FR ANCISCO HINOJOSA L A MAQUIL A LITER ARIA
CARLOS VEL ÁZQUEZ
ESGRIMA
LIMA DESINTIMADA
DANIEL CAMACHO
El Cultural N Ú M . 2 3
S Á B A D O
2 1 . 1 1 . 1 5
[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
ÁLBUM DE ESCRITORES JÓVENES DE MÉXICO >Seis autores
RENÉ GIR ARD: L A VIOLENCIA Y LO SAGR ADO
Por Daniel Rodríguez Barrón
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El Cultural SÁBADO 21.11.2015
En este número de El Cultural ofrecemos un registro de la literatura joven de México. Dos ensayos y dos poemas de autores incluidos en un libro de próxima publicación (Arbitraria. Muestrario de poesía y ensayo, primer título de Ediciones Antílope), más dos relatos: un conjunto de piezas hasta hoy inéditas que ilustra la multiplicidad de voces y propuestas. No se trata, desde luego, de un censo, pero sí de una muestra representativa de nuevos escritores mexicanos que hoy toman la palabra.
Á LBUM DE ESCR ITOR ES
JÓV EN ES DE M ÉX ICO REVERSA, Ú N I C A PÁG I N A LEONARDO TEJA
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uatro autos, los últimos invitados a formarse en aquel embotellamiento sin remedio, se coordinan mediante las señas de sus respectivos pilotos para salir en reversa de esa fila infernal, antes de que otros incautos lleguen y entonces sí sea imposible. Las luces traseras se encienden al tiempo que las llantas rehacen el camino. Asunto, quien ha pasado la mañana frente a la ventana registrando con ansias cómo se formaba el embotellamiento, observa la marcha inversa de los cuatro autos y respira satisfecho al quedar convencido de que el tiempo retrocede frente a sus ojos. Entonces, se obliga a volver a la cama para dormir y rescatar el sueño cortado segundos antes de que una bocina lo despertara. En el sueño él ríe y bebe en compañía de una rubia que habla y estornuda con acento, es posible darse cuenta a pesar de que el ruido satura la acústica en el lugar. Ella lo cautiva enfundada en el rojo intenso de su vestido, la tela se corta violentamente en el escote de la espalda cuando la rubia gira el cuerpo en busca del mesero. Cuando éste por fin aparece, Asunto pide otra ronda de tragos sin saber bien a bien cómo va a pagarlos; mientras llega el alcohol, la rubia y él se paran para bailar a unos pasos de la mesa. Aunque el ritmo de la música es lento, Asunto no se atreve a buscar esos labios remarcados también en rojo, en vez de eso resbala un trocito de hielo por la espalda baja de ella. Un camino húmedo y reconocible por unos instan-
tes es recorrido por el pulgar derecho de Asunto. Pellizca mínimamente, apenas con las yemas; lo que siente es la fricción de los gránulos de arena bajo la piel, arena muy fina que Asunto ha visto en los pañuelos después de que la rubia alivia un estornudo. Cada vez toma más gránulos entre los dedos hasta que termina usando la mano entera, apelmaza y devuelve, una y otra vez sin atender las advertencias de la rubia. Siente la división de los músculos, el contorno de las vértebras, del coxis. Como era de esperarse, la piel cede y un hilillo de arena comienza a vaciar el cuerpo de la rubia. El mesero aún no ha llegado y ella ha dejado de bailar. Asunto intenta en vano parar la salida de arena. Debajo del vestido se ha comenzado a formar una duna que no para de crecer formando un cono primoroso. Asunto se disculpa con la rubia pero ésta le escupe arena en la cara, le pregunta que qué esperaba, si siempre ocurre lo mismo. Cuando aparece el mesero anuncia con una bocina que los tragos ya llegaron. Asunto despierta otra vez con la sábana pellizcada entre los dedos. Convencido de que todo fue un sueño busca asomarse por la ventana y respira hondo. Bajo su ventana ha comenzado a formarse un embotellamiento. Uno tras otro, cuatro automóviles son los últimos en la fila. En cualquier momento al primero se le ocurrirá organizar una huida coordinando a los tres de atrás, o eso es lo que Asunto desea con toda el alma para volver a conciliar el sueño.
LEONARDO TEJA (Ciudad de México, 1988) estudió Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha publicado en revistas y suplementos culturales.
DIRECTORIO
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POEMA DE BICHOS INNUMERABLES
LO QUE ARRASTRA EL VIENTO
PAULA ABRAMO Tendríamos que reflexionar sobre la mugre. Sería conveniente. Por ejemplo: dónde se incrusta. En consecuencia, qué aspecto asume el asco derivado. Por ejemplo: liendres adheridas a los pelos como perlas, condilomas como coliflores, ásperas costras de psoriasis que la garra rufa roe en refinadas termas.
[Todas las mañanas nos lavamos el cuerpo con sustancias abrasivas. Con ellas se elimina el día anterior con su memoria de sudores.] Nadie confesaría esas mugres, pero sí se afilan índices y lenguas contra otras incrustaciones evidentes. Por ejemplo: Bichos innumerables que de pronto toman un rincón de esta ciudad. No un rincón. El centro. No bichos. Hombres. Pero como bichos. O sea: en madrigueras. Hombres. Y mujeres. Sin excusados. Como bichos. Como trogloditas. Su lengua es de murciélagos. ¿Qué gritan? Guano. Peste. Vinieron con sus problemas a molestarnos, y ni baños tenían donde cagar y alteraron el orden de las cosas, trayendo los márgenes al centro.
ÚRSULA FUENTESBERAIN
No sólo eran raros: eran oscuros. Vegetaban en la ciudad pura como roña inexplicable. Que se fueran. Que no eran de aquí. Había que limpiarlos. [Limpiamos los patios con agua adamantina que lava la hojarasca, el polvo, los orines del perro en la pared, migajas, rastros, hormigas.]
Hormigas. Rastros. El Zócalo está limpio esta mañana, dice el radio. Bichos innumerables. No bichos. Hombres. No mugre. Hombres. Y mujeres. No costra. Gnosis. Bajo toldos. Bajo lluvias. Entre charcos. Ya nada. Está limpio. Dicen. Algo decían. Estorbaban el tráfico. ¿Los oíste? ¿Qué querrían? Tal vez de lo incontable nace el asco.
[Salimos en mañanas perfectas sin moscas, ni hormigas, ni ratas, cuando mucho palomas incontables —que de cerca dan asco, pero salen tan bien en las fotos— a sacar fotos en las plazas. ]
[Aun así algo siempre escapa: en las mascadas, algo de ese olor almacenado en seda, por más que perfumes y colonias. Algo que es más propiamente nosotros queda en las sisas].
[ Viñetas de Rachel Levitz ]
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PAULA ABRAMO (Ciudad de México, 1980) es autora de Fiat Lux ( 2012).
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ierro los ojos y ya no soy yo, Águeda, sino Rosario. Estoy en lo alto de un cerro en Comitán. Tengo la mirada baja y los brazos cruzados frente a mi pecho para protegerme del frío. El viento convirtió mi falda en un papalote como el que volaba mi hermano Mario en los llanos de Comitán. Abro los ojos. Estoy de regreso en el parque Inwood Hill y mi hermano no se llama Mario, sino Julián y aquí no hay cerros, ni viento helado, pero sí olmos, mesas para hacer picnics y campos de beisbol. Tendida sobre el pasto, veo el baile de las hojas en las copas de los sicomoros, completamente sumergida en el efecto de los hongos alucinógenos. Aquí se condensa, químicamente pura, la ordenación del mundo. Palabras de Rosario. Ella se refería al Valium, pero bien pudo estar hablando del psilocybe semilanceata. Me obsesioné con Rosario Castellanos cuando llegué a Nueva York. Necesitaba conectar con alguien que supiera de la muerte y del destierro. Releí Balún Canán y marqué todos los pasajes donde aparece Mario. Rosario, igual que la niña de la novela, no se pudo quitar de encima el tufo de la muerte de su hermano. Comí estos hongos para olvidar, aunque fuera por unas horas, que no pertenezco a esta ciudad, que no logro amarla. Para que el nombre de la ciudad que dejé atrás ya no signifique “mi hermano Julián amarrado, amordazado y con un tiro en la frente”, sino “ombligo de la luna”. Quería respirar en sincronía con los sauces de Inwood Hill, descifrar sus cortezas y dejar que sus hojas me rozaran los párpados. Cierro. Estoy de vuelta en el llano de Comitán. Tengo siete años y trenzas peinadas con baba de linaza. Mantengo la mirada baja, como me enseñó mi nana, para resguardarme del dzulum, ese animal terrible pero hermosísimo que hechiza a las personas. Mi hermano Mario sigue vivo, los brujos todavía no han hecho que le explote el apéndice y su papalote acaba de ganar el concurso de acrobacias. ¡Rosario!, me grita mi padre, ¿Qué andas viendo en el piso? ¿Dónde tienes la cabeza, niña? Abro. Después de lo que le hicieron a Julián me rapé. No supe explicarle a mi padre porqué lo había hecho, pero cuando leí Cartas a Ricardo —las que Rosario le escribió a su esposo (y luego ex esposo) a lo largo de más de veinte años— me enteré que ella también se había rapado. Entendí que ese gesto era una forma de encerrarnos en nuestro dolor porque ninguna de las dos pusimos un pie fuera de la casa hasta que nos creció el pelo. Y ahora que me arranqué de mi ciudad y me trasplanté a ésta, siento que eso que me acechaba en México me olfateó la pista. A los troncos moteados de los sicomoros de Inwood Hill les salieron ojos que parpadean sincopadamente y el pasto sube y baja como si fuera el lomo de una bestia dormida. Quiero cerrar los ojos, pero tengo miedo de lo que le espera a Rosario, así que sincronizo mi respiración con la del pasto y trato de ver fijamente a cada una de las pupilas que me miran para que crean que no les temo. La carta más triste de Rosario es la que escribió desde Nueva York en un hotelito de
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Greenwich Village. En ella le dice a Ricardo que la rodea una sensación de inexistencia y de muerte, que se está convirtiendo en algo que no sabe qué es pero que será infinitamente más pobre. Y aunque nunca lo nombra, está hablando del dzulum. Su nana le enseñó que cuando el viento sopla fuerte es porque el dzulum anda rondando, entonces más vale bajar la vista para no mirarlo, porque quien lo vea queda condenado a la desgracia. En cuanto el sol se pone, Inwood Hill queda desierto. Me levanto del suelo y caigo en cuenta de que el efecto de los hongos casi se ha esfumado. Las luces del puente Henry Hudson se encienden, yo me acerco al río para verlas más de cerca y una ráfaga me pega en la cara. Cierro. Estoy sola en mi cuarto de hotel y me asomo por la ventana. Greenwich v illage está aletargado, apenas hay un par de bares con letreros de neón encendidos y aunque he tomado más Valium de lo normal, no puedo dormir, así que me pongo mi abrigo y salgo a la calle. El viento de aquí me recuerda al de Comitán. Camino sobre Waverly Place y giro en Christopher Street hacia el oeste, hasta llegar al río. Es diciembre y el Hudson
arrastra pedazos de hielo que parecen durmientes pálidos. Recuerdo que estoy en una isla y veo cómo la lengua paciente del agua va amansando las rocas de la playa hasta deshacerlas. Sé que es una lengua áspera como de felino y quiero sentirla. Camino entre las rocas hasta que el agua me moja los pies y la bastilla del abrigo. Estoy a punto de dar otro paso hacia delante cuando un policía me alumbra con una linterna y me grita Hey, lady! Keep out of the water! You’ll freeze to death! Y aunque me detengo y me arrebujo en mi abrigo, una parte de mí quiere seguir avanzando hacia el agua. Abro. No voy a meter piedras en el abrigo de Rosario. Yo, igual que ella, sólo quiero un poco de anestesia, que aquellas aguas heladas me adormezcan los pies y lo que ellos arrastran. Cierro. El mundo de Rosario ya no está. Abro. El efecto de los hongos desapareció. Sólo estoy yo, apoyada en el barandal viendo las luces del puente Henry Hudson sobre el río. Enfilo la cara hacia el viento, hacia donde viene el rastro del dzulum, ese animal que puedo oler desde aquí y cuyo nombre significa ansia de morir.
ÚRSULA FUENTESBERAIN (Celaya, Guanajuato, 1982) es escritora y periodista. Su primer libro de cuentos se llama Esa membrana finísima (2014). Tiene cuentos en varias antologías de narrativa, entre ellas Pide un deseo (2014), Lados B (2014) y Emergencias: Cuentos mexicanos de jóvenes talentos (2015).
LA CASA DE LAS HORMIGAS MARIANA OLIVER Ante el fuego, ante el peligro las hormigas se separaban en parejas, y de a dos, bien juntas, bien pegaditas, esperaban la muerte.
Eduardo Galeano
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espués de la mudanza nos movíamos como extraños en nuestra nueva casa. Presas de la misma torpeza, el equilibrio benévolo entre frío y caliente en la regadera o la ubicación dactilar de los interruptores de luz se volvieron parte de un territorio ajeno a nosotros. Durante la noche cualquier sonido era suficiente para el sobresalto, las paredes y los cristales crujían y su estruendo hizo del sueño un respiro entrecortado que arrastrábamos durante la vigilia con los párpados hendidos. Nos hicimos inmunes a la casa después de varios días, porque el ruido, como el asombro, existe sólo al principio, sólo hasta que la repetición lo disuelve. Entonces llegaron en un hilo negro que bordeaba las paredes y sus recodos. Un hilo espeso, pero grácil, que se delataba al acortar la distancia: hormigas del tamaño de un grano de arroz marchaban en línea acuosa, ciegas una tras otra, eslabones negros al compás de un señuelo invisible. Ni el alambre de cuchillas sobre la barda, ni las cerraduras que custodian cada puerta fueron suficientes para mantenernos a salvo de ellas. Sus cuerpos oscuros, tan minúsculos como infinitos, poblaron la fragilidad de la casa, colonizaron sus grietas, sus imperfecciones y todos los huecos que se hicieron visibles con su llegada. La aparición de las hormigas se ha convertido en un ritual que se repite cada año. Durante el invierno las hormigas mineras que viven
bajo mi casa se guardan de la luz y del frío en túneles subterráneos, pero cuando el piso se calienta, salen a buscar azúcar. Aparece la primera y sabemos que no hay marcha atrás: una hormiga nunca es una sola. En pocos días tendremos que dedicar una tarde entera a revisar todas las cajas y recipientes de la despensa, abrir cada frasco, cualquier botella donde pudieran congregarse. Sacamos lo que ha permanecido ahí por más tiempo del necesario: galletas de colores rancios, dulces de la Navidad pasada o algún jugo a medias que guardamos por accidente. Sin importar cuán limpio esté, a mi madre le gusta decir que las hormigas vienen porque hay algo sucio que las atrae. Y aunque le hemos insistido en que el polvo es inocuo y que ninguna hormiga puede verlo u olerlo, ella insiste en que es la mugre, algo culposo y descompuesto lo que las hace venir. Tal vez las hormigas son el mejor pretexto para recomponernos, para sacar el polvo y lo que se pudre en los rincones de mi casa. Las hormigas no caminan, fluyen, por eso es imposible detenerlas, son insectos que lo invaden todo. Hemos intentado con cada remedio conocido para deshacernos de ellas: rociamos el piso y las paredes de vinagre, sal, canela, amoniaco, café, pimienta, insecticidas de todas las marcas y colores. Una vez, de manera casi supersticiosa, amurallamos la casa con trazos de gis que enmarcaban su silueta y repasamos los bordes de las ventanas. Si bien las líneas blancas más que liberarnos nos encerraban, nos pensamos a salvo del goteo negro que emanaba de cualquier lugar. Todo fue inútil. Sólo conseguimos que las rastreras se regodearan en nuestra desesperación, su esqueleto crujiente se robusteció con cada intento de exiliarlas. Un día regresé a casa emocionada por
un hallazgo. Me habían contado de otro veneno infalible para combatir ejércitos de hormigas, una pasta dulzona, ambrosía azucarada que las obreras transportarían a sus colonias, confiadas de llevar su cuota diaria de alimento. Que darían el azúcar a las pequeñas, a las reinas, a los machos. Que la unión milenaria que las distingue de otros insectos sería la clave para deshacernos al fin de ellas. Un caballo de Troya en lo más recóndito del laberinto. Contrario a mis expectativas, en casa todos dijeron que no, que eso era una crueldad. En medio del Golfo Sarónico flota una isla que tiene forma de triángulo. Se llama Egina, como la ninfa que Zeus secuestró tras mirarla durante largo tiempo. Del rapto nació Éaco, otro bastardo del dios. Al saberse traicionada de nuevo, Hera soltó una plaga en la isla, venganza espesa en forma de nube que se extendió matando todo a su paso, mujeres, hombres, animales. Sólo Egina y el pequeño Éaco sobrevivieron. El joven, sin hombres a quienes gobernar, pidió a su padre que poblara de nuevo la isla donde había nacido. Así, el dios convirtió a las hormigas obreras que salieron de un roble en seres humanos que después se llamaron mirmidones y formaron el ejército más fuerte de la antigüedad, guerreros hormiga que usaban armadura y escudos negros para distinguirse. El rey Éaco fue padre de Peleo, quien a su vez fue padre de Aquiles, el mirmidón más glorioso de Troya. Las hormigas, ejército de mirmidones desde la antigüedad, son insectos de temer, aunque produzcan algo distinto al miedo o al asco. Su tamaño y aparente fragilidad engañan a la vista, pero el cuerpo reacciona y esconde sus extremidades, el camino de entrada hacia su territorio. Los médicos llaman parestesia a la sensación de hormigueo, al efecto de un puñado de
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hormigas imaginarias caminando sobre la piel, moviendo sus antenas angulosas y los muchos pares de patas en un sitio localizado. Su andar en el cuerpo no produce dolor, es un malestar distinto que no cede, una falla del sistema nervioso. Antes de ser terrestres y gregarias como los seres humanos, las hormigas fueron avispas solitarias que volaban para encontrar comida. Sus hijas, infértiles la mayoría, se quedaban en los nidos encargadas de cavar en la tierra y hacerse de un lugar para cuidar de sus hermanas. Ahí, en la oscuridad, prescindieron de ojos, pigmentos y un día también renunciaron a las alas. Dejaron de ser insectos anacoretas para vivir en comunidad y depender enteramente unas de otras, amarradas por igual, hermanas todas en una asfixia que las ha hecho sobrevivir por siglos. Con el tiempo, las alas se volvieron un símbolo de jerarquía, sólo las reinas las poseen y las despliegan cuando llega la hora de reproducirse. Salen del hormiguero buscando machos que invariablemente mueren después de fecundarlas. Las reinas almacenan el esperma en su cuerpo y vuelan hasta encontrar el suelo propicio para guardar sus huevos. Para resistir la nostalgia del vuelo o la tentación de la huida, se comen sus alas y fundan otra colonia, otro hormiguero, que celoso de su cuerpo como iceberg, busca el centro de la tierra en recuerdo de la altura. La aparición de las hormigas puede detonar en trances lunáticos: mi hermana y yo las espiábamos. Ella descubrió cada uno de los huecos por los que salían con sus víveres robados, los recovecos que hacían de escondite o túnel para entrar a la casa. Creo que comenzaron a gustarle cuando acataron el camino bicolor que les marcó con obstáculos, pequeñas vallas hechas con granos de sal y pimienta, hizo de su ruta un zigzag y luego un espiral que las obligaba a reencontrarse. A veces mi hermana hablaba de ellas como si las conociera, como si fuesen algo más que la colonia de intrusas que infestan los cimientos de nuestra casa. Con los años hemos tenido que negociar con ellas. Entran en silencio mientras dormimos y se van sin dejar rastro. A cambio, nos quejamos de su presencia con las visitas y dejamos trampas inofensivas para no levantar sospechas: chapotean en el insecticida y rodean los granos de café antes de seguir adelante. Les dejamos migas de pan y montoncitos de azúcar con tal de que no se acerquen al cereal y se escondan durante el día, pero sabemos que una rebelión es posible. Quizás un día no quedará más que someternos a la sal del atún en lata. Tal vez las hormigas, ancladas a las grietas y los rincones, con sus cuerpos oscuros del tamaño de un grano de arroz sostienen mi casa. Espero que en todos los lugares donde viva, haya un hormiguero profundo, pegado a los cimientos. MARIANA OLIVER (Ciudad de México, 1986).
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AU T O PA RT E S* SARA URIBE ¿Dijo vivir en Corea del Norte? Dijo vivir y le cortó el cuerpo: Tomás Belmares, héroe de Nacataz: otras heridas en el cuerpo. Compramos tu auto chocado. Compramos tu pequeño calibre tu orificio de salida. Compramos tu norte tu cuerpo tus heridas. Tras cometer los hechos compramos tu lodo. Hacia el Oriente al fiscal en turno: la fe ministerial de los cadáveres. Dijo vivir. Dijo con algunos hematomas. Dijo hematomas. Dijo piedras. En el lugar donde fue encontrado el cuerpo había piedras. Descartaron que fuera residente de ese pequeño sector.
En la calle Paraíso en la colonia Bienestar elementos del Ejército Mexicano personal de la Marina en las calles de París entre Panamá y Honduras. No nombre fue declarado muerto en el Hospital General poco antes de las 5:00 horas de ayer. No nombre: el inmolado: el inmolado y un par de disparos: un vendedor de ramos de rosas: un ataque al corazón.
¿La fe de ese cadáver o la del solar donde encontró la muerte? ¿Las autoridades ya investigan al respecto?
Pero los hematomas reclamaron el cuerpo. Esta ciudad. Tus heridas. Compramos esta ciudad, dijeron. Compramos tu cadáver tu auto chocado. Compramos tu lugar.
Los hechos: el hombre no traía identificación alguna iba pasando por ese lugar hacia alguna de las maquiladoras hasta que su cuerpo.
La lluvia desentierra a los muertos.
¿La lluvia desentierra a los muertos?
Descartaron los hematomas. Descartaron que fuera residente.
¿Los hechos? Una obra negra. Una hebilla metálica. La cabeza de un toro. Un miembro del escuadrón de la muerte. Un inmigrante.
Un considerable número de neumáticos usados.
¿Encontraron las autoridades una cubeta de plástico color verde a un costado de la cabeza de la víctima? ¿Las autoridades ya investigan al respecto? Pero el cadáver desapareció. No fue sino hasta las 16:30 de la tarde cuando de nuevo se vio el cadáver flotando. El cadáver y la lluvia. De acuerdo con el informe que se les dio a las autoridades, ¿flotó a la altura del sitio donde se localizan las bombas? ¿Las autoridades ya investigan al respecto?
Bañistas hallan cadáver. Hallan cadáver entre el monte. Hallan cadáver entre el monte. Hallan cadáver entre el monte. Bañistas. En el terreno enyerbado.
Pero el cadáver desapareció. No fue sino hasta las 16:30 de la tarde cuando de nuevo se vio flotando.
En el terreno enyerbado una bolsa negra de polietileno: la lluvia desentierra a los muertos. Una bolsa para la basura. {Sobre su cuerpo}
¿Se espera que algún familiar acuda a reclamar el cuerpo? ¿Se espera que el cuerpo? ¿Fue no nombre declarado muerto? ¿Le amarraron las manos con cuerda? ¿Fue no nombre declarado muerto? ¿Desapareció el cadáver? *Este texto fue escrito a partir de fragmentos de nota roja del estado de Tamaulipas
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No nombre: un objeto contundente: proyectil de arma de fuego en la frente: un objeto contundente. En pleno centro de la ciudad todos se hacían la misma pregunta: ¿quién o quiénes eran los responsables? ¿Año de la Patria esquina con Ayuntamiento en la Colonia Nacional? ¿Año de la Patria esquina con Ayuntamiento en la Colonia Nacional? ¿Año de la Patria?
instantánea? ¿El día del crimen? ¿Objetos quebrados? ¿La lluvia desentierra a los muertos? La brecha 22 del ejido Zaragoza. La brecha del ejido La Venada. Dos empleados de una frutería. El hombre que no traía identificación alguna. El lugar y el no lugar. Los presuntos homicidas. Otras heridas en tu cuerpo.
¿Año de la Patria? Todos se hacían la misma pregunta sobre quién o quiénes eran los responsables.
Compramos tu auto chocado tu pequeño calibre tu orificio de salida. Compramos tu lodo.
¿Año de la Patria? ¿El cuerpo estaba calcinado en un ochenta por ciento? ¿Las autoridades ya investigan al respecto? ¿Con una cuerda? ¿En la frente? ¿En pleno centro? ¿Sobre una tumba? ¿Se le dio muerte sobre una tumba? ¿Tomás Belmares? ¿Proyectil de arma de fuego en la frente? ¿Héroe de Nacataz? ¿Sobre una tumba? ¿Cubrieron el cuerpo con una cobija? ¿Murió de manera
¿Tomás Belmares? Una obra negra. Una hebilla metálica. La cabeza de un toro. Una llamada anónima. El arma punzocortante. El nombre de la víctima. Una herida en el pecho. Objetos quebrados. Flotando. El nombre de la víctima. El macabro hallazgo. El nombre de la víctima.
Los empleados de la casa funeraria. Una herida en el pecho. Objetos quebrados. El nombre de la víctima. El nombre de la víctima. Una herida en el pecho. Una herida flotando. Un arma en el pecho. El nombre punzocortante. No nombre. La cabeza de un toro. Una obra negra. Corea del Norte. Compramos tu auto chocado. ¿L os hechos? ¿El lodo? ¿C alibre? ¿Hematomas? ¿El hallazgo? ¿Esta ciudad? ¿Escuadrón inmigrante? ¿El terreno enyerbado? ¿Las maquiladoras? ¿La basura? ¿Los neumáticos? ¿Las bombas? ¿Una cubeta de plástico verde? ¿El cadáver flotando? ¿Las bombas? ¿El cadáver flotando? ¿La lluvia desentierra a los muertos?
U N E S PAC I O A L B I C E L E S T E EDGAR YEPEZ TEMAS LENTOS Alan Pauls recuerda, como quien tiene un flashback, que es joven, muy joven cuando va al barrio de Flores a ver a César Aira para preguntarle cosas sobre cine. Tiene un programa de radio y, por alguna razón incierta, ha decidido que Aira tiene bastante que decir sobre el asunto. La entrevista se lleva a cabo en el cuarto de las herramientas. Lugar en el que Pauls, sensible a lo anómalo y sutil, descubre, casi por accidente, el sistema aireano por excelencia. La maniobra Aira, que se ejecuta y acumula, como sus libros, a esa inabarcable cadena duchampiana que es su práctica artística, artística y no literaria porque lo segundo, aunque funcional, acaba pareciendo restrictivo cuando se habla de Aira, es algo que toma la forma de un aforismo o teorema: “El cine es la resta de todas las artes”. Equitativamente intrigado y consciente del trabajo que ha ido a hacer, Pauls sigue asumiendo que en algún instante, Aira volverá sobre sus pasos y desarrollará esa frase impenetrable. No es así y Pauls no puede más con el rompecabezas. “‘El cine es la resta de todas las artes’. Me interesó mucho esa idea. ¿No podrías desarrollarla un poco?”. Y la respuesta, menos enigmática que profética, al emitirse se convierte en otro eslabón de la cadena: “Ah... Es que yo cuando quiero pensar no pienso. Y a veces, en cambio, me sucede pensar”. Y así, oscureciendo, es como Aira ilustra su proceso productivo; la evidencia de que su corta pero hemorrágica escritura se funda en la declinación. El mío, menos deliberado que
fatalmente, es llegar tarde a las cosas. Una suerte de anacronismo, menos táctico que inconsciente, que usualmente me ubica de modo extemporáneo frente a obras o artistas. Por ejemplo, en las restrictivas trece pulgadas de una computadora, por fin veo Gravedad. Y es inevitable la intriga: cómo habrá sido verla en cine, en imax incluso, arrinconado en la butaca por esa demencial fabricación de una experiencia incomprensible; la cual, en el fondo, menos tiene que ver con su propia tradición fílmica o temática, su formalismo o verosimilitud que con su flagrante dependencia de un soporte determinado que la haga funcionar apropiadamente. Se desvanecen datos en la pantalla: a 372 millas de la tierra no hay nada para que el sonido puede desplazarse, no hay presión atmosférica, no hay oxígeno, la vida en el espacio es imposible. Aparece un transbordador. Y entonces, con una voluntad que se irá inflamando, encadeno recuerdos con ideas. Hace tiempo leí que Gravedad es menos un espectáculo de ciencia ficción espacial que un cuento de Jack London en el espacio. Así como para Kowalsky el principal objetivo del viaje es la experiencia de la caminata espacial en sí, y un récord subsecuente, a mí me pasa con entrar al cine. Abrir la puerta de una sala y sentir la envolvente oscuridad, el roce de los pies sobre la alfombra, el falso olor neutro, una pantalla que resplandece y la película casi prescindible. Es como ir hacia el fuego al fondo de la caverna. Voy a sentir eso, voy a mirar igual que Vincent, en Gattaca, mira lo que está detrás del cielo, en esa escena en que nada con su
Las autoridades investigan al respecto. Por el momento no tienen la menor pista. SARA URIBE (Querétaro, 1978) es autora de Sian (2012), Antígona González (2012), I never wanted to stop time (2015).
hermano en el océano. Una competencia que llevan desde niños, consistente en alejarse de la orilla hasta que uno se rinda y entonces den vuelta. Esta vez no es Vincent quien se rinde. Están lejos de la orilla cuando Anton, desconcertado, le pregunta cómo lo ha conseguido y responde, como quien alcanza a tocar el riesgo que implica acercarse a los propios límites, que lo pudo vencer porque esa vez ya no se guardó nada para las brazadas de vuelta. Anton, derrotado, nada de regreso pero comienza a ahogarse. Su hermano, el más débil de los dos hasta entonces, lo salva y remolca de regreso a la orilla nadando con la cara hacia el cielo, la mirada en las estrellas y el espacio que es para él el único mar. FUERA DE CAMPO El programa literario de Borges, descubrió Graciela Speranza, es un plagio de la cinematografía. Una estrategia bastarda y consecuente con la veta conceptual de la literatura borgiana que Speranza, en una reformadora lectura, hermana con el programa estéticopolítico de Duchamp volcado a la destrucción del arte retiniano. Programa que va de Fervor de Buenos Aires, pasa por la biografía alterada de Evaristo Carriego y culmina en su aplicación sin fisuras en “Pierre Menard autor del Quijote”. Borges descarta primero la relación más obvia entre cine y literatura, la adaptación cinematográfica, para luego imaginar otra más sutil u osada. Speranza escribe que, mediante una sofisticada operación, Borges copia, falsifica e interviene géneros populares e historias ajenas, tanto como se afana el proceder cinematográfico y lo aplica en sus artefactos narrativos. Y aunque deplora los convencionalismos del cine de Hollywood, su sentimentalismo y la “cursilería virginal norteamericana”, aspectos que resumen y representan, por ejemplo, los ar-
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quetipos Stone y Kowalsky, lo acercan más al “fluir límpido” del cine norteamericano que a las “meras antologías fotográficas” del europeo. Es así porque para Borges, en los westerns y las películas de gángsters, el cine recupera épicas que la literatura ha olvidado. Así él recupera referencias, fábulas y personas de manera oblicua, lateral y menos parasitaria de lo que a priori podría pensarse; ya que toda adaptación es, fundamentalmente, una traducción a otro tiempo, espacio, lenguaje y sintaxis. Y en ese sentido, la adaptación no existe. Aquello de que todos escribimos un mismo libro finito pero inabarcable. La prueba, comenta Speranza, es Historia universal de la infamia, donde la cita es una forma de sintaxis y el montaje una de la escritura: economía de recursos, continuidad por suspensiones, sobreentendidos, concisión narrativa, textos que potencian los ecos de sus fuentes. Está todo en la lectura comparada que hace Speranza entre “El proveedor de inquietudes Monk Eastman” y las páginas leídas por Borges en The Gangs of New York de Herbert Asbury. A Borges “el cine se le revela como una superficie plana, sin profundidad, ideal para transparentar el funcionamiento superficial del lenguaje y la representación”. La táctica cine, maniobra borgiana por excelencia, acaba siendo el caballo de Troya posible, ideal incluso, con el cual infiltrarse en el campo de la literatura y llevar a cabo su despiadada lucha contra el realismo literario; ese oscuro hermano gemelo del enemigo de Duchamp: el arte retiniano. LIGUSTROS EN FLOR El astronauta de Juan José Saer que una noche contempla sus pies y le parecen más misteriosos que el universo entero, y así contradice una preferencia, o disculpa, de Borges que creía que, quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. El astronauta de Saer pasea por las calles de su pueblo natal, tan polvorientas como el suelo de la luna donde sus huellas inalterables son testigos de los millones de años por venir. Recuerda una misión previa a esa donde las imprimió, una en la cual no alunizó y consistió en un vuelo de circunvalación alrededor de la órbita lunar; piensa también en otra que no pudo filmarse debido a un desperfecto en las cámaras de televisión. Habla de su estudio enciclopédico-borgiano Interés comercial y militar de la conquista del espacio 95 por ciento; interés científico 4,95 por ciento; interés filosófico 0,05 por ciento. El astronauta de Saer descubre, allá arriba, en la luna, que las “sospechas se vuelven, de una vez por todas, evidencia” y que caminando en la semipenumbra polvorienta y estéril, si algo aprende no es sobre la luna sino sobre sí mismo. Que el conocimiento tiene límites definidos que transportamos como una fatalidad o coartada a donde sea que vayamos. Incluso cuando se llega hasta el lado oscuro de la memoria. Porque el cómputo de nuestras centelleantes certezas sobre el incierto y negro fondo de lo que ignoramos da como resultado que el espacio es la metáfora íntegra de nuestra ignorancia. El astronauta de Saer entiende que es un misterio demencial la existencia del universo, pero no más ni menos que el suyo. Lo intuye luego de recorrer los 384 mil 400 kilómetros que lo separan de la
luna y lo confirma después, cuando los recorre de vuelta, ya acá, y lo enuncia todo desde el recuerdo de esa epifanía. Ese rapto memorial del astronauta de Saer, como cualquiera, como todos, comienza en un punto específico pero circunstancial. Para él, en las arenosas y áridas calles de su pueblo, es el aroma que despiden unas flores que, cuando las huele, por alguna razón inescrutable, está oliendo también el universo entero: “las flores ya marchitas desde tiempos inmemoriales y las infinitas por venir, pero también las constelaciones más lejanas, activas o extintas desde millones de años atrás”. Y desde el abismo de esa experiencia, de ese arrebato siempre latente, emerge el talismán mismo que convoca menos al recuerdo que al dispositivo mediante el cual surge: un olor, música, una escena cinematográfica que seduce al pasado, lo trae de no se sabe dónde y, ya una vez acá, desde el presente, lo proyecta hacia la tentación del futuro. Igual me pasa en la infancia. Pervierto la condición autoral del sentimiento; lo filtro a través de una escena que de algún modo lo completa y le da un sentido exponencial. Ya casi a fines de los ochenta, me llevan al cine mis abuelos. Ignacio escoge Blind Fury, pregunta si es para niños. Su dedo índice apuntando sobre mi cabeza. Llevo una chamarra de mezclilla. Suelto la mano de Aurora y me paro de puntas. No puedo sostener la mirada al taquillero y la pongo en una holandesa pintada sobre unas colinas con molinos en una heladería. Entramos y salimos tarde del cine, tenemos que atravesar un estacionamiento oscuro, vacío. Vamos los tres de la mano. Un par de años después de esa noche, un par antes de que muera, en un café mi abuelo me pide un flotante. Mientras llega, le quito la envoltura al soundtrack que Prince grabó para Batman. La abstracción en negro y dorado del murciélago me paraliza. Aún no he visto la película. Cuando lo hago, en el instante en que Jack Napier mata a los padres de Bruce Wayne al salir del cine al fondo de una calle oscura y vacía, en ese preciso instante, proyecto sobre la pantalla a mis abuelos con su nieto caminando en una noche, no sé si pasada, o todavía por venir. Y ahí, desde la butaca, comienza una errancia evocativa sin propósito claro: mis abuelos y yo, la holandesa, la textura de la mezclilla, el ciego de la película, Batman, el sabor del flotante, la voz de Prince, el niño con boina, las perlas que caen. Se anulan fronteras y entro en otra forma de oscuridad: la intensa y clara zona de la invención que, a partir de entonces, se volverá, a un tiempo, necesidad y preferencia. EL ÚLTIMO LECTOR A un Ernesto Guevara convencido de su muerte ya próxima, lo asalta y consuela un relato leído hace mucho tiempo. Escribe, en los Pasajes de la guerra revolucionaria: “Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en el tronco de un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por congelación,
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en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo”. Menos atento a la dimensión suicida que lectora de la anécdota, Ricardo Piglia abstrae a Guevara y lo transforma en una suerte de ideal absoluto de lo que, para él, debe ser un lector. Análogo a Borges lo fija en tres, cuatro imágenes: Guevara en plena guerrilla, que por definición y funcionalidad debe viajar ligero, va para todos lados, con una maleta llena de libros; Guevara leyendo sobre un árbol en Bolivia; Guevara que en el instante previo a su asesinato, en la escuelita de La Higuera, contempla en un pizarrón la frase, “yo se leer”, y denuncia el crimen del acento faltante. Piglia escribe que Guevara, en el pasaje de London, condensa lo que busca un lector de ficciones: alguien que encuentra en una escena leída, o vista, un modelo de conducta. Pero si en Guevara está siempre, como agazapada, esa práctica iniciática que es la lectura, también, como por consecuencia, hospeda el reverso ineludible: la codicia de escribir. Y empieza, él que “pensaba que ser un escritor era el máximo título al que se podría aspirar”, escribiendo notas, ese paradigma de lo fragmentario, sobre sus lecturas. En Guevara, que perseguía la literatura pero encuentra la política y la guerra, todo cambia una noche de julio de 1955. Antes de subirse al Granma y desembarcar clandestinamente en Cuba, a las ocho de la noche, se encuentra con Fidel Castro, quien, a las cinco de la mañana del día siguiente lo deja convertido en el Che. El tránsito de Stone, a través del espacio, sobre la Tierra, rumbo a la estación espacial equivale a caer de un barco en el mar Caribe y llegar, nadando, a Londres. La construcción de una imagen, yo en otro episodio de transferencia y errancia compositiva. Kowalsky fluye sin resistencia; es decir, no avanza ni retrocede en la nada espacial con el reflejo solar sobre la careta del casco. Mueve los labios pero no se escucha su voz. No se sabe si reza o canta que está acostado, mirando el espacio exterior, pensando en lo diminuto que es y que no piensa regresar, que es ahí donde debe estar. La respiración cada vez más tenue, le cae todo el peso de la fatiga, la intoxicación irreversible, la asfixia ya casi. Antes, se le viene encima un recuerdo. El astronauta del Centro Espacial Lyndon Johnson en Texas que entra en una cámara de vacío con un traje imperfecto y accidentalmente se expone a una presión límite, casi el vacío absoluto. Colapsa, queda inconsciente por catorce segundos, lapso en que la sangre privada de oxígeno llega hasta el cerebro desde los pulmones. En quince segundos paralelos restablecen la presión en la cámara. El astronauta recupera el conocimiento e informa que durante aquellos segundos pudo sentir y escuchar el aire fugándose de su cuerpo. Lo último que recuerda es la saliva hirviendo en su lengua. Nunca sintió dolor. Kowalsky quizá prefiera eso al envenenamiento por dióxido de carbono. Quince segundos le toma decidir que eso sería una forma de dignidad. Y ahí, allá, sin nadie que pueda reestablecer nada, él mismo, con su propio puño rompe la careta del casco y se abandona a una homeostasis absoluta: la totalidad del vacío que entra en él.
EDGAR YEPEZ (Estado de México, 1982) es autor de Paraísos vulnerables (2013).
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El pensador francés René Girard (1923-2015), elaboró un modelo filosófico provocador y estimulante —anclado en la literatura más que en la filosofía—, que plantea el recurso de la violencia selectiva como origen y práctica ancestral, común en sociedades que se identifican y cohesionan al señalar una víctima: el chivo expiatorio, cuyo sacrificio desahoga las pulsiones criminales y promete la supervivencia de los grupos en pugna.
R E N É GI R A R D
L A V I O L E N C I A Y L O S AG R A D O DANIEL RODRÍGUEZ BARRÓN
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dward O. Wilson, biólogo y entomólogo, escribió en su libro Sobre la naturaleza humana que nuestra especie “carece de cualquier objetivo externo a su propia naturaleza biológica”; las creencias, lo mismo las institucionales que las religiosas, si ejercen bien su función, existen sólo para capacitar a los individuos en el juego de la sobrevivencia. Wilson llega a sugerir que incluso nuestros “juicios estéticos” poseen un propósito “imperativo” creado por nuestra “historia genética”. Frente a estos esfuerzos de la teoría evolutiva que reconocen que no somos más que un mono que ha tenido éxito, están otros estudiosos que barajan una historia más antigua y prestigiosa: estamos hechos a imagen de Dios. Esto sólo puede significar una cosa: que el hombre tiene que dar una interpretación a su ser y tomar una posición con respecto a sí mismo partiendo de alguna de las dos interpretaciones, acaso las dos únicas posibles a estas alturas de nuestro desarrollo como seres humanos. “EL DARWIN DE LAS CIENCIAS HUMANAS”
Esta lucha interna entre los Hijos de Dios y los Hijos del Mono la vivió intensamente René Girard sociólogo, filósofo y antropólogo que nació en Avignon en 1923 y murió hace unos días, el 4 de noviembre de 2015. El filósofo Michel Serres llamó a Girard “el Darwin de las ciencias humanas” porque propuso una “explicación universal” al nacimiento de la civilización. Girard plantea que en el origen de nuestro desarrollo antropológico hubo un linchamiento, una matanza colectiva, que dio lugar a equilibrios de grupo que con los siglos, pero sobre todo, con otros linchamientos ya debidamente ritualizados y dedicados a alguna divinidad, crearon los lazos que aun definen nuestra relaciones sociales. En el centro de su teoría está el “deseo mimético”: Una disposición continua de los seres humanos a imitarse recíprocamente en su calidad de rivales que compiten por el mismo objeto, en un círculo creciente de violencia. Al intensificarse, el deseo mimético del objeto se transforma en obsesión recíproca de los rivales.
La violencia crece hasta que se produce la unión de todos los antagonistas contra un solo individuo o grupo. Para Girard la violencia estalla en el momento en que un grupo desea apropiarse de los bienes del otro y si a esto se suma el hambre o la enfermedad en alguno de los grupos, entonces además del deseo hay una necesidad de reparación; dos grupos se miran y desean lo que tiene el otro, entonces hay dos deseos en lucha y un solo objeto: “Esta es la paradoja terrible de los deseos en los hombres. Jamás pueden ponerse de acuerdo respecto a la preservación de su objeto; pero siempre
consiguen ponerse de acuerdo respecto a su destrucción; no se ponen de acuerdo si no es a expensas de una víctima”. He aquí el gran descubrimiento antropológico de René Girard: señalar que cada vez que nuestros deseos entran en conflicto necesitamos de un chivo expiatorio. Lo curioso, es que a decir del propio Girard su teoría del deseo mimético “procede de textos literarios”. Y abunda: No se trata de una metodología en el sentido usual del término; mi teoría no apela a una disciplina extraliteraria supuestamente científica para elevarse a priori por encima de todos los textos
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literarios. Sin embargo, esta teoría no fue elaborada en el vacío; su elaboración fue literaria en el sentido de que, por lo menos que yo sepa, los únicos textos que alguna vez descubrieron el deseo mimético y exploraron algunas de sus consecuencias son textos literarios. No estoy hablando aquí de todos los textos literarios, de la literatura per se, sino que me refiero a un número relativamente pequeño de obras. En esas obras las relaciones humanas se ajustan al complejo proceso de estrategias y conflictos, de malentendidos y alucinaciones, que derivan de la naturaleza mimética del deseo humano. Implícitamente y a veces explícitamente, esas obras revelan las leyes del deseo mimético. Cervantes, Proust, Flaubert, Dostoyevski y Stendhal son sus modelos que desarrollaron y ejemplificaron dichas leyes. Este es el primer punto débil que los críticos de Girard suelen señalarle: su teoría mimética no está sostenida ni en la antropología, como él mismo lo admite, ni en la biología: es puramente literaria. Aunque en el descubrimiento de las neuronas espejo —que se activan cuando un animal realiza una acción frente a otro animal de su misma especie y éste no puede sino imitar esa misma acción—, muchos han reconocido el célebre deseo mimético de Girard. En modo alguno Girard es el único, ni el último probablemente, en proponer que el origen de la civilización es un acto de violencia. Sigmund Freud en Tótem y tabú; George Frazer en La rama dorada, Elias Canetti en Masa y poder, Walter Burkert en La creación de lo sagrado, vieron también en la violencia el nacimiento de lo sagrado y de la civilización, pues el asesinato colectivo se vuelve tabú y el cuerpo social se compromete a no cometerlo sino bajo circunstancias muy determinadas y ritualizadas como la guerra y el sacrificio a los dioses. LA NOCIÓN DEL CHIVO EXPIATORIO
Sin embargo, y aquí comienza la separación radical de René Girard con el resto de los pensadores mencionados, separación donde se halla el segundo y último punto débil que sus críticos suelen achacarle y que hace de la comparación con Darwin un hecho casi imposible, es que Girard abandona en sus textos una y otra vez el laboratorio sociológico y psicológico para convertirse de lleno en el intelectual católico que fue, pues para él la violencia sólo puede ser conjurada si existe un chivo expiatorio. Girard ve en el mismo Jesús a un chivo expiatorio por excelencia, un hombre que sacrificó su vida por nosotros, revelando que mientras los pueblos paganos veían en el chivo expiatorio a un ser culpable que debía sacrificarse, en el cristianismo este objeto expiatorio es un hombre
inocente y la sociedad se convierte en la verdadera culpable. De este modo toda su teoría se vuelca hacia un evangelismo muy particular: Girard sostiene que la cultura y la civilización tienen sus raíces en un sacrificio ritual y expiatorio que sólo se hizo evidente hasta el advenimiento del cristianismo, y tomó la mejor de sus formas en el exemplum de Jesucristo. ¿Cómo puede un acto de inaudita violencia ser a la vez un acto de reunión, de comunión? Mientras que para Freud, Frazer y Burkert los victimarios encuentran cohesión bajo reglas específicas de convivencia y represión —el tabú, los ritos anuales—, para Girard la cohesión sólo es posible bajo correlatos psíquicos de la violencia enormemente valorados por el cristianismo: oponer la otra mejilla y el perdón. Hasta aquí las dos debilidades que subrayan sus críticos: sus teorías, meramente literarias, pretenden reivindicar una religión que también ha derramado sangre inocente, y no hablamos sólo de Jesucristo sino de las cruzadas que tanto ayer como hoy todavía se llevan a cabo en nombre del “dios verdadero”. Personalmente, me interesa otro punto que hace de René Girard un intelectual fascinante y terrible. UN PENSADOR COMPLEJO
No me parece casual que una figura tutelar de sus libros sea el conde Joseph de Maistre, quien aseguraba que ... en la ancha y vasta esfera de la naturaleza viviente reina una violencia abierta, una especie de furia previamente dispuesta que arma a todas las criaturas hacia su ruina común [...] la tierra entera, enteramente bañada en sangre es sólo un enorme altar sobre el que todo lo viviente debe ser sacrificado, sin medida, sin pausa. De Maistre fue un reconocido contrarrevolucionario y marcó con sus teorías sobre el mal y el perpetuo holocausto de vida a autores como Baudelaire y Tolstoi, y en nuestra época lo mismo Isaiah Berlin que E. M. Cioran —dos escritores más dispares no los va a usted a encontrar— reconocieron en sus ideas el origen del fascismo. Cioran lo describe como el “gran” enemigo, un hombre que poesía el “genio de la provocación” como el mismísimo San Pablo. Una de las sugerencias más citadas de De Maistre es que “cada Nación tiene el gobierno que se merece”, frase reaccionaria que nuestros politólogos siguen esquilmando en sus columnas semanales, y que está basada en la idea cristiana del pecado original: hemos nacido culpables y por eso tenemos los políticos que merecemos, nos hallamos demasiado corrompidos para merecer la libertad. Otra figura a quien Girard ha dedicado libros completos es Carl von Clausewitz, cuyo tratado De la guerra ha sido usado a
“PARA GIRARD ‘EL SACRIFICIO TIENE LA FUNCIÓN DE APACIGUAR LAS VIOLENCIAS INTESTINAS, E IMPEDIR QUE ESTALLEN LOS CONFLICTOS’, PERO ESTOS CONFLICTOS SIGUEN Y SIGUEN EN TODOS LOS LUGARES DEL PLANETA”.
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lo largo y ancho del mundo para justificar la guerra como el único orden de disciplina viril que rescata al hombre de la vida blanda de la sociedad, para llevarlo al crisol de donde saldrá purificado (o no saldrá jamás). La guerra es siempre, para Clausewitz, una promesa de regeneración. Entonces ¿bajo qué luz debemos entender las teorías de René Girard? Para Girard “el sacrificio tiene la función de apaciguar las violencias intestinas, e impedir que estallen los conflictos”, pero estos conflictos siguen y siguen en todos los lugares del planeta; ante este reproche, en su libro sobre Clausewitz asegura que la violencia del mundo contemporáneo se debe a “que no hemos sido suficientemente cristianos”. Girard es un pensador complejo, que maduró sus ideas a lo largo de más de cuarenta años, que tuvo célebres diferencias con otros grandes pensadores como Claude Lévi-Strauss (algunos creen que su exilio voluntario en Estados Unidos se debió al distanciamiento con Lévi-Strauss) y obtuvo el reconocimiento académico después de la publicación de La violencia y lo sagrado en 1972. Desde entonces ha sido citado y usado por los motivos más diversos: desde Roberto Calasso, en el extremo literario, hasta oscuros personajes como el “futurólogo” de Silicon Valley, Peter Thiel quien invirtió los primeros 500 mil dólares en el proyecto de Facebook y aseguró que su “mentor filosófico” fue René Girard y su teoría del deseo mimético en su versión más básica: hacemos lo que hacen los otros y sobre todo envidiamos lo que tienen los otros. Eso, para él, es la base de Facebook. Entonces, ¿debe considerarse a René Girard entre los grandes pesimistas como Vasili Rózanov, quien aseguraba “somos conservadores porque somos nihilistas. Circulamos libremente del nihilismo al conservadurismo y viceversa”? ¿O entre esos reaccionarios que sostienen que estamos condenados a la repetitiva violencia “hasta la muerte de la muerte”, como creía el gnóstico Valentín? ¿Fue un católico que reivindicó hasta el final la visión del Cristo y su política del perdón, o el “viejo medievalista” retirado de la docencia, dedicado a leer clásicos y a recordarnos lo que significa el “amor verdadero”? Acaso porque estas preguntas no pueden tener una sola respuesta es por lo que debemos seguir leyendo y polemizando con el gran René Girard.
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FRANCISCO HINOJOSA
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LA N OTA NEGRA
LA MAQUILA LITERARIA
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a historia es más o menos conocida: Stieg Larsson escribió tres novelas y empezó una cuarta agrupadas bajo el título de Millenium. Llevó su empresa a cabo frenéticamente, acompañado de muchas tazas de café y muchos cigarrillos (tres cajetillas diarias). Antes de ser publicadas, a los cincuenta años, el autor murió de un infarto al tratar de subir a pie al séptimo piso en el que se encontraba la redacción de la revista para la que trabajaba. Y murió intestado sin conocer el éxito de su saga: 78 millones de ejemplares vendidos en el mundo. La heredera natural debió ser Eva Gabrielsson, la mujer con la que vivió 32 años de su vida, que si bien no se casó formalmente con ella lo hizo con la intención de protegerla de grupos de ultraderecha que lo tenían amenazado. Este hueco de la ley sueca, que no reconoce el concubinato con los mismos derechos que el matrimonio, permitió que el padre y el hermano —con quienes apenas tenía contacto el autor— se convirtieran en los parientes más cercanos reconocidos por el Estado para heredar no solo la fortuna que dejaría la venta de las novelas, sino también el usufructo a futuro de ellas y de sus protagonistas: Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist. De acuerdo con los editores, ávidos también de explotar económicamente la genialidad de Larsson, los herederos espurios decidieron contratar a alguien que les maquilara una cuarta entrega de la saga: si los personajes y su circunstancia ya estaban creados, solo había que
Las Claves
NADIE TIENE DERECHO A MANOSEAR, SIN LA AUTORIZACIÓN EXPRESA DE SU CREADOR, A PERSONAJES QUE NO LE PERTENECEN.
concebir una trama interesante, acorde con los argumentos de las anteriores. Eligieron como amanuense a un novelista y periodista cuyo mayor éxito había sido una biografía del jugador de futbol sueco Zlatan Ibrahimovic y conocedor de un tema importante para la secuela, la inteligencia artificial: David Lagercrantz. Antes de empezar a escribir Lo que no te mata te hace más fuerte, las ventas estaban aseguradas, así como su éxito editorial: los lectores ya estaban creados. Había antecedentes de cómo se manejan estas franquicias literarias: Ian Fleming escribió varias novelas sobre James Bond que tuvieron un devenir fílmico exitoso que llega hasta la actualidad (Spectre es la número 24), aunque la mayor parte de ellas fueron escritas como guiones cinematográficos por al menos siete u ocho autores distintos. Pero es otra la historia de Millenium, que aunque haya tenido su adaptación a la pantalla grande, su mayor público — contrario a lo que suele suceder— está en el papel impreso o en su versión electrónica. La novela de Lagercrantz supo asimilar el espíritu de Larsson en lo que a la trama se refiere. No podía traicionar la psicología ni la ideología de sus protagonistas. Tampoco el ámbito de violencia y perversa maquinación en la que se desenvuelven. Lisbeth tenía que seguir siendo Lisbeth y Blomkvist, Blomkvist. Pero también tenía que llenar más de 600 páginas. Y hay de paja a paja. Entre las tres novelas precedentes y esta última el blablablá abundó con creces. Y los puntos suspensivos: parecía que Lagercrantz no sabía cómo
Foto > Especial
@panchohinojosah
terminar muchas frases y nos las dejaba en un etcétera. Pero sobre todo me epató la manera en la que manipuló a los personajes como si hubieran sido imaginados por él. Álvaro Mutis escribió un poema titulado “La muerte de Matías Aldecoa”, personaje entrañable de la poesía de León de Greiff. Cuando se encontraron le reclamó su asesinato literario: era mi personaje, era mi creación: no tenías derecho a matarlo. Nadie tiene derecho a manosear, sin la autorización expresa de su creador, a personajes que no le pertenecen. A Holger Palmgren —quien fuera tutor de Lisbeth— le aplica dos o tres derrames cerebrales. El romance edulcorado entre Andrei Zander —colaborador de la revista— y una joven provocativa, a pesar de su trágico final, resulta por demás cursi, ridículo e indigno de las historias que antecedieron a la escrita por Lagercrantz. No dudo de que Larsson hubiera firmado como voluntad anticipada que, en caso de fallecimiento, nadie tendría derecho a continuar su obra. Y con mayor razón si hubiera leído esta cuarta entrega.
Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ
EL SÁBADO entra desnudo a la mirada solitaria del limosnero que en la esquina de Popocatépetl y Canarias, Portales, ejecuta un saxofón tenor desafinado y toca los timbres del edificio donde vivo. No se escucha mal la rancia melodía que interpreta: cruce de huapango con son istmeño de melancólica prosodia. Nadie presta atención a este músico callejero cobijado en el resplandor de la mañana. Bajo y le doy diez pesos. Tiene la barba almidonada de polvo, las uñas sucias y los ojos legañosos. La saliva con aroma de alcohol se descorre por la boquilla del instrumento. Ahora interpreta “Bésame mucho” en la esquina de enfrente. Una muchacha en bicicleta se detiene y le regala dos ciruelas: sonríe envuelta en el agudo de la nota final. Todo lo veo desde la ventana del cuarto piso. El hombre muerde una de las ciruelas: el bigote se le humedece del zumo. Parece un maniquí perdido. “Cuando el día despunta, / los santos se arrodillan, / los tiranos alimentan a sus perros / trozos de carne sangrienta” (Simic). El pordiosero del saxofón carcome la otra ciruela: la resina roja lo enmascara.
Si le ha fallado la suerte (traducción de Rafael Vargas, Ediciones Cal y arena, 2015), del poeta, ensayista, traductor y académico Charles Simic (Belgrado, 1938), es una bitácora de sombras, divagaciones, recuerdos, trillas, mitigues, desdichas, resguardos, júbilos, amanecidas y exilios. Dos poemarios, Mi silencioso séquito (My Noiseless Entourage, 2005) y El amo de los disfraces (Master of Disguises, 2010): el tiempo en transferencias de imágenes sigilosas (miradas, recordaciones); las muecas como sonrisa congelada. “Aun vivo en todos mis antiguos domicilios / uso lentes oscuros incluso bajo techo / comparto en secreto mi cama con fantasmas / y visito la cocina después de medianoche”, escribe el autor de El mundo no se acaba en “A los sueños” (pieza de Mi silencioso séquito): ya sabemos que el poeta tuvo “una silla para visitantes imaginarios / hecha de bejuco que hallé en el basurero”; y también, que recordar nuestra soledad es “como abrir un libro infantil”. Noches que se extienden entre sombras: Simic asume la presencia del insomnio y desde sus espirales intenta curar su herida “roja
y borboteante / abierta como un acordeón”. El mundo discurre en lo inútil, una salvaje elocuencia empapa las quebraduras. Tiempo enmarcado en retratos serpenteantes por las simulaciones. En una librería de viejo “Falta la página de la receta para la sopa de pepino”. En estas estaciones en que la cordialidad es un asunto de extrañeza “el viento se encuentra ocupado en otra parte / dándole codazos a las hojas para que salten / hasta la rama de la que cayeron”. Maestro de la ironía, el Premio Pulitzer 1990 se ve en los bordes de un espejo inmerso en un alejamiento cabalgante, habitante de presuntas presencias remendadas a almanaques sin fechas predecibles: “Sin duda camina entre nosotros, inadvertido: / un peluquero, un farmacéutico, un empleado de almacén, / un mensajero, una peinadora, un fisicoculturista, / una bailarina exótica, un tallador de gemas, alguien que pasea perros / el mendigo ciego que canta Oh señor, acuérdate de mí...”. Lo piadoso y lo sombrío en un paisaje en que los clústeres de un piano untan de nieve y luz al mundo: Si le ha fallado la suerte merodea por esos azoramientos.
SI LE HA FALLADO LA SUERTE
Autor: Charles Simic Traducción: Rafael Vargas Género: Poesía Editorial: Cal y arena, 2015.
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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
LIMA DESINTIMADA
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CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication
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n los últimos años la ciudad ha dejado de ser protagonista en la literatura latinoamericana. Décadas atrás la relación entre autor y urbe era indisociable. Cortázar y París. Marechal y Buenos Aires. Fuentes y la Ciudad de México. Hemingway y La Habana. Sin embargo, en las nuevas promociones de narradores la ciudad perdió preponderancia. El espacio a narrar se trasladó a otros territorios. El paisaje interior, lo indefinido. El no lugar. El no lugar parece definir el presente de la literatura latinoamericana. Si bien es cierto que pertenecemos a un mismo continente, la nueva narrativa en español que se produce en Latinoamérica ostenta como rasgo primordial de identidad un sentido de no pertenencia como pertenencia. Existen gestos que nos identifican como latinoamericanos, compartimos una misma lengua, pero nadie ha conseguido explicar satisfactoriamente en qué consiste el ser latinoamericano. Qué hermana al nacido en Tijuana, la zona más septentrional del continente, ahí donde empieza o termina Latinoamérica, con el originario de la Patagonia. Lima Imaginada es un proyecto que reúne a ocho narradores de distintos países, Chile, Ecuador, Uruguay, Argentina, Bolivia, Colombia y México, a recorrer la capital peruana en clave literaria. Conducidos por dos autores locales a través de una cartografía basada en las obras literarias de varios escritores: Vargas Llosa, Reynoso, Ribeyro, Martín Adán, etcétera. Una iniciativa que se enlaza con la Ruta
LIMA IMAGINADA ES UN PROYECTO QUE REÚNE A OCHO NARRADORES DE DISTINTOS PAÍSES PARA RECORRER LA CAPITAL PERUANA EN CLAVE LITERARIA.
El sino del escorpión
del Quijote en España o la celebración del Bloomsday en Dublín. Con la variante de que Lima Imaginada se centra en la ciudad específicamente. Pero la urbe no se ausentó por completo de los modelos narrativos. Se trasladó a las series de televisión. El Nueva Jersey de Los Sopranos, el Baltimore de The Wire y el Albuquerque de Breaking Bad han impedido la disociación del binomio autor-ciudad. O quizá deberíamos decir director-ciudad. O actor-ciudad. Siempre que pienso en Albuquerque viene a mi mente Walter White y no Vince Gilligan. Cuando uno piensa en Lima lo primero que viene a la mente es el caos (adoro el caos). El tráfico, la población, nueve millones, los mismos que concentra el D.F. en su zona metropolitana, la contaminación (auditiva, visual, ambiental). A partir de Lima Imaginada al pensar en la capital peruana uno la asocia a las escenas o pasajes que transcurren en el mapa literario limeño. Lo que produce un fenómeno metaliterario. Si bien es cierto que Vargas Llosa, al incluir en Conversación en la catedral escenarios no producto de su imaginación, sino calles que existen de verdad hace a Lima dominio público, también lo es que crea una Lima íntima. Íntima entre libro y lector. Lo que produce muchas Limas. La que imagina un lector desde México o cualquier parte del continente o del mundo. La que se queda atrapada en la temporalidad de la obra. La real que con el paso del tiempo muta hasta convertirse en otra cosa quizá ajena, quizá irreconocible.
La literatura contemporánea en el continente esgrime ciertas preocupaciones. En México, por ejemplo, nos cuestionamos desde dónde se narra. ¿Desde el norte? ¿Desde el centro? Parece que la incertidumbre sobre el narrar rige en cierta medida la dirección que debe emprender la literatura. No se ha arribado al momento en que la producción del norte, la del centro y la del sur esté toda englobada en la categoría de literatura mexicana. Lo mismo ocurre en Latinoamérica. La literatura argentina y la uruguaya son vistas como dos seres en constante pugna, hacia el interior, mientras que hacia el exterior se percibe como parte de un mismo conjunto. A diferencia de otras tradiciones, nuestras narrativas no se asumen como un bloque. Si esto sucede entre regiones de un mismo país, por supuesto que se agudiza entre distintos países. Toda auscultación de la literatura latinoamericana es un viaje en pos del descubrimiento de ese eslabón perdido que ejemplifique de una vez por todas qué nos define como latinoamericanos. Esa Lima íntima creada entre obra y lector, Lima Imaginada la exenta de su cualidad íntima al hacerla pública. Muestra las entrañas de la realidad latinoamericana. Imperfecta, desdeñosa. Un espejo que no comprendemos del todo pero en el que nos reconocemos. Y también de la ciudad como objeto fetiche de la literatura. Esa parafilia a la que nos condenaría Dickens desde que se le ocurriera escribir Historia de dos ciudades. Eso es Lima Imaginada. Dos urbes. La íntima y la desintimada.
Por ALEJANDRO DE LA GARZA
Mujeres, las musulmanas del mundo EL ESCORPIÓN no necesita releer la obra filosófica del andalusi Averroes, citar a expertos en derecho islámico o darle más vueltas a la historia para darse cuenta de cómo el temor a la incorrección política impide a Occidente la abierta condena de los usos y costumbres criminales de la ley religiosa islámica sharia. Y no sólo por su doctrina de matar a los infieles, blasfemos y apóstatas, decapitar al enemigo, linchar homosexuales, crucificar a los creyentes en una fe distinta y aterrorizar al mundo, sino además por uno de los comportamientos más criminales de su ejercicio: el trato a las mujeres. El ponzoñoso lee en la edición a cargo de Julio Cortés de El Corán (Herder, 2002): “Dale a las mujeres razones para tener miedo. ¡Amonestad a aquéllas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho,
pegadles!” (Verso 34 del capítulo Las Mujeres). De ahí no sólo la burka y los impedimentos para opinar o decidir, sino también las lapidaciones por adulterio, el asesinato de hermanas o hijas por avergonzar a la familia al ser violadas, la esclavitud sexual (no pueden tener sexo si no están casadas y tampoco negarse a tenerlo cuando el esposo lo desea, no pueden tener orgasmos ni decidir su pareja o matrimonio), y aún peor: la ablación o la infibulación femenina como último recurso para negarles el placer. Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Iraq, Irán, Malasia, Nigeria, Pakistán, Singapur, Somalia, Sudán y Yemen, entre varios países más, practican en alguna medida la sharia, y aunque en Occidente, y en nuestro país, los casos de misoginia, discriminación, abuso, trata de blancas e incluso feminicidio
son constantes, no son prácticas alentadas por ninguna ley divina ni protegidas por derecho humano o teológico alguno. El rastrero pondera las reticencias y consecuencias políticas de definir al terrorismo del Estado Islámico como una guerra religiosa de cristianos contra musulmanes y de Oriente contra Occidente; pero en tanto, el trato a las mujeres musulmanas recuerda al apartheid sudafricano vigente por tantos años, muchos de los cuales la comunidad “liberal” internacional miró hacia otro lado y sólo cuando las masacres fueron aberrantes, inició un boicot al gobierno de Sudáfrica para su final caída. Con nuevos y hondos duelos, el arácnido repta hacia su hueco en el muro y dispone a John y Yoko en la rocola: “Woman is the nigger of the world, the slave of the slaves...”
EL TRATO A LAS MUJERES MUSULMANAS RECUERDA AL APARTHEID SUDAFRICANO VIGENTE POR TANTOS AÑOS
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El Cultural SÁBADO 21.11.2015
EL CARTÓN Y EL RETRATO SEGÚN (DANIEL) CAMACHO Daniel Camacho Ángel, alias Camacho, nació en 1971, en Guadalajara, “donde levantas una piedra y aparece un monero”. Desde niño le gustó el dibujo, pero estudió Leyes en la Perla Tapatía porque quería ser un defensor de tiempo completo de la libertad. Se empeñó en ser caricaturista y tuvo que pagar el costo de ese capricho ejerciendo toda clase de oficios paralelos. Fue mesero, mensajero y vendedor de jugos y tortas. Con puntillas y tinta china se inició en El Jalisciense
y luego colaboró en el diario Siglo 21. En la Ciudad de México ha realizado ilustraciones para la revista Nexos y cartones políticos en el diario Crónica; actualmente publica cinco veces a la semana en el diario Reforma (dibuja con tableta digital y agrega color con Photoshop). Del trabajo en este último diario se desprendió su libro Haiga sido como haiga sido. El sexenio de Calderón (Cal y arena, 2012), con textos de René Delgado, Rolando Cordera, Ciro Murayama, María Amparo Casar, Eduardo
Guerrero Gutiérrez, Ricardo Raphael, Roberto Zamarripa, Pedro Salazar Ugarte, Myriam Vachez, José Woldenberg y Luis Miguel Aguilar. El próximo 5 de diciembre presentará con Delia Juárez (compiladora) Así escribo (Cal y arena, 2015), en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. En ese volumen, 53 escritores cuentan la forma en que enfrentan el misterio de la creación. Los textos fueron publicados originalmente en Nexos, y en su momento fueron ilustrados por Camacho.
Por ESGRIMA ¿Te consideras marxista allenista? Digo, por Groucho y Woody. Soy marxista lennonista. ¿Por lenón? No, por John Lennon. La verdad, sí soy muy fan de Groucho Marx y Woody Allen. De Groucho Marx primero leí sus libros, Groucho y yo y Memorias de un amante sarnoso, y luego vi sus películas. Me encanta su humor: inteligente, mordaz y, sobre todo, contagioso. No tiene desperdicio. Las películas de Woody Allen las he visto todas, las vuelvo a ver y me vuelvo a reír como si fuera la primera vez. ¿En México hay alguien con un humor comparable al de ellos? Yo creo que sí: Tin Tan. Era genial en su humor, además de que actuaba muy bien y bailaba. También me gusta mucho Jorge Ibargüengoitia. ¿Ubicas bien a Palillo? Le tengo mucho respeto a lo que hizo, me han contado muchas anécdotas acerca de él, pero desafortunadamente nunca lo vi. Hubiera sido muy bueno verlo en la carpa. ¿Te gusta lo que hace Brozo? El problema con Brozo es que hay que ver televisión y yo nunca la prendo. En Facebook me encuentro muchos comentarios acerca de él. Lo vi hace años en La caravana, de Imevisión, y me parecía estupenda su irreverencia. ¿Quiénes son tus modelos a seguir en la caricatura? En primer término, el Chango García Cabral, un dibujante excepcional, de
YO HAGO MI TRABA JO PENSANDO EN EL CIUDADANO DE BANQUETA, EN ALGUIEN COMO TÚ O COMO YO. NO DIBUJO PARA QUE EL P OLÍTICO VEA MI TRABA JO Y OPINE ALGO AL RESPECTO.”
Arte digital > FERNANDO MONTOYA >La Razón
FERNANDO FIGUEROA trazo muy libre. Los moneros de ahora trabajamos en formatos muy pequeños, con muchas rayitas. Él trabajaba con grandes trazos, supongo que con una gran formación plástica. Él se inició en periódicos durante la época de Porfirio Díaz, y luego Madero o gente de Madero lo “invitó” a salir del país. Tengo entendido que hizo una caricatura que no les gustó, con Madero y su esposa como perrito faldero. Se fue a París y allá publicó en una revista junto a Toulouse Lautrec. Regresó a México y trajo lo que vio allá de art nouveau y art déco. Alguna vez vi una exposición de él en Bellas Artes y me maravilló. Según Juan José Arreola, un periodista se encontró a José Clemente Orozco y a Diego Rivera en un restaurante, y les preguntó quién de los dos era mejor dibujante, y ellos contestaron que el Chango García Cabral. Otro caricaturista que admiro mucho es Abel Quezada, un gran artista tanto por sus dibujos como por sus pinturas. Esa imagen de Gastón Billetes con un diamante en la nariz es magnífica; ahora se ve como algo normal, pero la idea fue muy buena. ¿Eres autodidacta como dibujante? Sí, desgraciadamente. Me hubiera gustado que alguien me guiara desde el principio. ¿Pasaste del “entre abogados te veas” a “entre moneros te veas”? Sí. Me desilusionó mucho el ambiente en el que se mueven los abogados. Estudiaste Leyes y fuiste líder en la Universidad. Pintabas para político y acabaste ejerciendo la crítica contra ellos. Sí. Tenemos una clase política enana que mal gobierna. Dice Rius que es frustrante que la caricatura política ya no tenga efecto porque los políticos se han vuelto muy cínicos. Yo hago mi trabajo pensando en el ciudadano de banqueta, en alguien como tú o como yo. No dibujo para que el político vea mi trabajo y opine algo al respecto. ¿Nunca les has vendido caricaturas de ellos mismos?
Jamás he vendido una caricatura, no están a la venta. Alguna vez me hablaron de la Presidencia para comprarme una caricatura con todo el gabinete de Calderón, porque a él le había gustado mucho. Yo pensé: ¿cómo pudo gustarle si Elba Esther Gordillo le está mostrando las notas que debe tocar al dirigir la orquesta? Luego me hablaron del periódico y les dije que, si querían, se las regalaran. Tiempo después, me encontré a un secretario del gabinete que iba con su esposa. Nos saludamos y él le dijo a su compañera que yo era el autor de la caricatura que estaba colgada en su oficina, dedicada por el presidente. Me dio mucha risa. ¿Piensas que el libro Haiga sido como haiga sido va a envejecer rápido? Va a quedar como la triste memoria de un sexenio terrible. Cuando pasen muchos años, alguien podrá ver lo que pasó a través de dibujos y los textos que escribieron varios de mis amigos, que enriquecieron mucho el libro con sus comentarios como especialistas: elecciones, justicia, economía, pobreza, etcétera. En la presentación de ese libro, Pablo Arredondo dijo que al inicio de tu carrera te veía más como un buen ilustrador que como caricaturista político. Sí. Él era subdirector del diario Siglo 21 y me dijo que todo mundo quería hacer cartones políticos y que yo debía irme más por la ilustración. Yo siempre quise hacer reír a la gente con los temas que deberían hacer llorar. ¿Qué impresión te causa ahora ver tus retratos en el libro Así escribo? En su momento me gustó mucho retratar a todos esos autores, quienes escribieron acerca de su maravilloso trabajo. A muchos de ellos no los conozco en persona, pero otros son mis amigos y eso me daba un doble placer. ¿Te hubiera gustado rehacer algunos retratos para el libro? No. El dibujo es un momento efímero y así se debe quedar. Conozco colegas que hacen muchos bocetos antes de hacer el dibujo; yo, no. Yo dibujo al personaje de inmediato, tal como lo estoy mirando. Te diría que son como selfies.