Cuatro cuentistas mexicanos

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FRANCISCO HINOJOSA LOS SILOS

ESGRIMA

ALONSO AREOLA

N Ú M . 7 9

S Á B A D O

BORN TO RUN

CARLOS OLIVARES BARÓ

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El Cultural [ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

CUATRO CUENTISTAS MEXICANOS GENEY BELTRÁN FÉLIX ANA CLAVEL

JAIME MESA CARLOS VELÁZQUEZ


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Este número concluye el año 2016 de El Cultural (luego de una pausa el próximo sábado 31, regresamos el 7 de enero). De acuerdo con la tradición, lo consagramos al género del cuento. Participan cuatro narradores mexicanos en activo que ofrecen otros tantos ejemplos de la riqueza y diversidad de estilos, temas, escenarios y registros de la literatura actual. Dos de ellos, por cierto,

integran la cuarta entrega de la serie en curso de este suplemento, Cartografía narrativa de un país en pedazos, coordinada por Edson Lechuga. Esta edición de El Cultural está dedicada a la memoria del notable escritor y cuentista mexicano Guillermo Samperio (1944-2016), fallecido el pasado 14 de diciembre, autor de una obra pródiga que es referente de las letras mexicanas.

NOMÁS NO D E S A PA R E Z C A S GENEY BELTRÁN FÉLIX

Y

ya. Su mano de escuálidos dedos puso ahí la bocina, sobre la base del teléfono. ¿Tendría que estar echando furias de la boca por cuanto acababa de escuchar? ¡Era un agravio! ¿Qué podía hacer? Ahora fue igual que cuando niño. En los primeros meses luego de que se mudaron del pueblo a la ciudad, se le espoleaba la imaginación por tanta cosa nueva que en las calles le salía al paso, o cada que alguien de su familia hablaba por ese objeto antes imposible llamado teléfono. Tan sólo de ver los gestos que de este lado del diálogo hacían su madre o hermanos, él podía dibujarse, con fieles contornos y colores vivos, las facciones y la forma de vestir que según él habría de tener la otra persona en quién sabe qué barrio. Una vez colgado el auricular podía seguir en su fantasía al falso individuo. Lo veía tararear un corrido mientras se estaría sirviendo un plato de sopa en la cocina, aspirando la alfombra con laborioso gesto de entusiasmo o mientras habría de salir a la calle en bata y pantuflas para entregar las bolsas de basura al recolector. Y así estaba viendo, muy nítido, el quehacer probable del Rumi, su interlocutor de unos minutos antes, en la que sería su habitación: un cuarto amplio de blancuzcas paredes y abanico de techo, con dos ventanas que darían a las ramas de un bambú y a un

parque público, en el mismo edificio de reposo que Ger ya conocía por tener ahí recluida a su propia madre. Podía figurarse el cuerpo robusto y moreno del Rumi, metido en una camiseta morada con la leyenda After Life y un pantalón negro de mezclilla, el pelo muy corto, las facciones duras... y ese era precisamente el hombre a quien ahora tenía que— ¿De veras tenía que matarlo? ¿Podría mejor no? Explicadas las cosas con frialdad, esa preguntadera interior exhibía la diferencia entre Ger y El Rumi. Si las circunstancias fuesen las opuestas, no estaría El Rumi cavilando ni, como lo hacía Ger en ese instante, se pondría a examinar en el espejo las manchas que el sol le ha venido marcando en las entradas de la calva futura. Ahora mismo escuchaba en la mente lo que sería la regañona voz de su madre, quien, de poder gritarle cara a cara, lo enviaría a la farmacia a comprarse una pomada contra la seborrea. No: ya habría El Rumi tomado la beretta 92 de un cajón entre papeles del fisco y fólderes color crema, estaría cruzando con andar sereno el pasillo hacia el ascensor o ya vendría en un taxi, sobando la cacha del arma, abstraído en los pormenores que habrían de presentarse en su tarea sin responder a los chistes del chofer sobre el peinado y la ignorancia del nuevo presidente. Vendría sólo con la idea de entregar en el cuerpo de Ger las balas necesarias para

poner la travesía del tiempo de nueva cuenta en su favor. Ger en cambio no entendía —o buscaba pretextos para no entender— que las palabras recién escuchadas en el teléfono eran el agravio final del Rumi contra su mera persistencia en el mundo. ¿... Que qué tanto había pasado? Luego de marcar el número —hacía de eso cosa de un cuarto de hora—, pidió Ger que lo transfirieran con su madre a la extensión de la sala de estar (ahí pasa la anciana con su pesado cuerpo todo el día), y quizá los ojos de la recepcionista estaban bobeando por las coloridas páginas de una revista de espectáculos, el caso es que sus dedos habrían pulsado el botón erróneo. Porque fue entonces que el cableado telefónico le trajo a Ger la voz tan sosegada, tan muelle del Rumi. Éste hizo como que quería atenuar la sorpresa de Ger por hallarlo en esa casa de reposo: le dijo que apenas tres días antes había decidido internarse con motivo de su enfermedad de los nervios: la compañía de los ancianos le hacía siempre por el solo contraste respirar beatitud y vientos jóvenes. Y de un derrepente El Rumi dijo: “Oye, pues la barrigona de tu jefa conmigo es bien reata. Quesque le gusta conocer a los compas de su coyotito. Lo que no entiendo es por qué insiste en coquetearme, en pintarrajearse la cara como si tuviera veinte años y no setenta. Y cuando quiere acomodarse la dentadura creyendo

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que nadie la ve, parece una gárgola la muy zopenca... Una vez leí en una revista que los hombres buscan en sus parejas a alguien que les recuerde a su madre, y ahora me queda claro por qué saliste tan de a tiro joto. No te agüites: no le digo nada de lo que realmente pasa con tu jale ahora, aunque bien se sospecha que te traigo de correveidile. Así que ya me la eché a la bolsa, con todo y que su voz de pito me lija los oídos. Y poco a poco iré haciendo que la vieja senil no se acuerde ni de tu cara de mayate y gutierritos...” Se quedó Ger con el eco de la voz adversa después de que el otro colgara, dudando de si, por la aberración histórica que le tiene al Rumi, su oído le habría jugado una trastada haciéndole escuchar, en vez de la voz usual de su madre, el tonito burlesco de ese tipo que le debe tantas, y así se mantuvo en silencio, casi acariciando en su mental reiteración los acentos de cada adjetivo y de cada inflexión grosera, igual que cuando sus hermanos mayores lo traían de torta y se la pasaban insultándolo, y llevaba ya, en efecto, un cuarto de hora ahí sentado frente al calendario de diciembre, no queriendo oír las risas que las hienas de su cobardía le soltaban desde dentro del pecho, y a cambio buscase ir minando la asesina resolución que muy límpidamente se le alineó en la cabeza. ¡Si pudiera olvidarse del Rumi y de todo esto, y volver al chavalillo que fue hace ya tanto tiempo, a los dieciséis o incluso a los veinte, para empezar de nuevo, ya experimentado, y así librarse de su actual vida de mierda! Mientras eso no, ¿qué podría hacer? Tenía de algún modo que intervenir en la supuesta amistad del Rumi con su madre. ¿Podría discutirlo calmadamente con el cabrón ése en su habitación, alegando en dóciles murmullos —para que, de pasar por ahí en ese momento, su madre no escuchase nada que la pudiera angustiar—, y darle a entender a ese insaciable que la pobre ya de tan chupada por las quiebras de los años no tiene dinero? Aunque un segundo después Ger intuía que no era dinero lo que llevaba al Rumi a querer embaucar el ánimo de la mujer anciana en su insomne declive hacia la desmemoria para romper por fin con su hijo, ese adulto ya certificado, merced a su historia de divorcio y desempleo, en el más insistido desmoronamiento —o, para decirlo de un modo preciso: en el fracaso.

* * * Después ahí lo veíamos caminando por la cuadra. Iba con la mirada espesa soslayando las manos y los gritos de los vendedores ambulantes, igual que si, por hastío ante una realidad vociferante, tan terca en querer disolverle con piratería y precios bajos las dudas que se le reproducían en la mollera, fuese una cuestión de dignidad el no poner atención en las tonadas navideñas ni menos aun en los colores rojo y verde repetidos en los escaparates y en los maniquíes. Hasta que, así muy de improviso, de algún lado huecamente fantasmal del aire le vino el pensamiento: Todo mundo tiene un enemigo al que debe matar.

GENEY BELTRÁN FÉLIX (Tamazula, Durango, 1976) es autor del libro de relatos Habla de lo que sabes, el libro de ensayos El biógrafo de su lector y las novelas Cartas ajenas y Cualquier cadáver (Cal y arena, 2014), Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2015. Es autor del prólogo y la selección de Elena Garro. Antología (Cal y arena, 2016).

Y en ese instante le señalaba su mente el rostro del Rumi. ¿Tanto así enemigo? Cuando El Rumi y él se conocieron, Ger era jefe de asignaciones en una empresa del Doctor Chaparro. El Rumi le escribió un correo electrónico y al día siguiente le marcó por teléfono. Apeló a los vínculos con una amiga mutua. Decía tener sólo semanas de vivir en el Distrito y, con mujer y dos hijos pequeños, no lograba estirar la lana para el tan alto costo de la vida aquí. ¿Podría él asignarle de cuando en cuando un trabajillo cualquiera, alguna entrega en chinga a Tijuana o Nogales? Era, en serio, bien cumplido y afanoso, ya lo vería en sus cuentas y en sus resultados. Es que con dos hijos pequeños, ¿le había dicho ya?, ocupaba más ingresos: pañales, mamilas, leche Nido y estas cosas qué caras... De ese modo El Rumi —así lo tildaron porque su nombre real, el de José Jorge de Dios Trinidad Rumifacio, le pareció a todos muy largo, sin glamur y de viejito de pueblo— se volvió una estrella: eficiente y callado, presto a cualquier diligencia, por más intempestiva y aun diríamos que asquerosa. Pero un día de la noche a la mañana el propio Ger fue degradado a un puesto de asistente, y en su lugar contrataron, ¿a quién más sino al traidor del Rumi? Claro que Ger se recompuso: nada de quejarse. Dejó la renuncia estoica en el despacho del gerente y pronto lo jalaron para hacer casi lo mismo en Farmazeta, una compañía aún muy chica que ciertamente no le hacía ni la sombra de cosquillas al Doctor Chaparro, y en la que Ger duraría poco (la cerraron luego de una auditoría). Empezó su ir y venir de saladespera en saladespera, con entrevistas aquí y allá que no le conseguían nada, hasta que decidió tragarse los gargajos de su dignidad y le pidió al Rumi que le compensara el viejo favor. Cosa que ocurrió ciertamente, pero sin la frecuencia ni el buen pagamiento con que antes El Rumi había fungido de externo: nuestro Ger recibía viajecitos de poca monta a los pueblos del sur, a recoger unos pocos kilos en una troca, o a mantenerse en algún punto fronterizo a la espera de las avionetas que aún hoy buscan torear la vigilancia de los vecinos que siguen llamando ilegal lo que de este lado ya es desde entonces cosa corriente. Sucedió así esta última vez: lo enviaron a Tapachula, y

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a su regreso luego de dos semanas se vino a topar con que El Rumi, por una casualidad bien infausta, está en el mismo edificio en que sin más alegatos se le viene a él desnaciendo la madre. Los dos muchachos afuera del cuarto del Rumi le sonrieron, a Ger, con una esquina de mofa en los labios. Muchachos no lo eran, está de más decirlo: antiguos pistoleros redimidos por la amnistía —el cheque quincenal, la inscripción al seguro médico que cubre operaciones de gordura, útiles escolares para los hijos regados aquí y allá— a los que Ger aun así seguía mirando con un temorcillo en que algo se dejaba ver la cola del resentimiento, aunque aquí en el asilo para despistar trajeran estos cuates delgadas ropas azul pálido similares a las empleadas por los enfermeros. Pero no, nadie le dijo al llegar nada. ¿Asumieron que vendría a reportarse con el jefe? ¿Que lo habrían enviado de la oficina hasta acá tal vez de recadero, y nada sabían de que su madre llevaba ya medio año en una sala viendo a monitos parlanchines en la caja de un televisor, tejiendo monosílabos con los demás ancianos, dejando fluir sus residuos de vida en la baba de mañana, tarde y noche? Él venía, desde que salió de su casa, con algo parecido a un insecto comezoneándole las manos, que sudaban así exhibiendo sus rezongos ante la resolución, tan impropia del quietista Ger, de venir a encañonar al jefe. Por eso al cruzar el dintel de la habitación habría de dudar otra vez. Se llevó la mano izquierda al cuello, bajó la cabeza, y cuando El Rumi, vestido con una bata azul, se puso de pie, Ger por fin lo miró. ¿Y este pobre qué tiene?, se dijo. Ger creyó atropellarse con las facciones: por mera vacilada un diosillo inoportuno habría puesto arrugas y sequedad como las del rostro de una anciana en el del jefe odiado. Cerró y abrió los ojos. No lograba en efecto identificarlo bien: tenía El Rumi un aire tan demacrado, igual que si le hubieran exprimido los pómulos para enseñarle una lección de humildad a su catadura de siempre, maciza y rozagante. Y esa señal de quebranto en el cuerpo del hombre fue lo que al fin dio alas y despertares a los dedos de Ger. El cerebro no entendió lo que pasaba sino hasta que con el índice de la derecha había detonado por segunda vez el gatillo y colocado, de acuerdo con sus cuentas, el segundo disparo


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dentro del pecho del maldito Rumi. Las detonaciones las sintió Ger juntas: un doble jalón lo lanzaba hacia atrás de improviso haciéndole nacer una vibra poderosa de libertad y una ligereza en las articulaciones —lo que sentiría alguien a quien un golpe eléctrico le descoyunta los sentidos, si eso es posible, de su anudación con el cuerpo—, aunque todo pasó tan rápido que no supo decirse si el segundo disparo en realidad había sido de alguno de los guaruras, que le habría atinado, a él, en el cráneo, o quizá algún enfermero le habría hecho recibir un porrazo en la frente con el perchero. Con un susto visceral, ya totalmente confundido, cerró los ojos. Se sintió aliviado al advertir que nada de eso habría sido tan real como lo temió en un principio, pues, al abrir los ojos de nueva cuenta, vio a los guaruras que se le abalanzaban y lo sometían. Eso sí: antes de que alguno de los dos grandullones moviese una pierna para patearle el tórax o los genitales, como acostumbraban hacerle en la infancia sus hermanos, Ger pronunció las frases que los habrían de contener mal de su grado: “Peso 68. Y es mi primer muerto apenas”.

* * * Los dos agentes traían la cara picada por cicatrices de acné. Ambos eran de estatura baja y bien delgados. Saludaron con sequedad a la plantilla del asilo. El licenciado Urquidia —así dijo llamarse el único que habló en todo el rato— corroboró en la pantallita de su chunche tecnológica el peso e historial registrados de Ger. — Mire, agente Urquidia: mi vida empezó a irse por el caño de la mierda cuando lo conocí, al Rumifacio. Salió de la nada, del desierto mismo. Venía del norte. Yo lo ayudé. Le di la mano y a cambio me quería volar la madre. Me corrieron por su culpa. Sospecho que él me malhabló ante mis jefes en la compañía diciendo que yo era puto. Al gerente le dio las nalgas de la confianza. De seguro el puto era él, o por lo menos impotente... Sólo le supe, y de oídas, a una mujer a quien llamaba su esposa, y también presumía a dos famosos hijos, que quién sabe si habrán de veras existido. No, nunca me bajó ninguna vieja; es cierto que la Elsa nunca congenió con mi madre, que es muy especialita, pero esa cabrona se fue porque nos aburrimos juntos como en cualquier pareja de la viña del señor pasa... ¿El Rumi? El Rumi me estaba quitando a mi madre. A eso vino aquí. Su enfermedad de los nervios se la habría podido tratar en otro sitio. Imagínese: ya sería la muerte para mí que me sonsacara no sólo el trabajo sino también el cordón umbilical. Con eso me disolvería yo mañana, a lo sumo en un mes, cuando ese cabrón hiciera a mi madre olvidar que así y todo enclenque y desnutrido me trajo al mundo, cuando le hubiera hecho creer que a él fue a quien parió y a él a quien muchos años regañó con su voz traumantemente aguda y tundió a reatazos para que creciera bien hombre. ¿Me entiende? Y es mi primer muerto apenas... —Cuídese ahora —le dijo Urquidia, fijando los ojos en la cara pálida y larga

“MI VIDA EMPEZÓ A IRSE POR EL CAÑO DE LA MIERDA CUANDO LO CONOCÍ, AL RUMIFACIO. SALIÓ DE LA NADA, DEL DESIERTO MISMO. VENÍA DEL NORTE. YO LO AYUDÉ. LE DI LA MANO Y A CAMBIO ME QUERÍA VOLAR LA MADRE.” de Ger— de no subir de peso. Entonces sí perdería la exención y tratándose de un caso de alevosía le haríamos retroactiva la pena. Tampoco nos gusta que los flacos se aprovechen y anden lloviendo de muertos la ciudad. Qué digo yo, también querría colgarme a algún fulano —se llevó las manos al vientre, las puso por sobre la camisa y oprimió el abdomen, dejando ver un hueco pronunciado mientras desinflaba el cuerpo y sonreía y levantaba los ojos, casi coquetamente—. Acá entre nos sí nos merecemos el chance de emparejar el marcador: tanto sicario panzón que le dio vuelo a la hilacha armando balaceras antes y... —el otro agente puso a tamborilear dos dedos contra su sien derecha al tiempo que arrugando las cejas miraba a su colega—. Ni me hagas señas, puedo hablar lo que quiera. Este cuate me cae bien. Por eso la redención que le pondremos le sentará a toda madre. Vámonos mucho.

* * * Apenas subieron a la combi en la terminal, Urquidia volteaba una y otra vez hacia los asientos traseros; parecía fijarse más que nada en una señora mayor obesa y pálida, de pelo muy corto y rostro lleno de arrugas, y en un hombre gordo y de sombrero, de ojos achinados y piel muy lisa, con un rictus de autoridad e impaciencia. Se inclinaba Urquidia para decirle algo al conductor y desistía, o buscaba llamar la atención de su compañero tocándole la espalda con la mano, luego de pasarla por detrás del cuello de Ger, pero el otro agente apenas si movía los ojos, fruncía los labios. Ya que salieron de la ciudad, Urquidia se calmó. Parecía encontrar sosiego en irle soltando a Ger al oído cosas que éste no entendía de veras a cabalidad, pero al intuir que se trataba de palabrichas nimias, frases que no llevaban más función que la de hacer que el pobre Urquidia tolerase el aburrido paso del tiempo en la carretera, no se exigía la concentración para recabar sentido. Además, luego de los primeros minutos del viaje supo Ger que no debía andar exigiendo mucho a su aturdida cabeza: un al principio tímido pero al poco rato muy filoso dolor en las sienes y los ojos amenazaba con soltarle las hordas de un mareo que podría conducirlo al vómito. Casi con el intento (cualquiera diría) de entonarse con ese malestar (Gerardo deja de manosearte las verijas) le fueron llegando (Pinshi plebe qué güevón me saliste) imágenes y voces ya ancianas (Otro cinco en la boleta y te me vas de mojado con tu tío a pizcar algodón al Gabacho) de sus años niños: andaba preocupado por lo que fuera a pensar su madre al enterarse del asesinato del Rumi, y de inmediato la voz de la señora le habitaba las cámaras de la mente

con ecos destemplados (Tus hermanos si vivieran no me tendrían enchiquerada en este asilo de pacotilla). No podía sino sentirse preocupado por lo que una intuición le hacía sospechar: el dolor de cabeza, el porrazo que había creído sentir de uno de los enfermeros después de ultimar al Rumi, ¿qué tal y se le forma un tumor en el cerebro? Con todo y ser diciembre traía mucho calor y vacilaba con la intención de llevarse una mano a la cabeza, por el temorcillo a bajarla manchada de sangre. Casi dos horas después, Urquidia puso los dedos de la mano derecha sobre el hombro del conductor. —En la casa vieja, la del abarrote. Ahi mero. Bajaron los tres. Se asomó Urquidia a la ventanilla del conductor, éste hizo callar luego la máquina. Se hallaban frente a una casa de tejas café pálido, con un portal amplio y polvoriento y, del lado derecho, una cortina de fierro bajada. A la izquierda una puerta de madera derruida amenazaba con caerse. A un lado y otro de la casa estaban los corrales de un establo, desiertos. Atrás se dejaba ver la loma seca pelada. —No te desvivas por él. Con que madure es suficiente —dijo Urquidia. Ger no respondió. La jaqueca lo hacía sentir de la jodida. Las palabras de Urquidia le llegaron con retardo: alguien diría que el aire caliente en torno suyo le sabía poner al ruido resistencia. Urquidia apretaba los labios mientras lo veía penetrantemente, a la manera de quien hace un examen a alguien decidido a no darse cuenta de que está siendo examinado. —Escúchame —habló en un murmullo—. Podría haber pasado cualquier cosa. Si alguien en la central, o el panzón sombrerudo que viene en la combi, hubiera sabido que acabas de matar a uno de los suyos, te arrancan de nuestras manos y allá tú a ver si te gusta el desollamiento... Ahora cumple con tu tarea. Te sentirás como nuevo. Nomás no desaparezcas luego luego, porfa. Nosotros nos vamos a ir mucho a chingar a nuestras madres de aquí, qué sitio más horrendo. Se dio media vuelta. Su colega permaneció ahí sin moverse, con las manos en los bolsillos del pantalón. Movió la cabeza a los lados, pareció abalanzarse después hacia delante para decirle a Ger algo. Señaló a Urquidia con los ojos, los hubo de cerrar mostrando un dejo de resignación. —A mi compa le gusta exagerar —terminó por decir—. Aquí nadie se muere. Subió a la combi. Ger creía traer una alimaña caliente en el interior del cráneo. La jaqueca se había agravado con el traqueteo y ahora el calor; también lo aturdía el pavor inquieto de haberse dejado caer en una trampa, con dos tipos más siniestros de lo que se habría podido imaginar


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cuando los vio pararse en el asilo con sus caras picadas propias de adolescentes masturbatorios. El pueblo estaba horrendo, la neta. ¿Y si todo habría de verse finiquitado con una chingadera que le saldrá peor que la cárcel? ¿Díonde creí que alguna cosa buena me iba traer matar al Rumi, pues?

* * * Levantó los ojos porque —antes de ver el cuerpito allá con el gesto de querer salir de la penumbra— creyó en su propia piel sentir la vibración de un látigo suave extendido desde dentro de la casa, y que correspondería al mínimo calor de alguien apenas corpóreo, un corazón palpitante pero asustado o rencoroso o no del todo audaz en su deseo de ser y de salir. Se oprimió los ojos con el fin de sacarles el dolor de hormigas enojadas que le bullía con la solidez de la luz. Al abrirlos no supo si el cuerpito que veía era de un ser humano, un maniquí, un monigote de tela. Caminó unos pasos en dirección a la puerta. ¿Podía confiar? No debo acercarme mucho tampoco. ¿Será un orate, un retrasado mental aquí perdido, de esos que los pueblillos siempre tienen? Se palpó el pecho y la cintura, queriendo hallarse por ahí la pistola que, cómo podría ser de otra forma, le había sido incautada. El cuerpito de allá dentro se movió hacia la puerta cosa de medio metro, extendiendo las piernas con la lentitud de quien ha estado enfermo en cama y ahora no sabe confiar en que sus pies habrán de sostenerse con raigambre sobre el suelo. ¿O será un enano adulto retehambreado? Sus ojos se habían por fin hecho a la agresiva luz, y la curiosidad por el cuerpito parecía haberle disuelto la jaqueca al modo en que un desconocido al llegar a una fiesta en la que nadie lo espera, por la simple curiosidad que propicia calma los ánimos crispados de dos compas que llevan rato discutiendo sobre una nimiedad. Ger caminó hasta llegar a un paso del borde donde la sombra iniciaba, el solo ver al enano le había aceitado las coyunturas del cuerpo, dotándolo de una sacudida de elasticidad y vigor. —Ey, morro, ven pacá. No te voy a comer. Al principio no supo si había su voz siquiera salido de sus labios. El sonido parecía haberse quedado mudo a pocos centímetros de su rostro, luego se expandió violentamente por encima de la casa, retumbando hasta detrás del cerro con un eco grave, casi de un gigante airado que le imitara la voz, retándolo. Se detuvo, carraspeó. ¿Qué me dijo el tal Urquidia? Buscó escarbar en su mente para traer de nuevo la voz del licenciado, dejó de hacerlo cuando vio al niño mover el brazo derecho hacia el suelo, en un gesto que podría ser el de

quien trastabillea y va cayendo. Ger cerró los ojos y al abrirlos sintió que había descansado mucho; el niño había salido del cuarto, cruzado el dintel, y ahora se erguía a poco menos de tres metros. Ger aún traía todo el puño del sol aplastándole la calva. Dando un paso habría de cobijarse con la sombra. No lo quería dar, algo temía: del interior de la casa, detrás del niño debilucho, podrían salir súbitamente sus hermanos, gente taimada que usaría al muchachito de anzuelo para hacer surgir el interés de pervertidos a los que habrían de asaltar o allí dentro ellos mismos violar. Puta madre. Movió la cabeza a los lados, frunciendo las cejas. ¿Qué diría su amá si lo viera en este infernal pueblo rascuacho, tan similar al ejido de cuya pobreza salieron huyendo hace ya tanto? Se llevó la mano a la boca: nunca le pidió a Urquidia que le permitiese despedirse de ella, ahí en el asilo, luego de matar al Rumi. ¿Estará bien la pobre vieja? —Chico, ven. Yo seré tu padrino. El niño avanzó dos pasos. Ya no se veía tan flacuchento ni mucho menos chaparrillo: fácil le llegaría al hombro a Ger y los brazos se le advertían con algo de fibra y consistencia bajo la camiseta roída. No levantaba la vista, dejando ver algo de timidez o miedo. Ger se palpó el conejo en el brazo izquierdo, tensó los bíceps y, con la sensación de un padre que se sabe en el momento de dar confianza a ese hijo de muy flácida voluntad, continuó: —¿Ocupas dinero? ¿Hay algún enfermo ahí en tu casa? El chico levantó los ojos por vez primera. Eran grandes y tenían pestañas chinas; en su cara alargada y blanca

“PUTA MADRE. MOVIÓ LA CABEZA A LOS LADOS, FRUNCIENDO LAS CEJAS. ¿QUÉ DIRÍA SU AMÁ SI LO VIERA EN ESTE INFERNAL PUEBLO RASCUACHO, TAN SIMILAR AL EJIDO DE CUYA POBREZA SALIERON HUYENDO HACE YA TANTO?”

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producían un efecto de equilibrio entre la raya vertical que sugería su nariz puntiaguda y la espesa mata de pelos ondulados que le hicieron sentir envidia a Ger, por ser casi igualitos a los que él tuvo (pero ya no) en su adolescencia. —Vengo a echarte una mano. En unas de ésas y hasta le caes bien a mi amá... El cuerpo sonrió. Ger no pudo evitar un estremecimiento: se sintió sacudido cuando el niño terminó por salir de la penumbra y, a medio metro, arqueó los brazos, llevándose las manos a la cintura, irguió la barbilla y lo escupió a los pies. Esto me saco por andar de samaritano, le cruzó a Ger por la mente apenas se hubo movido un paso atrás. Nomás no aprendo la leccioncita de no juntarme con gente abusona y— Fue entonces que se percató de su equivocación: no era un niño, no había sido nunca un niño. Tendría quince o dieciséis, en un descuido tal vez hasta veinte, y aunque daba un aire de que no iba a ser tan alto, y quizá tampoco tan robusto como, por ejemplo, El Rumi, se le notaba una ruda seguridad en sí mismo, de quien se sabe orgulloso porque ya ha vivido más de lo que su edad aparenta, o acaso por ser de ese tipo de personas que intuitivamente aprenden y se alimentan de los errores ajenos. —Mijo, no tengas miedo. Todo saldrá bien allá fuera en tu viaje —era una voz de mujer, chillona y raspante, con un dejo de queja algo achacosa, la que venía de detrás de la puerta. El joven parecía ni haberla oído (seguía sonriendo como si nada). ¿Y Ger? La sensación de un pulgar helado le pasó rasgando de arriba abajo la columna: ¡qué era esa voz!, ¡era su madre! Aunque una frase así, alentadora, ella nunca la habría soltado, era el mismo timbre, la entonación... Debía hacer a un lado a ese mocoso, tumbar la vieja puerta y sacar a su madre de ahí dentro. ¿Estará enferma? ¿Cómo que aquí me la trajeron? Iba a gritarle ¡Amá, yo no sabía!, ya voy con usté, jefa, pero se le quedó en la garganta, arropado por una densa gasa de polvo, el grito inútil. En ese instante el joven, sonriéndole con un gesto bravo de burla y de impudicia a lo largo de los labios, le puso la mano derecha sobre la calva, cubriéndole la sección frontal del cráneo. Ger quiso escabullirse, se contuvo al percatarse de que el desconocido retiraba la mano con sangre. El muchacho caminó hacia el patio adentrándose en la franja de la luz absoluta. Abrazó la carne estática de Ger, quien ya no supo cómo ni cuándo hacerse atrás o a un lado, más bien sintió como si la materia ajena le absorbiera las energías del cuerpo, lo fuera desliendo y desmayando, secando y desviviendo. Y lo peor de sí, una enredadera arisca de rencores y debilidades, de odios viejos e infantiles miedos, se fue haciendo nada para regresar al polvo, un polvo esbelto que caería a la tierra para ser tomado con piadosa alegría por el viento mientras el muchacho lo cargaba en brazos y caminaba con él, ya por entero inconsciente, hacia la casa. Nadie lo vio salir después, pero el joven salió solo. Iba por el rumbo de la ciudad silbando la tonada de un corrido. Y ya. C


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L A ILUSIÓN V I A JA CARTOGRAFÍA NARRATIVA DE UN PAÍS EN PEDAZOS · 4 El debate de las literaturas nacionales más que un análisis de fondo sobre lenguaje y sentido se ha transformado en una discusión ontológica sobre la nacionalidad. Lo que hemos cuestionado en última instancia no son las literaturas sino las nacionalidades. Esto ha resultado en el despropósito de otorgarle una nacionalidad a todas y cada una de las tendencias narrativas, por un lado; y por el otro en el hecho de dejar al margen el análisis de una propuesta literaria. En ese sentido es importante entender que las letras no obedecen ni a fronteras geopolíticas ni a los lindes de la lengua o del idioma, sino que la literatura de diferentes latitudes da cuenta del entorno donde se construye la idiosincrasia de su autor. Por lo tanto sería más acertado hablar de territorios literarios antes que de literaturas nacionales. Es decir, centrarnos en aquel espacio de ficción donde convergen idiosincrasia, cosmovisión, épocas, recuerdos y signos de identidad de diferentes autores que dan como resultado ciertas constantes estilísticas, lingüísticas y referenciales. Y desde estos territorios es que proponemos esta Cartografía narrativa de un país en pedazos. En cada entrega publicaremos un cuento de un autor(a) mexicano(a) en activo, con la idea de trazar una ruta por nuestras latitudes literarias, para obtener una muestra de esta tierra abrupta, insospechada quizá, insondable pero no invisible. —Edson Lechuga

ANA CLAVEL Nací en la ribera de un San Cosme vibrador en la región más trans/pirada del aire. Si no hubiera literatura ya habría puesto en práctica el manual del perfecto suicida. No soy abusadora, nada más acoso de vez en cuando —eso sí, a golpe de metáforas e imágenes verbales: palabras que son labios que florecen.

JAIME MESA (Puebla, 1977) es novelista. En Alfaguara ha publicado Rabia (2008), Los predilectos (2013) y Las bestias negras (2015). Es profesor en la Escuela de Cine de la BUAP y autor del ensayo “100 protagonistas de la Generación Inexistente” que apareció en Literal Latin American Voices.

E N M E T RO T O DAV Í A ANA CLAVEL (Ciudad de México, 1961)

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ue la desmembren a una, que le corten la cabeza, que la pongan en una maleta y la abandonen en los andenes de una estación del Metro... pasa. Pero que además le quiten el corazón condenándola a penar como alma sin rumbo, eso sí está de la chingada. Ni modo de preguntar a vivos y muertos: “Oiga, ¿no tiene por ahí un corazón que le sobre?”. Así comienza el peregrinar de una historia. Esta historia. Llaménme Coyolxauhqui-reloaded desmembramiento; llámenme Mujer de Hojala-

ta-descuajada por aquello otro del personaje del Mago de Oz al que partieron por la mitad y se le escapó el corazón; búrlense todo lo que quieran o compadézcanme. Da igual. Si eso pudiera ayudarme a recuperar lo que tenía. Condenada a vagar como alma en pena en esta ciudad, la más opaca y a veces, algunas veces, la más transparente del aire. Sé que de nada sirve lamentarse, salvo porque termina por dar sosiego. Una historia triste deja de serlo un poco si al menos puede ser contada, y termina por rescatarnos de la

U NA FER I A DEL LIBRO, OTRA MÁS (L O QU E SI E M PR E QU I SI S T E) JAIME MESA (Ciudad de Puebla, 1977)

U

na larga, larga, fila de personas con distintas ediciones de tus libros en las manos. Tu mesita y tres plumas de tinta azul. La sorpresa de encontrarte, entre esos casi trescientos ejemplares de tus cuatro novelas, alguna primera edición, o una traducción al coreano o árabe; quizá, y esto es lo que te da más gusto, un libro visiblemente gastado, con alguna mancha de café, y las páginas subrayadas con un color excéntrico, y anotaciones del tipo “Muy bueno”, “Revelador”, “Esto siento en mi vida” que alcanzas a ver en los treinta segundos que le dedicas a cada lector. Una hora, dos, tres, hasta seis horas poniendo dedicatorias en serie a desconocidos que te dicen en un susurro sus nombres, que te sonríen, que, si vencen la timidez, te preguntan algo o te dicen que eres su autor favorito. Desconocidos que se toman una fotografía contigo, que la suben instantáneamente a sus redes sociales y se van sin despedirse. Una agente que espera detrás de ti, como guardaespaldas, y que dirige a la gente de la editorial porque sólo se les ocurrió mandar a la chica nueva de prensa y a una de las personas de redes sociales. “Por favor, mantengan la fila, y luego de tener su dedicatoria, salgan por la derecha”, instrucciones básicas pero fundamentales para controlar el caos. Un par

de postes que sujetan una cadena de tela rígida: tu protección. Alguien, quizá la chica de prensa, que te acerca un vaso de agua, vaso de vidrio porque lo has pedido así, o que te ayuda a abrir una pluma si se atasca. Dedicatoria tras dedicatoria, una automatización a la que estás acostumbrado: “Feliz lectura y gracias por la coincidencia...”, “Nos encontramos en las páginas...”, “Vaya esta historia triste para un compañero...”, “Con buena onda...”, formas intercambiables de una civilidad literaria. Un joven que llega cargando una caja con ochenta ejemplares más de tu último libro; otro joven con una caja igual de grande con un surtido de los otros libros. Aunque la gente trae sus novelas, compradas en ve tú a saber qué tienda departamental o qué librería con sobreprecio, siempre llega a comprar otro: “Para mi tía Jenny que te vio en televisión...” o porque “De tanto leer tu libro ya se convirtió en una piltrafa”, y tú reteniendo esa palabra que alguien ha dicho: “piltrafa” y pensando durante unos minutos, quizá dos lectores más, que es extraño que alguien haya dicho esa palabra, se haya tomado el cuidado de elegirla de entre su léxico, para decirla acá. El cansancio después de la repetición. La sonrisa, igual, simétrica, el agradecimiento a tanta gente por leerte. La voz de tu agente: “Veinte más y terminamos...”.


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desolación. Es como si Scherezada viviera en nuestra mente y para sobrevivir a la noche, nos alentara a contarnos una historia, nuestra historia: a acomodarla, recortarla, pegarla, ajustarla una y otra vez. El “Síndrome de Scherezada” le llamaba una de mis maestras de la universidad. Según ella, más que humanos por las palabras, somos humanos por nuestra necesidad de contarnos historias. Nuestra necesidad de encontrarle sentido al sinsentido de la vida a través de un relato. (Sí, te contaremos una historia, tu cuento de tenga para que se entretenga. Cómo no, si en este reino somos más los muertos que los vivos. Mictlán a ras del suelo. Descorazonados unos por la metáfora y otros por la realidad. Haremos poesía del pedernal, adagios de la navaja, oda del cuchillo cebollero.) Corazo-Nada # 1 Nueva noche bocarriba Creyó que era un sol rojo que goteaba cuando el sicario sacó algo de su pecho sacrificial y lo elevó a las alturas.

El clima controlado del auto con chofer que espera afuera de la feria del libro. Las despedidas, finales, de colegas escritores, de algún editor de otra editorial, de algún lector que no sabía que estabas ahí y que te suplica que le firmes su gafete. Tu agente tomándote del brazo y diciéndote al oído: “Rompimos una marca hoy...”. Los asientos del auto que son tan cómodos como la sala de tu casa. El mensaje de tu mujer que en otra ciudad se ha quedado al cuidado de tus tres hijos; tu respuesta: “Todo salió bien. Te amo”, y un recordatorio cariñoso de que no pierdas el vuelo mañana porque ella tiene que salir a ese congreso en Viena y debes cuidar a tus hijos. El “Ok, buenas noches”, final y el “cena algo” que hacen que vuelvas a concentrarte en la nada que ocurre allá afuera en la calle. La voz de tu agente: “Me reuní con el editor en la mañana. Les hice ver que luego del premio va a costar más tu siguiente libro”, tu atención un poco truncada por la revolución de rostros que conociste hoy, de tus lectores, esa cosa anónima que nunca te preocupa excepto en momentos como éste: “¿Leerán todos ellos tus libros? ¿En serio?”. Y tu agente que va de la pantalla de su teléfono a ti con una rutina de años: “Pero sugieren que entregues el libro luego de Navidad, para que esté listo para la siguiente feria... ¿Podremos?” y un murmullo con el que cierras la conversación. El restaurante francés a tres calles del hotel en donde has cenado al menos tres días esta semana. El vino, otro, nuevo, de catálogo, que pide la agente y que apenas pruebas. “Él comerá pato...” y tu aceptación indiferentemente alegre. La llegada del postre y otra vez tu agente: “¿Te molesta si me voy a dormir? Estoy muy cansada. Ya pagué la cuenta y dejé más por si quieres otra copa de vino”, tu voz que casi no reconoces que se despide, agradece y confirma la hora para salir mañana. El capitán de meseros que se acerca y que ante el movimiento de tu mano entiende pero por decencia decide confirmar: “¿El mismo vino, señor?” pero, ante esos sonidos, tu cambio hacia un bourbon con un solo hielo. La soledad que te hace reconocer los sonidos

Y todo por error. Cómo iba yo a saber lo que me deparaba esa mañana soleada y fría de diciembre. Cómo imaginar que el acto inusitado de generosidad de una viajera del metro derivaría en mi perdición. Mi total y completa perdición. Que nos parecíamos no cabía duda: por eso debió de escogerme. No iguales pero a golpe de vista compartíamos lo esencial: color de cabello, complexión y estatura semejantes. Y las dos usábamos chamarra de mezclilla. Recuerdo que caminó por el vagón hasta pararse enfrente de mí. Me llamó la atención ese aire de inquietud con que iba buscando a uno y otro lado, como si se le hubiera perdido algo. Como todavía estábamos de vacaciones de invierno en la facultad, yo quería aprovechar para hacer unos trámites en Naucalpan, donde antes vivía, así que me dirigía al metro Toreo para de ahí tomar una pesera y seguir mi camino. A media mañana, el metro suele estar más tranquilo por lo que desde mi lugar en un extremo del vagón, avizoré sin dificultad a Priscila, aunque en aquel momento no supiera su nombre, o que así la llamaban quienes la andaban persiguiendo. Cuando se plantó frente a mí y me extendió su bolso rojo no pude hacer menos

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“QUE NOS PARECÍAMOS NO CABÍA DUDA: POR ESO DEBIÓ DE ESCOGERME. NO IGUALES PERO A GOLPE DE VISTA COMPARTÍAMOS LO ESENCIAL.”

que sorprenderme. Alcancé a oírle decir: “Te lo regalo. Está nuevo, acabo de comprarlo”, al tiempo que lo colocaba sobre mis piernas y se apresuraba a cruzar el umbral hacia el andén porque ya se activaba la señal del cierre de puertas y la miré perderse entre la gente que caminaba hacia la salida. No sé si reconocería su rostro si volviera a encontrármela. Como jirones de recuerdo, vuelven a aparecérseme su figura oscilante en el vagón, su mirada afiebrada, la chamarra de mezclilla

“LA MESA CON DOS MUJERES JÓVENES Y UN HOMBRE DE LA MISMA EDAD QUE MIRAN HACIA DONDE ESTÁS. LA ESTRATEGIA QUE USAN: UNA DE ELLAS SACA UN EJEMPLAR DE SU BOLSA Y LO PONE SOBRE EL MANTEL.”

ambientales, el choque de cubiertos sobre los platos finísimos, el aullido musical de las copas finísimas, el terciopelo del murmullo colectivo (finísimo). La mesa con dos mujeres jóvenes y un hombre de la misma edad que miran hacia donde estás. La estrategia que usan: una de ellas saca un ejemplar de su bolsa y lo pone sobre el mantel. Las risas. Percibes cómo han pedido una ronda más al reconocerte y suspiras ante la contemplación, allá afuera, de los pocos autos

que van pasando. Miras tu teléfono, abres un par de redes sociales y ves tu foto enviada por varios usuarios, comentarios desbordados, coqueteos, manifestaciones de “Es el mejor día de mi vida” o “Es aún más atractivo en persona...” que te hacen sonreír al principio, no hay que perder la capacidad de asombro siempre te decía tu maestro, pero que luego te avienta al abismo del tedio porque se multiplican hasta que tus dedos se aburren de pasar la pantalla una y otra vez. ¿Quién realmente te lee y para


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con las mangas dobladas de tal modo que al tenderme el bolso rojo de charol me permitió ver un tatuaje en su antebrazo izquierdo con el mensaje “Soy tu peor pesadilla” en el interior de un corazón delineado en azul. No pude reaccionar a tiempo: cuando me levanté para preguntarle por qué o al menos darle las gracias, ya las puertas se habían cerrado y no me quedó más remedio que mirar el bolso rojo como un regalo que no había pedido; extrañada, sí, pero también con una sonrisa por ese gesto imprevisto de generosidad que me puso de buen humor, contenta porque creí entender que la vida me mandaba un mensaje de buenaventura como galletita china de la suerte: “Hoy recibirá la recompensa a todos sus esfuerzos”. Así que tomé el bolso y me lo colgué del hombro al bajar en la siguiente estación. Pude meter ahí el libro que llevaba en la mano, con los papeles doblados para los trámites, descargar el contenido de los bolsillos de la chamarra: las monedas, la tarjeta del metro, las llaves de la casa. Pero ni siquiera se me ocurrió abrirlo. Me sentía feliz con ese amuleto de la fortuna tan cercano al golpe de mi corazón. Ignoraba que al salir del metro era para entonces yo la perseguida.

qué? Entonces comienzas a sentir el cansancio, justo cuando llega el bourbon, “lo ha pagado la mesa de allá, señor”, te dice el mesero, y recuerdas las veinte entrevistas de la mañana, la presentación de tu libro, previsible, heroica, atrapada en elogios bien pensados pero inquietantemente sin imaginación hechos por un escritor importante que no conocías. La paz que viene con el primer y segundo sorbos del bourbon, la tarjeta que te trae el mesero: “Aquellos comensales lo invitan a su mesa, señor”, tu risa fingida, un poco de nervios, un poco de timidez (sí, aún timidez) y un poco de hartazgo. Lo piensas un minuto, alzas el vaso y brindas a distancia. Ellas se ríen y sólo el joven contesta elevando su copa de vino. Entonces una de las dos se levanta y camina hacia tu mesa. “Vine por usted, sería grosera una caminata hacia allá sin compañía...”, la mano que te extiende, tu cuerpo levantándose casi en automático y tu mano aceptando la invitación. Tu voz, que empiezas a reconocer, “muchas gracias por el trago, estoy muy cansado. ¿Les parece si me siento cinco minutos?” y ellos, complacidos, disparando las primeras preguntas de cortesía.La rutina que tanto conoces: “¿Cómo escribes? ¿Cuesta mucho trabajo? ¿Qué estás escribiendo? ¿Qué tanto de ti tienen tus novelas?” que tratas de responder interesado y divertido, las miradas de sorpresa de los jóvenes, sus risas, sus confesiones: “eres el primer autor que tengo completo”, “me acompañaste durante mi primer viaje a Finlandia”, “yo también quise escribir una novela”. La propuesta que llega justo con tu segundo bourbon (¿ya es el tercero o cuarto de la noche?) y justo cuando el joven y una de ellas, han resultado ser pareja, se levantan al baño: “Estoy quedándome en un hotel cercano... Sería una delicia que me dedicaras mi libro ahí...” y tu mirada, controlada, observando ese rostro tan nuevo, tan lleno de detalles que hace media hora no habías visto: un lunar, una curvatura en la nariz, un par de aretes distintos, unos dientes parejos pero manchados de nicotina. El baño de hombres completamente limpio, candorosamente solitario. Tu respiración

Corazo-Nada # 2 Destino Al que nace con corazón de martirio del cielo le caen las es pi n a s .

“¿Priscila?”, me dijo el hombre a mis espaldas. No caminaba nadie más en ese tramo de la calle, así que me volví curiosa. El hombre se me abalanzó como si me abrazara. Ante mi extrañamiento, con el abrazo me colocó una punta en el cuello. Dijo por lo bajo: “Si gritas, te lo clavo...”

“LA MESA EN DONDE YA ESTÁ SOLAMENTE LA JOVEN, QUE TE ESPERA CON IDEAS NOVEDOSAS Y DIRECTAS: ‘QUIERO QUE ME COJAS MIENTRAS LE PASO LA LENGUA A TU NOVELA...” Y EL PRIMER INDICIO DE MALESTAR. OTRO BOURBON. LA PIERNA QUE TOCA TU RODILLA Y LUEGO UNA MANO QUE TOCA TU PIERNA.” mientras orinas y contemplas la ropa elegantemente informal que traes puesta. La sensación vaporosa y caliente de cuando el alcohol empieza a contagiarte de ese submundo tan conocido de todas las veces que te has emborrachado y encuentras un poco de soltura para olvidarte de tu conciencia. Tu conciencia que trata de descubrir si estás guardando todos los detalles de esa noche para una novela futura. El veredicto de que nada de lo que ha pasado los últimos tres meses de promoción podría servirte para una novela. La idea de que vas a la mitad del desarrollo de una historia, iniciada hace dos años, y aún no cuaja. La sensación de que falta lo más importante: un narrador que pueda contarlo todo; el requisito de hallar un narrador que pueda contarlo todo para que puedas empezar, para seguir. ¿Por qué no puedes escribir con este narrador que hoy cuenta todo lo que está pasando? ¿Por qué no hallas la soltura para ir de acá, allá, de la mesa de los tres jóvenes, a una introspección en el baño con un hombre orinando que imagina que en el baño de mujeres una joven se sienta en el excusado, baja su bikini, introduce dos dedos, los prueba, los vuelve a meter y los deja al aire para dártelos a probar cuando llegue a la mesa justo como le has pedido? ¿Por qué no consigues un narrador metiche, alguien que entre y salga, que relate el tedio de todo este día pero comentado, ensanchando la realidad, trabajando la observación atenta que has hecho durante todos esos años de vida literaria? ¿Por qué no puedes ir y simplemente escribir: “Ca-

pítulo 1” y escribir lo que tienes que escribir, no lo que “puedas escribir” como hacen los mediocres que están a tu alrededor que publican todos esos libros que se adormecen y mueren junto a los tuyos en las mesas de novedades, y escribes lo imposible, lo que quieres escribir, lo que debe escribirse, que es esta conciencia enorme y amplia que ahora posees y que te sirve para vislumbrarlo todo desde aquel retrete: el pasado, el presente y el futuro: la vida familiar, tediosa pero bella, el cataclismo del bourbon y los dedos llenos de fluido vaginal que probarás en cinco minutos y luego la verga encendida, sin condón, entrando en una vagina mientras el ejemplar dedicado: “A Lucía, por su mirada...” está botado a un lado, abierto por la mitad y con las páginas arrugadas que no le importa ya a nadie. ¿Por qué es tan difícil? La mesa en donde ya está solamente la joven lectora, que te espera con ideas novedosas y directas: “Quiero que me cojas mientras le paso la lengua a tu novela...” y el primer indicio de malestar. Otro bourbon. La pierna que toca tu rodilla y luego una mano que toca tu pierna. El sabor acre pero dulce de su vagina en tu lengua que disuelves con tu bebida. La conversación en donde hablas de la pérdida de novedad, del hartazgo de hacer veinte entrevistas al día, de decir lo mismo, de hablar sobre un texto que ya no te interesa, que te dejó de interesar hace cuatro años, de la estupidez de que nadie te pregunte por la nueva novela, la verdadera, la real, la que estás escribiendo. La interrupción: “¿De qué va la novela


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EL CRIMEN VIAJA EN METRO

“EL REGALO DE UN BOLSO ROJO DE UNA DESCONOCIDA EN EL METRO COMO UNA SEÑAL PARA LA MUERTE PROPICIATORIA: UN ῾MÍRENLA, AQUÍ LES OFREZCO SU CORDERITO EXPIATORIO᾽.”

Después todo fue vértigo y caída. Más jirones y trozos: una camioneta, el olor a creolina de la alfombra, un deshuesadero de autos, un caldero burbujeante hasta la asfixia. La confusión y retazos de piel y memoria desollada: atisbar el juego cruel de la suplantación, entender entre el aturdimiento y el horror que la vida no sólo no es muy seria en sus cosas, sino que la vida se divierte a nuestras costillas. El regalo de un bolso rojo de una desconocida en el metro como una señal para la muerte propiciatoria: un “mírenla,

que estás escribiendo?”, y tu respuesta: “no sé”. Un mensaje en tu teléfono que resplandece en la penumbra del restaurante: “Vendimos quinientos libros hoy. Felicidades”, de tu agente y la idea de que nunca podrás salir de ahí, de que ese ciclo horripilante siempre permanecerá: planeación, escritura, edición, publicación, promoción... Y tu conciencia que reprime tu verdadero deseo y te alienta a seguir, a convencerte de que mucha gente quiere eso, ¿en serio?, no aparecer en las portadas de los suplementos, ni toda esa fama de cuatro pesos, ¿de verdad, a quién le importan los escritores o lo que hagan?, si no hacer lo que te gusta, pagar las cuentas con ello, viajar, conseguir lo que siempre quisiste. La joven, un poco impaciente, que te apresura, que empieza a recoger sus cosas y te dice: “¿Te parece que me adelante para darme una ducha? Estoy en el 501” y el beso profundo y cálido con el que te cierra la boca, la mirada salvajemente ilusionada y el ejemplar que te extiende: “Dedícamelo acá y llévamelo, que en mi cuarto no tendrás tiempo...” y tu sonrisa y el sonido de sus zapatillas alejándose. La caminata de tres calles que emprendes en silencio. El cigarro que le has pedido al capitán de meseros, aunque llevas cinco años de fumar o con tu “sólo fumo en ferias”, y que te sabe bien aunque raspa tu garganta. Esa sensación de ser que te golpea el cerebro una y otra vez. Los resoplidos vulgares por caminar y fumar al mismo tiempo. La habitación 301, tu habitación, la penumbra que asesinas con la luz de la lámpara junto a la cama. Tu ropa, elegante e informal, cayendo en la alfombra y el ejemplar, ya dedicado, “Para Rebeca, a quien le agradezco la pulcra atención que le dedicó toda la semana a mi habitación. Gracias”, que dejas junto a la televisión, a un lado, temporalmente, de tu teléfono y demás objetos. La televisión que enciendes y que mantienes en silencio. La maleta con libros de escritores jóvenes, revistas y tarjetas de presentación de todas las personas que has conocido en este viaje: una masa sin forma en la que nunca más volverás a pensar. Los ejemplares de prensa de tus libros que yacen,

aquí les ofrezco su corderito expiatorio”. No supe en qué momento surgió el cuchillo cebollero. Seguro para entonces ya estaba muerta. No sé cuánto tiempo me perdí en la inconsciencia. Después desperté a punta de tropezones, contenida en un vientre oscuro que se movía de forma irregular. Después he visto los videos del hombre que me acarreaba en una maleta por las calles cercanas al metro San Antonio hasta abandonarme en un andén subterráneo. Después he leído los encabezados de los periódicos que anunciaron la noticia:

y olvidarás, en la mesa de la sala. La pasta de dientes que vas a buscar al baño y la contemplación de tu cuerpo, “esa panza sexy” dice tu mujer, en el espejo. La idea de escribir, ¿pero de qué?, la inoportuna exigencia de que debes escribir, porque eres escritor, las ventas, los chismes literarios, tu agente a quien ya no soportas y que cambiarás tan pronto regreses, las portadas de tus libros: un afán dinámico de conectar con el público, la marea de posibilidades e historias que flotan por todos lados y que todo mundo está empeñado en escribir, la imperiosa necesidad de escribir, del oficio, del rigor, de hacerlo cada vez mejor, de discursos interminables sobre cómo escribir y cómo no escribir; lo que, tristemente, ya se ha escrito que no deja lugar para más; o sí: sólo para cosas extraordinarias que sean imposibles de escribir y que, casi, nadie está escribiendo. El boleto de avión, en primera clase, y la

TRASLADO DEL MACABRO MALETERO: EL SUJETO QUE ABANDONÓ EL CUERPO DECAPITADO DE UNA MUJER EN LA ESTACIÓN SAN ANTONIO TUVO PROBLEMAS EN SU RECORRIDO; VIDEOVIGILANCIA CAPTA LOS PASOS DEL HOMBRE.

Después, con todo lo que he ido conociendo, todas las bromas postreras y todos los escarnios posibles, todo el humor de hollín negro que circula por estas calles defectuosas posterior a todas las tragedias siempre irresueltas, pero también esta ventaja de ser invisible y descarnada como sueño premonitorio, mejor me hubiera venido una incorrección bárbara pero no menos verdadera para describir mi estado. No un encabezado sino, para estar más a tono, un certero descabezado, una paradoja de galleta de la muerte, una contradicción muerde-la-cola, un oxímoron de agua y aceite, que hubiera hecho las delicias de mis maestros de análisis de textos literarios. Un tajo limpio y certero como epitafio imposible para una maleta abandonada en los andenes del inframundo: “Pierde la vida y no muere” C

semana que pasarás junto a tus tres hijos en la casa de campo. La ausencia de tu mujer, el único consuelo que la vida ha puesto frente a ti. Ese tedio asesino que asocias con el cansancio de esta semana y que, por fortuna, pasará. La idea relámpago que te llega: ¿De dónde siguen saliendo las historias? ¿De dónde vienen? La genialidad de las ideas que tienen todo el tiempo pero que se desvanecen al instante. La idea de escribir un libro más, otro. La pasta de dientes sobre tu cepillo y el masaje lento y bien aprendido sobre tus encías. Saber que lo que siempre quisiste ya llegó, quizá ya hace mucho, y que mañana hay un vuelo que tomar y que luego deberás concentrarte porque hay un libro nuevo que entregar después de vacaciones. Y entonces otra feria, otra presentación, otra fila de lectores, otras decenas de dedicatorias a desconocidos, otra cena, otro libro imposible de escribir... C


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OTRA NAVIDAD EN LA PUÑETA CARLOS VELÁZQUEZ

L

uli, la contadora, estaba más buena que una piñata retacada de tejocotes, era una fiera para la fiesta. Le erraste a la profesión, le decían en la oficina, debiste dedicarte a la planeación de bodas, banquetes, ya de jodido a decoradora de interiores. Ya saben cómo es el clima en las dependencias de gobierno. Las mujeres se barbean unas a otras y todos los güeyes son bien calientes. Dicen cualquier cosa con tal de tirarse a una compañera. Y como nadie en el mundo oficinil es indiferente al elogio godín, desde noviembre Luli disponía de todo el personal para programar la noche más guapachosa del año: la posada. Luli era una atleta. No faltaba al gimnasio ni aunque se le muriera un familiar. Y su cuerpazo aparecía en la oficina estrangulado por unos vestiditos que, apostábamos todos, no le dejaban circular la sangre. Y aunque todavía no era diciembre cuando el clima de la oficina se trastornó. Una emisaria salida del baño de mujeres corrió el rumor de que ese diciembre Luli había comprado un vestido de esos que se usan sin calzones. Y entonces comenzamos a fraguar un plan para que Luli nos enseñara sus miserias (es un decir, porque de miserable no tenía ni un poro). Pegarle a la piñata es mejor que ir a terapia. Basta con que pienses que le estás dando de palos a tu padre, a tu madre, a tu hermana, a Trump. No existe mejor desahogo. Ni correr un maratón. Ni entrenar box. Bueno sí hay uno. Un acostón con la Luli. Pero había bateado a toda la oficina. Hasta el jefe, que tiene un Bora plateado. Trae el mismo carro de mi díler. La Luli anda en metro, pero no cambia a su mamado por nada. Lo conoció en el gym. Y pues con lo bofos que estamos en la oficina jamás va a pelar a ninguno de estos. El que no parece hobbit es el doble de un orco. Y el jefe muy chingón pero parece un pinche sapo. La piñata era precisamente nuestra arma letal para hacer que Luli enseñara el monedero de peluche. Sería la primera en pegarle a la piñata. Ulloa y Martínez manipularían la operación y le aventarían el monigote con fuerza al cuerpo a Luli para que la arrojara al piso y flash. Pendejo el que no sacara su celular. Ora sí, pinchi instagram. Sabíamos que esto contradice el espíritu navideño. Pero a Luli le queríamos encajar el tenedor hace siglos. La oficina es un cogedero. La de las copias, don Tomasito, el del elevador, se lo refinó la caliente de la auxiliar contable (¿?), el recadero, todos han pasado por el departamento de inspección. Dos semanas antes de la pachanga

“ULLOA Y MARTÍNEZ MANIPULARÍAN LA OPERACIÓN Y LE AVENTARÍAN EL MONIGOTE CON FUERZA AL CUERPO A LULI PARA QUE LA ARROJARA AL PISO Y FLASH. PENDEJO EL QUE NO SACARA SU CELULAR. ORA SÍ, PINCHI INSTAGRAM.” el plan se hundió. Viejas canijas. Que siempre no, que la Luli llevaría unas mallas. Con las que igual despertaba el salivadero, pero del peluche en el estuche ni madres. Cuando el tecolote canta el godín muere. Otro año imaginando cómo sería el cuchi de Luli. Ese que se come todas las noches el mamado. Pinche muscoloca. Todos los que hacen pesas como pasatiempo tienen algo de putos. Ah pero a las viejas cómo les fascinan. Pero entonces los acontecimientos tomaron un nuevo giro. Seguro fue obra del niño Dios. Ven cabrones, y la pinche oficina sin pararse en la iglesia ni pa protegerse de la lluvia. Obró nuestro regalo de navidad. En una sesión de esas que aman las viejas en las que se encierran a probarse garras, una prima que no suelta el cigarro ni pa coger le echó a perder las mallas. Y oh, gracias señor, Luli tuvo que ponerse el vestido. Obvio, no llevaría calzones. El institucional viernes godín nos reunimos en una cantina a repasar el plan. No podemos fallar, pendejos. Se pondrá peda la vieja y va a aterrizar con el culo al aire. Ya me imagino su cosita, chilló Rosales. Así negrita. Claro que no, pendejo, lo interrumpió López. Tiene su vellito castaño. Qué no ves el color de su cabello. Se lo pinta, ojete.

CARLOS VELÁZQUEZ (Coahuila, 1978) es autor de los libros de cuento Cuco Sánchez Blues (2003), La Biblia Vaquera (2008), Remix EP (2009) y La marrana negra de la literatura rosa (2010) y crónica: El karma de vivir al norte (2013).

Qué no ves que es morena. Si serás pendejo, es castaño natural. No todas son tan gatas como tu hermana, que seguro se lo alacia con químicos. Si a leguas se ve que es más china que el pelo de un coño rascado. El día de la posada llegó y Luli apareció con un mini vestido que no pocos sentimos el impulso de pedirle matrimonio. Bien comidos y bebidos, reconciliados con el mundo, los oficinistas por fin podemos ajustar cuentas con el año. Para asegurar que Luli diera un ranazo todos la sacamos a bailar. Todos le preparamos sus cubas bien cargadas. Y a las doce de la noche sacamos la piñata. Le dimos un palo a Luli y le vendamos los ojos. Le dimos más vueltas que las que una cuchara da en la taza de un godín. Y le cantamos el dale dale dale. Pero Luli era una equilibrista profesional. Se sostenía sobre sus tacones con maestría. Se acabó su turno. Y no se cayó. Chíngales, ora qué hacemos, nos miramos unos a otros. Pues le arrebatamos el palo a Ramírez e hicimos a Luli que le volviera a pegar. Y nada. Le ofrecimos más chupe. Y nos saltamos el turno de Romo e hicimos que Luli le volviera a pegar a la pinche piñata. Y Ulloa y Rosales le aventaban el bulto a Luli pero lo esquivaba sin dificultades. Taban más pedos que ella, los zoquetes. No tuvimos más remedio que pasarle el palo a los compañeros. Y pues adiós alma mía. Nos la estábamos pelando durísimo. Luli seguía chupando como si todo el alcohol lo hubiera pagado ella y no lo quisiera compartir. Y pues ya envalentonada nos gritó: qué, van a querer que le pegue otra vez. Ya anda bien peda, pensamos todos. Y en chinga le arrebatamos el palo a Carmesí y se lo dimos. No sin antes darle chingo mil vueltas más con los ojos vendados. Pero la Luli tenía más estabilidad que el carro del jefe. Y más reflejos que el pinche Karate Kid. Y se cayó pura madre. Se quitó los pinches taconzotes y preguntó que si no teníamos otra piñata escondida. A las tres de la mañana apareció el mamado y se llevó a Luli. Sobra decir que se acabó la fiesta. Descorazonados, nos asomamos a la ventana para ver cómo el mamado la custodiaba hasta su coche. Y antes de subirse al auto Luli se metió la mano debajo del vestido y se quitó unos calzones. Sí traía, la muy méndiga. Y sabía que la estábamos espiando. Porque levantó la vista hacia la ventana de la oficina para observarnos. Nos tiró dedo. Todos nos agachamos ofuscados. Nos quitamos de la ventana en chinga. No fuera a ser que se devolviera el mamado. Y nos partiera la madre.


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LA N OTA NEGRA

LOS SILOS

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FRANCISCO HINOJOSA @panchohinojosah

E

l Teide (Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, España) es un volcán de tres mil 700 metros de altura, el tercero más alto de la Tierra si se toma en cuenta que nace desde el lecho del Atlántico (en total más de once mil metros). Hace pensar en ese Monte análogo (“novela de aventuras alpinas no euclidianas y simbólicamente auténticas”) de René Daumal que une la Tierra con el cielo. Según alguna versión, para los antiguos canarios era eso: un axis mundi. Se encuentra en el parque nacional más visitado de la península y el segundo del mundo. Alrededor de él se ven paisajes sacados de una película de ciencia ficción que transcurre en otro planeta. O Furia de titanes, que allí fue filmada. Varias capas de lava muestran la historia de sus erupciones a través de sus colores, que van de los grises y casi negros a los ocres y amarillos. A no tantos kilómetros en línea recta, aunque muchos más a través de la sinuosa carretera, se encuentra Los Silos, un pueblo de poco más de cinco mil habitantes. El nombre de la villa se refiere a tres grandes depósitos de cereales que no se pueden ver porque están bajo tierra y porque se encuentran en una finca privada. Es un lugar en el que abundan los cultivos de plátano y los caminos para senderistas. Y también el buen humor y la calidez de

Las Claves

CADA AÑO, DESDE HACE VEINTIUNO, SE CELEBRA ALLÍ UN FESTIVAL DE LOS CUENTOS QUE ATRAE A PROPIOS Y EXTRAÑOS. CUENTOS PARA BEBÉS, NIÑOS, JÓVENES Y ADULTOS, CON UN ÉNFASIS EN LA NARRACIÓN ORAL.

sus habitantes. Cada año, desde hace veintiuno, se celebra allí un Festival de los Cuentos que atrae a propios y extraños. Cuentos para bebés, niños, jóvenes y adultos, con un énfasis en la narración oral. Cuentos de tradición popular, de autor, de hadas, de ogros, de miedo, de contenido erótico. Nada que ver con ninguna de las ferias del libro o los festivales literarios a los que estamos habituados. Más de un centenar de actividades se llevan a cabo en varias plazas, el auditorio del Centro de Salud, un exconvento que semeja un corral del Siglo de Oro y un horno de cal situado en la costa del pueblo. Y también en las calles y en varias salas, balcones y patios de casas particulares. Algunas son gratuitas y muchas se cobran a precios bajos. Si no se adquieren las entradas con anticipación se corre el peligro de quedar fuera. Este año estuvo dedicado a las hadas. Con ese motivo, muchos pobladores decoran sus negocios y las fachadas y ventanas de sus viviendas. Hay lecturas, espectáculos de cuentacuentos, conciertos, obras de teatro, talleres, mesas redondas, conferencias, presentaciones y venta de libros. A la manera del microteatro, los “tresillos” son las actividades realizadas en las salas que ofrecen algunos de los pobladores de la villa para que en esas fechas se hagan lecturas de cuentos.

Me tocó estar en uno llevado a cabo en la casa del creador y animador del festival, Ernesto Rodríguez Abad, al tiempo que anfitrión de los días que mi esposa y yo pasamos en Los Silos. Leí un cuento a un reducido auditorio de ocho personas y luego conversé con ellas. La intimidad que permite el espacio hace que la lectura y la charla se conviertan en un acto familiar. Más tarde hice algo similar en el patio de una casona antigua muy bien conservada y situada a un costado de la plaza principal. La audiencia fue un poco mayor: veinte asistentes. Además de ofrecer el espacio, los dueños invitan empanadas y licores hechos por ellos mismos. La generosidad. En el corral de comedias, patio del exconvento de San Sebastián, nos tocó un evento en el que se conjugaban los cuentos y la comida. Tres narradores orales contaron cuentos de los que previamente un chef extrajo alguna idea para confeccionar tres platillos con los ingredientes mencionados en sus relatos: arroz, quinoa, vegetales agridulces, pollo, papas y perlas de oro, acompañados por la degustación de tres vinos elaborados por un productor local. Para concluir, se quemó una escultura de madera de un artista de arte efímero que acompañó al festival desde el centro del pueblo. Feliz fin de año.

Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ

BRUCE SPRINGSTEEN (Long Branch, Nueva Jersey, 1949) parece confirmar en estas planas de sus memorias, que cada ser humano se abate, se alza: mastica su derrota, celebra sus victorias y se convierte en otro en cada gesto, en cada trance. “Los seres que soy se despedazan”, escribe la poeta mexicana María Baranda, verso que se ajusta con certera precisión a Born To Run (Random House, 2016). “Escribir sobre ti mismo es algo muy curioso [...] Pero, en un proyecto como éste, el escritor hace una promesa: mostrarle su mente al lector. Y eso es lo que he intentado hacer en estas páginas”, explica el intérprete de “Badlands”. Hay en estos 79 capítulos y el breve epílogo, frases despeñadas en la urgencia de decirlo todo: oraciones, cánticos, ruegos, consternaciones, alegrías, mudanzas, ensueños, acasos, sombras en los espejos, cielos abiertos, nubarrones, miradas, abismos sobrepuestos, anhelo, avideces... En fin, “palabras caídas de las manos / lamidas por los perros de la calle” (María Baranda).

Proyecto que nació en 2009 tras la presentación de Springsteen con la E Street Band en el intermedio del Super Bowl. “La experiencia fue tan maravillosa que me propuse escribir sobre ese concierto. Empecé a redactar y no pude parar, así nació esta autobiografía desesperada, a veces; contenida, de vez en cuando: pero, siempre pródiga con la verdad de una vida como la mía que no creo que le interese a muchos”, ha dicho la exitosa figura del rock and roll contemporáneo. ¿Ajuste de cuentas? Los seguidores del rockero de Long Branch percibirán sus ademanes musicales sobre el papel impreso: repiques percutivos, punteos de una guitarra desesperada y en acecho: numeraciones de circunstancias desde un afán evocativo de lo inconfesable: conmovedores parágrafos que describen la dureza y sequedad de su esquizoide padre, Douglas, la madre, penurias económicas en la infancia y juventud, detenciones en la comisaría local, familia en constante trasiego, trágico embarazo de su hermana Virginia a los 16 años, la presencia de periodos

depresivos, la primacía de la música, la estimulante presencia de los hijos y su esposa, Patti Scialfa... Indiscutible lectura solvente, que, sin embargo, adolece de pequeños descuidos: repeticiones de pasajes y de algunos cuadros descriptivos. El autor hace referencia al Festival de Woodstock: lo ubica en 1972, cuando ese evento se realizó en 1969. ¿Autobiografía definitiva? La existencia y la música del intérprete de esa insignia que se llama Born in the USA han sido afrontadas en una decena de manuales, su “biógrafo autorizado”, Dave Marsh, se ha encargado de esclarecer cualquier equívoco sobre el afamado vocalista, guitarrista y compositor. Born To Run: abona muchas incógnitas sobre Springsteen, todavía no se descorre todo el cendal de este músico “iletrado” responsable de algunos de los textos más axiomáticamente literarios del folk y el rock de América. Nueva York lo recibió con entusiasmo desbordado en los años setenta. El hijo carismático de Nueva Jersey nació para correr escoltado por la victoria: quien lo dude que lea estas confesiones...

BORN TO RUN Autor: Bruce Springsteen Género: Memoria Editorial: Random House, 2016.


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E l Cultural S Á B A D O 2 4 . 1 2 . 2 0 1 6

Informamos a los lectores de El Cultural que este suplemento no aparecerá el próximo sábado 31 de diciembre. Regresamos el 7 de enero próximo. Hasta entonces y feliz año nuevo.

ALONSO ARREOLA “LA MÚSICA, UN OBJETO EN MOVIMIENTO” Alonso Arreola (Ciudad de México, 1974) es considerado como uno de los mejores bajistas de México. Ha participado en los principales festivales y foros de México, así como en Portugal, Inglaterra, Argentina, Estados Unidos, Francia, Colombia y Japón, entre otros sitios, con sus proyectos solistas, como miembro de La Barranca (2001-2007) o con los grupos que tiene actualmente (Arreola + Carballo, Monocordio y 3Below junto a Trey Gunn y Michael Manring).

Ha musicalizado películas y proyectos literarios como Las partículas horizontales junto al escritor francés Michel Houellebecq, o Bestias y prodigios, en torno a la obra de su abuelo, el escritor Juan José Arreola. Fundó el taller didáctico LabA, donde imparte clases a bajistas, y también ha construido una carrera como editor y periodista. Este 2017, Alonso Arreola presentará el DVD de su trilogía Cruento, y se presentará en el festival Vive Latino con la agrupación Monocordio.

Por

ESGRIMA

¿Qué momento fue decisivo para dedicarte al arte? Me gusta que me lo pregunten. Una cosa es pensar en dedicarse a algo relacionado con el arte y otra dedicarme a la música. Me incliné por el arte desde muy chico, no sólo por haber crecido cerca de mi abuelo Juan José [Arreola] o porque mi papá tuviera una librería. En casa siempre estuvimos cerca de la literatura e incluso de la música, que llegó como tal en la adolescencia, cuando me enamoré de poner discos con un amigo en fiestas, y sobre todo cuando mi hermano, José María Arreola, mayor que yo por tres años, empezó a tocar la batería. Lo vi en sus primeras clases y me entró una terrorífica envidia de adolescente, y dije: “Tengo que entrarle a esto porque me va a robar a todas las chicas”. Aunque la anécdota parezca superficial, con el tiempo la música se convirtió en una terapia muy importante para canalizar mi creatividad y mi carácter obsesivo. Entonces tu relación con la creación tiene dos puentes. Mis proyectos siempre tienen una carga literaria, como lo es el que realizo con Monocordio, con Fernando Rivera Calderón (me encanta cómo escribe); o con el poeta Mardonio Carballo; proyectos en los que siempre estoy trabajando con la palabra, algunas veces hasta como spoken word. En mis propios discos —o en los que hice con La Barranca— la literatura siempre está presente. En el terreno estrictamente literario, tuve una inclinación particular por la poesía latinoamericana: Eliseo Diego, Vicente Huidobro, Borges, Oliverio Girondo, Juarroz. Tengo una pasión muy particular por las formas breves. Mi tesis de licenciatura la hice sobre eso. Por el lado de la música, quienes me definieron como artista son Paco Ibáñez o Serrat, este último fue importante desde mi infancia, precisamente cantando a León Felipe; ese disco me hizo llorar, pero en esos años yo ni entendía por qué lloraba. En el mundo clásico recuerdo a Jordi Savall, que le gustaba mucho a mi abuelo. Hay muchísimos que me han importado, como Miles Davis o Michael Marning —con quien ahora cola-

TODO EL TIEMPO ME PREGUNTO CÓMO FUNCIONA. ME GUSTA EXPERIMENTAR Y RELACIONARLA CON COSAS NO MUSICALES.”

ALICIA QUIÑONES

boro en el grupo 3Below—, reconocido como el mejor bajista de todos los tiempos. En 3Below también comparto escenario con Trey Gunn, bajista por muchos años de King Crimson. Esto es una gran satisfacción: héroes de toda la vida que ahora comparten algo conmigo. El bajo es un instrumento de coyuntura, ¿no es así? Me gusta que en su esencia original sea más un punto de articulación entre la sección rítmica e instrumentos armónicos-melódicos. Su temperamento permite no sólo cobijar y dar pulso, sino también experimentar muchísimas técnicas. Es el instrumento que más ha evolucionado técnicamente en los últimos años. Ha saltado al escenario y su “limitación” de tener menos cuerdas —aunque hoy hay bajos con más cuerdas—, te obliga a crecer, es un poco la teoría del poder de los límites. ¿Eres un artista ambicioso en términos creativos? He participado con bandas de rock, rock pop, jazz, progresivo, etcétera. Los músicos formamos parte de una industria: se hacen festivales, discos, discos de los discos, y me parece importante mostrar lo que hago y cerrar el ciclo con las audiencias. Desde niño fui un tipo al que le gustaba romper juguetes y armarlos —mis primos me odiaban por eso—, y la música tiene que ver con eso: todo el tiempo me pregunto cómo funciona. Me gusta experimentar fu y relacionarla con cosas no musicales. La música es como s un objeto en movimiento. Cuando termino un disco, no pongo punto final, me apasiona cuestionarlo, deconstruirlo, pensar en la matemática que hay dentro de la música. Esto no quiere decir que quiera que mis creaciones sean sofisticadas o que tengan ese aire intelectual que aleje a la gente. Arte digital > FERNANDO MONTOYA > La Razón

¿Piensas en las grandes audiencias? Como decía Carlos Chávez, durante una conferencia en Harvard: “Las grandes audiencias son respetables”. Tiene razón, son un filtro. Me importan las audiencias en el momento en que presento una pieza en el escenario, realmente espero que conecte con ellos. Me preocupo hasta por el detalle más pequeño en cada presentación y por saber qué discurso se va a desarrollar en el escenario, entre las canciones, etcétera. Sí me importa ver la reacción del público y analizarla, pero no es determinante, nunca lo ha sido, y si bien me importa eso no define los pasos a seguir con respecto a un proyecto. ¿Todo músico medianamente profesional puede vivir de la música? Cada músico lo vive de manera distinta. En mi caso, uso la tecnología en mi favor: hoy puedo grabarme con unos cuantos aparatos, pero cuando empecé era muy difícil. También me parece inevitable que la música —precisamente por su materialidad— sufra la compactación digital y se pueda compartir de manera tan libre. Pero no estoy tan de acuerdo con eso, pienso que la industria le ha causado un gran daño a los artistas. Antes pensábamos que la producción discográfica iba a controlar la distribución a precios altísimos, pero ahora sabemos que no es así. Casi todos mis discos los doy de manera gratuita o a través de intercambios, a través de fondos colectivos. Hasta ahora he dado 40 mil discos, algo poco sencillo si lo piensas en términos económicos. Lo hago porque pienso en objetivos a mediano y largo plazo. Sin embargo, escribo en periódicos desde hace muchos años y tengo un laboratorio con más de 45 alumnos, todos bajistas a quienes enseño a desarrollar su talento musical, la armonía, la rítmica, etcétera. Con esto sólo quiero decir que apuesto por todo aquello que la música te da pero no en términos de pagar una renta, sino que esto me otorga libertad creativa. Hoy muchos músicos jóvenes siguen pensando en que van a pegar en la radio. A mí me parece que la música hoy está para tener una relación más solitaria con ella.


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