CARLOS VELÁZQUEZ
DEFENSA DE TIERRA ADENTRO
CIUDAD ANÓNIMA
JORGE IBARGÜENGOITIA
N Ú M . 5 5
S Á B A D O
ESGRIMA
FERNANDO ANDRIACCI
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El Cultural [ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
DEGRADACIÓN Y LENGUAJE EL MÉXICO QUE NOS QUEDA UN EN SAYO DE
EDUARDO ANTONIO PARRA
MÉXICO 20 LA POLÉMICA ESCRIBEN
FR ANCISCO HINOJOSA VÍC TOR MANUEL MENDIOL A TEDI LÓPEZ MILL S
Wassily Kandinsky: Hacia arriba (detalle). Óleo sobre cartón. 1929. Colección Peggy Guggenheim, Venecia.
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La degradación social que afecta la calidad de vida de todos los mexicanos se ha acentuado en los años recientes como un fenómeno expansivo y siniestro. Nuestro lenguaje también refleja ese proceso: su horizonte disminuye o se deteriora de manera drástica, no sólo el habla cotidiana sino también la expresión literaria. Una vez más, la máxima de Wittgenstein recuerda que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro pensamiento. En la quinta entrega del ciclo de consejeros de El Cultural, Eduardo Antonio Parra abunda en una situación donde el lenguaje puede ser otra zona devastada —y el desafío que esto implica para los escritores actuales.
DE GR A DAC IÓN Y L E NGUA J E E L M É X ICO QU E NOS QU E DA E D U A R D O A N T O N I O PA R R A
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i, como asegura el escritor hebreo David Grossman, cuando una sociedad, un país, experimenta durante un largo periodo de tiempo una situación de violencia extrema, quienes lo habitan sienten que su universo se reduce un poco más cada día, entonces es preciso reconocer que, tras los últimos lustros a los mexicanos nos queda muy poco México. Y, aunque en su colección de ensayos Escribir en la oscuridad Grossman alude sobre todo a la desgracia sostenida que desde hace tiempo sufre el Estado israelí a causa de varios conflictos bélicos, las condiciones que describe y en las que reflexiona son tan universales que resulta fácil aplicarlas a nosotros. Es cierto, México no es Israel, y tampoco se halla en estado de guerra con las naciones vecinas; pero sus batallas internas han sido tan brutales y han causado tantas bajas entre la población que quizá no sea exagerado afirmar que durante los últimos años la nación, además de desangrarse, ha estrechado cada vez más el horizonte de sus habitantes disminuyendo sus libertades, y hasta ha empobrecido de un modo notable su lenguaje, lo que debe preocuparnos en especial a los escritores. En el ensayo que abre el volumen mencionado, “Escribir en una zona de catástrofe”, el novelista declara:
También puedo hablarles del espacio vacío que muy lentamente se abre entre el hombre, el individuo, y la situación externa, violenta y caótica en la que vive y que condiciona su existencia en casi todos sus aspectos. Este espacio nunca permanece vacío, sino que se llena rápidamente de apatía y de cinismo y, por encima de todo, de desesperanza. Nadie podría negar que los aspectos que señala —apatía, cinismo y desesperanza— constituyen una tercia de vicios reconocible entre nosotros. Vicios que reflejan un estado de ánimo general nada nuevo, pues viene de mucho antes de la llamada “guerra contra el narco”, aunque se haya recrudecido desde que el ejército nacional dejó los cuarteles para salir a las calles. La apatía, cuya manifestación más popular y repetida es el abstencionismo en las elecciones, está presente entre nosotros, salvo contadas excepciones, desde los inicios del último tercio del siglo anterior, cuando los mexicanos nos dimos cuenta de que, no importa quién nos gobierne, el país tan sólo empeora con el paso del tiempo. Sin embargo, tal vez sea mucho más nociva la apatía cotidiana que inmoviliza las reacciones de los ciudadanos, llevándolos a creer que, mientras las
DIRECTORIO
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NÚMERO ILUSTRADO CON OBRAS DE WASSILY KANDINSKY (1866-1944).
Situación sombría. Acuarela, gouache y lápiz sobre papel. 1933. Museo Guggenheim, Nueva York.
tragedias no los toquen en forma directa, no es necesario alzar la voz ni hacer ni decir nada, que lo malo tiene que pasar —por puro agotamiento tal vez—, y que cuando menos lo pensemos todo volverá a ser como antes (sí, ¿pero cuándo antes?). Una apatía que no es más que un signo del miedo, y que la mayoría de la gente adopta, en semejanza a las avestruces que esconden la cabeza, suponiendo que mientras no se vea, no se escuche y no se sepa nada de lo terrible que ocurre un poco más allá, es posible vivir con cierta tranquilidad. La mayor parte de quienes no ocultan la cabeza y no sienten miedo —o al menos creen no sentirlo— optan por el cinismo. Pero no se trata de un cinismo filosófico, que está más allá de todo conocimiento, sino del cinismo ramplón, pedestre, que al hacernos sentir superiores desde un punto de vista moral, pues “no tenemos nada que ver con la delincuencia ni con la corrupción del gobierno”, nos permite insensibilizarnos, es decir, evitar toda empatía con las víctimas de la violencia, y expresar opiniones despectivas, por ejemplo: “si lo ejecutaron es porque andaba metido en algo”, “¿cómo no quería que lo secuestraran si siempre andaba en esos antros nada recomendables?”, o “seguro andaba vestida de modo provocativo, por eso le pasó lo que le pasó”. La apatía, el miedo, la falta de empatía y el cinismo son síntomas de una enfermedad nacional bastante extendida, que seguro tiene uno de sus orígenes en la desesperanza. Pero, ¿de dónde viene la desesperanza? De la certeza de que las cosas no cambiarán —al menos no para mejorar—, porque eso es precisamente lo que nos dice la experiencia de por lo menos los últimos cincuenta años. Un desaliento que comenzó a gestarse en tiempos de los abuelos de las actuales generaciones de jóvenes, con el declive del llamado “milagro mexicano” y el inicio del endeudamiento nacional, y que se afianzó entre los mexicanos en la década del ochenta, entre crisis financieras, devaluaciones, desempleo, fraudes
“CUANDO LOS CIUDADANOS SE ENCUENTRAN DOMINADOS POR LA APATÍA, EL MIEDO, EL CINISMO Y LA DESESPERANZA, ES NATURAL QUE EN CADA UNO DE ELLOS SE DESARROLLE, EN DIFERENTES GRADOS, LA INSENSIBILIDAD.”
electorales, terremotos, accidentes catastróficos y la consolidación de los grupos delincuenciales que para entonces ya se extendían en el país. Se trata de una desesperanza que lleva madurando entre nosotros más de media centuria, que se ha enquistado con firmeza, de la que será muy difícil deshacernos aun cuando el estado de cosas mejore. Una desesperanza que inmoviliza, que castra, que encoge nuestro universo y nuestro futuro al hacernos pensar que “todo tiempo pasado fue mejor”. Y lo fue no porque en el pretérito haya habido una época dorada, sino porque simplemente en cada año que retrocedamos en la historia del país había menos violencia, menos miedo, menos miseria, menos estrechez de miras. En una situación así, cuando los ciudadanos se encuentran dominados por la apatía, el miedo, el cinismo y la desesperanza, es natural que en cada uno de ellos se desarrolle, en diferentes grados, la insensibilidad. Una “insensibilidad útil”, dice Grossman, pues “me habré protegido de mí mismo tanto como habré podido con la ayuda de un poco de indiferencia, de inhibición y de ceguera deliberada, y un mucho de autoanestesia”. Así, como el imperativo principal es “protegerse”, en medio de su desaliento el individuo debe buscar un refugio estrecho adonde no lleguen los peligros, las asechanzas, las amenazas. Un reducto existencial. Un sitio pequeño; diminuto, mejor. Y ya allí, limitar sus emociones, sus sentimientos
y sensaciones a los que sean menos desagradables, menos angustiantes: que las tragedias, las desgracias y los duelos se queden afuera. Que no me toquen. Que me dejen en paz, yo no tengo nada que ver con ellos. A mí qué me dicen, eso no me viene ni me va. Esos muertos, esos secuestrados, esas violadas, no son mi problema. No quiero saber nada... Una insensibilidad comprensible, sobre todo porque es automática y surge del interior del mismo individuo, no por una falla de carácter sino en respuesta a una necesidad de supervivencia, a manera de estrategia para “continuar con su vida”. Comprensible, sí, pero, ¿sin consecuencias? No, porque además de que se convierte en un obstáculo para generar empatía con los demás y por lo tanto inmoviliza las reacciones ante los embates de la realidad, también coarta la libertad de acción, de movilidad, de pensamiento. Una insensibilidad que, a final de cuentas, afecta la sed de conocimiento, la capacidad de raciocinio y la capacidad sensorial, la tendencia a la búsqueda de la felicidad, las satisfacciones estéticas de cada quien y el abandono a sus impulsos naturales. David Grossman lo expresa con estas palabras: La gente que me rodea y yo mismo —esto es lo que siento— pagamos un precio muy alto por culpa del estado de guerra permanente: la disminución de la “superficie” del alma que entra en contacto con el mundo violento y
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amenazador del exterior; la limitación de la facultad —o voluntad— de identificarnos, aunque sea mínimamente, con el dolor ajeno; la suspensión de todo juicio moral y la desesperación ante la imposibilidad de entender lo que realmente pensamos en esta situación aterradora, engañosa y compleja, tanto moral como prácticamente. Por eso tal vez creemos que es mejor no pensar ni saber, que es mejor dejar la tarea de pensar, actuar y establecer normas morales en manos de los que seguramente “saben más”. Y en un país donde los ciudadanos optan por encerrarse en sí mismos cubriéndose con una suerte de armadura que los vuelve inmunes a la realidad, a cualquier manifestación que provenga de afuera de su diminuta “zona de confort”, ¿qué ocurre con la obra de sus artistas, y en especial con la de sus escritores? ¿Ellos también se recubren de esa “insensibilidad útil”, a la que se refiere Grossman, con el fin de que la situación en que se halla inmerso el país no afecte su capacidad creativa? Sin duda algunos lo hacen. Dirigen su atención, imaginación y talento a temas y asuntos que nada tienen que ver con el momento histórico que les tocó vivir, evadiéndose del aquí y ahora e intentando con sus obras que lectores y espectadores hagan lo mismo. Otros, sin embargo, encaran la oscura realidad para tratar de cuestionarla, registrarla, dejando asentadas sus denuncias con la intención de que su inconformidad permanezca en el tiempo. Un buen porcentaje de las artes y la literatura producida en México en lo que va del siglo XXI se ha enfocado en la situación general del país, en la violencia y sus consecuencias, en la corrupción política, en el miedo y el duelo de la gente, en una “resistencia” artística, a pesar de verse afectada por el “estado de ánimo nacional”, insiste en superar la inmovilidad, la insensibilidad y, sobre todo, el empobrecimiento del lenguaje. Porque, como señala David Grossman, cuando nuestro universo vital se estrecha, otro tanto ocurre con las maneras de expresión capaces de recrearlo: Por propia experiencia puedo decir que el lenguaje con el que los ciudadanos de un conflicto prolongado describen su situación, es tanto más superficial cuanto más prolongado es el conflicto. Gradualmente se va reduciendo a una secuencia de clichés y eslóganes. Empieza por el lenguaje creado por las instancias que se ocupan directamente del conflicto: el ejército, la policía, los ministerios y otras; rápidamente se filtra a los medios de comunicación que informan sobre el conflicto, dando lugar a un lenguaje todavía más retorcido que pretende ofrecer a
Sonidos contrastantes. Óleo sobre cartón. 1924. Centro Georges Pompidou, París.
su público una historia fácil de digerir (creando una separación entre lo que el Estado hace de la zona oscura del conflicto y la forma en que sus ciudadanos prefieren verse). Y este proceso acaba penetrando en el lenguaje privado e íntimo de los ciudadanos del conflicto (aunque lo nieguen enérgicamente). ¿Es esto verdad? ¿El lenguaje de los mexicanos se ha vuelto más superficial, más adelgazado? ¿Incluso el de los escritores? Quien dude que el de la población ha venido empobreciéndose durante los últimos tiempos, sólo precisa encender el televisor en cualquiera de los canales locales o cadenas nacionales a su disposición, o escuchar por un rato la estación de radio de su preferencia. Locutores y conductores —que son desde hace décadas los encargados de “enseñar a hablar” a los ciudadanos— parecen haber reducido su léxico a una serie de lugares comunes que, si bien muchos no son tan recientes, siguen en boga gracias a ellos junto con otros recientes, derivados de los términos acuñados en la lengua inglesa para designar los nuevos procesos y aplicaciones tecnológicas, sobre todo las cibernéticas. En cuanto a los modos de referirse a la situación violenta que envuelve el país, pocos son los que van más allá de la
“EL LENGUAJE DEL PERIODISMO ESCRITO NO VA MUCHO MÁS ADELANTADO QUE EL DE SUS CONTRAPARTES EN LOS MEDIOS ELECTRÓNICOS. SALVO CIERTAS PUBLICACIONES Y CIERTOS PERIODISTAS, LA MAYORÍA DE REPORTEROS Y REDACTORES ESCRIBE CON LAS MISMAS FÓRMULAS, LOS MISMOS GIROS Y EL MISMO VOCABULARIO.”
repetición de fórmulas y términos cuyo origen se halla en los comunicados y en las “historias oficiales” proporcionados por el gobierno. Y muchas veces, cuando se nota un cambio, una ligera variación o “ampliación” en su lenguaje, es porque han incorporado a él formas erróneas producto de la ignorancia del mismo (“hubieron varias ejecuciones ayer”, “habían multitudes en la manifestación”). El lenguaje del periodismo escrito no va mucho más adelantado que el de sus contrapartes en los medios electrónicos. Salvo ciertas publicaciones y ciertos periodistas, la mayoría de reporteros y redactores escribe con las mismas fórmulas, los mismos giros y el mismo vocabulario, es decir, con ese lenguaje sintético, escaso, que, si bien sirve para darse a entender entre los mexicanos, da la impresión de haber perdido gran parte de su riqueza y de su facultad de decir, describir y narrar una realidad llena de claroscuros y matices, de emociones y sensaciones, de ideas y de estímulos, sí, pero que cuando se transforma en letra impresa se vuelve parca e imprecisa de modo irremediable, como si, más que las palabras o los modos, a los habitantes de este país nos faltara el aliento. ¿Ocurre lo mismo entre los escritores, los “dueños de la palabra”? No con los poetas, pues ellos se reinventan día a día. Con los narradores tal vez sí, por lo menos entre muchos. Y tampoco es algo nuevo, aunque se haya vuelto más patente en lo que va del siglo XXI. Y antes de que, indignados, empecemos a negarlo, vale la pena echar un vistazo (o una leída) a cualquiera de nuestros libros clásicos, a alguna novela escrita durante la primera mitad del siglo XX y compararla con las que se publican hoy en día. Si algún joven de ahora toma, por ejemplo, La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán,
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o Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael F. Muñoz, o El resplandor, de Mauricio Magdaleno, todas escritas antes de que “nuestro desaliento” se tornara crónico, seguro tendría que recurrir al diccionario (o a alguna aplicación pertinente en su teléfono celular) hasta varias veces en cada página, si es que no abandona la lectura casi de inmediato por considerarla “muy difícil” o incluso “ilegible”. Lo mismo pasaría si se leyera una novela concebida en los años sesenta o setenta. ¿Esto quiere decir que los escritores de esas épocas estaban más preocupados por el lenguaje, por el léxico? ¿O tan sólo es una prueba de que en esos entonces “había” un lenguaje más rico circulando en las calles entre los ciudadanos, un lenguaje que en las décadas recientes no ha hecho sino encogerse, empobrecerse? Ya en la década del ochenta del siglo anterior —cuando el desaliento y la desesperanza arraigaban de modo definitivo en el ánimo de los mexicanos—, algunos escritores y críticos literarios empezaron a identificar este fenómeno señalando la superficialidad, la “facilidad” y la pobreza verbal de ciertas obras narrativas que, además de tener un enorme éxito de ventas, entraban en la órbita de las publicaciones consideradas “literarias”. Los más conservadores las denostaron, las cubrieron de improperios, y crearon un compartimento crítico para ubicarlas: la literatura light. Hubo (ojo: no hubieron) incontables debates por espacio de varios años en los medios escritos, por supuesto. Las defensas a este tipo de libros variaron entre quienes aseguraban que la crítica era misógina (se decía que la mayoría eran escritos por mujeres) y los que exponían el argumento de que se trataba de una narrativa que intentaba adecuarse a su tiempo y a sus lectores, que estaban hartos de experimentos y selvas lingüísticas. No hubo consenso. La narrativa mexicana continuó su devenir, mientras los escritores nuevos se adecuaban a una u otra tendencia durante las siguientes décadas, pero lo que sí resulta claro es que la gran mayoría de las obras narrativas que se publican, se premian y se comentan hoy de manera favorable habrían sido satanizadas por quienes en los ochenta ponían en alerta a los lectores contra las novelas light. ¿Se empobreció nuestro lenguaje? ¿O nomás se transformó? ¿O lo que cambió fue la manera de leer? Seguro ocurrieron las tres cosas, y algunas más. Los modos de leer evolucionan, igual que los modos de escribir, y un escritor precisa adecuarse a su tiempo, a sus lectores, es cierto. Sin embargo, los escritores, los “dueños de la palabra”, también deberían preocuparse por ampliar, aunque sea un poco, la cantera de la que extraen el lenguaje de sus creaciones. Pero, ¿cómo hacerlo si lo que constituye esa cantera es el habla cotidiana, los giros, las jergas, lo coloquial, y está cada vez más escasa? ¿Cómo hacerlo cuando el lenguaje público, el del gobierno, el de los medios, el de la gente se reduce día con día hasta convertirse en una herramienta casi unidimensional? En la última década, por si esto fuera poco, se sumaron al lenguaje público los mensajes emitidos por los grupos en pugna del crimen organizado, empobreciéndolo aun más. Desde que el ejército mexicano abandonó los cuarteles, extendiéndose a diferentes territorios del
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“LOS ESCRITORES, LOS ‘DUEÑOS DE LA PALABRA’, TAMBIÉN DEBERÍAN PREOCUPARSE POR AMPLIAR, AUNQUE SEA UN POCO, LA CANTERA DE LA QUE EXTRAEN EL LENGUAJE DE SUS CREACIONES.” país para intentar lo que las corporaciones policiacas no habían logrado, esto es, controlar la criminalidad y la violencia omnipresentes, las luchas entre las distintas facciones delictivas comenzaron a manifestarse a través de comunicados, vehículos con altavoces, folletos y letreros públicos (llamados “narcomantas”), en los que asentaban sus intenciones a los ojos del pueblo, reaccionaban en contra de las autoridades, las denunciaban como cómplices o las acusaban de abusos, y lanzaban retos de muerte contra sus rivales. Como resulta lógico, al apropiarse de este modo de los espacios públicos, estos grupos redujeron el ámbito de nuestro lenguaje. Dice David Grossman: Y cuanto más insoluble parece la situación y más superficial se vuelve el lenguaje que la describe, más se difumina el discurso público que tiene lugar en él. Al final sólo quedan las eternas y banales acusaciones entre enemigos o entre adversarios políticos de un mismo país. Sólo quedan los clichés con los que describimos al enemigo y a nosotros mismos, es decir, un repertorio de prejuicios, de miedos mitológicos y de burdas generalizaciones en las que nos encerramos y atrapamos a nuestro enemigos. Sí, el mundo es cada vez más estrecho. Ante un panorama tan yermo, tan estrecho, tan desalentador de por sí, ¿qué es lo que le corresponde hacer a un escritor? Me refiero, claro, a un escritor de los que optan por encarar la realidad de su país en vez de huir de ella para encerrarse en su “torre de marfil”. ¿Cómo detener este estrechamiento de nuestro mundo? ¿Cómo evitar que el lenguaje, el público, el nuestro, el de la gente de la calle, continúe empobreciéndose? ¿Cómo escribir el México actual, tan estrecho y escaso? ¿Servimos
de algo los escritores en un país que vive una situación como la actual? ¿O valdría más la pena optar por el silencio, callar, dejar de escribir? Es cierto, la mayor parte de estas preguntas podrían responderse con los argumentos habituales: la misión de un escritor en situaciones como la de nuestro país en la actualidad es la de registrar los hechos, no importa si lo hace de modo literal, metafórico o simbólico, para que esos mismos hechos no caigan en el olvido de las generaciones futuras. O: sin caer en el panfleto, en la diatriba literal y ramplona, el escritor debe denunciar a quienes son responsables de la situación, es decir, quienes detentan los poderes, al sistema, a los criminales, tan sólo creando relatos donde estas realidades queden plasmadas. O: la labor del escritor es provocar, inquietar, sacudir y contradecir las ideas cómodas de las “buenas conciencias” presentes y futuras, o lo que es lo mismo, a quienes prefieren encerrarse en su diminuta “zona de confort” sin querer mirar lo que ocurre fuera de ella. O: el escritor tiene por fuerza que cuestionar los hechos que se desarrollan a su alrededor y tratar de encontrar el porqué de esos hechos; debe, como los médicos, hacer un intento por localizar las raíces de la enfermedad, diagnosticarla y, si es posible, plantear algún remedio. Y en lo que se refiere al lenguaje: debe ensayar nuevos modos, procedimientos no gastados, encontrar formas inéditas con el fin de ampliar sus horizontes y obstaculizar su deterioro y empobrecimiento. En resumen, el escritor tiene la consigna de ampliar un universo cada vez más reducido. ¿Es posible llevar esto a cabo a pesar del desaliento, de la desesperanza, del miedo, de la apatía, de la insensibilidad? ¿O es necesario hacerlo en contra de todo eso? Muchas veces me he preguntado si nuestros antecesores se plantearon preguntas
Caprichoso. Óleo sobre cartón. 1930. Museo Boijmans Van Beuningen. Rotterdam, Holanda.
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palabras de los narradores o de los poetas. Acaso por ello Paul Celan dejó estas palabras: “Un poeta no puede dejar de escribir, mucho menos si es judío y su idioma es el alemán”. Afirmación que invita a llevar a cabo un acto de resistencia por medio de la literatura, por muy pobre que sea nuestro lenguaje, contra esa realidad hostil y descarnada que sigue allá afuera. Y la poeta rusa Ana Ajmátova publicó el texto titulado “En lugar de un prólogo”, como pórtico de su poemario Réquiem, donde dice: En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me “reconoció”. Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja): —¿Y usted puede describir eso? Y yo dije: —Puedo. Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que alguna vez había sido su rostro. Complejo-simple. Óleo sobre tela. 1939. Centro Georges Pompidou, París.
semejantes ante la realidad convulsa que les tocó en suerte vivir. Heriberto Frías, ante la matanza en Tomóchic en 1892, donde él formó parte del contingente agresor, ¿se planteó la posibilidad del silencio?, ¿pensó que su lenguaje se empobrecía frente a lo que atestiguaba?, ¿o simplemente se puso a escribir? Y Martín Luis Guzmán, al presenciar las matanzas de la Revolución, como la que plasma en “La fiesta de las balas”, ¿se llenó de dudas o tan sólo cedió al impulso de su pluma y lo escribió? Otros escritores de otras latitudes y otras épocas han vivido tiempos y sucesos incluso más terribles que los de México en la actualidad. Los escritores judíos (y no sólo ellos) durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo. El húngaro Bèla Zslot, a quien su médico consiguió librar de los campos de la muerte inyectándole el virus del tifo para salvarlo de ser embarcado en alguno de los trenes que transportaban a sus hermanos de raza hacia la “solución final” y así pudiera narrar su experiencia y dejar un testimonio, como estas palabras: Todo lo que había definido hasta ahora al hombre europeo había desaparecido a nuestro alrededor. Seguíamos viviendo, pero estábamos más muertos
que los muertos de otras épocas, pues éstos tenían una tumba con una lápida y su nombre escrito en ella. Nosotros ya no tenemos nombre. Testimonio, denuncia, registro, las palabras de Zslot son una reflexión sobre lo que ocurrió en su país y su tiempo, y a la vez un intento de explicación acerca de por qué es preciso seguir practicando el oficio después de vivir, o mientras se vive, rodeado de barbarie en determinada época. Las semejanzas resultan evidentes: ¿no ocurre ahora que, para nosotros, mucho o todo lo que había definido este país ha desaparecido? ¿Dónde quedó el lenguaje de décadas atrás? ¿Dónde la tranquilidad, la seguridad, el optimismo? Y en lo que se refiere a los muertos sin lápida ni nombre, ¿no nos recuerdan estas líneas a los miles de desaparecidos? El siempre citado filósofo Theodor Adorno, por su parte, afirmó: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. ¿Qué quiso decir? ¿Que había que optar por el mutismo? No lo creo. Tal vez se refería a la escritura como una irrupción bárbara en un ámbito desolado, inerme y sordo a causa del luto. Porque, de otro modo, callar sería añadir silencio a la muerte. Sería condenar a los desaparecidos a no poder expresar un testimonio, así sea éste a través de la ficción, con las
“¿NO OCURRE AHORA QUE, PARA NOSOTROS, MUCHO O TODO LO QUE HABÍA DEFINIDO ESTE PAÍS HA DESAPARECIDO? ¿DÓNDE QUEDÓ EL LENGUAJE DE DÉCADAS ATRÁS? ¿DÓNDE LA TRANQUILIDAD, LA SEGURIDAD, EL OPTIMISMO?”
De estas palabras de la poeta rusa podría deducirse que, aun cuando nuestro México sea cada vez más enjuto y estrecho, y el lenguaje de los ciudadanos cada vez más pobre y escaso, esos mismos ciudadanos tal vez esperan algo de nosotros, los escritores. Algo que los satisfaga, que les insufle de ánimo para salir de la desolación, que les otorgue un poco de esperanza para abandonar el miedo y salir de la apatía y la insensibilidad. Tal vez sólo esperan que alguien deje asentado el descontento general. O tal vez no esperan nada, pero de cualquier modo vale la pena intentarlo. Es posible que ninguno de los escritores mexicanos contemporáneos esté capacitado para transmitir a sus lectores tranquilidad o sosiego, ni para mejorar el talante de la población, mucho menos para expandir un universo que se reduce un poco más día a día. Lo que sí podemos hacer es tratar de detener este empobrecimiento del lenguaje que es consecuencia de todo lo demás. Y tal vez, mientras por medio de las palabras intentamos evitar que desaparezca ese país que todos añoramos, el México de años atrás que, si bien no era el ideal al menos era más vivible que el de ahora, mientras le recordamos a quienes son responsables de la situación que nos oprime que sus abusos no serán olvidados y que quizá las generaciones venideras estarán en condiciones de cobrarles las cuentas pendientes, mientras hacemos lo posible por evitar la desmemoria de la gente, mientras resistimos y seguimos escribiendo, mientras tratamos de impedir que nos acostumbremos a la tragedia y la veamos como “lo normal”, mientras, en fin, nos esforzamos por reinventar y enriquecer este nuestro lenguaje tan gastado y contaminado de simulaciones y mentiras con el fin de obligarlo a decir de nuevo las verdades necesarias, tal vez sin que nos demos cuenta nuestro mundo deje de encogerse y veamos alguna sonrisa en los rostros adustos de quienes ahora sienten que sus fuerzas están por agotarse.
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La aparición del libro México 20. La nouvelle poésie mexicaine, una selección de poetas realizada con patrocinio oficial, traducida al francés y coeditada en el país galo, desató una polémica en las semanas recientes. Escritores inconformes han expresado sus desacuerdos, sin omitir la descalificación de los autores, antologadores, funcionarios y criterios que definieron este volumen.
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Carlos Velázquez planteó sus cuestionamientos en el número 52 de El Cultural. En el número 53, Francisco Hinojosa formuló una defensa que suscitó comentarios diversos y aquí responde en particular a uno de ellos. Más allá de un consenso imposible, los tres puntos de vista que presentamos dan cuenta del ambiente, los argumentos y propuestas en juego.
MÉXICO 20: L A POL É M IC A TR ES R ESPU ESTAS U N A N O -DI S C U S IÓN C ON U N A S Í-P OE TA FRANCISCO HINOJOSA
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uisiera pasar a otro tema, pero la reacción que tuvo la poeta María Rivera a La nota negra que publiqué en mi anterior colaboración en El Cultural me hace darle una respuesta. Queda claro que a María Rivera le doy pena ajena (a mí me apena que le dé pena) y que conmigo no discute porque me meto a una polémica de la que los no-poetas estamos excluidos, así como quienes no hemos leído sus reseñas. Al parecer se arrepintió de su tuit porque lo borró poco más tarde de haberlo escrito. Pues sí, poeta, sí leí sus textos sobre la no-antología y sobre la intervención que tuvo en ella Julio Trujillo, aunque fue una lectura posterior a la entrega que hice a El Cultural, cinco días antes. Más aún, tan la he leído que soy una admirador de su libro Hay batallas. Y ciertamente no tendría por qué haberme leído a mí si el primer libro que publiqué, Tres poemas (Taller Martín Pescador, 1981), lo hice cuando usted tenía diez años. Luego salió Robinson perseguido y otros poemas (Cuadernos de la Orquesta, 1988), que
fue reeditado por Ediciones sin Nombre en el 2001. Y le concedo la razón: me considero a mí mismo más un narrador y un escritor de literatura infantil (¡qué horror!) que un poeta. Pero de allí a que no pueda expresar una opinión sobre una crítica que se le hace a una antología de poesía me parece un acto de censura propio de un dictador que dice quién sí y quién no tiene derecho a hablar. “Ni los veo ni los oigo”, como dijo alguna vez Salinas de Gortari, frase que por cierto usa Heriberto Yépez, a quien también he leído, para desacreditar tendenciosamente a los que no han contestado a sus señalamientos o no están de acuerdo con su pequeño ego. En cambio, si yo digo algo usted me censura porque no soy poeta. Pero a pesar de que me niegue la palabra, decido escribirle esta no-discusión porque su tuit la exhibe como alguien
Impulso moderado. Óleo sobre cartón. 1944. Centro Georges Pompidou, París.
intolerante: no todos tenemos su rango como para expresar una opinión, así fuera cuestionable. Está de sobra decir que refrendo lo dicho en mi anterior colaboración en este suplemento: se trata tan solo de una antología (en la que usted no está incluida), que está firmada y que está destinada a un lector francófono. Sé que no está de acuerdo con el procedimiento utilizado para hacerla. Sin embargo, no es nada nuevo seleccionar a una serie de autores y pedirles a ellos elegir el texto con el que mejor se sienten representados. Tampoco lo es que los antologadores se reúnan, propongan nombres, discutan y lleguen a acuerdos basados en los requerimientos editoriales que les pidieron: solo veinte poetas y todos menores de cincuenta años. En su reseña usted menciona a varios que hubiera incluido en la antología. Yo haría una lista distinta, claro, con muchas coincidencias, a pesar de que soy un simple narrador, e incluso probablemente la incluiría a usted. Pero resulta que a nosotros no nos pidieron hacer el trabajo. Me detengo también en otra de sus consideraciones: dice que le sorprende poderosamente “la decisión de los antologadores de no incluir un solo poeta entre los muchos que escriben en lenguas indígenas”. De acuerdo, María Rivera, pero creo que antes de ponerse a regañar habría que predicar con el ejemplo. Consulto la página de la Casa del Poeta, donde usted trabajó desde el 2007 hasta el año pasado, y entre el 2010 y el 2015 —son los únicos registros que aparecen— no hay un solo poeta de lenguas indígenas invitado a leer su obra. Por cierto, sí lo han hecho todos los que aparecen en la antología que usted descalifica. Supongo que para ser congruente no habrá una respuesta de su parte, ya que usted no se “pondría a discutir” (cito sus palabras) con un no-poeta. Por lo que a mí respecta: pinto mi calaverita.
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T I E M P O S C ON F U S O S: “ L A TA N GE N T E ” VÍCTOR MANUEL MENDIOLA
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n las últimas semanas ha surgido una polémica sobre el carácter de México 20. La nouvelle poésie mexicaine (Le Castor Astral, 2016), auspiciada por la Dirección General de Publicaciones (DGP) de la Secretaría de Cultura y distribuida en Francia. La discusión plantea que la muestra de poesía, coordinada por Julio Trujillo desde la DGP, careció de rigor crítico, tanto en la selección de los autores como en la forma en que se escogió a los antólogos y se llevó a cabo el trabajo. María Rivera ha expuesto de manera clara una buena parte de las anomalías de este libro. Gracias a ella salió a la luz pública el descontento generalizado, que ya había provocado diferencias privadas sin que éstas llegaran a los medios impresos. La respuesta de Julio Trujillo a Rivera no hace más que confirmar el modo cuestionable como fue elaborada la antología. Asimismo, la defensa de la publicación con el argumento de que una antología no es producto de un referéndum falsifica la disputa con una tontería. Lo que la crítica cuestiona es la forma como la autoridad seleccionó el cuerpo de antólogos y la manera como trabajó este grupo de curadores. Así, es cuestionable que Trujillo encargara la antología a sus amigos; es problemático que éstos seleccionaran, nada más, los nombres de los poetas y no hicieran el compendio de los textos; es incierto, por oculto, que los favoritos autoescogieran sus composiciones; y es dudoso que Trujillo tomara el encargo en sus manos, decidiera qué piezas entraban en el florilegio y después se hiciera ojo de hormiga en la responsabilidad de la selección. A estas alturas, el lector no acaba de entender quién es el autor verdadero de México 20. Por ello, aludir, aunque sólo sea por ocurrencia, a la antología de Marcelino Menéndez Pelayo es un disparate o un modo de sentirse “informado”. Por otra parte, no cabe duda de que los jurados que incumplieron con la tarea, porque no escogieron los poemas, tienen
una trayectoria. Pero tampoco es verdad que sean “escritores indiscutibles”. Sobre sus reconocimientos han recaído dudas. Al respecto, Gabriel Zaid se preguntaba en Letras Libres (marzo 21, 2013) cómo el ganador del premio Xavier Villaurrutia en 2013 había sido seleccionado con tanta rapidez. Lo mismo ocurrió, para otros lectores, en el premio Xavier Villaurrutia de 2009. ¿Qué es lo que importa en esta discusión? La manera como una obra adquiere valor y esa manera, en este momento, parece estar determinada no por la crítica o por la opinión exigente o por la factura impecable de las obras sino por las relaciones de amistad, los intereses comunes y el intercambio de favores. Y esto es lo que revela claramente México 20. Julio Trujillo escogió a autores cercanos a él —Tedi López Mills, Myriam Moscona y Jorge Esquinca— para hacer la recopilación y éstos, los “antólogos”, a su vez, eligieron escritores más jóvenes, muy próximos a ellos —y a Julio Trujillo. No se tomaron la molestia de leer los poemas y discutirlos. Eso no era lo importante. Lo importante era la cercanía entre ellos y las “afinidades”. Por esta razón, en la muestra no podían estar otros autores con otros intereses como Balam Rodrigo, Natalia Toledo, Gabriel Bernal Granados, Enzia Verduchi, Heriberto Yépez, Rocío Cerón, Eduardo Uribe y la propia María Rivera que son parte, nos gusten o no, del nuevo panorama de la literatura mexicana y merecen ser considerados en términos de una exploración y exposición de nuevos valores, sobre todo cuando varios de los poetas seleccionados dejan mucho que desear por sus malas aliteraciones y “versos” como “Del chupacabras, no el escalofrío, / no el avistamiento alienígena.” Pero la ausencia crítica siempre provoca confusiones, torpezas y fealdades. México 20 es un libro hecho a trompicones, con una mini nota de generalizaciones penosas de los “antólogos” y un prefacio al estilo uruguayo de risa loca, “El tiempo de la
EPÍLOGO TEDI LÓPEZ MILLS
1.
Esto no es un prólogo a la ya célebre antología México 20. La nouvelle poésie mexicaine, sino un epílogo. Antes de entrar en el asunto del libro, me voy a referir a algunos aspectos del procedimiento que empleamos de común acuerdo con la institución —sí, ya aprendí a usar la jerga profesional, neutra—. Debo aclarar que, por lo pronto, la institución ha decidido no pronunciarse. Incluso se me ha recomendado especialmente a mí que actúe con la mayor cautela pues estoy en la mira, me están cazando, me traen entre ojos. Lo mismo me aconsejan mis amigos más cercanos. No debo decir nada, no debo reaccionar; ya se irán calmando, se irán consumiendo, se irán cansando. Habrá otros temas,
siempre los hay. A fin de cuentas, no sólo son poetas, sino furibundos activistas; las causas justas son lo suyo y saben blandirlas. Llevo ya varias semanas callada; peor aun, asustada. Sin embargo, las acusaciones no han dejado de arreciar: soy corrupta, racista, anti-indigenista, centralista, poeta de derecha recién sacada de algún clóset, “amiguista”, brazo censor del gobierno (no del Estado, pues ése es el que proporciona las becas o apoyos, aunque hace unos días alguien por fin habló con la verdad: es el pueblo de México quien otorga los beneficios), mala poeta (concuerdo absolutamente) y lo que se vaya agregando de aquí en adelante. Me han linchado en ausencia
Ocaso. Óleo sobre cartón. 1943. Museo Guggenheim, Nueva York.
tangente” (¿qué quiere decir eso? ¿Habrá un tiempo del seno y del coseno?) del “embajador” Philippe Ollé-Laprune. Los poetas del lobby, de las mesas de redacción, de la moral hipotética de “si tú me das, entonces yo...”, parciales y llenos de la idea de que manipular a los funcionarios medianamente enterados es convencer y ganarse a un público con gusto y culto, no se dan cuenta de que de ese modo no es posible alcanzar el respeto literario. Los atarantados y desprevenidos podrán leerlos y, tal vez, hasta entusiasmarse con su discutible figura. Nadie más.
y supongo que lo harán en presencia con todavía más placer. ¿Por qué no? Quizás, aunque parezca oportunista, me conviene pensar en términos teológicos; quizá lo que me está ocurriendo me lo merezco. Sea como sea, acepto los insultos y asumo todas las culpas. 2. Pero paso al tema engorroso. Una parte importante del procedimiento se definió meses antes de que Myriam Moscona, Jorge Esquinca y yo nos incorporáramos a la etapa resolutiva; es decir, aquella en que se haría la selección de los poetas. La institución (me coloco a propósito en el mundo de Orwell) invitó a editoriales mexicanas a que enviaran sus propuestas. Lo hizo por medio de una convocatoria que, según entendí, publicó la CANIEM. Posteriormente, la institución propuso libros de sus propias colecciones de poesía. Cuando entramos en escena nosotros con nuestras reconocidas trayectorias (por
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cierto, yo fui elegida al final: sustituí, sin saberlo entonces, a una poeta que muy atinadamente se abstuvo de meterse en este embrollo), añadimos con la anuencia de la institución a otros autores. Llevamos a cabo nuestras deliberaciones hasta llegar a una selección de veinte poetas menores de cincuenta años (tal era la regla del libro que se coeditaría con Le Castor Astral). Sugerimos, de nuevo en común acuerdo con el editor a cargo (pues existió), que se les pidiera a los poetas que realizaran su propia antología, con una muestra representativa de veinte cuartillas. Todos los poetas invitados aceptaron este método que ahora algunos denuncian como anómalo. Al editor a cargo le mandaron el material. En esta etapa comienzan las zonas brumosas, los días de niebla. Myriam, Jorge y yo siempre dimos por sentado que nosotros escribiríamos el prólogo; entre una comunicación y otra con el editor a cargo, de esas muy titubeantes aunque muy amables, nos enteramos de que ya había un prólogo de Philippe Ollé-Laprune, enlace con el coeditor en París. Como el libro era para lectores franceses (quisquillosos, según comprendo) lo tenía que escribir un francés; sólo él sería capaz de explicar los matices de la poesía mexicana. Además, había mucha prisa, el libro iba muy retrasado, los traductores necesitaban empezar a traducir. El editor a cargo planteó la posibilidad de que cada uno de nosotros redactara una o dos cuartillas. Nos limitamos a pergeñar, literalmente, una Nota donde explicamos con absoluta claridad y transparencia —palabra muy usada por nuestros detractores: les fascina salvo cuando se les aplica a ellos— cómo se había hecho el libro. El coeditor francés recibió un copioso volumen de 400 páginas y solicitó que se recortara a 320. El editor a cargo redujo a quince las veinte cuartillas que le había enviado cada poeta. No intervenimos en este proceso y no vimos nunca la última versión de la antología. Se sucedieron los numerosos vistos buenos (jamás el nuestro). Cuando se publicó la queja inicial y virulenta contra la antología, me sorprendió otra acusación: los antologadores éramos, somos, mentirosos. En nuestra Nota en español escribimos: “Primero elegimos a los poetas y, posteriormente, se le pidió a cada uno que hiciera su propia selección.” Por desgracia, en la traducción al francés, la frase quedó así: “En premier lieu, nous avons choisi les poètes et, ensuite, chacun de nous a fait son propre choix.”* A la institución le mencionamos este lamentable error y lo admitió, pero no lo ha reconocido oficialmente. Señalarlo nosotros, en medio de la trifulca, habría sido ya absurdo, ingenuo. En mi duermevela, imaginé, escuché las interjecciones, el “jo, jo, jo, ja, ja, ja” que ya he leído en Twitter; las frases: “míralos, poetastros, simuladores, prestanombres, ahora quieren que creamos que hubo un error de traducción en la Nota… ja”; “son de pena ajena, seguro la Nota la falsificaron, ¿dónde está el original?”. Etcétera. ¿Cómo se detiene la maquinaria del odio, del desprecio, de las delaciones, una vez que comienza a funcionar
* “En primer lugar elegimos a los poetas y, después, cada uno de nosotros hizo su propia selección.”
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Rosa decisivo. Óleo sobre tela. 1932. Museo Guggenheim, Nueva York.
“FUIMOS TRES ANTOLOGADORES. SE IMPUSO NEGOCIAR HASTA CONSEGUIR UN CONSENSO FINAL. POR FORTUNA, HUBO MÁS COINCIDENCIAS QUE DIFERENCIAS.” gozosamente, todos los participantes dándose la razón, palmaditas en la espalda, elogiándose los unos a los otros? Y atrás, adelante, en medio, la institución a la que se ataca pero al mismo tiempo se le pide o se le exige; y por allá nosotros, Myriam, Jorge, yo, con trayectorias ya muy disminuidas o inexistentes, y aquí los poetas de la antología, algunos de ellos sometidos sistemáticamente a un acoso brutal sólo porque fueron seleccionados para estar en un libro. 3. Y de eso no se habla, del libro. Veinte poetas son realmente pocos y, en el mejor de los casos, sólo pueden representarse a sí mismos. Por naturaleza, las antologías son reduccionistas y excluyentes. Cualquier otro grupo de tres antologadores con el mismo procedimiento, dentro del mismo marco “oficial” y ejerciendo la combinación de sus tres criterios y reconocidas trayectorias, hubiera escogido a otros veinte poetas seguramente muy buenos, lo cual habría generado algún tipo de polémica. No hay forma de que no suceda así; los pleitos persiguen a las antologías y a veces hasta las ahogan. Pero hoy sé una cosa, ya la tengo grabada en la piel, en los huesos y en el disco duro: la única antología legítima, prístina, irreprochable, revolucionaria habría incluido a María Rivera, Heriberto Yépez, Marco Antonio Huerta, Mario Bojórquez, Alí Calderón, Hugo García Manríquez, Sergio Ernesto Ríos, Rogelio Guedea y a quien se quiera añadir. Sólo ésa habría puesto en alto a la poesía mexicana, habría hablado en nombre del dolor del pueblo mexicano (pues eso tiene que hacer ahora la poesía auténtica y estos poetas lo hacen mejor que nadie). No habría sido gobiernista (por más que el dinero proviniera de la institución) ni mucho menos priista, como han tildado a México 20. La nouvelle poésie mexicaine. Pero el libro, ¿dónde quedó el libro? Se
sigue hundiendo porque lo hundieron. Sacar la bandera blanca de la poesía en un ambiente tan infecto, tan viciado, casi equivale a declararse por vencido: apelar a los meros argumentos literarios y ofrecer una disculpa. Hay un dato insoslayable: México 20. La nouvelle poésie mexicaine (el título, otro motivo de discordia, lo decidió la editorial francesa) circula básicamente en París. No abundan los ejemplares en México y, además, la edición no es bilingüe. Por lo tanto, ¿de qué libro están hablando los que lo critican con encono? ¿Quién lo ha leído en serio? Por más que se tuerza el lenguaje, es una antología que contiene poemas de veinte autores. Vale la pena poner sus nombres, tal como figuran en el índice: Paula Abramo, Luis Vicente de Aguinaga, Luigi Amara, Luis Jorge Boone, Hernán Bravo Varela, Claudina Domingo, Dolores Dorantes, Luis Felipe Fabre, Rodrigo Flores Sánchez, Maricela Guerrero, Julián Herbert, Mónica Nepote, Ángel Ortuño, Óscar de Pablo, Christian Peña, León Plascencia Ñol, Karen Plata, Xitlalitl Rodríguez, Alejandro Tarrab, Karen Villeda. Fuimos tres antologadores. Se impuso negociar hasta conseguir un consenso final. Por fortuna, hubo más coincidencias que diferencias. Cada uno de nosotros tiene lo que se llama pomposamente su poética. La mía, endeble, lo confieso, prefiere los poemas que guardan una relación áspera, sardónica con el género; los que evaden la “bobería” de la que habla Pierre Michon en su libro sobre Rimbaud o la exhiben para que se desmorone sin piedad; los que rehúyen los atributos sublimes o hermosos de la poesía bonita; los que cuesta trabajo declamar con aquella sonrisa acostumbrada a complacer al público: en resumen, paradójicamente, los poemas que en la superficie y en el fondo odian un poco o un mucho a la poesía y buscan la salida de emergencia. Una poética no anula a la otra. En este libro —que defiendo ahora sin ambages— conviven varias bien o mal, pero conviven. En cambio, la vida literaria es otro terreno: tierra de nadie o campo de batalla. La gente que sabe de esas cosas usa expresiones como el “tejido social”. En este episodio de la vida literaria vaya que luce desgarrado. Se tejerá otro rápidamente; están los próximos festivales, las próximas antologías, las siguientes ferias, los libros que nos va a publicar la institución, las becas que estamos solicitando. Pronto nos estaremos volviendo a reconocer.
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JORGE IBARGÜENGOITIA
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CIUDAD ANÓNIMA
D EL SERV I CI O D E LO S B A N CO S
Aline Davidoff reunió algunos de los artículos que el escritor Jorge Ibargüengoitia (1928-1983) escribió durante ocho años para el periódico Excélsior, y con ellos integró el libro Ideas en venta, publicado por Joaquín Mortiz en 1997. Rescatamos el texto titulado “Para servir a usted. Tenga fe en los bancos”. Selección: Delia Juárez G.
–T
e guardan tu dinero en un lugar seguro y además te dan una chequera “personalizada” con tu nombre impreso, ¿qué más quieres? —me dijo un amigo que está convencido de que los bancos son instituciones de beneficencia. Yo, francamente, no quiero más, ni pido más ni tengo esperanzas de que me den más. Contra los bancos no tengo mayores quejas. Ni creo que me estén haciendo un favor, ni creo que me estén estafando. En veinte años de tener cuenta corriente, he encontrado dos errores: uno a mi favor, de seis centavos y otro en mi contra, de dos mil pesos. No está mal, sobre todo porque hubo manera de corregirlos. El poco dinero que tengo prefiero guardarlo en el banco que entre las páginas de un libro, que siempre se me olvida cuál es, o como un amigo mío, que guardaba el fruto de diez años de trabajo entre los forros de un sombrero viejo —fedora— de su difunto padre. El día en que compró una casa, se presentó en la notaría con una bolsa de papel que contenía medio millón de pesos y los restos de una dona. Mucho más elegante es llegar con un cheque certificado.
Las Claves
SI SE TRATA DE ALGUIEN QUE QUIERE COBRAR EL CHEQUE QUE LE HA DADO OTRA PERSONA, SE SOSPECHA QUE ÉL NO ES ÉL, QUE LA OTRA PERSONA NO ES LA OTRA PERSONA Y EN TERCER LUGAR, QUE NO TIENE FONDOS.
Pero una cosa es declarar que no tengo mayores quejas y otra, muy diferente, es decir que estoy satisfecho con el servicio que están dando los bancos, que me parece malo y que va empeorando. No me quejo, porque creo que no sirve de nada. Voy a tratar de hacer un análisis superficial del funcionamiento de un banco. En asuntos judiciales hay una regla, que rara vez se respeta, pero que cuando menos existe y que es supuestamente la base de todo el procedimiento, que dice que al acusado debe tratársele como inocente, mientras no se demuestre, sin lugar a dudas, que es culpable. Voy a comparar esta máxima tan humana, con lo que le pasa a un individuo que ha depositado el dinero que ganó trabajando en un banco y que después quiere retirar una parte de él. Según el procedimiento tradicional, escribe un cheque al portador o a sí mismo, lo lleva al mostrador, se lo entrega al empleado... y ¿qué es lo que hace el empleado automáticamente? a) Sospechar que él no es él. b) Una vez que se demuestra que esta sospecha es infundada, se sospecha que no tiene fondos. Nótese que este es el caso más sencillo, porque si se trata de alguien que quiere cobrar el cheque que le ha dado otra persona, se sospecha que él no es él, que la otra persona no es la otra persona y en tercer lugar, que no tiene fondos. Y en el caso de que el aspirante a cobrar el cheque no sea cuentahabiente del banco en cuestión, se sospecha, además de lo anterior, que la persona que
le dio conocimiento de firma o bien no sabe lo que está haciendo o está actuando de mala fe, porque en el fondo no es digno de dar conocimiento de firma. Esto, en el caso de que quiera uno retirar dinero que le pertenece; si de lo que se trata es que el banco le preste a uno dinero ajeno, es muy sencillo: basta con demostrar que no lo necesita uno con urgencia, que tiene uno bienes rematables en un abrir y cerrar de ojos y, de preferencia, que no va uno a emplear el producto del préstamo en nada serio —como una operación quirúrgica— sino en algo frívolo, como una especulación. El otro día, que estaba yo haciendo cola para cobrar un cheque, un señor me recomendó: “¿Por qué no se hace usted amigo del gerente del banco? Míreme a mí: me acerco a su escritorio, platico un ratito con él, me autoriza el cheque y me lo pagan inmediatamente.” —No, señor —le contesté—, yo prefiero hacer cola que tratar con esa gente. Estaba yo exagerando. Lo que me pasa, en realidad, es que yo tengo algo, no sé si es la cara o los zapatos, que se les olvida inmediatamente a los gerentes del banco. Cada vez que me acerco a ellos, que es por caso de urgencia, me preguntan: “¿tiene usted cuenta con nosotros?”, aunque me hayan visto y saludado cien veces. [...] Cuando pienso en todo esto, llego a la conclusión de que ha llegado el momento de hacerle un agujero al colchón. (19-XI-71).
Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ
ANTONIO COLINAS (León, España, 1946) es poeta, narrador, ensayista, crítico literario y traductor. Voz clave de la lírica castellana (Junto al lago, La viña salvaje, En lo oscuro, Noche más allá de la noche, Tiempo y abismo, Desiertos de la luz...). Ensayista puntual (El sentido primero de la palabra poética, Tres tratados de armonía...). Estudioso de la biografía de autores fundamentales de la literatura universal (Leopardi, Alberti, Aleixandre...). Premio Nacional de Literatura, 1982. Recientemente, ganó el prestigioso Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, 2016. La prestigiosa editorial madrileña Siruela acaba de poner en circulación su Memorias del estanque: pasajes de lo “esencial de una vida” dedicada por entero a la creación literaria. La realidad desde la mirada de la poesía y el fulgor del mundo en intensas evocaciones. “Yo fui un niño muerto. El agua me devolvió a la vida. Ardía el aire de agosto y ardía mi cuerpo a causa de la fiebre.
(...). Llovía con fuerza y la humedad se posó en mis ojos y en mis labios: hasta mi piel. El niño muerto se levantó sin ayuda del lecho. Y sonreía”: inicio de estas crónicas interiores trazadas en las rutas del cerezo y el olivo, en la yuxtaposición del torbellino y la entereza, en la rambla del temblor y los espacios de la cifra sigilosa. Viñetas de caudales en que el ardor de la palabra edifica resplandores rescatados de la remembranza. Fragmentos: canciones en ilación desnuda. Salmos de llovizna presurosa. Cánticos de gozoso relente. El tiempo transcurre a galope. La tarde cicatriza los tajos de la mañana para que la noche se extienda y se convierta en ese firmamento de las pasiones primeras. “¿Por qué misteriosa razón, de qué Vía Láctea de los secretos, llegaba el amor adolescente?”. Trotan las palabras en estos pliegos de música en sonatina. Le Quattro Stagioni irradian en los velámenes de una juventud exacerbada en busca de la tra-
ma dibujada en la niebla. El Arte de la Fuga: matemática celeste. Bach: noche catedrálica. Italia, Ibiza. Silencios hondos, tibios candiles: temporales llamaradas fluyendo hacia los almácigos... Madrid. Gerardo Diego. Azorín y el encuentro con ella. La muerte de Leopoldo Panero. Rosa Montero. Sueño de amor es de Franz Liszt no de Schubert, acepta el muchacho enamorado. Rafael Alberti y el Museo del Prado: “Álamos temblorosos en mis ojos”. Tiziano en las sílabas del otoño. Una carta nunca enviada a María Zambrano, pero sí la lectura febril de El hombre y lo divino, Los sueños y el tiempo... México: Cholula, Tlaxcala, Puebla de los Ángeles, el volcán Popocatépetl, Día de Muertos: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. La tarde se cose al preludio de las Bucólicas de Virgilio. Tolstoi: Resurrección. El mundo es una isla grande: Paisaje con ruinas; el estanque, un relámpago: el poeta se sumerge en el chispazo del albor del agua.
MEMORIAS DEL ESTANQUE
Autor: Antonio Colinas Género: Memorias Editorial: Siruela, 2016.
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DEFENSA DE TIERRA ADENTRO
EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
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CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication
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s oficial: la versión impresa de Tierra Adentro desaparecerá. Y el Fondo Editorial también. Del Programa Cultural sólo sobrevivirán (y conectados a un respirador artificial) la edición de los libros ganadores de los premios que convoca la revista y una versión digital. Una noticia triste. No sólo por lo que implica, sino porque en el ámbito intelectual y cultural de México no se han pronunciado al respecto. Nadie ha cuestionado esta decisión. Ni se ha molestado en indagar quién fue el responsable de dicha disposición. No es ningún secreto que la revista perdió el impacto del que gozó en décadas pasadas. Tuvo que luchar contra un enemigo implacable (que finalmente la venció en cierto sentido): la distribución. Su venta se limitaba exclusivamente a la cadena de librerías Educal. En algún momento se podía conseguir en Sanborns, pero incluso entonces pesaba sobre ella un sesgo de publicación especializada. Y la pregunta no es de qué sirve tener una revista que no se lee. Sino de qué sirve tener una publicación que no se distribuye. Porque Tierra Adentro todavía se lee. Me consta. No puedo hablar en términos de índice de lectura, me parece ridículo. Pero en el número de septiembre pasado publicaron una entrevista mía con Sergio González Rodríguez y recibí bastante retroalimentación. Durante mucho tiempo (y estoy seguro que todavía), Tierra Adentro era considerada una estación obligatoria para emprender una carrera literaria en este país. En épocas en las que era impensable que un escritor joven debutara
QUÉ VA A OCURRIR CON LAS NUEVAS GENERACIONES DE AUTORES QUE NO QUEPAN EN LAS EDITORIALES COMERCIALES. QUIÉN VA A PUBLICAR LOS TÍTULOS QUE SACABA TIERRA ADENTRO.
El sino del escorpión
(con sus debidas excepciones) en una editorial comercial, Tierra Adentro se convirtió para muchos en un reto personal. Incluso se han dado casos de autores que han conseguido una carrera más sólida siendo publicados en Tierra Adentro que otros que han sido fichados por transnacionales. En el presente el Fondo Editorial Tierra Adentro (FETA) significa una meta para muchos jóvenes escritores que son conscientes de la historia del Programa. De los autores, entonces desconocidos, que aparecieron con él, y ahora son referentes. Sería injusto afirmar que Conaculta se desentendió de Tierra Adentro. Le dieron su modernizada. Bastante afortunada. Redujeron el número de páginas y abarataron el costo a veinte pesos el ejemplar. Pero el daño ya estaba hecho. Y la generación de los nacidos en los noventas ya casi no tuvo noticias de ella. Refundida como estaba en las librerías del Estado. Lo que sí es completamente incomprensible es por qué la Secretaría de Cultura jamás hizo un esfuerzo por colocarla en la calle. De los 47.7 millones de dólares destinados a la promoción de Cirque du Soleil hubieran podido trasladar algo a la distribución de la revista. O de los libros, que desde hace casi cuarenta años del Programa entraron a Gandhi. Cuarenta años. En un país como México, donde parece que el sistema está diseñado para joder a los ciudadanos, hay que reconocer cuando el Estado hace bien una cosa. Y con Tierra Adentro se hizo un excelente trabajo. El papel del Estado
es proveer un servicio. Independientemente de si en los últimos años la popularidad de la revista decreció o no, estaba ahí para quien deseara acercarse. Hoy no está. Y creo que es nuestro deber solicitar que se revoque esta sentencia. Sobre el Programa pesan acusaciones de toda índole, como también sucede en las editoriales comerciales. Pero no por eso se tiene que tomar una medida tan drástica al respecto. Pensemos esto. Qué va a ocurrir con las nuevas generaciones de autores que no quepan en las editoriales comerciales. Quién va a publicar los títulos que sacaba Tierra Adentro. Por el bien de nuestra literatura no podemos dejar todo en manos de las transnacionales. En un momento en el que los reclamos a la Secretaría de Cultura están a la orden del día, nadie se ha molestado por meter las manos al fuego por Tierra Adentro. Son los intereses personales, los berrinches, las exclusiones, lo que permea las “discusiones” entre nuestra intelligentsia. El Estado cada vez embarga más productos culturales. ¿Vamos a permitir que también desaparezca Tierra Adentro? Ojalá la defendiéramos con la misma rabia que empleamos para denunciar que no se nos incluyó en tal o cual antología. Qué momento más penosamente triste viven ciertos intelectuales y escritores de México. Vamos a desaparecer nuestra cantera. Y nadie protesta. Así como se firmó una carta exigiendo que el Hay Festival se sacara de Xalapa, se debería firmar una petición exigiendo que Tierra Adentro no desaparezca. C
Por ALEJANDRO DE LA GARZA
Hegel y yo... NO SATISFECHO con denominar a su columna como el magnífico relato de José Revueltas, el arácnido recurre con cinismo a otro cuento moridor del querido Pepe para titular esta entrega. En espera de las críticas procedentes, el escorpión se parapeta en su hendidura en el muro cual maestro oaxaqueño en bloqueo de la CNTE. Pero este Hegel no es el antinatural enano de piernas amputadas decidido a asesinar al Revueltas preso en el reclusorio, sino el filósofo Jorge Guillermo Federico Hegel. Todo porque el rastrero no acaba de digerir esa visión del desarrollo y el avance de la humanidad a partir de la teoría de las contradicciones en proceso de resolución: el clásico hegeliano de “tesis-antítesis-síntesis” al venenoso le resulta insustentable. “El mundo es conocido en la medida en que es asi-
milado por la razón, por tanto llegará el momento en el cual el mundo será plenamente asimilado por el hombre”, dice el alemán. ¿Y entonces? ¿El absoluto, la perfección, el logro mayúsculo de una humanidad mejorada, en paz, sabia y lograda? Esta afirmación metafísica al escorpión le resulta fantástica. Quienes la aprovecharon falazmente fueron los marxistas, al aplicarla al desarrollo del Estado: la tesis capitalista será contradicha por la revolución y la dictadura del proletariado, y de ahí la síntesis llevará a la desaparición del Estado y la felicidad última y socialista. No son la depresión, la incertidumbre ni el padecer urbano al cual nos sometemos con estoicismo repitiéndonos de manera absurda “la vida es esto” y “aquí nos tocó vivir”. Tampoco la inexistencia de un porvenir (nada está por venir), sino
las declaraciones demagógicas de políticos y funcionarios las generadoras de irritación, desconfianza y rechazo hegeliano en el rastrero. Cuando se llenan la boca con llamados a pensar en el futuro de nuestros hijos y nos exigen sacrificio para heredarles una sociedad y un país dignos, el venenoso espesa el destilado de su aguijón y piensa: este legislador ya resolvió la vida de las siguientes tres generaciones de su familia... Para aligerar la bilis, cita mejor a Monsiváis: “Quienes no tenemos hijos, debemos preservar el futuro de nuestros nietos”. Revueltas y Hegel, la filosofía del no-futuro y los políticos mexicanos son mucho para esta columna, por ello, de vuelta a su bloqueo magisterial en el acceso a su nido, el escorpión llama a sus lectores a “falosofar”, como cantaría su compadre Jaime López.
EL CLÁSICO HEGELIANO DE “TESIS-ANTÍTESISSÍNTESIS” AL VENENOSO LE RESULTA INSUSTENTABLE.
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FERNANDO ANDRIACCI “PINTAR ES REGRESAR A LA INFANCIA” Fernando Andriacci es uno de los artistas plásticos más interesantes de México. Nació en San Juan Bautista Cuicatlán, Oaxaca, en 1972. Su obra, una oda a las fantasías, plasma personajes legendarios y místicos: caballos, elefantes, bicicletas, cabras locas, cocodrilos, cangrejos y grillos, a los que impone un toque de exuberancia y colores que se encuentran en las calles oaxaqueñas. Sus representaciones zoomorfas son un bestiario
que recrea la dimensión de lo fantástico. Andriacci estudió pintura, escultura, grabado, filosofía e historia del arte. En el Taller de Artes Plásticas Rufino Tamayo estudió también litografía, técnicas mixtas, preparación e investigación de materiales. Desde muy joven ha expuesto en México, Estados Unidos y Japón. Este año, el escultor expondrá su obra en Nueva Orleans, Houston y Nueva York, y en 2017 expondrá en galerías privadas de Europa.
Por
ESGRIMA
está preparada para que nos eduquen para vivir con el arte. Primero debemos alimentar a los pueblos y luego educarlos. Es difícil sobresalir sin recursos, pero también esa parte te impulsa, te convierte en un rebelde, ése fue mi caso. Cuando a un niño le niegas algo, termina haciéndolo si verdaderamente cree en eso.
¿Para qué pintar? Es una necesidad. Crear un óleo, una escultura, es una forma de establecer un diálogo con la sociedad. ¿Cómo reconoció su vocación? Nací en San Juan Bautista Cuicatlán, Oaxaca. A los nueve años, llegamos a la ciudad y ahí tuve mi primer contacto con la pintura. Entré al taller infantil de artes plásticas, en la Casa de la Cultura. Después, a los 13 años, me integré al Taller de Artes Plásticas Rufino Tamayo. A los 15 tuve mi primera exposición en una galería privada como la Quetzalli, en la ciudad de Oaxaca. A los 17 años expuse por primera vez en Casa Lamm. Y así sucesivamente, sin parar. Ahora tengo 43 años. ¿La infancia es el mal del artista? Desde muy pequeño disfrutaba de ver las exposiciones, jugaba gaba con insectos, animales: desde un chivo hivo hasta un escarabajo. Ése fue y ha sido o mi mundo. Pintar es regresar a esa infancia, cia, volver a mirar el mundo desde esa variedad riedad de colores y texturas que tuve en mis manos. El arte, la pintura, la escultura o cualquier técnica es la recreación de nuestro uestro entorno, una mirada que le propones ones al espectador para generar un diálogo. ogo. Ese juego de colores con el que descubres escubres el mundo es fundamental. He intentado ntentado proyectar también las texturas —que que aún sigo descubriendo— y trato de hacer acer que las demás personas lo sientan; si yo lo disfruto, otros podrán disfrutarlo rlo o llevarlo a otra dimensión. Sin embargo, la niñez no siempre conlleva la felicidad. ad. Mi infancia fue difícil porque mi familia es humilde, de pueblo. Mis padres adres querían que estudiara diara arquitectura o leyes, todo menos pintura. Decían n que iba a ser una distracción, cción, que era un hobbie. Fue ue difícil luchar contra todo o eso, porque nuestra sociedad iedad —y más en el pueblo— o— no
ALICIA QUIÑONES
EN L A TRADICIÓN OAXAQUEÑA TENEMOS ARTISTAS RELEVANTES, PERO EN NUESTRAS CALLES O SITIOS PÚBLICOS NO VEMOS SU OBRA.”
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¿El arte es un cúmulo de fantasías? Sí, es todo lo que nos imaginamos. Eso que soñamos, lo reflejo y plasmo en la pintura: de esa forma comparto mi mundo, algunas veces fantástico. La idea de la infancia del artista se recreó también a través sus hijas. Recuerdo una anécdota en particular. Mi hija, la mayor, cuando la llevaba al circo, le encantaban las jirafas, los leones, y en especial los elefantes. Una vez, función, ¡se quería llevar al al terminar la fun casa! No tuve otra más que elefante a la casa acompañar su fantasía: le comenzar a acom escultura, después óleos. Las hice una escultu piezas generaban mucha curiosidad pero los pinté para ella. nunca los he vendido, ven a encargarme más Después, comenzaron comenz entonces hice una serie, hasta elefantes y enton que el elefante se convirtió en uno de los obra. emblemas de mi o logrado ese diálogo entre ¿Siente haber log su obra y la sociedad? socied Una de las cosas cos que más disfruto es en las calles. Esa colocar mis esculturas escu hace tres años con la inparte nació h quietud de compartir mi obra con público, y dejar a un lado el arte el público museos y galerías. En la tradide museo oaxaqueña tenemos artistas ción oaxa relevantes, pero en nuestras carelevant sitios públicos no vemos lles o sit obra. Los conocen en cualsu obra pero en Oaxaca quier estado, e desconocemos qué hacen ardescon tistas ccomo Luis Zárate o Sergio Hernández. No tenemos He esculturas de Tamayo, teneescu mos que viajar a Monterrey para verlas, y lo mismo sucede con Francisco Toledo.
Insisto: debemos voltear a nuestro pueblo y educarlo a través del arte. Para la primera escultura que planeé poner en la calle, las autoridades tardaron seis meses en dar autorización, mientras los movimientos políticos y sociales afectaban las calles. Frente a todo eso, opté por no pedir permiso y sacar mi obra a lugares públicos: parques y avenidas. Coloqué la escultura de un cristo en Santo Domingo, pero en medio del conflicto magisterial duró un día y la retiraron. Sacar la obra a las calles es poner un granito de arena para que se abran espacios a los jóvenes artistas. ¿Cómo nace una escultura? Primero nace la idea, la plasmo en plastilina y cuando está en su punto, la afino y le meto texturas y la hago molde, después se funde. Así se hace una escultura en bronce, que lleva un promedio de dos a tres meses de elaboración. También estoy trabajando las esculturas monumentales en placas de metal; de hecho, es mi técnica favorita, aunque también disfruto la cerámica, el pastel, el gouache, etcétera. Formar parte de la tradición de artistas oaxaqueños no es fácil. Sí. Es difícil. Oaxaca ha sido cuna de grandes artistas. Tenemos artistas plásticos muy importantes; así que es un reto y un compromiso dedicarse a la pintura. El maestro Andrés Henestrosa la llamaba “la pintura oaxaqueña”; sin embargo, yo siento que a través de los años se ha formado una escuela, una corriente fuerte con distintas influencias, no sólo locales. En lo particular, reconozco una fuerte influencia de pintores oaxaqueños como Francisco Toledo, Rufino Tamayo y toda esa generación de artistas que admiro; de ahí he partido para generar mi estilo, que todavía intento consolidar. También reconozco que mi obra está particularmente inspirada en el color de las calles y el cielo oaxaqueño. Y ese color de las calles también se extiende a los trajes regionales, la comida: el lenguaje de nuestra tierra. Vivir en Oaxaca es apasionante, es mágico, y yo proyecto esa vida a través de las artes plásticas.