El poderoso narrador Enzo Bettiza

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EDUARDO H. G.

LA PROFECÍA DE ROCKDRIGO

CARLOS VELÁZQUEZ

ADIÓS A FRANK VINCENT

N Ú M . 1 1 6

S Á B A D O

NIAEF YEHYA

EL CINISMO DE ATÓMICA

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El Cultural [ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

CLAUDIO MAGRIS

EL PODEROSO NARRADOR ENZO BETTIZA

CDMX / SEPTIEMBRE DE 2017

LA GRANDEZA Y LA CATÁSTROFE ROBERTO DIEGO ORTEGA Arte digital > A partir de una foto de AP > Staff > La Razón

FRANCISCO TARIO REYES, BORGES Y FUENTES ALEJANDRO TOLEDO

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ANÁBASIS DE ALICIA REYES ADOLFO CASTAÑÓN

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El pasado 26 de julio murió el escritor triestino de origen dálmata Enzo Bettiza (1927-2017), cronista de la Guerra Fría, incisivo reportero y autor de una docena de obras referenciales, entre ellas La otra Europa, Mito y realidad de Trieste, El fantasma de Trieste, Exilio y La cabalgata del siglo. Claudio Magris lo recuerda en estas líneas como amigo, benefactor y gran narrador.

Enzo Bettiza

EL PODEROSO NARR ADOR DE ÁNGELES CAÍDOS CLAUDIO MAGRIS TRADUCCIÓN C R I S T I N A L I C E AG A

“E

l éxito es bueno para la salud”, dice un proverbio alemán. Sin embargo, algunas veces, paradójicamente, el éxito que se obtiene en un campo es un obstáculo involuntario para reconocer otros méritos y logros conseguidos por la misma persona en otros géneros creativos. Tal vez exista una necesidad inconsciente de atribuir etiquetas definitivas, limitantes, aunque llenas de admiración. Muchos artículos dedicados a Enzo Bettiza con motivo de su muerte, el pasado 26 de julio, celebraron al gran periodista; su capacidad de arrojarse a la realidad como un halcón revelando incluso los microrganismos antes de su creación, la rara y original cultura indisoluble del olfato instintivo y seductor de las cosas. Pero Enzo Bettiza es también —sobre todo— un poderoso narrador. Por supuesto que cada periodista grande y verdadero es también un gran escritor, capaz de asir la realidad y los hombres, y restregárselos en la cara al lector, haciendo de cada noticia un relato, porque la noticia es un relato de la vida, a menudo más bizarro y fantástico que cualquier ficción. Recuerdo la fuerte impresión que me provocó El Diario de Moscú de Bettiza cuando lo leí y discutí

públicamente con él, hace treinta y cuatro años: no sólo es gran periodismo, sino también es el libro de un escritor creativo y fascinante: la página que describe la inesperada humillación pública del mariscal soviético Vorosilov, durante una ceremonia solemne en Moscú, tiene una incisiva calidad de tragedia tacitiana. La realidad explorada e invertida como un guante por el periodista Bettiza nutre, como un grande, carnoso y ensangrentado animal, al narrador Bettiza y a sus novelas que constituyen una dramática, feroz y voraz comedia humana del siglo XX —El fantasma de Trieste, Los fantasmas de Moscú, El libro perdido, La distracción. Fantasmas, pero de carne y sangre; también las ideas, en los libros de Bettiza, son laceraciones y heridas. Cabe preguntarse cómo hizo para escribir esa epopeya novelesca, esas miles de páginas, cuya desbordante fantasía requiere de una investigación minuciosa, escribiendo mientras tanto numerosos artículos de investigación y viajes, participando en la vida y en la controversia política y en las tormentosas vicisitudes del periodismo —protagonistas y víctimas, armas y blancos de las luchas de poder— y viviendo con intensidad afectiva y sed disipada,

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ávida y generosa. Enzo debe haber jugado póker o ruleta con el tiempo, acumulando horas y años como fichas sobre la mesa verde. Las dos últimas novelas, El libro perdido y La distracción —y quizá también Los fantasmas de Moscú— no tuvieron el reconocimiento que su tumultuosa y anómala épica merece. Bettiza es también capaz de una moderación sobria e intensa, como en la novela La campaña electoral (1953) —quizá el más bello relato sobre aquellos meses de 1948, en los que se decidió el destino de Italia en la guerra entre Gog y Magog, entre Occidente y el Oriente comunista. Exilio (1996) —literalmente su obra maestra— es un libro de franca poesía, con el don de la ligereza que esta última requiere. Pero Enzo sabía que la novela contemporánea debe sumergirse en el desorden, en la vitalidad cancerosa de una Historia que es énfasis, estrépito y furor como lo es la vida para Macbeth; hundirse en los naufragios, en los fracasos de la Historia, en los intentos de darle significado y detener su matadero y también los intentos de contar todo esto de manera armoniosa. Estilísticamente Bettiza queda, pues, vinculado a la novela decimonónica más que a aquella del siglo XX que se construye disgregándose y creando con esa disgregación una forma nueva. Pero esa estructura todavía clásica está impregnada de todo el desorden, de toda la fiebre de la narrativa más ardientemente contemporánea. Es lógico que esas obras permanezcan al margen en una temporada en la cual la literatura consiste ante todo en la confección de novelas bien hechas y transgresiones políticamente correctas. Escritor italiano inconsciente o incapaz de una literatura bien educada —la característica literaria odiada por los grandes autores triestinos— Bettiza es dostoyevskiano, balcánico por la violencia y la desmesura de sus novelas en las que resuena la música torrencial de Crnjanski, Krleža y Andrić. La riqueza y la proliferación de su escritura implican inevitables excesos de generosa bulimia creativa. Bettiza es sobre todo manniano, incluso por la concepción de la novela como hibridación de acontecimientos, personajes e ideas; manniano sobre todo por ese pathos de civilización que resuena en la palabra alemana Kultur, intraducible en otros idiomas. Esa Kultur se disgrega y enturbia en el desorden, y ese desorden, fangoso y metafísico, es identificado por Bettiza con el comunismo. Sin comunismo, escribió su admirador y amigo fraterno Dario Fertilio, no hubiera existido Enzo Bettiza. Después de una breve fascinación comunista en su juventud, Bettiza

“BETTIZA PASÓ SU VIDA DENUNCIANDO, ADENTELLANDO, DESENMASCARANDO, DESFIGURANDO Y DEMOLIENDO EL COMUNISMO Y, EN PARTICULAR, EL COMUNISMO ORIENTAL, SOVIÉTICO Y ESLAVO.”

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Foto > Especial

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pasó su vida denunciando, adentellando, desenmascarando, desfigurando y demoliendo el comunismo y, en particular, el comunismo oriental, soviético y eslavo en sus diversos componentes y variantes. Éste le parecía la quintaesencia del totalitarismo, la momificación del desorden, el cual le provocaba repulsión y atracción, quizá por un sentimiento de oscura cercanía. Pero en ese ensañamiento fascinante tal vez había algo más profundo, que explica por qué su creación artística y sus personajes casi siempre tienen que ver con el comunismo en sus versiones más siniestras. Tal vez porque, a diferencia de otros totalitarismos, éste era la respuesta, trágica y a menudo bárbaramente equivocada, a preguntas y exigencias quizás imposibles, pero grandiosas y necesarias. Éste había sido “el sueño de una cosa” de que hablaba Marx, de una humanidad liberada. Su perversión —si está implícita o no en las premisas es ya una pregunta radical— le parecía la máscara cruel, descarada y grotesca de la Gorgona, o de la vida misma. No es casualidad que muchos de los protagonistas de sus novelas sean agentes, sicarios, espías, mártires y víctimas de esa Gorgona; y que su turbia actividad política, lista para la inmolación expiatoria propia y ajena, se mezcle con el fascinante y repulsivo desorden instintivo de la vida misma, con la perversión erótica, con la traición de la cual está tejida la existencia. Parafraseando el título de un libro de otro ex comunista anticomunista, Arthur Koestler, muchos de sus personajes son ángeles caídos y, por lo tanto, demonios. Caídos tal vez inevitablemente, porque la vida misma es corrupción, incluso si es recorrida por la nostalgia vana y conmovedora, como en el final de La distracción, en la que el nonagenario Peter Jarkovic está turbado por el temor y el tremor cuando cree ver en una joven mujer a otra mujer a la que amó muchos años antes, en ese recogerse, expandirse, dispersarse y condensarse del tiempo que es la vida y que es el aliento de la novela que lo cuenta. La misma actividad de espía, propia de muchos de sus personajes, refleja ese doble juego que es la vida, cuyo palpitar es traicionar, en primer lugar, a nosotros mismos. Ciertamente Bettiza, con la parcialidad unilateral que es propia no tanto del político o del ideólogo, sino del narrador —que tiene la necesidad de evocar

Enzo Betizza.

a sus fantasmas—, vio muy poco, o no vio, la cálida humanidad de tantos comunistas, capaces no sólo de morir, sino también de vivir con sincera fraternidad, tal vez uno de los últimos ejemplos de humanidad clásica. Incluso, gracias al comunismo, aunque no ciertamente gracias a los regímenes comunistas, una plebe se transformó en pueblo, en ciudadanos. Ascenso noble y vano, en momentos en los que toda la sociedad es cultural y humanamente una plebe vulgar y pretenciosa. Creo que entre Enzo y yo hubo una verdadera pero intermitente amistad, una instintiva y recíproca simpatía y complicidad, debido quizás en parte a una raíz común ilírica-dálmata —su Spalato (Split), la Sebenico (Šibenik) de mi abuelo, las Islas Quarnerine, paisaje de mi vida. Sabía ser prepotente, consideraba obvios y necesarios los homenajes, los honores, los lujos y la condescendencia a sus placeres y deseos —recuerdo su consternado pero divertido estupor cuando, en la Gorizia de los años sesenta, una chica le dijo que no. Pero había en él —en su sonrisa incluso tímida— un candor con el que jugaba, pero que era realmente auténtico, un trato amable en el sentido antiguo del término, una real capacidad de afecto. Cuando era el centro de la atención, le decía “¡Enzo, veo!”, usando el lenguaje del póker gracias al cual, según me había contado muchos años atrás, se había mantenido, en una dura época juvenil, gracias a sus habilidades como jugador. Fue él, hace cincuenta años, quien me presentó a Giovanni Grazzini, quien dirigía el suplemento cultural del Corriere della Sera, el Corriere Literario, y que después de buscarme y conocerme muy pronto me hizo colaborador del periódico. En los últimos años sólo lo vi dos o tres veces: una noche en Milán en una cena con Ottavio Missoni y Dario Fertilio, con los que a veces se ponía a hablar en croata, excluyéndome. Enzo se fue a la edad de su último protagonista, Peter Jarkovic, alias Pëtr Jarkov, y nos enseñó que todos somos un poco un alias. Su dedicatoria en La distracción —“A Claudio, con viejísima amistad”— hace sentir que la amistad es tal vez el sentimiento que resiste mejor a la corrupción de la vida. Reproducimos este artículo con la anuencia del autor y de Giuliana Scala, de Il Corriere della Sera.

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En este nuevo acercamiento, la obra de Francisco Tario, recuperada a través de nuevas ediciones que organizan y presentan su obra bajo una nueva luz, Alejandro Toledo indaga una vertiente que lo vincula con —y a la vez lo distingue de— autores con los cuales mantiene simpatías y diferencias. En ese territorio puede coincidir con la literatura europea y latinoamericana; algunas de esas huellas fueron reconocidas o desmentidas por el propio Tario, y estas páginas trazan una ruta.

Francisco Tario

EN TR E R EY ES, BORGES Y F U EN T ES ALEJANDRO TOLEDO

P

Las figuraciones de Martínez marcaban un parentesco que, al instante, la respuesta burlona de Tario parecía rechazar (pues no era sólo no haberlos leído sino tampoco interesarse por hacerlo). En la nota original, de febrero de 1943 (luego incluida en Literatura mexicana. Siglo XX. 1910-1949), en donde reseñaba La noche (1943), el crítico extendía esa familiaridad a Schwob y Huysmans, para enseguida decir: Cierta eficaz adjetivación, perceptible aquí y allá en estos cuentos, y caracterizada por el uso de un adjetivo de naturaleza contraria a su correspondiente sustantivo, puede llevarnos también a suponer un contacto con las obras de Jorge Luis Borges y la Antología de la literatura fantástica, de huellas muy claras en el cuento llamado “La noche de Margaret Rose”. Pese a todo (es decir, pese a la aparente resistencia del autor por inscribirse en una corriente literaria), el mapa de las lecturas de Tario empieza a configurarse. La cercanía fortuita con un centenar de libros que le pertenecieron (a los que tengo acceso gracias a Julio Farell, colección que he bautizado como la Biblioteca de un Fantasma) me ha llevado a confirmar, y acaso precisar en su puntería, algunas de esas tempranas intuiciones de José Luis Martínez. En cuanto al primer grupo, hallé

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Fotos > Espe

Tratando de encontrar el origen de esta complejidad espiritual he pensado en los nombres de Villiers de L’Isle Adam, de Barbey D’Aurevilly y aun del Marqués de Sade. Más tarde he averiguado con decepción para mis suposiciones que Francisco Tario aún no los conoce y no tiene un gran interés por ellos.

cial

or décadas, el mejor recurso para ubicar, o desubicar, a Francisco Tario (nacido Francisco Peláez Vega, 1911-1977), ha sido remitirse a aquello que escribió José Luis Martínez en el prólogo a La puerta en el muro (1946):

tres títulos afines a ese orbe extraño que señala el crítico. Uno es Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont, en edición de 1925 de la Biblioteca Nueva de Madrid, con traducción de Julio Gómez de la Serna y prólogo de Ramón Gómez de la Serna. Los otros volúmenes son de la editorial Losada de Buenos Aires: Los niños terribles de Jean Cocteau, impreso en 1938 (y al parecer, por una indicación a lápiz, leído entre marzo y abril de 1940), y Los poetas malditos de Paul Verlaine, editado en 1942. En Cocteau, el lector Tario señala tres pasajes significativos. Uno: Sin Pablo, aquel coche hubiera sido un coche; aquella nieve, nieve; aquellos faroles, unos faroles; aquel regreso, un regreso. Él era demasiado torpe para crearse por sí mismo la embriaguez; Pablo le dominaba, y su influencia lo había transfigurado todo a la larga. En vez de aprender Gramática, Cálculo, Historia, Geografía, Ciencias naturales, había aprendido a dormir despierto un sueño que le coloca a uno fuera de todo alcance y que presta nuevamente a los objetos su verdadero sentido. Las drogas de la India hubiesen obrado menos sobre aquellos niños nerviosos que una goma o que un portaplumas mascados a escondidas detrás de sus pupitres. El segundo: En la alcoba subió, en cierto modo, al cielo de su infierno. Vivía, respiraba. Nada le inquietaba, y no sintió nunca el temor de que sus amigos

se entregasen a las drogas, porque obraban ya bajo la influencia de una droga natural, celosa, y porque tomar drogas hubiese sido para ellos como poner blanco sobre blanco, negro sobre negro. Y: Los sueños permiten escuchar esos pasos pesados que se acercan y piensan, prestándonos un andar más ligero que un vuelo, combinando ese peso de estatua con la agilidad de los buzos bajo el agua. Interesa a Tario esa droga natural que es la imaginación, definida en Cocteau como un dormir despierto, y asentada claramente en la experiencia onírica. En cuanto a Los poetas malditos, estos son, para Verlaine, uno Arthur Rimbaud, otro Stéphane Mallarmé y uno más el mismísimo Villiers de L’Isle Adam, entre otros. Supo Tario, pues, de este último, aunque no lo reconociera así ante José Luis Martínez. De Lautréamont podría también decirse mucho, pero quizá se requiera más espacio para hacerlo (lo haré acaso en otra dimensión, en un universo paralelo), y ahora hay que desviarse para llegar a Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes. AL LEER LA NOCHE, Martínez pensó al instante en Borges y la Antología de la literatura fantástica. En mi revisión de la biblioteca de Tario encontré la primera edición, de 1940; y recuérdese que éste inicia su andar literario en 1943... Por lo que en todos los casos hasta ahora referidos (Lautréamont, Cocteau, Verlaine y la antología de Borges, Bioy y Silvina

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líneas: “Margaret Rose Lane, inglesa, de 28 años, casada con un multimillonario yanqui, lo invita a usted muy íntimamente a jugar al ajedrez el sábado en la noche”. Y en Fuentes, el anuncio en un periódico que parece dirigido a una sola persona: Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recámara cómoda, asoleada, apropiada estudio.

Francisco Tario en Europa. Italia, 1953.

La mano, así, recordó muchas cosas que tenía completamente olvidadas. Su personalidad se fue acentuando notablemente. Cobró conciencia y carácter propios. Empezó a alargar tentáculos. Luego se movió como tarántula. Todo parecía cosa de juego. Cuando, un día, se encontraron con que se había calzado sola un guante y se había ajustado una pulsera por la muñeca cercenada, ya a nadie le llamó la atención. En Reyes la mano se mueve como tarántula. Tario describe al guante como “una gran araña negra que trepaba hacia el techo”. Y al fin está la estampa “Érase un perro” de Reyes (fechada el 27 de diciembre de 1953), que podría dialogar con

“CUENTA JULIO FARELL (Y NO ME DEJARÁ MENTIR) QUE ERA COMÚN VER AL JOVEN CARLOS FUENTES EN LA CASA DE ETLA 24, NO COMO ASISTENTE A LAS TERTULIAS SINO COMO UN ESCRITOR PRINCIPIANTE.”

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Foto > Carmen Farell

Ocampo) estamos ante el equipaje formativo de un escritor que hizo de lo fantástico y lo extraño sus principales divisas. El “origen de esa complejidad espiritual”, que preocupó a Martínez, viene un poco (o un mucho) de estos autores. Pero también está Alfonso Reyes, de quien Tario tenía una buena colección de primeras ediciones. Destaca Fuga de Navidad, edición argentina de 1929 ilustrada por Norah Borges, por ser una joya bibliográfica; otros son Los dos caminos (1923), impreso en España; Dos o tres mundos (1944), de Letras de México; A lápiz (1947) y De viva voz (1949), de Editorial Stylo; Calendario y Tren de ondas (1947), de Edición Tezontle; La X en la frente (1952), de Porrúa, y Obra poética (1952), del FCE... Y hallé, claro, El plano oblicuo (1920), también impreso en España, acaso en edición de autor. Habrá que detenerse en este último título por lo que representa para la historia de la literatura fantástica. Pero antes podrían hallarse afinidades diversas con Francisco Tario en el desarrollo de Reyes como cuentista. Hay una antología reciente de sus relatos, con selección de Alicia Reyes y prólogo de Enrique Serna (Cuentos, Océano, 2016), que sigue un estricto orden cronológico y nos facilita el ejercicio de espejeo que propongo aquí. Por ejemplo: en mayo de 1946, justo en la época en que Tario se encuentra con Acapulco, Reyes escribe “La venganza creadora”, narración ubicada en ese puerto. Algo más: “La mano del comandante Aranda”, de febrero de 1949, que acaso evoca la mano real de Obregón que se exhibió por muchos años en el Parque de la Bombilla, y en cuyas páginas se recuerda a Maupassant y Nerval, se relaciona con un cuento que Tario escribió por ese tiempo a sus hijos, “Dos guantes negros” (que se conocería póstumamente), y podría hallarse incluso una intersección de esas dos narraciones en el pasaje siguiente:

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“La noche del perro” de Tario, cuento publicado diez años antes. En El plano oblicuo Francisco Tario encontró “La cena”, que es, de amplias maneras, un relato inaugural, pues abre ese conjunto de cuentos y diálogos, primero, y suele considerarse, además, como punto de arranque de la moderna literatura fantástica. Según Alicia Reyes, Borges le confesó un día: “Yo era un Borges antes de leer ‘La cena’ y uno, muy diferente, después”. (Y habría que preguntarse aquí por qué Borges no lo incluyó en su antología.) Enrique Serna describe así este cuento: Ensoñación juvenil con una mórbida carga de erotismo lúgubre, en la que se difuminan los contornos entre la realidad y las apariencias, o entre los cuerpos y las sombras, su atmósfera de pesadilla lúbrica reside no tanto en la irrupción de lo sobrenatural, sino en la percepción distorsionada del protagonista, como si el deseo que lo arrastra a la cena tuviera la propiedad alucinatoria del opio. El presentimiento del placer y la revelación del horror, dosificados a la perfección, confieren a este cuento ya clásico un encanto imborrable. Se suelen construir puentes entre “La cena” y Aura (1962), de Carlos Fuentes (por la llegada de un hombre a una casa antigua en la que habitan dos mujeres, una joven y otra mayor, argumento que está también en Henry James y al que Fuentes volverá en varias ocasiones, no siempre con buena fortuna). Propongo aquí considerar, entre “La cena” y Aura, “La noche de Margaret Rose”, uno de los cuentos de La noche (1943), descrito así por Jacobo Siruela (quien lo recoge en su Antología universal del relato fantástico): “Conserva durante todo el relato un clima onírico hasta desembocar en la sorpresa final que lo aclara todo”. Véanse, si no, sus afinidades: lo que dispara las tres narraciones es una invitación. En Reyes, una esquela breve y sugestiva: “Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...” En Tario, también unas pocas

En los tres casos, la cita provoca un extraño reencuentro del protagonista consigo mismo. Más que un viaje al pasado, es el regreso a un tiempo sin tiempo, la eternidad de los fantasmas. Al calificar esa noche relatada en “La cena” como fantástica, en Reyes se precisa que se trataba de una fantasía “hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible”, algo parecido a lo que dijo Tario a José Luis Chiverto en aquellas entrevistas realizadas a finales de los sesenta y comienzos de los setenta en España: Ante todo convendría hacer notar que lo verdaderamente fantástico, para que nos convenza, nunca debe perder contacto con la llamada realidad, pues es dentro de esta diaria realidad nuestra donde suele tener lugar lo inverosímil, lo maravilloso. Asimismo, Fuentes asienta su relato fantástico en dos realidades muy claras: la intervención francesa del siglo XIX y la Ciudad de México de principios de los años sesenta del siglo XX. La situación de Felipe Montero, antiguo becario en La Sorbona, puede ser incluso expuesta en números: gana novecientos pesos mensuales como profesor auxiliar en escuelas particulares y le atrae el anuncio en el diario porque le ofrece primero tres mil y luego cuatro mil pesos. Ese apoyo de lo fantástico en la vida cotidiana está en el género desde sus inicios, es decir desde Hoffman. Por cierto: cuenta Julio Farell (y no me dejará mentir) que era común ver al joven Carlos Fuentes en la casa de Etla 24, no como asistente a las tertulias sino como un escritor principiante que llevaba a Tario sus primeros cuentos para que se los revisara. Debió tratarse de los borradores de Los días enmascarados (1954), cuya edición original (en la colección Los Presentes, cuyo editor era Juan José Arreola) también forma parte de la Biblioteca del Fantasma. Se crea así una figura con múltiples ramificaciones, en un trazo que va de Reyes a Borges, de Borges a Tario y de éste a Fuentes... y cuyo dibujo final (al que se agregan Lautréamont, Cocteau y Verlaine) se diluye en el misterio. Una versión de este texto abrió el II Coloquio Internacional de Literatura Fantástica: La Narrativa Fantástica Mexicana a las Puertas del Mictlán, organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en agosto de 2017.

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El pasado 14 de septiembre, Alicia Reyes —maestra, poeta, ensayista— fue galardonada en Monterrey con la medalla que lleva el nombre de su ilustre abuelo, Alfonso Reyes. A la preservación de esa obra que es “toda una literatura” según Octavio Paz, Alicia ha dedicado buena parte de sus esfuerzos y su vida. El texto que presentamos, una valoración de su trayecto, fue leído en marzo del año en curso, durante el homenaje que recibió por concluir su fecunda gestión al frente de la Capilla y los archivos alfonsinos.

A NÁ BASIS DE A L ICI A R E Y ES ADOLFO CASTAÑÓN

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Foto > catedrareyes.org

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oy testimonio de mi amistad y deuda con Alicia Reyes Mota, ángel guardián, custodia activa, depositaria y albacea de la obra y herencia de su abuelo Alfonso Reyes y de la de su esposa Manuela Mota. Desde muy niña Alicia supo hacerse amiga de su abuelo. Esa amistad la ha cultivado ella a lo largo de los lustros y de las décadas con firmeza, lealtad y amorosa clarividencia. Ha sido Alicia Reyes una suerte de escudera o de caballera andante de la persona y de la obra del alto poeta y ensayista. No sólo eso, ha hecho sentir a lo largo de los años, en el espacio encantado de la Capilla Alfonsina, que el aliento del “abuelo”, como ella lo llama con cariño, todavía entibia las paredes de ese santuario. Para ello ha abierto a lo largo de los años las puertas de la Capilla al populoso tiempo mexicano y ha hecho coincidir sabiamente ese calendario con el otro más personal, aunque no secreto, de la vida y la obra de Alfonso Reyes. Paralelamente ha sabido cuidar —y esto es lo más importante— el presente y el futuro del legado de Alfonso Reyes que es, en cierto modo, el de la generación toda del Ateneo de la Juventud y de la literatura mexicana de la época. Primero abrió las puertas a los investigadores mayores, como Ernesto Mejía Sánchez, Jorge Ruedas de la Serna, José Luis Martínez, James Will Robb, Paulette Patout, Serge Zaitzeff, Gabriel Rosenzweig, Héctor Perea, Sergio Ugalde, para que pudiesen dar término a proyectos como las Obras completas de Alfonso Reyes en veintiséis volúmenes o las diversas correspondencias publicadas por El Colegio Nacional y otras más que suman más de medio centenar. Por cierto, cabría reconocer aquí el trabajo de los asistentes de Alicia Reyes, encabezados por Eduardo Mejía, que han digitalizado más de cincuenta mil cartas y documentos. Luego vinieron los editores del Diario de Reyes como Alfonso Rangel Guerra, Jorge Ruedas de la Serna, Alberto Enríquez Perea, Víctor Díaz Arciniega, Javier Garciadiego, Fernando Curiel, Belém Clark, el de la voz. Durante muchos años, además, Alicia se dedicó a editar el Boletín de la

Alicia Reyes con retrato de su abuelo.

Capilla Alfonsina, cuya publicación había iniciado Alfonso Reyes Mota abriendo sus páginas a investigadores de todo el mundo. Alicia deja entre los estantes de nuestras bibliotecas una obra propia, escrita con su puño y letra, aliento y sangre, compuesta de una guía biográfíca de Alfonso Reyes, Genio y figura de Alfonso Reyes (1976), poemas como ¿Qué pasó con las parcas? (1968), A solas… diario poético (1975), América mía (prologada por Efraín Huerta, 2010), obras de teatro y poemas dramáticos como Tikanjáforas (2004), Ante el destino (2011), Antología poética (selección, introducción, versiones al español de poemas en francés y notas de Fernando Corona, 2013), novelas, cuentos y narraciones policiales como Fetiche (1994), Sólo un perfume tenue y otros cuentos (1995), El almacén de Coyoacán (2003), Aniversario número 13 (2004), traducciones como las de El cementerio marino de Paul Valéry y la Prosa del transiberiano de Blaise Cendrars, además de participar en la edición de las Cartas cruzadas entre Alfonso Reyes y Jaime Torres Bodet, 1922-

1959 (2004), y Alfonso Reyes y Max Aub, 1940-1959 (2007), la antología de Cuentos Alfonso Reyes (2001), y de su presencia como maestra de generaciones de escritores. No hay palabras suficientes para agradecer a Alicia Reyes, nuestra entrañable Tikis, su entrega y compromiso con las letras de México que se ensancha hasta la presidencia honoraria de la Sociedad Alfonsina Internacional que animó junto con su querida amiga Alicia Zendejas y en cuyo desarrollo colaboraron Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, Jaime Labastida y Felipe Garrido, para sostener y apoyar los premios Xavier Villaurrutia y Alfonso Reyes (cuyos primeros recipiendarios fueron Juan Rulfo, Octavio Paz para el primero, y Jorge Luis Borges para el segundo). No es posible calibrar el significado de este homenaje cuyo sentido último no logramos desentrañar. Se da como una ceremonia de fin de ciclo, como una despedida voluntaria, como una abdicación, pues hablamos de Reyes, que nos deja ¿no es verdad? como huérfanos. La orfandad es un reto y la intemperie una invitación a hacerse más fuerte y a renovarse, y de la misma manera que aceptamos decir estas palabras insistimos en preguntarnos: ¿qué puede significar en el largo plazo este acto? Todos los viajeros lo saben: la manera más segura de marearse es fijar los ojos en el costado del barco, allí donde baten las olas. Y el mejor remedio contra esta atracción del torbellino es levantar siempre la vista y buscar la línea del horizonte. Las lejanías nos curan de las cercanías.

“HA SABIDO CUIDAR —Y ESTO ES LO MÁS IMPORTANTE— EL PRESENTE Y EL FUTURO DEL LEGADO DE ALFONSO REYES QUE ES, EN CIERTO MODO, EL DE LA GENERACIÓN TODA DEL ATENEO DE LA JUVENTUD Y DE LA LITERATURA MEXICANA DE LA ÉPOCA.”

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Así advierte Alfonso Reyes al inicio de su “Atenea política”, discurso pronunciado ante los estudiantes brasileños en 1938, cuando él estaba a punto de cumplir cincuenta. Buscar la línea del horizonte es el mejor remedio contra la atracción ejercida por las aguas turbulentas de lo inmediato. La distancia, la lejanía, dice Reyes, es fuente de curación. La distancia es una terapia contra el vértigo y la náusea. Hay que mirar a las estrellas para poder dar pasos firmes. Estos pensamientos de Reyes me han iluminado a lo largo de los años para saber estar en esa dimensión en la que se afina Alicia Reyes, la nieta, curadora de la vasta herencia de su abuelo. Su alejamiento, su distancia voluntaria después de más de medio siglo, representa una lección de dignidad y una invitación a continuar en la tarea de cuidar y organizar el legado alfonsino que va más allá de la obra de Alfonso Reyes. A él le gustaba la voz “arranque” y así subtituló el cuento titulado “Los dos augures” que versa sobre los dédalos de la identidad mexicana: arranque, impulso. Alicia Reyes se nos va: se arranca de México. En su salida la impulsa, la propicia, el ascua de la dignidad que quiere dejar encendida para que la cuiden otras manos que las suyas que ya han dedicado mucho a la obra del precursor. Sí, con el cuerpo temblando de emoción, acudimos a este acto misterioso en el Alcázar de Chapultepec. Acto original y originario que se da en las limpias alturas del venerable castillo. No sólo se está diciendo aquí adiós a una persona que ha decidido retirarse de la escena pública y hacer su propia Anábasis con los sentidos alertas y en cabal posesión de sus facultades intelectuales. Este día cierra una época: no es que se apague una luz: se cambia un sistema de iluminación. Desde su sillón en el entrepiso de la Capilla Alfonsina Alicia Reyes representa con su sonrisa bienhechora la distancia y la lejanía que saben hacerse intimidad, una de las lecciones más puras de Alfonso Reyes. Retirarse y dar un paso hacia atrás después de haber estado cincuenta años al frente de una casa. El que se retira y sale de la escena por su propio pie se adelanta al caos, a los riesgos del azar, tiene sobre la escena que deja el poder y el gobierno de su ausencia. Anábasis: retirada, repliegue, paso atrás. El que se retira lo ha pensado, ha llevado en sí mismo la chispa del desprendimiento y ha practicado en sí mismo ese oficio como un ritual: Anábasis del amante que deja el lecho, anábasis del hijo que deja el hogar como Telémaco en la noche para ir en busca de su padre, Anábasis de la nieta que sale del santuario de su abuelo. Expedición hacia el reino interior. En este país de atropellos y prisas, ¿cómo no aplaudir y aceptar que alguien se retire para cumplir la cita con el llamado de su interior después de haber cumplido largamente con la raíz heredada? A Alicia Reyes le tocó en la ruleta un premio que es a la par galardón y responsabilidad. Ha sabido llevarlo con juiciosa y laboriosa prudencia. Una situación delicada: la de ser anfitriona y heredera y a la par funcionaria y cuidadora responsable de un bien que

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El autor en su Capilla Alfonsina.

“BUSCAR LA LÍNEA DEL HORIZONTE ES EL MEJOR REMEDIO CONTRA LA ATRACCIÓN EJERCIDA POR LAS AGUAS TURBULENTAS DE LO INMEDIATO. LA DISTANCIA, LA LEJANÍA, DICE REYES, ES FUENTE DE CURACIÓN.” se hizo público, de una biografía —la de Alfonso Reyes— que ya en vida se transformó en monumento como la de Goethe, como lo puede ser el espacio físico mismo de la Capilla Alfonsina y más allá la obra de Alfonso Reyes. Esta situación, me imagino, no dejó de producir y atraer intereses públicos y privados y a la vez de imponer tributos, comisiones, necesidad de dar cuentas. Esta doble contabilidad moral y material la ha sabido manejar con destreza y elegancia esta señora de las letras que, por lo demás, ha sabido también mantener su vida privada en la penumbra a pesar de haber publicado y editado libros. Pocos saben que sus dos padres eran médicos, Alfonso Reyes Mota, doctor en patología y Alicia Mota, médico dentista, que sus hermanos fueron Celia, Manuela y Edurado Reyes Mota, que de niña fue un poco enfermiza y tuvo que sufrir una delicada operación, que practicaba la equitación, que luego se fue a Francia donde obtendría primero un título de doctora en microbiología, que se casaría allá el 29 de octubre

de 1955 con Jean Pierre Marcillac, un ciudadano francés con el cual tendría un hijo, que se llama Phillipe, que le ha dado a su vez dos nietas, es querida y admirada por generaciones de alumnos de todas las edades y de todos los medios sociales. Es más sabido por la fuerza de las circunstancias que sin su apoyo y entusiasmo su abuela, Manuela y su padre Alfonso no habrían podido llevar adelante el proyecto cultural de la Capilla Alfonsina, cuyo primer amigo a días de morir Alfonso Reyes fue el escritor cubano José María Chacón y Calvo, que ha estado al frente de la Capilla en las duras y en las maduras, obedeciendo un juramento hipocrático. A muchos de los que estamos a su alrededor nos duele en las arterias su separación, pero también algunos la tratamos de entender pues sabemos que no es una resolución intempestiva y que lleva años preparando estos momentos para dar el salto trasatlántico que hará posible seguir sembrando la voz y aliento de Alfonso Reyes en el mundo y desde el corazón de Francia.

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El pasado martes 19 de septiembre sacudió los cimientos no sólo materiales de la sociedad capitalina con un nuevo terremoto cuyas consecuencias en pérdidas humanas, económicas e incluso políticas hoy resultan imprevisibles. Ya se ha dicho —sin embargo vale la pena insistir— que la movilización social desplegó una fuerza prodigiosa. Como respuesta a la desgracia y la tragedia, la voluntad y el heroísmo han refundado la confianza ciudadana en sí misma, en su capacidad de combatir y transformar la adversidad.

Ciudad de México / Septiembre de 2017

L A GR A N DE Z A Y L A C ATÁ ST ROFE ROBERTO DIEGO ORTEGA

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l polvo es la quintaesencia de la desgracia, la aniquilación su identidad primera y última. El continuo ulular de las sirenas, en este caso, es el contrapunto de su paisaje roto. La marejada fraternal y solidaria que ha enfrentado al polvo y la desgracia en la Ciudad de México, a consecuencia de este segundo terremoto fatídico fechado un 19 de septiembre —ese golpe del azar que reincide treinta y dos años después—, contiene un aura épica y un poderío asombroso para formular, imaginar un rumbo alterno, capaz de reconciliar a la sociedad mexicana: su comunicación, emotividad y eficacia han confirmado su fuerza para afrontar con nobleza, valentía, entrega incondicional y desinteresada, los infortunios atroces que el destino, a través de la historia, le ha reservado a la actual Ciudad de México. Ante el recuento casi ancestral del infortunio, esta genuina grandeza mexicana adquiere su definición más convincente cuando enfrenta —una y otra vez, durante toda su existencia— los embates insospechados de la adversidad. En la catástrofe de este septiembre de 2017, además, ha consumado una lección de calidad humana que de ningún modo mitiga el pesar por las víctimas, los damnificados y la devastación, pero sin duda le añade un sentido distinto. El polvo de los edificios en ruinas trastocó su signo con la respuesta inmediata, multitudinaria, que se volcó a las calles. Se menciona la cifra de un millón de voluntarios que se anticiparon a poner la propia vida en riesgo, motivados sólo por el rescate de las víctimas. Después llegaron las autoridades de distintos órdenes y con ellos conformaron —en su inmensa mayoría, pese a los desaciertos, hasta la actualidad—, un equipo de cientos de miles de personas que han alcanzado logros admirables y de franco heroísmo, reunidos por el único afán de salvar a los conciudadanos: entrar en las construcciones dañadas, recuperar a decenas de sobrevivientes y heridos. Los imborrables puños en alto que invocaban el silencio para escuchar la vida. Una hazaña realizada justo entre los escombros.

SENTIDO INVERSO En unas cuantas horas, ese ímpetu social reivindicó los mejores principios de la convivencia, justo en sentido inverso de la incivilidad, el abuso y la impunidad que por desgracia identifican nuestros años recientes de bancarrota política y moral. Entre los demasiados rostros siniestros del país, en un tiempo degradado en forma exponencial por el imperio de la delincuencia hiperviolenta y el desprecio por la vida humana, cuando la corrupción es un reclamo mayoritario de la sociedad a sus gobernantes y autoridades en todos los niveles, justo entonces y a través de la catástrofe, irrumpieron los atributos renovados de la “sociedad civil” (cuyo surgimiento proclamó Carlos Monsiváis como secuela o fruto del terremoto de 1985), identificada por un sentimiento comunitario de lucha en favor la supervivencia. Una empatía que contrasta con la indignación colectiva ante las complicidades del poder económico y político; es decir, que señala el compás y la brecha de esa percepción donde los poderes operan en el espacio de sus propios intereses, a la distancia de su sociedad, y se caracterizan por ser ajenos a ella. Confluencia de factores múltiples y contradictorios. La carga del miedo y la desgracia que azotó nuevamente a la ciudad dio paso a un raudal de crónicas o testimonios del horror y el dolor; relatos de presencias y lugares desaparecidos, episodios desgarradores, memorias, imágenes de la destrucción recurrente de la ciudad y sus jirones. El activismo del voluntariado y las redes sociales —en su mayor parte y también hasta la actualidad— dotaron de sentido y cohesión a los esfuerzos y necesidades del momento. Pero

esto no contuvo la divulgación perversa de datos no confirmados —equívocos, rumores, denuncias de pillaje, robos, asaltos, nuevos derrumbes y calamidades— que azuzaron la incertidumbre, la desesperación, la angustia, el sufrimiento demorado por horas y días, la psicosis como estado colectivo de ánimo. A la par, en contraste, la movilización persistió en el auxilio de las víctimas y de esta forma opuso su resistencia y voluntad ante los invaluables daños que produjo el terremoto en zonas muy diversas de la ciudad.

LA CONSTANCIA DE UN POTENCIAL Desde el voluntariado que preserva en el anonimato su heroísmo y generosidad, la movilización rebasó por mucho los lastres, las notas funestas que anteceden y han acompañado al cataclismo. Entre ellas los excesos y manipulaciones, la reiteración de lugares comunes y fórmulas sentimentales, el oportunismo, la demagogia, el chantaje partidario y político, la rapiña ideológica y material, falsas alarmas, bromas y memes lamentables, todos esos y otros factores palidecen ante las hazañas individuales y colectivas que hemos atestiguado en estos días. En el balance despunta la evidencia de una sociedad que se reconoce y converge en la entereza de cara a la desgracia que puede ser el principio de un nuevo pacto social, contra la ineficiencia y la complicidad de todas las fuerzas políticas —más allá de sus presuntos idearios— en el saqueo, la expoliación del país y la atención interesada en sus clientelas y supervivencia. Los tiempos y costos materiales de la reconstrucción, por lo pronto, son incalculables. En cambio, las repercusiones políticas de esta desgracia gravitan desde ahora en el próximo año electoral, lo cual explica las ofertas o propuestas de los partidos para alinearse con la causa ciudadana. Pero desde la sombra fúnebre que invade otra vez a la antigua región más transparente, la contundencia de la respuesta civil implica, antes que una promesa, la constancia de un potencial: una moral colectiva que puede o debe ser mayoritaria, cuyos valores han reconquistado para la comunidad doliente lo más valioso de la aventura, la calidad y convivencia humana.

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El Movimiento Rupestre fundó, a principios de los años ochenta, una manera de abordar, situar y naturalizar el rock en el lenguaje y el entorno citadino. Rockdrigo González, acaso su figura emblemática, padeció la desgracia de morir bajo los escombros de su departamento en la Ciudad de México, durante el terremoto de septiembre de 1985. Treinta y dos años después, esta semblanza recupera su presencia.

1985-2017

L A PROFECÍ A DE ROCK DR IG O G ONZ Á L E Z EDUARDO H. G.

U

n día de 1975 Rodrigo Eduardo González Guzmán abandonó la carrera de psicología en la Universidad Veracruzana, subió a la sierra, se comió una familia de hongos alucinógenos y bajó de esas alturas oníricas proyectado al concreto de la Ciudad de México como Rockdrigo González. En el viaje, se le había aparecido el Profeta del Nopal, un ente del año 2984, en cuyas híbridas visiones del rock and roll mexicano, lo ungió como el Sacerdote Rupestre. En 1983, cuando Rockdrigo ya tocaba en el bar Wendy’s Pub —“ratonera enanísima” de los alrededores de la Glorieta de Insurgentes—, José Agustín se lanzó a su encuentro. Escribió que, con su música, Rockdrigo había logrado que el español sonara perfecto, “deveras natural”, en el rock. “El Tri ya andaba muy cerca, de hecho lo había logrado muy bien en varias rolas, pero con las letras de Rodrigo (inteligentes, maliciosas, provocativas, poéticas) se puede afirmar que el español-mexicano es perfectamente idóneo para el rock.” En aquel entonces Redrogo aún no había grabado ningún disco o casete pero ya tenía cautivo al underground. Armado con su guitarra y armónica, el enviado del Profeta del Nopal tocaba en foros universitarios, bares, peñas,

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estaciones de radio y donde se pudiera. Su público, decía, era el personal marginal y los estudiantes. “Con Rodrigo González —decía José Agustín— tenemos ya, de entrada, un rock más complejo, crítico, inteligente y muy mexicano.” Rockdrigo cumplía entonces con la epifanía que le mostró el Profeta del Nopal: recetar al personal con su rock chido. En su última entrevista, realizada días antes de morir sepultado por los escombros del edificio en el que vivía en la calle de Bruselas de la colonia Juárez, a consecuencia del terremoto de 1985, Rockdrigo se definía como un “anartista”, un científico de la canción y un biólogo de la existencia. “Mi compromiso es crear, tratar de imitar la vida”, decía al periodista César Güemes. Después vendría el mito. La leyenda del Bob Dylan mexa.

NOCHE DADA EN LA VIEJA CIUDAD DE HIERRO Conecté en serio con Rockdrigo González la noche del viernes 17 de septiembre de 2004 en el Dada X, un bar del Centro Histórico ubicado en la calle de Bolívar. Se cumplían diecinueve años del sismo. Yo tenía unos 16 o 17 y

Miguel, un amigo del CCH Vallejo, me había iniciado en su onda musical. No tenía computadora en casa, así que me abastecía de CDs y DVDs piratas en el Tianguis del Chopo y lo que me recomendaba Miguel, que fungía como dealer musical para algunos amigos de entonces. Él me quemó El profeta del nopal, No estoy loco, En vivo en el café de los artesanos y Hurbanistorias. Aunque, como se sabe, sólo el último de éstos fue “oficial”, autoeditado por Rockdrigo en 1984 en casete y posteriormente por la disquera Pentagrama, incluida una edición en vinil. Fue Miguel quien me invitó al homenaje en el Dada X. Rockdrigo representaba para mí un rock más allá del “urbano”, uno más simple en lo musical, pero con desparpajo y fuera de la etiqueta “de protesta”; más bien crítico a su manera y, sobre todo, chilango. Rockdrigo dibujaba la ciudad desde sus canciones, que en su voz y personalidad fungían como crónicas diáfanas. Antes de caerle a Monsiváis, Novo y Nájera, para mí estuvo Rockdrigo, quien me impregnó su sentimiento de amor y odio por la Ciudad de México. “Aventuras en el Defe”, “Vieja ciudad de hierro”, “Perro en el Periférico”, “Rock en vivo” y la gran “Metro Balderas” eran ejemplos de esto. “Metro Balderas” no era del Tri, descubrí, sino

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de Rockdrigo. Atizandro Lora le dio un sentido más melodramático en aquel disco de Simplemente (1984, el debut del Tri, luego de ser Three Souls In My Mind), sin las referencias a Freud y con estribillos más simples. Rockdrigo decía que “Metro Balderas” era una historia de amor, efectivamente, pero su enfoque estaba en que la frustración de perder a su chava en las hordas del Metro convertía al personaje de la canción en el terrorista de la Línea 3. El caos urbano como destino nefasto, fatal y certero. No se diga “Asalto chido”, “Ama de casa un poco triste”, “La balada del asalariado” o “Algo de suerte”. Con su voz aguardentosa y “de loco chillando”, como decían mi mamá y mis hermanas cuando sonaba en el estéreo de la sala, Rockdrigo navegaba como un cronista cuya gloria y muerte estaría ligada íntimamente a la ciudad. Esa “vieja ciudad de hierro, capital de mil formas, de cemento y de gente sin descanso”, a donde había llegado de Tampico, Tamaulipas, su ciudad natal (nació en 1950), cambiando el mar azul del Golfo de México frente a la casa materna, por el antiguo lago, seco y gris en el que diecisiete millones de personas campeaban entre la promesa nunca cumplida y la represión gubernamental. Tiempo de híbridos. La noche del homenaje en Dada X me marcó de por vida. Me topé, entre la penumbra y el ambiente que se respiraba allí, mezcla del sudor de rockeros, punks, darks, neojipis y ceceacheros como yo, con que Rodrigo parecía estar más vivo que nunca: había una exposición de fotos, se proyectaron documentales y la tocada transcurrió, así la recuerdo, como un homenaje alegre y ñero. La noche estaba impregnada de rockdriguez. ¿Era tan famoso y conocido? Emocionado, de regreso a mi casa en una barriada del norte de la ciudad, dimensioné la leyenda. Rockdrigo era más grande de lo que imaginaba. Y guardé en mi memoria ese instante. Esa noche también descubrí a los Rupestres.

“NO ESTÁN GUAPOS NI TIENEN VOZ DE TENOR” Entre 1981 y 1982, el Foro Tlapan al sur de la ciudad catalizó a un grupo de músicos que venían de la represión del rock postAvándaro. “Fue el momento —dice el escritor Alejandro de la Garza en Rupestre, el libro (2013)— en que, más allá de la trova y el folclore, el rock y la música pesada regresaron a los hoyos fonqui y volvieron a cobrar aliento”. En los ciclos “La respuesta está en los viernes” o “Sólo los viernes vienes” de ese espacio, tocaba gente como Roberto González, José Cruz, Jorge Luis El Cox, Emilia Almazán, Cecilia Toussaint, Maru Enríquez, Rafael Catana, Jaime López y Rockdrigo. Ahí germinó el Movimiento Rupestre. Los Rupestres se fueron encontrando entre la búsqueda de espacios para tocar, lo cual, en palabras de Fausto Arrellín, estaba verdaderamente cabrón. Los relacionaba una línea borrosa que los ponía entre el rock de los hoyos, para quienes eran muy “fresas”, y el

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folclor, la trova o la nueva canción, para quienes eran muy ñeros. Eran (son) músicos que “vienen de tradiciones rocanroleras (blues, rythm and blues, rock de los sesenta y los setenta), además de un conocimiento de los estilos musicales mexicanos (el huapango, el son, el bolero), han participado con o en grupos de rock, sus letras narran experiencias vitales relacionadas con la ciudad y los personajes que en ella viven, leen”, dice Fausto en “Los rupestres. Al principio de los tiempos”, una conferencia que dio en 2016 en la UACM del Valle. Orbitaban como Rupestres primigenios Roberto González, Nina Galindo, Eblen Macari, Catana, Arrellín, Roberto Ponce y Rockdrigo, quien a petición de Jorge Pantoja, subdirector del entonces remodelado Museo del Chopo, escribió el Manifiesto Rupestre: No es que los rupestres se hayan escapado del antiguo Museo de Ciencias Naturales ni, mucho menos, del de Antropología; o que hayan llegado de los cerros escondidos en un camión lleno de gallinas y frijoles. Se trata solamente de un membrete que se cuelgan todos aquellos que no están muy guapos, ni tienen voz de tenor, ni componen como las grandes cimas de la sabiduría estética o (lo peor) no tienen un equipo electrónico sofisticado lleno de sinters y efectos muy locos que apantallen al primer despistado que se les ponga enfrente. Han tenido que encuevarse en sus propias alcantarillas de concreto y, en muchas ocasiones, quedarse como el chinito ante la cultura: nomás milando. Los rupestres por lo general son sencillos, no la hacen mucho de tos con tanto chango y faramalla como acostumbran los no rupestres pero tienen tanto que proponer con sus guitarras de palo y sus voces acabadas de salir del ron; son poetas y locochones; rocanroleros y trovadores. Simples y elaborados; gustan de la fantasía, le mientan la madre a lo cotidiano; tocan como carpinteros venusinos y cantan como becerros en un examen final del conservatorio... Broma, grupo, núcleo, los Rupestres comenzaron a hacer el caldo cada vez más gordo en la música del pretemblor del 85. Fue Pantoja quien les abrió cancha en el Museo del Chopo, con el mítico Segundo Festival de la Canción Rupestre, realizado en noviembre de 1983 con

“LOS RUPESTRES HACÍAN LO SUYO EN PARALELO Y CRUZADOS POR EL TRI, BOTELLITA DE JEREZ, JAIME LÓPEZ, LEÓN CHÁVEZ TEIXEIRO, REAL DE CATORCE Y JAVIER BÁTIZ (QUIEN DICE HABER BAUTIZADO A RODRIGO COMO ‘ROCKDRIGO’).” lleno total en el Foro del Dinosaurio. Los Rupestres hacían lo suyo en paralelo y cruzados por el Tri, Botellita de Jerez, Jaime López, León Chávez Teixeiro, Real de Catorce y Javier Bátiz (quien dice haber bautizado a Rodrigo como “Rockdrigo” en el Wendy’s). La muerte de Rockdrigo marcó al movimiento, pero no lo diluyó ni lo mató. Los Rupestres siguen vivos, en el subterráneo. Su música abrevó del tiempo y la diversificación de géneros, siempre con la memoria tatuada del Profeta del Nopal.

A VER CUÁNDO VAS… “Rodrigo era un hijo de la chingada. Todo mundo lo mitifica pero era un hijo de la chingada”, dice Catana en Rupestre, el libro. Lo dibuja en una anécdota: Mario Santiago Papasquiaro, el poeta líder del reconstruido Infrarrealismo luego de que Roberto Bolaño se había ido de la ciudad años atrás, conoce una noche a Rockdrigo en la casa de Catana. Hubo, dice, un choque eléctrico: punta contra punta. “No se dio un entendimiento ni un encuentro sino más bien una especie de odio entre ellos, sin violencia. Cada uno, con su tremendo ego, quería brillar más que John Lennon.” Claro que eso, continúa, no le quita lo gran artista. En 1985 ya se atisbaba el mito: Rockdrigo iba a sacar un disco bien producido en el sello WEA (material que sigue inédito). Ya se había electrizado con el grupo Qual (que tenía a Fausto como frontman), con quienes tocó ese año en el festival “A ver, a ver, a qué horas” del Partido Socialista Unificado de México (PSUM) en el Palacio de los Deportes. En el cartel estaban Enigma, TNT, Chac-Mol y otros. El terremoto se llevó a Rockdrigo junto con más de 12 mil víctimas. Había prometido a su familia en Tampico que la visitaría ese 19 de septiembre. Llegó a su casa a descansar para siempre. Redacto las últimas notas de este texto la madrugada del 19 de septiembre de 2017. Vivo en un edificio de cinco pisos, tabique rojo y metal. En los audífonos suena “La máquina del tiempo”. Despierto con el simulacro, pero desobedezco y sigo durmiendo. Horas después todo se mueve. Temblor. Terremoto. Las cosas caen, yo mismo caigo. Ahí está: el fantasma es real. Treinta y dos años después, el mismo día, la ciudad tambalea. (He leído “Rockdrigo, profeta telúrico” de Armando Vega-Gil). Me visto y salgo a dar el rol. Todo está claro, no falta nada en la estructura de esmog: los zapatos viejos y las caras oxidadas. Las máquinas rugen feroces... Rockdrigo, profeta telúrico.

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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

ADIÓS A FRANK VINCENT

Por

CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

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Martin Scorsese le debemos todo en material gangsteril. Es cierto que Coppola, con El Padrino, y Sergio Leone, con Érase una vez en América, colaron al mafioso en el inconsciente colectivo. Pero los capos de Coppola y Leone eran tipos guapos. De Niro, Pacino, etcétera. Existía una sublimación del criminal. Los arquetipos que admitía la pantalla grande obedecían sobre todo a una visión no tan celestial de lo maligno. Entonces vino Scorsese y con Goodfellas modificó la imagen del mafioso italiano. Por supuesto que De Niro continuó ocupando su lugar, pero Scorsese comenzó a introducir una serie de personajes secundarios que con el tiempo reflejaron mejor que nadie el rostro más fidedigno del hampa callejera. Al asomar De Niro en la pantalla vemos a un artista. Por eso es uno en Toro Salvaje y otro en Taxi Driver. Pero cuando ves a Tony Sirico en una película de inmediato lo identificas como un miembro de la cossa nostra. No importa que haga un papel en alguna comedia de Woody Allen. Sin Scorsese no existiría Tony Soprano. Él mundanizó al gangster. Cuando comenzó a sembrar sus cintas con estos tipos cara dura le quitó al gangster el aura que Coppola le había impreso con Marlon Brando. Sí, era un tipo duro, un malo, pero en su pasado, del actor y por lo tanto de Vito Corleone, estaba el tipo que había sido el Elvis Presley de la actuación. Al dotar al mafioso de lo terrenal, movimiento más que acertado porque obedecía a la veracidad, Scorsese hizo que

EN LOS SOPRANO FRANK VINCENT ERA EL ENCARGADO DE DARLE VIDA A PHIL LEOTARDO, EL JEFE DE LA MAFIA DE NUEVA YORK

El sino del escorpión

fuera posible que James Gandolfini se convirtiera en Tony Soprano. Alguien que correspondía más con el rol de gangster que con el de artista de la actuación. Uno de los actores que utilizó Scorsese fue Frank Vincent. Que apareció en Goodfellas y en Casino. Los papeles que interpretó fueron bastante parecidos: mafioso. Y que lo encasillaron a tal nivel que lo conducirían a uno de los dos mayores acontecimientos televisivos del siglo XX: Los Soprano. Con parte de su mente puesta en Scorsese, David Chase pobló su serie con estos actores insignes de una corriente que nunca se declaró como oficial pero era real: el cine de la mafia. Tenía un representante mayor, Scorsese y un par de más por ahí, como Brian de Palma. El impacto que causaron estas cintas en la colectividad fue sustancioso a tal grado que sin ellos Los Soprano no serían lo que son hoy. Sería injusto decir que en Los Soprano existen mejores personajes que otros. Todos son una delicia. Cada uno puede tener un favorito, el mío es Johnny Sacks. Pero después de Tony todos además de fascinantes tienen a un actor de carne y hueso que los encarna de manera perfecta. Y Frank Vincent era el encargado de darle vida a Phil Leotardo, el jefe de la mafia de Nueva York, eterna piedra en el zapato de la mafia de New Jersey y viceversa. Así como Gandolfini nació para ser Tony Soprano, el noventa por ciento de los actores de la serie nacieron para convertirse en su personaje. Tony Sirico:

Paulie; Steve Van Zandt: Silvio Dante; Vincent Curatola: John Sacramoni; etcétera. Y esto es muy fácil de comprobar porque en cuanto uno acude a una búsqueda en internet no los googlea por su nombre real si no por el de su caracterización. Parece una especie de maldición. Pero si de maldiciones se trata ésta es la mejor porque fue inmortalizado. Hace unos días murió Frank Vincent a los 70 años. Mi gratitud total para con él. Me regaló momentos irrepetibles, como todo el elenco de la serie, por su participación en Los Soprano y por sus actuaciones en las cintas de Scorsese. Estoy seguro que no murió como Frank, que se fue a la tumba como Leotardo. Tanto Scorsese como Chase le consiguieron la inmortalidad. Sé que como yo, muchos jamás van a olvidarlo. Con la muerte de Gandolfini y la de otros miembros del crew como Leotardo poco a poco se va apagando esa idea que en algún momento revoloteó por la mente de Chase: filmar una película sobre Los Soprano. Sería procaz que alguien ocupara el lugar de estos antihéroes. La idea de la precuela, con actores jóvenes suena menos descabellada, pero aún así existe un gran problema. Estos rostros, los de Vincent, Sirico, etcétera, son caras que el tiempo pulió tras años de migración, transculturación y un férreo sentimiento de italianidad en la sangre. Creo que eso ya se perdió. Ahora no existe una generación de actores con las mismas características. Con Frank se nos fue un gigante. No queda más que hacerle un tributo dándole play a Goodfellas o a Los Soprano. C

Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza

El Colegio Nacional ¿misógino y opaco? MEDITABUNDO entre las vigas del techo el alacrán no quiere abundar, como en otras de sus columnas, en el terror de los feminicidios, ni mucho menos “manexplicar” el feminismo. Prefiere hurgar en las inveteradas causas culturales por las cuales la sociedad mexicana se mantiene misógina, homofóbica y atrasada. El Colegio Nacional (una institución con olor a santidad y bórax) se fundó por decreto del presidente Manuel Ávila Camacho en 1943 con quince miembros (Reyes, Rivera, Orozco, Caso, Chávez, et al.). A lo largo de sus 75 años de existencia la institución ha tenido 101 integrantes, de los cuales 97 han sido hombres y cuatro mujeres. Su decreto de creación limitaba la conformación del Colegio a veinte miembros, pero en 1971 el presidente Echeverría amplió a cuarenta el número de sus integrantes. La primera mujer en integrarse a este grupo fue la historiadora Beatriz Ramírez

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de la Fuente (1929-2005), quien ingresó en 1985. Es decir, insiste el arácnido, a este cuerpo colegiado de varones le tomó 32 años admitir a una mujer. Hoy está conformado por 37 hombres y tres mujeres: la psiquiatra María Elena Medina-Mora, admitida en 2006; la arqueóloga Linda Rosa Manzanilla Naim, ingresada en 2007, y la filóloga Concepción Company Company, recién ingresada en 2017 (año en el cual han ingresado cuatro hombres). Algo huele mal en Dinamarca, insiste el príncipe escorpión, cuando una institución con la encomienda de reunir a la excelencia intelectual del país se comporta como el Club de Toby. Las preguntas necesarias son: ¿Quién maneja El Colegio Nacional? ¿Sus miembros en sesión plenaria? ¿El presidente en turno? ¿Algún comité de notables entre los notables? ¿Quién propone a sus integrantes y quién los aprueba? En

su sitio de internet la institución habla de su historia, sus integrantes y de sus muchas actividades, pero falta información esencial, pues ni siquiera hay portal de transparencia donde averiguar bien a bien cómo funciona. Al venenoso le gustaría conocer el presupuesto destinado por la Secretaría de Cultura a la institución y también cómo gasta estos recursos públicos. Quiere saber si sus integrantes son honorarios o si cobran honorarios y, de hacerlo, cuánto reciben por su participación en las actividades colegiadas. El rastrero también se pregunta si los miembros del Sistema Nacional de Investigadores o de Creadores integrados al Colegio reciben doble compensación por sus funciones. Sobre el tema del gasto de recursos públicos varias instituciones culturales parecen no rendir cuentas, insiste el artrópodo y, cuando menos en apariencia, lucen opacas y misóginas. C

EL COLEGIO NACIONAL A LO LARGO DE SUS 75 AÑOS HA TENIDO 101 INTEGRANTES, DE LOS CUALES 97 HAN SIDO HOMBRES Y CUATRO MUJERES.

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OTRA CARA DEL FEMINISMO

EL CINISMO DE ATÓMICA

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uando consideramos que un filme es un fenómeno social que refleja y responde a su momento histórico es difícil creer en coincidencias. Las películas, especialmente aquellas que se vuelven blockbusters, inevitablemente nos hablan del Zeitgeist, a veces de forma evidente y la mayoría de forma indirecta. Esto puede sonar hasta cierto punto a superstición animista o a una obsesión de querer forzar interpretaciones políticas en cualquier producto cultural. Consideremos que dos de los filmes más relevantes, en términos de polémica y propuesta, del primer verano de la era de esa grotesca expresión de la obscenidad misógina que se llama Donald Trump son manifiestos de un inquieto feminismo beligerante pop. Por un lado está La mujer maravilla, de Patty Jenkins y por el otro Atómica, de David Leitch, un filme escrito por Kurt Johnstad, a partir de la novela gráfica The Coldest City, de Anthony Johnston e ilustrada en alto contraste y sobrios trazos minimalistas por Sam Hart. Ambas historias se desarrollan cerca de la culminación de dos conflictos bélicos planetarios, la primera a poco tiempo del desenlace de la guerra que “terminaría con todas las guerras”, la Primera Guerra Mundial, y la segunda en el margen final de la Guerra Fría. En ambos casos una guerrera debe confrontar un torbellino brutal de violencia ante la condescendencia y desprecio masculino. La primera lo hace con sus súper poderes, mientras la segunda emplea su entrenamiento como agente de la MI6 . Mientras la Mujer Maravilla es cándida, entusiasta, franca y honesta, Lorraine Broughton (una espléndida, espectacular y fulminante Charlize Theron) es fría, pragmática y cínica. Ambas tienen un alto sentido del compromiso y si bien la princesa amazona cree que puede terminar con las guerras simplemente eliminando al dios de la guerra, Ares, Lorraine no cree en cuentos de hadas, sabe que no puede confiar en nadie y que las cosas nunca cambian, sin embargo pelea, tal vez por su país o su sistema de vida o sus amantes. La trama del filme de Jenkins es predecible y simple, mientras que la de Leitch es una intriga convulsionada, enredada, compleja y en gran medida incoherente. Atómica es un objeto melancólico, fastuoso y fatuo, un espectáculo cargado de música tecno pop de los ochenta, desde Depeche Mode hasta Nena y sus 99 Luftballons, pasando por la aspereza industrial de Ministry. Aunque el título del filme y la melena platinada de Theron nos dirigen inevitablemente a esa fantasía erótica que sería una Debbie Harry capaz de eliminar a un pelotón

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Por

NAIEF YEHYA

de policías, un ejército de gángsters y docenas de agentes de la KGB, armada simplemente con útiles escolares y cuchillos de cocina, así como tener un intenso romance con la súper sexy agente Delphine LaSalle (la franco argelina Sophie Boutella) y lucir sus moretones como trofeos al estilo de las protagonistas de ciertos mangas sadomasoquistas. Pero así como es un filme lúdico, vertiginoso e irónico también es una obra que muestra esa “nostalgia del lodo” decimonónica, esa fascinación perversa con la vulgaridad de otra época, con el limo primigenio y el horror corporal de un tiempo bipolar y pre internet. Atómica es una colección de imágenes frenéticas y glamurosas, desde habitaciones bañadas en neón hasta la sordidez glorificada de la Alemania Democrática, en particular de Berlín Este, la urbe metonímica de la decadencia soviética, reflejada en el áspero look punk germano. Esto contrasta con un deseo de martirio, de flagelación y de mostrar en la piel las huellas del combate (casi al nivel de la Imperator Furiosa, de esa obra maestra del siglo XXI: Mad Max. Fury Road). Lorraine, la guerrera de la guerra fría, debe sumergirse en una tina de hielo para mitigar el dolor, controlar la inflamación de los golpes y de paso estimular los pezones, al tiempo que bebe otro Stoli en las rocas. La fenomenal escena de combate de casi veinte minutos en una sola toma es vertiginosa, angustiante, dolorosa y caótica, en cierta forma la obra de un virtuoso de la coreografía que además cuenta con la personalidad mágica y alucinante de Theron, quien en el proceso de hacer sus propias escenas de acción se rompió dientes y lesionó una costilla. Resulta difícil a estas alturas del siglo XXI imaginar que un cineasta puede lograr sorprender con una escena de acción, pero Leitch, quien fue stuntman o doble durante muchos años, tiene una notable sensibilidad para descomponer las situaciones más explosivas e intensas en imágenes de una poderosa visceralidad y para montar secuencias caleidoscópicas y asombrosas, como hizo en John Wick. Docenas de películas de espías nos han arrastrado con mayor o menor ingenio por senderos similares a los que recorre Leitch, sin embargo aquí uno de sus aciertos consiste en establecer una insólita conexión cinefílica de su trama con Stalker (1979), de Andrei Tarkovsky, ese prodigio visionario de un universo tóxico y abandonado por razones misteriosas al que la gente viaja clandestinamente en busca del lugar donde los sueños se hacen realidad. Berlín

Foto > Especial

FILO LUMINOSO

ATÓMICA ES UN OBJETO MELANCÓLICO, FASTUOSO Y FATUO, UN ESPECTÁCULO CARGADO DE MÚSICA TECNO P OP DE LOS OCHENTA, DESDE DEPECHE MODE HASTA NENA Y SUS 99 LUFTBALLONS, PASANDO P OR LA ASPEREZA INDUSTRIAL DE MINISTRY .”

precaída del muro es un poco esa zona y Lorraine es una especie de Stalker que trata de guiar a un doble espía para escapar del apocalipsis ideológico que se cierne sobre ese territorio decadente y fabuloso, donde nada es permitido y todo es posible. En un tiempo de cine esquizofrénico, Stalker se ha vuelto el ideal de un cine reflexivo y filosófico, en el que cada toma se extiende permitiendo ese extraño placer que es gozar un filme sin ser bombardeado por miles de imágenes fugaces y cortes vertiginosos. Así, Leitch lo emplea como contrapunto, e invade literalmente el espacio fílmico de esa meditación fabulosa del más grande poeta de la imagen al poner en escena una de las mejores secuencias de pelea en el cine donde se exhibe Stalker. Esto es un atrevimiento grosero y una desacralización pero también es un homenaje y una celebración afortunada. La misión de Lorraine en 1989 es investigar el asesinato de un colega y recuperar una lista de agentes dobles antes de la inevitable caída del muro, un paso importante para evitar una cadena de venganzas, sacrificios, extorsiones y asesinatos de espías y traidores. De tal manera la agente del MI6 pelea por defender la mentira, por salvaguardar a quienes engañaron a sus jefes y sus naciones, por interés, ambición, ideología o vanidad. La historia se cuenta en flash back, con numerosos comentarios y digresiones, así como equivocaciones, mentiras y deficiencias de la memoria. Desde su llegada a Berlín, Lorraine se encuentra en un territorio donde tanto el enemigo como los aliados, especialmente el agente británico David Percival (James McAvoy), representan peligros inminentes. El fin del régimen equivale a inestabilidad, inseguridad y a la reorganización de los negocios de los aparatos de seguridad. No es este un filme histórico, como lo dice desde las primeras secuencias, ni un esfuerzo por entender las contradicciones que condujeron al colapso de la Cortina de Hierro, aunque sin duda refleja el malestar del orden actual dominado por oligarcas, neocones, neofascistas y neoliberales. Tampoco es un documento feminista, aunque Lorraine sea un personaje más que bienvenido en la iconografía fílmica. Es una fantasía pop, desde un tiempo en que la historia es una vorágine de consumismo, revisionismo y confusión. Pero más que nada es un filme de las fantasías eróticas del postpunk y de los sueños húmedos de tecno. Como cantó el grupo Blondie en 1980: “Your hair is beautiful / Oh, tonight / Oh atomic / Oh atomic...”

22/09/17 8:50 p.m.


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