Celebración de Sergio Pitol

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FRANCISCO HINOJOSA ENTRE ESCRITORES

CARLOS VELÁZQUEZ EL MOTEL DEL VOYEUR

JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ EL AULA DE LOS MUERTOS

El Cultural N Ú M . 1 2 2

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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

CELEBRACIÓN DE SERGIO PITOL MERCEDES MONMANY HÉCTOR ORESTES AGUILAR HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ

Arte digital > Lizzeth Huerta > La Razón

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Dedicamos esta edición de El Cultural a Sergio Pitol (Puebla, 1933), un autor imprescindible que ha trascendido fronteras de maneras diversas. Desde su identidad cosmopolita y políglota, su destino de viajero y la riqueza de sus vertientes literarias —del cuento a la novela, del ensayo a la traducción—, el escritor, la obra, el personaje, motivan este recorrido que es también una celebración. Invitamos a tres lectores puntuales, cuyo conocimiento del Premio Cervantes 2005 incluye, además de la

lectura y la amistad, el trabajo editorial —como en el caso de Mercedes Monmany—; la conversación y el trato personal —en el testimonio de Héctor Orestes Aguilar—; y de ningún modo menos importante, su vena como traductor y divulgador —en el ensayo de Héctor Iván Martínez— de autores clave que en buena parte conocimos gracias a la pasión por la lectura y la escritura, y a la inestimable sabiduría literaria de Sergio Pitol, un clásico de nuestro idioma.

Sergio Pitol

L A A BOLICIÓN DE FRON T ER A S MERCEDES MONMANY

H

e tenido el inmenso placer de releer estos días uno de los libros preferidos de mi admirado y muy querido Sergio Pitol. Se trata de Pasión por la trama, el volumen de magníficos ensayos que tuve el honor de publicar en 1999 en Madrid, en la colección La Rama Dorada, de la editorial Huerga & Fierro. Una colección dedicada al ensayo literario que dirigía y sigo dirigiendo. Me emocionó entonces, pero ahora, releída, quizá aún más, esa pasión y devoción, ese amor infinito que Pitol declaraba por un género, la novela, que él ha sabido como pocos de su tiempo recrear, construir, reconstruir, disfrazar, mezclar y atravesar sin cesar de un humor tan sutil, tan desafiante, tan inteligente y tan de cortocircuito continuo como su querido Lubitsch, personaje subterráneo de varios de sus libros. Gógol, Chéjov, Schnitzler, Nabokov, Mutis, Tabucchi, Bulgákov, el polaco Kúsniewicz, James, Mann, Calvino, algunos de los autores que más he leído y devorado con pasión a lo largo de mi vida se daban cita

en Pasión por la trama. También se daba cita, junto a ese panteón de ilustres indiscutibles en sus lenguas respectivas, una especie de hermanastro desvergonzado, un descubrimiento que me llegó precisamente a través de aquellos ensayos maravillosos y que ya nunca me abandonó: el descabellado autor irlandés Flann O’Brien. Un personaje estrambótico, lo mismo que todos sus inclasificables y a ratos incomprensibles relatos, que parecía surgido de los vericuetos y callejones más insensatos y geniales del Ulises de Joyce. Por esas tramas abiertas y sin fronteras dentro de espacios libres, ausentes de límites, circulaba, inaprensible, indómita, época tras época, la novela. La narración, para Pitol, sería sin cesar eso: un fascinante puzzle, una colección insólita y maravillosa de cajas chinas e intrigas acumuladas y diversificadas en función de los distintos puntos de vista. O, si se prefiere, de los “traslados” y reencarnaciones vitales de cada uno de los personajes, con paisajes y ciudades que se infiltran y penetran

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en lo más profundo, como le sucedía a Billie Upward, una de sus más míticas creaciones. En el maravilloso capítulo titulado “Calvino y La montaña mágica” —capítulo que tengo subrayado hasta la saciedad, con el énfasis a lápiz de entonces, más el entusiasmo si cabe crecido de ahora mismo— Sergio Pitol comenzaba memorizando un siglo que se dejaba atrás “extremadamente complejo”, dividido por igual entre “prodigios y horrores”. Un loco y desaforado siglo que en más de un momento se había vanagloriado de “haber hecho realidad” las utopías más ambiciosas y también más destructivas. Tras la fachada de aquellos edenes prometidos solo habitaba —como un buen conocedor de los falsos decorados austrohúngaros sabía a la perfección— el más puro vacío. La más pavorosa intolerancia. La insignificancia “dictada” muchas veces en el campo del arte: de un arte programado según las ideologías. Todo, durante mucho tiempo, persistentemente, como en Dinamarca, había olido a podrido a lo largo de un siglo cruel. Sin embargo una cosa se había salvado de la quema: la novela. La novela, según Pitol —y aquí venía la defensa ardiente y casi “programática” que navegaba a lo largo y ancho de su volumen— había atravesado todas las tormentas y adversidades, manteniéndose siempre a flote. ¿Qué habían hecho sino Kafka, Bulgákov, Nabokov, o un genial Gógol que “se deslizó con intensa excentricidad a través de la más extrema intolerancia conocida por Rusia en el siglo XIX”, la de Nicolás I y la feroz represión posdecembrista, sino erigirse en algo así como guardianes del género, para no hacerlo morir jamás, ni sometido a las peores plagas y persecuciones?

Sergio Pitol.

La novela —mantenía Pitol— alimentada por tensiones extremas, testigo de violentas desgarraduras, nutrida muchas veces de carroña, vuelve siempre al escenario, con una salud más que envidiable (...) Proteica, generosa, terca, arriesgada, ubicua, escéptica, respondona, indócil. Cada nueva crisis de la sociedad logra regenerarla. Se crece en las adversidades. Y, de forma sumamente clarividente, Pitol enunciaba en seguida lo que sería una regla permanente, reproducida hasta la saciedad, entre los lúgubres vaticinadores de la decadencia de un género inagotable, continuamente regenerado e imbatible a través de las épocas y a través de las más duras pruebas de stress, como se diría hoy.

“TODO, “ DURANTE MUCHO TIEMPO, PERSISTENTEMENTE, COMO EN DINAMARCA, HABÍA OLIDO A PODRIDO A LO LARGO DE UN SIGLO CRUEL. SIN EMBARGO UNA COSA SE HABÍA SALVADO DE LA QUEMA: LA NOVELA.”

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Posiblemente —escribía en este mismo y espléndido texto dedicado a las Seis propuestas para un próximo milenio de Calvino, a la vez que a La montaña mágica de Mann, novela que encarnaría según él la “introducción” a todo un siglo— ya habrá entre nosotros quienes comiencen a predecir la defunción del género. Esta profecía forma parte de la tradición del siglo XX: cada vez que la novela se revigoriza se predice su muerte. Una muerte que por fortuna no llega. La novela cubre todos los territorios, realistas y fantásticos, sociales e intimistas. Y elogiando esa “constelación prodigiosa”, ese “entramado de ideas” inagotable que el gran escritor italiano Calvino reunía, convocando las disciplinas más diversas y los más diversos nombres (poetas, ensayistas, científicos, viajeros, novelistas de todos los siglos y todas las lenguas y nacionalidades, deteniéndose sobre todo en dos autores muy amados, Gadda y Leopardi) Pitol alababa de forma especial la conferencia final, dedicada a la Multiplicidad, para definir lo que sería una idea de la novela moderna, la propia idea de la novela, compartida por ambos autores, Calvino y él mismo:

de parecido nivel y relieve. A través de ellos, de estos dos grandes maestros, Pitol y Magris, de sus múltiples pistas dejadas en sus obras, de sus lecturas siempre deslumbrantes, por no hablar de sus magníficas obras ensayísticas —como es el caso de esta Pasión por la trama— se puede decir que absorbí una parte importante de mi propia pasión tanto juvenil e inicial como duradera, para el resto de la vida adulta, por la Literatura con mayúsculas. El momento, y el lugar, Viena, en que surgieron esas grandes obras y autores de todas las disciplinas, no sólo de la literatura, no era casual, como decía Pitol en su ensayo titulado “Andrzej Kúsniewicz ante el derrumbe habsbúguico”:

Lo que toma forma en las grandes novelas del siglo XX es la idea de una enciclopedia abierta. Un adjetivo que contradice al sustantivo enciclopedia, nacido etimológicamente de la pretensión de agotar el conocimiento del mundo encerrándolo en un círculo. Hoy día ha dejado de ser concebible una totalidad que no sea potencial, conjetural, múltiple.

Ese Imperio, el habsbúrguico, que comprendía poblaciones que hablaban más de quince idiomas, credos que iban del Islam al catolicismo, del judaísmo a las distintas variantes del protestantismo, tenía que ser por fuerza un rico caldo de cultivo para la novela. Lo fue, además, en vísperas del colapso final. Aquella gran literatura austriaca surgió a finales del siglo XIX y alcanzó sus mejores logros en las tres primeras décadas del actual. Cumplió un papel de Requiem (...) Schnitzler, Hoffmannsthal, Broch, Musil, Lernet-Holenia, von Doderer, más los escritores de la periferia, integrantes de esa misma constelación, con plenos derechos: el grupo de Praga —Rilke, Kafka, Werfel, Meyrink—, el galitziano, Joseph Roth, el búlgaro Canetti, el triestino Italo Svevo, o los polacos Bruno Schulz y Andrzej Kusniewicz.

Algo, efectivamente, no sólo aplicable a Mann, sino a toda esa fantástica escuela de austriacos, de los que tanto Pitol como el italiano Claudio Magris —ambos incomparables maestros de lectura, no sólo de escritura— serían sus grandes intérpretes e interlocutores, a través de obras tan inmensas como El hombre sin atributos de Musil, La muerte de Virgilio de Broch, Auto de fé de Canetti, La marcha Radetzky de Roth o El regreso de Casanova de Schnitzler, entre otras más

A lo largo del tiempo, he tenido siempre el placer inmenso de degustar los múltiples y variados Sergios Pitol que han ido apareciendo: el escritor sutil, paródico y siempre genial de ficción, el maestro deslumbrante de lecturas no siempre rutinarias, así como el autor de incesante intersección de géneros en libros brillantísimos como El arte de la fuga. Un magnífico volumen entre autobiografía, carnet de lecturas, ensayo y álbum de recuerdos no cronológico. Una obra que nos acercaba

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Pessoa, convocado por Tabucchi, investido a su vez de médium: “No me deje solo entre las personas llenas de certezas. Esa gente es terrible”.

a los múltiples y poliédricos aspectos de este grandísimo escritor, de los mejores de su época en lengua española, incluyendo las dos orillas. De esa espléndida generación de genios mexicanos, después de Alfonso Reyes, que daría la vuelta al mundo: Octavio Paz, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Fernando del Paso, por citar sólo algunos, aparte del mismo Pitol. EN SU VIAJERA y cosmopolita existencia, está el Sergio Pitol que sale solo y poco menos que a la aventura en 1961, de Veracruz, en un barco alemán, el Marburg, y en plena alta mar —como sucedería con su admirado, y traducido, Witold Gombrowicz, en el comienzo de la Segunda Guerra Mundial— se entera de que Berlín ha quedado dividida en dos. Está también el trabajador literario exigente y riguroso que traduce incansablemente las cosas más endemoniadamente difíciles como Las puertas del paraíso del polaco Jerzy Andrzejewski, con una sola frase de 150 páginas. Está el que se obsesiona y aguarda con paciencia el momento de ver un cuadro favorito, como es el caso de La resurrección de la carne de Caravaggio; está el que nos habla de forma clara, esencial y radiográfica de la multitud de detalles en Chéjov o de ese pícaro sepulturero de Imperios como era el “definitivamente imbécil” soldado Schveik. Está el que urde en los lugares más insospechados del mundo la trama de sus novelas. Y está, sobre todo, el que goza con un placer casi físico, incomparable a ningún otro, de la escritura. “La redacción —dirá— es confiable y previsible, la escritura nunca lo es, se goza en el delirio, en la oscuridad”. Autor de novelas inolvidables como Domar a la divina garza, El tañido de una flauta o La vida conyugal, de libros de cuentos que se cuentan entre los mejores de todo un siglo en su lengua como El vals de Mefisto, o de ensayos fundamentales como el citado o como La casa de la tribu, para entender la mejor literatura europea, además de un fascinante libro sin género —entre mis favoritos— como es El viaje, por encima de toda esa labor incansable, tenaz, insomne, estaba además el diplomático destinado principalmente a países del Este de Europa, cuando el mundo estaba dividido en bloques ferozmente opuestos. En cada encrucijada de sus múltiples caminos recorridos, estará el extranjero que llega e investiga, como sucedía con su personaje de El desfile del amor, pero como sucedía también en Las almas muertas de Gógol o en La máscara de Dimitros de Eric Ambler. Acostumbrados muchas veces a visiones o aproximaciones parciales,

Pitol, en cambio, es ese ojo atento, vigilante, ávido, que otorga inéditas y vitales perspectivas y aproximaciones al ojo cultural de cualquier lector que se aproxime a uno de sus textos. “La mentalidad totalitaria —dirá— difícilmente acepta lo diverso, es por esencia monológica”. Gracias a su convencida idea de la “abolición de fronteras” (“el deseo de abolir las fronteras se presenta en el mismo momento que alguien fija las fronteras reales, las necesarias de la tribu”), de la democracia y del diálogo continuo con otros mundos, ya sean los pertenecientes a la ex Europa del Telón de Acero, a su amada Italia o a cualquier parte y rincón de América, nos hemos acercado a infinidad de autores y de mundos narrativos diversos. Desde lo local a lo universal y viceversa, todos los viajes son posibles en su literatura. Autor que ha sabido retratar y parodiar como pocos la mediocridad, la idiotez, el torpe arribismo y servilismo, las crisis de las parejas, las miserias y glorias de los jóvenes y no tan jóvenes intelectuales, los múltiples éxodos y exilios de nuestra época y de otras épocas, así como las turbulentas y en ocasiones vergonzosas relaciones que se mantienen con el pasado, él mismo se convirtió con el tiempo en la mente adecuada, ideal para saber calibrar todas y cada una de las gradaciones de la verdad y la mentira, sus cruces impuros y sus fases más engañosas y esquivas. La forma inicial que tiene de adentrarse y “leer” una Venecia entre neblinosa y fantaseada, le hace amar a él, pero también a su querido y admirado cómplice Tabucchi, las verdades sospechosas, oblicuas, conjeturales; las pretendidas certezas o si no esos “misterios encapsulados”, como él define algunas páginas de Marcel Schwob. Se trata de operaciones alquímicas dentro de una verdad y una realidad contaminada sin cesar por muchas otras. No es de extrañar que le fascine oír decir, rogar a un fantasmal

“ACOSTUMBRADOS “ MUCHAS VECES A APROXIMACIONES PARCIALES, PITOL ES ESE OJO ATENTO, VIGILANTE, ÁVIDO, QUE OTORGA INÉDITAS Y VITALES PERSPECTIVAS AL OJO CULTURAL DE CUALQUIER LECTOR QUE SE APROXIME A UNO DE SUS TEXTOS.”

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CUALQUIERA DE LAS OBRAS de Sergio Pitol significa siempre un estímulo capaz de seducir a la vez que provocar intelectualmente los más diversos resortes, intercambios y posibles confrontaciones en la conciencia del lector. Si Berenson, uno de sus guías y maestros preferidos a la hora de visitar Italia, decía que los pintores venecianos llegaron mucho más allá que a estimular únicamente el ojo, lo mismo sucede con Pitol. Su lectura, como acaece con los más grandes de cada época, logra precisamente eso: estimular desde todos los ángulos, desde los discursos y los silencios a las inflexiones y los misterios. Un mundo cultural riquísimo se abre sin cesar y se pone a disposición del lector, en todos los sentidos, trabajando sobre las innumerables ramificaciones que la realidad y el arte ofrecen. Una doble articulación permanente de este autor, en su calidad de lector y crítico de literatura y de arte, por un lado, y en su calidad de creador y escritor, por otro, que él expresaría continuamente, de mil maneras, como cuando dice: “Jamás la literatura se ha sentido a gusto con estrecheces dogmáticas”. Y recordaba la labor de su querido Antonio Tabucchi: El lector de Tabucchi deberá estar dispuesto a dejarse visitar, a hospedar lo imponderable, a modificar categorías mentales, estilos de vida, a introducir nuevas formas de aproximación a la condición humana. Nunca podríamos plasmar mejor que con estas bellas palabras lo que sentimos todos sus lectores, los de México y los de las más remotas partes del mundo. El cálido, ininterrumpido y estimulante hospedaje y modificación de vidas enteras que producen cada uno de sus libros. MERCEDES MONMANY (Barcelona, 1957) es crítica literaria y ensayista especializada en literatura contemporánea. Ha sido comisaria de exposiciones dedicadas a grandes escritores universales como Isaac Bashevis Singer, Julio Verne o G.T. di Lampedusa. Es autora de una recolección de ensayos: Don Quijote en los Cárpatos; de la antología de narradoras españolas contemporáneas Vidas de mujer y de la antología de la obra del escritor catalán Joan Perucho: De lo maravilloso y lo real. En 2015 publicó Por las fronteras de Europa. Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI. Prólogo de Claudio Magris, que revisa un vasto panorama de la literatura de Europa y Europa del Este; recientemente apareció Ya sabes que volveré. Tres grandes escritoras en Auschwitz: Irène Némirovsky, Gertrud Kolmar y Etty Hillesum (ambos títulos editados por Galaxia Gutenberg).

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EL PERSONA J E DE S US PROPI A S F IC C ION E S HÉCTOR ORESTES AGUILAR

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ein Name ist Sergio Pítol —respondió, con voz muy grave. Así dijo. Lo juro. En ese momento dos o tres de nosotros volteamos a verlo con mucha atención. Sólo una vez me había fijado antes en él, al entrar al Instituto e ir directo a la cafetería: estaba en la fila para pagar; entonces no supe por qué me había recordado a Carlos Fuentes, a quien dos años antes había entrevistado en la Universidad de Texas en El Paso. Iba vestido como aparece, el cuerpo chanfleado, en la foto de la solapa de la edición de Anagrama de Vals de Mefisto, con un saco de pana muy fina y un suéter de angora color claro. Debió ser la primavera de 1982, cuando a Sergio Pitol la Cancillería lo había postulado, en principio, para titular de la Embajada de México en la Alemania desunificada, aún en Bonn, y estudiaba los rudimentos del alemán en el Instituto Goethe de la calle de Tonalá, a tres cuadras y media de su departamento del Edificio Río de Janeiro. Yo estaba en su mismo grupo; si no me traicionan los recuerdos, nuestro profesor era el finado Michael Roth. En la primera clase hicimos lo de rigor, nos identificamos de acuerdo con la frase modelo dada por el maestro. Cuando le tocó el turno, Sergio acentuó la i de su apellido para no ser identificado a las primeras de cambio. Salió peor. No fue un silencio lo que detuvo la respiración del grupo sino una extraña,

El ejemplar de 1987, con el texto de Pitol sobre Andrzej Kuśniewicz.

reverencial pausa acústica. Duró unos segundos. Él prendió un cigarro (aún podía fumarse en sitios cerrados) para... no sé para qué, pero los presentes en ese curso de alemán para principiantes, sin la más pálida idea de tener a uno de los escritores mexicanos más importantes del siglo XX como compañero de banca, seguro repararon en la distinción del personaje que acababa de presentarse: de una suave elegancia, con una frente interminable y una mirada de profundidad sobrecogedora.

IMAGEN SEGUNDA Pasaron siete años para que volviera a verlo y tuviera la oportunidad de conversar en forma

por primera vez con él. Estaba regresando de su postrer embajada, a fin de cuentas no la de Bonn sino la de Praga, la última Embamex Checoslovaquia, que dejó con el país encaminándose a o ya de plano inmerso en el prólogo a la Revolución de Terciopelo. Nos encontramos en su reluciente, recién terminada casa de la Plaza de La Conchita, del lado de Fernández Leal. Yo había debutado como editor de la Revista de la Universidad en el número 432, de enero de 1987, donde aparece su “Aproximación a Kuśniewicz” —a Andrzej Kuśniewicz, el escritor galiziano en polaco—, que Sergio había mandado a nuestra redacción mucho tiempo atrás. Horacio Labastida y Francisco Blanco Figueroa (mi director y coordinador editorial, respectivamente, ambos por desgracia ya fallecidos), me pidieron ir hasta Coyoacán para entregarle en propia mano a Sergio Pitol tres ejemplares con su colaboración y con la nómina de la revista para que la UNAM pudiera pagarle. Fui la mañana del 17 de febrero de 1989. El frescor de aquel invierno me había provocado algunas molestias derivadas de mi episódica fiebre reumática. Por supuesto, lo primero que hizo al verme con el cuello cobijado por una bufanda fue dibujar una de sus temibles miradas pitolianas, escoltadas siempre por una sonrisa apenas perceptible, con las que de inmediato escrutaba sin misericordia a sus nuevos conocidos. La casa de Fernández Leal era amplísima, fría;

LOS C A MINOS INSÓLITOS DE S E RGIO P I T OL HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ Yo soy un hombre para quien el mundo exterior existe.

Téophile Gautier La indiferencia equivale a una parálisis del alma, a una muerte prematura.

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Antón Chéjov

inicios de 2010, en una ceremonia que reunía a Consuelo Sáizar, en ese momento directora del CNCA, a la rectora del Claustro de Sor Juana, a Sandra Lorenzano y a Daniel Sada (1953-2011) con motivo de la imposición de la medalla “Sor Juana Inés de la Cruz” a Jorge Herralde, Sáizar relató que conoció al fundador de la editorial Anagrama durante un viaje a Barcelona al que la invitó Carlos Monsiváis (1938-2010). Ahí asistió a la tertulia que formaban algunos escritores “de donde abrevaba Sergio Pitol”. En el auditorio, el autor

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de El arte de la fuga escuchaba discretamente a un lado de su querida amiga Lali Gubern. Pocos minutos después, Herralde tomó la palabra y lo primero que hizo fue corregir a Sáizar y señalar enfáticamente que no era Pitol quien abrevaba de ellos, sino que todos ellos abrevaban de Sergio Pitol. La aclaración podría parecer una minucia si no se hubiera tratado del reconocimiento de un editor atento a las sugerencias de uno de los hombres de letras fundamentales para la literatura de nuestro tiempo. Sergio Pitol (México, 1933), narrador, ensayista, memorialista, editor, diplomático y traductor, es una de las personalidades más vastas, complejas y exquisitas del siglo XX. Apasionado por las letras desde niño, debido a una enfermedad que lo postró en cama durante varias semanas, pasó de lecturas tempranas de “[Jules] Verne entero y La isla del tesoro y

El llamado de la selva y Las aventuras de Tom Sawyer, a las novelas de Dickens y luego, sin transición, al Ulises criollo de José Vasconcelos, a La Guerra y paz”, de Leon Tolstói, cuya intensidad persuasiva hizo que se sintiera tiritar de frío en el clima tropical de Veracruz.1 Como descendiente de italianos, el joven estudiante de Derecho adquirió la pasión por las letras y, gracias a su maestro Manuel Martínez Pedroso, por el estudio de lenguas extranjeras.2 Como si, en una búsqueda de lo perdido, aquel joven deseara regresar al idioma de sus antepasados. Felizmente, no sólo regresó al origen, sino que llegó a muchos otros idiomas y caminos: polaco, ruso, inglés, francés, húngaro, chino y, desde luego, italiano. Durante un viaje de Veracruz a la Ciudad de México, lee en el suplemento cultural Sábado “La casa de Asterión”, de Jorge Luis Borges. El impacto que ocasionó esta

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no especialmente luminosa. Estuvimos un rato en la sala —las alfombras son de Bujara, podía pensar cualquiera— y luego pasamos a la biblioteca, la parte más espectacular de su residencia: de dos plantas, con —como pude averiguar más tarde— cerca de 40 mil libros, videos y discos. ¿Me pidió que le hablara de tú? No estoy seguro, pero cuando estábamos frente a la sección de libros de autores austriacos, me llamó mucho la atención que tuviera la edición italiana de Einaudi en tres tomos de Los demonios (los de Doderer, por supuesto). Tomé el primero de ellos y vi que tenía muchos subrayados. —Le diste un llegue al Doderer. —Sí, le di un llegue hace tiempo. Sin mayores consecuencias —me contestó con gusto, con familiaridad. A muchos de los autores eslavos, germanos o excéntricos que forman parte de sus referencias más íntimas Pitol los leyó primordialmente en italiano, lengua que para él no es extranjera y que le sirvió de acceso o trampolín para arribar a creadores que pocos han vuelto a frecuentar desde el español, y no pienso necesariamente en toda la pléyade polaca —de Schulz a Brandys, de Gombrowicz a Kuniewicz— a quienes llegó a conocer muy de cerca, incluso personalmente en el caso de quienes seguían con vida a principios de los años setenta, sino en autores que sólo volvieron a traducirse a cuentagotas al español y que ahora a muy pocos les dicen algo, como el húngaro Tibor Déry, de quien tenía en italiano —versión que tradujo para Ediciones Era— los tres relatos que conforman El ajuste de cuentas, y otros libros como Niki, storia di un cane o Il signor A. G. nella città di X. De todos sus amigos italianos, italianófilos e ítalo hablantes, Sergio Pitol tuvo un vínculo especial, de mucho afecto, con el poeta y gran traductor Guillermo Fernández (1932-2012), no sólo porque era un escritor de su misma generación sino porque, en la época que refería

lectura lo hizo obsesionarse por la narrativa y sus distintas técnicas. Asimismo, encontró la obra de Alfonso Reyes, a quien considera un auténtico maestro y cuyo cuento “La Cena” lo influye en gran medida. El relato alfonsino, lleno de sutilezas, sugerencias y una atmósfera que se enrarece paulatinamente, está muy presente desde sus cuentos de juventud como “Victorio Ferri cuenta un cuento” hasta relatos de madurez como “El vals de Mefisto”. Para Pitol la figura del calígrafo regiomontano se vuelve una presencia afín, un interlocutor y un inspirador para su propia personalidad.

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“A MUCHOS DE LOS AUTORES ESLAVOS, GERMANOS O EXCÉNTRICOS QUE FORMAN PARTE DE SUS REFERENCIAS MÁS ÍNTIMAS PITOL LOS LEYÓ PRIMORDIALMENTE EN ITALIANO, LENGUA QUE PARA ÉL NO ES EXTRANJERA.” al principio de estas líneas, ambos eran vecinos del Edificio Río de Janeiro en la colonia Roma, y las no pocas conversaciones sobre literatura italiana y centroeuropea que tuvo con Fernández le hicieron a Pitol mucho más ameno y amable el regreso a México después de su sexenio praguense. En esas charlas caían por aquí y por allá los nombres de los entonces nuevos hallazgos de Guillermo, como Eros Alesi o Valerio Magrelli, y también conversaban tendido sobre Arthur Schnitzler (de quien el poeta había retraducido El retorno de Casanova) y Bruno Schulz, pues ambos le tenían una veneración aparte. [Guillermo incluso atesoraba la reproducción muy fidedigna de un célebre dibujo de Schulz, un calvo de cabeza bulbiforme asomándose a la ventana con un perrito en los brazos].

MORTADELO SIN FILEMÓN Un buen día, Pitol me pidió que organizara una cena con Guillermo Fernández para recordar viejos tiempos. La idea era estupenda. Su realización no tanto. Es decir... lo cuento mejor de otra forma: cada vez que Sergio acudía a una cita de este orden, como un reencuentro, la presentación de uno de sus libros o incluso en ocasiones más triviales, se corría el riesgo de que empezaran a suceder cosas... extrañas. Él mismo ha contado varias veces cómo es —sobre todo en compañía de Luis Prieto— un imán para personajes excéntricos y situaciones

En México, durante la adolescencia, frecuenté larga y devotamente la obra de Alfonso Reyes que incluye varios títulos de teoría literaria. El deslinde, La experiencia literaria, Al yunque. Los leía, me imagino, por el puro amor a su idioma, por la insospechada música que encontraba en ellos, por la gracia que, de repente, aligeraba la exposición de un tema necesariamente grave. [...] Era tal su discreción, que muchos aun ahora no acaban de enterarse de esa hazaña portentosa, la de transformar, renovándola, nuestra lengua. [...] Debo a nuestro gran polígrafo y a los varios años de tenaz lectura la pasión por su lenguaje; admiro su secreta y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor, su habilidad para insertar giros cotidianos, reñidos en apariencia con el lenguaje literario, en alguna sesuda exposición sobre Góngora, Virgilio o Mallarmé. [...] Su gusto era ecuménico.3 Por otra parte, el arte se volvió para Sergio Pitol un Norte, un punto de referencia en letras, en la ópera, en pinacotecas. Ponderó en las obras artísticas lo que Rainer Maria Rilke llamaba “la vida individual de los objetos”;4 en sus viajes siempre persiguió la belleza y la independencia. Durante su estadía en el extranjero buscó hacerse del espacio propicio para la escritura. En una suerte de acto liberador, el trabajo de

insólitas, incluso de cierto peligro. Cuando uno lee que a Pitol y Prieto se les cruzaban cocodrilos o mujeres esquizofrénicas en sus idas al teatro de carpa o por las calles del Centro de la Ciudad de México, el lector tiende por lo general al escepticismo, pero si uno ha tenido la enorme fortuna de compartir encuentros o viajes con Pitol entonces ya es muy distinto. La noche de 1990 en que fui a la presentación de la edición mexicana de La vida conyugal pude comprobarlo. En aquella época esos bautizos editoriales eran más íntimos, menos multitudinarios, definitivamente menos performáticos, como hoy se dice. La tertulia tenía lugar en el primer piso de una librería por desgracia desaparecida hace mucho tiempo, Tomo 17, una residencia de San Ángel a un tiempo elegante y sobria, acogedora y espaciosa. Hasta allí llegamos toda una tribu pitoliana: Luz Fernández de Alba, Neus Espresate, Marcelo Uribe, no recuerdo si también Paloma Villegas, pero por supuesto es muy probable que también hubiese ido. Todo comenzó normal. Vale decir, no comenzaba, porque la presentación consistía en una charla ante el público entre Pitol y Juan Villoro, quien no aparecía y no había manera de localizar —añoro esa adrenalina pre-convergencia digital. Neus comenzó a verme con su cariñosa sonrisa característica, cuyo mensaje de fondo en ese momento era “vete preparando para entrar de emergente a la plática en dos minutos”, y yo comencé a hacer apuntes mentales para salir del paso, pues no había

traducción le facilitaba el tiempo para poder dedicarse a escribir y para asistir a exposiciones, obras de teatro y tertulias entre amigos. El impulso de viajar, después de mis primeras salidas, en vez de atenuarse se volvió obsesivo. Inicié el año 1961 con una intensa sensación de fastidio. Me sentía harto de mis circunstancias y también del mundo. La prensa registraba el desasosiego que comenzaba a alterar a algunos escritores jóvenes en distintas partes del planeta, una de esas fiebres que aparecen cada tantos años. [...] Yo me sentía arrinconado en México; contraje aquel virus, vendí casi todos mis libros y algunos cuadros, y me lancé al camino. A mediados de junio me embarqué

“ENCONTRÓ LA OBRA DE ALFONSO REYES, A QUIEN CONSIDERA UN AUTÉNTICO MAESTRO Y CUYO CUENTO ‘LA CENA’ LO INFLUYE EN GRAN MEDIDA.”

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terminado de leer el libro, aunque conocía muy bien los otros dos con los que completa la Trilogía del carnaval e incluso había participado, con Elena Poniatowska y Anamari Gomís, en la presentación de la edición mexicana de uno, Domar a la divina garza. Por suerte para el público y para mí, Juan por fin llegó después de quince minutos, algo nervioso por el retraso; abrió una libreta de apuntes y comenzó a exponer al público su lectura del libro que nos convocaba. Lúcido y atinado como siempre, se trompicó un poquito al principio, pero luego agarró vuelo y sostuvo una charla muy amena con Sergio, quien también estaba algo intranquilo por la situación. Hasta la ronda de intervenciones del público todo marchó perfecto; el entonces joven periodista Carlos Rubio Rosell dio una interpretación de la novela y de la obra en conjunto de Pitol e intentaba llevar a Sergio a ratificar su teoría, según me acuerdo, hasta que Villoro muy amablemente le pidió que no insistiera; fuera de eso el escenario era terso. De repente, del fondo del sillerío en funciones de auditorio del primer piso de Tomo 17, se levantó para pedir la palabra un hombre muy delgado, como de sesenta y pocos años, escaso cabello y grandes gafas, muy correcto él, con un leve dejo de extravagancia. En la memoria lo he retenido como la viva imagen de Mortadelo [el de Filemón, claro. No iniciados en historia del cómic, gugleen, por favor] y resultó, en efecto, ser español, hasta donde delataba su acento. Lo que siguió fue más o menos así. Mortadelo había ido a la presentación porque el título de la novela de Pitol lo había cautivado y convencido de no perderse la oportunidad de compartirle al autor y a todos quienes estábamos la inmarcesible experiencia de la dicha, el gozo y la felicidad inagotable que significaba para él estar casado y haber llevado una vida conyugal de más de treinta años sin ninguna grieta; qué digo grieta, sin la menor hendidura, y quería contarnos que no había mejor condición humana más allá del

en Veracruz y crucé el océano. Estuve unas cuantas semanas en Londres, unos días en París y al final me instalé en Roma. Igual que a Cervantes, me pareció llegar a la capital indiscutible del Universo Mundo. [...] Por primera vez me sentí sano e inmensamente libre. Tenía veintiocho años y ganas enormes de comerme el mundo. El resultado de esa estancia fue mi vuelta a la escritura.5 Era una fuga propiciatoria hacia la belleza y la armonía. Tenía sus prioridades bien asentadas, la cercanía con el arte y la amplitud. No puedo dejar de pensar en las penurias por las que pasó, en los trabajos diversos que llevó a cabo, los cuales le pudieron garantizar una independencia imprescindible del México anquilosado de los años sesenta. Vuelvo a la resonancia rilkeana y tomo prestadas las palabras que el poeta polaco Zagajewski dedicó a Rilke: Pitol estaba más allá de cualquier espacio político, sin himno, sin bandera y sin lengua, y logró ser un testigo de su tiempo. Lo anterior me hace recordar la renuencia de algunos escritores a leer clásicos o a impregnarse de todas las artes. Recuerdo a un profesor quien, al citarle una crítica de Baudelaire, me espetó que “ya han pasado muchos años desde que Baudelaire murió”, lo cual no hizo sino provocar mi azoro al pensar que la imagen del artista que se rodea de todas las artes “ya no

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matrimonio, sobre todo de uno como el suyo, donde reinaba la armonía y la concordia. La vida conyugal era para Mortadelo únicamente eso, muchas gracias por ponerme atención y dejarme participarles mi historia personal. Silencio absoluto del público. A partir de la segunda frase de Mortadelo, Pitol había estado conteniendo un brutal ataque de risa, Juan también, por supuesto; de hecho, todos los amigos de Sergio estábamos entre impacientes, angustiados y a punto de desahogar las risotadas; pero la convicción circunspecta de Morta nos atemorizó a todos. Parecía el predicador de una secta fundamentalista defensora del orden matrimonial. No sé cuánto tiempo duró aquello, fue una tortura delirante. A la primera oportunidad que tuve salí corriendo hacia las calles de Chimalistac. No tenía sentido regresar a ver en qué terminó todo. Tampoco tengo la certeza de haber regresado a casa carcajeándome.

LA CENA EN EDZNÁ Incapaz de hacerlo más vívido, acaso aquel episodio servirá para convencerlos de que

es vigente”. Sin duda, el antídoto a estas sugerencias un tanto casuales y apresuradas lo encuentro en una sentencia pitoliana: De no mantener un diálogo vivo con sus clásicos, el artista, el escultor corre el riesgo de pasarse la vida descubriendo Mediterráneos. Nada conozco tan reductor como el culto a la moda. La tarea del escritor consiste en enriquecer la tradición, aunque la venere un día y al siguiente se líe con ella a bofetadas. De ambas maneras será consciente de su existencia. Por eso me han atraído y preocupado los problemas de la forma, los recursos y posibilidades de los géneros, su capacidad de transformación.6 Lo cual está íntimamente relacionado con su carácter, ya que Pitol veía en el arte una suerte de ética, una congruencia entre belleza y acto de civilidad o de resistencia. No es casual que haya abandonado su puesto en el servicio diplomático debido a la masacre de estudiantes de 1968 y, lo que tiene más mérito, que no se la haya pasado repitiéndolo a la menor oportunidad. “Comenzar por invocar los fastos de Venecia y terminar empantanado en una literatura de mentiras es una vulgaridad”, señaló.7 En ensayos como “El regreso al hogar” y “Con Monsiváis el joven” deja clara su postura

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para mí era todo un tema organizar una cena a la que asistiera Pitol [para más INRI con Guillermo Fernández, también anzuelo de extravagancias], sin que hubiera lugar a circunstancias fuera de control. Así que decidí convocar la cena en casa del propio poeta, un departamento pequeño y muy cálido de la calle de Edzná donde era posible mantener todo en orden. O eso pensaba yo. Pasé por Sergio a La Conchita una noche de viernes. Para la cena aportó una espléndida herencia de su época diplomática, una botella de vino francés más cara que mi auto, por lo que manejé con especial cuidado todo el trayecto hasta la Vértiz-Narvarte. Cuando llegamos a su departamento, Guillermo todavía estaba sacando la ropa de la lavadora y nos invitó a sentarnos en el sillón donde reposaban sus calcetines. Ahora que reparo en ello, debió haber sido señal suficiente de que algo comenzaba a descontrolarse. Fernández había invitado a una pareja de poetas vecinos suyos y amigos de mi generación para hacer más vivaz el convite. Se comió y se bebió con soltura, Fernández y Pitol charlaron de lo lindo, fue una conversación magistral en todos sentidos. Nada podía estar fuera de lugar en un departamento de una sola habitación y la sala comedor donde estábamos.

“LA CONVICCIÓN CIRCUNSPECTA DE MORTA NOS ATEMORIZÓ A TODOS. PARECÍA EL PREDICADOR DE UNA SECTA FUNDAMENTALISTA DEFENSORA DEL ORDEN MATRIMONIAL.”

frente a los movimientos sociales y políticos en México. En El arte de la fuga y en el breve ensayo acerca de Jorge Herralde, Pitol relata la forma en que Beatriz de Moura lo invita a coordinar la serie Heterodoxos en la colección Cuadernos ínfimos para la editorial Tusquets, donde publica, a pesar de los obstáculos que imponía la censura franquista, autores sui generis. En esa colección tan provocativa y conspicua aparecen escritores como los polacos Grotowsky y Gombrowicz, además de Raymond Roussel, Swift, Cristóbal Serra, Marx, Nietzsche, García Ponce, Macedonio Fernández o Julio Cortázar.8 De cada tres o cuatro títulos la censura nos permitía publicar acaso uno. Vivíamos y trabajábamos haciendo caso omiso de la dictadura. Cuando un Heterodoxo salía a la luz lo celebrábamos con unción. Por esos días nació Anagrama [1969], y en la presentación de su primer libro conocí a Jorge Herralde. Nos hicimos amigos de inmediato. He traducido para él varios libros, prologado otros y posteriormente publicado en su editorial todas mis novelas. El premio Herralde logró que en México se me empezara a tomar en cuenta. Conocí a Lali Gubern en Leteradura, su maravillosa librería, y aún ahora me parece un milagro la existencia de aquel

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“LA SOMBRA DE RUPERT DESAPARECIÓ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA. VI LA CARA DE PITOL PALIDECER. LAS GRANDES CEJAS DE GUILLERMO SE ALZARON MÁS DE LA CUENTA.”

Nada, a excepción de que, y así lo corroboramos, uno de nosotros saliera de allí, apartándose de la vista de todos. A una hora avanzada de la noche, el joven poeta —llamémosle Rupert— le pidió permiso a Fernández para ir al baño, cuya puerta estaba a menos de dos metros de nosotros. En la mesa seguimos platicando con ánimo, aunque la cena tocaba a su fin. De la nada, oímos que Rupert empezó a luchar por salir del baño, pues la puerta se había atrancado. Guillermo se levantó primero y le dio con precisión y serenidad las instrucciones para desatorarla. La disputa entre poeta y puerta continuó, con ventaja para ésta. La joven poeta —llamémosle

espacio abierto en una época de extrema intolerancia.9 Precisamente debido a esto, Sergio Pitol provocó un punto de inflexión en la literatura española desde la península, con su literatura, pero también con sus oficios como consejero editorial y traductor. La lista de autores que compartió con la tertulia mencionada líneas arriba iba desde Henry James, la bicentenaria Jane Austen, Luigi Malerba, Antonio Tabucchi, Malcolm Lowry, Robert Firbank, Antón Chéjov, Nabokov, Tibor Déry, Ford Madox Ford, Boris Pilniak, los polacos Jerzy Andrezejewski, Kazimierz Brandys y el triunvirato de Witold Gombrowicz, Eugène Ionesco y Stanislaw Witkiewicz, entre muchos otros.10 Es evidente que autores como Félix de Azúa o Enrique Vila-Matas y editores atentos como Beatriz de Moura y Jorge Herralde encontraron una geografía vastísima por explorar, y sobre todo encontraron un ánimo de espeleólogo de raigambre pitoliano. Las posibilidades literarias se bifurcaban con un autor de tamaña curiosidad y tremendo olfato. Este canon pitoliano tiene entre sus características una innovación en sus técnicas narrativas, sus narradores no son siempre uniformes o coherentes, a veces se contradicen y la narración va a contrapelo, donde el simultaneísmo de escenas es fundamental, como en Las puertas del paraíso, de

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Maike— comenzó a inquietarse, porque el baño nomás no se abría y Rupert comenzaba a dar señas de ansiedad. Cuando vi que Pitol se levantaba, también preocupado, presentí lo peor. La puerta era de madera y vidrio mateado, translúcido, por lo que alcanzábamos a presentir la sombra de Rupert intentando vencer al cerrojo sin éxito. Guillermo, Maike y luego Pitol y yo acumulábamos instrucciones para Rupert, quien, ahora sí, había entrado en una fase de pánico. No daba con la forma de abrir. En eso, dejamos de oír forcejeos. La sombra de Rupert desapareció del otro lado de la puerta. Vi la cara de Pitol palidecer. Las grandes cejas de Guillermo se alzaron más de la cuenta.

Andrezejewski. También hay perspectivas que se van ampliando a medida que la historia avanza y nos muestran que la versión que teníamos ha estado colmada de verdades a medias; El buen soldado, de Ford Madox Ford, es un fascinante ejemplo de este desmoronamiento de certezas narrativas. En la obra En torno a las excentricidades del cardenal Pirelli encontramos una hilarante voz narrativa que desconcierta al lector con la historia que cuenta, pero sobre todo con la extravagancia de sus comentarios, la cual recuerda al más locuaz Oscar Wilde. En Cosmos de Gombrowicz el narrador miente a los demás personajes frente a nuestros ojos, nos da una versión verídica dentro de un espacio donde la lógica fluctúa a su guisa. Por su parte Kazimierz Brandys y el húngaro Tibor Déry se comprometen en sendos contextos políticos y dan parte de la opresión política y cultural en sus países. La lista de aportaciones que hizo Pitol es realmente inconmensurable; los senderos que abrió con su trabajo como ensayista,11 consejero editorial y traductor son una acertada provocación para cualquier lector que dé preponderancia a la literatura por encima de “los libros impuestos por la moda”. Como Pitol ha señalado: La lectura es un juego secreto de aproximaciones y distancias. Es también una lotería.

En esas circunstancias puede pensarse lo que sea, ¿no? Con Pitol presente, pasan por la cabeza relampagueantes imágenes de una abducción extraterrestre, incluso. Fernández estaba a punto de darle cristalazo a su propio baño cuando vimos que, finalmente, Rupert entreabría la puerta y salía, victorioso, disculpándose por haberse encerrado él mismo, sin notarlo. Nadie más quiso pasar al baño. Habiéndose sosegado todo, con mucha diplomacia, Pitol me pidió minutos después que lo llevara a casa, no sin antes asestar uno de sus famosos y fraternales apretones al cuello, en este caso a Guillermo, y despidiéndose de pie risueño ante los demás para una fotografía que desafortunadamente no tomamos. En la calle, con la voz más agravada que de costumbre por la incertidumbre del episodio, algo desesperado, Sergio me ordenó perentorio: —¡Héctor Orestes, déjame pasar al arbolito, porque si no me voy a mear en tu coche! Siempre que pienso en él no puedo evitar recordarlo asociado a esas y otras ocasiones, irrepetibles y deliciosas, en que pude compartir hechos de la vida con Sergio Pitol tal y como nuestro gran novelista los ha vivido hasta ahora: como personaje de sus propias ficciones.

Se llega a un libro por caminos insólitos; tropieza uno con un autor de modo en apariencia casual y luego resulta que no puede dejar de leerlo nunca.12 Y qué mejor guía que el mismo Pitol para recorrer dichos caminos. Notas Sergio Pitol, El arte de la fuga, en Trilogía de la memoria, Barcelona, Anagrama, 2007, p. 128. 2 Ibidem, pp. 128-130. 3 Ibidem, p. 188. 4 Cfr. Rainer Maria Rilke, Libro de las imágenes I y II. 5 Pitol, op. cit., p. 137. 6 Ibidem. 7 Ibidem, pp. 90 y 45. 8 Sergio Pitol, “Jorge Herralde y Anagrama”, en El tercer personaje, Era, México, 2013, y José Balza, “Página para Pitol”, en Los territorios del viajero, Era, México, 2000. 9 Pitol, op. cit., p. 138. 10 Todas estas obras fueron agrupadas en la Biblioteca Sergio Pitol Traductor de la Universidad Veracruzana, debido al interés de Joaquín Diez Canedo, y estuvieron al cuidado de Rodolfo Mendoza. Pero ahora está detenida la publicación de los títulos restantes, por el litigio que entablaron algunos familiares de Pitol contra la Universidad. Ver http:// bit.ly/2u6kUnu 11. Agradezco a Édgar Valencia que me haya descubierto y obsequiado Sergio Pitol en casa, libro que compila todas las colaboraciones (ensayos, traducciones, discursos, introducciones) que publicó Pitol en la revista La Palabra y el Hombre, editado por la Universidad Veracruzana en 2006. 12. Pitol, op. cit. p. 248. 1

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En su nueva visita a la Ciudad de México, Paul McCartney se prodigó en una velada que, como es habitual en su audiencia, convocó a todas las generaciones que se han sucedido a lo largo de su dilatado trayecto —más de medio siglo— en la primera fila de la escena musical. Desde los temas clásicos de Los Beatles hasta el repertorio que continuó por su cuenta, el concierto de Paul desplegó en el Azteca un derroche de calidez y calidad musical del “santo más milagroso del pop”, como apunta esta crónica.

Paul McCartney en el Estadio Azteca

L A TONA DA Y L A BEN DICIÓN, EL CH U T E Y EL COCO ALEJANDRO GONZÁLEZ CASTILLO

AQUEL SUJETO QUE JOHN LENNON conoció en una iglesia de Liverpool hace sesenta años vino con un listado de temas sin madre. Claro, lo que escribió al lado de John con la ayuda de George Harrison y Ringo Starr se llevó las palmas más fuertes, pero el músico fue más allá de sus años yeyés para recordar su era barbuda y luego los días en que recién se divorció de Los Beatles, todo para llegar a

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é que aquí, en la misma cancha que mis suelas pisan, Maradona se puso la mano de Dios y Michael Jackson bailó “Billie Jean”; que en este lugar desfiló el ataúd que contenía el cuerpo del Chavo del Ocho y que cierto Papa alguna vez repartió puños de oraciones. Vaya, entiendo que estoy en el Estadio Azteca. Y aunque solía creer que en las tribunas que me rodean se ha visto y escuchado de todo, cuando Paul McCartney, ese señor de 75 años que está sobre el escenario, pide tomar una canción triste para mejorarla, en las gradas se palpa una emoción inusitada. El músico trae colgado de los hombros un bajo con forma de violín y cuando simula tocar con los dedos a los miles que le aplaudimos, actúa como si hubiera puesto las yemas en un comal caliente. Y sí, a todos nos salen flamas porque esta noche experimentamos una nueva sensación, una que amasa todo lo que en este estadio se ha vivido. A estas horas, luego de dos horas de canciones, el concierto alcanza su punto cumbre: se atestigua la tocada de “Hey Jude”, el hit radial perpetuo; pero al mismo tiempo se vive el chute del penal definitivo y se recibe el coco que Don Ramón les soltaba a los necios de la vecindad. Nanana. Nananana. Cantamos miles. Y así también andamos la ruta de la cruz por la cabeza y el pecho, aunque esta vez no haya un obispo persignándonos, sino la zurda del santo más milagroso del pop. No fue simple llegar aquí. La ciudad se hallaba desquiciada por un desfile mortuorio, carreras de coches y partidos de futbol. Abordar el tren ligero en Taxqueña significó un reto emocional para tipos bragados: oír “My Sweet Lord” en las bocinas del andén para luego observar los escombros de un edificio colapsado tras el terremoto, por la estación Ciudad Jardín, no fue cosa simple. Ya en las afueras del estadio, hubo que esquivar puestos de tacos y camisetas, cerveza y tazas, para rodear al Sol Rojo que Alexander Calder soldó mientras estallidos en el cielo anunciaban que San Judas tendría fiesta en Santa Úrsula Coapa. Caló el frío cuando se hizo de noche, pero más temblores provocó Sir Paul cuando, al fin, tras un manso oleaje humano, apareció con una flor en la solapa y las canas domando sus sienes. “Es increíble estar de vuelta”, avisó con su español trastocado, y nosotros asentimos.

sus más recientes correrías. Es decir, pasó de “A Hard Day’s Night” a “I’ve Got a Feeling”, y de “Maybe I’m Amazed” a “FourFiveSeconds”. Sin embargo, habría que subrayar con el plumón de las lágrimas las ofrendas del inglés a sus más queridas calaveras: a su “cuate” George con “Something”, y a su “carnal” John con “Here Today”. Ciertamente el de “Love Me Do” ya había estado aquí antes, en el mismo estadio, hace cinco años; y atrás en el tiempo ya había pisado el Foro Sol, el Palacio de los Deportes y hasta el Zócalo capitalino. Y como yo, muchos de los que aquí están no han fallado a ninguna cita desde que el ídolo vino por vez primera a México, en 1993. ¿Qué nos hace volver?, nos preguntan los ajenos. Simple: uno nunca sabe cuándo será la última vez. Ésta, tal vez lo sea. Esa garganta que solía cantar con prestancia “Oh! Darling” sufre la saña del paso del tiempo. A nadie le gusta, pero todo tiene un final, incluso este romance. Y esa, la amenaza mortal, es una de las causas por las que llenamos este coliseo moderno. Nanana. Nananana. Cantamos recio con las emociones al borde del cuero, tras quedarnos sordos con la pirotecnia que surcó el cielo al son de vivir y dejar morir. Algún día todos los que aquí nos concentramos estaremos muertos. Incluso Paul. Y ya se sabe, el muerto al pozo y el vivo al gozo. Así que cuando pasa a mi lado el tipo de las cervezas, tibias como de costumbre, rebajadas como es tradición, pido y sorbo. Y miro a mi alrededor: niños disfrazados del Sargento Pimienta, millennials que activaron su encendedor, que chasquearon luz con un puño arriba mientras McCartney gritaba: ¡Fuerza México! Hombres lubricando con lágrimas sus secas arrugas y mujeres que alzaron la mira a la media luna cuando las aplanó “You Won’t See Me”; adolescentes que extraviaron los cabales con “Back in the USSR” y

policías que tararearon sonrientes “Ob-la-di, obla-da”. ¿Cómo es posible que estas canciones —sí, éstas, las que los listillos tachan de cursis y sosas— sigan removiéndonos las entrañas a tantos miles? Van a perdonarnos Los Who y Los Rolling Stones, también Maluma y Emmanuel y Mijares. Pero aquí hay demasiados sentimientos hechos bola como para ignorarlos. Estamos presenciando El Concierto del último lustro. Aquí, en México. Y los que acá estamos, listos para el encore que se aproxima tras transformarnos en Jude, vamos a pasar a la historia por haber tenido, una vez más, a un Beatle enfrente. Van a hablar de nosotros en el futuro. Van a vernos los hombres del mañana y se preguntarán: ¿a poco era para tanto?, ¿qué de especial tienen estas canciones? Y sí, los discos ayudarán a entender. Para entonces será bueno acercarse a ellos y escuchar. Pero lo que este estadio vive ahora que Paul sale de vuelta a escena, para cantar “Yesterday”, a solas con su guitarra, con la tráquea rajada por los años, nadie podrá explicarlo jamás. El frío llaga conforme el compás final se aproxima. “The End”. Para entonces, somos decenas de miles con la lumbre dentro. Somos Hugo Sánchez disparando de chilena, somos Quico lamiendo la paleta más grande de la vecindad, somos Michael Jackson haciendo el moonwalk. Somos un track. Un montón de compases. Una tonada. Somos el nananana que anima a los tristes. Somos calacas vaciando el coloso de cemento para que el logo del América quede al descubierto en las tribunas. Y allá vamos, camino al tren ligero con nuestros pechos blindados ante el tiempo que los caprichosos nos orillan retrasar una hora, justo cuando el domingo llega y Paul, uno de los dos Beatles que quedan vivos, se seca las canas, meditando seriamente si alguna vez regresará a México a saludarnos, a hacernos sentir mejor.

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10 LA N OTA NEGRA

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Por

FRANCISCO HINOJOSA

ENTRE ESCRITORES

@panchohinojosah

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os poetas en México suelen no quererse y respetarse mucho entre sí, a menos que se quieran, se respeten y mantengan una amistad. He visto cómo despiden el veneno a la menor oportunidad con chismes, apodos, críticas e insultos. Algunos son verdaderos policías que a la menor oportunidad, en una lectura, se llevan el dedo a la boca para decir que los poemas leídos en una mesa son vomitivos o comentar que “eso no es poesía”. Los hay muy convencionales que no soportan la experimentación, así como los innovadores que se disgustan con lo que consideran tradicional y poco aventurado o comprometido con alguna causa. Y por lo general, no soportan que un escritor de otros géneros literarios de pronto publique un poema, como sucedió recientemente con el que Juan Villoro escribió con motivo del sismo del 19 de septiembre. Zapatero a tus zapatos: no eres bienvenido en un gremio que no acepta a quienes no tienen ya varios poemarios publicados. Entre los críticos literarios suele haber también muchas diferencias, pero por lo general lo confrontan abiertamente en periódicos, revistas y presentaciones. No lo hacen a oscuritas y hasta pueden coincidir en algún evento y darse eventualmente la mano. Prevalecen más las ideas que los gustos, por más distantes que sean. Pero también pueden ser motivo de enfado entre los escritores, como le ha sucedido a Christopher Domínguez,

La Canción # 6

ALGUNOS POETAS SON VERDADEROS POLICÍAS QUE A LA MENOR OPORTUNIDAD, EN UNA LECTURA, SE LLEVAN EL DEDO A LA BOCA PARA DECIR QUE LOS POEMAS LEÍDOS EN UNA MESA SON VOMITIVOS.

que tiene una absurda acusación de misógino y que quieren abogar por quitarle el muy merecido lugar que ocupará en El Colegio Nacional. En cambio sí coincido con quienes acusan a dicha institución por la muy escasa cuota de mujeres que tienen entre sus colegiados. Y nombres no faltan: tan sólo en letras mencionaría a Sabina Berman, Elsa Cross, Margo Glantz, Pura López Colomé, Carmen Boullosa, Coral Bracho, Tedi López Mills, Rosa Beltrán, Cristina Rivera Garza, Lydia Cacho, Selma Ancira, Sara Sefchovich, Myriam Moscona, Malva Flores, Magali Velasco y más. Muchas de ellas, además de ser escritoras brillantes, tienen títulos académicos y obras que avalan de sobra su trayectoria para ser elegibles. Entre los narradores creo que tampoco haya tantas enemistades como entre los poetas. He estado en muchas lecturas, encuentros, ferias del libro y convivencias, que suelen terminar en restaurantes y bares en los que se siente una mayor camaradería. Por lo general no hay pedo. He escrito poesía, cuento, novela, ensayo, periodismo, crónica, teatro, un libreto para una ópera y un guión para un corto de televisión. Pero soy más conocido como autor de libros para niños. Y ese pequeño gremio de los autores de literatura infantil y juvenil, que andará por los ochenta escritores —según Juan Carlos Quezadas, alias El Gato—,

tiene una gran fraternidad. Casi todos nos conocemos y nos festejamos. Y nos importa poco que la tribu literaria nos ignore o nos desprecie. Tenemos a nuestro favor tener muchos lectores niños y jóvenes. Muchos: esos mismos que quizás mañana leerán la literatura que se produce en nuestro país. Puedo presumir de llevarme entre bien y muy bien con escritores, compositores e instrumentistas, artistas plásticos, dramaturgos, actores y actrices, cineastas, cuentacuentos, promotores y un largo etcétera de personas dedicadas al arte, la literatura y la cultura. Pero no todo es fiesta y abrazos. Tuve recientemente una experiencia que nunca había vivido: estar en un encuentro de escritores y no poder decir un simple “hola” a una poeta que me insultó, me acusó de corrupto y me censuró hace unos meses (me dijo que yo no podía meterme en una discusión de poetas si yo no lo era) a través de las redes sociales y de textos publicados en suplementos culturales. Nos ignoramos sanamente. Y a pesar de esa enemistad (que hubiera querido que fuera sólo una diferencia de opiniones), no cambió mi admiración por el que considero su mejor libro. No recuerdo quién lo dijo y lo cito seguramente mal: me gusta mucho el paté, pero no necesito conocer al ganso que donó su hígado para que llegara a mi mesa transformado en un manjar.

Por ROGELIO GARZA @rogeliogarzap

Fats Domino EL CORAZÓN de otro gran rocanrolero dejó de hacer tic-tac a los 89 años. El gordo de la sonrisa eterna fue un pionero que tuvo sus primeros éxitos antes de que irrumpieran Chuck Berry, Little Richard, Elvis y Bill Haley. Su clásico boogie woogie “The Fat Man” ya había vendido poco más de un millón de copias en 1951. Pianista que bombeaba las teclas de manera particular, desde el blues hasta el ska, y compositor adiestrado por el guitarrista de jazz Harrison Verrett, el oriundo de Nueva Orleans Antoine Dominique Domino Jr. (1928) era bluesero de bar cuando se unió a The Solid Senders a los catorce años. En ese grupo comenzaron a llamarlo “Fats”. Como solista, el corpulento y simpático cantante de voz amable resultó ser un fenómeno de ventas después de Elvis; entre 1955 y 1963 colocó más de 37 sencillos en las listas de popularidad. Su mayor éxito fue la versión de “Blueberry Hill”, que en 1956 vendió más de cinco millones de copias. La cifra palidece frente a los casi

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setenta millones de discos y la cantidad de regalías que cobró en vida. Según el músico y actor Dr. John, el secreto de Domino era una melodía sencilla, algunos cambios de acordes con groove y un ritmo bastante cool. “Y todas sus canciones tenían letras sencillas, esa era la clave”. Los años más productivos y exitosos de Domino en Imperial Records, así como sus “canciones y discos perfectos”, sucedieron al lado del productor y compositor Dave Bartholomew. Junto a un gran músico suele haber un gran productor. El paso de Fats a la historia también se debe a su dupla creativa. Y al reconocimiento público que hicieron Elvis y luego The Beatles con “Lady Madonna”. Durante años fue célebre por sus kilométricas presentaciones, muchas de las cuales terminaban en disturbios raciales atizados por el calor del rock y el alcohol. Fue protagonista de cuatro grandes desmanes, razón por la cual le cancelaban fechas y le negaban contratos. El más rudo sucedió en 1956 en el

Auditorio de la Legión Americana, en Roanoke, Carolina del Norte: cuando tocaba alguien arrojó una botella desde el balcón de los blancos al piso de los negros. Eso desató una batalla campal que arrasó el auditorio. Cuando su carrera declinó en los sesenta, se mudó a Las Vegas donde jugó, perdió y quebró. Su retorno fue con el disco Fats Is Back de 1968, producido por Richard Perry, que lo llevó a tocar de nuevo en vivo. Viajaba como rey, con cientos de trajes, zapatos y anillos. En 1995 se retiró de los escenarios y se dedicó a vivir la fama en su Cadillac rosa, entre premios y reconocimientos como su inclusión en el Salón de la Fama del Rock en 1986 y el estupendo disco Goin’ Home: A Tribute to Fats Domino. En 2005 perdió su casa en el huracán Katrina, tres pianos, sus discos de oro y platino. Y en 2008 falleció su esposa de toda la vida, Rosemary, con quien tuvo ocho hijos. Finalmente se estableció en Harvey, a las afueras de su natal Nueva Orleans, donde murió como el final de una gran canción de rock and roll.

EN 1995 SE RETIRÓ DE LOS ESCENARIOS Y SE DEDICÓ A VIVIR LA FAMA EN SU CADILLAC ROSA.

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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

EL M OTEL D EL VOYEU R

11 Por

CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

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n “The Motel”, canción del álbum Outside, Bowie afirma: “There is no hell like an old hell ”. El viejo infierno al que alude el juego de palabras es el personaje central del libro más reciente de uno de los padres del periodismo moderno. Gay Talese es de esos autores que no tiene que demostrarle ya nada a nadie. Sobrepasó la cima ya hace tiempo. Sin embargo, El motel del voyeur es el libro con la campaña publicitaria más escandalosa y ruidosa de los últimos años. Ningún otro título ha desencadenado el morbo editorial a tales niveles. ¿El motivo? Justo antes de su salida al mercado Talese declaró que desconfiaba de los hechos que le había revelado su informante. Resultado: el libro se convirtió en un best seller automático. Y la reputación de Talese no se vio afectada por el ardid promocional. Lo que sí sufrió fue el texto en sí. La crítica se abalanzó a decretar que se trataba de la mejor obra de su autor. Palabras mayores si tomamos en cuenta la producción de Talese, por ejemplo Honrarás a tu padre, la Biblia de la mafia en la que se inspiraría Los Soprano, o piezas ya clásicas como “Frank Sinatra está resfriado”. El motel del voyeur trata sobre Gerald Foos, un dueño de un motel en Colorado que espiaba a sus clientes a través de unos falsos conductos de ventilación. Hacia principios de los años ochenta invita a Talese a conocer el negocio con la esperanza de que cuente la historia de su afición. El

EL MOTEL DEL VOYEUR ES EL LIBRO EN EL QUE LA PLUMA DE TALESE ESTÁ MENOS PRESENTE QUE NUNCA.

El sino del escorpión

periodista se niega, pero conforme conoce los detalles va inmiscuyéndose a tal grado que termina por volverse cómplice y partícipe de las actividades ilícitas de Foos, que culminan en un asesinato que nunca fue denunciado, lo que implica un delito. El voyeur lleva un diario en el que ha registrado por décadas los pormenores de los encuentros sexuales de cientos de parejas. En los fragmentos citados por Talese se advierte el cambio en las prácticas sexuales a partir de la década de los sesenta: el verano del amor. Sexo interracial, tríos, lesbianismo, etc. Pero más allá del valor documental de las citas, y unos momentos picantes, en una ocasión la corbata de Talese cuelga del ducto de ventilación mientras una pareja copula en uno de los cuartos, El motel del voyeur es el libro en el que la pluma de Talese está menos presente que nunca. El predominio de la voz narrativa es la del propietario del local. Y estas voces intercaladas de la primera persona, Talese-Foos, rompen el ritmo de la narración cada capítulo. Más que un reportaje o una investigación, El motel del voyeur parece el argumento de una película de un Wim Wenders redneck. Por lo que no es de extrañar que los derechos para llevarla al cine ya hayan sido adquiridos por Sam Mendes y Steven Spielberg. Los hechos relatados por Foos son más veraces que los contados por Talese. Quizá porque los del primero son literatura y los del reportero insisten en construir la realidad. Existe un alto grado de inverosimilitud

en lo planteado por Talese, por ejemplo el método utilizado para espiar. Es demasiado imbricado hasta para la mente ultra fantasiosa de cualquier Peeping Tom. A Talese ya no lo despeina nada, de acuerdo, pero El motel del voyeur es un libro aburridísimo. Pese a su primicia es demasiado conservador. Más que mostrar a un escritor en la plenitud de sus facultades, lo que arroja es una obra en la que su autor se muestra tacaño con la palabra. Pese a todo lo viejo lobo que es Talese, este libro es apenas un ejercicio, del que se pudo prescindir. Si Talese no se hubiera cuestionado su autenticidad y no se rozara la criminalidad por un asesinato no declarado, bien podría pasar desapercibido. Una virtud de la obra es que Talese puso el ojo en ese viejo infierno al que alude Bowie. No olvidemos que fue en un motel, u hotel, donde atraparon al Chapo Guzmán. Aquí el personaje es el motel, no Talese ni Foos. Y la otra es que el tema del voyeurismo late con rabiosa presencia. Corre un rumor, en el cual creo ciegamente, de que en Tepito se venden cintas de encuentros sexuales sostenidos en distintos hoteles de la Ciudad de México. Ahí radicaba el libro, en destapar esa cloaca que se reproduce en distintos países. Y que gracias a internet tiene una proliferación demoniaca. Porque una cosa son las sex tapes de las estrellas. Que las suben a la red para asegurarse un escándalo. Y otra que un día vayas a un puesto de películas piratas y compres un disco donde aparezcas fornicando. C

Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza

Postporno, feminismo y sexodisidencias CON SU RASTRERO PASO, el escorpión sorteó el fin de semana pasado el desfile de innumerables Catrinas y ofrendas de Día de Muertos en el Centro Histórico para llegar hasta la calle Licenciado Verdad e instalarse como observador en la primera edición de An*rmal 2017, Festival de Postporno, Feminismo y Sexualidades Disidentes, transcurrido en el Museo Ex Teresa Arte Actual, donde dicen se presenta el “arte lumpen” (¡Ave (lina) María Purísima!). Ahí el alacrán se enteró de un programa de tres días de presentación de trabajos de creación, principalmente audiovisual, aunque también de performance y música, donde se registra la sexualidad desde ópticas inusitadas para el orden social imperante. Hubo trabajos documentales y narrativas de ciencia ficción así como gestos políticos y de crítica social. “En su amplio repertorio, An*rmal repasa y reafirma la diversidad y posibilidades de la conducta sexual y amorosa, de

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la pornografía y de la identidad personal y colectiva, mucho más allá de los esquemas tradicionales privilegiados a través de la regulación política del ciudadano y a través de los mass media dominante”, leyó el arácnido en la presentación. El concepto postporno, le aclararon también, implica la representación de la sexualidad desde visiones innovadoras, artísticas y alejadas de lo que se conoce como las representaciones de corporalidades y sexualidades mainstream. “Es un vehículo para cambiar la realidad de la sexualidad impuesta y sus representaciones (también impuestas) en las sociedades patriarcales y capitalistas”, le precisaron. El escorpión había indagado ya en el tema del porno feminista, pornografía elaborada por mujeres y dirigida a mujeres, donde los roles tradicionales (al estilo “romántico” del decrépito pero ahora muy admirado Hugh Hefner), se trastocan en busca de relaciones de “empodera-

miento” femenino menos homodominantes y patriarcales. An*rmal fue impulsado por Filmaralho, Casa Gomorra, la Revista Hysteria y Diana Torres, autora del célebre libro Pornoterrorismo, y congregó a artistas nacionales e internacionales. Como antecedente a esta fiesta postporno, el escorpión recordó las incursiones performáticas de Rocío Boliver La congelada de uva, así como de varios otros performanceros. Pero el antecedente más importante es sin duda “La Muestra Marrana” de 2015, llevada a cabo también en el Ex Teresa. Un encuentro de más de tres mil personas durante cinco días, derivado de un festival itinerante de larga trayectoria iniciado en 2008 en Barcelona. El venenoso sólo lamentó no haber podido quedarse, por razones de salud, a la fiesta del sábado, donde de 9 de la noche a 3 de la mañana hubo música, performance y representaciones postpornográficas espontáneas. C

AN*RMAL FUE IMPULSADO POR FILMARALHO, CASA GOMORRA, LA REVISTA HYSTERIA Y DIANA TORRES.

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EL AULA DE LOS MUERTOS REDES NEURALES

E

n el fascinante ejercicio de autobiografía intelectual titulado Recuerdos, sueños, pensamientos, el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung relató un sueño que tuvo en la senectud: las almas de los individuos muertos se reunían en un aula para tomar clases. ¿Quién debía impartirlas? Esa era la tarea de los vivos, de quienes buscan la sabiduría y el conocimiento, como el propio doctor Jung. Es bien sabido que el psiquiatra suizo tenía un arraigado pensamiento mágico y una tendencia mística, espiritual. Él pensó que este sueño era una metáfora de la relación entre el lado inconsciente de la psique y el lado consciente: solamente los seres vivientes son capaces de aprender algo nuevo, y por lo tanto, de desarrollar la conciencia individual y colectiva. Según Jung, la tarea humana consiste en desarrollar la conciencia para permitir la evolución histórica de la psique: de otra manera, el comportamiento de las masas humanas es gobernado por programas inconscientes y puede involucionar hacia formas arcaicas de relación social, marcadas por la violencia y la regresión a formas protoculturales de dominación. El comercio intelectual entre los vivos y los muertos ha sido un tema fundamental en la literatura que da sustento narrativo a las religiones. Tradicionalmente, los muertos demandan la memoria afectiva de los vivos, pero son portadores de conocimiento y poder. De acuerdo con Mono, la novela mitológica de Wu Cheng’en, cuando los seres mágicos mueren injustamente, atormentan a sus descendientes oníricamente, para impedir el olvido y garantizar la ejecución de la justicia, o de la venganza. Así sucede cuando el príncipe Hamlet recibe una demanda de justicia que proviene del fantasma de su padre. En la tragedia de Shakespeare, la venganza debe corregir la atrocidad de la usurpación. Frente al horror del crimen, Hamlet padece la tentación de desertar. Usurpar y desertar: dos violaciones morales que degradan la estructura colectiva y generan miseria transgeneracional. Shakespeare pone el dedo en la llaga al señalar que estas transgresiones suceden en el núcleo de las relaciones humanas: la familia, y en particular, señalan la vulnerabilidad de eso que algunos psicoanalistas llaman “el lugar del padre”. Por extensión, podemos suponer que la fragilidad en el corazón de las estructuras patriarcales, ha sido y será compensada mediante recrudecimientos de la conducta violenta, si no es transformada en cultura mediante el trabajo de la conciencia histórica. Si Hamlet exploró la psicopatología de la usurpación, algunas obras fundacionales de la literatura mexicana exploran las

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Por

JESÚS RAMÍREZBERMÚDEZ

consecuencias simbólicas de la otra gran maldición transgeneracional: la deserción. En Pedro Páramo, la obra cardinal de la metafísica mexicana, Juan Rulfo capturó, mediante imágenes poéticas imposibles de olvidar, el delirio postmelancólico de las comunidades que son víctimas de la deserción patriarcal: un delirio que me trae a la memoria la descripción clínica que realizó en el siglo XIX el psiquiatra francés Jules Cotard, llamado en su momento “delirio de negaciones”, en el cual los individuos exploran facetas inauditas de un nihilismo sin autoconciencia. En Pedro Páramo, la deserción podría resultar del establecimiento de jerarquías abusivas, instauradas mediante la violación sexual y los privilegios poligámicos, que colocan al patriarca en una posición inalcanzable al centro de la falocracia. Aunque es visible para todos, porque se encuentra en el centro de las redes simbólicas del poder, los patriarcas como Pedro Páramo aparecen con frecuencia como desertores en la mitología de los hijos, porque son negligentes frente a sus responsabilidades paternas. Pero se trata de una deserción encubierta por relatos que realzan la grandeza del trono falocrático. La relación entre la deserción del padre y la melancolía transgeneracional fue el tema de un ensayo subestimado en su momento, escrito por Federico Campbell con el título Padre y memoria. Mientras buscaba la génesis de la vocación literaria, Campbell postuló que algunos autores, entre los cuales cita a Paul Auster, Sam Shepard y Raymond Carver, son la expresión viviente de una creatividad literaria que funciona como herramienta de reparación simbólica frente a la ausencia dolorosa de los padres alcohólicos. A

mi juicio, el testimonio mejor logrado en esta línea de investigación, fue escrito por Francisco González Crussí, en sus Memorias de un comedor de chile. El doctor González Crussí busca las raíces de su doble vocación, de médico patólogo y enDE ACUERDO CON sayista, y encuentra a su padre, un soldado de la Revolución Mexicana, destruido MONO, LA NOVELA por la aridez de los desiertos y la barbarie MITOLÓGICA DE de la guerra, y profundamente incapaz de vivir en tiempos de paz, por lo cual se reWU CHENG’EN, fugia en el consumo fanático de chile en CUANDO LOS cantidades monstruosas, y en la fuga a la SERES MÁGICOS fantasía alcohólica. La exploración de mitologías familiares MUEREN a través de la literatura revela la ansiedad INJUSTAMENTE, reparatoria del artista, y las tentativas estéticas y creativas de restauración del sentiATORMENTAN do vital perdido. El estudio de los relatos familiares, en la gran escala mitológica A SUS o en los retratos íntimos de los últimos DESCENDIENTES siglos, sugiere que hay una articulación ONÍRICAMENTE, doble de la usurpación y la deserción, en los orígenes del abandono y la violencia, PARA IMPEDIR del pánico y la melancolía. ¿Existen relaEL OLVIDO tos alternativos, capaces de mostrarnos Y GARANTIZAR variaciones en la mitología del padre, y de permitirnos imaginar una renovación en LA EJECUCIÓN las relaciones entre la creación literaria y el DE LA JUSTICIA, poder? Con esperanza leí estos días el libro titulado Examen de mi padre (Alfaguara, O DE LA 2016) de Jorge Volpi. Se trata de un testiVENGANZA. ” monio sobre el padre del autor, un médico cirujano obsesionado con el orden, la crítica política, la perfección técnica, y la integración del control y el afecto en el interior de la casa. La circunstancia del texto es la muerte del cirujano, por lo cual hay un tono melancólico al fondo del libro, pero esta nota afectiva es transformada por momentos de humor sutil, y por la inagotable curiosidad científica que hermana al padre y al hijo, y que funciona como un puente capaz de superar las tensas jerarquías familiares. El libro, presentado como una autopsia existencial del padre, deambula con naturalidad hacia una forma muy entretenida de erudición médica, y en seguida, hacia una anatomía patológica del cuerpo enfermo de nuestra sociedad. La transición del testimonio al ensayo científico y político está lograda con eficacia. Pero prefiero centrarme en el tema de fondo: el homenaje hacia los padres muertos que supieron generar una mitología alternativa a la barbarie y al control totalitario: la revelación de narrativas familiares cuya intriga no depende del binomio usurpación-deserción. El panorama simbólico de nuestra sociedad requiere, ahora, el relato de los padres que eligen obsesiones como la perfección quirúrgica o la curiosidad científica cuando otros eligen el abandono y la violencia.

03/11/17 9:37 p.m.


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