Cuatro Cuentos Latinoamericanos

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FR ANCISCO HINOJOSA ATROPELL ABLES

CARLOS VEL ÁZQUEZ

TEMPOR ADA DE ENGORDA

ESGRIMA

JAVIER MARÍN

El Cultural N Ú M . 2 7

S Á B A D O

1 9 . 1 2 . 1 5

[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

CUATRO CUENTOS LATINOAMERICANOS SUSANA HAUG MORALES (Cuba)

GUILLERMO NUÑO DE GUZMÁN (Perú)

ALEJANDRO PÁEZ VARELA (México)

PAULA PARISOT (Brasil) Javier Marín: Chalchihuites. Dos gotas de agua (detalle).


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El Cultural SÁBADO 19.12.2015

En plena temporada decembrina, este número de El Cultural adopta la tradición de publicar cuentos, aunque sin conservar el requisito del tema navideño. Invitamos a cuatro autores en activo —de Perú, México, Cuba y Brasil—, con libros y presencia en antologías diversas. El resultado es un mosaico a veces inquietante de los estados de ánimo y la imaginación de la narrativa latinoamericana del siglo xxi.

C UAT RO C U E N T O S L AT I NOA M E R IC A NOS CABALLOS DE MEDIANOCHE GUILLERMO NUÑO DE GUZMÁN Había vivido y trabajado solo con la Soledad, mi amiga, y en las tinieblas, en las noches y en el silencio durmiente de la tierra había contemplado un millar de veces el sonido de sus oscuros caballos arribando. Y había velado la muerte de mi hermano y de mi padre en las oscuras vigilias de la noche y, cuando, a su hora, llegó la figura de la Muerte orgullosa, yo la había reconocido y amado. Thomas Wolfe, From Death to Morning

—N

o me gusta el agua —dijo ella, y dibujó un mohín con los labios—. No me gusta nada. —¿Cómo que no te gusta? —repuso él, mientras la sostenía al borde de la tina—. A las niñas buenas les gusta el agua y se bañan todos los días. —Yo no soy una niña buena. —¿Conque no eres una niña buena? Entonces, ¿se puede saber qué clase de niña eres? Porque si no eres una niña buena tienes que ser una niña mala... —Ah, no —elevó la voz—, eso sí que no. Yo no soy una niña mala. Yo no... —Bueno —la interrumpió él—, si no eres una niña mala te vas a meter al agua ahora mismo. Y sin protestar. —Está fría. No quiero.

—Caramba, no está fría. Ven, dame la mano. Ella dudó un instante antes de tendérsela. Él tomó aquella mano pequeña y blanda que se agitaba como un pez y la sumergió en el agua. Ella dio un ligero respingo e intentó sacarla, pero él no se lo permitió. —¿Ves? No está fría. Ella se entretuvo batiendo el agua y pronto deslizó la otra mano. —Señorita —dijo él—, no hemos venido aquí para un baño de manos. Así que usted va a entrar al agua de una vez, le guste o no le guste. Ella lo miró y frunció los labios. —No me digas así. —¿Cómo? —Que no me digas señorita. No me gusta. —A usted no le gusta nada. Nunca he conocido una niña tan difícil. —Es que no me gusta que me digas señorita. No soy tan vieja. El hombre la miró divertido y empezó a reírse. Sin embargo, su risa se apagó de repente, interrumpiéndose con un bufido sordo. Inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con ambas manos. —¿Qué te pasa, papi? —Nada, nada. ¿Dónde dejé mi vaso? —Ahí está —dijo ella y apuntó bajo el lavatorio. El hombre recuperó el vaso y bebió lo que quedaba de un solo sorbo. —Bueno —anunció—, o entras por las buenas

DIRECTORIO

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o entras por las malas. ¿Qué prefieres? Ella lo observó durante varios segundos, midiendo la firmeza de su resolución. —Está bien —dijo, bajando la vista. Él aprovechó su distracción para hacerle cosquillas y, mientras ella estallaba en carcajadas, la levantó en vilo y la metió dentro de la tina. —¡Ay! ¡Está fría! —Vamos, no seas teatrera. El agua está tibia. Ahora quédate quieta que voy a llenar mi vaso. Cuando regresó ella ya se había acostumbrado a la temperatura del agua. Él cogió el jabón y le restregó el cuerpo sin prisa, haciendo abundante espuma. —Qué chiquita más cochina... Tienes barro en las orejas. ¿Dónde has estado? —En el parque, jugando a las escondidas con Tito —explicó ella. —¿Tito? ¿Quién es ese sujeto? Usted todavía está muy mocosa para andar con novios. —Tito no es mi novio. Es mi amigo. El chico del piso de abajo. —¿Muy amigo? Ella asintió. —Hum... Eso suena algo sospechoso. Cierra los ojos que voy a echarte el champú. Después de enjuagarle los cabellos, cerró el grifo y la ayudó a incorporarse. —Listo —le dijo, envolviéndola con una toalla—. Ahora sí pareces una niña decente. —Oye, no me frotes tan fuerte. Me haces daño. —No seas exagerada. A ver, alza los brazos. Date la vuelta. Hay que secar bien el potito. Otra vuelta. Ahora la

cosita, siempre tan meoncita. Cuidado que te resbalas. Terminó de secarla y le dio un beso ruidoso en el ombligo que le hizo soltar un gritito nervioso. Luego la llevó al dormitorio, donde le puso la piyama y la acostó. —A dormir se ha dicho, jovencita. Se agachó y la besó en la mejilla. —Pica tu cara —se quejó ella—. ¿Por qué no te has cortado? —Afeitado, querrás decir —le corrigió él, palpándose la barba desordenada y copiosa de varios días. —Pareces un oso feo. —¿Sí? ¿Tan feo? —dijo él con voz distraída. Luego se incorporó y dio unos pasos vacilantes por la habitación. —¿Vas a salir, papi? —¿Salir? No, no. ¿Dónde diablos he puesto mi vaso? —Lo dejaste junto a la tina. —Sí, claro. Qué memoria. No me acuerdo de nada. El hombre se dirigió al baño. —Será mejor que duermas —dijo, volviendo al cuarto. —No tengo sueño. Él agitó el vaso, haciendo tintinear los cubos de hielo. —No me gusta eso que tomas —dijo ella. —¿Cómo lo sabes? ¿Acaso lo has probado? Ella encogió la nariz. —Es amargo, horrible, peor que mi jarabe. Casi vomito. —Bien hecho. Eso te pasa por curiosear donde no debes. Ahora, señorita, voy a apagar la luz. —Ya pues, no me digas señorita. —Se acabó la charla. Es hora de dormir. —¿Te duele la cabeza, papi? El hombre había cerrado con fuerza los ojos. —No es nada —dijo, haciendo un gesto de poca importancia—. Me duele un poquito la cabeza. Ya pasará. Hasta mañana. —Papi. —¿Qué? —No te vayas. Él se acercó y se sentó en el borde de la cama. —Es tarde, jovencita —le dijo mientras le revolvía la suave madeja de su cabellera negra—. Tienes que dormir. —¿Y tú? —Yo también. Ya me voy a acostar. —Mentira. —¿Le llamas mentiroso a tu padre? —Anoche no te acostaste. —¿Anoche? —Sí. Tenía sed y me levanté para tomar agua y entonces te vi despierto en la sala. Estabas junto a la ventana, con tu vaso, mirando la oscuridad. Y esta

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mañana cuando me levanté para ir al colegio todavía seguías ahí. —Seguramente me había levantado temprano. —No, porque estabas despeinado y olías feo cuando fui a darte un beso. No te habías lavado los dientes... —Caray, por lo visto no se te pasa una. Le dio un beso en la mejilla y ella se colgó de su cuello y lo atrajo hacia sí. —¿Me das un beso como en las películas? —le susurró en el oído. El hombre lanzó una carcajada —Como en las películas, ja... ¿Y cómo es eso? Yo no sé. —No te hagas... —Si no me hago... —Ya pues. —Con una condición. —¿Cuál? —Te duermes de una vez. —Con una condición —dijo ella. —¡Qué! ¿Tú también quieres poner condiciones? Así no vale. —Intentó deshacerse de su abrazo, pero ella lo retuvo y acercó sus labios y los oprimió contra los de él. —Hiciste trampa —dijo él, retirando la boca poco después. Ella se limitó a mirarlo en silencio. —Papi —dijo al cabo de un momento. —Dime. —Papi —vaciló ella—. Papi, quiero dormir contigo. —No creo que sea una buena idea — dijo él, desprendiéndose de su abrazo. Recogió el vaso que había dejado sobre la mesa de noche y bebió un trago. — Hace mucho tiempo que no dormimos juntos. —Sí, pero esta noche quiero dormir contigo. —No, esta noche no. Ella murmuró algo ininteligible y desvió la mirada. —No seas renegona. Te vas a volver fea. Ella permaneció en silencio. —¿Al menos puedo saber por qué quieres dormir conmigo esta noche? —dijo él, buscando sus ojos. —Tu cama es grande —balbuceó ella. —Es verdad —dijo él—. Mi cama es grande, quizá demasiado grande. Pero esa razón no basta. Ella hundió la cara en la almohada y él le rozó la nuca con la yema de los dedos. —¿Y bien? Ella miró la pared y dijo: —Es que tengo miedo. —¿Miedo? —repitió él—. ¿De qué? —No sé —gimió ella—, pero tengo miedo. —Puedo dejarte la luz encendida. —No, no es eso. —Vamos, no hay por qué tener miedo.

“—SÍ. TENÍA SED Y ME LEVANTÉ PARA TOMAR AGUA Y ENTONCES TE VI DESPIERTO EN LA SALA. ESTABAS JUNTO A LA VENTANA, CON TU VASO, MIRANDO LA OSCURIDAD. Y ESTA MAÑANA CUANDO ME LEVANTÉ PARA IR AL COLEGIO TODAVÍA SEGUÍAS AHÍ.”


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“EL HOMBRE MIRÓ LA CALLE QUE SE ESTIRABA VEINTE PISOS ABAJO, IGUAL QUE UNA LENGUA HÚMEDA Y BRILLANTE. HABÍA LLOVIDO Y EL ASFALTO MOJADO REFLEJABA LAS LUCES DEL ALUMBRADO. JIRONES DE NIEBLA SE DESLIZABAN COMO FANTASMAS EXTRAVIADOS.”

GUILLERMO NIÑO DE GUZMÁN (Lima, Perú, 1955) estudió Lingüística y Literatura en la Universidad Católica. Ha publicado los libros de cuentos Caballos de medianoche, Una mujer no hace un verano y Algo que nunca serás. Es autor de una novela histórica para jóvenes, El tesoro de los sueños, y de dos conjuntos de ensayos y artículos literarios: La búsqueda del placer y Relámpagos sobre el agua.

Ella se volvió hacia él. Sus ojos brillaban como dos esferas ardientes. —No te preocupes, jovencita —dijo el hombre en voz baja—. Estás conmigo. Estamos juntos. Siempre vamos a estar juntos los dos. Sabes, eres una chiquilla muy linda y te quiero mucho. Ven, abrázame. —Yo también te quiero mucho. —¿Sólo mucho? —Mucho-mucho-mucho. —¿Cuánto es mucho-mucho -mucho? —Es un montón, algo muy grande. —¿Qué tan grande? Ella lo pensó. —Como ir de aquí hasta la luna —dijo finalmente. —Eso me gusta —dijo él—. Está bien, tú ganas. El hombre la alzó y ella apresó su torso con ambas piernas. Salieron al pasillo y entraron en la habitación de él. —¿Ahora podrás dormir? —le preguntó mientras la acomodaba entre las sábanas. —Si tú te quedas... —Hazme sitio —dijo él y se echó junto a ella. —¿Vas a ir a tu trabajo mañana? —Claro. —Hoy no fuiste. —¿Quién te ha dicho que no fui? —¿Y ayer? Ayer tampoco fuiste. Lo sé porque te olvidaste de ir por mí al colegio y la Miss Rita llamó a tu oficina y le dijeron que hacía varios días que no ibas. —Caramba, pareces una esposa gruñona. ¿Cuál es la Miss Rita? ¿Esa flaca alta con cara de hueso chupado? Ella se rió. —Sí, esa es. —Pues habrá que decirle que no meta las narices donde no le importa. ¿Dónde está mi maldito vaso? —Se quedó en mi cuarto. —Bah... —¿Te sigue doliendo la cabeza? —¿Quieres dormirte ya? —dijo el hombre, levantándose bruscamente—. Estoy comenzando a hartarme. —Papi —dijo ella con suavidad y le aferró la mano. Ella dormía con la boca levemente entreabierta. Podía sentir su cuerpo tibio, el ritmo sosegado de su respiración. Le gustaba velar su sueño, pero no quería correr el riesgo de que se despertara. Un rato después se apartó con cuidado y salió del cuarto. Se sirvió un nuevo trago, bebió un largo sorbo y se aproximó a la ventana. La ciudad se emboscaba en la vasta penumbra, debajo de un reguero de puntos luminosos. Lo peor eran las punzadas en las sienes. Todo empezaba con un rumor

lejano que iba en aumento hasta convertirse en un tumulto que estremecía las paredes de su cráneo. El dolor oscilaba como la marea que se encrespaba y rugía por la noche. Una fuerte brisa subió desde el acantilado, trayendo un olor rancio y pesado que impregnó sus fosas nasales y se estancó en el aire. El hombre miró la calle que se estiraba veinte pisos abajo, igual que una lengua húmeda y brillante. Había llovido y el asfalto mojado reflejaba las luces del alumbrado. Jirones de niebla se deslizaban como fantasmas extraviados. Fue al baño y se roció la cara con agua fría. Un individuo de tez pálida le devolvió una mueca en el espejo. Tenía la barba hirsuta y los ojos enrojecidos de insomnio. Las venas latían bajo sus sienes y un espasmo le sacudió la columna vertebral. Se apoyó en el lavatorio y trató en vano de dominar los temblores. Por último, apretó los dientes con rabia y se lanzó contra ese rostro que se contorsionaba delante de él y lo hizo pedazos. Se le acababa el tiempo. Un hilo de sangre descendía por su frente. Abrió los armarios y vació los cajones del escritorio con brusquedad, hasta que distinguió el paquete sobre una de las repisas de la biblioteca. Rasgó la envoltura, sacó los rollos de cinta de embalar [¿cinta canela?]se dirigió al vestíbulo. Durante los siguientes minutos se dedicó a cubrir las rendijas que había entre la puerta y el marco con la tira adhesiva, de modo que quedaran herméticamente cerradas. Repitió la operación en las ventanas de la sala, el comedor y las demás habitaciones. Al terminarse la cinta, usó unos trapos para sellar la puerta de servicio. Luego abrió la llave del gas. Exhausto, se tendió al lado de la niña, mientras el rumor crepitaba a la distancia. Éste avanzó despacio, sin prisas, aunque de manera inconte-nible. Fue haciéndose cada vez más fuerte y atravesó las paredes de su cráneo como si fueran de papel. Era el estrépito de millares de cascos que retumbaban contra la tierra en una carrera desenfrenada. Se volvió hacia ella, la rodeó con su brazo y esperó. Ya se encontraban muy cerca. De pronto sintió que todo se le escapaba —la niña, el cuarto, su propio cuerpo— como un puñado de arena que uno se empeña inútilmente en retener. Fue entonces cuando los vio. Allí estaban las fauces furiosas, las orejas erectas y los belfos resoplantes, arremetiendo con un brillo salvaje en el centro de los ojos, relampagueando con el esplendor helado de una manada de caballos blancos desbocados en las tinieblas de la noche.

RAMON SIN ACENTO ALEJANDRO PÁEZ VARELA

M

e llamo Ramon sin acento, y son más las cosas que me valen madre que las que me importan. Me vale madre usted, por ejemplo, porque me valgo madre yo. Y empiezo por darle mi nombre porque mi nombre no importa; ahora imagínese lo que me importará el suyo: nada. Absolutamente nada. “Habichuelas”, diría una mala traducción. Yo nunca he comido “habichuelas” en la vida y si así le llaman a los frijoles, pues está mal utilizado eso de habichuelas. Los frijoles son todo en la vida, sí señor (o señora o lo que usted sea). Pero en las novelas traducidas de otros idiomas hablan de “habichuelas” y de “arbustos rodantes”, es decir, de chamizos. “Arbustos rodantes” a los que arrastra el viento en Ciudad Juárez o en el Wild West. Me cago de la risa. Se llaman chamizos y sí, ruedan; sobre todo en el invierno ruedan, secos. Disculpe que hable de chamizos y de “habichuelas” y de malas traducciones pero me vale madre siquiera empezar este texto con coherencia porque la coherencia me vale madre que usted entienda. Me llamo Ramon, le decía. Y no me llamo Ramón, con acento, como se escribe en español. Me llamo Ramon y se pronuncia reimon o raimon. Nací en Texas, muy cerca de la frontera, pero me crié en el lado mexicano porque a mi madre se le ocurrió un día ponerse a las patadas con mi padre, que era un verdadero hijo de puta, y una noche que llegó pasado de coca después de muchas noches de andar pasado de coca la agarró de las greñas y la sacó de la que era nuestra casa. O nuestro departamento. Un pinchi departamento de dos cuartos en El Paso, sobre la calle La Luz. “La luz”, ja. Pinchi nombre para una calle. Y dele gracias a Dios que le pusieron zeta a luz, porque los pinchis gringos son ignorantes a tal extremo que si le untas vidrio molido al papel de baño y pones un letrero que diga: “El papel de baño tiene vidrio molido untado”, se van a limpiar el culo con ese papel de baño porque no leen ni aunque leer les salve el culo. Ramon, me llamo. El día que nos sacó mi papá del departamento de La Luz, le decía, se había metido tanta coca y apretaba tan fuerte los dientes


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“EL PISO DE LA CASA DONDE VIVÍAMOS EN CIUDAD JUÁREZ ERA PRIETO, PRIETO, PRIETO. PINCHI CEMENTO FRÍO. Y POR SI USTED NO LO SABE, ESE TIPO DE PINCHI CEMENTO A UN CHINGO DE GRADOS BAJO CERO, O EN PLENO VERANO CON EL INFIERNO BUFÁNDOLE AL LLANO, SIMPLEMENTE NO SE PUEDE PISAR DESCALZO.”

que claramente vi y escuché cuando le salió volando uno de enfrente. Un diente de enfrente que, creo ahora, era falso. Salió volando frente a nuestros ojos, mientras mi mamá lo jodía. Y nos dio tanta risa que hasta se nos salió la baba y él se encabronó y nos sacó a la chingada ese día o más bien esa noche, porque era de noche. Le dio a mi mamá una patada en el culo. Literal. A mí me dijo, simplemente: “Te vas con tu mamá”, y como vi que la cosa era seria, monté mi teatro con pataleos y lloriqueos y un “¡papá, papito, no nos pegues!”, pero él se dio cuenta que era puro teatro porque me volvió a ganar la risa cuando lo vi sin un diente, uno de enfrente. Mi papá molacho. ¡Molacho! Molacho, sí señor. O señora. O lo que sea. Me llamo Ramon y son más las cosas que me valen madre que aquellas que me importan, como le contaba. Me vale madre usted, para empezar. Y me vale madre porque me valgo madre yo y porque no sé siquiera si este texto se va a leer o si usted existirá. Yo existo, es curioso, mientras escribo. Pero no sé si usted va a existir. Me gusta. Me siento importante. Usted, entonces,

no existe si no me lee. ¿Me entiende señora o señorita, señor o lo que sea? ¿Cómo no me va a valer madre usted si soy yo quien la justifica (o lo justifica, o lo que sea)? Si usted no lee este texto, y me gana también ahora la risa, usted para mí no existe, ¿entiende? La única manera de que tenga sentido su vida es que me lea; y si no me lee, no tiene sentido y peor aún (o mejor aún, o lo que sea): usted no existe. “Ramon” para acá, “Ramon” para allá (y se pronuncia reimon o raimon). Así me dijeron siempre. Es más chingón llamarse Ramon que Ramón. ¿Por qué? Porque reimon o raimon atrae más viejas que Ramón. “Ramón es bien pedorro”, podría decir una frase y usted dirá: “Es cierto”, o: “Puede ser cierto”, porque Ramón es nombre que se asocia fácilmente con el rostro de un pedorro. Pero Ramon (pronunciado reimon o raimon) no es nombre de un pedorro. “Ese mi Ramon (pronunciado reimon o raimon), ¿cómo le va a su honorable familia?”, podría escuchar en alguna parte y usted diría: “Ese Ramon tiene una familia honorable”. “Ramon” para acá, “Ramon” para allá; así me llamaron toda la vida. Sobre todo mi ma-

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dre, que decía cuando estábamos en México: “Nomás que crezca mi Ramon (se pronuncia reimon o raimon) se va a cumplir su servicio militar y a hacerse héroe de aquí, de la base de Fort Bliss”. Y “nomás que crezca mijo, a cobrar estampillas y a empezar a salir adelante porque esto no está tan fácil, pisando todo el tiempo el suelo prieto del cemento”. El suelo prieto del cemento. Prieto. Así lo decía mi mamá, y no crea usted señora (o señor o lo que sea) que no quería a los prietos o a los mexicanos, porque ella era mexicana y prieta, ¿y eso qué? Era porque, de verdad, el piso de la casa donde vivíamos en Ciudad Juárez era prieto, prieto, prieto. Pinchi cemento frío. Y por si usted no lo sabe, ese tipo de pinchi cemento a un chingo de grados bajo cero, o en pleno verano con el infierno bufándole al llano, simplemente no se puede pisar descalzo. Es más, no se puede pisar en calcetines. Y no me llame exagerado, pero no se puede pisar en chanclas de esas de pata de gallo porque si un dedo cuelga sobre esa banqueta caliente-caliente o fría-fría, ese dedo se le quema. Caliente y frío queman, ¿sabía? Eso por lo menos pasa en Juárez. El frío es cabrón, señor, señora, lo que sea. Una vez, recuerdo muy bien porque fue el invierno en el que se tronaron las tuberías del agua, puse la lengua en un tubo de aluminio. ¿Sabe lo que pasa? Pues la legua se pega. Eso me pasó. Como en Juárez hay un chingo de terrenos baldíos (vacíos, sólo con chamizos y quelites), en algunos años la gente los invadía y ponía allí sus casas, con paletas de madera de las maquiladoras y con láminas de donde fuera. Pero esos terrenos son de la gente más rica de la ciudad, ¿sabía? Pobres pinchis familias, porque las sacaban a putazos; la propia policía sacaba a las familias a putazos, acusadas de apropiarse de lo ajeno. Eso pasaba seguido. Por eso los ricos empezaron a rodear sus terrenos baldíos, que están en todas partes, con estructuras de aluminio y malla ciclónica. En uno de esos tubos de aluminio de los que sostienen la malla ciclónica puse la lengua en pleno invierno, y se me pegó. ¿Por qué pegué la lengua? La pregunta ofende: ¿Pues qué no sabe cómo son los niños? Me llamo Ramon y son más las cosas que me valen madre que las que me importan. Me vale madre usted, por ejemplo, porque me valgo madre yo. Antes de que me leyera, usted era nada. Y ahora existe. ¿Me entiende? Y como usted existe porque yo lo digo, en este momento deja usted de existir.

ALEJANDRO PÁEZ VARELA (Ciudad Juárez, México, 1968) es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov, El reino de las moscas y Música para perros, y del libro de crónicas No incluye baterías (Cal y arena, 2010.)


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ECLIPSES SUSANA HAUG MORALES

o de la resistencia del aire porque no piensa en eso. Y sin embargo se enfrenta al aire y muere igual que tu canario cuando el gato lo sorprendió dormido junto a los barrotes de la jaula.

I

III

Mi madre está llorando. Llora sobre la meseta de la cocina con los ojos abiertos y enrojecidos. Tiene la nariz mocosa, la boca apretada y muda. Me mira tan fijamente que sus ojos me arden en la cara y bajo la vista. Le observo los pies sin ganas de levantar la cabeza porque quiero sentirme ligera y sé que mirarla ahora es como cargar el árbol más viejo del mundo sobre los párpados y sentir que se resbala por dentro de las pupilas y me araña la nariz hasta que lloro y me araña la barriga hasta dejarme tan pesada e indiferente como él. Mi madre ha vuelto a llorar. Antes nunca lo hizo. Cuando la sorprendí por primera vez, escondida en el baño para que nadie la viera, me quedé electrizada y corrí a abrazarla. Su dolor me habló despacio y lleno de calidez desde el abrazo. Le prometí entonces que iba a comer, todos los platos de comida que ella me sirviera, y que ya no me pasaría todo el tiempo en la cama, frente al televisor y que al menos estudiaría un poco más. Por ella. Yo no tenía deseos de hacer nada de eso. Pero lo prometí como si en verdad lo creyera, mientras nos abrazábamos, y ese instante no fue mentira. Lo otro sí.

¿Qué voy a hacer con mi madre y su llanto? Lo siento, mamá, no puedo comer. De tanto desear que se fuera el hambre y mi cuerpo se redujera ya no sentiré hambre jamás. Ahora soy menuda y frágil, ahora me puede cargar mi padre a la espalda sin lastimarse porque apenas peso. No existe una sensación igual a la de ser cargado, levantado del suelo y raptado de la voluntad y el peso. Cuando alguien me carga siento que ya no me obligan a pensar y actuar sino a esperar. Lástima que no haya un novio para mí. Prefiero esperar desde la cama, con la puerta del cuarto cerrada para que nadie entre a molestarme mientras sueño que vivo en una región donde no hace falta comida y la gente es hermosa y gentil y puedo dormir cuanto se me ocurra, no sé, por ejemplo: cuatro mil quinientos días seguidos de sueño, y luego seguramente me sentaré a no hacer nada o veré un poco de televisión. Seguro allá hay televisión, por supuesto. Los actores de las películas ejecutan las cosas difíciles y me ahorran el dolor: se enamoran y son rechazados por feos o gordos, mueren y el resto del reparto los olvida en quince minutos, luchan, piensan, se gradúan, son pobres, ricos, frustrados o inteligentes en un promedio de 120 minutos. Viven mi vida por mí. Durante 120 minutos los dejo encargarse de mi futuro mientras Julia es un fantasma que los mira envuelta en sus sábanas a rayas con el control en la mano. Lo sé. Pero no tengo fuerzas para cambiar nada. Ya llegan los créditos. Leo todos los nombres y los memorizo. Nombres de actrices esbeltísimas y mágicas con los cuales sueño que alguien me llama. Julia, Julia. Mi madre entra y me sacude a gritos. Grita tanto que a la hora de la comida todos los vecinos saben que Julia no come la carne ni los frijoles porque engordan y saben también que su madre es una histérica alarmista que vocifera y le dice te vas a morir, estúpida, traga, traga, mira lo flaca que estás ya, hazlo por mí, come, me vas a matar. Tampoco podría tener hambre así, con la responsabilidad de saber que si no como mataré a una persona

II ¿No recuerdas tu vida antes? ¿Antes de qué? Antes de quedarte sin ilusiones. No sé, esas tardes en que te gustaba salir de la casa con tus amigas o contemplarte durante horas al espejo, de frente, de espaldas, de perfil, cuando te probabas la ropa de tu madre o de tu hermana mayor e interpretabas el papel de una mujer que fuma con misterio, llevándote el lápiz de la escuela a los labios. Recuerdo que iban siempre al parque tus amigas y tú, se apretaban todas en un banco, a veces tú cargabas a la más flaca y eran felices así apretadas y sonrientes. Al menos eso me contabas en la noche. Me decías: Julia, eres feliz, sí, Julia, soy feliz. Es agradable tener tiempo para perderlo así, sin pensar en cosas más importantes según tu madre, como los proyectos de la vida y el futuro. Qué palabra tan desmesurada para Julia. Para cualquiera también, pero a ti te da un miedo especial. Por eso te encantan las conversaciones ligeras y olvidables: las fiestas, el cine, pasear, los novios viejos y nuevos. Una puede estar hablando de novios y fiestas y libros y películas un día entero, después de la escuela, los exámenes, los profesores, las madres y los padres, los abuelos, tíos, abuelas, y es como el alivio de hacer pipí. Hay unos cuantos temas prohibidos que jamás se pueden mencionar delante de ti: la gordura, el peso, la ignorancia, la muerte. Ese es tu problema, Julia: siempre has querido saberlo todo y a la vez no hacer nada con eso, o mejor, no enfrentarlo. Es cierto que un pájaro no se enfrenta a la idea del futuro ni a la idea de la muerte

llamada mi madre y al mismo tiempo sé que la primera cucharada de comida me va a envenenar. Está bien, para que haya tranquilidad en la casa y se pueda comer en paz un día le otorgo a mi padre dos cucharadas de comida: arroz y calabaza. Por culpa tuya, quisiera gritarle aunque trago mi comida, voy a engordar diez libras. Los complaceré a todos, para que sean felices a costa mía. Mírenme comer, yo, la gorda de la escuela; la que carga a sus amigas en el banco del parque o si no no cabemos las cuatro; la que sólo en las películas caminará de la mano con un novio que tal vez la cargue y será una profesional feliz.

IV Lista de cosas que le gustaron a Julia: Los días lluviosos y oscuros. El olor a lluvia, pero no a llovizna. La masa blanca del pan hecho con mantequilla. La leche caliente con chocolate. Los espejos de más de un metro y medio. La cáscara del limón. El helado de chocolate que apenas se ha congelado en la nevera. Los casquitos de guayaba con una rama de canela y queso blanco. El olor a detergente y perfume de las sábanas recién lavadas. La ropa acabada de planchar, tiesa y caliente. Comprar libros que había buscado mucho tiempo en librerías de viejos. El olor de los libros viejos, arrugados y con manchas. Leer de un tirón las novelas de aventuras, sin interrupciones para ir al baño o salir del cuarto por x motivos. El silencio de los balcones a partir del tercer piso. Los perros cojos. Los gatos tristes y dispuestos a entregar su cariño por un poco de leche. Que su madre durmiera con ella después de una película de terror y se tocaran los pies. Los vampiros. Regar una planta y suponer que respira. Comerse las uñas. Apretarse los granos. Peinarse con el pelo estirado y recogido en un moño. Las películas de época. El sol de las nueve de la mañana, no el de las nueve y media. La luz amarilla de las farolas. Saberse los nombres y leyendas de las constelaciones. Tocar madera para no morirse jamás. Tener un establo con caballos. Bañarse en un lago sin peces. Medir como una modelo de pasarela. Ser la heroína de un manga japonés. El olor de la madera fresca en los muebles nuevos. Correr sin mirar atrás con los brazos abiertos y el pelo suelto.


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V Lista de cosas que le gustan ahora a Julia: Mirar un promedio de cinco películas. Estar encerrada en el cuarto. La noche. Tener las ventanas cerradas. Quedarse en ropón de dormir el día entero. Dormir. Las naranjas al desayuno. Contar siempre las cucharadas de comida en el plato. Los platos pequeños. El tomate. El olor a limpio de las fundas. Tamborilear las uñas en la madera de cedro. Usar la talla seis de pitusa. El pelo corto. Las gafas oscuras. La música celta. Las películas fantásticas. Mirarse al espejo más de una hora. Que los huesos asomen bajo su piel. Tomar té como una inglesa. Los sombreros playeros. Dormir. No pensar. Engurruñar los dedos de los pies. La caligrafía china. Las medias pantis. Dormir con tapones en los oídos. Vomitar cuando come mucho. Oler los dulces pero resistirse a comerlos. Masticar chicle. Escaparse de la escuela y estudiar sola. Los animales en sentido general. Los trajes del siglo xvii. Leer la información nutricional en las etiquetas de todos los productos de comida. Lavarse las manos cada vez que toca algo para no enfermarse y morir. Volver a los diez años y no tener responsabilidades.

VI Hoy hace un año que no pruebas azúcar. Ni siquiera te atreves a acercarte a la cocina por miedo a las voces de los dulces, a los ecos suaves de la natilla con merengue y caramelo que preparó ayer tu madre. Los olores susurran, sacuden, castigan. Hay tanta tristeza reprimida en ese refrigerador, tantas noches de insomnio por culpa del pan, la leche con chocolate, los plátanos, el queso, los pasteles que habitan en la cocina y gritan para que nunca, nunca más puedas dormir. Repites en silencio que el azúcar es una droga, que necesitabas desintoxicarte como el resto de los adictos. Y tú quieres ser muy ligera, para que un día algún novio te alce con la punta de sus dedos y entonces flotes y emprendas el vuelo sobre las cabezas de tus amigas flacas y sobre las cabezas de todas las delgadas mujeres del universo que una vez te excluyeron de su reino. ¿Y por qué no te desintoxicas también de la cama y los videos y de

esa pantalla de televisor? Dices que no porque resulta más fácil declararte cobarde y punto. Como cuando abandonaste la escuela y las amigas y las tardes en el parque cuando reías alto, sin miedo a que la gente te viera, tú la gordita del medio que carga a su compañera mientras se abrazan para una foto que juran conservar hasta que las cuatro cumplan ochenta años. Hasta que las entierren juntas a las cuatro. Iban a ponerse de acuerdo para morir a la vez, el mismo día en el mismo minuto, y así no se extrañarían unas a otras y tú lucirías menos cobarde. El dolor de morirse parece más breve si se divide en cuatro, pensaste aquel día pero en secreto no juraste mientras las demás juraban. Si supieran que has dejado de recordarlas: sus caras, lo que dijeron, los proyectos que discutían como si fueran a cumplirlos. Sí, de nuevo la palabra terrible: futuro. ¿Cómo se deshipnotiza uno, Julia? Óyeme. Por favor, no te tapes los oídos. Ayúdame a deshipnotizarte. Si hubiera una cura milagrosa para la abulia hace tiempo que tu madre y tu padre te habrían rescatado. Yo creo que la enfermedad está ya tan avanzada que te hemos perdido y se lo digo a tu madre casi en un susurro, al oído, Julia se ha perdido, se fue, ya no está ahí, pero ella se resiste a creerlo conmigo y se tapa los oídos igual que tú y empieza a llorar delante de todos. Tu madre olvidó esconder el llanto y llora delante de ti como si las lágrimas sirvieran para darte hambre. Cuéntale la verdad y así no tendrá que llorar: soy indiferente. Julia ha sido inmunizada por la abulia contra las emociones familiares. Mejor aún: Julia no siente nada. Respira, va al baño, se levanta a comer, se acuesta a ver películas, se levanta a mirarse en el espejo, abre revistas y se compara con figuras de papel. Llámame, Julia, patalea, resiste, combate, no te abandones al vacío como las flores rotas.

VII Lo que más me molesta es que siempre estará el dolor y lo único que sé hacer es tener miedo y quedarme paralizada. No me interesa que mi madre me sacuda y me insulte. Cobarde no es ninguna mala palabra. De todas formas ella irrumpe en mi espacio cada vez que le da la gana. Entra dando un portazo, sale con otro portazo. La historia de mi casa

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“QUIERES SER MUY LIGERA, PARA QUE UN DÍA ALGÚN NOVIO TE ALCE CON LA PUNTA DE SUS DEDOS Y ENTONCES FLOTES Y EMPRENDAS EL VUELO SOBRE LAS CABEZAS DE TUS AMIGAS FLACAS Y SOBRE LAS CABEZAS DE TODAS LAS DELGADAS MUJERES DEL UNIVERSO QUE UNA VEZ TE EXCLUYERON DE SU REINO.” este último año se resume en portazos y portazos. Los portazos crecen de mi cuarto a su cuarto y a veces imagino un inmenso portazo líquido que nos une a las dos. Los portazos de mi padre, al contrario, son apagados y corteses. Mi madre empieza a servir la comida y se demora en llegar a mi plato. Cada noche se demora más, y detiene la espumadera en el aire como un apagón que se lleva la película en el mejor instante. Sé que me está mirando y luego mirará a mi padre y repetirá en voz alta: un día le vas a dar un infarto y se morirá por tu culpa, y sigue parada junto a mi silla, esperando que yo trague la primera cucharada de comida. Ahora mismo quiero estar en otra parte donde todo sea silencio y también, no sé cómo, te inunde por dentro. Por eso me encanta acostarme en el mar y dejo que el agua me llene los oídos hasta que los tupe y no escucho nada, sólo un silencio muy dulce y sonoro que me acoge y me levanta desde la barriga: así debe sentirse el infinito, como flotar a la deriva con los brazos abiertos encima y debajo de un espacio azul absolutamente inofensivo que se funde con mi cuerpo.

VIII Julia, Julia. Regresan los portazos, la mueca, el ruido de los platos y cubiertos al caer en el fregadero, las caras, las miradas que pactan, el crujir de las sillas, el timbre del teléfono. Terminó la comida. Suena el teléfono diez, quince veces. Odio el timbre chillón de mi teléfono porque me recuerda a un bebé hambriento. La gente que no puede estar sola compra muchos teléfonos y extensiones telefónicas para rodearse de ruidos. Suponen que no estarán solos así y habrá otra gente que los llame y se acuerde de ellos. Yo prefiero que nadie me llame, olvídense de mí. Cierro la puerta del cuarto y me quedo a oscuras hasta que poco a poco me acostumbro y reconozco las formas del sofá, el video, la cama, la mesita de noche, las pilas de libros, la mochila de la escuela, el armario. A la oscuridad le nacen colores y veo una oscuridad gris clara, una oscuridad gris opaca, aquella gris medio blanca. Hay un silencio protector que me separa de afuera. El silencio protege contra la voz de mi familia y contra la luz de la sala y el comedor que es blanca y desagradable porque al mirarme al espejo bajo su blancura siempre me siento más gorda y más fea y uno tampoco puede esconderse de una luz tan blanca e implacable. Mi madre es la luz blanca de mi vida y me arrastra fuera de la madriguera. Yo soy un topo encandilado. Lo importante es que ya tengo sueño, por


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fin, entre el arrullo del ventilador y las vocecitas a medio volumen que desde la pantalla me ayudan a no pensar. Mañana trataré de preocuparme menos, aunque quieran hablarme durante horas sobre todos mis conflictos existenciales, aunque me pidan que cambie y reflexione. No puedo, no puedo, no puedo. Qué terrible sentirse acorralado. Los gatos arañan en defensa propia si alguien los presiona. Le miento a mi madre para que no me dé charlas a diario: sí, voy a cambiar, sí, reflexionaré. Palabras, palabras. Qué fácil me resulta mentir. Sin alterarme ni pestañear le contesto a mi madre todo lo que quiere oírme decir y la complazco. Apago el televisor un rato, finjo que estudio, finjo que salgo del cuarto y me siento en la sala y sostengo una conversación familiar y les cuento de mi vida y de mi carrera futura. También invento en mi cabeza los nombres de mis futuros novios. Novios x. Sueno convincente y creo que les he dado esperanzas. Prometí engordar diez libras en dos meses. Ir todos los días a la escuela. Volver a salir con mis amigas, le recité de carretilla. Lo creyeron. A mi padre le gusta emplear la frase integrarse a la sociedad. Y por supuesto el futuro. Mi padre estudió una carrera técnica y le falla la sicología. Todavía piensa que a Julia le sobran ilusiones. Nadie se pasa la vida en una cama. La gente trabaja, estudia, se enamora, crece, madura, se supera. No puedes vivir toda tu vida acostada frente a un televisor. Tienes la responsabilidad de hacer algo con tu vida además de ver películas. Palabras, palabras que no escucho. Pongo la mente en blanco y olvido la palabra responsabilidad. Necesito ir al baño a hacer pipí, les digo interrumpiéndolos, aunque es verdad porque las charlas de mis padres me dan ganas de hacer pipí. Ahora regreso a dormir en mi cama con almohadones y almohaditas recién

“EL HAMBRE SE HINCHA DENTRO DE MÍ Y SE HA ZAFADO COMO UNA FIERA TERRIBLE, COMO UN HOMBRELOBO ANTE LA LUNA ECLIPSADA. DESDE EL TERCER PISO DE NUESTRO BALCÓN LA LUNA PARECE MÁS CLARA QUE A NIVEL DE LA CALLE.”

planchadas y olorosas a detergente de limón. El timbre del teléfono suena, suena, lo dejo sonar y quisiera ahogarlo entre las almohadas. Gritan mi nombre. Me pongo los tapones en los oídos.

IX Esta noche anunciaron eclipse lunar. Será mi primer eclipse. Hubo uno hace tres años pero me quedé dormida y perdí la oportunidad. Hoy quiero esperar este. Una sombra toca el borde de la luna y se desliza sobre ella como si le hiciera el amor muy despacio. Es extraño pero el eclipse me ha dado hambre. La luna se torna rosada y ligera y en cambio tú, Julia, sólo piensas en comer como un animal. Qué poca sensibilidad. Pensar en comida a estas horas. Comer después de las ocho engorda más. Trata de contenerte. Canta. Baila. Piensa en la ligereza, en los novios que vendrán o tal vez ya te sueñan. En la meseta de la cocina descansa una panetela cubierta con natilla de chocolate. Panetela+natilla+chocolate. Tres cosas prohibidas. Me acuerdo del sabor del chocolate: el bombón relleno, la barra de chocolate con leche, el peter de chocolate negro, el turrón de chocolate, el eclair de chocolate, el helado de chocolate. También hay helado en la nevera. A mi madre le dura una semana el pote de helado. Come de poquito en poquito. El hambre se hincha dentro de mí y se ha zafado como una fiera terrible, como un hombrelobo ante la luna eclipsada. Desde el tercer piso de nuestro balcón la luna parece más clara que a nivel de la calle. Como si fuera más luna por estarla viendo desde lo alto. Tal vez por eso mi hambre haya crecido tanto. Hambre de tercer piso. Sacudo la cabeza y pienso en las tablas de multiplicar pero la imagen del pastel con chocolate me invade las manos, el pecho, los pies. Quiero probar la panetela. Una esquinita. Bueno, al menos olerla. Julia, no la huelas. No. No te acerques al dulce. Recuerda el azúcar. Ser ligera también es una ilusión. No estás vacía, Julia. Cállate, cállate. Lista de cosas que a Julia le gustan: los animales, la oscuridad, el cuarto, el frío, el chocolate, la música celta, las gafas, las revistas de modas y celebridades, el chocolate, tocar la seda y el algodón corrugado, explotar las bolitas de aire que forran los equipos electrodomésticos, el chocolate,

el olor a lluvia fuerte, respirar sobre una planta recién regada, el chocolate, el silencio, estar sola, el olor de los libros viejos, el chocolate, ver películas, el chocolate. Ya sólo le falta un trozo a la luna antes de desaparecer. El cielo se cubrió de rosado y púrpura alrededor del lugar donde la luna espera su transformación en mariposa. Porque el eclipse no es más que la luna saliendo de su crisálida blanca para mostrar su belleza secreta a los que duermen. Unos minutos solamente. Julia, deberías despertarlos y enseñarles cómo la luna se volvió mariposa y desapareció ante los que nunca vieron su metamorfosis. Pero Julia, ¿dónde está tu ligereza? Mírate, mírate al espejo, embarrada de chocolate y migajas de panetela. Tenías que comértela entera. No podías controlarte un segundo. No, mejor no te veas en el espejo, Julia. Te vas a arrepentir. Soy yo la que estoy llorando parada frente al espejo de la sala, un espejo de metro y medio con un marco de bronce sobredorado que le da mucha severidad. El espejo me enjuicia y dice Julia es culpable de comerse un pastel entero. Y con natilla. Y encima chocolate. ¿Tú sabes cuántas calorías hay en ese dulce, Julia? ¿Qué vas a hacer al respecto? Nada, como siempre. Acostarte. Dormir. Levantarte. Tomar agua, comer muy poco hasta recobrar la ligereza. Eras tan delgada y bonita, Julia. Una modelo de pasarelas, una samurai trigueña de un manga japonés. Salgo al balcón y busco la luna que ya no quiere verme y me castiga abandonándome con todo ese cake en la barriga. No puedo escupirlo. No puedo vomitarlo ni sacarlo de mí. Piensa, Julia. Piensa qué haría una actriz de las películas. Despierta. No vives en una película. Mañana también hay escuela. Y pasado. Aunque sea debes aprobar el curso. Pero no me importa. A ti no te engaño diciendo que me interesa algo. Tú sabes que todo me es indiferente. Escúchame Julia, no te cierres, no te eclipses. Sólo tienes dieciséis años y tu madre puede exigirte que estudies o te quitará el televisor del cuarto. ¿Y cómo viviré sin la televisión? ¿Qué voy a hacer con todo ese tiempo? Qué pereza me da pensar ahora. Dime, Julia, y respóndeme con sinceridad por última vez: ¿qué hace una actriz de cine si se come ella sola y de un tirón una panetela con natilla y chocolate? No sé, no sé. Correr. Dormir. Saltar.

SUSANA HAUG MORALES (La Habana, Cuba, 1983) es narradora y poeta. Ha publicado dos libros de narrativa para niños y los volúmenes de cuento Claroscuro (2000), Estadios del ser (2002) y Romper el silencio (2006).


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LÓGICA PAULA PARISOT

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obson Ruiz era profesor de lógica. Empezaba su clase recitando un texto de memoria. —La lógica, logos, es el estudio filosófico del raciocinio válido. Utilizada en actividades más intelectuales, la lógica se estudia principalmente en las disciplinas de filosofía, matemática, semántica y ciencias de la computación. Estudia de forma genérica las formas que puede tomar la argumentación, cuáles de esas formas son válidas y cuáles son engañosas. En filosofía, el estudio de la lógica se aplica en la mayoría de sus principales ramos: metafísica, ontología, epistemología y ética. A los alumnos no les interesaba lo que Robinson decía, pero había uno que ponía atención y preguntó: —Profesor, ¿qué es ontología? —¿Cuál es su nombre, joven? —Gabriel. —Gabriel, la ontología es la parte de la filosofía que estudia la naturaleza de los seres, el ser en cuanto ser. ¿Entiende? Gabriel no entendió nada, pero respondió: —Sí, profesor, entiendo. El profesor Robson tampoco entendía eso de “ser en cuanto ser”. (¿Alguien lo entiende?) El profesor Robson siguió recitando las cosas que memorizaba en los libros y en los sitios relacionados con la educación escolar. En realidad, el profesor Robson no entendía nada de lógica, y llegó a ser profesor de esa materia porque no había nadie más interesado en darla en el colegio donde daba clases. A la escuela sólo le interesaban las ganancias de las colegiaturas de los alumnos. No había lógica alguna en que las autoridades educativas aprobaran la existencia de esa escuela. —La lógica fue estudiada en varias civilizaciones de la antigüedad. En India, fue un recurso silogístico. En China, el mohísmo y la Escuela de los Nombres. En la Grecia antigua Aristóteles estableció la lógica como disciplina en su obra Organon. Él dividió la lógica en formal y material. A la lógica se le divide frecuentemente en tres partes: el raciocinio inductivo, el raciocinio lógico y el raciocino deductivo, que estudiaremos la próxima semana. Como el profesor Robson apenas había memorizado el texto hasta este punto, no podría seguir explicando en qué consistían los raciocinios inductivo y deductivo, así que terminó la clase más temprano, para satisfacción de los alumnos, que salieron corriendo del salón. Nuestros exámenes, que eran principalmente de opción múltiple, siempre resultaban aprobados. El profesor Robson estaba casado. Su mujer se llamaba Vivi. Más bien era su apodo. Su nombre era Vicentina y ella odiaba su nombre y le gustaba que la llamaran Vivi. Vivi era una mujer joven, de cabellos rubios, tez clara y pesaba unos cien kilos. Un contraste interesante con el profesor Robson, que era de una delgadez esquelética.

Cuando estaban en la cama era muy común que Vivi se quejara: “Ay Roro —así le llamaba ella, porque el nombre Robson le parecía muy feo— ay Roro tu hueso se me está encajando”. Como había una gran atracción entre ellos, hacían el amor todos los días y el cuerpo de Vivi estaba cubierto de marcas causadas por los huesos del profesor Robson. ¿Y la lógica qué tiene que ver con esto? Nada. Ni con esto ni con aquello, ni con mi vida, yo también soy profesor de lógica, pero domino la materia y doy clases en una universidad. No me llamo Robson, me llamo João. Mi mujer es delgada y no se llama Vivi. Se llama Mariana y no siento ninguna atracción física por ella, por eso tengo una amante, Nívia. Ayer, Nívia, después de que hicimos el amor en su casa se levantó de la cama y al volver a ponerse la cinta que acostumbra usar en la cabeza, me preguntó: —¿Ves la cinta que tengo en la cabeza? —Sí. —¿Ves que es una tela de seda estampada que doblo y amarro haciendo un lazo alrededor de mi cabeza?

—Sí, querida, la veo. —¿Sabes que estas cintas son mi marca registrada, que sólo yo uso estas cintas en la cabeza, hechas con telas de seda? ¿Has visto a alguien usando una de estas cintas en la cabeza? —No. —¿Entonces cómo me explicas lo que pasó? La semana pasada vi la foto de tu esposa en la sección de sociales con una cinta igual a la mía. Me hizo gracia, después de que anduvo diciendo por ahí que soy una vulgar y de que hablara de mis mascadas coloridas y mis cintas en la cabeza con una sonrisa sarcástica. ¿Viste la foto? —No leo la sección de sociales. —Y hoy Laura, productora de modas, amiga mía y por lo visto de tu mujer también, vino a decirme que va a copiar la cinta de la cabeza que usa tu mujer para una columna de modas. ¿Entiendes? ¿No podía decir por lo menos que me estaba copiando? —Ay, mi amor, qué tontería... no te preocupes por eso. —Laura me está perjudicando. Laura es tu mujer, principalmente tu mujer. Sólo de pensar en eso siento unas ganas locas de acabar con su vida, de matarla, estrangularla con la cinta de seda que ella tuvo la audacia de usar en la cabeza copiándome. ¿Quieres saber algo? Quiero que mandes a la mierda a tu mujer y te cases conmigo. —Nívia, eso no tiene lógica. ¿Por qué ahora? Tú nunca quisiste casarte conmigo. —Pues ahora quiero casarme. —¿Quieres que mande a la mierda a mi mujer por una cinta en la cabeza? —Sí, eso quiero. Ahora que alguien me explique cuál es la lógica de esto. Ninguna. La lógica no tiene nada que ver con esto y esto no tiene que ver con nada. Pero así es la vida.

PAULA PARISOT (Río de Janeiro, Brasil) escribió el libro de relatos La dama de la soledad (Cal y arena, 2008), finalista del premio Jabuti. Es autora de la novela Gonzos e parafusos (2010) y de la novela Partir, (Cal y arena, 2012). Compiló la antología La Invención de la realidad. Antología de cuentos brasileños (Cal y arena, 2013).

“NO ME LLAMO ROBSON, ME LLAMO JOÃO. MI MUJER ES DELGADA Y NO SE LLAMA VIVI. SE LLAMA MARIANA Y NO SIENTO NINGUNA ATRACCIÓN FÍSICA POR ELLA, POR ESO TENGO UNA AMANTE, NÍVIA.”


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FRANCISCO HINOJOSA

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LA N OTA NEGRA

EL P E ATÓ N Y EL CI CL I S TA , AT RO P EL L A B L E S

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on 124 las páginas que contiene el nuevo Reglamento de Tránsito del Distrito Federal, o 50 si prescindimos de los anexos. En general las constituciones y las leyes (y todo lo que de ellas emane), en papel, son inobjetables: son producto del sentido común, la sana convivencia, la urbanidad y eso que llamamos derechos humanos. Tienen en su contra que quienes deben o deberían respetarlas se las pasan con frecuencia por donde mejor les conviene. Si no hay castigo de facto, no importa la obligación de jure porque en nuestro país muchas veces suele ser de moche (claro, si es que de casualidad hay un elemento colegiado de tránsito que esté al pendiente de las infracciones que se cometen a diario en todas las calles de la ciudad). Quizás pueda ser un tanto perfectible, pero este reglamento que acaba de entrar en vigor el pasado 15 de diciembre es cosmopolita, brillante, de primer mundo y congruente con una urbe como la nuestra. Me faltó decir también que desde antes de ser publicado por la Gaceta Oficial se antoja materia muerta, palabras que nadie lee y, si así fuera, destinadas a no ser respetadas. Digo lo anterior porque antes existía un reglamento de tránsito metropolitano con artículos, fracciones y multas similares al hoy vigente, que por cierto ignoraban por igual peatones, policías de tránsito, ciclistas, motociclistas, automovilistas y otros -istas. ¿Por qué ahora sí se va a respetar? ¿Porque cambió la conducta del mexicano al saber que las penas impuestas por transgredir la ley son más costosas?

REGRESARON A LAS CALLES DEL D. F. MILES DE VEHÍCULOS QUE ANTES SE GUARDABAN EN CASA. ESTE DESATINO HA ELEVADO LOS NIVELES DE ESTRÉS Y NEUROSIS DE LOS CONDUCTORES.

El sino del escorpión

Se jerarquiza el uso del espacio vial: a la cabeza están los peatones (antes conocidos como atropellables), “en especial personas con discapacidad y movilidad limitada”, seguidos de los ciclistas. ¿Habrá reglamentos de tránsito en otras partes del mundo que no lo hagan? Gracias al nuevo programa de “Hoy no circula”, regresaron a las calles del D. F. miles de vehículos que antes se guardaban determinados días en casa. Este desatino ha hecho más complicado el tráfico de la ciudad, ha elevado los niveles de estrés y neurosis de los conductores y ha incrementado el número de accidentes y violaciones al reglamento. El gobierno capitalino dice que no se trata de una medida recaudatoria sino de protección de las vidas, especialmente las de peatones y ciclistas. ¿Por qué negar que el pago de multas traería una buena cantidad de billetes a sus arcas? Si se aplicara con rigor, seguramente alcanzaría en poco tiempo para construir un tercer piso del periférico u otra línea del metro. Parecería que el mensaje es “ahora sí vamos a aplicar la ley”: quien cometa infracciones deberá pagarlas con dinero, con la remisión de su auto a los depósitos y con el castigo de puntos a la licencia de conducir, que en el caso de varias reincidencias lo dejarán sin posibilidad de estar al frente de un volante por tres años. Sin embargo, el reglamento se topa contra dos realidades irrefutables: la falta de cultura urbana y la corrupción. Tantos años de tolerancia y desorden no pueden borrarse con la promulgación de un nuevo reglamento sin tomar medidas comple-

Foto > Cuartoscuro

@panchohinojosah

mentarias, como la educación vial, el castigo ejemplar a quien corrompa o se deje corromper, el estímulo a quien comparta su coche o bien la prohibición de circular a ciertas horas en vías primarias a vehículos con menos de dos pasajeros, el incremento y la profesionalización de la policía de tránsito, la aplicación rigurosa del alcoholímetro (sabemos que quienes tramitan un amparo y salen de El Torito pocas veces regresan a cumplir su reclusión inconmutable de 20 a 36 horas). Un añadido a una utópica nueva cultura cívica: cuando mi hija tomó su curso de manejo, en la clase teórica explicaron que si alguien atropellaba a una persona lo aconsejable era rematarla, ya que sale más caro un vivo con problemas médicos postraumáticos que un muerto. Sabemos que esto se aplica en la realidad y que tales instructores, cómplices de muchas muertes, siguen sin más educando a nuevas generaciones de conductores homicidas.

Por ALEJANDRO DE LA GARZA

Novo: fino y vulgar sonetista EL ESCORPIÓN inverna resguardado en su resquicio en la pared al amparo de unas borrosas copias fotostáticas del libro Catorce sonetos de Navidad y Año Nuevo 19551968, de Salvador Novo (1904-1974). Una edición de la casa Verlag pagada por el propio autor en 1968 y cuyo cotizado original debe figurar en alguna colección privada. Es sabido el temple fino y vulgar del Novo sonetista, su tránsito constante del poema melancólico y de amor no correspondido a la rima injuriosa, alburera y homosexual. De igual forma y con técnica impecable urdió los ofensivos y violentos sonetos dedicados a Diego Rivera que los dulces versos a su entrañable compañero de viaje Xavier Villaurrutia. Pero hay algo más en estos expresivos sonetos navideños del poeta de Contemporáneos, acaso la amargura y la decepción incurables de un Novo avejentado,

gordo y calvo, un tanto asqueado de su propia inclinación a la fatuidad y el dinero, así como el lamento de fondo del cronista de una ciudad ya ajena, populosa y extraña. Los primeros sonetos de 1955 tienen este tono: Gracias Señor, porque me diste un año / en que abrí a la luz mis ojos ciegos; / gracias, porque la fragua de tus fuegos / templó en acero el corazón de estaño. O éste: Un año más sus pasos apresura; / un año más nos une y nos separa; / un año más su término declara / y un año más sus límites augura. En tanto los últimos, de 1968, se entonan así: Este fácil soneto cotidiano / que mis insomnios nutre y desvanece, / sin objeto ni dádiva se ofrece / al nocturno sopor del sueño vano. O éste aún más dolido: Escribir porque sí, por ver si acaso / se hace un soneto más que nada valga; / para matar el

tiempo, y porque salga / una obligada consonante al paso. No es difícil percibir aquí la amargura y la decepción de quien escribe: Un escritor genial, un gran poeta... / Desde los tiempos del señor Madero, / es tanto como hacerse la puñeta. El escorpión no juzga por ello al maestro Novo, más bien coincide con él y lo ubica ahí donde lo iluminó Monsiváis, en “la marginalidad en el centro”. Quién más, si no, sería capaz de rematar un soneto navideño con estas palabras: Te quiero como antaño te quería: / con pasión, con dolor, con amargura, / cual si este siglo hubiese sido un día. // Quiero corresponder a tu ternura: / Levanta tu barriga, vida mía, / que me voy a quitar la dentadura. Desde su nido el arácnido entona esta novísima despedida navideña: Haga mi corazón mutis discreto / y vuelva al mar tristezas y porfías / en las catorce redes del soneto.

"UN ESCRITOR GENIAL, UN GRAN POETA... / DESDE LOS TIEMPOS DEL SEÑOR MADERO, / ES TANTO COMO HACERSE LA PUÑETA. "


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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

T EM P O R A DA D E EN G O R DA

Por

CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

S

í. Yo también me cagué de la risa con el chiste: “¿qué series me recomiendas?”. “Pa como te veo, unas series de abdominales”. Calentando motores para el temporal que se avecina. La historia está amenizada con disputas antológicas. La guerra de los roces, La batalla de las bandas, La guerra de güigüis. Pero en esta época se libra una de las luchas más cruentas para la especie: el combate contra las calorías. Noche de paz, noche de amor: mis güevos. Lo que nos deparan estas noches son dispepsia, indigestión, malestar. Que el Tums, el Saldeuvas y el Alka-Seltzer nos apropien confesos [...]. No importa cuántos días del año mantuvimos a raya nuestros apetitos. En diciembre entra la tentación por la puerta y bajamos la guardia. Tamales, pavo, pierna, bacalao, buñuelos, etcétera. No creo que nadie necesite una enumeración sobre la gastronomía navideña. Todos perdemos. La campal contra las calorías. Todos la perdemos. Sólo dos tipos de personas no la pierden. Los metódicos y los suicidas. Perder la lucha contra las calorías es ganarle la batalla a la muerte. Leí en https://diariodeunjeiter.wordpress.com a Rafa Carballo confesar que no le gustaban los romeritos. En “Abatido”, su texto más reciente, despotrica contra la navidad. Me sentí identificado. No por nada me apodaban el Grinch en la oficina que me empleaba. Yo era un antitodo. Muchacho punk, al fin y al cabo. He aprendido a dejar de odiar desde que me convertí en padre. Uno termina por hacer una concesión y ya no para. Hasta quedar

Las Claves

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QUÉ SON LAS CALORÍAS, ME PREGUNTÓ MI HIJA ESTA MAÑANA. NO TUVE EL VALOR PARA CONFESARLE QUE LA FUENTE DE SU INFELICIDAD. LO DESCUBRIRÁ EN BREVE.

echo un trapo. Entonces se descubre una verdad absoluta: el único odio verdadero sólo se ejerce y se ejercita contra uno mismo. Hace unos días alguien me dijo: “te encanta comer”. Sí, a veces dejo de odiar. Encuentro un alto grado de hipocresía en el texto de Carballo. No es un defecto. Si lo señalo es porque sólo alguien auténticamente docto en el tema puede incurrir en tal falta. Aborrecemos la navidad. Pero amamos comer. El exceso, el abuso, el asomarse al vacío también salva de la muerte. Según las estadísticas, durante la época decembrina la tasa de suicidios se eleva en el mundo. En esta temporada la gente sólo incurre en dos actividades. Comer y deprimirse. Los que se entregan al pecado de la gula mueren despacio. Los que se abandonan a la tristeza se suicidan porque no están tragando. La compulsión salva de la muerte. Existe algo hermoso y horrendo en ver robustecer a una muchacha. Ocurre algo similar con las palomitas. Cuando son un grano de maíz son perfectas. Deslumbrantes. Pero cuando entran en contacto con el calor y se metamorfosean en pop corn es una experiencia traumática estéticamente. Por eso, cuando una chica engorda se dice: “le explotó la paloma”. En enero las calles estarán pobladas de chicas y chicos a los que les estalló la palomita. Mi metabolismo es una broma. En esta temporada no subo ni un gramo. ¿Por? Ni puta idea. Trago como un cerdo pero no se refleja en mi fisonomía. A mí lo que me causa estragos es el verano. No entiendo. Es cuando más sudo. Cuando más hago deporte. Y subo de peso. El jo-

dido calor me pone mal. Me hincha. La teoría de que se debe a que es la época del año que más bebo cerveza no me satisface. Mi nutrióloga me apoya. Mientras no te sobrepases con la comida puedes beber todo lo que quieras. No hay nada que hacer. El verano me declaró la guerra hace mucho tiempo y siempre me derrota. La humanidad libra batallas contra las estaciones. El metabolismo también. Lo que muchos sufren en este tiempo, a mí me toca pagarlo en mayo-junio-julio. Si yo me suicidara no lo haría durante el nacimiento del niño Jesús, ni en octubre, que era el mes favorito de Jack Kerouac y también el mismo en el que se suicidó. Yo me iría durante la canícula. Cuando más pega el calor. Como habitante del desierto nada me satisfaría más que darle la espalda al sol. En un país, en un mundo, en el que cada vez es más complicado subsistir es triste irse cuando más reverencia se hace por los alimentos. No, no todos tenemos acceso a lo mismo. Pero es en diciembre cuando los intendentes de mi edificio reciben más regalos en comida. El miedo a que se quede en mi refrigerador y me acabe tragando todo es el mejor invento del mundo. Qué son las calorías, me preguntó mi hija esta mañana. No tuve el valor para confesarle que la fuente de su infelicidad. Lo descubrirá en breve. Yo voy a tragar. Sin pensar en las malditas calorías. Ya me tocará pagar. Mientras tanto, como el tango: estoy aprendiendo la poesía cruel de no pensar más en mi talla. Que comience la temporada de engorda.

Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ

ASÍ COMO TODA ENFERMEDAD es un mal del alma: el jazz es una adicción que habita el espíritu y nos convierte en sonámbulos del placer de los sonidos. Eric Allan Dolphy (Los Ángeles, 1928-Berlín, 1964) es uno de los principales renovadores del jazz. Después de escucharlo, las cosas en nuestro entorno cambian: la exuberancia de su timbre no deja a nadie indiferente. “Gazzelloni”, de Out to Lunch (1964), contiene detonadores anímicos que jamás se desplazan al campo del olvido: los solos de Dolphy nos espolean con las mismas ganas del cordial vaivén de un mar de violenta entonación agridulce. Pocas veces una estancia tan breve en las villas del jazz se asocia a cambios tajantes y aportes de revolucionaria consumación. Flautista, clarinetista (bajo) y saxofonista (alto), se desvinculó del bop y fue pionero de la vanguardia de los años 60. Integrante de Charles Mingus Quartet, estableció lazos afectivos con el bajista determinantes en su carrera. Los tres álbumes realizados en el Five Spot, acompañado del trompetista Booker Little, son tesoros que los coleccionistas buscan hoy

con acuciado interés. Cómplice de Ornette Coleman: el free jazz le debe mucho por los efectos de sus improvisaciones y los riesgos armónicos asumidos. Tuvo una actuación en el Village Vanguard, como integrante del John Coltrane Quintet, que propició críticas severas a su talante; llegaron a acusarlo de no hacer jazz por los extensos solos de marcada libertad free y “desequilibrada entonación melódica” (Leonard Feather). “Se quejan de que mis ‘relinchos’ son antimusicales; pero incluso si todas las compañías disqueras se negaran a grabarme y si tuviese que morirme de hambre para tocar lo que siento, lo seguiría haciendo porque esto es lo que musicalmente siento en el alma”, declaró en una ocasión. Con Mingus estableció una relación de cariño marcada por algunos desencuentros; con Trane, la amistad se fortificó por compartir la misma filosofía musical: África Brass (1961) atestigua los vínculos de dos espíritus reformistas impares del jazz moderno. Eric Dolphy. The Complete Latin Jazz Sides presenta a Dolphy en los espacios

afrocubanos. Quinteto: Juan Amalbert (congas), Gene Casey (piano), Louis Ramírez (timbales), Bobby Rodríguez (bajo) y Felipe Díaz (vibráfono), entre otros. Dos sesiones y un bonus track —Booker Little (trompeta), Julian Priester (trombón), Max Roach (batería), Mal Waldron (piano), Art Davis (bajo) y Clifford Jordan (sax tenor)—: CD de 17 pistas que recrean las aristas del cubop (Gillespie/Pozo) con resonancias del mambo, el chachachá, el boogaloo y ciertos bocetos free de sorpresiva conjunción con lo afrocaribeño. Dolphy (flauta, sax alto, clarinete bajo): síncopas de la clave afrocubana con influjos armónicos de la vanguardia que enriquecen la concepción hard con el estilo latin que iba cobrando fuerza en los clubes de Estados Unidos en los años sesenta. “Cha Cha King”, “Blues In G”, “Mambo Ricci”, se escuchan con enjundias: las nociones de Dolphy del mundo melódico/rítmico afrocaribeño están presentes hoy en muchos intérpretes de jazz latino (Paquito D’Rivera, Sandoval, Camilo, Sosa, Valdés…). El genio de Dolphy se replegó a nuestro entorno musical con singular maestría.

THE COMPLETE LATIN JAZZ SIDES Artista: Eric Dolphy Género: Latin Jazz Disquera: Gambit Records, 2009 (Remasterización de grabaciones realizadas en New York entre 1960 y 1961).


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El Cultural SÁBADO 19.12.2015

EL PÚBLICO DE A PIE SEGÚN JAVIER MARÍN En una familia donde había diez hermanos, no existía dinero suficiente para juguetes muy sofisticados, pero nunca faltaban los lápices de colores, las acuarelas y, sobre todo, la plastilina. En ese ambiente creció Javier Marín (Uruapan, Michoacán, 1962), el artista plástico que actualmente tiene una magna exposición, Corpus Terra, en tres espacios del Centro Histórico de la Ciudad de México: Palacio de Iturbide (Madero 17), Antiguo Colegio de San Ildefonso (Justo Sierra 16) y Plaza Semina-

rio (a un costado del sagrario de la Catedral Metropolitana, donde tres cabezas monumentales conviven con los transeúntes). En Corpus Terra hay casi 150 piezas de quien también es autor del retablo y altar de la Catedral de Zacatecas, una emocionante obra moderna incrustada en un edificio del siglo xviii. Tal privilegio lo obtuvo al ganar un concurso con nutrida competencia. Javier Marín ha acumulado casi cien exposiciones individuales en México, Estados Uni-

dos, Canadá, Centro y Sudamérica, Europa y Asia. Estudió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la unam. En un principio se inclinó por la pintura y la gráfica, pero luego se zambulló en el barro. En su obra reciente ha experimentado con resinas plásticas, que combina con otros materiales orgánicos e inorgánicos. Muchas de sus piezas están repartidas en colecciones públicas y privadas alrededor del mundo, algunas de las cuales pueden ser admiradas en Corpus Terra.

Por ESGRIMA

Corpus Terra debe proporcionarte una sensación de plenitud, ¿no es así? Sí, imagínate. Estoy muy contento porque me da la oportunidad de mostrar mi trabajo de treinta años y, al mismo tiempo, me ayuda a entender lo que he hecho y ver hacia dónde voy. Es un privilegio. Prácticamente tienes “tomado” el Centro Histórico. Ojalá, sólo es una piececita en un rincón. No se me hace poco El Palacio de Iturbide, el Antiguo Colegio de San Ildefonso y la Plaza Seminario. Sí, tienes razón. Originalmente se pensó en tres instalaciones callejeras, pero sólo nos dieron oportunidad de montar una. Vi un video del traslado de la enorme escultura ecuestre rumbo al Palacio de Iturbide, y me recordó cuando llegó Tláloc a la Ciudad de México. Las imágenes del traslado de Tláloc nos impresionan a todos. Debió ser algo padrísimo, medio faraónico. Al ver Corpus Terra da la impresión de que trabajas para que te vea la gente común.

Me interesa el público de a pie, el que no es experto y no piensa en meterse en un museo. Aquél que se para con naturalidad frente a la obra. El experto te va a buscar al museo, el otro no. Has dicho que de joven tenías mucho pánico escénico para mostrar tu obra. Por lo visto, ya lo superaste. Sí, eso fue muy al principio. Siempre fui muy reservado, súper tímido. Cuando decidí que me iba a dedicar a esto, tuve que hacer un ejercicio de terapeada y darme cuenta de que mi trabajo no iba a estar completo si no lo mostraba. ¿Se supo el motivo por el cual un individuo martilleó una de tus cabezas colosales en Vancouver? Era un señor con cierto desequilibrio mental. Quién sabe qué le movió la obra en su interior. De hecho, era una copia de una de las piezas que están en la Plaza Seminario. Sí la dañó y se tuvo que reparar. Decía Borges que su principal labor como escritor era borrar. ¿En tu caso destruyes lo que no te gusta? Sí. Lo que no funciona, no existe y el material se transforma en algo que sí tiene la calidad que busco. Alguna vez aparecieron unas piezas que querían hacer pasar por mías y alguien dijo que eran mis saldos. Eso no es cierto, ni que hiciera calzones. Atrás de cada obra hay muchas horas de dedicación.

Arte digital > FERNANDO MONTOYA >La Razón

FERNANDO FIGUEROA

ME INTERESA EL PÚBLICO DE A PIE, EL QUE NO ES EXPERTO Y NO PIENSA EN METERSE EN UN MUSEO. AQUÉL QUE SE PARA CON NATURALIDAD FRENTE A L A OBRA.” ¿De dónde sacas tanta energía como para tener una muestra del calibre de Corpus Terra? No sé. A veces me sorprendo. Seguramente se debe a que hago lo que me gusta, así que no es trabajo sino diversión y placer. ¿Crees en la inspiración o en la motivación? Inspiración es un término que nunca he entendido. Hay muchas cosas que me motivan y me hacen reaccionar. El estímulo se convierte en imagen, en forma y acaba siendo algo material. ¿No es muy fría la resina, en comparación a la calidez y sensualidad del barro? Es un planteamiento que sí entiendo perfectamente, pero no es mi caso. La resina es un material industrial que está hecho para conseguir objetos perfectos, sin embargo yo le quito lo pulcro al combinarlo con otros materiales y de ese modo surge lo inesperado. En la figura ecuestre de Francisco I. Madero, frente al Palacio de Bellas Artes, me da la impresión de que hay una mitad de lo que te pidieron y otra de libertad. Sí, así lo veo. En un encargo de esa naturaleza, conmemorativo, no puedes ser completamente libre. Es un trabajo que no lo considero completamente mío porque tiene catorce firmas. Es algo especial, porque yo no hago concesiones. No se puede hacer libremente una escultura de Madero.

¿Y en la Catedral de Zacatecas sí te sentiste libre? Ahí me sentí más libre aunque haya cumplido con un formato, que era reemplazar el retablo. Todas las decisiones las tomé con mucha libertad y siempre recibí apoyo de la gente que autorizaba, fueron muy abiertos a lo que yo proponía. Ahí tienes un público cautivo. Sí, un público muy particular. No es lo mismo tener obra en un museo que en una iglesia. Es una obra valiente. Yo decidí participar sin creer que realmente lo iba a hacer. Todo el tiempo estuve esperando el momento de salirme, pero el proyecto fue creciendo, me fue gustando y me atrapó. El resultado superó todas mis expectativas. ¿Qué tipo de material utilizaste en la Virgen y los santos? Bronce a la cera perdida. El retablo es abedul finlandés, tratado para que dure muchos años, y está cubierto con oro de 24 kilates, bueno, de 23 y algo más, lo más alto que hay. Quise contraponer el dorado del bronce con el dorado del oro verdadero. ¿Te interesa la escultura taurina? No especialmente. Durante una época estuve cerca de ese ambiente, en ganaderías, tientas y corridas en la plaza, con un grupo de amigos. Lo disfrutaba mucho pero dejé de hacerlo y agarré por otro camino. ¿Nunca has pensado en residir fuera de México? Jamás. Yo amo a mi país y amo a la Ciudad de México. Me cuesta mucho trabajo imaginarme fuera. Exponer en una plaza, frente a La Scala de Milán, debe haber sido emocionante, ¿no? Una parte de la exposición fue ahí y otra frente al Duomo. Son espacios bellísimos. Recientemente debutaste como arquitecto con tu propio plantel en la selva yucateca. Sí. Era algo que tenía pendiente en mi vida. A tu padre, que fue arquitecto, le hubiera dado gusto verlo. Lo hubiera disfrutado mucho. De algún modo lo hace. Lo que hay de mi papá en mí, lo disfruta.


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