Delegación Tlalpan
Maricela Contreras Julián Jefa Delegacional Mireya Sofía Trejo Orozco Directora General de Cultura Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Dirección General del Culturas Populares Primera Edición
Edición: Voces de Cultura Coordinación general: Tania Mena Bañuelos Investigación: Jaime Orozco Barbosa, Juana Amalia Salgado López, Claudia Fulgencio Juárez Fotografía: Ireri de la Peña Diseño: Juan Carlos Ortiz San Juan Cuidado de la edición: Ximena Gironella Antúnez Asistente de diseño: Jair López Arias MITOS Y LEYENDAS DE LOS NUEVE PUEBLOS DE TLALPAN
Jaime Orozco Barbosa Los pueblos de Tlalpan como San Miguel Topilejo, Parres El Guarda y La Magdalena Petlacalco, comparten similitud en usos, costumbres, tradiciones, creencias, mitos y leyendas. Topilejo se resguarda a las faldas del cerro Tetequilo, Parres está situado muy cerca del cerro Pelado y del volcán Chichinautzin, y La Magdalena Petlacalco tiene muy próximo el extinto volcán Pico del Águila; lugares en los cuales existen cuevas, algunas formadas por lava volcánica y otras por la erosión de la piedra. Sitios con historia y misticismo, que han dado pie a mitos y leyendas de los pueblos viejos del valle de México. Las cuevas de González en el volcán Chichinautzin (la extensión del volcán se dividió entre Topilejo, Milpa Alta y el estado de Morelos) son objeto de asombro, pues aún resguardan flora y fauna endémica; pero también se dice que dentro de ellas se encuentra un tesoro de oro, plata y joyas, que un salteador de apellido González obtenía de sus robos, mismos que ejecutaba en el Camino Real a Cuernavaca a principios del siglo pasado. La cueva del Aire, muy cerca de La Magdalena Petlacalco, también es objeto de leyendas, pues hay quien asegura que personas que se atrevieron a entrar, nunca más volvieron a salir. El cerro Pelado tiene una de las cuevas menos visitadas, una oquedad de pocos metros de profundidad en la que se percibe humedad en exceso, los que han entrado aseguran que se percibe mala vibra y un olor fétido, como a muerto. Uno de los mitos más conocidos en estos pueblos es el Ixtlahuich, un ritual que consiste en realizar ofrendas dentro de cuevas para pedir favores, tales como: buenas cosechas, sanación para enfermos, fertilidad para mujeres, lluvias o, en casos muy especiales, ceremonias de iniciación de graniceros, tiemperos o temporaleros (hombres que fueron alcanzados por un rayo y sobrevivieron para tener el don de atraer o alejar la lluvia). Saber más sobre esta actividad nos lleva a la historia oral, sin embargo no todo se sabe al respecto, pues las personas que la han practicado prometen no revelar los secretos de la ceremonia, por respeto o por la creencia de que si los divulgan el favor les será negado.
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Don Pascual Romero Peña de 82 años de edad, comerciante originario de San Miguel Topilejo, nos comparte su testimonio: En mi infancia el pueblo era muy chiquito, yo cuidaba animales en el campo con otros niños, cuando nos dábamos cuenta de que varias personas entre hombres y mujeres caminaban rumbo a una cueva, ya sabíamos que iban a ofrendar. Dentro de la cueva había un lugar especial para colocar la ofrenda: una piedra que parecía una mesa, sobre ella se colocaban frutas, como guayabas, naranjas, manzanas, plátanos; los tamales casi nunca faltaban ya fuera de dulce, chile verde o de mole. En platos, cazuelas o jarros de barro, se dejaban alimentos preparados, como mole con pollo. Recuerdo haber visto siempre cigarros, un jarro con pulque, una botellita de aguardiente y un sahumador con copal para purificar el lugar. Se colocaba en medio de la ofrenda una muñequita y un muñeco elaborados de trapo o de masa de maíz, ella vestida de china poblana y él como de charro. Siempre se realizaban cantos y rezos que no escuchábamos con claridad, porque nos escondíamos un poco lejos de la cueva para que no pudieran vernos, y no nos regañaran por espiar. Casi siempre acudían ancianos que daban las indicaciones, unos dicen que entre ellos iba alguno de los “brujos del pueblo”, pero eso a nosotros ni nos interesaba. Nuestro gusto era esperar a que las personas se alejaran después de haber dejado la ofrenda, entonces entrábamos y nos dábamos un festín comiendo de todo. Cuando se hacía la ceremonia para pedir sanación, se pasaba fruta por todo el cuerpo del enfermo y después se colocaba en la ofrenda. Yo nunca me enfermé por comer esa fruta, lo que sí recuerdo es que estábamos tan pobres que me emocionaba comer tanto en un día. Ahí fue donde también empezamos a querer fumarnos los cigarros, pero sólo por travesura, pues en esa época los niños éramos muy inocentes. Mi madrecita decía que se llamaba Ixtlahuich a lo que se hacía dentro de una cueva, que se realizaba desde el tiempo de nuestros antepasados, aunque hoy ya no se practica mucho, pues unos dicen que ya no hay brujos para dar las indicaciones, otros, que se hace con los más ancianos del pueblo, pero no se da a saber. La cueva que de niño visité varias veces era la que se encontraba en lo que ahora es la Curva del Caracol, rumbo a Xochimilco, creo que la taparon porque ya no se sabe de ella. En esa época también veíamos, cómo en la noche iban subiendo personas por el cerro Tetequilo, se alumbraban con antorchas, mi madrecita decía que iban a ofrendar para pedir algún favor a Dios y a la Madre Tierra. Un relato más es el del señor Refugio Fernández Pulido, originario de Parres El Guarda, quien dice: Yo no sé cómo se le llama a eso de dejar cosas en las cuevas, pero hace como 65 años cuando yo tenía 17, unos vecinos y yo andábamos por el monte, muy cerca del pueblo, ahí merito hay un resumidero que son como cuevas pero debajo de la tierra, uno de los muchachos decidió meterse dentro de la cueva para ver qué había; la sorpresa fue que encontraron pencas de plátanos de la mejor calidad, grandotes y bien bonitos, además había una olla con mole que olía bien sabroso. No sabíamos cuándo habían dejado eso ahí, pero la comida no se descompuso porque la cueva es muy fresca, hay mucha humedad.
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Ellos se dieron un atracón de plátanos y mole, me invitaban pero yo no quise, pensé que me podía hacer daño. Pasaron los días y mis amigos no se enfermaron. Unos dicen que los originarios de Topilejo eran los que traían las ofrendas, pero también comentaban que podían ser personas de otros pueblos. Yo creo que a lo mejor los viejos de mi pueblo también dejaban ofrendas, pero no lo daban a saber. La cueva del Aire es otra referencia de este ritual, ubicada muy cerca del pueblo de La Magdalena Petlacalco, es una de las más conocidas en toda la región. Los relatos son muchos, como el de la señora María (se omite el apellido por petición de la entrevistada): La mayoría de los adultos mayores, originarios de La Magdalena Petlacalco, sabemos que la cueva del Aire es un lugar donde se hacen ofrendas; antes se hacían más seguido, en la actualidad es de vez en cuando, pero nunca se han dejado de realizar. Antes los ancianos decían que también venía gente de otros lugares a ofrendar, que algunos eran de Cuernavaca, eso sí, nadie nunca los veía ni sabíamos que día o a qué hora visitaban el lugar, sólo los que andaban por el monte miraban todo lo que dejaban. Dicen que había cazuelas con mole y carne de guajolote o de pollo, fruta de la mejor, tortillas, tamales dentro de canastas nuevas. Los muchachos del pueblo cuando se daban cuenta de que había ofrenda, se la iban a comer, decían que ellos no creían en esas cosas. Los señores ancianos del pueblo, platicaban que se ofrendaba en la cueva para pedir buenas cosechas, pues si la lluvia no caía a tiempo, o si llovía con granizo, de cualquier manera le hacía daño a lo que se sembrara. También se sabe que dentro de la cueva hay una piedra como de cuatro metros de ancho por dos de largo, en la que se coloca la ofrenda; a los lados están dos piedras que simulan la forma de serpientes, a lo mejor formadas por lava de un volcán, pero hay quien asegura que fueron creadas por los seres que habitan la cueva. Una señora de nombre Simona, no recuerdo su apellido, me contó que hace algunos años su hijo decidió entrar a la cueva con otros muchachos, para ver qué había ahí adentro. Encontraron las serpientes, como les habían dicho que si le pegaban a ese animal lograrían que lloviera, el hijo de la señora se atrevió y la azotó, creo que con una vara o algo así, ellos contaron que cuando salieron de la cueva estaba lloviendo. La cosa no quedó ahí, el hijo de doña Simona enfermó, porque se cree que cuando se le pega a ese animal dentro de la cueva, él regresa los golpes aunque de momento no se sientan. Lo bueno fue que al muchacho no le pasó nada de cuidado. Su madre lo regañó y le prohibió regresar a la cueva, le dijo que si seguía provocando a los seres que viven ahí, podrían matarlo de un susto. La verdad es que a muchos de nosotros, los que vivimos cerca de la cueva, nos da miedo acercarnos o entrar. Unos dicen que el que se encuentra ahí adentro con el demonio ya no sale vivo, otros que se puede uno perder en la cueva, porque es tan profunda que tiene salidas a Chalma, en el Estado de México, a Puebla y al estado de Morelos. Pero también los que han logrado entrar, han contado que en la profundidad se siente cómo sopla el viento; los que saben comentan que hay respiraderos, que son huecos entre las piedras, y que por ahí entra aire; otros aseguran que ahí dentro habitan los nahuatotos, seres que producen la lluvia. Hay quienes los mencionan como quiahuistecos, que dicen es de la palabra quiahuitl, que significa lluvia o aguacero. Se sabe de personas, que se han atrevido a entrar más allá de la piedra donde se coloca la ofrenda, han platicado que existe una escalera de piedra en forma de caracol, es como si alguien la hubiera hecho. Otros cuentan que hay un lugar donde una enorme piedra tiene forma de campana, que si se le pega con otra piedra más pequeña, se escucha un sonido igual al que produce una campana hecha de metal. Hay personas que se han encontrado un río que se dice llega hasta el pueblo de Chalma.
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También se platica en el pueblo que en la Revolución mexicana, dentro de la cueva se escondió gente que enterraba sus monedas de oro, o se metía a caballo para salir hasta otro lugar. Yo nunca he escuchado de personas que se encontraran algún tesoro o dinero ahí dentro, más bien muchos creemos que cuando alguien entra a la cueva, y después se hace rico o se compra algún bien, es porque logro hacer un pacto con el demonio. En algunos testimonios de lugareños, se menciona que hay personas que realizan ofrenda para pedir bienes materiales, como dinero o ganado, sin embargo, se cree que esos favores sólo los puede hacer el demonio, los seres de luz que habitan las cuevas, ayudan a la madre naturaleza, curan enfermedades y prodigan cosas buenas. Hay datos interesantes sobre el Ixtlahuich. Se sabe que por muchos años, políticos o sus familiares, artistas o académicos, entre otros, acuden a pueblos como Topilejo, Parres o La Magdalena, en busca de personas originarias que sepan ejecutar el ritual, esto con el fin de que les ayuden a realizar la ofrenda en alguna de las cuevas, claro está, para pedir algún favor en especial. En otros tiempos, era recurrente que fuera un brujo el que presidiera la ceremonia, dado los poderes que tenía. Hace media década, una enorme piedra se ubicaba en lo que hoy es la entrada del Hospital Materno Infantil de Topilejo, en ese lugar había personas que acudían a dejar habas secas, con las cuales habían “limpiado” las erupciones que les brotaban a niños o adultos; la creencia radicaba en que la “piedra de la roña” como le llamaban, tenía el poder de curar la infección en la piel. Hoy ya no existe el “Tecuate”, como le decían los abuelos. Algunas personas mayores, recuerdan haber comido aquellas habas que se ofrendaban en la piedra, sin embargo aseguran, nunca enfermaron por ello. Hay personas mayores, originarias de estos pueblos, que creen en lo sobrenatural como parte de la vida terrenal, por ello refieren que para entrar a una cueva se debe hacer con respeto, pedir permiso a la madre naturaleza o a los seres que las habitan, esto con una ofrenda, una oración o un pensamiento. El ritual dentro de las cuevas, tiene un significado más allá de lo que materialmente se ofrenda. Es una ceremonia que se heredó de los ancestros, del pasado prehispánico y de las creencias religiosas. Revelar los detalles del rito, podría ser un referente para seguir investigando tal hecho en los pueblos, pero sin duda, será mejor no hacerlo, por respeto a los originarios que aseguran haber obtenido diversas gracias por medio del Ixtlahuich. Mito que sigue presente, usanza a preservar, porque a través de él, aseguran muchos, han logrado salud, fertilidad y buenas cosechas, entre otras cosas. Hay quienes creen, que las leyendas son parte del imaginario de los pueblos, pero para quienes han presenciado hechos sobrenaturales, son cosas del mal. La Llorona, el Charro Negro, los nahuales, las brujas, las almas en pena emitiendo lamentos, son parte de los relatos en pueblos como San Miguel Topilejo, Parres El Guarda y La Magdalena Petlacalco. En el pueblo de Topilejo, se cuenta que hace varios años choferes que transitaban de madrugada por lo que se conoce como la Curva del Caracol, sobre la carretera hacia Xochimilco, escuchaban lamentos y gritos de auxilio; en ese lugar en septiembre de 1968, un camión de pasajeros volcó y murieron varias personas. De igual manera, en lo que hoy se conoce como la Cima, un paraje del pueblo ubicado rumbo al estado de Morelos y cerca de Parres, los campesinos escuchaban lamentos, pero nunca vieron nada. La historia refiere que en ese lugar un 14 de febrero de 1930, fueron ahorcados 60 hombres, los cuales eran seguidores de José Vasconcelos, candidato en ese entonces a la presidencia de México.
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Otro relato que se conoce en el pueblo, gira en torno al cerro Tetequilo (cerro cortado), pues se cree que en la cima de éste, se reúnen cada año las brujas de varios pueblos. Hace aproximadamente 14 años, un matrimonio que provenía de la colonia Olivar de los Padres, en la Delegación Álvaro Obregón, D.F., compró un terreno en una parte alta del cerro, ahí edificaron una casa muy modesta, con paredes de tabique y techo de lamina. El señor se dedicaba a trabajar la albañilería, su esposa a lavar ropa ajena. Cuentan que una noche la señora olvidó descolgar la ropa que entregaría al día siguiente, y por temor a que alguien pudiera robarle alguna prenda, decidió salir de madrugada para recogerla. Grande fue su sorpresa cuando observó que muy cerca de su casa, se encontraban varias bolas de fuego danzando en círculo, algunas chocaban con otras como si se pelearan. Ella contó que se escuchaban voces pero no se entendía nada. Después de este hecho la familia vendió el predio, se fue del pueblo, comentaron que varios vecinos les aseguraron que aquellas bolas de fuego eran brujas, advirtiéndoles que esos seres les chupaban la sangre a los niños, y como ellos tenían tres niñas pequeñas, mejor decidieron irse del lugar. El cerro Tetequilo es un lugar de misterio, se cree que en su cima donde hoy se encuentran ubicadas tres cruces de madera, hubo en la época prehispánica una pirámide u oratorio. En la actualidad se ha poblado desmesuradamente. Hechos sobrenaturales se dan con frecuencia, aseguran los que ahí viven, que el lamento de la Llorona se ha escuchado en varias ocasiones, sobre todo cuando se presentan tormentas o vendavales. Otro misterio dentro de la comunidad, es lo que cuentan vecinos que viven en las calles de Allende, Dieciséis de Septiembre o Guerrero, pues aseguran escuchar por la madrugada el sonido de unas zapatillas. Algunos se han dado a la tarea de espiar detrás de sus puertas y ventanas, esperando ver a la “misteriosa mujer” que pasea a tan altas horas de la noche. Nunca nadie la ha visto, sólo mencionan que se escucha el sonido hueco de unos tacones de zapatos al caminar. La leyenda de la Llorona es muy común en los pueblos, Topilejo no es la excepción. Los relatos de la aparición de una mujer vestida de blanco y con el rostro cubierto por un velo, son muchos y variados. Hay quienes aseguran haberla visto más de una vez, otros refieren haberla escuchado lanzando un lastimero y prolongado grito, que provoca escalofrío. El señor Ricardo Ávila Guillen de 63 años, quien es originario del pueblo, comparte este testimonio: Una madrugada de hace como cincuenta años, salíamos de un baile Juan Silva García, Raymundo Valdez y yo. Entonces esos eventos se realizaban al final de la calle Cinco de Mayo, en un paraje conocido como el Rincón, casi pegadito a las faldas del cerro Tetequilo. Esa noche había acabado más tarde la música, por eso cortamos camino por otra calle para llegar al kiosco. Sobre la calle Morelos con rumbo a la autopista, vimos a una mujer vestida de blanco que se acercaba a nosotros de frente, en ningún momento pensamos mal, a lo mejor iba a buscar a alguien o se dirigía a su casa. Cuando estábamos a unos metros de ella, me percaté de algo que me asustó, la mujer no caminaba, flotaba en el aire, Raymundo no se había dado cuenta y la saludó; cuando ella volteó a vernos nos dimos cuenta que no tenía rostro, en esos instantes sentimos un escalofrío por todo el cuerpo. Raymundo que siempre traía una pistola atorada en el cinturón debajo de la chamarra, la sacó, le disparó a quemarropa, vimos cómo le entraron las balas perforando el vestido, pero no la derribaron, fue como si por un lado le entraran y por otro le salieran sin hacerle daño alguno. En ese momento Juan y yo nos echamos a correr, ya no supimos para donde jaló Raymundo. Nos atravesamos la autopista sin mirar hacia atrás, yo me fui rumbo a lo que hoy es la Capilla de la Santa Cruz, y Juan corrió para otro lado. Antes de que construyeran la capilla, en el lugar sólo había una cruz, ahí fue donde me atreví a voltear y vi a la mujer encima de un bordo, su vestido se movía con el viento, en ese momento dejó escapar un grito por demás escalofriante. Llegué como pude a mi casa, toqué la puerta con fuerza, cuando por fin mi padre la abrió, entré muerto de miedo. No me salían las palabras, sólo cuando la Llorona volvió a gritar, mi padre se dio cuenta de lo que me pasaba. Fue necesario que pasaran varias semanas para calmar el miedo que sentía, fueron días que no me atrevía a salir de noche. El señor Ricardo comenta que ya no le dan miedo esas cosas, pues sabe que tiene sombra, una especie de don, que le permite ver y percibir, cosas que no son de este mundo. 7
Una de las leyendas más particulares en Topilejo, está relacionada con una de las familias más conocidas del pueblo. Se dice que uno de los hombres más ricos en la década de los cincuenta, tenía un pacto con el diablo, por esa razón contaba con grandes extensiones de tierra de cultivo, misma que producía la mayor cantidad de maíz y forrajes de la región. Las casas en la comunidad en esa época eran sencillas, la de don Pancho era para los vecinos una residencia. El señor fue uno de los primeros en introducir a la comunidad, camiones para transportar las cosechas. En un tiempo varios de los peones que trabajaban con esta familia, platicaron a los vecinos que habían visto a su patrón contando monedas de oro, convertido en un enorme toro, otros aseguraban que veían al hombre en varios lugares al mismo tiempo. Cuando el señor murió, la comunidad acompañó al sepelio, varios fueron los que ayudaron a cargar el ataúd hasta el panteón. Después de aquel hecho, se empezó a comentar que el féretro pesaba mucho, sin embargo, una vez que el cortejo fúnebre entró al cementerio, éste se volvió tan liviano, que decidieron abrirlo para ver qué pasaba dentro. Los que presenciaron el hecho, aseguraban que dentro del ataúd no había ningún cuerpo, que la familia decidió no dar mayores explicaciones, sepultando el cajón vacío. Con el paso del tiempo, la leyenda del pacto que tenia don Pancho con el demonio se fue haciendo del dominio público, provocando que a los hijos y nietos del señor se les viera con curiosidad o morbo. Fue uno de los hijos quien se atrevió a dar testimonio: En el pueblo la gente nos veía diferente, todo a raíz de que se dijo que mi padre tenía un pacto con el demonio, esto debemos reconocer se acrecentó debido a varias coincidencias, entre ellas la muerte de uno de los muchachos que nos ayudaba como peón. Resulta que en algún tiempo contratamos a vecinos o conocidos para que nos ayudaran en el campo a levantar la cosecha, nosotros no preguntábamos si estaban sanos o enfermos, sólo les dábamos trabajo; después de un tiempo y dado que el trabajo del campo es duro, enfermaban y alguno de ellos murió. Eso dio pie a que la gente pensara que el demonio tenía algo que ver. Los hombres del pueblo se negaron a trabajar con nosotros, por esa razón decidimos buscar trabajadores en algunos lugares cercanos de la provincia, los peones llegaban a trabajar, en la mayoría de los casos no aguantaban las jornadas o las inclemencias del tiempo y se regresaban a sus pueblos. Esto fue otro motivo para que las personas inventaran cosas, la mayoría relacionadas con lo que ellos decían existía, entre mi padre y su pacto con el maligno. Con el paso de los años, mis hermanos y yo vendimos la mayor parte de las tierras de cultivo, pues ya no tenemos tiempo para dedicarle al campo. La pasión por sembrar era de mi padre. Ya nos acostumbramos a la leyenda en torno a la familia, hoy lo tomamos con sentido del humor, total, mi padre dejó un legado de trabajo, y una de las leyendas más particulares en el pueblo. Los adultos mayores del pueblo, recuerdan muy bien a don Pancho. La leyenda es parte del imaginario de la comunidad.
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Un relato similar sucedió en Parres El Guarda. Cuentan que por el año de 1940, vivía un señor de apellido Bravo, que tenía una esposa y cuatro concubinas conviviendo en el mismo predio. Todos los que conocían al señor se sorprendían por lo bien que se llevaban todas sus mujeres. Con los años se supo que el señor Bravo tenía un pacto con el diablo, relato que dicen, él mismo contaba. Solía platicar que en una ocasión en el Camino Real de Topilejo, se encontró con un hombre que le pidió ayuda, en ese momento él sintió que un remolino lo jalaba, por unos momentos no supo más. Cuando reaccionó ya se encontraba en otro lugar. Aquel hombre le ofreció fortuna a cambio de que hiciera un pacto con él, pues le dijo que era el demonio. Después de ese hecho el señor se enfermó sin explicación alguna, pero más tarde se recuperó. Pasado el tiempo el señor Bravo se compró un carro nuevecito y empezó a tener mucho dinero. Se cuenta en el pueblo, que ese primer carro que tuvo cayó a un barranco y se destrozó completamente, pero el chofer, de nombre Guadalupe Flores, salió ileso del accidente. Poco tiempo después compró otro carro, dicen que llegó a tener varios. En sus pláticas decía que por estar en pacto con el demonio, cuando quería ir a la iglesia a confesarse o a escuchar misa, el maligno no se lo permitía, pues antes de entrar al templo empezaba a sentir un viento muy fuerte, era como el aleteo de aves que lo empujaban hacia afuera. Tiempo después platicó que se había liberado del pacto con el mal, pues logró entrar a la iglesia y confesarse con un sacerdote. La consecuencia de terminar con el pacto fue que ya no tenía dinero en abundancia, por ello decidió encaminarse al monte, y con la ayuda de sus mujeres recolectaba tierra de encino, misma que vendían dos de sus concubinas en los mercados de Xochimilco. Se sabe también que su esposa era de Huizilac, Morelos, las otras no lo sé. Lo curioso fue, que aún sin dinero las mujeres lo seguían queriendo, vivían todas a su alrededor sin problema alguno. Hace como diez años murió el señor, yo creo que dejó como cincuenta hijos. Todavía en la actualidad dos de sus mujeres viven en el mismo predio de antes, aquí merito en Parres. Una leyenda muy conocida en La Magdalena Petlacalco, es la aparición de una enfermera. Se dice que en el paraje llamado La Monera, ubicado en la Avenida México–Ajusco, a varios choferes de colectivos y taxis, una mujer vestida de enfermera les hacía la parada, algunos se detenían para que la mujer abordara el vehículo, pero después de unos instantes, los conductores se daban cuenta que la pasajera ya no se encontraba, esto los asustaba de tal manera, que inmediatamente se regresaban a sus casas, a muchos el susto los enfermó. Otros, que ya sabían de aquella aparición, cuando veían a la mujer en el camino, se pasaban de largo sin hacerle caso, sin embargo, empezaban a sentir la presencia de alguien dentro del auto, al mirar por el espejo retrovisor se daban cuenta que la mujer iba en el asiento trasero. Los testimonios de este hecho fueron muchos, por tal motivo los pobladores decidieron construir una capilla, justo en el lugar donde la enfermera se aparecía. Por fortuna esto alejó al fantasma, aunque hoy en día, los que transitan esta carretera, aseguran que ella se sigue apareciendo, en pueblos como San Miguel o Santo Tomás Ajusco.
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Las costumbres y tradiciones de los pueblos originarios de Tlalpan, en muchos casos derivan hacia mitos y creencias, tanto religiosas como paganas. Existen personas que en pleno siglo XXI se niegan a utilizar los avances médicos, dado que sus antepasados les enseñaron el poder de curarse por otros medios. En el caso de las mujeres, son precisamente ellas las que transmiten los conocimientos a las nuevas generaciones. Uno de los lugares donde en otros tiempos se realizaban ceremonias o ritos, por simples que pudieran ser, era la cocina, un sitio en el que la familia compartía alimentos, experiencias, narraba leyendas y transmitía en todo su esplendor la historia oral.
El difunto En los pueblos, las personas originarias se unen en solidaridad cuando hay un familiar, amigo, vecino o conocido que ha muerto. Es todo un ritual preparar los pormenores de tal evento, desde despejar el lugar en el cual será colocado el ataúd, hasta la preparación de los alimentos que se ofrecen a todas las personas que asisten al sepelio. Preparar el cuerpo inerte es una costumbre impregnada de dolor y respeto. En otras épocas cuando un niño moría, se le elaboraba una túnica o trajecito que evocaba la indumentaria de algún santo; se colocaba el pequeño cuerpo sobre una mesita, y se velaba dos noches seguidas antes de llevarlo al panteón. Hoy en día el cuerpo se coloca en un ataúd de color blanco. En el pasado y en el presente de varios pueblos originarios de Tlalpan, se tiene la costumbre de adornar la mesita donde se traslada el cuerpo de la pequeña o pequeño al camposanto; esto se hace sujetando en cada pata de la mesa una rama larga del árbol de pino, que se unen por encima de la mesa para formar arcos, mismos que se adornan con flores blancas. Camino al panteón y desde la casa del difuntito, se esparcen pétalos de flores, porque se cree que de esa manera se le indica al “angelito” cómo regresar a su casa. En el caso de los adultos, el cuerpo debe ser preparado para sepultarlo. Si el muerto es un hombre, son precisamente varones los que deberán vestirlo para colocarlo en el ataúd. En el caso de las mujeres, ningún hombre podrá presenciar el momento de vestir el cuerpo. Hay quienes buscan una madrina o padrino, mismos que deberán obsequiar al difunto una sábana y un cojín de color blanco, esto con el fin de amortajar debidamente el cuerpo con un lienzo que significa pureza. En cada lugar varían los objetos que se colocan dentro del ataúd, con el fin de ayudar al fallecido en su camino al otro mundo; una vara de rosa de castilla, un bule pequeño con agua, pulque o aguardiente, eso depende de lo que le gustara al muerto: memelas o gorditas hechas de masa de maíz, o unos tamales. Algo fundamental es protegerle las plantas de los pies. En muchas familias se cree que el muerto no debe llevar nada que provenga directamente de un animal, en este caso zapatos elaborados de piel. Pero tampoco se puede ir descalzo. Por tal motivo, se elaboran unas plantillas de cartón forradas de papel color oro o plateado, se anudan a los pies con cordones o listones de tela, estos simulan unos huaraches. Las prendas de vestir de la persona que murió se colocan en sacos o costales, para ser sepultadas justo a un lado del féretro. Durante nueve días, en la creencia católica, se colocarán mañana, tarde y noche alimentos sobre una mesa, misma que será colocada justo donde permaneció el ataúd, además de rezarle cada noche un rosario. La creencia radica en que el alma aún se alimenta y los rezos la purifican. Un dato curioso es que en la habitación donde se coloca el féretro, de berán taparse con sábanas blancas todos los adornos, pero principalmente los espejos, pues se cree que si el alma del difunto se refleja en el espejo, se quedará atrapada en el limbo y no podrá descansar en paz. MITOS Y LEYENDAS DE LOS NUEVE PUEBLOS DE TLALPAN
La muerte en otros tiempos no se relacionaba con la pérdida de un ser querido, se daba gracias porque la persona lograba pasar a otro mundo. En los pueblos viejos del valle de México, el hecho de velar y sepultar a una persona, tiene que ver con el sincretismo y las creencias religiosas. Es un ritual de dolor, acompañamiento y respeto.
Los tamales En todos los pueblos se elaboran tamales, un alimento prehispánico que si bien se ha enriquecido en sabores, tiene la misma receta de hace varios siglos. En otros tiempos, las mujeres tenían que realizar todo un ritual para elaborarlos, iniciando por recoger en la milpa las mazorcas del maíz, separarle las hojas y después desgranarlas. Una vez que obtenían las semillas, estas se colocaban al fuego en una olla de barro, se agregaba suficiente agua y tequesquite para obtener el nixtamal. La molienda del grano cocido se elaboraba en el metate, y la “batida” de la masa a fuerza de puño cerrado. Se dice que la masa está lista, cuando se coloca una pequeña porción en un jarro o vaso con agua, y esta flota. No estaba permitido que dos personas batieran la masa, pues se cree que se cortaba o echaba a perder. Hoy en día, una vez que se envuelve la masa en la hoja, se acomodan dentro de una olla, a la que se le agrega agua y se le coloca una cama de hojas y ramas en el fondo, con el fin de que los tamales se cuezan al vapor. Es importante poner una moneda en el fondo, pues al “bailar” con el hervor del agua, indica que hay suficiente líquido. Hay quienes colocan en las asas de la olla, moñitos elaborados con la misma hoja de maíz, pues se tiene la idea de que de esa forma los tamales se cuecen parejos. Hay una creencia muy particular en torno a este alimento, se asegura que cuando las personas que están cerca de los tamales en cocimiento discuten o se pelean, estos no se cocerán parejos y pueden salir “pintos” (crudos); si esto sucede, la cocinera deberá bailar alrededor de la olla y pegarle con unas hojas de maíz, con el fin de que los tamales salgan bien cocidos y sabrosos.
El aire Los ancianos de los pueblos originarios, contaban que hay mujeres y hombres que tienen el alma muy sensible, tanto, que pueden percibir cosas sobrenaturales o agarrar un “mal aire”. Visitar lugares como cementerios, hospitales, basureros entre otros, deberán hacerlo protegidos, de lo contrario y sin aparente causa, empezarán a sentir dolores de cabeza y oídos, ganas de vomitar o agotamiento y sueño extremo. Para curar a las personas a las que les “dio aire”, los abuelos realizaban limpias, ya sea pasando un huevo de gallina impregnado de alcohol por el cuerpo del individuo, unas ramas de romero y ruda, o bien soplándoles en la cara humo de cigarro. Cuando un niño “recoge aire” se dice que algo lo espantó, en esos casos es necesario limpiarlo con varios huevos, además de pasarle por el cuerpo dos claveles blancos y dos rojos, dejando las flores debajo de su almohada toda la noche, para que al día siguiente se tiren lejos de la casa. El espanto se cura de diferentes maneras, si se es católico, se acude a la iglesia a recibir los santos evangelios (rezos).
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Cuando un bebé llora demasiado y sin aparente causa, las abuelas dicen que “cogió aire”, o le hicieron mal de ojo (acumuló malas energías de otras personas), entonces, hay que limpiarlo con un huevo de gallina, pasarle la lengua del padre o la madre por la frente, frotarle sobre sus ropas todo el cuerpo con el calzón que en ese momento traiga el progenitor, pues se cree que es la mejor forma de limpiarle todo lo malo que recogió. Los ritos para alejar las malas energías son muchos, cada pueblo los adapta a su medio ambiente, o a sus creencias religiosas. Una herencia de nuestros antepasados que tienen sus variantes, pero al final persiguen el mismo fin: “limpiar” todo lo malo que no vemos, pero existe. En el caso de la limpia con huevos de gallina, recomiendan que sea una persona de carácter fuerte la que lo realice, pues al débil, aseguran, se le puede pasar el mal.
El agua En todas las culturas el agua es sinónimo de pureza, vida y fertilidad; por ello es un elemento que protege, alivia enfermedades y aleja a los malos espíritus. Los ancianos cuentan que cuando se aproximaba una tormenta, la gente se preocupaba por las siembras. Los campesinos sabían en qué momento actuar. Si se avecinaba una granizada, los viejos sacaban su machete y lo enterraban entre la tierra, solían gritar y enojarse hacia el cielo, dicen que se peleaban con el granizo, y de esa manera lo podían contener. En las familias católicas, cuando se presentaba en el pueblo una tormenta acompañada de lluvias torrenciales y relámpagos, las señoras encendían un cirio, quemaban la palma que bendijeran en la iglesia el Domingo de Ramos, o en su defecto, la cruz de pericón que se bendice el día 29 de septiembre, pues se cree que en esa fecha el demonio anda suelto, y colocar el pericón detrás de las puertas es de protección. En algunos pueblos se cree, que cuando un bebé nace se le debe proteger de las malas energías, así como de las brujas que buscarán chuparle la sangre. Una de las formas que las abuelas recomiendan para protégelo, es colocar un recipiente con agua, justo debajo de la cama o cuna, a la altura de su cabecita; de esa manera el agua evita que le puedan hacer daño. Enfatizan que es necesario colocar agua limpia cada mañana, desechando la del día anterior. En el caso de los adultos, cuentan que pueden proteger sus hogares colocando un recipiente con agua cada noche, justo detrás de la puerta principal de su casa. Al día siguiente deben tirar el agua de la noche anterior. En la Delegación Tlalpan, los mitos, leyendas y creencias son parte de la cosmovisión de sus pueblos originarios. Hechos, relatos y crónicas que refirman la identidad.
MITOS Y LEYENDAS DE LOS NUEVE PUEBLOS DE TLALPAN
Dra. Juana Amalia Salgado López
En todos los pueblos, la evocación del pasado es necesaria en la medida que hace posible la construcción de referentes que dinamizan las vivencias colectivas. Las leyendas2 como una alusión de acontecimientos pasados, manifiestan la riqueza narrativa y la imaginación de los habitantes de determinado lugar, para dar testimonio de sus creencias, héroes, experiencias y aspectos históricos. De forma particular, los pueblos de Tlalpan, ricos en historia, cultura y costumbres (fiestas patronales, danzas y medicina tradicional), destacan por sus relatos fantásticos que dan vida a leyendas de temas variados; religiosos, sobre seres extraordinarios, tesoros, aparecidos, calles, parajes, entre otros. San Miguel y Santo Tomás Ajusco, dos de los nueve pueblos que conforman Tlalpan, tienen mitos y leyendas que responden a una manera de construir mundos posibles. Algunas narraciones dan cuenta de seres con cuerpos de animales y poderes sobrenaturales, ahí la naturaleza toma comportamientos y formas que están fuera del orden de la realidad y de las cosas del mundo conocido. 1. En su segunda acepción del voca- Otras tienen como eje central a seres fantásticos, como brujas que blo “leyenda”, el Diccionario de la Real se convierten en bolas de fuego y vuelan centellando en el cielo, Academia Española dice que es una en ellas la trasgresión de las leyes de la física de la materia, es “Relación de sucesos que tienen más algo que ocurre frecuentemente con la mayor naturalidad. Pero, de de tradicionales o maravillosos que de modo particular, los pueblos de San Miguel y Santo Tomás Ajusco históricos o verdaderos”. Es importan- cuentan con relatos que tienen un impacto significativo en la vida te mencionar que a las leyendas se les religiosa y tradicional de sus habitantes, se trata de las leyendas soreconoce su importancia por el papel bre las apariciones de sus santos patronos, las cuales representan que juegan en las formas en que los un patrimonio intangible por el valor identitario que conllevan. grupos humanos se definen –estableciendo semejanzas y diferencias entre Para comprender el papel que las leyendas juegan en estos puesus miembros- y en la forma como los blos, es importante señalar que se recrean2 en una atmósfera de distintos actores sociales recrean diver- colores, sonidos y olores; algunas de ellas reflejan el trabajo y la sas representaciones de su existencia vida cotidiana de los habitantes del Ajusco, dando cuenta de sus vi(Valencia, 1999). vencias y creencias. Se han mantenido hasta nuestros días gracias a la tradición oral, por lo que agradecemos a aquellos entrevistados 2. Explica González de Viana (2008) que con su voz hicieron posible la recreación de las mismas. que todos conocemos leyendas y participamos en su creación cuando las volvemos a narrar.
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y una vez terminada colocaron al santo en ella, pero al día siguiente no estaba; dicen los abuelos que san Miguel arcángel regresó a su lugar de origen. Nuevamente lo trasladaron a su capilla y ocurrió lo mismo. Ante tal situación, los feligreses regresaron por él, sólo que esta vez lo llevaron con rezos y música de banda, hasta que finalmente se quedó en su iglesia. San Miguel arcángel quería “que se le colocara con alabanzas, quería que su procesión fuera colorida”, dice doña Norma.
Algunos habitantes, como don Joel, dicen que todo ello ocurrió en el año de 1916.
Hermelinda Anaya es el nombre de la niña que descubrió la imagen, una escultura de un ángel tallado en madera fina. Pensando que era un juguete, Hermelinda se lo llevó al río más cercano para lavarlo, envolvió al ángel con su chal y se lo quedó. Su mamá se sorprendió con el hallazgo, pues le encontró un gran parecido con el santo que se habían llevado de su pueblo. Después La historia de san Miguel arcángel en el de algún tiempo, una vez acabada la pueblo no terminaría ahí, se cuenta que revolución, cuando la niña estaba en el durante la revolución los carrancistas Ajusco con su familia, el sacerdote retomaron la iglesia como cuartel federal conoció la escultura y la llevó a la igley se llevaron la figura de san Miguel a sia. ¡Era san Miguel arcángel! En esa Culhuacán. Los abuelitos dicen que en época había una virgen como patrona esa época los habitantes tuvieron que del lugar, pero al llegar san Miguel la huir, así como sucedió con la gente de acomodaron en otro sitio para colocar otros pueblos, la diferencia fue que ellos en su nicho a la figura encontrada. San se escondieron en las cuevas del lugar Miguel había regresado nuevamente o en casas abandonadas de la región. a su lugar. Otra versión de la leyenda Así pasó con la familia Anaya que se cuenta que el día 8 de mayo, la propia refugió en una de esas casas en el Es- familia Anaya entregó la figura hallada Cuenta la leyenda que san Miguel ar- tado de México; el hambre de las niñas a la iglesia, desde entonces, en esa fecángel se apareció tres veces en Ca- Anaya las orilló a entrar en una casita cha, se celebra el regreso del santo a pulina Zaluyisco. Su primera capilla fue de Santa Martha, una de ellas encontró su lugar de origen. construida en el siglo XVI, nixtamal y la otra una figura. MITOS Y LEYENDAS DE LOS NUEVE PUEBLOS DE TLALPAN
Fotografía: Alejandro Vivianco
El patrón de San Miguel Ajusco tiene dos festejos, el primero es el 8 de mayo en el que se celebra el día en que la imagen del santo regresó a su iglesia, y el 29 de septiembre se hace una segunda fiesta para celebrar el día santo de San Miguel. Doña Norma, mujer de 69 años y rostro amable, originaria del pueblo de San Miguel Ajusco, recuerda que a finales de la década de los cincuenta su madre, María López, le contaba sobre la aparición del arcángel Miguel: “De vez en vez cuando echábamos las tortillas en el fuego, mi mamá me entretenía con la historia de cómo se convirtió san Miguel en el patrono de nuestro pueblo; era una historia que me emocionaba”. Así como doña Norma, varios habitantes de San Miguel Ajusco conocen este relato. De boca en boca y con el paso del tiempo, el final de la leyenda ha variado, pero la esencia es la misma: las tres apariciones de san Miguel arcángel y cómo regresó a su iglesia después de ser sustraido durante la Revolución mexicana.
El pueblo de Santo Tomás también tiene una leyenda sobre la aparición de su santo. El señor Ernesto Juárez cuenta que el 21 de diciembre se apareció de bulto el apóstol santo Tomás, en un lugar cercano al paraje de los Apapaxtles. De acuerdo con Ernesto, a este lugar los antiguos pobladores lo denominaron “Santo Tomasulco”. Tras el hallazgo, los habitantes de la localidad decidieron bajar al santo y llevarlo a la iglesia que ya estaba construida. Pese a que el templo tenía como patrona a la señora de los Remedios, la imagen de ésta fue reubicada en otra capilla al llegar la figura encontrada, y el apóstol santo Tomás tomó su lugar, con el tiempo, los fieles lo convirtieron en su santo patrono. En los días de fiesta del patrono, se acostumbran las danzas de los colcheros y los vaqueros, bailan los arrieros, los chinelos y los lobitos. Después se lleva a los invitados a las casas a degustar el mole y el arroz preparados para la ocasión. Algunos abuelitos cuentan, señala Ernesto, que en esas comidas se solía narrar la leyenda de Santo Tomás Ajusco, lo cierto es que en cada celebración el pueblo quema un castillo pirotécnico en honor al santo.
“La caja 12” es un lugar conocido por los habitantes del Ajusco, ahí van algunos a cazar conejos. Está cerca del terreno de Pepe Castro, lugar donde se organizan eventos del pueblo de Santo Tomás Ajusco. A unos metros se encuentran unas milpas y cerritos de piedra, a ese lugar se le llama “La caja 12”, otros también le llaman “Malacatepec”. Los relatos que a continuación se narran tienen como escenario este sitio, y como personajes centrales a seres que desafían las leyes de la naturaleza. Jorge Camacho es originario de Santo Tomás Ajusco, maneja un taxi, su base se encuentra afuera de la iglesia del pueblo. De vez en cuando, como actividad extra sale por las noches a buscar conejos a Malacatepec. Cuenta que el año pasado, en el mes de mayo, se encontró tres veces a un ser que se convertía en una bola de fuego. Era una bruja, no sabe si era la misma; pero no cree que haya muchas, y dice que de las que hay, pocas se encuentran en el mismo lugar. Una noche como a las once, cuenta Camacho que venía del cerro de las Espinas, estaba buscando conejos. Traía una lámpara en la mano, la luz apuntaba entre las hierbas y de repente vio una luz roja que se levantaba, cada vez se elevaba más; un aire frío invadió el lugar. Recorrió su cuerpo un escalofrío, pero el instinto de supervivencia lo dominó, como pudo metió un cartucho a su escopeta y se dijo: “sé que es un ser humano; pero si viene lo siento mucho”. 15
No pasó nada, la bruja no se le acercó, quedó a unos 200 metros, se apagó la luz. Dio la vuelta al cerrito y no encontró rastro alguno de la bruja. El día terminó de esta forma: una luz destellante que se elevaba de la nada y desaparecía. Jorge Camacho dejó por un tiempo la caza. Al mes siguiente se fue a “conejear” de nueva cuenta. Era de noche y se encontraba en el mismo lugar, prendía y apagaba su lámpara. Buscaba un conejo que cazar. Se dice que a un conejo sólo es posible verle un ojo y éste es de color rojo o azul, y al pegarle la luz el animal se deslumbra; el gato montés enseña los dos ojos pero son verdes, el coyote no se deslumbra, da la vuelta y corre livianísimo. En eso cavilaba Camacho cuando volvió a ver que se levantaba la bruja, en ese momento la alumbró con la lámpara; pero nuevamente un escalofrío recorrió su cuerpo y se dijo: “esto no es bueno”. El olor a hierba y el viento que soplaba provocó que se estremeciera más. Jorge apagó la lámpara y se fue por la carretera, sus pasos eran rápidos, sólo alumbrados por la luna y la luz tenue de las lámparas de la calle. Al día siguiente regresó al mismo lugar y casi por la misma hora; pero esta vez no fue solo. Un amigo del trabajo lo acompañó, cada uno llevaba una lámpara en la mano. Llegaron al mismo sitio donde había visto a la bruja, platicaban y de vez en cuando alumbraban entre la hierba por donde él había visto a ese ser sobrenatural. De repente se escucharon algunas pisadas, bajó la voz para ponerse de acuerdo con su compañero, caminaron rodeando el lugar. Jorge le dio la vuelta, tenía la certeza de que la vería nuevamente, dirigió la luz por donde escuchó el ruido de las pisadas, vio a una mujer toda vestida de rojo que no dejaba ver su rostro, se la encontró frente a frente y sólo atinó a decirle: “buenas noches”, la mujer no contestó, así como la vio desapareció, esta vez la luz que se había levantado las veces anteriores no lo haría. Únicamente un halo frío y tenebroso quedó en el lugar. MITOS Y LEYENDAS DE LOS NUEVE PUEBLOS DE TLALPAN
II Una tarde Jacinto, un señor originario de Santo Tomás que tiene casi setenta años, caminaba por la milpa que se encuentra a unos metros del terreno de Pepe Castro. Subió el cerro, él también iba a cazar conejos, vio uno de esos animales, le dio un tiro y observó como venía dando vueltas. Rodaba por el cerrito, herido por el tiro que había recibido, y al llegar junto a los pies de Jacinto se levantó como si no hubiera recibido ningún disparo. El animal se metió rápidamente en una madriguera, desapareció tan pronto que Jacinto se quedó pasmado. Pero en su mente quedó una idea que lo acompañó durante el resto de la tarde y de la noche: “Ese animal no era bueno”. Una historia parecida le sucedió al tío de Jacinto, éste se dedicaba a cazar conejos como actividad principal, de ahí mantenía a su familia. Conocía perfectamente cómo reaccionaban los conejos cuando eran cazados, sabía todos los artificios que debe conocer alguien que tiene varios años realizando dicha actividad, de modo que no era fácil que se sorprendiera por alguna situación que a primera vista pareciera extraña. Un día por la mañana, se encontraba en Malacatepec cazando conejos, entre las hierbas apareció uno al que le disparó tres tiros seguidos y certeros, sin duda alguna. Lejos de que cayera el animal herido, seguía brincando. Se paralizó el tío de Jacinto, eso no era posible, podía ser que fallara un tiro; pero los tres de ninguna manera. Pensó inmediatamente que ese conejo era un ser fantástico, que al igual que las brujas que se convierten en fuego, ese animal contaba con una especie de don que desafiaba las leyes de la naturaleza. El impacto de la anécdota sería tan grande que contaría la historia a varios de sus conocidos, convencido de su veracidad.
Las lamias son seres sobrehumanos que parecen derivar –en la denominación y alguna de sus características– de aquella Lamia, amante de Zeus, que enloquecida por la venganza de Hera que acabaría con la vida de los hijos que ella había tenido con el dios, robaba a otros niños de los brazos de sus madres para darles muerte. Pero la lamia adquiere en cada tradición cultural sus propias formas (García de Diego, 1958 en González, 2007: 154). Así cada pueblo tiene su propia lamia, en México la llamamos la Llorona. La leyenda virreinal cuenta que una mujer hermosa, de tez blanca y cabello largo asesinó a sus hijos por un desengaño amoroso, luego se suicidó y se dice que vaga por las noches lamentándose por su acción. Sin embargo esta leyenda tiene también un antecedente en la época prehispánica, en la Cihuacóatl o mujer serpiente, que deambulaba por las calles de la gran Tenochtitlán gimiendo y lamentándose. En la actualidad, la Llorona sigue apareciéndose en los sitios donde la noche aún inspira temor: en las encrucijadas de los caminos, en las cuevas, en los bosques o en los callejones solitarios. Su paso por estos lugares va acompañado de un grito estremecedor que llena de espanto los corazones, dicen algunas personas que cuando el lamento se oye lejos es cuando más cerca está del que lo escucha. La Llorona camina clamando por sus hijos con angustia. Su figura fantasmal vestida de blanco, desfila ante los ojos de los incrédulos como una visión enigmática y atrayente al mismo tiempo. Algunas calles y lugares de los pueblos del Ajusco no son ajenos a las apariciones de la Llorona, como a continuación se verá. I Fue una noche de octubre de 1998, cuando Ernesto venía de visitar a unas personas, bajaba por la calle de Pedro María Anaya con el caminar que lo caracteriza, erguido y atento observaba la calle, su mirada se detuvo en una mujer, era la única que junto con él caminaba a esas horas de la noche, no pasaban de las doce. La vio de espaldas, venía de blanco como si estuviera vestida de novia, no pudo verle el rostro ni siquiera el cabello. Sólo observó que caminaba en el bordo de una banqueta. Al pasar junto a ella la saludó como hace toda la gente que vive en los pueblos. Ernesto le dijo: “buenas noches”; pero no le hizo caso, por lo que pensó: “Señora grosera”. Siguió caminando, habría caminado unos cincuenta metros cuando sintió un aire que le caló hasta los huesos, se le enchinó la piel y en eso escuchó un quejido largo, tenebroso que lo aterrorizó: “¡Ayyyyy!”. Nada más fue un monosílabo pero le sirvió para estremecerse y apresurar el paso, no se detuvo a ver qué pasaba, continuó caminando, el lamento se volvió a escuchar. Se oía muy lejos. Dicen que cuando el sonido está muy lejos es porque está más cerca la Llorona, Ernesto sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo, percibió la presencia de algo atrás de él, siguió sin voltear, tuvo que correr para alejarse de ese ser sin rostro que gemía en la calle. Al día siguiente Ernesto volvió a pasar por la calle, era de día y pudo observar que en el lugar donde saludó a la señora había un bordo que estaba sumido; por lo que sin duda, la señora no estaba caminando sino flotando. Este hallazgo volvió a estremecerlo, recordó entonces el aire extraño que sintió la noche anterior, sensación que jamás se le olvidaría. 17
II Cuando doña Fortuna Carmona tenía 35 años, allá por el año de 1980, iba al monte a recolectar hongos para luego venderlos3 y con ello ayudar a la economía de su hogar. Subía con su comadre Lucha, por si llovía llevaban un plástico para cubrir a Juan, su hijo de apenas dos meses de nacido. Además del plástico llevaba un chiquihuite para poner a Juan cuando dormía, y una canasta para los hongos. Todos los días salían a la 5:30 de la madrugada, cuando empezaba a clarear, y volvían pasadas las seis de la tarde. Cuenta doña Fortuna que en una ocasión de regreso a casa, caminaban por “el varal”, que es un lugar cerca de un llano donde se dan los hongos. Recuerda que tenía hambre, pues ya habían pasado cerca de dos horas desde que dieran cuenta de los plátanos y las tortillas frías que llevaban para comer mientras recolectaban. En eso se soltó un aguacero, los truenos estremecían el ambiente y el granizo pronto invadió el camino. Doña Fortuna, su pequeño hijo Juan y la comadre Lucha tuvieron que buscar refugio, pues el plástico resultaba inútil para cubrirse. No paraba la lluvia torrencial, caminaron hasta encontrar una cueva, al acercarse vieron con asombro y no poco horror, cómo el camino empezaba a llenarse de víboras. Se oscureció el lugar y no paraba de llover, tanto ella como la comadre vieron cómo aparecía de la nada una mujer de cabello negro largo que caminaba sin zapatos sobre las víboras; recuerda que la mujer vestía una blusa sin tirantes. Lo que más le asombró es que la lluvia los mojaba incesantemente a ellos, pero la mujer que había aparecido caminaba sin mojarse; la lluvia no caía en su andar. Escucharon un lamento fuerte, vibrante y lleno de dolor. De la nada surgió un caballo colorado e imponente, el cual montó la mujer y así como apareció desapareció. Nunca más se la encontraron; pero cada vez que pasaban por el mismo lugar apuraban el paso.
. Los habitantes de los pueblos llaman a esta actividad honguear. La temporada de lluvias es la que permite esta actividad, los recolectores esperan entre 20 y 30 días después de las primeras lluvias, luego, más o menos en agosto, van al monte a recoger los hongos. 3
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Algunas leyendas de las cuevas del Ajusco Las cuevas que se encuentran en el Ajusco, al igual que otras cuevas, se formaron al enfriarse la lava producida por actividad volcánica. En el Ajusco la erupción del volcán Xitle hizo posible la formación de dichas cavernas. Existen muchas de ellas en los poblados de San Miguel y Santo Tomás Ajusco, algunas reciben su nombre por alguna característica particular. Así, existe la cueva del Agua, la del Diablo, la cueva Encantada, la del Muerto, entre otras más. Éstas han servido como escenario de algunas leyendas que cuentan los habitantes del Ajusco, un par de ellas serán narradas a continuación. I Dice doña Alejandra que de vez en cuando su suegro los llevaba al cerro del Pico del Águila. Al llegar al pie de una cueva que existe en dicho cerro les pedía tanto a doña Alejandra como a sus hijos que lo esperaran un momento, entraba y después de un rato regresaba con plátanos, papas, calabazas y otras verduras. Los alimentos eran frescos y doña Alejandra se preguntaba de dónde los sacaba su suegro; un tiempo pensó que éste colocaba los alimentos antes de llevarlos y luego simulaba aparecerlos. Esa idea perviviría un tiempo más, hasta que un día en el mercado escuchó a una persona hablar de una cueva que se encontraba en el cerro del Pico del Águila, en la cual dicen que existía un mercado y que los alimentos que ahí se vendían no costaban nada. En otra ocasión, una vecina le contó que dicha cueva también se le llamaba Encantada porque la gente que entraba ya no salía, y si lo hacía pronto moría. No se acuerda muy bien doña Alejandra cuánto tiempo después de la última visita a la cueva su suegro murió, es más, no quería indagar; lo cierto es que ella trataría de ir nuevamente al sitio en el que siempre esperaba a su suegro. Un día regresó, pero nunca encontró la cueva, pensó que era mejor así, para no caer en la tentación de entrar. II Paula, es una chica alegre que vende en el mercado que se coloca los miércoles en el pueblo de San Miguel Ajusco. A ella le gusta ir a las peregrinaciones a Chalma que se organizan cada año, cuenta que caminan más de 17 horas y que salen a las seis de la tarde aproximadamente. La caminata se organiza de la siguiente forma: cada peregrino tiene que llevar su propia lámpara, caminan en hilera, de dos en dos. La primera hilera lleva encendida la lámpara, la segunda no, la tercera sí, la cuarta no. Es decir, las hileras nones son las primeras en prender sus lámparas, después de un rato las hileras pares las prenden y las nones las apagan, con la intención de no quedarse sin luz durante el recorrido. Cuenta Paula que en la segunda peregrinación a la que asistió, ocurrió una situación extraña al pasar por la cueva del Diablo. Repentinamente escuchó gritos y vio a gente que se mostraba aterrorizada. Ella no lograba entender qué pasaba, más gente gritaba, observó cómo se desorganizaba la caminata que hasta entonces había transcurrido de manera tranquila y segura. Se quedó pasmada admirando el desorden que había surgido, de pronto, pasó junto a ella uno de los chicos que iba dirigiendo la caminata gritando que no se dispersaran. Al parecer alguien entre la hierba había visto una bruja. Paula asegura que ella sólo vio una bola de fuego que salía de la hierba y que ascendía al cielo. Unos minutos después, los ánimos se calmaron y continuó la marcha. Tal hecho no minó los deseos de Paula de asistir a otro peregrinaje, lo único que hacía cada vez que la peregrinación pasaba por la cueva del Diablo, era apresurar el paso y evitaba voltear a ver el mismo lugar donde había visto emerger la bola de fuego. 19
Allá por la década de los cuarenta, don Jacinto Eslava tenía unos 9 años de edad, y vivía en el molino de nixtamal de San Pedro Mártir, propiedad de su madre y su padrastro, el cual se encontraba atrás del campo de basquetbol y cerca de la iglesia anglicana. El cuarto donde él dormía estaba a la intemperie, junto al molino, sólo una tela lo separaba del exterior. Recuerda que una noche los perros empezaron a ladrar más de lo acostumbrado, de repente vio cómo se detenía una persona frente a la cortina improvisada. Los perros continuaban ladrando, pero esta vez con mayor intensidad. Él seguía recostado sin apartar la mirada de aquella sombra, en la que creyó ver una figura de mujer. Entonces, un fuerte viento movió la cortina y pudo ver, con toda seguridad, que se trataba de una mujer vestida de rojo a la que no se le veía el rostro. De la garganta de don Jacinto salieron gritos llenos de terror. Su madre y su padrastro se despertaron horrorizados por los alaridos. El padrastro salió a ver qué había pasado frente a su cuarto, no vio nada pero sí escuchó los ladridos intensos de los perros. Tras el episodio prendieron las velas y se recostaron un rato escuchando los ladridos de los perros cada vez más lejos, como si al paso de esa figura enigmática los canes anunciaran su caminar. Don Jacinto no supo quién fue la causante de tanto horror; por la descripción, con toda seguridad había sido una bruja. II Cuenta el señor David que su suegro, don Samuel, vio un nahual. Éste era un ser que se podía convertir en perro o burro, la gente lo reconocía porque su tamaño era más grande en comparación con el del animal que representaba. Los suegros del señor David vivían por la carretera federal a Cuernavaca a la altura de San Pedro Mártir. El nahual recorría las inmediaciones entre las 11 y 12 de la noche, a su paso ladraban los perros, por lo que era muy fácil identificar que algo extraño ocurría a la orilla de la carretera. Según lo dicho por los suegros, el nahual pasaba los días martes o viernes. Dice el señor David que a don Samuel se le apareció tres veces el nahual, las dos primeras estaba solito, siendo el único testigo de su presencia. Pero la tercera vez convenció a su mujer para que lo acompañara a esperar a dicho ser. La pareja se escondió atrás de un muro, don Samuel tenía la escopeta lista; al poco rato vieron un perro negro, tenía los ojos rojos y medía como un metro y medio. Era el nahual. El suegro pensó que mínimo se lo “sonaría” cuando pasara frente a él, sin embargo no supo ni cuándo ni cómo pasó el nahual, hasta que lo vio unos metros adelante saltando una barda. El hombre corrió tras él, quería disparar pero el arma se le trabó y la bala no salió. Mientras, la esposa gritaba: “¡regresa ya no lo veo!, ¡ya no veo nada!”, sólo don Samuel veía la figura del nahual, el cual ya se encontraba lejos. Después de ese episodio nunca más se lo volvió a encontrar, él tenía la seguridad de que este ser mágico ya sabía que lo estaban esperando su esposa y él, porque los nahuales están pendientes de lo que ocurre en los pueblos que merodean. MITOS Y LEYENDAS DE LOS NUEVE PUEBLOS DE TLALPAN
III Se cuenta que en la calle de Rosal, entre las calles de Cinco de Mayo y Azucena, en donde está ahora el mercado, se aparecía de vez en cuando un hombre que se sentaba en la barda –la cual mide un poco más de dos metros– y que dejaba caer sus largos pies que llegaban hasta el piso de la banqueta. A don Mario, una noche que regresaba de una fiesta se le apareció, no era muy tarde, quizá medianoche. El paso de don Mario era lento como acostumbraba, venía ensimismado en sus pensamientos por lo que no había reparado en el señor que se encontraba sentado en la barda de piedra del mercado. “Buenas noches” escuchó, don Mario dirigió la mirada hacia donde oyó el saludo y contestó con amabilidad: “Buenas noches”, se detuvo a ver si reconocía quién era; pero no pudo verle el rostro, lo que sí vio con toda claridad fueron los pies largos del señor que llegaban hasta el piso. Se pasmó un momento, sin embargo no quiso quedarse a averiguar qué era ese ser extraño que lo había saludado, mucho menos entablar conversación alguna con él, por lo que apresuró el paso y llegó a su casa agitado. Nunca más se le apareció ese ser, pero a un vecino le pasaría algo similar. Todas las madrugadas, el señor Pedro Juárez caminaba por esa calle para ir a su milpa. No recuerda el mes, pero sí el año en que vivió el extraño evento. Fue a finales de 1973, lo sabe porque fue el año en que nació uno de sus doce nietos. Alrededor de las 5 de la madrugada, el señor Pedro pasó frente al mercado. Gustaba reparar en el camino por lo que siempre andaba alerta, de modo que él sí vio desde lejos al hombre extraño sentado en la barda, y observó que sus pies eran largos y que llegaban hasta el piso. A diferencia del relato anterior, el extraño no saludó a Pedro ni éste intentó hacerlo. Lo que hizo Pedro fue sujetar con fuerza sus herramientas de trabajo por sí era necesario usarlas para defenderse. No pasó nada, Pedro se quedó sólo con un mal sabor de boca durante un rato y continuó con su jornada laboral. Al llegar a su casa contó la historia a sus hijos y esposa, y nunca se le volvió a aparecer ni supo más del hombrecillo de los pies largos que gustaba sentarse en la barda del mercado.
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El cencuate es una serpiente que se le aparece principalmente a las mujeres que están amamantando, a quienes, se cuenta, les chupa la leche. Como toda serpiente estos animales se arrastran, pero cuando encuentra a alguien levanta la cabeza para hipnotizarlo. Dicen que pone huevos pintos como los de la guajolota y hay quienes aseveran que no son venenosas . El señor Rodolfo Espinosa, originario de San Pedro Mártir, recuerda la historia de una mujer que vivía en el poblado a la que el cencuate se le apareció. Por su parte, el señor David Osnaya asegura que fue un hecho verídico. La historia cuenta que un cencuate le chupó la leche a una señora que acababa de tener un bebé en el poblado de San Pedro Mártir. La señora enfermó y tiempo después falleció. Era sabido en esta comunidad que si se mataba al cencuate después de haberle chupado la leche a la madre ésta también moría, lo que seguramente le ocurrió a aquella mujer. Lejos de crear pánico o asombro entre los habitantes del lugar, tales situaciones eran aceptadas como hechos naturales y formaban parte de la vida cotidiana. MITOS Y LEYENDAS DE LOS NUEVE PUEBLOS DE TLALPAN
Relato del nahual de Chimalcoyoc Desde el año 48, don Agapito se dedicaba a hacer y vender dulces. Despertaba en la madrugada para preparar todo lo necesario, y salía como a las 5:30 de la mañana de su casa para dirigirse a vender sus dulces. Un día, cuando pasó por el terreno donde se encuentran Los Residenciales de Oro Chico apareció en su camino un perro negro de ojos rojos que le obstruía el paso. Don Agapito no era una persona que temiera a los perros, así que trató de ahuyentarlo y seguir su camino, no obstante para donde él se movía, el perro lo seguía. Evidentemente esa ya no era una situación normal, don Agapito trató de bajar su canasta para agarrar una piedra, pero no pudo porque el perro no cedía; fue entonces cuando notó el tamaño imponente del animal, el corazón empezó a latirle con más fuerza, no atinaba a pensar cómo salir de aquel embrollo y no tenía la intención de regresar a su casa. Todo lo anterior ocurrió en unos minutos, por fortuna para él, a lo lejos pudo ver que venían dos hombres. Ese momento de distracción bastó para que el perro desapareciera sin dejar rastro alguno. Nunca más se volvió a encontrar al perro, desde entonces, cargaba siempre en sus bolsillos un par de piedras grandes, por si acaso.
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Leyendas de Chimalcoyoc Hace cincuenta años empezó a extenderse el pueblo y a llegar más gente. Todavía a finales de la década de los cuarenta había muchos lotes baldíos y grandes extensiones de milpas. El agua se tenía que acarrear de una llave pública que se encontraba en La Joya, las calles no estaban pavimentadas y mucho menos había drenaje. Esta situación habrá durado unas década más, por lo menos así lo cuenta Jaquelina. Su mamá, la señora Reyna Cáceres, antes de llegar al lugar vivía en la calle de Canela, en la colonia La Joya, y fueron de los primeros vecinos en comprar los lotes que comenzaba a vender la gente originaria de Chimalcoyoc. Como se sabe, Chimalcoyoc era un lugar que estaba poco poblado. Donde están ahora Los Residenciales de Oro Chico, era un gran terreno en el que había milpas y en donde pastaban los animales. Se dice que durante la revolución en ese lugar se ahorcó a un hombre cuyo cuerpo quedó varios días colgado. Pasados los años surgieron algunos relatos alrededor del colgado. Por ejemplo, la señora Reyna cuenta que varias personas aseguraban haber visto en ese terreno la sombra de un hombre colgado. Una historia similar le ocurrió a Joel Ramírez cuando tenía 21 años y regresaba de una fiesta. Cuenta que cerca de la una de la madrugada no había conseguido transporte público para que lo llevara a su casa, porque en la década de los setenta era difícil encontrar ese servicio, sobre todo a esa hora. Así las cosas, decidió caminar desde La Joya hasta su casa, contando como única compañía la de los perros que ocasionalmente le ladraban. Dice que al pasar por el terreno antes mencionado, el perro que en ese momento lo acompañaba comenzó a ladrar más fuerte. Joel sintió una brisa fría e intensa, su mirada se clavó en un imponente pirul que se encuentra en el lugar, y vio la figura del hombre colgado. Se quedó helado ante el tétrico hallazgo, trató de caminar pero sus pies no respondieron, los ladridos del perro cada vez más intensos lo sacaron del shock en el que se encontraba. En ese momento emprendió la huida, corría tan rápido como su cuerpo lo permitía. Llegó a su casa con el rostro pálido, empapado de un sudor frío y con una sola cosa en su mente: la figura del hombre colgado. Desde entonces, cada vez que pasa por ese lugar, palpita su corazón con gran intensidad, siempre recordando al colgado de Chimalcoyoc. MITOS Y LEYENDAS DE LOS NUEVE PUEBLOS DE TLALPAN
Bibliografía De Garay, G. (coord.) (2006). La historia con micrófono, 2ª. reimpresión México: Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. González de Viana, L. (2008). Amantes que se desvanecen en el tiempo: la memoria etnográfica o la compleja significación de las leyendas, Revista de Antropología Social, 17, 141-164.
Leyendas recreadas con información de:
Mancilla González, M. (coord.) (2004). Memoria viva de ocho pueblos de Tlalpan, México: Editorial Praxis.
Santo Tomás Ajusco: Ernesto Juárez Jorge Camacho Jacinto Eslava Ernesto Mireles
Medina Hernández, Andrés (coord.) (2007). La memoria negada de la Ciudad de México: sus pueblos originarios, México: Universidad Autónoma de la Ciudad de México y Universidad Nacional Autónoma de México.
San Miguel Ajusco: Norma Ramírez Fortunata Carmona Alejandra Sánchez Joel Martínez
Valencia Murcia, F. & Correa García, A. (abril, 2005). Memoria y recuerdos colectivos. El vaso de una leyenda en Mulaló, Revista Sociedad y Economía, (8).
San Pedro Mártir: David Osnaya Rodolfo Espinosa Estela Juárez Chimalcoyoc: Jaquelina Camacho Reyna Cáceres Ricardo Cáceres Guadalupe Osnaya Antonio Romano Fotografía: Alejandro Vivianco
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Claudia Fulgencio Juárez En tiempos de la Colonia, cuando el virrey de la Nueva España, Luis de Velasco, por orden del rey dotó de cuatro caballerizas de tierra a los habitantes del pueblo de San Andrés, había un camino –por el cual pasaban las diligencias– conocido con el nombre de La Estacada –hoy Herrería–, dicho nombre hacía referencia a un suceso que tuvo lugar en aquélla época. En ese lindero vivió una mujer hermosa de finas facciones, quien por desgracia tuvo a mal enamorarse de dos hombres al mismo tiempo. Al parecer, los únicos que se habían percatado de su devaneo fueron los vecinos. Por varios meses fue un secreto a voces, hasta que el día menos pensado la maledicencia de éstos sacó a relucir la verdad. Jamás se supo cómo o por boca de quién los dos amantes se enteraron y, sabiéndose burlados por esa bella dama, tramaron una venganza siniestra, propia de un amante herido. Anteponiendo el dolor al orgullo los muchachos acordaron reunirse para conocerse; se vieron a medio día en el paraje donde frecuentaron –en diferentes momentos– a aquella mujer. Estando reunidos la única pregunta que uno le externó al otro, con rabia y un dejo de melancolía, fue: “¿Cómo es posible, que esta señora tuviera el descaro de citarnos para henchirnos de amor, a los dos, en el mismo lugar?”. Pero el joven aludido, no respondió. Callado, agachó la cabeza y sembró su mirada sobre una rama poderosa y larga en forma de estaca que estaba sobre el piso. No sabía la respuesta a esa pregunta. No la sabría jamás. Sería una duda eterna, a diferencia de la certeza, que se avivaba en su interior para intentar salvar su honra. Caminó hacia donde quedaba la vara, se agachó para recogerla, la tanteó y la dobló una y otra vez con fuerza entre sus manos; viendo que ésta resistía sacó inmediatamente su cuchillo, entonces comenzó a afinar la punta con gran habilidad y esmero. Era como si el rencor le saliera por cada uno de sus dedos. Mientras eso sucedía, el otro amante lo miraba atónito con un gesto de fascinación y complacencia. No tuvieron que intercambiar palabras. Terminada la punta fueron en busca de piedras. Hicieron un rodete firme alrededor de la estaca. Resuelta su venganza, daba ya lo mismo decidir quién traería a la joven al lugar de su muerte.
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Por la tarde, la muchacha se dio cita con uno de sus dos amantes. Estando sentados sobre un tronco, vio a lo lejos entre las ramas de los cedros a un joven de caminar pausado que se iba acercando hacia ellos. Poco a poco, ésta fue reconociendo las facciones de su otro hombre. Al saberse descubierta no supo cómo actuar y sin poder disimularlo se quedó allí, quieta y preocupada, sin decir palabra. Inmediatamente, los dos jóvenes se abalanzaron sobre de ella, violándola para después estacarla como habían pactado previamente. Allí la abandonaron; extendieron su vestido largo sobre sus piernas para tapar la sangre que escurría de su vientre, y con su reboso afianzado entre las piedras enredaron y detuvieron el cuerpo para que no se cayera. Desde entonces a ese lugar se le nombra así: La Estacada. Pocas son las personas que ahora lo saben pues con el tiempo la leyenda ha ido desapareciendo. Uno que otro habitante cuenta que se ha topado con “la estacada” de quien, según dicen, a su paso va dejando un rastro de sangre que le escurre de sus entrañas. Otros ven, simplemente, que en una mano lleva una canasta de dulces y en la otra un ramo de flores, porque eran los regalos que cada novio le llevaba.
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“La estacada”. Claudia Fulgencio.
1 Entrevista de Claudia Fulgencio al señor Brígido Carrillo Hernández (1923), originario de San Andrés Totoltepec, “Mitos y leyendas: Leyenda de La Estacada y El mito de cómo se construyó la Escuela Tiburcio Montiel”, 24, marzo, 2014. 29
¡Cuenta don Prisciliano, que en el año de 1949, a él y al ahora difunto don Regino Gómez, su amigo, les gustaba salir de cacería por la noche –lo que se conocía como ir a “zorrillar” o a “tlacuachear”–. Caminaban rumbo a la calle de Cedral hasta llegar a los terrenos que hoy conforman el Club de Golf México; dichos terrenos, eran de una hermosura inimaginable en relación a su flora y fauna. Listos para la caza, Prisciliano y Regino miraban cómo el aire de la noche movía aquellas ramas espesas de los cedrales hasta hacerlas sonar, los grillos y las chicharras cantaban, uno que otro insecto hacía ruiditos extraños a los que él y su amigo, terminaron por acostumbrarse. El frío inclemente los indujo a fumar mientras esperaban a que saliera su primera presa. Pero nada ocurría. La espesura de los árboles hacía más negra la noche y el menor ruido era el iniciador de insólitas suposiciones. En medio de aquel silencio y oscuridad, Prisciliano se inquietó de repente al oír un quejido entre los árboles, mismo que se iba percibiendo cada vez más cerca. Asustado, se dirigió a su amigo, a quien le preguntó:
– ¡Regino! ¿No oyes como a la Llorona? Ansioso de la espera por cazar, Regino le contestó con displicencia: – ¡Cuál Llorona! – ¡Sí, es la Llorona! ¿O no? Volvió a preguntar Prisciliano, pero esta vez, dudosamente; a lo que Regino arremetió incrédulo y con enfado: – ¡Nooo! ¡Tas loco!
Prisciliano sintió escalofrío por todo su cuerpo, al punto de parecerle que se le “paraban” los pelos, del susto, pero se quedó callado ante el enojo de su amigo. Siguieron aspirando las últimas bocanadas del cigarro; a Regino, lo único que le importaba era soltar el primer tiro de aquella noche. Al poco rato, nuevamente se escuchó el lamento, era un lamento extraño, como ahogado, casi inaudible, que poco a poco se extinguió con el ladrido de los perros desesperados, que enseguida comenzaron a aullar. “¿Perros? Cuáles perros, si aquí no hay”. Alguno de ellos pensó para sus adentros. Inquieto, Regino miró fijamente a Prisciliano y le pidió, casi ordenándole, que se asomara a mirar:
– ¡Ni mangos, yo no voy! –replicó su amigo, quien ya antes le había advertido de aquel rumor.
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Ninguno de los dos se atrevió a ir en busca de la presencia extraña; sólo sus oídos fueron testigos de ese llanto que sutilmente se quedaría para siempre en su recuerdo. Ambos miraron en dirección de las piedras y de los arbustos de donde creyeron que provenía el sollozo, esta vez, con más claridad. Ahora los dos lo habían oído.
– ¡Ah cabrón, pus creo de veras! –dijo Regino, ya sin dudar.
Salieron corriendo como pudieron, tropezaron con las piedras y las ramas que se interponían a su paso. Avanzaron lo más rápido que pudieron, pues aquella mujer en vez de caminar flotaba, sus pies no tocaban el piso.
– ¡Ándale, apúrate, córrele que allí viene! –gritó indignamente Prisciliano, quien no dejó de correr a toda prisa. – ¡Aaay mis hiiiijos! –vociferó la Llorona.
Continuaron corriendo hasta esconderse detrás de unas piedras y mirando cuidadosamente alrededor de cada tronco. Cuando Regino vio aquel ocote, pudo percibir a lontananza la figura de la mujer que flotaba en el aire.
– ¡Mira! –le dijo a Prisciliano, pero éste no se atrevió a ver nada y de vuelta salió corriendo y gritando: – ¡Yo ya me voy, mírala tú! – ¡Espérate! –increpó Regino. – ¡Espérate, tus narices! ¡Yo ya me voy!
Como pudo, Prisciliano le quitó el casquillo a la escopeta mientras seguía corriendo. No fuera a ser que por un mal paso ésta, junto con él, tronaran, elevándolo al más allá. Regino, en cambio, se quedó atento al espectáculo de la Llorona, hasta que la mujer lo miró como si se hubiera dado cuenta de que él, a escondidas, la observaba. Sintió su mirada pétrea y ausente, y lo peor fue que al mirarla, ésta tenía la cara de caballo. Aterrado, salió corriendo detrás de Prisciliano, quien ya le llevaba cierta ventaja de por medio. Cuando lo alcanzó, Regino le intentó echar los brazos al cuello. Pero su amigo manoteó rechazándolo. – ¡Ora, tú, estate quieto! ¡No me quieras abrazar! –indignado, Prisciliano, continuó– ¡Ves, te lo dije y no me creíste! ¿Y a qué te quedaste, qué le viste? –le preguntó en tono inquisitivo y burlón. – ¡No, nada! ¡Nomás le alcancé a ver sus patas! ¡Que ni tocaban el piso! ¡Y su cara de animal! ¡Mira, tienta mi corazón! – ¡No, ni maiz! ¡Tú nomás me quieres abrazar! Si no me chupó la Llorona, menos me vas a chupar tú. – Repuso Prisciliano, ahora riéndose nerviosamente, jadeante y tembloroso. Dice don Prisciliano, que así como esta historia, San Pedro Mártir ha sido testigo de más mitos y leyendas fantasmales, de nahuales, brujas, muertos y demonios. Pero que la “menos mala” es la Llorona, porque sólo se lamenta de una injusticia: le mataron a sus hijos y por eso vive penando. 31
Entre las décadas de 1930 a 1960 los señores Ernesto Aguilar Gutiérrez y Manuel Flores Haro, compartieron un lazo de amistad muy fuerte y peculiar. Su compañerismo y lealtad en sus actividades cotidianas colmaron de armonía y bienestar dicha afinidad. Cuenta la gente que los conoció, que para todos lados se les veía juntos, como si fueran hermanos, riendo o jugándose bromas, o bien, apoyándose uno al otro en los momentos más difíciles. Como toda buena amistad. Un día a uno de ellos se le ocurrió proponerle al otro hacer un pacto de sangre, diciendo que cuando llegara la hora de la muerte de alguno de los dos, el otro también tendría que morir, “para no irse solos”. Estando ambos de acuerdo, procedieron a cortarse con un cuchillo sobre la mano para después mezclar su sangre. Hecho el pacto de sangre, los días transcurrieron y la vida continuó al menos durante los años que siguieron.
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Fue el día 1° de noviembre de 1966, en pleno Día de Muertos, cuando Ernesto murió. No se sabe bien si viajó días antes al estado de Morelos, donde al parecer hubo una gran fiesta a la que asistió por habérsele requerido. Convivió con la gente, comió, bebió y disfrutó, pero por desgracia también estuvo presente la discordia y graves desavenencias. Ernesto moriría lejos de su pueblo y de su gente en una pelea violenta. Ese día Manuel no lo acompañó. Sabida la noticia, su cuerpo fue traído para ser sepultado en el panteón de Chimalcoyoc, el lugar donde nació. El entierro al que acudieron casi todos sus familiares y amigos conmovió a la mayoría de los allí presentes, quienes no podían explicarse por qué Manuel, su mejor amigo, no había asistido al entierro. Hubo quien lo criticó, juzgándolo de traicionero y algunos sencillamente se sorprendieron de su actitud. Los más, lo justificaron pensando que algo importante le habría ocurrido para que no llegara a despedirse de Ernesto.
- Entrevista de Claudia Fulgencio, al señor Hugo Aldo Miranda Osnaya, originario de Chimalcoyoc, “Mitos y leyendas: El mito del pacto de sangre”, 31, marzo, 2014. A la salida del panteón la gente se llevó una sorpresa al enterarse de que Manuel, el amigo de Ernesto, cuando se dirigía al entierro de éste, había sido atropellado por un carro al cruzar la autopista. Curiosamente el pacto de estos amigos se cumplió y quedó cerrado el día 2 de noviembre, día de los Fieles Difuntos, fecha en que Manuel también moriría.
Tumba del señor Ernesto Aguilar Gutiérrez, fallecido el día 1° de noviembre de 1966. Panteón de Chimalcoyoc.
Tumba del señor Manuel Flores Haro, fallecido el día 2 de noviembre de 1966. Panteón de Chimalcoyoc.
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A las 11:00 de la noche, Juan acabó de barbechar, tenía 17 años y todos los días salía a ocuparse en el campo. Tomó su azadón y su machete, bebió la poca cantidad de agua que le quedaba en su huaje y se dispuso a regresar a su casa. Había una luna llena muy brillante que le permitía caminar con cierta seguridad por la vereda. Dio como cinco pasos cuando de repente escuchó tras de sí, el balar de un carnero. ¿Cómo era posible que a esas horas de la noche un animal anduviera suelto? Seguramente se le escaparía a algún conocido y ahora, estando perdido, intenta volver a su corral. Pensó. Los balidos eran fuertes aunque en ocasiones se oían extrañamente lejanos, como si por momentos el carnero anduviera cerca y luego lejos. Juan continuó su camino pues si se distraía se le haría más noche. No quiso pensar ya en el animal y lo único que se propuso fue apretar el paso para llegar lo más rápido que pudiera a su casa. Estando ya en otro paraje, dejó de oír al carnero, sólo que ahora le ocurriría algo más raro. La milpa comenzó a moverse de una forma muy intensa y esa noche no había viento. Miró entre ésta sigilosamente y con precaución, pues su padre le había dicho que cuando anduviera en el campo de noche tuviera cuidado con las víboras y otro tipo de animales ponzoñosos, que eran de sumo peligro. Tomó su machete y comenzó a abrirse paso entre los maizales para ver de qué tipo de animal se trataba. Cuando cortó los primeros juncos oyó sorpresivamente, justo a pocos centímetros de su oído, el mismo balido de el carnero que hacía un momento, pensó, ya había dejado atrás. Se sobresaltó, pues casi lo deja sordo. Quedó aturdido por unos segundos y con el corazón agitado. Respiró profundamente para tratar de serenarse pero tuvo mucho miedo. De inmediato pensó que tal vez el animal lo había seguido y, desesperado por volver con su dueño, olfateó su rastro. Sin embargo: ¿Qué animal iba a querer volver con su dueño si tenía el campo abierto para él solo? Además era extraño que después de cierto tiempo y distancia, éste lo alcanzara, le balara tan cerca de la oreja y no pudiera verlo. Aún con el terror que sintió, el muchacho se fue internando en la milpa más y más para ver al carnero, hasta que hubo un momento en que él mismo ya no sabía dónde estaba ni la hora que era. Se sintió perdido y más alterado. ¡Ahora cómo encontraría el rumbo! Era como si nunca hubiera pisado esas tierras, como si por un instante todo cambiara hasta dejarlo atónito, sin noción de nada. La luna ya no le alumbraba el paso entre la espesura de la hierba.
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Como pudo se armó de valor para intentar volver, vio los cerros y trató de ubicar la vereda de regreso a su casa. Caminó por un tiempo indefinido sin explicarse en qué momento se había internado tanto en la milpa y alejado de su ruta. Cuando por fin pudo llegar, se dio cuenta de que sus padres y padrinos lo estaban buscando, pues su demora no era normal, los tenía muy preocupados y pensaron que algo malo le había sucedido. Más tarde les contó lo ocurrido, lo que oyó y vio: el balido claro y poderoso de aquel carnero al que jamás encontró, el ruido entre la milpa y el movimiento de las hojas, lo mucho que se había alejado de la casa sin darse cuenta. Su padrino le dijo que todo lo que percibió en ese lugar era obra de un nahual o del mismísimo demonio y que lo que quería era perderlo entre las milpas. Que de ahora en adelante se fuera con cuidado porque si ya lo había elegido a él este diablo, no lo dejaría en paz al menos durante algún tiempo. Que intentara volver a su casa con la luz del día y que no se fiara de ningún animal o persona desconocida, por más curiosas que fueran sus acciones. Pues el maligno estaba dentro de ellos para confundirlo y arrebatarle lo más valioso que tenía: su alma. Los papás del muchacho se quedaron muy asustados; cada que su hijo se iba al campo a trabajar le rogaban que por favor hiciera caso de los consejos de su padrino. Su madre le dio un rosario para que lo llevara en el cuello como protección, mismo que aún don Juan conserva hasta la fecha, como algo muy preciado. Juan sabe que esa noche fue la más incierta de toda su vida, y aunque tiene la duda de si lo que vivió ese día fue real o únicamente producto de su cansancio e imaginación, jamás sabrá cómo fue que se perdió aquella vez ni con qué animal o demonio se topó. Recuerda claramente que los tres meses que siguieron los vivió muy angustiado y que a veces prefería no volver más al campo, pero era tanto el cansancio que veía en su padre al venir de cosechar, que el temor terminaba por opacarse. Con el paso del tiempo se le fue borrando lo ocurrido y su vida continuó normal como la de cualquier muchacho de su edad. Lo que jamás olvidará de ese suceso y tendrá siempre fresco en la memoria, es aquel bramido resoplando tan cerca de su oído. Pues según él, son cosas que se quedan fijas para siempre, como si no pasara el tiempo.
- Entrevista de Claudia Fulgencio a la señora Miriam Díaz Pérez, originaria de San Miguel Xicalco, “Mitos y leyendas: Sería nahual o sería el demonio y La bruja que encargó dos petates”, 6, abril, 2014. 35
En el año de 1925 vivió en San Andrés un hombre de apellido Teclas, la comunidad sabía que era un bandido porque lugar que pisaba, lugar que asaltaba, sin importarle cometer los robos a la gente de su misma localidad. Un día, el pueblo se hartó. Pensó que no era posible que este sujeto amedrentara a todos estando en sus propias tierras, y los hiciera vivir intranquilos y con miedo. Además ya estaban cansados de sus delitos sin pagar. Fue entonces cuando los ejidatarios se organizaron para terminar con el desasosiego que les traía el alma como prendida de un hilo. Decidieron que las fechorías y hurtos del Teclas, acabarían de una vez por todas y se propusieron atraparlo para entregarlo a la justicia. Al parecer, en la ansiada detención del Teclas hubo momentos de ensayo y error, pues siempre que lo intentaban capturar salía huyendo victorioso, hecho que acrecentaba su pericia y cinismo, mientras que la lucha por la seguridad de los habitantes de San Andrés, era burlada una vez más. Sorpresivamente, llegó el momento deseado. De nuevo el Teclas había cometido un robo en el pueblo; los hombres salieron a buscarlo para detenerlo, no les llevó mucho tiempo encontrarlo porque se toparon con él en lo quehoy es la Escuela Primaria Tiburcio Montiel –terreno que anteriormente era propiedad del bandido–. Al parecer, cuando ya todo estaba a minutos de consumarse –pues lo tenían acorralado–, el Teclas, experimentado en la huida, salió “corriendo como chiflido”, y sin más, alcanzó a meterse hacia dentro de una chocita ubicada a un lado de la calle Cinco de Mayo, donde él mismo vivía con su abuelita. Los que lo persiguieron se dieron cuenta de que se ocultó allí adentro. Enfurecidos y frustrados, lo fueron persiguiendo hasta llegar a la casa. Cuando entraron se percataron de que allí únicamente estaba su abuelita, sentada, tejiendo con serenidad y calma. Nunca mostró una mirada de sorpresa al ver a esa bola de hombres dentro de su casa. Todo lo contrario, hasta les dio las buenas noches. Éstos, por más que voltearon para revisar cada rincón y hasta donde pudieron ver sus ojos, no advirtieron el rastro del Teclas por ninguna parte. Le preguntaron a la viejecita por él y obviamente ella dijo que allí no estaba su nieto, que ya tenía días de no haberlo visto ni saber nada de su paradero.
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Ante esa respuesta, los hombres salieron de la casa indignados, incrédulos y más coléricos que cuando habían entrado, sabían que la señora mentía, pero como se trataba de una mujer “de edad” nada podían hacer más que resp etar lo que les había dicho. Pasaron los días de la fallida detención del Teclas y, junto con ellos, corrió el rumor de que adentro de esa choza había una cueva que conectaba con otra calle, y que por allí el Teclas pudo escapar. Jamás lo detuvieron. Con el tiempo se supo que andaba en Tlalpan y uno que otro del pueblo lo vio por ese lugar con su familia y esposa. Como era bandido, tenía dinero y no sólo eso, sino varias propiedades, todas ellas legalizadas. Finalmente, el Teclas no regresó a reclamar sus tierras, fue así que el gobierno se las expropió. Entonces los viejos señores del lugar, que en ese momento eran la cabeza del pueblo –por su experiencia y edad–, decidieron que dicha propiedad del Teclas fuera donada por las autoridades para la construcción de la escuela Tiburcio Montiel. Quién lo iba a decir, después de que el Teclas hizo tanto mal, a San Andrés le dejó un bien: su terreno, para la educación.
El señor Brígido Carrillo Hernández.
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La bruja que encargó dos petates Cuando don Felipe era niño acompañaba a su abuelo Justino a varios lados, éste era arriero, andaba de allá para acá llevando y trayendo cosas. Por su labor, conocía a mucha gente. Todos le pedían encargos. Acarreaba sobre una mulita: pan, leña, maíz, semillas, gallinas y a veces hasta pulque. Lo importante para él era no quedarse quieto nunca. Por eso a su nieto le gustaba ir con él, porque iba de trajín en trajín y aunque su trabajo consistía en caminar mucho, era menos cansado y más entretenido que ocuparse del campo. Una tarde que Felipe lo acompañó ya habían terminado con todos los encargos, lo único que les faltaba por entregar eran dos petates para una señora que en aquel tiempo vivía entre las calles que hoy se llaman Cerrada del Aire y Axoxcotle. El abuelo del niño, se detuvo un momento, amarró a la mulita a un árbol con lo poco que le quedaba de carga y, después, sacó el guaje que recién había llenado de agua en casa de uno de sus conocidos. Se lo dio a su nieto y mientras éste bebía él pelaba una naranja. Ese momento sirvió para advertirle a su nieto que a la casa adonde iban no se acercara nunca solo, porque allí vivía una abuelita que, según decía la gente, era una bruja. Felipe a los siete años poco había oído hablar de las brujas, sabía por su mamá que les contaba a él y a sus hermanos, que eran señoras malas que se dedicaban a chupar la sangre a los niños recién nacidos. Pero nada más. Para no asustarlos, su mamá no les decía mucho. Por eso, ese día, el niño aprovechó y le preguntó a don Justino varias dudas que tenía sobre esas señoras. Las brujas son mujeres de todas edades, ya nacen con ese destino. Cuando están listas para serlo se convierten en unas luces de lumbre y se reúnen cada noche en un lugar cerca de los cerros, allí bailan frente a una fogata y ofrendan sus regalos al demonio, mucha gente que ha visto sus danzas dice que se quitan los ojos y se desprenden los brazos desde los codos, y que como antes ya dejaron sus piernas sobre el tlecuil de sus casas, pues su cuerpo pesa menos y, con un par de petates a manera de alas, se van volando, siempre en forma de lucecita, hasta llegar a los poblados más cercanos o a donde saben que hay niños recién nacidos, con quienes cometen sus fechorías chupándoles la sangre. ¿Pero cómo hacen eso? –le preguntó Felipe muy asustado–. Su abuelo le respondió que adormecían a las madres para que no descubrieran sus maldades, y una vez que éstas dormían profundamente, ellas se aprovechaban de las criaturas. Que muchas veces las propias madres no se daban ni cuenta, y que cuando por casualidad alguna se había percatado de que a su hijo lo había chupado la bruja, era porque había visto muy cerca de su casa como coágulos de sangre o vómito rojo, pues la bruja se había ido henchida y satisfecha. O porque el niño lloraba mucho y tenía moretones en el cuerpo. Pero pocas eran las mamás que se daban cuenta, finalmente las brujas eran maestras en esas artes y los niños que éstas elegían terminaban por morir, como si en su vida no hubieran sido amamantados jamás. Su cuerpo se les enflaquecía hasta quedar en los huesos y la piel se les volvía de un color violáceo muy peculiar, que hasta daba pena y mucho miedo verlos, porque su imagen se quedaba en el recuerdo de uno para siempre. Hubo un largo silencio y después, don Justino concluyó diciéndole que ya no le contaría más porque ya se estaba haciendo de noche y no era bueno andar solos por ese rumbo. Terminada su plática, Felipe le dijo a su abuelo que tenía miedo de ir a la casa de esa señora, pues si era bruja, qué tal que les hacía un mal. A lo que su abuelo le respondió, que si uno les demostraba miedo, era cuando ellas actuaban, que por eso lo mejor era pasar desapercibido y disimular que nada ocurría. MITOS Y LEYENDAS DE LOS NUEVE PUEBLOS DE TLALPAN
El encargo que había hecho esa señora a su abuelo consistía en dos petates. Felipe supuso que era para ponérselos de alas durante su danza. Mientras él pensaba eso, su abuelo ya había tocado a la puerta de maderas viejas, entonces fue cuando ella se asomó, y como Felipe estaba distraído pensando en los hechizos que la mujer haría, pegó un gran salto cuando apareció su figura entre la puerta. Era una viejita morena, medio bizca. A su abuelo le avergonzó la reacción de su nieto frente a la mujer y discretamente le dio un codazo debajo de los petates –que ya había bajado de la mulita– como para que se apaciguara. Afortunadamente la señora no se dio cuenta. Era una mujer extraña que no vivía con nadie; decía que los petates los quería, uno para ponerlo sobre el piso frente al metate y poder hincarse a moler, y el otro, para dormir, porque el que tenía ya estaba muy viejo. Mientras le daba explicaciones al abuelo, el niño miraba al interior de su casa. Pudo ver gallinas negras, amarradas de las patas aleteando desesperadas, también tenía una cabrita y un guajolote, que según les dijo, le acababan de llevar de San Andrés. La cabrita era también negra y estaba amarrada a un árbol. La señora le pagó a su abuelo con una cesta cargada de frijoles y cuatro huevos de gallina. Felipe temió que –viniendo de ella– don Justino los recibiera, pero los aceptó sin ningún reparo. Al retirarse de la casa de la señora, el abuelo le dijo a su nieto que no se preocupara, que lo que la mujer les había dado no se lo comerían y que lo cambiaría por otra cosa que les hiciera falta. Esa noche se fueron inmediatamente a descansar ya que la faena había sido larga. Al otro día, don Justino se levantó muy temprano, se dirigió a la mesa donde se encontraba la cesta con los alimentos que la mujer les diera la noche anterior. Cuando metió la mano para tomar los huevos, su sorpresa fue encontrarse, en vez de los huevos de gallina, ¡cuatro ojos de buey blandos y frescos! que, en lugar de los frijoles! estaban en medio de ¡huitlacoches!. Ese día don Justino , Felipe pudo verlo en su cara. Entonces, indignado, le dijo a su nieto que nunca más le llevaría nada a la bruja de doña María.
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MITOS Y LEYENDAS DEAgust铆n LOS NUEVE PUEBLOS DE(Archivo TLALPAN Mapa de la jurisdicci贸n de San de las Cuevas. 1532. General de la Naci贸n)