento a su amigo. —Crímenes perceptibles—, dijo Alejandro conteniendo la risa y haciendo una pausa por razones de efecto dramático—: parece que los lectores no entendieron muy bien dónde es que estaban los crímenes, y entonces le tocó hacer otra versión con otros más… —¿Perceptibles?— preguntó Arnulfo. Alejandro sonrió victorioso y prendió un cigarrillo mientras los demás reían apreciativamente. Los últimos rayos del sol se reflejaban sobre la quieta y roja superficie de la mar e iluminaban los bordados de unas nubes pesadas que aunque aún eran blancas y dejaban entrever un celeste firmamento, ya presagiaban, para el que las supiera leer, una larga y negra tormenta. El viejo se había quedado en su butaca un poco después de que yo me hubiera marchado a hablar con los muchachos, pero al poco tiempo había venido bajo cubierta cuando yo animaba a la tripulación y embelesaba sus mentes pintando con palabras las formas del oro que
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habríamos de usurpar a los españoles en el puerto de Veracruz y que habríamos de llevar de vuelta a Su Majestad Ana I Estuardo no sin dejar detrás, para nuestra propia recompensa, unos cuantos baúles rebosantes de doblones. —Capitán— dijo el viejo Alexander Dampier, llamando la atención general—. Esta noche habrá tormenta. A bordo, habíamos convenido, debía llamarme capitán para evitar roces entre los marinos, más dados a los celos, los orgullos y las malintencionadas intrigas de lo que se creería posible en un grupo de rudos y solitarios piratas. —¿Lo has leído en las nubes?— pregunté. —Lo sé. —¡A ver, bausanes, habéis oído: arrancaos las botellas de ron de los hocicos y preparad a La Hispaniola para la tormenta, que no es manera ésta de empezar una travesía en medio de un condenado zafarrancho de temporales! Antes de alcanzar la gavia alta, que es la última vela que se alza, el cielo había empezado a tronar y las olas a golpear por todos los costados la hermosa goleta que habíamos decidido llamar La Hispaniola como provocación a los marinos del Archiduque Carlos. Por eso nos reunimos todos de nuevo bajo cubierta y empezamos a cantar y tomar ron a grandes sorbos para prepararnos
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para el frío. Los rayos no tardaron y la goleta empezó a dar tumbos violentos en todas direcciones, a causa de los cuales los líquidos de adentro –el agua de las cubas, el ron de las botellas– se mecían. —¡No hay en el mundo nada como el ron, para asaltar un galeón, para asaltar un galeón! De repente una fuerte sacudida cortó la canción pirata y arrojó al pequeño Jim –demasiado joven para una travesía de esta envergadura pero indispensable por sus habilidades como ladrón– al otro lado del salón y encima del temible Can Negro, quien lo recibió con la suela de su bota y un chorro de ron en la cara, cosa que despertó las risas de todos, incluido yo, debo decirlo, y excluido, por supuesto, el propio Jim a quien el ron le había hecho arder los ojos. Al regresar a su puesto todos le dieron cachetadas y patadas fraternales, como las que se les propinan a los perros que mucho se estiman. Jim se reía nerviosamente y no quiso aceptar el último sorbo de ron que le ofrecí al sentarse. Los piratas intentaron reanudar la algarabía y algunos volvieron a entonar sus canciones, pero la emoción había pasado porque el ron nos había puesto somnolientos y vaporosos, y las estrofas se deshicieron entre los truenos y las respiraciones pesadas de los marineros. Como por no pasar demasiado tiempo sin mandar, ordené al negro Mingu, que habíamos comprado en Lisboa antes de zarpar, salir a hacer vigía, y me recosté contra la
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pared tratando de maniobrar el mareo que me venía a la cabeza, dejando que mi mente divagara libremente. Las frondosas costas del Nuevo Mundo, la travesía en La Hispaniola, los doblones, el peligro, la conocida adrenalina del combate, la emoción indescriptible del hurto –aunque yo ya había alcanzado a partir de la isla con una patente de corso firmada por Su Majestad– se entremezclaban con los vapores del ron y se formaba en mi mente un mosaico de colores y pasiones borroso en parte por la embriaguez pero sobre todo porque el mosaico era una imagen del futuro, que es borroso e incierto mas allá de todo esfuerzo humano por determinarlo. Ya Can Negro había declarado que apenas tuviéramos en nuestras manos el oro emprenderíamos el viaje de regreso a Inglaterra, fuera de la cual no quería volver a poner un pie en su vida. Pero yo, que he circunnavegado tres veces el África y he surcado el Índico, estaba poseído por una exuberante curiosidad por recorrer las tierras del Nuevo Mundo en busca de los espantos y prodigios que según se decía en Londres transitaban ese limbo movedizo que los italianos habían empezado a llamar América. Además, el hombre que su gloria ha alcanzado –y la mía consistió en hacerme Capitán– no necesita regresar a ningún lado, pues su espíritu es su patria… aunque bien era cierto que por más goleta propia que comandase no había hallado aún entonces eso que llaman el amor, segun-
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da mitad de la gloria que es dada al hombre alcanzar, pero algo me decía que era en esa tierra ignota y extraña donde habría de hallar el complemento de mi corazón… tal vez una india, tal vez una exótica mulata como aquellas que Alexander cuenta haber encontrado en Maracaibo… De repente sentí que me zarandeaban y apretando los párpados y suspirando hondamente reuní la fuerza para incorporarme. El negro Mingu, me decía el pequeño Jim, acababa de ver algo. —¡Pero qué demonios ha podido haber encontrado el negro ese en la espesura de la noche, mil rayos! Que no hay nada más que mar a nuestro derredor. Pero en efecto a babor se divisaba, iluminada intermitentemente por los rayos, una pequeña embarcación. Ordené bajar el velacho bajo y la sobremesana para acercarnos lentamente y ordené a todos prepararse para el abordaje. Al instante, sin embargo, se oyó un golpe seco a estribor y al asomarnos encontramos que nos había chocado una pequeña barca la cual, proveniente de una nave lejana, había logrado acercársenos escondida entre la noche y a cuya vista quedamos congelados, presas del terror, no porque la barca portara una amenaza a nuestras vidas, que para esto estábamos todos más que preparados, sino justamente porque lo que portaba no eran ni piratas turcos ni berberiscos, ni marineros españoles ni portugueses, ni siquiera, lo que
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habría sido bastante más aceptable, monstruos o fantasmas, sino mujeres; hermosas, semidesnudas y pelirrojas féminas de carne y hueso. —¿Ya la vio? —No, don Salazar, pero sí escuché por ahí que ya salió. ¿La leyó? —Pues ahí empecé. —¿Y de qué es esa vaina? Si no estoy mal es una novela. —¡Hable bien, Esgar!, ¡Si no estoy mal yo soy la reina de Inglaterra!— gritó frunciendo las cejas como un bulldog. —Bueno, bueno, don Salazar, bájale a tu tropicana. Cuente a ver más bien de qué es la tal novela. —Una historia ahí incomprensible de unos piratas. Una cosa jartísima. —Uy, don Salazar, o sea que sale usted, lógico. —No, imbécil, de piratas piratas. —Por eso. —¡Que no! De piratas que andan en barcos, ¿no sabe quiénes son los piratas? —Cómo así. —¡Piratas, piratas de parche y espada que andan en barcos! —Ah… ¿en serio? O sea Pachito escribió mejor dicho lo que se dice una novela de piratas piratas…
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—Eso. —Increíble, oiga, don Salazar; quién hubiera dicho… piratas piratas del Caribe, sí señor, con que sus monstruos, que sus guerras de barcos, que sus vestidos y todo eso, ¿sí? —Sí, imbécil; malditos piratas. —Bueno, don Salazar, no blasfeme, que esos son sus ancestros, sus abuelos mejor dicho. De ahí viene su profesión, don Salazar, claro, los piratas del Caribe… —Ya cállese, Esgar; deje de hablar mierda y más bien dígame lo que vino a decirme. —Ah, sí, verdad. Perdone, don Salazar, pero es que me parece tan increíble que Pachito haya escrito sobre piratas, ¿sí? o sea una historia de aventuras de piratas piratas… —¡Bueno, ya! —Ah, sí. Uy, don Salazar, no sabe la dicha que le va a dar. Y mire, me sale en verso sin ningún esfuerzo. —Cuente a ver. —Antes del almuerzo. —¡Cuente a ver! —A que no adivina, don Salazar. —Mire, Esgar, no me saque la piedra, se lo advierto. Yo no voy a adivinar nada de nada, qué se cree. Desembuche a ver más bien. —Encontré la imprenta.
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—Cuál imprenta. —Pues cómo que cuál imprenta, don Salazar, pues la de Pachito y Alejandro. —No diga, Esguítar, ¿de por Dios? —De por Dios, don Salazar, la encontré. —Ay jueputa. No diga, Esguítar, ¿y dónde está? —Ya dijo que le voy a decir así nomás, don Salazar. —Mire, Esgar: me va diciendo ya mismo o mejor dicho le juro por Diosito que le voy arrancando los brazos Esgar de por Dios bendito. —En Palermo. —¡Pero si ahí quedaba es la imprenta vieja, imbécil! Usted encontró fue la… —No, don Salazar, cálmese, ¿sí? Encontré la nueva imprenta, pero queda en un edificio al lado de la vieja. La vieja era una casa, ¿sí o no? Y ésta en cambio está en un edificio, don Salazar, el de al lado, se lo juro, por eso es que no dábamos con ella, lógico, porque quién iba a pensar. Hace cuánto lo tienen sufriendo con eso, don Salazar, acéptelo, reconózcalo; la buscamos por toda la bendita ciudad y mire donde iba a estar. —No seamos tan… ese Pacho sí es mucho doble… —Se la hicieron, don Salazar, reconózcalo, acéptelo. —Usted cállese más bien, Esgar, y déjeme pensar. Aquí hay que hacer algo. Váyase a hacer la ronda o algo y déjeme pensar.
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La lluvia nos rodaba a cascadas por la cara, los truenos nos obligaban a encogernos de hombros y agachar la cabeza a cada estruendo, y sin embargo los piratas de La Hispaniola permanecimos ahí parados, asomados por la borda y petrificados ante la más inverosímil de las apariciones, sobre todo en el momento en que una de las tres mujeres se puso de pie y de cara a nosotros, clavándonos la mirada a todos a la vez, con las palmas de las manos hacia el cielo. El ruido de la lluvia cesó de repente y se escuchó lejano y apagado, como si acabáramos de entrar en la sombra de un risco salido en una costa montañosa. La mujer habló: —¡Socorred, marinos, a aquesta doncella, quien viajando de Marruecos a Sevilla el rumbo ha extraviado y no le halla! No se sintió un solo movimiento. La ceja arrugada de Can Negro, los párpados temblorosos del pequeño Jim, los ojos entrecerrados bajo las cejas grises del viejo Dampier y la enorme mano del negro sobre su propia cabeza permanecieron estáticos como si hubiesen sido esculpidas en piedra. Entonces la mujer que había hablado bajó las manos y los ojos, y la que estaba a su lado la reemplazó, repitiendo: —¡Socorred, marinos, a aquesta doncella, quien viajando de Marruecos a Sevilla el rumbo ha extraviado y no le halla! Afuera se sentían aumentar los truenos y el aguacero
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pero el ruido se oía cada vez más asordinado, permitiendo que en la voz de la mujer se oyeran con nitidez, aunque no por eso con menos incredulidad de parte nuestra, los agudos armónicos que se desdoblaban a cada palabra. Con cautela y no sin pavor alcé la escalerilla de madera y la arrojé por la borda y tras un instante de duda alcé una pierna por encima del murillo buscando la primera tabla con mi bota. Cuando la segunda mujer bajó los ojos y la tercera se dispuso a imitarla, Can Negro ya tenía la mano lista sobre el mango de su daga. —¡Socorred, marinos, a aquesta doncella, quien viajando de Marruecos a Sevilla el rumbo ha extraviado y no le halla! Ya había descendido a la altura de la barca y empezaba a buscar el borde con la bota cuando de pronto oí el roce del filo de la daga que Can Negro alzaba en su mano con el cuál, como si hubiera hecho un tajo en la cúpula transparente de silencio que parecía habernos cubierto, dejó entrar como una avalancha de agua el estruendoso rumor del cielo. —¡Brujas, que sois brujas!— gritó Can Negro intentando saltar por la borda pero impedido por el negro y Alexander quienes al tenerlo bien sujeto de los brazos voltearon la vista hacia el bote encontrando para su sorpresa no a las tres doncellas pelirrojas y semidesnudas sino tres indescriptibles –por horrendos y deformes– cuerpos en su lugar. Corrieron a socorrerme pero yo ya
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venía trepando despavorido la escalerilla y alcancé a oír, rozándome la oreja, el silbido de la daga de Can Negro, que aunque no alcanzó a los monstruos y se perdió en la espesura, sí despertó en ellos horrísonos graznidos que hacían doler los tímpanos. —¡Por el Albigense y el Blanco Taurino— chilló la voz de uno de los espantos—, que habéis de perder por un siglo el camino! Los rayos golpeaban la cubierta y los mástiles crujían en sus bases. —¡Y no os guiarán el Sol y la Estrella, y por un segundo siglo perderéis la huella! El dolor y el pánico nos obligaban a cubrirnos las orejas y arrojarnos al piso para intentar arrastrarnos hasta la puerta de la cabina mientras aullaba la tercera de las abominaciones y la mar entera se iluminaba de la luz blanca y electrizada de los rayos, al punto que hubiera permitido ver –pero nadie estaba en condiciones de incorporarse– que a babor ya no había una nave quieta ni a estribor un bote golpeando el cuerpo de La Hispaniola. Y como casi todos habíamos encontrado refugio entre los barriles y las sogas de la cubierta, los versos del tercer chillido no quedaron completos en la memoria de ninguno y aunque no se habló del tema durante muchísimo tiempo, todos alcanzamos a entender esa noche –y ya tendríamos tiempo de sobra para comprobarlo– que la tercera maldición nos con-
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denaba a errar por el océano un tercer siglo sin dar con el rastro de una ruta de navegación. Alrededor del medio día llegó al pasaje Pacho, sudando y respirando cansadamente por la caminata que con el calor y el polvo de esa hora se hace realmente insoportable. Revisó junto a su sobrino las cuentas de los libros de la mesa evitando preguntarle cuánto había vendido su Novela pirata porque notó en el joven una cara del que está a punto de tirar a su tía más gorda escaleras abajo, por lo que dedujo que moría de ganas de contarle que no había vendido nada. Entonces se despidió del joven y se encaminó a la Frutería. Esta vez Alejandro charlaba animosamente con doña Gloria y a juzgar por sus gestos y risotadas, que hacían dar respingos a doña Gloria, le estaba contando la historia de la vez que no se dejó robar por cinco atracadores que querían matarlo en la Décima y de cómo, aparentando huir para salvar su vida, realmente logró atrapar a casi todos menos uno que se escabulló entre los buses y desapareció. Pacho sonrió al recordar a su amigo contando la misma historia desde que tenía la mitad de los años y en la cual el número de atracadores y el ancho de sus espaldas iban siempre en aumento. Descontando algo que había visto la noche anterior y que lo tenía un poco extrañado y sospechoso, Pacho andaba ese día a punto de dar brincos de la dicha, sin saber muy bien por qué. Tal vez se debiera al hecho
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de estar vendiendo su novela y de pensar que otra gente la estuviera leyendo en ese instante. Por eso, cuando Alejandro y doña Gloria lo vieron entrar se apuró en hacerles una señal de continuar con la charla y aprovechó para meterse a la cocina y servirles un café oscuro a su amigo, un agua aromática con doble bolsita y dos de azúcar a doña Gloria y una canasta de pasteles, y llevarles el pedido a la mesa como si de su propia Frutería se tratara. —Estaba contándole a doña Gloria la vez que… —Sí, sí, Alejo, de los cinco atracadores de la Décima; siga nomás. —Seis atracadores, Pachito, seis. —Seis, Alejo; perdón. Doña Gloria daba cortos aullidos de pavor cada vez que aparecían en el relato, dramatizados por el viejo, golpes dados y golpes esquivados, y asfixiaba con fuerza su trapo rojo. Pacho los miraba sonriendo conmovido y pensaba que esa, ahí en frente suyo, era una de las formas de la alegría; claro que Pacho era un hombre de ideas sencillas y aunque tales cosas pensaba, las vestía de otras frases: —Ay, Dios. ¡Qué tal esto!— se decía— qué cosa más… linda, más… más… linda. ¡Qué belleza!—, y le metía un mordisco al pastel gloria. Porque Pacho, bien mirado, no tenía más familia fuera de su Dulcinea y su Sancho –aunque él hubiera dicho “su Quijote”– y ver-
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los a todos llevándose tan bien lo llenaba de un orgullo paternal e infantil y de una dicha tan simple y completa que se parecía cada vez más a esos domingos en que arrunchados bajo una enorme cobija de lana los Luises y él oían las historias que el tío Naranjitas les leía. —… y ese fue el único que se me escapó, Pachito, el único. —Claro que sí, Alejo. —Y bueno, esa es la historia, doña Gloria, y tómese el agüita que se le enfría. —Ay, Alejandro, Dios Santísimo, me dejó helada, mejor dicho fría con ese cuento. ¿Usted sabía todo esto, Pachito? —Algo había escuchado, doña Gloria. —Dios Santísimo, bueno, me voy a trabajar, señores. Mirándolo con una sonrisa en la cara, Alejandro esperó a que Pacho se acabara su segundo o tercer pastel, cosa que éste llevaba a cabo remojando cada mordisco en un sorbo de café y operando una combinación tan sistemática de movimientos musculares en los labios y cachetes que impedía llamarla simplemente buche; porque un buche es algo improvisado, casi intuitivo, tanto así que no es poco común encontrarse, como se sabe, incluso en la edad madura y a pesar de la relativa facilidad de tal operación bucal comparada con otras como el silbido o el beso, con buches mal ejecutados que terminan
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salpicando de café y fragmentos de hojaldre la indignada cara de alguien que no lo merecía. En cambio los buches de Pacho eran buches estudiados, académicos, a los que alguien más podría llamar, aunque no sería muy lindo y en cambio sí bastante inútil, buches de relojero. Pero lo realmente interesante de esta teoría de los buches de Pacho y de otras banalidades similares es que sólo se le ocurrían a Alejandro cuando estaba de excelente humor ya que tales reflexiones eran en él una forma del afecto. —Oiga, Pachito. —Mande. —¿Por qué sus piratas, si se supone que son ingleses, hablan español de España, ah? La pregunta lo tomó por sorpresa y empezó a ubicar los residuos de pastel con la lengua como si buscara la respuesta entre sus dientes. —Pues no sé, ¿Por qué será? —Usted no habla inglés, ¿no? —No, no, así como tal, no. —O sea que leyó a Stevenson y todo eso en español. —Sí, claro, sí. —En una traducción española, supongo. —Ah… pues ahí tiene. ¡Claro!— rió—. Quién iba a pensar, claro… A mí sí me sonaba muy bien que hablaran así cuando estaba escribiendo… vea pues. —Oiga, Pachito.
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—Diga. —¿Y cómo hicieron los piratas para llegar en barco hasta Bogotá? —Cómo así, pues por la maldición de las brujas— explicó Pacho, molesto porque acababa de entender el error. —No, no; con la maldición los condenan a pasar tres siglos perdidos en el Atlántico, ¿cierto?, y cuando el período se cumple, debido a un error en la toponimia cósmica, digamos, en vez de llegar al puerto de Veracruz en México llegan aquí al pasaje Veracruz. —Ajá. —¿Y entonces cómo llegaron a Bogotá en barco? —Pues por el Magdalena, ahí se explica. —Ahí no explica nada de eso, y por el Magdalena no llegan sino a Honda, y no en una goleta: La Hispaniola no baja por ese río ni de vainas. Torturar así a su amigo le agradaba tanto que no podía disimular la sonrisa en su cara y en cambio Pacho ya buscaba por tercera vez en el mismo bolsillo unos fósforos para prender el cigarrillo. —Bueno, pues sencillamente llegaron por el conjuro de las brujas, ¿sí? ellas los mandaron hasta aquí. —Ah— dedujo Alejandro a punto de reír—, los tele transportaron. Pacho entendió que era una broma, pero decidió terminar la discusión ahí:
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—Pues sí; eso mismo. —Bueno, Pachito— continuó Alejandro entrecerrando los ojos—. Oiga, Pachito—, y templó los labios para contener la risa, y esperó un instante—, ¿quiénes son el Albigense y…—apretó toda la cara—, el Albigense y el Blanco Taurino?— y se le escurrió una lágrima. —Ah, pues… Alejandro soltó finalmente una carcajada tan fuerte que obligó a Pacho a callar y alertó a los comensales de la Frutería. —Perdón, Pachito, perdón— dijo, limpiándose la lágrima—. Cuente ahora sí, perdón. —Ya no le cuento nada. Alejandro siguió riendo, levantando las cejas y tamborileando con los dedos en la mesa. Pacho miraba a los comensales haciéndose el desentendido y doblaba una y otra vez el borde del vaso plástico verde del que se había tomado el café. —Bueno, bueno, ya compórtese, oiga, que está incomodando a todo el mundo. Alejandro lo miraba con un gesto exagerado de ternura paternal y de ese modo lograba ponerlo cada vez más furioso. Y aunque en esa mirada había bastante de burla y algo de condescendencia también había mucho de orgullo, genuino orgullo por su viejo amigo para el que su inocente obra, al parecer, era importante. Porque Alejandro desconfiaba con razón de la calidad de la
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Novela pirata pero sabía algo que Pacho hasta entonces desconocía y es que para ser una novela pirata sin versión original, es decir sin prensa, publicidad o crítica, había empezado vendiendo muy bien no sólo en su librería sino en la de don Jorge Castillo, la del Abuelo y la de Célico, según le habían contado. De modo que algo tenía la novela que a primera vista cautivaba a los clientes –porque casi nadie compra autores desconocidos, mucho menos en el pasaje– y aunque Alejandro se burlaba de ella, también él sabía lo que era. Por eso, una vez que a Pacho se le pasó un poco la rabia, que más que rabia era vergüenza, Alejandro decidió escuchar muy seriamente lo que Pacho venía a contarle en un principio, cosa muy preocupante según él pero de ninguna importancia según Alejandro pues que Desgard hubiera pasado caminando cerca de la imprenta el otro día en la noche era atribuible a que estaba simplemente caminando o incluso robando la Casa Tomada o alguna de las librerías de Palermo, pero no a que había descubierto la secretísima ubicación del cuartel de sus piraterías. A la madrugada siguiente a esa tormenta infernal que tanto nos había asustado por su similitud con la fatídica noche en que los tres monstruos malditos vestidos de mozas nos habían condenado a tres siglos de tedio, pero que a la vez nos había esperanzado tanto porque bien podía esa misma similitud indicar el fin de nuestra
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errabunda pesadilla, los piratas de La Hispaniola amanecimos cubiertos por una densa capa de neblina. El primero en despertar, según supe después, fue el pequeño Jim cuyas piernas temblaban a causa del frío y le dolían. A través de la neblina vio una luna en cuarto menguante ya pálida por la claridad del cielo y supo para su satisfacción que la tormenta había pasado. Sin embargo notó que la luna estaba boca abajo y un rápido terror le electrizó los huesos. Se frotó los ojos y los volvió a abrir y entendió que la luna no estaba en cuarto menguante sino que una silueta redonda cubría la parte inferior de una luna llena, una silueta que correspondía a la cabeza de un hombre que lo miraba hacia abajo y que de repente gritó: —Toda aquesa gentuza verborrágica –trujamanes de feria, gansos de capitolio… El pequeño Jim dio un alarido de miedo y buscó sin resultado la daga en su cinturón. —Engibacaires, abderitanos, macuqueros… Entonces Can Negro despertó y de un salto ya tenía su espada en el cuello del hombre que no paraba de recitar: —Casta inferior desglandulada de impotencia, casta inferior elocuenciada de impotencia… —Callad, marino de agua dulce, si no queréis que os rebane de un tajo el gaznate. —¡Toda aquesa gentuza verborrágica me causa hastío,
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bascas me suscita, gelasmo me ocasiona!—, dijo el hombre mientras se marchaba sin haber notado el filo de la espada de Can Negro en su garganta, y frotándose las manos con violencia. En seguida Can Negro miró a su alrededor y notó que estaba en una suerte de plaza desolada, y cerrando los ojos suspiró largamente por primera vez en años, o debo decir, en siglos. Estábamos en tierra firme. Poco después despertamos el resto de la tripulación, que ya no era la tripulación de nada pues La Hispaniola no estaba en ningún rincón de esa plaza que aunque desconocida y sola, tanto nos endulzó el corazón por tratarse de una porción de tierra. Estuvimos un rato más sentados en las bancas pensando en cualquier cosa, respirando ese aire de montaña que aunque jamás habíamos respirado nos sabía a tierra conocida, a casa. De modo que en ese momento, que realmente debía haber marcado el inicio de nuestra aventura en el Nuevo Mundo, en nuestras mentes indicaba más bien el final y nos llamaba al reposo del alma y de las carnes. Pero los piratas, por más siglos que pasen, no cambiamos nuestras piráticas maneras y al cabo de poco tiempo empezamos a recordar uno a uno los pormenores de esa vida que hacía tanto tiempo habíamos dejado inconclusa, y cuando en nuestros ojos brilló el recuerdo de los baúles rebosantes de doblones que yo les había descrito con palabras tan hermosas y esperan-
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zadoras, nuestra antigua voracidad renació en nosotros como si jamás se hubiera ido. Así, una vez desoxidados los engranajes de nuestras almas, convinimos en que era necesario desarrollar un plan. Yo puse una bota sobre la banca en posición de mando y cerré los ojos para idear la estrategia. Al instante, sin embargo, sentimos unos aromas calientes y magníficos entrándonos por las narices hasta el fondo de los pulmones y se nos hizo un tal hoyo en el estómago que no pudimos más que olvidar el oro y seguir como sabuesos sonámbulos los rastros del olor. Sin notarlo cruzamos lo que debía ser la Calle Real y bordeamos una iglesia extraña y no necesariamente digna de la infinita gracia del Señor, sin la cual, también es cierto, bien habíamos sabido sobrevivir hasta entonces. Cuando finalmente abrimos los ojos nos encontramos frente a lo que parecía ser una modesta fonda de la cual, sin lugar a dudas, emanaba el excelso aroma que nos había hasta allí conducido. Como estaba vacía, entramos sin decir nada, proseguimos a desvestirnos de tantos abrigos mojados y apestosos a sudor y sal, y tomamos asiento. El pequeño Jim y el viejo Alexander Dampier escurrieron el agua de sus ropajes en el piso mientras que el negro Mingu se quitaba las alpargatas y se rascaba con placer indecible las húmedas plantas de sus pies. —¡Pero qué es esto!— gritó una señora pequeña y
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furiosa, con las manos llenas de harina—. ¿Qué creen que están haciendo, sinvergüenzas? ¡Se me van! —Mil rayos, señora mía, cálmese usted, que no hace falta despertar a los gallos por tan poca cosa. —¡Cómo así! ¿Quiénes son ustedes? Yo lo que es aquí en mi panadería no recibo mejor dicho a nadie extraño y mucho menos vestido así y menos que menos al que se me desnude aquí en la panadería. ¡Cómo así! ¡Travestis, invertidos, se me van! —Señora, señora, por favor, que se lo ruego— le dije con el tono más amable que logré producir—. Sepa usted disculpar la insolencia de mis marinos, que ellos no entienden palabra de modales… —¡Ni de respeto! —Ni de respeto tampoco, señora mía, y mucho menos el que una dama de tan majestuoso porte y fino abolengo como es más que notorio que Su Merced posee, se merece. La señora, al parecer, se sintió muy halagada y se sonrojó, indecisa de qué decir a continuación: —Sumercé también es muy… abolengo… y está lo más de chusco ese abrigo, para qué, pero dígame una cosa: ¿ustedes son invertidos o travestis o algo de eso, de los que vienen aquí a pasar el guayabo de la fiesta de anoche? ¡Porque si es así mejor dicho se me van! —No, no, señora, no somos nada de eso— le expliqué sin tener idea a qué se refería—. Somos marinos
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enviados a las Indias por orden especial de Su Majestad Real Ana I Estuardo, Reina de Sajonia e Inglaterra, y hemos tenido un viaje tan monstruoso y extenuante que no es posible lo imagine usted. —Cómo así, cuál Ana. —Como lo oye, noble señora. Somos marinos de Su Majestad. —Ah…, bueno, eso es diferente… bueno, yo no sé. Qué van a comer. —¡Yo me yantaría cinco jabalíes, señora, si en frente mío los hallase!— gritó Can Negro para diversión de todos. —Lo que usted halle más conveniente, señora… —Gloria. —Señora Gloria, lo que usted considere más apto y de mejor gusto. —Bueno, ya vuelvo. Y me dejan de escurrir esos trapos sucios sobre el piso me hacen el favor que ya trapeé. Cuando la señora Gloria regresó de la cocina encontró, por orden mía, a los marinos de Su Majestad bien sentados en la mesa y recogidos sus abrigos. Nos sonrió y nos puso al frente una canasta llena de pastelillos. —Estos se llaman pasteles gloria— nos explicó vocalizando exageradamente, como si no habláramos el castellano. —Veo que llevan su nombre, dulce señora, por lo que me atrevo a deducir que estamos ante la presencia
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de nada menos que la creadora misma de tan suculentos pastelillos. La señora dudó un instante: —Sí, señor, así es—. Y se fue a la cocina a alistar una greca, dijo, a lo que asentimos sin entender de qué se trataba. —¡Camaradas!— anunció el viejo Alexander—, ¡es la hora de tomar el dominio de las tripas!— y se metió un pastel gloria entero a la boca, en lo que los demás lo imitamos. Es común de esos tales pasteles gloria, ahora lo sé, que el bocadillo esté más caliente que el hojaldre pues alcanza éste temperaturas mayores en el horno y al salir, resguardado por el hojaldre, las mantiene por mayor tiempo. Pero en ese momento nosotros no teníamos forma de saber esto y sufrimos tales quemones en la lengua que alarmamos a la señora Gloria con nuestros quejidos, la cual, cuando entendió lo que había acontecido, rió y dijo: —ay, estos extranjeros. Ahí están pintados. Virgen Santa. Devoramos tres grecas de café y dimos muerte a una segunda canasta de pasteles entre todos, a excepción de Can Negro, a quien el quemón había avergonzado tanto que decidió odiar los pasteles y exigir que se le sirviera otra comida. De muy mala gana la señora Gloria le tiró un tal pandeyuca, duro como madera, que el pirata engulló con ganas. Al pequeño Jim, en vez de café le sirvió
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chocolate caliente, lo que este encontró tan de su agrado que repitió hasta enfermar. La señora Gloria le había tomado bastante cariño y se preocupó al notar que llevaba una eternidad en el retrete: —¿Se encuentra bien, joven Yin?— le preguntaba a través de la puerta. Después estuvo un buen rato mirándonos divertida y notando nuestros para ella extrañísimos modales. No era una mujer que hiciera honor, por decirlo de algún modo, a los cánones ingleses de la belleza, pero eran sus extrañas facciones para mí tan tiernas y entretenidas que en ese mismo instante supo mi entraña que era ella la mujer que andaba yo buscando, fuerte y sin reparos al hablar, hábil y exótica, y sobre todo magnífica cocinera. —Decidme, señora Gloria— pregunté—. ¿Es ésta la región que llaman Veracruz? —Sí, cómo no, el pasaje Veracruz. —¿Y en qué dirección habría de encontrarse con exactitud el dicho puerto? —Cómo así, cuál puerto. —El puerto, señora, la mar. —Ah, no, aquí no hay mar. Ahí sí como dice el dicho: Bogotá no tiene mar. —¡Pero qué dice! ¿Y dónde entonces se halla esta mar? —El mar, o bueno, la mar, como quieran llamarle, está es en la costa.
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—¡Brillante ilustración!— bromeó Can Negro—. ¡La mar está en la costa! Tomad nota, jovencillo— ordenó a Jim quien regresaba pálido del baño— ¡La mar está en la costa! Sencillamente brillante. —Callad, Can Negro, de una vez por todas, te digo— intervine, marcándole mi daga en el pescuezo. —Calma, compañeros—, terció Alexander—. Que esta tensión no ha de resolverse con la espada sino agenciándonos unas buenas botellas de ron, que ya muchos años llevamos sin beberlo, más del que corresponde a un marino respetable, y mucho me clama la tripa por un sorbo. Alexander tenía razón, por lo que retiré mi daga y encargué al joven Jim conseguirnos unas cuantas botellas. —¿Pero les parece mejor dicho esta la hora de andar tomando licor? ¡Se me van de aquí si se van a embriagar lo que se dice en la mitad de la mañana! —Calma, señora Gloria, os lo ruego—, repuse mirándola con una cara que pretendía ser severa pero que de seguro manifestaba mi recién descubierto amor por ella, cosa que la tranquilizó bastante—. Sólo queremos tomar un sorbo para desoxidar los ductos, mi señora, nada más, y en seguida nos marcharemos. —Bueno, yo no sé. Ahí verán ustedes. Cuando el joven Jim regresó caí en cuenta que no podía disponer de dinero para el ron, pero resulta que
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el joven, más rápido que el resto, había logrado conseguir, mejor ignorar cómo, no sólo el licor sino un poco de dinero indiano para futuras expensas. Entonces brindamos con alegría, bebimos y en seguida, como prometimos, nos marchamos, no sin antes despedirnos con buenos modales de la señora Gloria, a quien ya no resistía no tener entre mis brazos y quien de algún modo lo sabía pues me pedía, no, me imploraba con la mirada que no me fuese todavía. Pero antes del amor está el honor, y teníamos aún una misión importante por cumplir. Ya después habría tiempo para regresar a por mi dulce señora Gloria. Cuando salimos de la Frutería, que no era en todos los casos una frutería, ya muchas gentes transitaban el tal pasaje y aunque el frío no había cesado, disminuía sensiblemente. —Visten muito estranio istos indianos— comentó Mingu a Can Negro. —Tú cierra la boca que cuando te compramos en Lisboa traías taparrabos y huesos en la porra. Sólo después de haber leído unas veinte o veinticinco páginas, que tanto lo habían aburrido, Salazar entendió que sí salía en la Novela pirata de su desde entonces archienemigo; ya Salazar había usado antes la palabra, pero al no ocurrírsele qué seguía en la escala de la enemistad después de archienemigo decidió dejarla y
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en cambio pronunciarla con unas erre más marcada, lo que sin duda le daba un tono más grave. Bien mirada, sin embargo, la palabra resultaba bastante inverosímil en boca de un viejo pirata sin bachillerato, pero esto es lo que pasa con estos viejos del pasaje como él, que se meten a vender libros como lo harían a vender pantuflas o tornillos, simplemente porque la oportunidad se les ha presentado, y con el tiempo, de tanto andar rodeados de ellos, llega el día en que los abren e incluso los leen, y quién controla lo que de ellos les dé por aprender, pues aunque los libros no enseñan nada, mucho se puede aprender de ellos y mucho aprendió Salazar y mucho no lo aprendió, como por ejemplo, a ser un hombre bueno. Porque Salazar era un viejo malo como pocos y como su maldad nunca había tenido objetivo, canal, emanaba de él en todas las direcciones y en cualquier momento dado. Salazar era un desesperado y los desesperados no tienen paciencia ni siquiera para apuntar la mira de su maldad con precisión. Podría argüirse que Pacho era su objetivo fijo, especialmente después de haberlo retratado y ridiculizado en varias páginas de su novela, pero sería falso: Salazar era un desesperado y hubiera odiado a cualquier otro Pacho que se le cruzara por enfrente, lo que hacía que su odio por el pirata fuese no menos miedoso sino todo lo contrario, más miedoso por injusto y por gratuito. Y aunque la maldad de Salazar fuera en su forma práctica tan básica, casi infantil, sus causas son
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algo complejas, por lo que no se pueden explicar en términos de traumas infantiles o cosas del estilo, cosa que sobraría decir de no ser tan alarmante la cantidad de gente que parece confundir la complejidad con la sencillez, que es su opuesto. No; las causas de la maldad de Salazar son complejas porque tienen que ver con Dios. Su infancia en un pueblo pequeño de Santander fue dorada, aunque de un dorado relativo, claro, porque la vida en esos pueblos es dura y bueno, para no entrar en discursos innecesarios, digamos que fue de un color ocre oscuro. Oportunidades tuvo las que tuvieron sus vecinos y recibió de sus padres el trato que le correspondía recibir, porque así como lo dorado es relativo, también lo es lo negro. De modo que no está en los traumas de la infancia la causa de su desesperación sino en Dios, pues a la edad de quince años, un día jueves, Salazar sintió que Dios lo había abandonado. La causa agente tampoco es importante y hasta él mismo la ha olvidado, pero tiene que ver con un malentendido muy común en los jóvenes que sucede cuando le piden a Dios algo que Dios no está dispuesto a dar y se sienten estafados. El joven Salazar se fue a la plaza del pueblo y cometió un acto innombrable, y se sintió bien, y después se sintió mal. De ahí en adelante su juventud fue un recto camino a la desesperación a través de sucesivos intentos de congraciarse con su Creador, todos frustrados por no atreverse a llevarlos bien a cabo. Un día, años después,
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un día martes, Salazar se rindió definitivamente y decidió ser malo con ganas, como una forma de echarle en cara a Dios lo que había engendrado al defraudarlo, de darle un ejemplo material de lo mediocre que era como Creador del ser humano. Y en esa especie de pataleta metafísica vivió el resto de sus días, desesperado y encerrado en el sótano de su propio espíritu, cosa fácil de tomar en broma pero que, bien mirada, no tiene nada de gracioso. Con su único ojo puesto en la iglesia Can Negro preparó y encendió su pipa. Habiendo saciado un hambre y una sed de tres siglos estábamos todos preparados para cualquier cosa. No sé por qué intenté hacer renacer en mis marinos el sentido patriótico que en un principio nos había lanzado a la aventura y el viejo Alexander lo tiró abajo en dos palabras, recordándonos que la maldición había caído solamente sobre nosotros y que Su Majestad Ana I Estuardo llevaba tres siglos bajo tierra. Ya nada sabíamos de la situación en Inglaterra, ni siquiera si aún existía, y no debíamos pensar en el regreso porque habíamos extraviado La Hispaniola y a juzgar por las nubes y el sabor del aire nos encontrábamos a cientos de leguas del océano. Por supuesto ya todos habíamos entendido las consecuencias de la situación que la Fortuna nos había adjudicado y ya el pequeño Jim había llorado desconsoladamente por sus padres y hermanos
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que jamás volvería a ver. Pero a la mente del hombre le cuesta gran trabajo adaptarse a condiciones del todo nuevas y como por un reflejo involuntario, hace decir a los hombres cosas sin vigencia alguna. Can Negro seguía fumando y observando las cúpulas de la iglesia y en sus ojos se leía que para él, que de seguro nada había dejado atrás en la isla, apoderarse del oro seguía siendo la principal misión, aunque no hubiera manera aparente ni causa para llevárnoslo de vuelta a Inglaterra. Pero de algún modo vimos en tal actitud una forma de no perder del todo el norte de nuestras vidas y, sumado esto a que no teníamos realmente mucho más que hacer, respondimos con enérgica aprobación el llamado del impasible Can Negro a “la busca sin reposo de aquellos doblones” y marchamos con prepotencia hacia la plaza sin reparar en las burlas y miradas atónitas de las gentes que a nuestro camino iban pasando. De repente Can Negro desenfundó su espada y la frenó sobre el cuello de un distraído caminante: —Decidnos, marino de agua dulce, dónde se encuentran almacenados vuestros doblones. Aterrorizado, el hombre palideció y salió huyendo. —¡Mil rayos!— gritó el pirata y continuó la marcha. Bien sabía yo que con los toscos modales de ese maldito al que finalmente había permitido subir a La Hispaniola sólo por no dejarlo irse con los irlandeses y tener que combatirlo en alta mar, pues era el pirata más
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temible y violento de toda Inglaterra, bien sabía yo que de ese modo no habríamos de obtener la información necesaria y decidí acercarme a otro hombre que pasaba, y preguntarle con el mejor de los buenos tonos: —Mi buen señor, ¿podríais indicarnos dónde se encuentra el oro que los españoles han extraído de vuestras exóticas tierras? —Cómo así. —¡El oro, hombre, el oro! —Ah, ¿son turistas, no? Pues aquí no más subiendo por esta calle está el Museo del Oro, ¿sí me explico? Y ahí está lleno de oro, lógico. Todo lo que es precolombinos y todo eso. —¿Habláis de ese fuerte que veo detrás de esa plaza, a menos de ochenta pasos, ahí decís que se encuentran los doblones? —Ahí nomás; doblones, precolombinos, todo eso. —Os quedo profundamente agradecido, señor. Buen día. Les indiqué el objetivo y partimos con brío hacia él. Aún no entendía cómo es que los españoles tenían todo el oro en esa muy visible construcción y los nativos nada hacían para recuperarlo, o si las gentes que andaban por ahí eran españoles o indios, pues pensándolo bien los únicos españoles que había visto antes estaban en Lisboa comprando esclavos y eran unos marinos feos y agresivos.
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Al acercarnos a la Calle Real nos detuvimos perplejos ante la velocidad de los carruajes que por ella transitaban y nos acercamos con cautela. —No hay más remedio que arrojarnos, camaradas, como a los ríos rápidos de Mauritania— dijo Can Negro—, sin dejarnos embestir. Entonces tomamos aire y nos arrojamos de un brinco a la calle pasando y esquivando los veloces carruajes a saltos, hasta que alcanzamos la ribera opuesta. Y allí, agachados con las manos sobre las rodillas y respirando agitadamente vimos cómo los carruajes de pronto se detenían ante una misma raya blanca y las gentes cruzaban sin siquiera notarlos. —¡Me parta un rayo— exclamé— si alguna vez comprendo las usanzas de estos indios! Llevado por la curiosidad, el negro Mingu se acercó a un joven que pasaba y le preguntó: —Dígame vosé, sinhor: ¿cómo iaman-se istos carruagens? —Automóviles… ¿el señor es extranjero? —E dígame outra coisa: ¿ónde levan os cabaios istos altomóviles? —Ah, pues en el motor… ¿no? —Me comprendo… y… Pero Can Negro lo llamó de un grito y el negro no pudo terminar de saciar su curiosidad con el joven que lo miraba tan graciosamente. Cruzamos la plaza y al
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acercarnos al fuerte notamos la presencia de dos guardias delante del portón. Hice un gesto a Can Negro y a Alexander de no desenvainar las espadas aún. Después me les acerqué y en voz baja les dije que valía la pena intentar entrar sin lucha puesto que la plaza estaba llena de gente y no se sabía cómo podrían reaccionar ante el embate. El viejo Alexander estuvo de acuerdo y Can Negro tuvo que guardarse la espada de mala gana. Caminamos lentamente a través de la plaza y nos detuvimos ante las miradas de los guardias, llenas de desconfianza. —¡Haceros a un lado, somos marinos de Su Majestad!— habló Can Negro. Los guardias se miraron y rieron, sin moverse de su puesto. —¡Haceros a un lado, os digo!— vociferó Can Negro aferrando el puño de su espada. —Mire, caballero— habló uno de los guardias—, si usted gusta pasar me hace el favor y paga la boleta y me le baja al tonito, ¿me copia? Entonces Can Negro blandió su espada y gritó: —¡Quitaos de enfrente, sabandijas infernales, que somos piratas! —Qué piratas ni qué piratas— respondió el guardia alzándose el bléiser para mostrar su pistola—. ¿Usted ha oído hablar dizque de piratas, Gutiérrez?— preguntó a su compañero con malicia. —No, no, yo de eso no he escuchado nada. A no
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ser por los Piratas de Bogotá, pero estos caballeros no tienen pinta de jalarle al baloncesto— y rieron juntos. Entonces Alexander, quien ya algo había aprendido de la psicología de estos indios, habló: —Somos turistas y venimos desde Inglaterra a… apreciar vuestras riquezas. —¿Si ve, caballero?— le dijo el guardia a Can Negro—. A uno le dicen las cosas de buena manera y uno responde, ¿me copia?— y de nuevo a Alexander—: Cómo no, caballero. La entrada tiene un costo de cuatro mil pesos. —¿De qué pesos habláis? —Vienen siendo como… diez dólares, señores— explicó el compañero de Gutiérrez. —Claro, porque en dólares todo sale más caro— aclaró Gutiérrez. —¿Así que nos dejarais entrar así sin más obstáculos?— pregunté perplejo. —Pues mientras que me paguen los cuatro mil de la boleta, con mucho gusto. —Esto es de no creer—, le dije al oído a Alexander—. Es como un… museo, pero del oro—. Y luego dije en voz alta: —Tengo cuatro patacones. —Yo ya almorcé, gracias— respondió el guardia. —¡Yo tengo algún dinero, Capitán!— dijo entusiasmado el pequeño Jim acercándose a los guardias y sacando varios billetes arrugados de los bolsillos—. ¡Los
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he tomado de la cartera de una señora ahora que veníamos hacia acá! Los guardias abrieron los ojos al joven y buscaron en nuestras caras algún tipo de explicación, que por supuesto no intentamos siquiera ofrecer; el joven tenía los billetes y eso tendría que bastarles. —Bueno, sí, con esto apenas alcanza— dijo el guardia guardándose algunos billetes en el bolsillo de la camisa—. Me permiten entonces una requisa aquí de mi compañero. —¡Me pones una mano encima y te hago… —¡Callad, callad!— ordené a Can Negro. —Mire, señor, usted aquí al museo no pude ingresar ni que bebidas ni que alimentos ni mucho menos esos machetes que yo ya vi que llevan todos en el cinturón, ¿me copia? No me importa si vienen con el disfraz o son de verdad, no me importa, pero lo que es esos machetes está prohibido de ingresarlos así que hacen el favor y los dejan aquí en la canasta y se les entregan a la salida con mucho gusto caballeros. Indignado hasta los huesos pero obedeciendo a las miradas reprendedoras del viejo Alexander y mía, Can Negro extrajo tres dagas y la espada de su atuendo y los puso en la canasta. Los demás hicimos otro tanto, y entramos al museo. Ay, Virgen Santa, en las que se meten estos viejos, se decía doña Gloria mientras ordenaba la panadería para
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cerrarla. Todo por la plata, claro, y por el orgullo. Es que los hombres son así, yo me los conozco, sí señora, yo me los conozco a los hombres; siempre compitiéndosen, midiéndosen, peliándosen, mejor dicho. ¿Por qué no podrán ser como una: trabajadores, tranquilos en sus negocios, en sus cosas, juiciosos y listo? Aunque no poca razón tenía, doña Gloria excluía estratégicamente de sus reflexiones la vez en que otra señora quiso montar una panadería a dos locales de la Frutería Tropical 2 y tuvo que sufrir tantos insultos y sabotajes de doña Gloria que decidió cambiarse de cuadra. —Y esto aquí qué, qué viene siendo. —Va a ser una panadería, mi señora. —¡Ah no pues la Frutería Tropical 3! ¡Mejor dicho! De modo que doña Gloria no era ninguna pera en dulce, como solía decir ella misma acerca de la otra gente con el tono y autoridad de la más dulce de las peras. Sin embargo estaba genuinamente preocupada por los viejos del pasaje desde que más temprano en la tarde Salazar había enfrentado a Pacho cuando éste se disponía a marcharse de la panadería. Es que le dijo unas cosas horrorosas, como amenazándolo, le nombró mejor dicho hasta a la abuela. Que qué se creía poniéndolo en su novela, que lo iba a demandar, que ahora sí iba a vérselas con él, se decía doña Gloria subiendo el volumen de la voz y dramatizando involuntariamente la pelea con las tazas en el lavaplatos. Claro,
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porque así como se hablaba de ella en el libro también se hablaría de Salazar y mejor dicho de quién sabe quién más, y eso a nadie le gusta, que hablen de él a sus espaldas. Pero eso no justifica la patanería de ese viejo horrible que ahora sí no le vuelvo a vender mejor dicho ni un calao. Porque mi pobre Pachito salió como si hubiera visto un fantasma, asustado, y quién sabe de lo que sea capaz Salazar, ¡de cualquier cosa! Eso yo lo sé, de cualquier cosa. Y más encima Arnulfo sí me dijo que la novela está que vende como pan caliente y que incluso ya la piratearon los piratas del norte y eso se sabe que cuando piratean un libro es porque gusta mucho, claro que el de mi Pachito ya es pirata ¿sí… o no? Bueno, el caso es que eso se va a poner feo por aquí en el pasaje con estos viejos metiéndose a pelear por bobadas al fin y al cabo porque mi Pachito no es capaz ni de matar una mosca, así que yo no sé qué tan grave pueda ser lo que diga en ese libro acerca de Salazar. Y una qué hace… Yo mejor dicho me voy a leer ese libro de una vez por todas a ver cómo es el asunto. Deje y verá. A doña Gloria la ponía muy nerviosa todo lo que tuviera que ver con Pacho porque también lo amaba ella a él. Lo amaba en más de una forma. Amaba protegerlo y alimentarlo, lo que la hacía sentir como una madre; amaba entenderlo tan bien por conocerlo hacía tantos años y eso la hacía sentir como una amiga o una hermana; pero también se sentía a veces como una tía porque
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amaba su juvenil amistad con Alejandro y se conmovía siempre que los veía reír y patanear. Y también lo amaba como la mujer ama al hombre, pero este amor le había nacido demasiado tarde y mezclado con todos los demás la hacía sentir como una especie de prima segunda favorita, lo que la confundía bastante y la entristecía un poco también. Tal como se lo había mencionado más temprano al viejo Alexander, los españoles guardaban el oro indiano dentro del fuerte y lo exponían como si se tratara de un museo, como vanagloriándose de sus riquezas que, a decir verdad, eran bastante más modestas que otras que he visto en Oriente y que Can Negro había visto, según nos había relatado, una vez en Maracaibo. Sin embargo no puedo decir que lo que allí tuvimos ante nuestros ojos no hizo que una gotita de avaricia me corriera por las venas, la misma que fue responsable de conducirme a la descabellada idea de asaltar ahí mismo y en ese instante, el museo, sin importar las consecuencias. Pero ya va siendo hora de que os cuente algo más sobre mí, el autor de este relato. Mi nombre es Francis William Dampier, hijo de William Dampier, quien navegó junto al temible pirata Edward Teach, más conocido como Barbanegra, y hermano menor del ya bien conocido de vosotros, Alexander Dampier. Desde que tengo uso de razón he vivido en alta mar, habiendo lle-
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vado a cabo todos y cada uno de los menesteres que en un barco se requieren y habiendo alcanzado, después de arduos esfuerzos, la gloria que viene con el mando de una goleta oficial de la Armada Real Británica y el cargo de Capitán de dicha goleta, bautizada por mí mismo con el nombre de La Hispaniola, y por mí mismo y mis marinos extraviada al llegar a lo que entonces pensábamos era el puerto de Veracruz en Nueva España debido a una inmerecida maldición, pero así son los peligros de alta mar, de tres siglos con sus eternos días y sus noches pavorosas. Fieles a Su Majestad la Reina Ana I Estuardo vinimos a estas tierras ignotas del Nuevo Mundo para robar con justa causa el oro español injustamente confiscado a los indios, y llevarlo de regreso a la isla para engrosar las arcas de esa nuestra admirable patria. Pero la Fortuna nos arrebató tan noble empresa de las manos y nos lanzó aquí como a unos parias despatriados y sin goleta en la cual regresar, cosa que hoy en día, aunque me duele, me tiene sin cuidado, como os explicaré más adelante, pues hace tiempo que tomé la decisión de dejar mis huesos y mis carnes, cuando el alma de mi cuerpo se desprenda, en estas tierras fértiles y húmedas de este meridional y frío villorrio –no puedo llamarlo ciudad habiendo nacido y crecido en la majestuosa Londres– llamado por sus gentes Bogotá. La certidumbre de tan inesperada decisión la tuve, pero entonces no lo sabía, cuando lleno de empuje y de coraje ordené
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asaltar de una vez y para siempre el fuerte en cuyas entrañas, desarmados y sin estrategia alguna, nos encontrábamos mis marinos y yo. Recuperar las dagas y espadas no fue tarea ardua. El pequeño Jim, rindiendo honor al motivo por el cual lo embarcamos con nosotros, se escabulló de vuelta al puesto de los guardias y retomó nuestras dagas y espadas sin ser siquiera olfateado. Las tapas de cristal que cubrían los tesoros ¡cosa ridícula! saltaron al primer toque de una daga usada como palanca, pero accionaron un sistema de trompas y bocinas que alertó a los guardias. La lucha fue veloz; aunque los guardias poseían unas pistolas de varios disparos eran todo menos duchos en su manejo y antes de poder, como se dice, abrir y cerrar los ojos, Can Negro había saltado hacia ellos como un caballo que siente el golpe de la espuela y les había rebanado el cogote. Pero ya a pocos metros de la salida escuché los apurados pasos que se nos acercaban por la retaguardia y siendo mi hermano, el negro Mingu y yo los que íbamos detrás en la retirada, entregamos la bolsas llenas de tesoros a Can Negro y al pequeño Jim, error del que aún me culpo, y nos escondimos detrás de los muros listos para el combate. El primero que asomó en carrera por la boca del corredor tropezó con la bota de Alexander y voló hasta las enormes manos del negro Mingu que lo despescuezó como a un pollo. El segundo supo prevenir la zancadilla pero no pudo esquivar mi daga firme es-
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perándolo a la altura de las tripas. Los siguientes dos se detuvieron al fondo del corredor e hicieron fuego sobre nosotros: empezaba a armarse el zafarrancho. Al tiempo, sin proponérnoslo, entonamos el viejo canto pirata de batalla: —A la voz de ¡barco viene! es de ver cómo vira y se previene... El primero de los guardias cayó tendido por el golpe en la porra de una estatuilla de oro que no habíamos alcanzado a echar a las bolsas, lanzada por Mingu cuya puntería era ya famosa en toda Lisboa cuando lo compramos. El segundo hizo fuego justo en el momento en que Alexander cruzaba el corredor hacia mi lado y la bala le rozó una pierna, haciéndola sangrar. Pero el viejo lobo de mar, que ya de peores circunstancias había sabido zafarse, se asomó al corredor con una daga en cada mano, lanzó una contra el cristal de un lado y en seguida la otra directo al cuello del guardia que se había distraído con el estallido del dicho cristal. —¡Que yo soy el rey del mar y mi furia es de temer! Aprovechando la confusión me asomé ahora yo al corredor listo para llevarme al último guardia, que sin embargo había desaparecido. Entonces, a carcajadas dejamos a ese petimetre infeliz que no supo hacer lo suyo y dejamos atrás el fuerte corriendo al borde de los brincos con una amplia sonrisa en la faz, las húmedas espadas en la mano y el canto de la victoria en las gargantas.
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—¡Que es mi barco mi tesoro y es mi dios la libertad, mi ley la fuerza y el viento, mi única patria la mar! Los había traicionado. Sí. No había otra palabra para decirlo: traición, traición de las más bajas porque ellos no tuvieron oportunidad de defenderse o de evitarlo, y ahora quedaban desprovistos de lo único que tenían para sobrevivir y además también de un aliado, de un amigo que aunque hasta entonces no los había ayudado demasiado sí les había evitado en varias ocasiones una tragedia, distrayendo al viejo o desobedeciendo sus órdenes directamente, ese viejo que desde entonces pasaría de ser su jefe a ser casi su padre, lo sabía bien. Pero ya no los defendía. Los había traicionado abiertamente y aunque era joven y posiblemente no entendía del todo las causas y consecuencias de sus actos, entendía que era una traición, por más que ya no hablaran, el hecho de haber accedido a ayudar a hacerles semejante daño a Pacho y Alejandro. Para el viejo no era ningún problema, lógico, porque para él ellos eran la causa de todas sus desgracias, aunque las desgracias no llegan solas, como había oído decir alguna vez. De modo que tal vez el viejo Salazar se había imaginado con tanta convicción la enemistad con los piratas que se le volvió real. En todo caso, si no para el viejo, para él sí era una traición porque a pesar de que no se hablaban hace años, Pacho y Alejandro ha-
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bían sido buenos con él, justos y serios, aunque también fuera cierto que el día en que decidieron no comprarle más libros y Alejandro le metió una vaciada por robar de las bibliotecas públicas, el que se sintió traicionado fue él, que hacía tales esfuerzos y corría tanto riesgos para traerles buenos libros al pasaje y que además ofrecía siempre primero a Alejandro y sólo luego, de lo que quedaba, ofrecía a Salazar. Sí, por eso es que pelearon y por eso es que este atentado que a la noche del día siguiente iba a ayudar a Salazar a cometer no era una traición sino un empate, una venganza por esa vez en que le hicieron sentir como un criminal, lo culparon por el malestar de los niños pobres de Bogotá como si la pobreza y la mala educación bogotanas fueran obra suya causada por llevarse dos o tres libritos del colegio Colsubsidio, libros que igual nadie iba a leer, cuando días antes los había oído en la panadería hablar con Arnulfo de cómo había que saquear las bibliotecas y librerías porque los libros eran de todos, porque el conocimiento no era propiedad de nadie. Hipócritas mentirosos, por eso era que se había ido a trabajar con Salazar, porque el viejo podía ser un hijueputa pero no lo juzgaba, eso, no lo juzgaba por lo que hacía y sobre todo no lo dejaba colgando con los libros que de otro modo no podía vender. Así que nada de traiciones, no. Aquí lo único que hay es la venganza del Esgard, que será joven pero no es imbécil, no señor. Mañana nos
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vamos con Salazar a hacer lo que hay que hacer para que ese par de intelectualuchos prepotentes aprendan a respetar, esa es la palabra: a respetar. ¡Malditos infelices esbirros de Lucifer, sucias escorias humanas! Nos habían traicionado de la manera más rastrera de la que puede ser objeto un hombre en este mundo llevado por el demonio: dejándonos en medio del fuego del combate cubriéndoles las espaldas mientras huían sin ser detectados con el botín. —Han levado-ce tudo— decía lloriqueando el negro Mingu, desconsoladamente parado en medio de la plaza—. Ni uma estatuía deixaron-nos. —Ni un doblón, amigo Mingu, ni un sucio maravedí— le dije, tratando de consolarlo. De repente se hizo evidente que Can Negro había estado planeando la venganza hacía tiempos, esperando con paciencia el momento ideal para darme la estocada en las espaldas y yo había sido demasiado ciego para darme cuenta. Hace alrededor de veinte años, es decir de trescientos veinte años, conocí en Marruecos a una mujer hermosa como no se han visto jamás en el continente y menos en la isla, pues el color aceitunado de su piel y sus ojos azabaches de mirada magrebí les dan a las mujeres de Marruecos una apariencia irreal, como de hada oriental inalcanzable, de musa morisca, pero nunca una
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apariencia fantasmal, como las que tienen las mozas de Inglaterra con sus translúcidas pieles y sus cristales en lugar de ojos. Nos conocimos en casa de Abuljaír, pirata temible como pocos con el que más valía hacer negocios que combates, siendo ella, como entonces aprendí, una de sus rabizas favoritas, que el pirata ya casi dedicado sólo a comerciar desde sus cómodos cojines, ofrecía a sus invitados como parte de las atracciones de su hospedaje. La exótica muchacha, cuyo nombre prefiero no mencionar aunque lleve tres siglos bajo tierra –y sí que debe estar bajo tierra, muy abajo, allá donde las llamas arden– me acompañaba cada noche a la pieza y satisfacía la mayor parte de mis deseos, tras lo cual se cubría con una sábana y volvía portando dos vasos y una botella de ron, terminando así de satisfacerlos todos. Pero una noche, tomando un sorbo juntos en el lecho, me participó que había de marcharse al amanecer con un pirata que la había comprado a Abuljaír y se la llevaba a vivir con él a un lugar cuyo nombre o ubicación desconocía. Viéndole el miedo en la faz le propuse irse conmigo al instante para no volver jamás. Por miedo o por amor, no es importante, la muchacha accedió, de modo que ordené alistar la goleta y esa misma noche zarpamos hacia Sicilia, donde después de varios meses de indescriptible pasión tuve que dejarla por acompañar a mi padre, que en paz descanse, y a mi hermano en una peligrosa expedición al otro norte de África, al peligroso. Y cuando
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regresé a Sicilia, como ya se adivina, no la encontré y por muchos esfuerzos que hice no di con una sola pista de su rastro. Os relato esta historia tal vez demasiado larga, por lo cual os pido disculpas, porque como los más sagaces entre vosotros podéis haber adivinado ya, el famoso pirata tan rico que pudo comprar al riquísimo Abuljaír su rabiza favorita y quien, ya habiendo estado con ella en ocasiones anteriores, había sucumbido de lleno a sus moriscos encantos, era ni más ni menos que el perro infernal de Can Negro, quien enterándose de mi huída con la mora dedicó toda su ira y su pirática destreza a buscarme, lo cual consiguió unos dos años después de vuelta en Londres donde, de no ser por la astuta mediación de mi hermano Alexander, ahí mismo y en ese año de 1695 habría dejado vuestro humilde servidor Francis Dampier los alientos a la merced del viento y las carnes a la de los buitres. No por otro motivo es que me opuse tan rotundamente a embarcar a ese perro endemoniado a mi Hispaniola, como ya os he relatado, habiendo tenido que ceder por ser él una parte vital de la empresa –¡vaya ironía!– y tener tan fuertes lazos y buen favor con los Estuardo. Además ya habían pasado quince o dieciséis años desde los acontecimientos que nos habían enemistado y yo, siempre más inocente de lo que debería permitirme, supuse que un mero lío de mozas no po-
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día acarrear un odio tan duradero. Y claro que podía, por inverosímil que pudiera parecer. Podía no ser lógico ni verosímil, pero Pacho sentía que Salazar lo había jodido. No sabía ni cómo ni dónde pero no podía evitar sentirse burlado y humillado por la risita provocadora con que Salazar lo había mirado después de haberlo insultado en la panadería, como si justo ahí, justo en medio de la retahíla de maldiciones que con prepotencia le escupió en la cara se le hubiera ocurrido la manera de joderlo, de joderlo como no había podido en años de sabotajes en fin inofensivos, de joderlo de una vez y para siempre. Pero dónde, cómo. Sordo a las alertas de Pacho, Alejandro había descartado la posibilidad de que la presencia, unos días antes, de Desgard por la calle de Palermo en que se encontraba la imprenta fuera más que una incómoda coincidencia. Pero Esgard ya fumaba como Salazar, ya había aprendido a copiarle esos buches con que Salazar masticaba el humo antes de abrir el hocico y soltarlo. Eso no era todo, había notado Pacho; también sostenía el cigarrillo entre los dientes cuando quería poner una sonrisa maliciosa, y lo pasaba de nuevo al frente con un golpe de la lengua: ya Esgard no era un hombre de confiar. El robo a la Destiempo en que Alejandro no creyó haber perdido gran cosa hasta que vio que de su butaco se habían llevado su copia de La Nieve, había ocurrido sólo unos días después de
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que ambos, Pacho y Alejandro, le hubiesen avisado a Esgard que no volverían a comprarle sus libros robados de colegios públicos, y le habían pedido, tratando de no ofenderlo del todo, sacarlos de su lista de clientes. Pero Arnulfo defendía a Esgard y Alejandro le creía a Arnulfo. Y Pacho quería creerle a Alejandro, pero entonces se encontraba a Esgard en el pasaje y lo veía mordiendo el cigarrillo con los dientes, haciendo buches con el humo, y no podía evitar pensar que ya lo habían perdido irremediablemente a la influencia de Salazar. No, no era coincidencia que justo la noche en que habían empezado a imprimir la novela de García Márquez, Esgard anduviera por Palermo rondando la imprenta. Algo estaban tramando esos dos, pero cómo, dónde. Bueno, en realidad Pacho no podía decir con certeza que Esgars anduviera rondando la imprenta, ya que ni él ni Salazar conocían su ubicación ni la existencia del proyecto García Márqueting –como lo llamaba Alejandro– tan molesto para Pacho por los recuerdos que cargaba. ¿Y si en cambio sí sabían? Pero cómo, si el único que sabía, además de ellos, era Arnulfo, y Arnulfo había puesto parte del dinero necesario para pagarle al amigo del amigo que tenía el original, o lo que fuera. No podía ser él. Y sin embargo Salazar lo había mirado como si le hubiera hecho un daño o por lo menos hubiera puesto en marcha un plan sin vuelta atrás de sabotearlo. Pacho se había sentido impotente, abandonado a los perversos
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caprichos de su enemigo, de su archienemigo, como se declaró el mismo Salazar ese día en la panadería en respuesta a la “ofensa imperdonable” que Pacho había hecho al viejo con su novela. Y eso era en últimas la única parte del encuentro que Pacho había encontrado razonable: después de tantos años compitiendo y evitando sus sabotajes era apenas justo que se pusieran las cartas sobre la mesa, sí, pensaba Pacho, las cartas sobre la mesa y declararse de una vez por todas el enemigo mortal del maldito de Can Negro, digo… de Salazar. Pacho se detuvo de repente cayendo en cuenta del error, y rió sin ganas, con una risa débil y quebrada como un riachuelo incapaz de sobreponer sus aguas flacas a las piedritas que bloquean el camino, y su risa era casi un llanto. Porque la risa producida por una burla cuyo objeto es uno mismo, es una risa sin fuerza y apenas se diferencia del llanto, y Pacho reía o lloraba de sí mismo porque se compadecía de la ingenuidad que lo había llevado por un instante a confundir la realidad con la ficción, cosa ridícula para los que ignoran, como Pacho, que la verdadera línea divisoria entre lo importante y lo innocuo, entre lo que tiene el poder de alterar la vida y lo que no lo tiene, no es la que pasa entre la ficción y la realidad, sino entre lo inverosímil y lo verosímil. Cuando se toma el tiempo de contemplar el propio estado, las circunstancias de las cosas de la vida, no suele
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resultar muy difícil adivinar los rasgos más sobresalientes del futuro cercano. Pero las gentes jamás se toman ese tiempo, incluido el humilde narrador de este relato quien, de haberlo hecho a conciencia, habría sin duda adivinado e incluso quizás evitado también la sorpresa que nos esperaba al regresar a la panadería, en la que con tan buena cara se había inaugurado nuestra travesía del Nuevo Mundo, en busca de doña Gloria, dorada por fuera como el hojaldre y dulce por dentro como el bocadillo. Sorpresa que consistió, impávidos lectores, en que la buena doña Gloria no estaba en su panadería y su ausencia, era claro como el agua, no se debía a todas luces ni a una urgente diligencia ni a cosa similar, sino a la triste verdad de que el buitre de Can Negro, que en los infiernos arda su alma, la había raptado, golpe de gracia de una venganza sobre mí largo tiempo preparada, y que en ese instante la guardaba captiva en quién sabe qué recóndito paraje. El oro y la mujer; no hay algo que un pirata guarde en mayor estima y ante la ausencia de lo cual su orgullo se quiebre más severamente. Can Negro lo sabía tan bien como yo. Pero no dejará nunca de asombrarme la habilidad con que logró detectar mi especial aprecio por la pobre panadera del que aún creo no haber asomado indicio alguno aquél día en que bajo sus cuidados retomamos el dominio de las tripas. Más sea como fuere, no erró Can Negro en su intento de privarme de la más reciente de las predilecciones de mi
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corazón y que bien podía, como en fin se confirmó, ser la última, tomadas en cuenta las condiciones de mi estado en aquel entonces. Pero no era tiempo de rendirse. Con la ayuda de mi hermano y del fiel negro Mingu habíamos de entregarnos sin demora a la busca obsesiva, bajo el sol y las estrellas, de mi adorada y noble señora Gloria, aunque en el camino hubiese de dejar colgando mi vida como una tela roída de una rama asomada por el camino de un bosque; pues bien podría yo estar viejo y cansado pero aún le quedaban por ver a este mundo despiadado, antes de reducirme a morir como un viejo pontón al socaire de la costa, varias lunas de aguerrida y valiente lucha de parte del Capitán Francis William Dampier. ¡Claro que su intuición había sido correcta y claro que cuando lo vio supo de inmediato que algo malo iba a pasar, y claro que pasó porque algo así de extraño no podía explicarse con un simple paseo por Palermo, un paseíto nocturno inofensivo, porque claro que Esgard siempre está tramando algo, y que anduviera tan cerca de la imprenta no podía significar sino lo peor, y claro que Alejandro, como siempre, había decidido que no era nada, que no había nada que temer, siempre con su ciego optimismo! ¡Pero claro que había algo que temer, mucho que temer, todo que temer y si lo hubieran temido lo suficiente habrían hecho algo al respecto y no
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estarían en ese momento pensando en qué carajos hacer ahora que no tenían ni la novela de García Márquez ni plata para pagarle al amigo del amigo de Arnulfo, que les iba a venir a cobrar, claro que les iba a cobrar! Alejandro intentó no mostrar en las facciones de su cara la mezcla de pena y rabia que lo invadía porque sabía que su amigo, ya bastante alterado, iba literalmente a explotar si veía en él un mínimo de desconcierto y sobre todo de impotencia frente a la catástrofe reciente, de modo que puso la cara más tranquila que tenía, como si hubiera previsto el asalto y tuviera ya lista la solución, y esperó así, sin decir nada, a que Pacho terminara de escupir esa jungla de palabras que por más llena de claros que estuviera no parecía dejar entrar ni un flaco rayo de luz o de razón. ¡Y claro que Salazar iba a vender los libros ahí mismo en sus mesas del pasaje para burlarse definitivamente de ellos, claro que lo iba a hacer y claro que no podrían evitarlo y claro que el que iba a quedar más deshonrado y ridiculizado, sin contar quebrado y endeudado, iba a ser claro que Pacho! Las gotas de sudor le escurrían despacio de la frente a las cejas, y su cara hinchada parecía a punto de humear. Alejandro sacó dos cigarrillos de un paquete y le ofreció uno a Pacho. No lo miró mientras prendía el suyo y aspiraba una honda y lenta bocanada. Con la mano le ofreció una silla y esperó a que se sentara. Entonces habló:
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—Vea, Pachito: primero que todo cálmese y respire que ahora en este instante no podemos hacer nada y el daño ya está hecho. Todo fue mi culpa, listo. Pero ahora lo que tenemos que hacer es encontrar la forma de componer esta situación. —¡Esto no… —Esto se compone. Usted no se preocupe. O preocúpese, pero en cranearse algo inteligente. No vamos a dejar que Salazar se salga con la suya en esta cuestión. Se las vamos a cobrar todas y caras, Pachito, y no va a poder vender ni una sola de nuestras copias, a eso póngale la firma. Primero que todo le vamos a pagar nuestra parte al amigo de Arnulfo. Yo tengo todavía unos pesitos y usted hasta donde yo sé no está ni cerca a quebrado, ¿o no? —No, pues así como tal, no. Sí me ha entrado una platica de… —De la novela. ¿Ha vendido bien, no? Eso supuse porque aquí ha vendido como ningún otro libro, no le exagero, Pachito, ha vendido muchísimo y también en todas las demás librerías del pasaje y en otras cuantas en el norte donde tengo algunos amigos, usted los conoce, y todos dicen que han vendido mucho más de lo que calcularon. Y yo sé que no es éste el momento más apropiado de todos para festejar, pero tengo muchas ganas de contarle que ayer me llamó el muchacho amigo mío que trabaja en la Lerner, ¿se acuerda? El
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que nos pasaba de vez en cuando las novedades de Siruela y eso. Me dijo que me echara una pasadita por allá cuando tuviera tiempo. Entonces yo fui. Cuando llegué me mostró una copia de la Novela pirata que tenían a la venta, Pachito, no lo va a creer, una copia original. —Cómo así que original. —Pues original. Llegó con las novedades de Alfaguara. Le piratearon la novela, mi hermano. —¡No diga! ¿La piratearon los de Alfaguara? —Exactamente. Piratearon la pirata, sacándola original. —Eso sí que no me lo esperaba—, confesó Pacho sin haber entendido aún exactamente las consecuencias del suceso. —Todo por la plata, Pachito. Seguro se enteraron de que una de sus novelas estaba vendiendo como loca, cayeron en cuenta que no era una de sus novelas y en vez de tratar de joderlo a usted por los derechos decidieron imprimirla y subirse al bus del éxito de su libro, Pacho, y usted sabe eso qué quiere decir. —Que no voy a ver ni un mugre peso de regalías, para empezar. —Pues no, Pachito, ni más faltaba, pero eso quiere decir publicidad, reseñas, revistas, todo eso, incluso hasta una entrevista con el autor, ya que los dos se están estafando mutuamente y bien mirado no tienen por qué
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pelear. ¿Ah? Dígame si no es algo para festejar. Y cuando la novela esté saliendo en todas partes, las copias piratas, es decir las originales, las suyas, van a vender todavía más de lo que ya han vendido, Pachito, todavía más. Perdóneme pero eso es lo que yo llamo hacer literatura en el siglo xxi. Así que venga nos tomamos un traguito y brindamos debidamente. Con un vago gesto de la mano Alejandro llamó al Negro, que en su puesto en frente a la Destiempo anunciaba a los alaridos sus últimas ofertas de la tarde. —Negro, por qué no pasa un segundo y nos tomamos un traguito aquí con el viejo Pacho que está celebrando su novela. —¡Tomémonos un ron, seamos amigos!–— gritó entusiasmado el Negro y se dispuso a abandonar su puesto. Un joven cliente que llevaba unos minutos mirando los libros lo miró como pidiéndole una explicación, y el Negro le hizo un gesto de “llévate lo que quieras”. El joven, ni corto ni perezoso, estiró la mano hacia los libros de encima de la banca, pero el Negro lo interrumpió con un ¡ey! seguido de una cara de “no señor; lo de arriba es pa’ pájaro fino”. —A ver, Franciscoelhómbre, cuéntame cómo es eso de tu novela— dijo cariñoso el Negro mientras servía tres vasos de ron—. A qué horas escribiste eso, carajo, a qué horas te nos volviste novelista. —En los pocos tiempos libres, Negro— explicó
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Pacho, que no se esperaba tanto interés de parte de su alcohólico colega—, cuando el trabajo me deja. —Pero qué maravilla, Franciscoelhómbre, ¡a tu salud! Hicieron el brindis mudo de los vasos desechables y respiraron hondo después del sorbo, con los ojos cerrados. —Yo no la he leído aún— continuó el Negro con su acogedora sonrisa— pero me la voy a leer, Franciscoelhómbre ¡Cómo no! ¡Qué orgullo! —Gracias, Negro, me encantaría que la leyera y me cuente qué le parece. —Seguro, Franciscoelhómbre, ya te contaré— dijo el Negro mientras servía una segunda ronda—. A mí el camello me da muy poco tiempo para leer, pero ahí poquito a poco me como mis libracos, no se crea. El último que me leí fue ese que me prestaste tú, Alejodurán, el de Crímenes imperceptibles. Cosa buena. Pacho sacudió la cabeza, viéndose venir lo inevitable, para lo que no estaba de humor. —¿Sí sabía, Negro, que ya dentro de poco va a salir la segunda parte de esa novela? —No joda, Alejodurán, ¿y cómo se llama? —Crímenes perceptibles— se dijo Pacho en silencio. —Crímenes perceptibles— dijo Alejandro levantándole las cejas al Negro. —¡Já!— escupió el Negro, salpicando un poco de ron—. No joda, ¡pues claro! Cómo más se iba a llamar.
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—Parece que los lectores no entendieron bien cuáles eran los crímenes…— explicó Alejandro. —Demasiado imperceptibles— siguió riendo el Negro con una mano apoyada en la pierna de Pacho, que no pudo más que reír también, que dejarse llevar por el aura de calma de Alejandro, al que no parecía importarle el problema en el que estaban. —¡Salud, muchachos!— propuso el Negro. —Salud. Saborearon el trago en silencio. Ya empezaba a hacer algo de frío. Si por un instante fui culpable de dudar de las capacidades de mi viejo amigo para resolver nuestras desgracias, no lo fui jamás después de ver lo que vi esa tarde gris y borrosa, pues si hay alguien que sabe con tal cabeza fría tomar el toro por los cuernos es mi viejo compañero pirata. En un principio ni yo ni el negro entendimos de qué se trataba el ardid que habríamos de dirigir a ese perro de los mil demonios, pero obedecimos sin hacer preguntas y nos escondimos detrás del portón de esa rara iglesia que se posa de cara a la plaza. Alexander ya había enviado al negro Mingu a explorar la zona en busca de nuestro enemigo y éste ya lo había visto a unas cuantas leguas de distancia caminando por la Calle Real en dirección de la iglesia. Por supuesto que Can Negro no había sido capaz de aguantar las ganas de echarnos en
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cara su recién adquirido botín y venía buscándonos para vanagloriarse de ello. Tras un largo tiempo de espera giré para Alexander y lo interrogué con la mirada, a lo cual me respondió con una sonrisa confiada y un gesto con el que me rogaba mantener la calma y observar atentamente. Cuando Mingu y yo nos asomamos, por poco morimos congelados del susto que nos ocasionó lo que vieron nuestros ojos: lentamente se acercaban a la iglesia una horda de seres deformes y feísimos que se arrastraban cubiertos de harapientas vestimentas y se lamentaban en voz alta con unos horrísonos aullidos. Mingu empezó a balbucear algún rezo africano en voz baja y a castañetear las dentaduras, y yo aferré el mango de mi espada y me puse en posición de guardia. Pero Alexander nos dio unas palmaditas en las espaldas y nos dijo: —Despreocupaos, mis bravos marinos, que no son ellos. Pero sí que se parecen, ¿no es cierto?—. Y rió asmáticamente. No había alcanzado yo a entender completamente la situación cuando Mingu vio a Can Negro a pocos pasos del portón con mi señora Gloria atada por los brazos y los bolsos de tesoros a hombros del joven Jim. Alexander nos ordenó escondernos bien y esperarlos en silencio. Carraspeó un poco la voz y apenas vio las botas de Can Negro asomarse por la apertura de la puerta empezó a gritar como un lunático en un tono de falsete exagerado:
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—¡Socorred, marinos, a aquesta doncella, quien viajando de Marruecos a Sevilla el rumbo ha extraviado y no le halla! Y antes de recitar de nuevo el maldito conjuro que tantas malas memorias me traía nos dio la señal del ataque. Por supuesto que el ardid había funcionado. La similitud horrenda entre esos seres truncos y los monstruos a los que debíamos todas nuestras desgracias presentes sin mencionar tres siglos perdidos por alta mar, aumentada por los agudos alaridos de Alexander, había tomado tan por sorpresa al joven ladronzuelo y al pirata que el primero había salido huyendo y llorando, dejando tirados los bolsos de tesoros, y el segundo había desenvainado su espada y, para cuando yo había salido de la iglesia, había dejado de lado a Gloria y arremetía sin piedad contra esos retazos contrahechos de la puerta quienes, presas del miedo, aumentaban sus alaridos. De modo que nos encontramos frente a frente bajo la puerta de la iglesia, espadas afuera y fija la mirada el uno en los ojos del otro. El negro Mingu había salido en persecución del joven Jim y Alexander continuaba escondido detrás del portón, no por cobarde sino porque sabía muy bien que en situación como esa cualquier movimiento suyo podía ocasionarme la más infame de las muertes. Las gentes se iban aglomerando a nuestro derredor y escuché que unos cuantos, fieles a una deplorable fascinación por la sangre derramada, gritaban
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¡pelea, pelea!, del mismo exacto modo en que había visto hacerlo en las costas de Marruecos, tierra de bárbaros, siempre que dos piratas llevaban su rabia a sus espadas. Tratando de no quitarle la vista de encima, pues hacerlo ante un pirata de ese porte era equivalente a perder la vida de un espadazo relámpago, intentaba medir la distancia que me separaba de los bolsos del tesoro, seis o siete pies a mi derecha, y hasta mi señora Gloria, otros tantos a mi izquierda, más despavorida la pobre criatura que una gallina en medio de una batalla campal. Pero la tensión se hizo insoportable y en un instante los dos nos abalanzamos, espada en mano y grito en el cielo, hacia la izquierda. Él a la suya, en dirección del oro, y yo a la mía, en dirección de la despavorida señora Gloria. Restituyéndome y cerciorándome del bienestar de mi señora me di vuelta para encontrar que Can Negro huía calle abajo con los bolsos, y que Alexander, más lento a causa de su vejez, no había podido darle alcance con su espada. Sentí una enorme lástima, seguro, pero a veces en la vida de un hombre son necesarias las escogencias y aunque el oro es por supuesto la Meca de todo pirata, la mujer es el Paraíso, y ocurre a veces sacrificar el uno por el otro. Así lo hice, y tan pronto como solté la soga que asfixiaba las muñecas de mi dama obtuve mi recompensa, y las gentes alrededor, minutos antes tan sedientas de verme cubierto en sangre, armaron una ruidosa algarabía de gritos y aplausos
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al verme cubierto en besos, en los dulcísimos y sonoros ósculos de la hermosísima señora Gloria. Muy diversos son los efectos que produce el alcohol en los seres humanos. A veces esto depende del trago, claro, de su calidad y de sus componentes, y a veces también depende de la persona que los tome, de su resistencia y supongo también de su metabolismo. Sin embargo, en una misma persona un mismo trago salido de una misma botella puede causar, según circunstancias ajenas a la anatomía del licor y del que lo ingiere, efectos diametralmente opuestos. Ejemplo de tal fenómeno son los tragos de aguardiente que Salazar se tomó esa tarde en compañía del joven Desgar para festejar el cercano inicio de las ventas de la novela de García Márquez usurpada con astucia de la imprenta de sus archienemigos, o digamos, para menor claridad, los tragos de la primera mitad de esa botella que con tal pretexto engulleron y que al calentarles la frente los llenó de una plena sensación de satisfacción personal, al extremo que Salazar optó por hacer oídos sordos no a dos sino a tres frases que el joven Esgar empezó con “si no estoy mal”, demasiado concentrado en terminar esa mitad para tomarse la otra. Pero aunque esa segunda tanda de tragos los tomaron los mismos colegas en la misma Todolibro Salazar, no lo hicieron enseguida, sino unas horas después, cuando los tres policías que habían irrumpido de
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repente en la librería ya se habían ido, sin dejar un solo libro en los estantes y sí todos tirados alfombrando el piso, y entre ellos ni un solo ejemplar pirata de la novela de García Márquez. Lo cual quiere decir que los tragos de la segunda mitad de la botella no fueron bebidos en honor a nadie en particular, y sí en cambio a modo de imprecación, y de una imprecación dirigida a alguien muy particular, al que Salazar sabía había sido el responsable de ese inmundo sabotaje, y cuya imagen, mezclada en su cabeza con los tragos, lo llevó finalmente a levantarse de la silla como un hipopótamo hambriento, con las fauces abiertas y los ojos desorbitados, y con la mano extendida, gritarle en el oído a Desgar: —¡Páseme el machete, Esgar, páseme el machete que lo voy a dejar es respirando por la herida! Pero Desgar estaba muy sonso él también pues los tragos de la segunda mitad de la botella le habían entrado igualmente en reversa y por eso tardó varios minutos en encontrar el machete envenenado de Salazar entre el arrume de cajas, libros y vasos plásticos untados de tinto viejo que había bajo el escritorio de su jefe, lapso más bien escaso de sucesos y que por tanto permite explicar un par de cosas antes de ver a Salazar como un perro rabioso abalanzarse hacia la Destiempo a matar al anciano Alejandro. Pues sin lugar a dudas era a Alejandro al que Salazar buscaba con sus ojos inyectados ya que había adivinado que el artífice de la venganza por él apenas
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sufrida no podía ser otro que él, dado que su compañero y mayor archienemigo carecía a todas luces de la astucia necesaria. En efecto ésa era la razón por la cual Salazar odiaba más a Pacho que a Alejandro, aunque la diferencia fuera casi imperceptible, porque en el último veía una inteligencia superior a la suya y un improbable reflejo lo llevaba a tratarlo con un poco de respeto, lo que por supuesto en Salazar quería decir con un poco de miedo y desconfianza. Entonces Esgar encontró el machete y se lo amarró a Salazar, más que ponérselo, a la mano, y lo vio salir de la librería derecho por el pasaje como un marrano desbocado. —¡Oiga!— le gritó al Negro, que ya estaba prácticamente inconsciente sobre los libros de pájaro fino—, ¡Dónde está ese hijueputa de Alejandro, ¿Está ahí adentro? ¡Hable! —Cálmate, viejo Sala—, respondió el Negro tratando de enfocarlo—. Y deja de acercarme ese machete a la cara, no joda. Yo estoy aquí cuidando. Alejodurán salió un segundo y me dejó cuidándole el chuzo. Yo estoy aquí de guardia, viejo Sala. Como para qué lo quieres, o qué. —¡Para matarlo!— y dirigiendo la voz a la librería:— ¡Para matar a ese cobarde que no se atreve ni a salir! —Cálmate, cálmate de una vez por todas, viejo Sala, cálmate un poco y dime: qué te pudo haber hecho el viejo Alejo pa’ ponerte así de arrecho, no joda.
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—¡Qué no me hizo el marica ese! ¡Que se me acaban de llevar los libros! —Cuáles libros, viejo Sala, no eches cuentos… —¡Pues los de García Márquez!— gritó Salazar a punto de romperse la garganta. —¡No joda, Salazar!— exclamó asombrado el Negro, y soltó una estruendosa carcajada—. ¿La novelita última del Gabo, la que no ha salido todavía, y ya te la pirateaste tú? —¡Pues cuál otra! Y fue ese tetraijueputa, ¡yo lo sé! —Que me coma el tigre, viejo Sala; ese Gabo sí tiene los amigos que son, no joda. —¡Pues claro que no fue García Márquez, Negro miserable, fue el maldito cobarde de Alejandro! y dónde está que lo voy a matar. ¡Dónde está para empiyamarlo de una vez por todas! —Que no está aquí, viejo, ya te lo dije; yo estoy aquí cuidando, vuelve mañana… ¡Viejo Sala, no! No entres ahí, te digo, ¡Salazar! ¡mierda! En efecto Alejandro no estaba en su librería y Salazar estuvo a punto de desanimarse e irse a buscarlo a otra parte de no ser porque un segundo antes de darse la vuelta alcanzó a ver con el rabillo del ojo, detrás de una mesa repleta de libros, la pierna encogida y temblorosa de aquél a quien el Negro había tratado de esconder, la pierna temerosa e impotente de Pacho Naranjo.
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—¡Salid de vuestro escondite, cobarde infeliz, vil excusa de pirata! ¡Salid a luchar como un hombre, asquerosa sabandija, que ya me hierve la sangre! Que me llamen infeliz, sabandija o cualquier otro nombre la misma cosa me da, pero que me llamen cobarde, a mí, al Capitán Francis Dampier, algo por lo que habría pasado, y vaya que lo hice, a más de un marino por la tabla, o le hubiera ensartado de un sablazo el cogote antes de dejarlo terminar la frase, era imperdonable. Pero en esa precisa ocasión era prioritario velar por la seguridad de mi recién liberada dama y sólo cuando pude convencerla de quedarse encerrada en la cocina, pues no hay nada más peligroso durante el combate que una moza enloquecida por el miedo, pude salir de la panadería a enfrentar al mísero Can Negro quien ofendido hasta los huesos por el ardid de Alexander había venido en mi busca preparado para cobrar mi sangre de una vez y para siempre. Bien sabía yo que el filo de su espada estaba embadurnado con los más mortíferos venenos y bien conocía la destreza de su brazo y la potencia de su taurina corpulencia, pero había llegado el momento de jugárselo todo por la vida y el honor eternos, pues quien vence a su más mortal enemigo en justo combate vive por siempre, más allá de las fronteras, más allá de los siglos, más allá de la desintegración de los sesos y las carnes. Y porque sabía que así era, es que Alexander, mi único hermano y compañero de todas mis andanzas, se
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abstuvo siquiera de blandir su espada e incluso el negro Mingu, que nada entiende de códigos de honor, dedujo de su precaria humanidad que más valía hacerse a un lado y resignarse a ser espectador de la lucha más feroz que le es dado presenciar a un hombre, que es la que sucede entre dos iguales para los cuales el mundo se ha tornado demasiado estrecho para albergar sus mutuos odios. Yo arremetí primero, inaugurando de ese modo una serie de errores que bien pudo haberme costado la vida. A mi ataque Can Negro respondió con un puño al pecho y un sablazo que por poco me rebana el costillar. Yo corté. Él cortó de nuevo. Otro tajo. Otro tajo más. Me vi derrotado. Can Negro preparó la estocada. —¡Mis más sinceros saludos a Lucifer!— y arremetió. Logré esquivar el golpe y tumbarlo de una patada; había perdido la espada. Una patada suya y perdí la mía. Puñetazo en la cara. Me trepé encima de él y le sujeté un brazo. Una daga. Yo la mía. Cortó. Corté. Apuntó a mis tripas. Rodé. Había perdido la daga. Se abalanzó sobre mí con la suya. Traté de esquivar. Cortó. Cortó. Cortó. Jadeante se incorporó y levantó su espada, preparándose para clavarme la estocada final, ya tendido yo en el charco de mi propia sangre. Vi los rútilos ojos de la muerte. El cielo había ennegrecido; una nube negra ocultaba la luna. Desesperado busqué los ojos de mi
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hermano para despedirme, pero en ellos encontré mi salvación. Lanzó la estocada. Rodé. Le golpeé la mano con el tacón de mi bota. Se arrastró su espada por el suelo y descubrí su daga a mi lado. La levanté con esfuerzo, herido. Blandió de nuevo su espada, jadeando, y me miró con la sonrisa de la victoria alcanzada. Preparé la daga para lanzarla. La lancé. Sonó el choque de su espada con mi daga, que voló lejos. Con la sonrisa aún pintada en la cara, Can Negro trató de apuntar su único ojo en dirección mía, y cayó de rodillas al suelo, y la espada se soltó de su mano inerte, y su tronco cayó como el de un árbol recién talado sobre el frío suelo. Respiré profundo. Reí sin fuerzas. La vieja estrategia de mi hermano, por la cuál había sido tan temido en las colonias había dado resultado: una primera daga, sacrificada por previsible, que Can Negro había desviado con su sable y de inmediato la segunda, rápido y directo al pescuezo. La luna asomó detrás de la nube negra. La calle se iluminó. Ya todo había terminado.
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III
Desde que lo conocía, pensaba Alejandro, había sabido, sin saberlo, que su amigo estaba destinado a una especie de gloria. A una gloria relativa, por supuesto, a una gloria local, entre los amigos y los conocidos, los colegas, los clientes, los vecinos, y no a la gloria de los grandes hombres, se decía Alejandro, y de las grandes mujeres, se corregía, como doña Gloria, pensaba sin evitar reírse un poco, aunque tal vez también ella sea una gran mujer. Lo cierto es que Pacho había sido siempre uno de esos tipos destinados a algo relativamente importante, a lo que por lo demás quién sabe si llegó o incluso trató de llegar. Porque todo eso de los destinos no cumplidos o cumplidos del todo o a medias era cosa que Alejandro consideraba muy difícil de resolver y sobre la cual pre-
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fería no pronunciarse cuando charlaba con sus amigos, y no plantearse siquiera cuando en cambio charlaba con sus soledades. Además bien era posible que en ese instante le hubiera dado por pensar que Pacho era un espíritu distinto sólo por las circunstancias del momento, sin tener argumentos para sostenerlo. Y como tanto solía recalcar Alejandro, las conclusiones motivadas por la nostalgia, aunque pueden llegar a ser bonitas, no suelen ser demasiado útiles. Entonces decir que Pacho estaba destinado a la gloria era más una forma de la condescendencia que una idea, y en últimas la única gloria a la que estuvo destinado fue a doña Gloria, ironía que aunque lo hizo sonreír también lo hizo sollozar un poco, muy poco, un lloriqueo imperceptible. Lo había conocido en el colegio aunque Pacho fuera dos años menor y sus mundos no solieran cruzarse. Sin embargo, por cosas que ahora Alejandro ya no quería llamar destino, se habían encontrado el pupilo y su maestro, siendo el crimen la materia. Pues no mucho tiempo antes Alejandro había aprendido las precarias artes del robo y de la estafa de boca de un compañero mayor, serio y taciturno y de nombre Arnulfo. En una ocasión en que Alejandro había sido enviado a pasar dos horas enteras en la biblioteca del colegio como castigo por hablar en clase –si lo vieran hoy esos toscos profesores, pensaba, dirían que le habían quedado gustando los castigos–, sucedió que el tal Arnulfo había sido su-
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jeto al mismo castigo y se había sentado a leer en una oscura mesa del rincón. Como Alejandro aún no había aprendido a ver en los libros lo que estos saben dar, se quedó echado sobre su mesa mirando a Arnulfo, admirando la calma con que cada tanto pasaba la hoja del libro y continuaba moviendo los ojos de un lado al otro. Sin embargo, al rato notó que sin quitar los ojos de la página, éste empezó a estirar el brazo hacia abajo y a tantear con la mano su morral, del que lentamente extrajo la sobrecubierta de un libro y cuidadosamente la puso sobre la mesa bajo el libro que leía, fuera del alcance de la vista de la vieja Irma, bibliotecaria del colegio, por llamarla de algún modo, quien, como se rumoraba por ahí, tenía la habilidad de detectar el más diminuto movimiento en falso de los estudiantes castigados, incluso cuando estaba sentada de espaldas a ellos, por medio de los pelitos de su oscuro bigote. Alejandro sonreía sin muchas ganas al recordar el episodio. Al rato cayó en cuenta que Arnulfo tramaba algo extraño y de seguro prohibido. Tratando de evitar un injustificado sentido de complicidad, decidió hacerse el dormido y espiando a través de un solo ojo entreabierto, terminar de adivinar el sentido de la operación. Con todo el cuidado necesario para no alertar los bigotes de la vieja Irma, Arnulfo vistió con la sobrecubierta el libro que tenía entre las manos, que sin lugar a dudas era de la biblioteca, y siguió leyéndolo impasible. Cuando por fin sonó la campana lo metió al morral y caminó hacia la puerta.
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—Joven Arnulfo—, lo llamó la vieja Irma—. Me hace el favor me deja ver el contenido del morral. El corazón de Alejandro empezó a latir con fuerza, más no el de Arnulfo. —Cómo no, señora Irma, con mucho gusto— respondió mientras abría el morral y ponía uno a uno, a lo que parecía estar acostumbrado, los libros sobre la mesa—. Todos son libros míos, de mi casa. —Yo me conozco todos los libros de esta biblioteca, joven Arnulfo. —Cómo no, señora Irma. —¡Todos! —Sí, sí. La vieja inspeccionó cada libro, sin reconocer ninguno, y lo miró fijamente. —A estudiar, joven Arnulfo. Y que no vuelva yo a verlo por aquí. —Cómo no, señora Irma. Buenas tardes. Era la primera vez que Alejandro veía un robo en vivo, y le había parecido fantástico. Durante el resto del año se hizo castigar a menudo con la esperanza de encontrarse, como por fin sucedió, con el valiente ladrón. Pero esa vez escogió sentarse justo en la mesa más cercana al escritorio de la vieja Irma, en la que ella solía desocupar los morrales de los estudiantes que salían. Esperó a que el ladrón hiciera su movida, con la sólita calma, y mientras tanto alistó una sobrecubierta tomada de un
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libro de la biblioteca. Cuando la vieja le pidió a Arnulfo que se acercara al escritorio para firmar el cuaderno y la boleta del libro que había solicitado en préstamo Alejandro tomó al azar uno de los libros del morral que Arnulfo ya había puesto en la mesa para ser inspeccionado, le puso su sobrecubierta y lo restituyó rápidamente. Cuarenta, no, cincuenta años después, en noches de tragos con los libreros del pasaje, Arnulfo seguía recriminándole, entre risas, el terrible castigo del que fue presa ese día y sobre todo por haberlo hecho perder uno de sus libros favoritos, sepultado para siempre en la biblioteca disfrazado de un tomo escolar. Pero Arnulfo no olvidaba que ese mismo día había empezado una linda amistad y complicidad en el hurto de propiedad escolar entre los dos futuros ancianos. Años después, una historia no muy diferente ocurrió entre Alejandro y Pacho, pero en la que al último jamás se le ocurrió sabotear los negocios del compañero de dos cursos arriba. Durante los últimos años del colegio Alejandro le enseñó a Pacho todo lo que había aprendido de Arnulfo y aunque Pacho nunca sirvió para el robo, se volvió un charlador bastante ducho y en asociación con Alejandro convencieron a más de medio colegio de confiarles las bibliotecas de sus casas a cambio de falsas confidencias amorosas y cigarrillos importados. Pero Pacho nunca pudo superar la angustia que le causaban tales empresas, aunque con la práctica aprendió a
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disimularla realmente bien. Y años después, cuando se habían reencontrado por azar y habían montado la editorial pirata Destiempo, era otra vez esa mezcla de inocencia y viveza con que Pacho desarmaba a sus víctimas la que los mantenía a salvo. Y era también una de las tantas razones que revoloteando en la cabeza de Alejandro como mariposas moribundas le impedían explicarse y encontrarse de una buena vez en paz con el hecho que Pacho estaba muerto, que estaba muerto y que no iba a volver más. La vida nueva… La vida nueva que comenzó en el instante en que di muerte a mi enemigo, un renacer surgido de la reintegración última y total del espíritu, porque cuando Can Negro cayó ante mi daga letal yo sentí que nacía de nuevo, obnubilado como estaba por la luminosa felicidad de ver el mundo por primera vez. Y esa felicidad la compartían mis amigos, mi hermano Alexander, el negro Mingu y también el joven Jim que al rato había regresado arrepentido, lo que nos conmovió, y con los bolsos de tesoros bien completos, lo que terminó de motivarnos a aceptarlo nuevamente entre nosotros. Y por supuesto, cómo no incluirla, mi galanísima y hermosa dama, Gloria de mis días y de mis noches Gloria. La vida nueva… Tres días de festejo y zafarrancho siguieron a la apoteósica pelea, y todos juntos bebimos buen ron y ento-
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namos los cantos piratas –placer celestial el de ver a mi señora Gloria hirviente de alcoholes y botella en mano afirmando a todo canto que “no hay en el mundo nada como el ron para asaltar un galeón”–, y gritamos y reímos y lloramos un poco también. Auxiliada por el negro Mingu, que era el cocinero de La Hispaniola, Gloria preparó un banquete inconcebible de platillos y manjares indianos que engullimos como bárbaros, tras lo cual nos obligó a levantarnos y aprenderle los complicados pasos de una de esas danzas exóticas del Nuevo Mundo que ya alguna vez habíamos visto hacer a los indios en las plazas de Londres y Lisboa, en las que es preciso dar tales brincos que de lejos parece que los bailarines danzasen descalzos sobre brasas encendidas. Tratamos de seguir los pasos, tratamos de entonar las letras al tiempo con la música que la entusiasmada Gloria hacía salir, como ya había oído yo que hacían los chinos, de una minúscula caja negra. Recostado sobre los muros de un rincón de la panadería contemplaba yo a mis marinos danzando y bebiendo, y me sorprendía a la vez que me alegraba no encontrar en sus rostros el más vago rastro de Inglaterra, la madre patria ya entonces tan lejana. Parecía, pensaba yo a través de los humores del ron que me poblaban la cabeza, como si la Fortuna nos hubiera reservado, detrás de la pesadilla marítima, un paraíso inexplorado, como si obedeciendo a algún plan ignoto nos hubiese enviado
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a un lugar cuya ubicación en el tiempo y el espacio excluía toda posibilidad de regreso. La vida nueva… que es la vida en la que hay amor. Un glorioso destino nos había sido adjudicado a mis amigos y a mí, un destino del todo disímil a cualquiera que pudiera haber soñado una sarta de piratas majaderos y errabundos, y por eso todo lo más misterioso, como es preciso que sean los caprichos insondables de la Fortuna. La vida nueva… y en un sentido también la vida eterna, pues aunque no olvidaba yo que algún día habría de dejar mis carnes en algún rincón de estas tierras altas a veces y a veces planas, ya había escapado a la muerte que por razón me correspondía en algún lado de Europa o alta mar en medio de ese cruento siglo xviii. La vida nueva, sí, la vida eterna. Ella no debía haber regresado todavía, era demasiado temprano y no estaba lista para ver a toda esa gente y oír sus exigencias y sus falsos pésames, pero Alejandro le había recomendado que abriera pronto y se pusiera a trabajar a ver si así se distraía aunque fuera un poco, y podría tener razón, pero por otra parte ella seguía de luto y realmente no quería volver a trabajar porque mientras hacía pasteles lo único en que podía pensar era en el pobre de Pacho y en cómo le gustaba cocinarle, y en cómo ya no podría hacerlo. Y entonces lloraba y la mezcla le salía mal, y no se me inflan los hojaldres, míreme esto, se lamentaba con la voz quebrada, se me escurre el bocadillo.
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Más o menos a las once de la mañana, cuando la Frutería estaba llena, los clientes empezaron a quejarse y a devolverle los pasteles a doña Gloria y a exigirle a cambio unos mejores. Pero doña Gloria no tenía ánimos para pensar en nada más que la tragedia reciente y seguía, como sonámbula, horneando y sacando unos pasteles flacos y tristísimos. Entonces, limpiándose las lágrimas se sentó en su banquito de la cocina con los pies torcidos hacia dentro y las manos sobre los muslos y un velo negro sobre el corazón y así, con los hojaldres desinflados y escurrido el bocadillo, se quedó absorta y muy quieta, indiferente a los llamados de los clientes quienes ya muy pronto empezarían a marcharse dejando la panadería fría y sola. Doña Gloria no entendía por qué había muerto Pacho, por qué había tenido que morir. Entendía las circunstancias del crimen, entendía que el culpable era Salazar, quien ahora estaba por supuesto desaparecido, entendía que había sucedido en la librería de Alejandro cuando Alejandro no estaba y sabía también que el Negro había intentado defender a Pacho y se había ganado un tajo del machete envenenado de Salazar, y que tampoco se sabía dónde estaba ahora él, probablemente junto a Pacho allá del otro lado. Entendía todo eso porque Alejandro se lo había explicado despacio y con delicadeza en el velorio de su amigo, donde también le había dicho que la policía había dictaminado que no había ha-
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bido asesinato alguno, que la muerte había sido natural puesto que no tenía el cuerpo marcas de haber recibido algún golpe, de manera que aunque Salazar hubiera sido el causante de la muerte, ésta había ocurrido naturalmente, tal vez por un paro cardíaco debido al miedo, y en últimas era cierto que asustar no es un delito. Porque Pacho no era joven, claro que no, y a esa edad los huesos, el corazón… pero Salazar había huido, de modo que tuvo miedo y culpa, así que nada de eso termina de explicar nada, pensaba furiosa doña Gloria, nada de nada porque la gente no se muere así porque sí, y menos él. Salazar, no sé cómo, me mató a mi Pachito, claro que sí, se decía, y lloraba porque esas conclusiones sólo lograban entristecerla ulteriormente, ya que no podía evitar sentir que de todos modos Salazar no había querido lo que se dice matar a Pacho, pues no le había hecho nada sino tal vez darle un susto, y eso hacía que la muerte hubiera sido una suerte, una mala suerte, una muerte innecesaria, injustificada y por eso mismo más cruel e inaceptable. ¡Hasta el joven Esgard había colaborado con Alejandro y Arnulfo para buscar a Salazar, hasta su propio amigo! Pero no habían podido dar con él y después de dos días de búsqueda Arnulfo tuvo que convencer a Alejandro que ya era hora de enterrar a su viejo compadre. Y doña Gloria entendía todo eso, y a la vez no entendía nada, y lloraba y lloraba ahí sentada en su banquito, desinflados sus hojaldres.
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En ocasiones se encuentran en la vida sensaciones de bienestar capaces de derribar montañas y aunque siempre tuve la precaución y el buen tino de seguir el sabio consejo de un viejo escritor, de luchar contra ellas como contra un enemigo, esta vez decidí quedarme quieto y dejarme hundir en ese grato y dulce bienestar que es el producido por el amor y la estabilidad de la vida sedentaria. Porque una cosa es forjarse el propio destino, cosa muy recomendable, es cierto, pero opuesta aunque peligrosamente símil a dejar pasar, por el puro capricho de seguir viviendo en la aventura, las mieles que la Fortuna, menos veces que más, nos proporciona. Y esa vida que bien o mal supe forjarme en este tal pasaje Veracruz y en estas bienhechoras tierras de México… —De Bogotá, mi amor, de Bogotá. Eso, disculpadme una vez más, mi dulce Gloria, en estas tierras frías y fértiles de Bogotá, era una que más valía proteger y hacer durar, con buena fortuna, hasta el final. Este es el motivo por el cual decidí no volver jamás a mi isla nativa y por eso es Bogotá desde donde ya más viejo que un casco encallado escribo estas humildes líneas en que se cuenta con los detalles y recursos de los que un pirata sin más educación que una vida largo tiempo desgraciada puede llegar a maniobrar, la historia de los últimos tiempos de mi vida y de la vida de los marinos de mi goleta La Hispaniola, historia que bien
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puede pecar de mal atada, desordenada y tal vez demasiado centrada en la vida del que narra, pero no puede por ningún motivo pecar de deshonesta, primero, y de poco interesante, puesto que bien llena de proezas, milagros y rarezas está, e incluso cuenta con varias y muy entretenidas escenas de acción, como bien sé que sabían apreciar los jóvenes de mi época y supongo sabrán también los de ésta y los de cualquier otra. Pero sobre todo porque el tema verdadero de esta historia es el de las sorpresas de la vida, el de los nuevos comienzos y el de la lucha en nombre del amor, temas todos muy universales y muy aptos a la literatura, además de ser a la vez edificantes, puesto que llevan consigo una enseñanza, y es que bien puede un hombre pasar toda una vida soñando y forjando su propia gloria, del mismo modo en que tan arduamente trabajé para hacerme Capitán de mi propia goleta y uno de los más afamados piratas de los siete mares, pero el camino está minado de pruebas y de obstáculos ocultos, y lo que al final se halla no es, ¡qué sencillo sería!, lo que con tanta fuerza se soñó con encontrar, sino por supuesto, lo contrario, lo único que no alcanzó siquiera a imaginarse y de ese modo se comprueba, y os lo dice uno que roza el otoño de su vida, que es ejercicio harto vano el de buscar la gloria, pues que esta llega cuando le apetece y siempre disfrazada de desgracia, y la destreza y el valor que hacen de alguien un gran hombre no están en buscar la gloria a
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toda costa, sino en saber reconocerla cuando ésta, disimulada y silenciosa, nos pasa por enfrente. —¡Señora Muerte que se va llevando todo lo bueno que en nosotros topa!... Solos –en un rincón– vamos quedando los demás… ¡gente mísera de tropa! —Usted lo ha dicho, loquito—, dijo Alejandro meciéndose en su butaca a la puerta de la Destiempo, mirando con cierta piedad al loco Legris, que trataba de expresarle, y él no dejaba de darse cuenta, un genuino sentido pésame a través de sus bizarras citas. —Oh piélagos transidos de agorera pavura irremisible. Oh piélagos que asorda gríseo clangor; equale de trombones, un lento ritmo y voz velada, audible sólo para los séres que un Fátum fúnebre señale… En esos negros días de inenarrable nostalgia a Alejandro habían empezado a gustarle esas visitas del loco que en otros tiempos lo irritaban tanto y aunque había empezado también a encontrar ocultos sentidos en sus versos, al final del día se decía, con una cansada sonrisa en la cara, que cuando el loco del pueblo empieza a decir verdades, como decía su padre, ya todo está perdido. Pero a Alejandro le gustaba hablar con el loco Legris, que de vez en cuando se le llevaba alguna novela en préstamo, le gustaba que sus charlas no tuvieran hilo alguno, en ese tiempo en que los días no tenían hilo alguno ellos tampoco.
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—¿Sí sabe, loquito, que ahora está por salir la segunda parte de esa novela? —… —Se va a llamar Crímenes perceptibles… —… —Olvídelo, loquito. —¡Yo no pienso en quién me escuche cuando tango la zampoña, cuando tango el sacabuche! —Yo tampoco, yo tampoco. Alguna verdad había en las palabras del loco, pero Alejandro sabía que encontraba esas verdades porque las estaba buscando, porque como todos los demás en el pasaje buscaba inútilmente una explicación aceptable de todo lo ocurrido. Sin embargo, en una ocasión en que invitó al loco Legris a tomarse un tinto en la librería, lo que habría de volvérsele una costumbre, le oyó recitar unos versos que le dieron una idea, tal vez por azar, que le gustó, y que lo hizo sentir por un instante algo remotamente parecido a la esperanza. —Nuestra nao pirata discurrirá por todos los océanos al azar, al azar, al azar…Erigiremos en todos los caminos nuestra gitana tolda aventurera, y el refugio ilusorio de nuestro ciclo errátil e inseguro… Había pensado en cambiarle de nombre a su librería y bautizarla con el de la goleta del Capitán Dampier, La Hispaniola, cosa que tal vez podría alivianarle la pena y que además todos en el pasaje tomarían como un gesto
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noble de su parte. Pero en el fondo Alejandro sabía que todo eso de hacer homenajes a los muertos no era otra cosa que el reflejo de la incomprensión con que tratamos de lidiar con la Señora Muerte, y aunque alcanzó a hacer un diseño del nuevo cartel y a averiguar los costos, finalmente nunca llevó a cabo el cambio y la idea se fue desvaneciendo poco a poco de su mente como una frase escrita a lápiz sobre el reverso de un papel que ronda por ahí.
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editorial destiempo
____________________________ el libro del sinsentido | Edward Lear Traducción de Matías Godoy
mientrastanto | Manuela Ochoa silentes | María Margarita Sánchez U. las glorias | Matías Godoy las preguntas del amor | Marie Linage (En preparación) Traducción de Francia Elena Goenaga
nacer y morir sin crecer ni reproducirse | Jesús Fiebre (En preparación) el írbol de los álbores | Matías Godoy (En preparación) Grabados de Alfredo Lleras
Impreso en el mes de noviembre de 2011 en Torre Blanca Agencia Grรกfica, Barrio Santa Isabel, Bogotรก