FRANCISCO HINOJOSA COBRONES
CARLOS VELÁZQUEZ ACAPULCO HILLS
ESGRIMA
MARIO L AVISTA
El Cultural N Ú M . 3 3
S Á B A D O
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DOS VISITAS AL SIGLO XX MEXICANO
[Suple me nto de La Razón ]
JUAN VICENTE MELO La escritura, la vida, el espejo
Por Geney Beltrán Félix
JUAN JOSÉ ARREOL A
“El avión es un ataúd colectivo” por Alejandro Toledo Fotos: Rogelio Cuéllar
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El Cultural SÁBADO 06.02.2016
El próximo 9 de febrero se cumplen veinte años de la muerte de Juan Vicente Melo (1932-1996), un prosista breve y excepcional de la llamada Generación de la Casa del Lago, hoy bien apreciada por la memoria de lectores, críticos y editoriales, en contraste con la posteridad silenciosa que acompaña a Melo. Volvemos a un periodo notable de autores mexicanos que permanece como tema de interés para las páginas de El Cultural.
“E L A RT E SOY YO” J UA N V ICEN T E M ELO O LA DISOLUCIÓN G E N E Y B E LT R Á N F É L I X
¿D
ónde está Juan Vicente Melo? El autor nacido en 1932 en el puerto de Veracruz escribió cuento, novela, autobiografía y ensayos sobre música y literatura. Veinte años después de su muerte, ocurrida el 9 de febrero de 1996, es casi como si no hubiera escrito nada: su obra es invisible; se ha esfumado de editoriales y librerías. Ha habido en torno de sus páginas estudios, tesis, ensayos —escasos si se comparan con los tributados a varios coetáneos suyos—. Su nombre salta de inmediato, por supuesto, en todo listado en que se recuerde a los integrantes de la renovadora promoción de narradores conocida como la Generación de la Casa del Lago, que detonó en la década de 1960. Pero en la actual memoria literaria del país no hay mucho más para el autor de La obediencia nocturna, “esa gran novela gótica y lírica y dostoyevskiana, rara avis en las letras mexicanas”, como la llamó José de la Colina. ¿Qué ha sucedido?
CURAR, SALVAR, ESCRIBIR Médico, hijo y nieto de médicos de gran prestigio en Veracruz, especializado en dermatología con estudios en París, el joven Juan Vicente renegó del bien remunerado porvenir para el que la familia y su dedicación académica lo habían preparado, y eligió la creación literaria. Ya en 1956, el poeta español León Felipe, luego de leer el manuscrito del primer libro de cuentos del veinteañero autor, La noche alucinada, le había advertido: Está usted en un momento difícil, muy comprometido entre lo que es ya, oficialmente, su profesión y la llamada de su
vocación. Es un conflicto que usted solamente puede resolver. Yo sólo le advierto que la Poesía no admite componendas y que considerarla como un hobby es ponerla a la altura de un deporte. O todo o nada. O es usted un poeta o es usted un médico. Aunque haya vivido de forma antagónica las coacciones de una profesión para la que estaba investido por designio familiar desde chamaco y las llamaradas enérgicas de su vocación por las letras, en una página de su “autobiografía precoz” (Juan Vicente Melo, 1966), al rememorar la pasión casi evangélica con que su abuelo y su padre dieron sus ánimos a la medicina, el escritor afirma que los ideales “de curar, de salvar” son “nociones tan exigentes como contar historias, inventar hechos, instaurar una sola realidad, la única posible, aquella en la que se puede conciliar el yo que soy yo con el yo que puede ser otro”. He aquí un primer signo para buscar a Juan Vicente Melo: es un artista capaz de discernir la secreta identidad a la que están postulados los opuestos. Curar enfermos e inventar historias son vías adversarias pues avanza, una, en el ámbito de los hechos reales, en cuerpos presentes, sólidos y vivos aunque enfermos y, la otra, hacia las espirales de la imaginación y la sensibilidad, entre palabras de aire y formas intangibles. Pero una y otra, la sanación y la escritura, tienen el poder de anular la cerrada muralla del individuo y hacer bullir la consistencia paradójica de la dualidad para unir el yo y la otredad en una comunión elusiva aunque insobornablemente intensa: ¿quién es el médico sin su enfermo?, ¿quién el artista sin su desdoblamiento?
UN MÉDICO RENEGADO INGRESA A LA MAFIA Luego de renunciar a un futuro entre pasillos de hospitales, el joven Melo se integró a principios de los años sesenta a un grupo disímbolo de autores bautizado como La Maffia, y que contaba con Fernando Benítez, editor del suplemento central de la década, como una suerte de guía o cacique. Sobre todo, Melo congenió con la que después sería referida como la Generación de la Casa del Lago, esa estrecha hermandad de jóvenes autores distinguidos por un genio cosmopolita (Inés Arredondo, Juan García Ponce, José de la Colina, Salvador Elizondo) que recaudaron un pronto reconocimiento de sus mayores, ganando espacios para la discusión crítica en publicaciones ineludibles —la Revista de la Universidad de México y la Revista Mexicana de Literatura— mientras entregaban obras de levantar cejas como La lucha con la pantera, La señal y Farabeuf. Con esos buenos tránsitos de los astros, no es de extrañar que durante su juventud literaria, al cruzar la frontera de las tres décadas, Melo, quien también destacaba ya como crítico musical, haya sido arropado por sellos respetables: la Universidad Veracruzana, en cuya serie Ficción, dirigida por Sergio Galindo, ejemplo del buen olfato literario, se publicó su segundo libro de cuentos (Los muros enemigos, 1962), y la muy joven Ediciones Era, apostó por su nombre con dos títulos: su tercera compilación de cuentos (Fin de semana, 1964) y su primera novela y obra maestra (La obediencia nocturna, 1969). Su autobiografía, con un prólogo del crítico Emmanuel Carballo, salió de las prensas en 1966. Y... poco más.
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Foto > ROGELIO CUÉLLAR
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Juan Vicente Melo (1932-1996).
EL FABULADOR VUELVE A SU TIERRA
UNA PROSA DE LOS LÍMITES
Tiempo después de dejar su puesto en la Casa del Lago, foro universitario que dirigió con tino entre 1962 y 1967, el autor regresó a su estado natal. Se dedicó a escribir mucho sobre música y ya casi nada, o muy poco, de ficción. Tuvo una vida social agitada y fiestera, según recuerda su amigo Guillermo Villar en el prólogo a La rueca de Onfalia, y también episodios de mala salud, depresión y derrumbe alcohólico que pusieron fin a su vida a los 63 años. Sus reapariciones en el medio literario fueron tímidas y esporádicas. Dos de sus obras se reeditaron en la colección Lecturas Mexicanas —La obediencia nocturna en 1987, en la Segunda Serie; Los muros enemigos en 1992, en la Tercera Serie— y un grueso tomo, hoy agotado, recopiló en 1990, en el fce, sus Notas sin música, andanzas en la reflexión sobre temas de su pasión musical. Melo tuvo la suerte de volverse profeta en su tierra, donde se le editó y homenajeó sin tacañería. En 1985 la Universidad Veracruzana publicó El agua cae en otra fuente, su cuarta incursión en la ficción breve y que también recuperaba sus primeros tres títulos en el género y su autobiografía. Luego de su muerte, en junio de 1996, la misma uv dio a conocer su esperada, tantas veces anunciada nouvelle La rueca de Onfalia, y al año siguiente aparecieron, con el sello del Instituto Veracruzano de Cultura, sus Cuentos completos, que incluían como novedad un puñado de textos inéditos —quinto tomo de su ficción breve— amparados bajo el título de Al aire libre. En 2013 el Instituto Literario de Veracruz publicó una recopilación de sus esporádicos ensayos sobre literatura, La vida verdadera, gracias a los desvelos de Juan Javier Mora-Rivera. Estas cuatro entregas son ediciones valiosas pero insuficientes; por su carácter local y sus tirajes exiguos, no han llegado con facilidad a librerías y lectores fuera de los límites de Veracruz. Conclusión: de entre los autores ya fallecidos de la Generación de la Casa del Lago —García Ponce, Arredondo y Elizondo—, Melo es quien ha tenido la posteridad menos favorable. Algo casi cercano al olvido. ¿Qué hay en su obra que le haga merecer esta ventura?
No es que México se distinga por preservar su pasado literario con un inflexible apego a la calidad y por encima de las rentas políticas y de grupo. Fuera de los ritos protocolarios en que el Estado, cuidadoso de la observancia y aplauso de las efemérides, otorga su gracioso aval a ciertas figuras, la recuperación de obras y autores multados por el olvido y la incuria suele darse gracias al empeño, terco aunque de resonancia no siempre contundente, de los lectores especializados, críticos e investigadores. En el azar de Juan Vicente Melo no es difícil presumir que su regreso al terruño en plena edad lozana —no había cumplido aún los cuarenta años, y era esa una época en que los prestigios literarios se cabildeaban y conseguían únicamente en dos o tres colonias de la Ciudad de México— y su menguada cosecha en el campo de la ficción después de la obra-límite que fue La obediencia nocturna concurrieron para que su nombre se fuese erosionando en el oído de editores y lectores. Pero no es sólo el sino biográfico lo que aclararía la indolencia con que la obra de Melo fue desapareciendo de los anaqueles. La razón podría estar acá: Juan Vicente Melo pertenece a esa clase —tan glamurosa como jerarquía literaria cuanto perjudicial ante los lectores— del “escritor para escritores”. Si nos exigimos ser exactos, antes que un autor de cuentos o de novelas, Melo es un prosista. Y no sólo eso, sino uno de los artistas del idioma más audaces de la literatura mexicana. En esa cofradía selecta donde leemos a José Revueltas, Elena Garro, José de la Colina y Esther Seligson. La escritura de Melo no es una propuesta sino un logro de poderoso arrojo verbal: es un flujo apabullante, marcado por la viveza y la complejidad en una conciliación insospechada, y en que, como glosa inspiradamente Jorge Ruffinelli, “la frase se abre, se desmadeja, da saltos en el vacío, ejecuta pirotecnias, hace actos malabares, acota, apela, alude, corre, se desliza o brinca y luego se cierra perfecta”. Los efectos de una prosa movediza y vibrante, llevada al límite de sí misma como la que encontramos en las mejores páginas de Melo, provienen de una ma-
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nifestación suelta e intuitiva, libre de todo esquematismo, de recursos tan dispares como la repetición anafórica, el asíndeton, la frase corta de tenores nerviosos, las aclaraciones parentéticas, el quiasmo, la aposición numerosa, los paralelismos sintácticos y una adjetivación a ratos asfixiantemente pletórica. “Nunca sé lo que va a suceder en mis cuentos o novelas; jamás preparo un escenario, una sucesión de aconteceres, el final del juego de la trama”, consigna Melo en su autobiografía. El elemento que suple el lugar de una lógica estructurante es el acuoso movimiento de la frase, un ímpetu tornadizo pero deslumbrante que tiene como raíz una deriva por el conocimiento de sí. La prosa de Melo consigue su ritmo a partir de una mimetización de los flujos de la conciencia, de las varias voces turbulentas que dan forma al pensar en su misma fuente durante esos estados particulares en los que el ser asedia el develamiento de sus pulsiones elementales. “Escribo —dice Melo en su autobiografía— porque presiento que así me será revelado, a través de lo que escribo y lo que escribiré, una verdad que me explique a mí mismo”.
“SI NOS EXIGIMOS SER EXACTOS, ANTES QUE UN AUTOR DE CUENTOS O DE NOVELAS, MELO ES UN PROSISTA. Y NO SÓLO ESO, SINO UNO DE LOS ARTISTAS DEL IDIOMA MÁS AUDACES DE LA LITERATURA MEXICANA.” LAS REVELACIONES Inevitable que una prosa así de barroca renuncie a ostentarse y levantar la mano con énfasis, embarazando los avances del lector fácil. Es un río verbal que llama la atención sobre sí y que exige la relectura, párrafo tras párrafo, a veces frase por frase, como la aduana insaltable si se quiere penetrar con luminiscencia en las veredas hondas de la ficción, es decir, si el propósito de la lectura no es sólo conocer los episodios en el devenir de un personaje sino restituir en el presente en que se lee el vaivén vivencial de una conciencia, con sus aristas emotivas y sensibles más acusadas. En “Estela” (Los muros enemigos), la acción es nimia. Un joven doctor no puede sino pensar obsesivamente en una mujer —la que da título al relato—, mientras de su consultorio sale un paciente y entra otro, o mientras escucha a la enfermera leer datos médicos en una cédula. La prosa oscila entre la detenida narración referencial de una tercera persona y el monólogo del doctor, una invocación pertinaz dirigida a Estela. Con ese ir y venir la acción dramática se detiene a cada paso para dejar fluir remembranzas, temores, arrepentimientos, alusiones paranoides. Al auscultar a un enfermo, el doctor le descubre una enfermedad grave en los pulmones. Corre a encerrarse en el baño. Quiere huir de ese sitio y de su profesión. Revive a Estela en su mente dotando a su historia común de un denso halo poético: “Entonces empezamos a inventar nuestro mundo: alumbrados por enormes candiles, caminamos entre ríos con el mismo monótono, lento, descansado ritmo de la lluvia que caía — afuera— y reíamos esquivando dardos envenenados y filosos cuchillos”. Tan exaltada dicción contrasta con el enojoso, para él, recuerdo de la vez que tuvo sexo con la enfermera, a quien reiteradamente se expone como una mujer “con cara de ratón”. En medio de ese choque de
imágenes el hombre se descubre angustiado, herido por la pérdida de un ideal y dominado por una claustrofóbica voluntad de rechazo a cuanto lo rodea; querría disolverse en un regreso al mundo natural para evadir la cercanía del vacío. La enfermera toca a la puerta. Y viene la revelación: “En ese momento supo que no podía irse, que su trabajo consistía en descubrir, todos los días, los más leves signos de la muerte, que dependía de esa marca silenciosa, que necesitaba de ese diálogo”. En manos de un narrador de la estirpe, digamos, de Chéjov, el relato adelgazaría a una sexta parte de su extensión; sería un cuento de tres páginas en que las convulsiones afectivas del protagonista estarían apenas delineadas por sus gestos, sus balbuceos o las reacciones de los demás. La voz de Melo, en cambio, estira viscosamente el tempo narrativo y se adentra, puntillosa, en los vuelos y abismos de una sensibilidad en el límite de la resistencia psíquica y que se ve llevada al nodo mismo de las revelaciones. Podría entenderse ahora por qué la obra de Melo es parca, intermitente, de gestación caprichosa. No pertenece a esa cualidad de autores que se ven a sí mismos, con confianza, dotados para “producir” sin intervalos de reposo, para apilar un libro tras otro en su currículum. Melo es en cambio de una deriva temperamental, la de quien aspiraría a volver la escritura un arte de las epifanías, instaurando en la página la experiencia humana con la solidez plural que tiene cada recodo de lo vivido; una búsqueda, en fin, por restituir en la palabra las mutaciones y travesías del espíritu: “sus cuentos están armados sobre momentos de revelación, de epifanías, de iluminaciones que provienen de una conciencia torturada por la soledad y, al mismo tiempo, por el frecuente encuentro con los otros”, apunta Jorge Ruffinelli. En una instancia así la prosa no es una herramienta para contar una anécdota atractiva, interesante, morbosa o, incluso, políticamente necesaria. La prosa inestable y nerviosa de Melo es, ya, la veta esencial que crea los sentidos de su ficción.
LA CIUDAD ES UN MAR La concentración expresiva de la prosa descansa en el ensimismamiento, en el registro casi exclusivo de los respiros anímicos de una sola individualidad, lesionada por la inminencia del vacío, el fracaso vital, los saldos de una existencia a menudo frustrante e incompleta. Los personajes son en su mayor parte entes solitarios que buscan vulnerar el encierro de su existencia, ya sea persiguiendo un ideal femenino exento de toda corporeidad, desdoblándose en figuras varoniles con una no tan oculta inclinación homosexual o alcanzando la perpetuidad a través del futuro nacimiento de los hijos. Este aislamiento explica por qué los espacios domésticos —un departamento, una recámara, un cuarto de baño— son de lo más habituales, y que el retrato, a todas luces escaso, cuando no nulamente delineado, de los sitios públicos incluye bordes inquietantes: “El Zócalo, ese amplio, enorme lugar que tanto me gustaba, era un sitio adverso. La Catedral, un enemigo al acecho que, de pronto, podría derrumbarse y aplastarme”, anota el narrador de La obediencia nocturna. La Gran Ciudad y el puerto de Veracruz son las geografías en que respiran los personajes de Melo. En “Cihuatéotl” (Los muros enemigos), el protagonista es un hombre joven que, luego de tres años de ausencia, acaba de reencontrarse con la mujer a quien amó y con quien tuvo un hijo. Tiempo atrás
Foto > ARCHIVO PERSONAL DEL AUTOR.
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El chelista Pablo Casals en conversación con Juan Vicente Melo.
decidió abandonarlos a raíz de que su pareja ya no quiso tener más relaciones con él, debido a que el bebé nació con una malformación. El relato salta entre el recuento de los hechos pasados en ese vínculo amoroso, y el estado actual del hombre, quien tiene como solidario escucha a un mesero. Destaco en este relato cómo la confluencia del pasado en el presente, otra recurrencia de Melo, también funde las densidades de lo físico. El hombre vive en una ciudad ubicada tierra adentro: Pero sucede que, a ciertas horas del anochecer y bajo un clima propicio, las cosas y las personas toman aquí aire de puerto; entonces, este lugar resulta una especie de playa; conserva, recupera el mar que dejó de existir una vez. Se sabe que el mar está lejos, a cientos de kilómetros de distancia, más allá de la montaña, después de atravesar el valle y los caminos polvorientos y, sin embargo, esa sensación es inevitable. La disolución de una ciudad seca y vasta en los contornos de un mar lejano nace de la mirada permeable del protagonista, en cuyo fracaso amoroso un puerto tuvo mucho que ver. Pero la conjunción de los lugares también habla de la imposibilidad de advertir la naturaleza ajena en sus términos, como existente por sí misma: el sitio que se habita y la gente con quien se convive son a menudo fantasmales. Esto es, en Melo el individuo se halla tan aislado de la sociedad que esta parecería menos un escenario en que se deciden las luchas y trabazones con la otredad, y más sólo un pretexto para la estimulación de los propios ánimos, de suyo impresionables. Iríamos más lejos: es la obra de Melo una ficción sin Historia, desasida de cualquier prospección en torno de las derivas políticas que en una generosa franja de la escritura literaria del México moderno — de Azuela a Serna, de Rulfo a Poniatowska, de Revueltas a Parra— han tenido un peso de escalas superiores. Los persona-
jes no viven en un país discernible en los mapas de la Historia sino en una provincia individual, un reservorio privado en que la otredad nace del interior.
FORMAS NEGADAS DE LA OTREDAD “Yo me tapo la cabeza, me limpio el culo con los periódicos”, sostiene el protagonista de “Cihuatéotl”. Es esa una divisa que podrían firmar los demás personajes de Melo; en tanto símbolo de la sociedad y sus latidos cotidianos, el periódico no existe en estas páginas. En la obra de Melo se registra la desaparición de lo político, su anulación sin más trámite. No fue casual, pues, su vínculo personal y estético con los aristocráticos autores de la Generación de la Casa del Lago, con quienes compartía una postura estética reacia al amasiato con lo social o lo ideológico: “aborrezco toda forma de dirección política del arte”, escribió en su autobiografía. “Viernes: La hora inmóvil” (Fin de semana) y erigen un Veracruz entre gótico y dinástico en el que las tensiones sociales no están ausentes, pero sí se hallan tratadas con un sesgo estetizante conservador. En el primer texto, los hechos de un personaje siempre denominado “Crescencio el mulato” son referidos únicamente por el narrador testigo, mayordomo de la alguna vez riquísima familia Gálvez. Aunque afirma: “Soy, nada más, el que ve, el que cuenta”, este narrador, a la manera de un demiurgo, monopoliza los hilos de la historia: conduce al joven heredero Roberto Gálvez a la casa familiar, le susurra qué debe pensar y responder, busca confrontarlo con el hijo de Crescencio el mulato para alcanzar una venganza que repare el orden antiguo de la cepa criolla, trastocado por un atrevido hombre de piel negra. En su discurso no se divisa la menor aprehensión crítica de las tensiones raciales y de clase que subyacen a los hechos; por ejemplo, censura que un mulato haya aspirado y obtenido el amor de la hija de
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“LA OTREDAD PARA MELO NO SE HALLA EN LAS VÍCTIMAS Y VERDUGOS DE LA HISTORIA SOCIAL, NO EN LA PASIÓN AMOROSA; NUNCA EN EL CUERPO VIVIENTE DE UNA MUJER NI EN LAS TRAZAS Y QUERELLAS DE LAS MULTITUDES. A LA OTREDAD HAY QUE BUSCARLA MÁS CERCA, MIRÁNDOSE EN UN ESPEJO.” un potentado: “Maricel, ella, manchada por ti, contaminada por ti, ya nunca más ella y los otros, transmitiendo la impureza”. Mi cuestionamiento nace del hecho de que en ninguna otra esquina del relato hay oportunidad de que se registre una visión distinta que dibuje un retrato menos esquemático de Crescencio el mulato —personaje sólo y siempre definido por el color de su piel—, ni de que la postura del narrador se vea matizada por la ironía o la sátira, de modo tal que la ficción dé paso a un enfoque más receloso de los conflictos históricos a los que, así, se hace unidimensional referencia. Hasta Shylock tuvo su parlamento en El mercader de Venecia para defender su versión y sus motivos de usurero. Esta perspectiva, creo, se emparienta con la representación de lo femenino: en términos generales, la mujer ideal se sublima y la real se desprecia. Como señala Alfredo Pavón sobre el ya glosado “Estela”, la etérea e imposible “Estela es convertida en la mujer ideal, sin carne, labios, senos, clítoris, vagina, perfecta compañera de juegos dado su entronizamiento con lo puro y lo limpio”, mientras la enfermera, con quien el médico trabaja día a día y con quien ha tenido sexo, “equivale a lo abyecto, pútrido, malsano”. En La obediencia nocturna, el ideal femenino para el protagonista está representado por Beatriz, de quien se prende aunque sólo le conoce el nombre y una fotografía, mientras Adriana, la hermana de juegos protoincentuosos en la infancia, o Graciela, la compañera de estudios, reciben rasgos punibles: la primera, distante y desconsiderada, no quiere saber nada del narrador y la segunda es vista como caprichosa y vulgar por figurarse trabajando en un burdel: “El narrador insiste en el nombre de Beatriz, describiendo una figura como entidad suspendida, es decir: exalta su distancia, su imposibilidad y eternidad; su fascinación es por el objeto, uno que brilla, reluce, ciega en el instante de revelación”, explica María Esther Castillo en La seducción originaria. En otros casos, la mujer es el vehículo que permitirá la reproducción: “fecundar a la muchacha rubia, sobrevivir en ella, lograr que este acto se repita y permanezca por todos los siglos de los siglos, que nada se olvide”, ambiciona el protagonista de “Domingo: El día de reposo” (Fin de semana). Las dos excepciones más notorias a esta visión pasiva de lo femenino están en “Sábado: El verano de la mariposa” (Fin de semana) y “Mayim” (El agua cae en otra fuente): Titina y Mina muestran una corporeidad viva, mucho más sensual, aunque su devenir está fijado por su búsqueda de la secundariedad ante el varón. La otredad para Melo, en fin, no se halla en las víctimas y verdugos de la Historia social, no en la pasión amorosa; nunca en el cuerpo viviente de una mujer ni en las trazas y querellas de las multitudes. A la otredad hay que buscarla más cerca, mirándose en un espejo.
LA TRANSFORMACIÓN DE LOS ROSTROS En “Mi velorio”, de La noche alucinada — la primera y muy inmadura colección de cuentos que el propio autor luego descalificó—, Melo inaugura uno de los elementos fundamentales de su universo. Quien ahí narra es un muerto que se observa ante un espejo: “y veía unos ojos que bailaban sin brillo y sin lágrimas, unas manos tiesas de dedos flacos y largos, una boca contraída, seca, un tórax inmóvil, una máscara amarilla...” Es raro el texto de ficción en que Melo no lleve a sus personajes a enfrentarse a la superficie delatora de un espejo, pero me parece curioso que la primera instancia del fenómeno deje ver el rostro de un cadáver: se pensaría que el reflejo nunca tendrá vida, jamás duplicará el existir (sólo la imagen) de quien se contempla. A lo largo de los años y los libros, la escena se reitera con variaciones, pero lo que en ella deviene constante es el poder de la mirada ante el espejo para, por un lado, hacer conscientes las mutaciones interiores y, por otro, para descubrir la otredad mediante el desdoblamiento del propio rostro como metáfora del ser. Los dos compases se advierten en una conversación de La obediencia nocturna: “Este espejo sirve para que te estés viendo todo el tiempo. Los espejos son importantes y uno tiene que verse continuamente porque cada día uno cambia”, instruye Marcos al narrador. Continúa: “Anoche me vi en el espejo de tu antigua casa. ¿Quién es éste?, me pregunté. Eras tú, evidentemente”. No es una pieza en el escenario; el espejo es el puente hacia la otredad. Marcos encuentra no su cara sino la de su amigo al verse en el espejo que éste ha utilizado recientemente. En la mayor parte de la ficción de Melo, la otredad no puede hallarse en las masas ni en el cuerpo de una mujer, sino en la replicación, casi diríamos, monocigótica de lo masculino. En “Domingo: El día de reposo”, Antonio, sintiéndose un fracasado por vivir en la precariedad, envidia el éxito de su amigo Ricardo en el campo de las mujeres y el dinero. Su aspiración lo lleva a devenir otro y conocer en su piel la vida en los términos favorables de su amigo. La apropiación es efímera; en algún punto llega a “comprender que no se puede vivir la vida de los demás”, pues el desdoblamiento sólo ha de suceder dentro de sí. En La obediencia nocturna, los varones tienen una identidad intercambiable: “te propongo cambiar nuestros nombres: yo me llamo Enrique, Enrique se llama Marcos y tú serás nombrado como Enrique-Marcos”.
EL ARTE SOY YO La experiencia del yo como la otredad que entrega la contemplación en un espejo parecería plantear la única vía de escape al encierro y la soledad del individuo. Con el peso del rimbaudiano lugar común, el yo es otro. Esto es así para la ficción de Melo
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porque, desde la intuición que se reafirma a lo largo de sus páginas, el yo nunca es el mismo; se halla mutando siempre, regido por un principio de incertidumbre en que la acción de mirarse trastoca al mismo ser que se mira. Al acercarse al espejo, el ser busca su siguiente rostro, y así propicia su nueva naturaleza. Por esto, el tic no tendría un rasgo de vanidad; respondería al ímpetu de una pesquisa en sí mismo. La consecuencia es que todo individuo carece de una identidad estable, porque el rasgo que lo define es la dualidad, como es una dualidad el signo del zodiaco bajo el que el propio Melo nació: Piscis, cuya “configuración astral es doble: dos peces que se abrazan en sentido inverso: la cabeza de uno corresponde a la cola del otro y viceversa. Signo de agua, disolución, habitación en las profundidades. Signo de la movilidad, de la inconsistencia”, explica él mismo, bien instruido sobre el tema, en su autobiografía. Lo anterior serviría para explicar por qué la experiencia del yo como otro que se conoce al mirarse al espejo termina siendo, fatalmente, una huida engañosa o insuficiente de la soledad. En primer término, se trata de un proceso de autoconocimiento que nunca puede tener fin (la mutación interior es permanente). Pero también ocurre que fuera de la dualidad no hay nada; a cada nuevo paso, día tras día, la identidad dual se vuelve una cárcel, una pecera de la que no hay manera de evadirse. Mirarse en el espejo trasmuta al personaje pero al mismo tiempo le impide el contacto con —a riesgo de sonar churrigueresco— las otras formas de la otredad, con esos otros seres de carne y hueso fuera de su piel con los que de todos modos debe lidiar en su existencia, y que por esto resultan amenazantes, esquivos, de naturaleza imprecisa. Así, la costumbre de mirarse en un espejo sólo genera frustración y una progresiva sensación de asfixia y desasosiego, hasta que el individuo es llevado a rendirse ante la muestra de su fracaso vital y a aspirar al abandono, a la disolución definitiva. Vuelvo a un pasaje de la autobiografía de Melo: dice aborrecer “toda forma de dirección política del arte” porque —aclara con uno de sus emblemáticos paréntesis—: “(para mí el arte soy yo, la única y posible forma de manifestar que estoy vivo)”. Quizá aquí esté la explicación del eclipse literario que le sobreviene a Melo luego de publicar la rotunda triada que forman Los muros enemigos, Fin de semana y La obediencia nocturna. “El arte soy yo” significa que no hay separación entre lo escrito y quien lo escribe; la prosa y el ser son los dos peces gemelos de una dualidad. En esos tres libros insólitos, a través de sus personajes rotos, obsesionados e introspectivos, se dedicó Melo a una profunda e intensa pauta de autoconocimiento —la ficción habría sido el espejo que le revelaba la transformación de su rostro y su ser, pero que también le impedía el conocimiento de las otras formas de la otredad—, y el costo vital habría sido definitivo. Melo fue —escribe Christopher Domínguez Michael— “víctima, acaso, del síndrome de la obra maestra, aquel que obliga a los escritores tocados por la gracia a elegir el silencio ante la posibilidad de ser desleales a una literatura que todo les dio y todo les quitó”. Después de esa década prodigiosa, para Juan Vicente Melo vino el naufragio casi entero de sus dones literarios y su fuerza vital: el exilio en su patria chica, la efímera liberación dionisiaca de la fiesta y el carnaval y, como notas terminales: la cárcel infinita del alcoholismo, la depresión, la enfermedad.
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En otra de las múltiples facetas de una figura primordial del medio siglo (no sólo como autor, sino también editor y maestro de escritores muy diversos que hoy dan forma al canon de las letras mexicanas), Juan José Arreola regresa a su pueblo natal en el estado de Jalisco, donde su presencia continúa, con el recuerdo de su generosidad, sus actos y palabras, y el testimonio de un discípulo privilegiado.
E L Ú LT I MO A LU M N O DE J UA N JOSÉ A R R EOL A ALEJANDRO TOLEDO
“Y
o, señores, soy de Zapotlán el Grande.” Esto tan repetido, que se lee en la apertura del Confabulario, podría decirlo también Vicente Preciado Zacarías, el último alumno de Juan José Arreola, nacido ahí no en 1918, como su maestro, sino en 1936. El encuentro con Preciado ocurre en ese lugar con crisis de identidad que para unos sigue siendo Zapotlán el Grande y para otros es Ciudad Guzmán. Quizá en el futuro alguien decida nombrarlo, en un acto de justicia poética, Ciudad Arreola. Todo ahí, aquí, es arreolino. Si se habla con los taxistas, recuerdan al hombre vestido de negro y con capa que paseaba en su moto por estas calles; la cafetería en que estamos, en una primera parte de la conversación, se llama El Confabulario (a unos pasos, por cierto, de la casa en que nació Arreola); y sólo falta que nos sirvan unos panes del negocio de dulces y repostería fina Arreola de Zapotlán (su lema: “Fiel tradición al maestro”), fundado en 1880 por las tías del escritor, cuya casa matriz está muy cerca, en el Portal Iturbide. Hasta el repicar de las campanas, al amanecer de un domingo cálido, suena a cita culta. Vicente Preciado no es un “humilde odontólogo de pueblo”, como le gusta presentarse. Es un reconocido estomatólogo de la Universidad de Guadalajara, maestro emérito de esa institución. Tiene, entre otros, un libro corregido y diseñado por Arreola: Partici-pasiones (1984); y es el autor de una obra de referencia para quien busque entender vida y escritura de su maestro: Apuntes de Arreola en Zapotlán, de circulación local, que cuenta ya con dos ediciones, una de 2004 y otra, ampliada y corregida, de más de seiscientas páginas, de 2014, así descrita por Preciado: “Lector, este es un libro hecho a mano. Su cuerpo de hojas lo conforma un altero de libretas de bolsillo. Son apuntes tomados a Juan José Arreola durante sus ‘lecturas compartidas’ en Zapotlán entre los años 1983 y 1991”. El desayuno está servido. Como un discípulo bien adiestrado, Vicente Preciado toma la palabra y la ejecuta, cual si fuera un instrumento musical, con gran cuidado y destreza. He aquí, narrado por él mismo, el cuento de cómo se
“ERA UN HOMBRE AGUSTINIANO, POR SAN AGUSTÍN DE HIPONA; Y ANGUSTINIANO POR ANGOSTO, ERA UNA ANGOSTURA POR LA QUE SIEMPRE DABA CABIDA A SU ÁNIMO, SIEMPRE ATORMENTADO; Y ANGUSTIOSO.” convirtió en el último alumno de Juan José Arreola.
EL ENCUENTRO No soy más que un humilde odontólogo de pueblo y de barrio. Un día acudió conmigo Juan José Arreola, en una de sus venidas esporádicas a Zapotlán, siempre recalando aquí como si fuera un puerto de refugio. A veces estaba uno o dos días, a veces una semana. Y en eso el Ayuntamiento le ayudó a construir una cabaña. Hubo quien le regaló la madera y él, con su buen gusto, empezó a hacer desde una pieza pequeña hasta trabajos más elaborados. Bautizó el monte donde se instaló como la Loma del Barro, porque de ahí sacaban el barro los alfareros. Esa tarde o ese día, no recuerdo si era de mañana o de tarde, llegó a mi consultorio muy angustiado... Porque él era un hombre agustiniano, por San Agustín de Hipona; y angustiniano por angosto, era una angostura por la que siempre daba cabida a su ánimo, siempre atormentado; y angustioso. Traía gripa; en un estornudo había arrojado parte de su prótesis (no es un secreto profesional decirlo) y se le había roto en dos pedazos; y esa tarde debía decir unas palabras. —No te preocupes –le dije–, ahorita la arreglamos. Era una simple pegadura. Se hicieron unas vaguadas, se agregó un polvito que se usaba entonces y que se llama acrílico, con unas gotitas de monómero... Le gustaban mucho los aparatos y las herramientas y él mismo me ayudó a pegar la prótesis. Era muy hábil para organizar elementos que constituían en sus manos una artesanía. Yo creo que ese era el secreto de la artesanía de su lenguaje, ya que era un artesano de la palabra. El italiano Dante Liano, que participó en la traducción del Confabulario, dice en el postfacio eso mismo, que Arreola es un
puntilloso artesano de la palabra. Y es cierto. Tenía una gran habilidad en sus manos para cosas pequeñas, para ensamblar. Él mismo terminó reparando su placa. La pulimos, se la colocó. Y dijo: —Voy a probarla. Se subió a un sillón y empezó a declamar algo de Apollinaire, quizá “Brisa marina”, que pasado el tiempo me dijo que era una de las traducciones más hermosas de Alfonso Reyes... Pero esa vez recitó el poema en francés, para cerrar con aquello de: “Mais, ô mon cœur, entends le chant des matelots!” —¿Sabes qué? Declamo mejor ahora que antes. ¿Cuánto te debo? —Nada. —¿Cómo nada? ¿Por qué no me cobras? —Porque no le puedo cobrar a una persona como tú. —¿Sabes quién soy? —Sé quién eres. —Pues yo también sé quién eres, y sé que te gusta leer y escribir. No me gusta deberle a nadie y menos a un dentista. Te voy a pagar con lecturas compartidas, te espero hoy a las seis en mi casa. ¿Sabes dónde vivo? —Sí. Y se me olvidó ir. A las seis de la tarde, me habla muy irritado. —¿Quihubo, maestro? Te estoy esperando. A mí ni las mujeres más bonitas me han dejado plantado, y menos tú, un dentista. Ahorita va un taxista por ti. Tenía un paciente, le puse un algodoncito, una pastita, y le pedí que regresara al día siguiente. Pitó el taxi. Le dije al chofer que lo seguía, pues iría yo en mi coche. Y llegamos. Me sentó Arreola en una mesa de ajedrez y me preguntó qué obras había leído. Cité un par de novelas, de Erich Maria Remarque y Hugo Wast... —Eso no es literatura. ¿Has leído Gog de Giovanni Papini? Recordé entonces a un compañero de la secundaria que siempre traía un
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“ E L AV I Ó N E S U N ATAÚ D C O L E C T I VO” PA L A B R A S D E A R R E O L A E N Z A P O T L Á N Una selección de las frases apuntadas por Vicente Preciado Zacarías durante las “lecturas compartidas” de Juan José Arreola. (AT)
Hay que ser modestos: bastan unas cuantas obras —sobre todo si son fundamentales— para tener una visión del mundo. La vida es una muerte evitada. Camina uno para no caerse.
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Kafka fue un demente cuya lucidez fue precisamente su demencia.
Gog bajo el brazo; un día en que lo dejó sobre el pupitre me puse a hojearlo. Y no entendí nada. Algo recordaba de una entrevista... —Sí —dije—, sí lo leí. —¿Qué te parece la entrevista que le hace a Freud? Luego luego me agarró en falta. Y me dijo: —Quiero que tú y yo seamos amigos. Las reglas son estas: primero, nunca me mientas. Soy actor, nos enseñaron a observar los músculos de la cara y sé cuando alguien me está mintiendo. Segundo: vas a ser puntual. —Sí. Y con esas reglas se inició una amistad que duró pues hasta su muerte, me imagino, y quizá todavía en el más allá porque lo sigo queriendo, lo sigo extrañando y, voy a decir una barbaridad pero es adrede, sigo siguiendo sus indicaciones. En primer lugar, entre los pendientes hay una serie de libros que aún no he consumado, ni consumido. El único que terminé de leer, completo, fue En busca del tiempo perdido; también leí ya Contrapunto de Aldous Huxley... Pero me faltan todavía muchos que me dejó de tarea y quizá no voy a alcanzar a leer, por ejemplo: Una tragedia americana, de Theodore Dreiser. ¡No lo he podido terminar! Me dejó también Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. Son libros que me agobian, que me sobrepasan. Y sigo además sus indicaciones acerca de guardar prudencia, y distancia, de su figura ya desaparecida. Por eso le rindo homenaje pero en lo callado. Como lo sigo considerando mi amigo, diré que nuestra amistad fue de 1982 u 83 a la fecha; las reuniones vespertinas en su casa ocurrieron por nueve años todos los días. Llegaba a las seis en punto y me desprendía de ahí... Perdón por esa palabra, no es apropiada: me retiraba; o él me decía: “Ya vete, estoy cansado”, entre nueve y diez de la noche. Y a esa hora llegaba un humilde carpintero, que le decían El Diablo, de nombre Rogelio Barragán Espinosa, que le ayudó a construir su casa, y jugaban ajedrez hasta las once. Las partidas entre ellos las he reunido en El jugador de medianoche, publicado en 2009.
SALTO DE CABALLO Me empezó a tener confianza, y a veces me pedía: “Bájame al pueblo”, porque necesitaba cosas de la casa. Regresan-
El orden de lecturas de Kafka que yo sugeriría a propósito de sus novelas (incluyendo las novelas cortas) sería primero La condena, luego La construcción de la muralla china, después El proceso, El castillo (lo mejor de Kafka), posteriormente América y La metamorfosis hasta el final. La nostalgia de su creador y de su creación hace al hombre crear. Lo más notable en Pellicer es que siendo místico, es un sensual. El positivismo podría definirse de la siguiente manera: hoy los hechos son así, mañana quién sabe. Angustia viene de la palabra angostia, angostura. La angustia de pasar por el útero que es el túnel de la asfixia. La angustia tiene como fuente el acto de nacer. Yo fui primero poeta; luego, escritor de prosa, prosa poética. La melancolía es una forma de la psicosis. El mejor ensayo sobre la melancolía lo escribió Robert Burton. Es la historia clínica de su propia enfermedad. Murió de melancolía. El original data de 1621; está escrito en un inglés oxfordiano y plagado de citas en latín. La grandeza del maestro me abruma. Necesitó de su enfermedad para vivir viviéndola —perdona la reiteración. Ulises se lanza al periplo de la aventura; esto es el conocimiento occidental. Muchos conocimientos no son de mi propiedad. Libro que no me agrega, ¡al carajo! Leo lo que me agrega. El precedente de la obra de Rulfo está en los novelistas rusos inmediatos a la revolución. La biblioteca de Rulfo aún debe existir. Allí deben estar autores que él leyó en Guadalajara, en la casa de pensión donde yo también me asistía. Entre esos escritores rusos está Zamiatin. El sueño ayuda a esperar la muerte. El instinto de conservación individual y colectivo, o de la especie, es más fuerte después de una catástrofe. Lo primero que hace la especie es copular... para reproducirse. La imagen de Juan Tepano —en La feria— es la de don Felipe Arreola, mi padre. La poesía es buena cuando el poeta no supo lo que quiso decir, o dijo más de lo que quería decir... Don Juan Ruiz de Alarcón tuvo el cuerpo jorobado, pero el alma preciosa y gallarda en el orden de las virtudes. La experiencia del mal, como en Lope, consuma el esplendor del genio. En el caso de Juan Ruiz de Alarcón, sucedió en el momento que es agredido por los monstruos: Lope, Quevedo y Góngora. Schopenhauer es un hombre que esperó la gloria durante treinta años. Es el primer hombre triste de su patria. Un hombre que nunca fue joven. Desde pequeño fue sometido a un curso intensivo de vejez: hijo de un padre suicida y cruel, y de una madre desordenada y puta. Fue un niño canoso y prudente... El teatro es una voluntad de vernos representados en los demás. Sor Juana Inés de la Cruz es la estípite y cariátide del barroco. Lo más notable en Dostoievski es la sensación del mal; pero hay, también, la nostalgia del bien. Mi universidad fue el Fondo de Cultura Económica. Mi sopa de letras: los libros que leí intentando su corrección en galeras. El primer contacto con lo monstruoso es con la madre. El avión es un ataúd colectivo.
do, decía: “Vengo muy cansado, muy agobiado. Vámonos tomando una copita de vino tinto y vámonos reconstituyendo con algo que nos fortifique, que nos devuelva el ánimo”. Generalmente empezaba con Ortega y Gasset, porque él decía: “Digan lo que digan, pese a su lenguaje elegantemente retorcido, es el pensador más grande que ha tenido España en los últimos tiempos”. Lo atraía mucho. Enseguida practicaba algo que
yo llamaba salto de caballo: en la misma prosa de Ortega surgía algún tema o una palabra, y de ahí se desviaba, con otro autor y otra obra. A estas reuniones Arreola las llamaba lecturas compartidas. Otra costumbre era tomar el libro, ponerlo debajo de la mesa para que no viera yo el título ni el autor y leer, con esa lectura suya tan bien pronunciada, tan bien vocalizada, incluso tan bien guturizada. Eran dos
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“HAY MUY POCOS ESCRITORES, Y NO ME CONSIDERO ESCRITOR, QUE PUEDAN PRESUMIR DE TENER CORREGIDAS SUS OBRAS POR ARREOLA CON SU PLUMA NEGRA. ESCRIBÍA YO DE TEMAS QUE SURGÍAN A LO LARGO Y LO ANCHO DE NUESTRA CONVERSACIÓN. SEGUÍ PRACTICANDO EL PERIODISMO POR TREINTA AÑOS GRACIAS A ÉL.” practicando el periodismo por treinta años gracias a él. Terminé mal, porque caí en la arrogancia. Me daban al principio un cuartito de plana, que era lo mejor porque tenía que acudir a la miniaturización, a la economía del lenguaje. En sus correcciones Arreola le tenía mucho pleito al anacoluto, que es difícil de definir y encontrar. Era un auscultador para encontrar el solecismo, el barbarismo, la redundancia. Me decía: “Maestro, aquí tienes un solecismo”, y yo no sabía ni siquiera qué era eso. Nadie tiene una colección de sobrenombres como la tengo yo. Tengo unos ciento cincuenta sobrenombres que me daba a mí, de acuerdo a lo que íbamos leyendo o cursando. Un día leíamos el Quijote, del que era un lector profundo y categórico; decía que el mejor Quijote anotado era el de Vicente Gaos. Al día siguiente habló a mi casa y le contestó mi mujer. “Rosita”, le dijo, “¿está por ahí Chancho Pancha de la Mancha?” Otro día que leíamos El Don apacible, de Mijail Sholojov, le habla a mi esposa y le pregunta: “¿Está por ahí el Don imposible?” Era la broma, el pellizco, pero era tan sano, tan gracioso...
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DEJARLO HABLAR
lecciones: una, la acústica, de oírlo, sin ninguna equivocación; y luego de leer ese párrafo él podía repetirlo de memoria, su memoria era ótica, acústica... Y la segunda lección era, claro, lo que aprendía del autor y su obra. Me convertí también en una especie de confesionario, no su confesor. Me refiero al tiliche, al mueble, donde se confiesan en la Iglesia. Me pidió hacer un trato: que nunca hablaría de sus problemas personales. Y creo que lo he cumplido. Le he guardado ese respeto. Al principio de las lecciones llevé una grabadora que me prestó un notario, y muy pronto se acababa la cinta. Quizá le molestó el traqueteo. Me permitía luego llevar una libretita y yo tomaba apuntes. No es fácil apuntar a un hombre como
Arreola que era tan espléndido en su lenguaje narrativo, comunicativo, mas hice lo que pude. Cuando me veía tomar apuntes y nombraba a un autor francés o decía él algo en francés, obviamente me equivocaba y él tomaba la libretita y me corregía. En mis libretas pueden verse sus correcciones. También me invitó a que escribiera en los periódicos locales, y desde el 83 lo empecé a hacer. Insistía: “Escribe una columnita, escribe”. Le hice caso. Y es un tesoro: hay muy pocos escritores, y no me considero escritor, que puedan presumir de tener corregidas sus obras por Arreola con su pluma negra. Escribía yo de temas que surgían a lo largo y lo ancho de nuestra conversación. Seguí
Pasó el tiempo, Arreola se fue a vivir a Guadalajara y dejé de pensar en él. Un día, acomodando papeles, me di cuenta que se habían juntado 34 o 38 libretitas. Estaba yo de regidor en el Ayuntamiento, donde representaba la corriente universitaria. Y me dieron la última oficinita. Gobernaba el PAN y yo estaba, no se vayan a reír, por el PRD, por lo que no asistía a las actividades oficiales ni me invitaban. Llevé las libretas a la oficina y empecé a descifrarme a mí mismo. Me salvó el hecho de que la letra con la que escribía esos apuntes era la misma de mis recetas, que siempre las escribe uno aprisa. Comencé por traducirme a mí mismo. Y vi que había frases espléndidas, señalamientos espléndidos. Una vez que lo fui a visitar a Guadalajara, me dijo: —Maestro, ¿y cuándo publica usted nuestras conversaciones? Usó esa palabra: conversaciones. Lo curioso es que con él no hay conversación, es un monólogo. Una vez su hermano Antonio me preguntó cómo es que había logrado ese grado de cercanía con Juan José. Respondí: —Muy sencillo: nunca decirle mentiras, nunca contradecirlo, ser puntualísimo con él y dejarlo hablar. Así nacieron esos Apuntes de Arreola en Zapotlán.
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La última vez que lo visité fue en su casa de la calle Córdoba, en la colonia Providencia, de Guadalajara. Yo no quería subir a saludarlo, su estado ya estaba muy deteriorado. Oyó que llegué, empezó a toser y subí. Estaba recuperando la memoria. Hablamos de jabones, porque él era experto en jabones, su padre tuvo una jabonería en Zapotlán. Y hablamos, con su voz ya muy difícil, de los jabones de Parera, quien durante los años treinta y cuarenta produjo en España los jabones más finos del mundo. Esa fue la última vez que lo vi. Vivía en un departamento mortal, lleno de escaloncitos y cosas con las que él se tropezaba. Siempre que lo pasaba a visitar estaba moreteado de un lado o de otro. Un día, ya estaba mal, me dijo: —Maestro, ya descubrí qué es la eternidad. Pensé que hablaría de Martin Heidegger, su filósofo favorito, o de Plotino. Pero no. —¿Y qué es? —La eternidad es cuando me tropiezo y se me va acercando el suelo hasta que oigo el cabezazo. Y la otra eternidad es más pavorosa. —¿Cuál es, maestro? —Cuando me tropiezo para atrás y el techo se me va alejando; y termina con el macetazo que me doy, esa es la eternidad. Yo me quedé muy impresionado. Infiero que a base de esos golpes se causó una inflamación cerebral y le vino la hidrocefalia. Al fin murió de neumonía, como su querido López Velarde. Tienen muchas cosas en común, además de esa persecución constante de la mujer fantasmal: ambos nacieron en un año 8 y murieron en un año 1.Alguien podría indagar en esas afinidades entre López Velarde y Arreola. Esa constancia visual de mis últimos encuentros con Arreola no cuenta para mí, lo que cuenta es seguirlo viendo con los ojos del alma, con esos ojos que él tuvo para mí, ojos de compasión. Yo tengo dos padres: el biológico, que fue lo que fue conmigo, como lo marcaba la época, muy severo, duro, terrible; y el no biológico, que es Juan José Arreola, que me abrió los caminos de la literatura en el sentido de ser, simple y sencillamente (no me considero escritor), un lector agradecido. Juan José era un archivero de autores secretos. Por ejemplo: los autores rusos, de los que dice hay un precedente directo en Rulfo. Son innegables. Como Zamiatin; o esos que tuvieron una correspondencia de un ángulo a otro, como Ivanov y Gerschenson. Hay otros que fueron postergados en su memoria y en su aprecio, como Andreiev; y otros que seguían vivos en él y palpitando, como Korolenko. Y una escritora totalmente desconocida para los biógrafos de Arreola: Lidia Seifulina. Era su escritora favorita, traducida por las rusas que estaban cerca de José Ortega y Gasset. O este otro: Yuri Olesha, que es, según Juan José Arreola, autor del cuento más perfecto del mundo: “Los tres gordinflones”, precedente de ese robotismo que había en Arreola... Juan José es eso: un reto. Vamos sua-
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LA ETERNIDAD
“JUAN JOSÉ ES ESO: UN RETO. VAMOS SUAVIZANDO LA PALABRA: ES UNA INVITACIÓN QUE TE HACE PARA QUE AMPLÍES TUS HORIZONTES ACCEDIENDO A LOS AUTORES SECRETOS QUE ÉL GUARDABA EN SECRETO.”
vizando la palabra: es una invitación que te hace para que amplíes tus horizontes accediendo a los autores secretos que él guardaba en secreto.
UN HOMBRE LEVE Alguna vez comenté que Juan José Arreola era The Best Man, porque para todo decía: el mejor vino del mundo es tal, el mejor ciclista del mundo que dio la Vuelta a Francia es fulano, el mejor torero es mengano, el mejor cuento del mundo... Y luego cambiaba, no porque se contradijera sino que aumentaba la dotación: el mejor cuento del mundo, el más perfecto, tan perfecto como un anillo de oro al dedo, es “El sueño” de O’Henry, del que se preguntaba: ¿quién está narrando aquí? Él se metía en todas esas estructuras secretas del relato. Lo hermoso, lo notable, es que lo hacía sin arrogancia alguna, siempre con mansedumbre en sus criterios, con un
respeto absoluto. Era un hombre suave. Hay un epitafio muy repetido en la Vía Apia: “Que la tierra te sea leve”. Juan José era un hombre leve, no tenía ningún peso pesado, ni en su alma ni en su pensamiento. Se sentía pecador, sí, pero eso ya es meterse en sus enfermedades. Y hablar de eso es hablar de ese síndrome que padeció Proust con su hermano Robert; ese síndrome que padeció la chelista Jacqueline du Pré con su hermana Hilary. ¿Cuál es ese síndrome? La competición entre hermanos para ganar el cariño de la madre. El verdadero genio de la familia era su hermano Rafael; y Juan José se dedicó, ante la figura de la madre, a desplazarlo. Y lo logró, porque llegó a la genialidad, y Rafael se precipitó a la insania, y ese sentimiento de culpa permaneció en Juan José... Pero ahí ya entramos en cosas muy personales de Arreola, y no me gustaría profundizar en ello.
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FRANCISCO HINOJOSA
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LA N OTA NEGRA
COBRONES
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uienes realizan un trabajo profesional para alguna institución pública se convierten, una vez concluida su labor, en una bola de cobrones incómodos. Una cosa es trabajar y ganarse a pulso los billetes, y otra muy distinta cobrar lo devengado. No hay al parecer una norma única: cada dependencia, si no es que cada contador, paga a su manera. Lo común es que nos pidan inscripción a Hacienda, RFC, CURP, estado de cuenta bancaria, comprobante de domicilio, currículum e identificación oficial. Hay lugares en los que aún se solicita un documento que acredite no tener antecedentes penales o bien un certificado de estudios. En otros se requiere una carta, bajo protesta de decir verdad, que asegure que el abajo firmante no tiene, ha tenido ni tendrá relación profesional, familiar, personal, amorosa, laboral o de negocios con los servidores públicos de la dependencia pagadora. Hace poco tuve que darme de alta como “proveedor” del gobierno de la Ciudad de México para cobrar mis servicios como jurado de un concurso de cuentos. Para completar el trámite, el banco debería validar mis datos. Sin embargo la institución bancaria en la que tengo mi cuenta no tiene permitido estampar su sello ni hacerme una carta que diga que yo soy yo y que mis señas son mis señas: número clabe, nombre, dirección, sucursal, etcétera. Si quería cobrar tendría que abrir una cuenta en otro banco. En pocos lugares el trámite para recibir un pago acordado —una vez reunidos los documentos exigidos— dura unos cuantos días. En la mayoría, los tiempos son de semanas y meses. Muchas empresas privadas se han contagiado de la
Las Claves
burocratitis e imponen sus reglas: aquí solo pagamos los terceros miércoles de cada mes de cuatro a seis de la tarde. E incluso hacen su propia interpretación de la Ley del Impuesto sobre la Renta según les conviene: en una editorial de las grandes, a las regalías por derechos de autor se les retiene la misma tasa impositiva que a quien los provee de papel de baño. No les importa en lo absoluto que el resto de empresas editoriales no lo hagan. Para ellos no hay exención tributaria a los autores a pesar de que la ley diga lo contrario. La idea es sobre todo DE PRONTO retrasar los pagos, que en términos vulgares significa “jinetear” el mayor tiemRESULTA QUE po que se pueda nuestro dinero. La otra TODOS DEBEMOS excusa de las dependencias de gobierno para no pagar en un lapso razonable es que el presupuesto aprobado por dipuSER POLICÍAS tados y senadores suele empezarse a FISCALES ejercer hacia el segundo semestre (y claro, en diciembre hay que gastarse todo PORQUE rápido porque si no hay recortes). Hace poco un amigo cobró en la SEP un año TODOS SOMOS y medio después de haber concluido el PRESUNTOS trabajo que le encomendaron. Detrás de este exceso de papeleo y DEFRAUDADORES. burocracia hay una razón de peso y de paso: el combate a la corrupción. Supone el SAT que poner tantas condiciones para cobrar va a frenar el nepotismo, los cochupos, las aviadurías, el cohecho, el soborno y la transa. Ja. De pronto resulta que todos debemos ser policías fiscales porque todos somos presuntos defraudadores. Ja. Otro más de los documentos que se suelen pedir para poder cobrar es una “constancia de situación fiscal”. O sea: si estamos al tanto del pago de nuestros impuestos podemos trabajar y recibir a cambio una cantidad que lo compense. Si no, el empleo infor-
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@panchohinojosah
mal, que no paga impuestos, está en el horizonte inmediato. El profesionista que percibe sus ingresos por concepto de honorarios en realidad paga con tiempo de espera lo que otros ganan en estabilidad financiera expedita. Van y vienen gobernadores y alcaldes, líderes sindicales, dirigentes de partidos políticos y funcionarios de todos los niveles con las bolsas llenas de dinero robado sin que nadie les pida siquiera una identificación o una constancia de haber cursado la primaria. O empresarios que contratan a despachos de contadores y abogados que hacen que sus cuentas parezcan legales o que deduzcan de sus impuestos lo que otros no podemos. ¿Cobrar o no cobrar? ¡Está cobrón hacerlo!
Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ
¿EL POEMA qué es antes de ser palabras retumbantes: voz en ristre: punza anulando lo incierto? ¿Qué merodeo configura el poeta en la siesta, en la tarde despojada de sombras, en el preámbulo del sueño? ¿El vocablo espera su turno o se abalanza sobre el pliego oliente de laca atribulada? ¿Y la sustancia se refugia en la ronda? ¿Y el sonido dibuja el acento? ¿Y las cerdas hirsutas de los caballos de guerra espolean la desmemoria del soldado? ¿Qué persigue la obstinada cadencia? ¿Qué dibuja la muchacha en el burbujeo del baño? ¿Y este deseo que cada mañana inunda las pupilas del mundo: de dónde proviene, de dónde su pujante procacidad? Allá, la tortuga ecuestre de César Moro busca un equilibrio en la basa del sol. Lo más terrible es saber que “la solitaria lámpara encendida sin suficiente fuerza para mantener las sombras a raya” (Simic) se desmorona como un candil con ausencia de cocuyos. ¿El poema qué
es?: ¿la pesadilla del amor?: ¿el incendio de un cuerpo de mujer entintando la noche? De la materia en forma de sonido, de Óscar de Pablo (Cuernavaca, 1979): explora el sospechoso inquiere del sentido lírico. El árbol se reconfigura: la madera arde en la hoguera. La presunción se viste de liviandad. El puntal ya no sostiene al próximo ahorcado. El trombón dibuja una espiral en la fuga. Abundancia: sonoridad y también silencio. De Pablo se emparenta con algunos ecos del venezolano Luis Alberto Crespo, del cubano Lezama Lima y de la canadiense Anne Carson. “Esa fuerza, madre: desenterrada. Martillada, encadenada, / oscura, agrietada, sollozante”, clama la autora de Decreación. “Hoy una flecha sale / de lo oscuro del bosque, donde ayer hubo trigo amontonado y / aldeanas regordetas y hortalizas / y hoy sólo hay grandes árboles y ciervos”, co-
menta el poeta de El baile de las condiciones. Lo cierto es que la lluvia deconstruye toda liturgia: cuando llueve son gaviotas milenarias de agua amniótica lo que cae del cielo, diría Gonzalo Rojas. Rehacer la materia y trasladarla a los preámbulos del tiempo escoltado por un lenguaje tan viejo como la consciencia: consciencia práctica, consciencia real. Frunzas gongorinas se columpian por De la materia en forma de sonido: comezones en sílabas humedecidas por sudores de espejos habitados por melaza metálica. Palabra: querencia. Fronda. “Antes de ser poema, este poema / era un ovillo de asco en pleno arrojo”. Sintaxis giratoria: espiral suculenta, insultante, melódica. Voz: ladrido de un ángel. La lengua: flujo de honduras cosidas a una rabia sin ahogos: habla mutante en los colindes. “Antes de ser poema, la palabra poema era retumbo”.
DE LA MATERIA EN FORMA DE SONIDO Autor: Óscar de Pablo Género: Poesía Editorial: Conaculta/Instituto Literario de Veracruz, 2015.
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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
ACAPULCO HILLS
Por
CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication
I
’ll take it a ride with my best friend. Mi amiga Rat Power me invitó a pasar un fin de semana en Acapulco. Al depa que su jefe regentea en Caleta. No soy fan de Guerrero, pero con tal de rehuirle a las celebraciones del Día de Muertos en la Ciudad de México, acepté. Dotados con varios gramos de cocaína para el viaje, nos imaginé como émulos de Hunter S. Thompson y Óscar Zeta Acosta. Montados en el Mini Tiburón Rojo, un Fiat 500 del esposo de Rat Power, nos sumamos a las hordas de chilangos que apenas se presenta un puente escapan de la capital. Sin embargo, apenas comenzó la travesía estaba claro que Raoul Duke y el Dr. Gonzo éramos una imitación barata de Christmas y Lloyd, de Dumb and Dumber. Broma incluida de “mira lo rápido que corro”. En la que el copiloto mueve los brazos mientras atrás se sucede rápido el paisaje. A 180 por hora, hasta el culo de coca (redurísima), inclinada sobre el volante, eludiendo el pistoleo del federal de caminos, y con Bowie e Iggy Pop a todo volumen, Rat Power me depositó en Acapulco a las 9 de la noche. Desde 2007 no pisaba el puerto. Me sorprendió lo desolada que lucía la ciudad. Había dejado de ser el paraíso chilango por excelencia. El turismo destacaba por su ausencia. Si esto ocurría en asueto, un amague de temporada alta, imagino cómo se pondrá regularmente. Recorrimos el malecón, en otro tiempo dorado. Toda la costera estaba ocupada por el ejército. Cada esquina era vigilada por un guacho con arma larga en mano. Era una exageración. Había más soldados
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DESDE 2007 NO PISABA EL PUERTO. ME SORPRENDIÓ LO DESOLADA QUE LUCÍA LA CIUDAD. HABÍA DEJADO DE SER EL PARAÍSO CHILANGO POR EXCELENCIA.
El sino del escorpión
que gente divirtiéndose en la calle. Eso explica, sólo en parte, la decadencia que se ha instaurado en uno de los destinos vacacionales preferidos por los mexicanos. La atracción del pez pañal ha perdido todo su encanto. El depa en Caleta resultó ser una extensión de la decadencia que caracteriza a la bahía. Se ubicaba en un edificio semivacío. Sólo el departamento de la planta baja se encontraba ocupado. Una pareja de amables ancianos llevaban una vida tranquila. Alejada del bullicio y de la falsa sociedad. Y mantenían la alberca en buen estado. Desde el balcón de nuestro depa en la segunda planta se divisaba La Quebrada. Entre línea y línea de coca admiraba el imperio caído. La violencia y la contaminación habían acabado con el edén tropical. Un lugar que visité de niño. Que amaba. Hasta que en 2007 estuve a punto de ahogarme y me enemisté con él. Cometí el error más pendejo de todos. Meterme al mar borracho. Con la nariz escurriendo me metí a la alberca sabiendo que aquella estancia no me reconciliaría con Acapulco. Al día siguiente nos lanzamos a Barra Vieja. El Acapulco Dorado del siglo xxi. Donde se asientan los hoteles cinco estrellas. Lo mejor del viaje: el pargo zarandeado que despachamos en una de las tantas palapas que se asientan a un costado de la carretera. Desde mi arribo me prometí que no me metería al agua. Nunca he sentido nostalgia por la playa. Pero Barra Vieja era otra onda. Un camino de terracería junto a un hotel nos condujo a una playa decente. Extensión de la acordonada por el hotel. Con
ocasionales turistas que caminaban al atardecer. Era mar abierto. Pasé más de veinte minutos luchando contra el romper caprichoso de las olas. Qué pinche visita al psiquiatra ni qué la chingada. El episodio me exprimió al límite. Broté de la espuma en paz con el mundo. Resultó tan terapéutico que dormí como una piedra a pesar de toda la cocaína que se paseaba por mi organismo. Me duele confesarlo. Qué mal se come en el centro de Acapulco. Excepto Barra Vieja, lo demás fue decepcionante. En parte debido a mi condición de turista, seguro existen lugares ocultos que ofrecen un menú chingón (pero faltó tiempo para explorar) y en parte a que las cadenas de fast food dominan el paisaje. Tras unos insípidos tacos de camarón nos aventuramos a Pie de la Cuesta. La playa estaba más limpia y solitaria que la bahía. Poca gente transitaba. Uno o dos corredores ocasionales. Estacionamos el Mini Tiburón Rojo a un lado de una capilla levantada en honor de San Judas Tadeo y nos internamos por detrás del templo. La dinámica se repitió. El mar me escupió con el cuerpo adolorido. Y renuncié otra vez a salir por la noche. La vida nocturna es inexistente. Al día siguiente volvimos al DF. Exhaustos, sin cocaína. Y al menos yo con un spleen que se me metió en la mente como la arena en los calzones. Rat power es acapulqueña, está habituada al ánimo que el Acapulco de hoy le insufla a la gente. Una certeza me invadió mientas la llanta del Mini Tiburón Rojo mordía la carretera. Va a transcurrir mucho tiempo antes de que regrese.
Por ALEJANDRO DE LA GARZA
La locura crítica SE NECESITA algún grado de locura quijotesca para ser crítico literario. Esa vanidad de la cual se acusa a los críticos (grosería, virulencia, envidia, temple de francotirador), es en realidad mero delirio, viaje interior, desbarre efímero o prolongado, pero pasajero. ¿A quién se le ocurriría, si no, escribir crítica en un país sin tradición ilustrada, sin una historia documentada del ejercicio crítico ni comprensión alguna de esa labor, y aun sin su aceptación al menos como género literario? La crítica es endiabladamente agotadora y difícil. Es constante lectura y estudio, reflexión intelectual, búsqueda, invención y originalidad. Es conexión entre autores, libros, textos, épocas, temas y tramas. Es también el delineamiento de una tradición y una apuesta personal, modesta si se quiere, por la fundamen-
tación de una experiencia estética y su explicitación ante autores y lectores. El crítico requiere también de cierta imprescindible confianza en los lectores, en el medio literario, en su entorno cultural, así como de respuestas mínimas a interrogantes como: ¿para qué tanto esfuerzo sostenido, tanta inversión de energía y dedicación en algo tan poco apreciado cuando no despreciado, algo tan desgastante y apenas remunerado? Los procedimientos utilizados por el crítico surgen de la racionalidad extrema, la disciplina, el estudio y el esfuerzo. Y luego, cuando por fin logra el esmerado ensayo, la trabajada nota crítica, el comentario literario propio y original, salta alguien con una percepción distinta, listo para señalar la fecha mal consignada, la cita mal referida, el dato erróneo... Por eso pocos críticos lo siguen siendo
después, digamos, de los cuarenta años, cuando ya se busca una vida alejada del exigente día a día de las reseñas, los ensayos, las bibliografías, las decenas de lecturas, el estudio constante, el aprendizaje permanente, las desveladas. Casi nadie por su propia cuenta se mete de crítico literario y vive con dignidad de la publicación de sus reseñas, notas y ensayos. De ahí también la crítica ejercida y apoyada desde la academia: con altibajos, a veces abstrusa y especializada en exceso, la crítica académica se ha encargado de hacer diccionarios, estudios de autor, ensayos, indagaciones y bibliografías necesarias. Y a pesar de todo, esta locura crítica parece tener decididos practicantes en las generaciones nacidas desde los años setenta. ¿Mantendrán el impulso ya al punto de sus cuarenta?
LA CRÍTICA ES ENDIABLADAMENTE AGOTADORA Y DIFÍCIL. ES CONSTANTE LECTURA Y ESTUDIO, REFLEXIÓN INTELECTUAL, BÚSQUEDA, INVENCIÓN Y ORIGINALIDAD.
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El Cultural SÁBADO 06.02.2016
LA MÚSICA Y LA DOCENCIA SEGÚN MARIO LAVISTA En 2016, el Conservatorio Nacional cumple 150 años de existencia. Uno de sus maestros más famosos es Mario Lavista (Ciudad de México, 1943), quien también es reconocido a nivel mundial como compositor de música de cámara, sinfónica y ópera, con un lenguaje acorde a su época. Cursó estudios en París y Alemania con figuras relevantes como Nadia Boulanger, Karlheinz Stockhausen, Henri Pousseur y Christop Caskel. Desde niño tomó clases de piano con la maes-
tra Adelina Benítez, quien le enseñó música “a partir de cero”. A los 17 años quiso entrar al Conservatorio, pero el entonces director, Joaquín Amparán, no lo escuchó tocar y sólo le dijo que ya era muy grande para iniciar una carrera. Sin embargo, en esa misma institución pudo ingresar al taller de composición de Carlos Chávez y al curso de análisis musical de Rodolfo Halftter, materia esta última que ahora imparte Mario Lavista. A mediados de los años sesenta ofreció
cursos de apreciación musical en la Casa del Lago, invitado por Juan Vicente Melo. En 1970 fundó el ensamble de improvisación Quanta y desde ese mismo año da clases en el Conservatorio. En 1982 fundó la revista Pauta, aún en circulación, en la que tienen cabida textos literarios relacionados con la música. En 1988 compuso la ópera Aura, a partir de la obra homónima de Carlos Fuentes. En 1991 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, y en 1998 ingresó a El Colegio Nacional.
Por ESGRIMA ¿Cómo era el musico Carlos Chávez? Muy generoso. A diferencia de Joaquín Amparán, Carlos Chávez sí quiso escucharme tocar el piano; toqué la “Fantasía en fa menor” de Chopin. Se ofreció a darme clases y me sugirió que estudiara otras materias por mi cuenta. Hice un examen y entré a su taller en el Conservatorio. Él era un workaholic, no descansaba ni sábados ni domingos; nunca he conocido a nadie con su energía. A su taller íbamos de lunes a viernes, de diez a dos de la tarde y de cuatro a ocho. Los viernes nos dejaba una tarea bárbara. Decía: “Mi’jitos, para el lunes quiero una sonata de trescientos compases tipo Mozart”. Cuando le reclamábamos, respondía: “Se trata de que adquieran oficio de músicos”. ¿Cómo fue su relación con Rodolfo Halftter? Yo lo veía casi como un abuelo. Él me mostró por vez primera la música de la Escuela de Viena: Shönberg, Alban Berg, Anton Webern. Supongo que su tío Raúl Lavista fue otro maestro, pero fuera de las aulas, ¿no? Fue muy importante en mi vida. Él puso a mi disposición una discoteca fantástica, partituras, libros. Gracias a él conocí todo Wagner, todo Bartók. El día que murió ha sido uno de los más tristes de mi vida. ¿En qué año le compuso “Lamento”? En el 81. Fue la primera obra religiosa que hice, y desde entonces no he dejado de hacerlo. El lamento es una forma musical muy antigua, del siglo XIV. ¿Aparte de la música de cine, Raúl Lavista compuso más obras? Muy pocas. Tiene una pieza para violín y piano muy linda. También algunas canciones con textos de López Velarde. A él le tocó la Época de Oro del cine mexicano, pero también el bajón. Ya en los setentas, a veces me decía:
JUAN VICENTE MEL O ERA UN GRAN CONOCEDOR DE L A MÚSICA. HAY UN LIBRO DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA QUE RECOGE SUS CRÍTICAS, SE LL AMA NOTAS SIN MÚSICA, QUE ES ESPLÉNDIDO.”
Arte digital > FERNANDO MONTOYA >La Razón
FERNANDO FIGUEROA
“¡Mira lo que acabo de componer, es terrible!”. Hizo música para cuatrocientas películas, aproximadamente. ¿Y le fue bien con las regalías? Lo robaban todo el tiempo. Lo que cobraba no correspondía con todo lo que había hecho, ni por la cantidad ni por las repeticiones. Él batalló mucho con el líder Gómez Barrera. A mí me tocó otro líder, Roberto Cantoral, que ya hasta tiene su centro cultural. Yo me salí de la Sociedad de Autores y Compositores de México y me fui con la SGAE [Sociedad General de Autores y Editores, de España, que en 2014 le otorgó a Lavista el Premio de la Música Iberoamericana Tomás Luis de Victoria, “por la capacidad poética” de sus composiciones]. ¿Stockhausen era buen maestro? No. Era demasiado ególatra. Para él, los buenos alumnos eran sólo quienes seguían sus pasos. ¿Cómo conoció a Salvador Elizondo? Él daba clases de literatura en la Casa del Lago y yo entré ahí para dar unos cursos de música. Le estoy muy agradecido porque me dio a conocer la obra de Borges (la composición Ficciones, de Mario Lavista, está inspirada en ese libro del escritor argentino). Con Elizondo también tuve una historia de familia, pues mi prima Paulina se casó con él y vivieron juntos 35 años; curiosamente, mi esposa Sandra Pani era sobrina de Salvador. ¿Y Juan Vicente Melo era el director de la Casa del Lago? Sí. Juan Vicente Melo era un gran conocedor de la música. Hay un libro del Fondo de Cultura Económica que recoge sus críticas, se llama Notas sin música, que es espléndido. ¿Él le pidió asesoría musical para escribir La obediencia nocturna? Su idea era que en ciertas partes las palabras se convirtieran en grafías musicales y que lo entendiera cualquier lector. Yo lo hice con mucho gusto; La obediencia nocturna es una gran novela.
¿Melo colaboró alguna vez en Pauta? Publicamos la traducción que él hizo de La caída de la Casa Usher, pero no del cuento de Poe sino del libreto operístico de Debussy. ¿Su ópera Aura sólo tuvo una representación? Sí. Después del estreno insistí mucho con funcionarios para la reposición, pero me cansé y me olvidé del asunto. El equipo con el que trabajó era un trabuco, ¿verdad? Sí. Diemecke era el director, Margules en la cuestión teatral, Alejandro Luna en la escenografía, libreto de Juan Tovar, Tolita y María Figueroa en el vestuario, las cantantes Encarnación Vázquez y Lourdes Ambriz. Carlos Fuentes estuvo en el estreno y estaba feliz con el resultado. Fue muy generoso al cederme los derechos sin cobrarme nada. Yo la compuse gracias a la beca Guggenheim y me tardé dos años. ¿Y qué sintió en 2011 cuando su hija Claudia montó varias coreografías a partir de su música? Fue muy emocionante. Yo estuve cerca de la danza hace muchos años; trabajé con Gloria Contreras y con Guillermina Bravo. Mi hija se metía abajo del piano y desde ahí veía los ensayos. Quién diría que con el paso del tiempo se convertiría en bailarina y luego en coreógrafa. Por último, ¿cuál es su balance del Conservatorio al cumplir 150 años? El Conservatorio ha tenido muy buenos directores y muy buenos maestros, lo mismo que muy malos. De ahí han salido grandes cantantes, grandes pianistas y muy buenos ejecutantes de otros instrumentos. ¿Le gusta la docencia? Yo empecé a dar clases por una simple razón: supervivencia. Regresé de París, no tenía trabajo y ya había nacido mi hija. Sin embargo, de pronto me di cuenta que el aula era uno de los sitios donde mejor me sentía y por eso sigo dando clases luego de 45 años.