Cuentos Perros

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FRANCISCO HINOJOSA Y RETIEMBLE

CARLOS VELÁZQUEZ JUVENAL ACOSTA

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S Á B A D O

JULIA SANTIBÁÑEZ EROS UNA VEZ

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El Cultural [ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

CUENTOS PERROS

MARIO BELLATIN ALICIA GARCÍA BERGUA EUSEBIO RUVALCABA

CDMX ZONA CERO ADRIÁN ROMÁN

Arte digital > A partir de una foto de Omar Torres > Staff > La Razón

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La estimación que han ganado los perros como aliados y compañeros de la especie humana es una tendencia en aumento, más aún ante los desafíos de la naturaleza. Desde luego, también han sido personajes en todos los géneros literarios y desde el inicio de los tiempos. Presentamos tres cuentos donde protagonizan situaciones tan diversas como la imaginación lo permite; forman parte de la antología de Anamari Gomís, Dejar huella, que publicará en breve Cal y arena, y reúne en la convivencia con los perros a distinguidos autores de la narrativa mexicana actual.

LAS LIMPIEZAS DE LOS PROFETAS MARIO BELLATIN

E

s terrible que no haya una forma más o menos convencional para expresar lo que aparece como un monstruo que, de alguna manera, se trata sólo de una sombra en tu vida: la supuesta obra literaria que has escrito durante la mayor parte de tu existencia. Es terrible tener un perro, otorgado por un muerto además. Un saluki, la única raza reconocida como sagrada en el islam, religión que considera a esta especie como animal impuro. La historia se remonta a los orígenes, cuando Mohammed, como la mayoría de los profetas, se vio en la obligación de dejar libre de cualquier impureza el lugar de la adoración. Cuando llegó a Meca encontró que alrededor de la Caba se extendía la miseria y la desolación. Los animales pululan, las enfermedades se multiplican, lo siniestro es evidente. Los perros de Meca. Animales portadores de hidrofobia, sarna, diversas enfermedades letales. Es ominoso que algo semejante estuviese ocurriendo en semejante lugar. Y el terrible ejército de Mohammed —la paz sea con él— dicta la cruel sentencia de que el perro es un animal impuro. Se debe exterminar hasta el último ejemplar. Es realmente espantoso observar la matanza de canes, llevada a cabo con el fin de que el islam encuentre un lugar hasta cierto punto higiénico donde desarrollarse. Las calles se llenan de aullidos, las veredas de sangre. No se sabe luego qué hacer con los animales muertos. Algunos siguen vivos a pesar de su evidente mortandad. Son espantosos los testimonios de aquellos que tuvieron

la desgracia de apreciar a perros corriendo sin cabeza, sin patas, emitiendo extraños sonidos por los agujeros de sus cuellos cercenados. ¿Y ahora qué hacer con los animales? Surgió en ese momento la pregunta que acompaña al hombre hasta el día de hoy. Es curioso y algo funesto, que en los libros anteriores al Sagrado Quorán la presencia de los animales se presente únicamente como algo decorativo. En ninguna de aquellas escrituras se menciona qué hacer con las especies ajenas al ser humano. ¿Cómo deshacerse del espanto que representan los perros —los vivos y los que se encuentran a punto de morir— capaces incluso en sus condiciones de expandir las enfermedades que los han venido aquejando desde la oscuridad de los tiempos? “Tenemos que tomar la espantosa decisión de quemarlos”, fueron las órdenes. “Incinerar tanto a los vivos como a los muertos.” Tal fue el horror que causó la consigna que los pobladores hicieron como que ignoraban los aullidos, los movimientos inmotivados —reflejos— que realizaron algunos canes mientras eran desollados para luego ser colocados en orden dentro de una gran pira que se armó en lo que supuestamente era el terreno destinado a servir para los desechos de la comunidad. Es horroroso comprobar cómo algunos pobladores afirmaron que no existía tal lugar: un vertedero público. Quizá había uno —pero bautizado de esa manera sólo de forma nominal—, pues Meca en ese entonces podía considerarse toda ella como un enorme basurero.

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Era horripilante apreciar aquella ciudad en esas condiciones, tomando en cuenta sobre todo que se trataba de un lugar donde miles de peregrinos viajaban con el fin de dar innumerables vueltas al cubo máximo de oración. Es tremebundo que a partir de aquel evento el perro fuera visto como un animal impuro dentro del islam. Aunque es igualmente desastroso desconocer el momento en que la ansiedad del autor por escribir: ciega, boba, como ya he señalado en otras ocasiones —sin un sentido definido salvo el de practicar la escritura por el simple placer que causa admirar las palabras plasmadas en letras de molde sobre una superficie— pasó a formar parte de eso que algunos llaman la obra, lo literario, lo que define a alguien con, entre cosas, el término de “escritor”, “creador”, “artista”; elementos que, de cierta manera, permiten ser alguien clasificado, archivado, entendible, alguien capaz de cumplir con las normas mínimas que se requieren para ser considerado una suerte de ente social. Es terrible constatar que otorgarle al que escribe el nombre de escritor permite que se tenga la sensación de encontrarse frente a alguien que puede ser en algún punto codificado. Es terrible que yo, en mi caso particular, no cuente con una memoria viva con respecto a mi propio trabajo. Es terrible porque, entre otros asuntos, el suceso de escritura ocurre mucho antes de que el texto llegue al poder de un editor o de un lector. Se da en el momento en que es impresa la huella en letra de molde. Aquellos textos que llegan a los editores de la misma sórdida manera como acudieron a los pies de Mohammed —la paz sea con él— el grupo de fedayines del desierto para preguntar si era cierto el rumor que había llegado a las distancias de que debían matar uno a uno a sus salukis. Si los salukis desaparecen desaparecemos nosotros de la faz de la Tierra. Dependemos de los salukis, pues ellos cazan nuestros alimentos. Su instinto de presa y su velocidad descomunal hace que siempre tengamos una liebre antes de dormir. ¿Quieres Mohammed —la paz sea contigo— que los tomemos de pronto, los desollemos incluso vivos y que hagamos luego una gran pira con sus cuerpos? ¿Una pira que dure más de cuarenta y ocho horas con el fin de que desaparezca la huella de la existencia del saluki de la faz de la tierra? Y es terrible porque los sucesos de escritura ocurren precisamente para ser olvidados al instante. Muchas veces he pensado con horror que precisamente aquella puede ser

MARIO BELLATIN (Ciudad de México, 1960) estudió Teología y Cine. En 2013 se publicó su Obra reunida. También se ha dedicado a la Escuela Dinámica de Escritores, Los Cien Mil Libros de Bellatin y el largometraje Bola Negra del Musical de Ciudad Juárez.

“SE SUPONE QUE EL SALUKI ES EL ORIGEN DE TODOS LOS LEBRELES. SE DIFUNDE LA ESPANTOSA IDEA DE QUE ANTES DEL SALUKI SÓLO HUBO LA LIEBRE. LA LIEBRE QUE DÜRER INTENTÓ REPRESENTAR CON UNAS OREJAS DESCOMUNALES.”

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una de sus posibles razones de ser: poner en práctica algo que ya he denominado en otras ocasiones —con temor a sonar como alguien pagado de sí mismo— El Sello de la no Memoria. Es terrible todo esto porque me parece absurdo ofrecer una explicación hasta cierto punto coherente a una acción de esta naturaleza. Con esto no quiero decir que no soy capaz de justificar hasta la última señal ortográfica publicada, explicar por qué se utilizó determinada palabra y no otra, las razones por las que el proceso se realizó con una precisión y una certeza hasta cierto punto exagerada. Pero si bien es verdad que hubo una entrega intelectual de cierto tipo —esto lo comento con el objeto de no confundir mis acciones de escritura con algún otro tipo de práctica como la escritura automática—, lo espantoso es que este esfuerzo trae consigo, como reitero con oprobiosa insistencia, el olvido como una de sus marcas de origen. Por eso es terrible que todo lo que diga al respecto no sea sino sólo una mentira. Como fue una suerte de mentira la respuesta que Mohamned —la paz sea compasiva con él— ofreció a aquellos fedayines. Algo que me parece espantoso no estar en condiciones de entender. La horrible respuesta de Mohammed —la paz sea con su bendita alma— a los fedayines. Mohamned —la paz sea con él— contestó que había ordenado matar a los perros no a los salukis. Mencionó la terrible frase de que él nunca había mencionado la palabra saluki. ¿De dónde podían sacar los fedayines tan tenebrosas ideas? ¿Hacer piras funerarias de salukis para luego arrojarlos a algún río? Los fedayines se postraron en rakats. Uno de ellos se atrevió a preguntar, la misma duda era ya execrable, si el saluki entonces no era perro de qué especie se trataba. El saluki es un regalo de Alah Todopoderoso, acotó de manera triste el propio Mohammed —y los dejó nuevamente a sus caravanas del desierto acompañados de sus jaurías. Es terrible para mí también realizar una serie de malabares, creando explicaciones entre la relación de verdad y no verdad, la autobiografía y el invento, la formación de momentos de un dramatismo tal ante el cual, uno como autor tiene la certeza de que el lector no podrá resistirse a los caminos de seducción que se ofrecen en la lectura que tiene al frente. Sin embargo, todo ello no es más que un funesto juego retórico. Un terrible ejercicio que, de cierta manera, está única y tristemente prolongando lo que aparece en los propios libros: lo espantoso al mismo tiempo que bendito que significa no poder expresarse. Es terrible que para mí haya sido importante la publicación de una primera parte de mis Obras Reunidas. Principalmente porque

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me vi obligado a la oprobiosa tarea de repasarlas, a ver cómo cierta cantidad de ellas iban formando una suerte de todo. Fue cuando experimenté de manera aguda el hecho de constatar que, a pesar de encontrarse presentes una serie de elementos repetitivos, de ejes desde los cuales podrían explicarse los libros, me di cuenta de que ninguno de ellos, a pesar de que el otro —el lector— adquiera al leerlos el derecho a construir determinadas teorías basadas en elementos que yo mismo había creado, puede llegar a establecer ninguna verdad. Fue terrible advertir que existe allí, en grado sumo además, una falsedad frente a la cual soy incapaz de reconocerme. Y es más terrible aun saber que no hay palabras —porque no existen— para tratar de decir algo así como que lo que está presente es cierto y no al mismo tiempo. Es por ese motivo que no puede haber, además, la opción de que un muerto te obsequie un saluki. La odiosa situación de que un escritor se encuentre más allá de la tumba tratando de que Alah siembre un saluki en tu vida. Se supone que el saluki es el origen de todos los lebreles. Se difunde la espantosa idea de que antes del saluki sólo hubo la liebre. La curiosa liebre que Dürer intentó representar con unas orejas descomunales. La que Joseph Roth, una vez la liebre muerta, intentó orientar en cuestiones de historia del arte mientras su cuerpo entraba en el campo de la descomposición. El aborrecible tema de la especie regalo de Alah surgió el mismo día que conocí al escritor Fowgill. Fue durante una tarde de invierno en Buenos Aires.

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toda la extensión de la palabra, en que a falta de un sórdido amor lo único que podría ser inalcanzable para mí era un horrendo saluki. Ya me lo había prometido en sueños la viperina Sheika, Fariha, de la mezquita de Nueva York. Se había aparecido en sueños la nefasta representante de la comunidad sufí en Nueva York para informarme que Alah me tenía reservado un insignificante saluki de color blanco. Recuerdo la cara que puso Fogwill luego de escucharme. ¿Cómo sabes mi secreto? Gritó mostrando los dientes amarillados por el abuso del tabaco. Ignoré lo que trató de decirme por medio de sus grotescas palabras. ¿De qué manera te has enterado de que me refugio de cuando en cuando en la cabaña de una mujer demente que vive rodeada de salukis? Fogwill dijo que si preguntábamos a cualquier persona lo que era un saluki lo más probable era que la mayoría lo ignorara. En ese momento, haciendo una mueca desabrida, juró que no iba cejar en su empeño de conseguirme un saluki.

Luego de un asqueroso rito donde ambos devoramos trozos de la misma res, Fogwill sacó el tema de qué era lo que más quisiera yo en la vida. Contesté rápido que nada. Fogwill se refería a algún deseo de orden material. Repetí que ninguno. Que nada que yo deseara realmente en ese sentido me era negado. Lo tengo todo Fogwill, salvo comprender. Más allá de sentirme persona por el hecho de que algún otro me ame o me desee, lo tengo todo. Fogwill insistió. Realizó, frente a las funestas carnes desgarradas por nuestras ansias, un rápido recuento de los lujosos bienes de los que había gozado en vida. Me habló de asquerosos yates, de decadentes autos deportivos, de penthouses desde cuyas terrazas podía apreciarse la espantosa ciudad de Buenos Aires. Me sentí tan agobiado aquella funesta tarde en la que conocí al miserable de Fogwill, que me vi obligado a declarar, en vista de que en toda mi vida no he terminado de sentirme persona en

Habló de una suerte de pacto de escritores. De algo tan deplorable que nunca antes había escuchado. Esa misma noche iba a comunicarse con la mujer demente de los Andes para que me tuviera listo un ejemplar lo más pronto posible. Sabía por experiencia propia que esos perros hijos de Satanás casi no habían pisado suelo latinoamericano. Le contesté de manera lamentable. Que si bien es cierto podía ser un deseo que era capaz de ubicar entre lo material y lo inmaterial, no era que lo desease llevar a la práctica. Ya contaba con otros perros igualmente fastidiosos. En mi casa no se cumplía ninguna de las enseñanzas del profeta Mohammed —la paz Bendita sea con él— y los perros pululaban fuera y dentro de mi hogar como imagino ocurría en Meca antes de su tarea higiénica. NOTA En su versión original, este relato incluye un espacio después de cada párrafo, que por razones evidentes debimos obviar en esta publicación.

MI VIDA ENTRE LOS PERROS ALICIA GARCÍA BERGUA

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os perros han estado siempre presentes en mi vida, comenzando por uno de hule, un basset hound blanco y negro que tuve hasta los cuatro años, al que llamaban mis padres “el perro triste”. “El perro triste” se perdió antes de que entrara a la primaria y de que contrajera una gran fobia a los muñecos y muñecas de vinilo que sigo teniendo. Me pregunto cómo se perdió ese perro que aún atraviesa mi mente, más borroso cada vez al paso de los años. Recuerdo muy bien al cocker spaniel de los vecinos que vivían en el edificio donde pasé gran parte de mi infancia y algo de mi adolescencia. Se llamaba Sancho, era blanco y negro, siempre con sus largas orejas sucias de comida atestiguando nuestros juegos y padeciendo nuestra vida, aunque también supongo que la disfrutaba, como Sancho la de don Quijote. No éramos niños que jugáramos con él; se metía en nuestros juegos y a veces nos mordía, supongo que porque invadíamos su territorio.

ALICIA GARCÍA BERGUA (Ciudad de México, 1954) es poeta y ensayista. Entre sus libros de poesía más recientes están El libro de Carlos (2007) y Ser y seguir siendo (2013). Como ensayista, publicó en 2009 el libro Inmersiones.

“RECUERDO MUY BIEN AL COCKER SPANIEL DE LOS VECINOS. NO ÉRAMOS NIÑOS QUE JUGÁRAMOS CON ÉL; SE METÍA EN NUESTROS JUEGOS Y A VECES NOS MORDÍA, SUPONGO QUE PORQUE INVADÍAMOS SU TERRITORIO.”

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Alrededor de mis once años vislumbré que era una persona amante de los perros. Un amigo colombiano de mis papás, que vivía con su esposa en Polanco en un edificio de los que rodean el parque de El Reloj, tenía una perra afgana llamada Penélope que me fascinaba. Iban a hacer un corto viaje y la madre de él, que había llegado de Colombia a quedarse unos días, se quedaría sola con la perra. Me propusieron pasar con la señora unos días y que paseara a la perra en el parque. Aún me veo a mí misma junto a Penélope con mi elegante minivestido amarillo. Junto a ella sentí una libertad de tránsito que mis padres intelectuales no me daban y que pocos años después me tomaría muy en serio para su terror. Mi abuela paterna, vecina nuestra en el edificio, se puso celosa de que acompañara a la señora colombiana y que aceptara ir a misa con ella. Éramos ateos y comunistas. Pero yo había aceptado a cambio de estar con la perra. Recuerdo el placer culpable que sentía y ese deseo de tener perro que mis padres nunca quisieron satisfacer. Cuando salí de la casa familiar a los veintiún años a vivir con mi primera pareja a las afueras de Cuernavaca en un sitio que era prácticamente campo,

nos regalaron una perra pastor alemán a la que le pusimos Federica. Nunca logré relacionarme bien con ella, no era consciente de todo lo que implicaba tener perro, no supe controlarla y se quedó viviendo allí con unos amigos cuando tuvimos que regresar el siguiente año a la Ciudad de México. No sé si al final se deshicieron de ella y la dejaron deambulando con la banda de perros del pueblo. Eso me hacía sentir tan culpable que durante años no quise tener perros sino gatos. En aquel tiempo muchos pensábamos que los gatos debían llevar esa doble vida que tienen cuando no son esterilizados y aceptábamos con naturalidad que pasaran las noches en los alrededores de la casa emitiendo terribles maullidos, y que vinieran a comer y a dormir de día con nosotros, como si nos visitaran en calidad de las deidades egipcias que alguna vez fueron. Ese desconocimiento de la animalidad de los gatos se extendía también a los perros. A mí me parecía muy normal que un vecino que tenía un perro llamado Cejas, un maltés, lo dejara salir a pasear solo y a buscar pareja y amigos como si fuera humano. De hecho, Cejas nos acompañaba al café a mi hermana y a mí, y lo dejábamos deambular por la

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plaza mientras nosotras conversábamos. Cejas fue perdiendo interés en salir con nosotras al café y por supuesto en regresar a casa; su dueño tenía que salir a buscarlo al anochecer. Empezó a andar por todo el barrio hasta que se extravió. Salimos varios días a buscar a Cejas por la plaza de Coyoacán junto a mi vecino inconsolable. Durante más o menos tres años fui a correr todas las mañanas a los Viveros de Coyoacán donde había un perro mestizo blanco con apretadas manchas negras que me solía acompañar en el camino de ida por Francisco Sosa, y a veces en el de vuelta, no sé por qué razón. Que ese perro eligiera a las personas a las que quería acompañar me hacía sentir honrada. Un par de perros callejeros inolvidables surgieron ante mis ojos mientras recibía un masaje en Mixcoac, cerca del Periférico. A esa hora de la tarde uno de ellos venía literalmente por el otro; cuando llegaba cruzando la calle, el que esperaba lo recibía con un ladrido y ambos emprendían un camino hacia quién sabe dónde. Me hacían pensar en una ciudad llena de bandas de perros con itinerarios y horarios precisos como los trenes. Siempre me ha gustado oír los ladridos de los perros que pasan por la noche mientras estoy durmiendo, siento que la calle está habitada y vigilada, debe ser una impronta de esos tiempos remotos en que los perros acompañaban a los grupos humanos que iban de un lado a otro. Como los perros que menciona Antonio Deltoro en su poema “Los vigilantes”: En el departamento dormido, cerrado a doble llave, se escuchan las voces de los muebles y el silencio de un gato. Los perros en cambio, Vagan por la calle Cumpliendo su misión de correos entre los ojos abiertos y los ojos cerrados. Aunque haga frío y sienta el calor de las mantas y la almohada me llame, los pasos en la intemperie amplían mi tranquilidad. Hace trece años mi difunto marido y yo nos mudamos a un departamento grande y decidimos, a falta de hijos, tener un

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“LOS PERROS TE OBLIGAN A REPLANTEAR EL SENTIDO DE TU VIDA. MI MARIDO QUERÍA NOMBRARLO KANT, PERO A MÍ, QUE ESTUDIÉ FILOSOFÍA, ME DABA VERGÜENZA PENSAR EN IR GRITANDO EL NOMBRE DE ESE FILÓSOFO.” perro. Decidimos que fuera labrador porque estaban de moda y porque son perros que se consideran fáciles para convivir. Una amiga nos consiguió uno y lo trajo a la casa en una canasta. Desde ese día de mayo de 2001 en que asustado se metió debajo de nuestra cama durante horas, cambió nuestra vida. Casi todo lo que hacíamos terminaba teniendo que ver con él porque los perros te obligan a replantear el sentido de tu vida. Mi marido quería nombrarlo Kant, pero a mí, que estudié filosofía, me daba vergüenza pensar en ir gritando el nombre de ese filósofo. Ese es un nombre más adecuado para otro perro que tengo ahora y que acompaña a éste ya muy anciano, por esa necesidad que tiene de que todo se haga a sus horas. A lo mejor este perro llamado Marley podría con sus paseos, al igual que Kant en Könisberg, darle la hora a los habitantes de Coyoacán. Al labrador le pusimos Dylan por Bob Dylan y por Dylan Thomas. Pese a todos los destrozos y desastres que ocasionó Dylan los primeros meses, lo elegimos. Quienes nos lo dieron necesitaban labradores color arena pues practicaban la caza de patos para lo que son esenciales porque los negros y los color chocolate brillan. Nos invitaron a una sesión fotográfica en la que Dylan participó y trataron de convencernos de renunciar a él a cambio de una labradora negra. Nos rehusamos. Nos dimos cuenta de nuestro profundo amor a este perro cuando a la edad de un año aproximadamente, se le escapó a mi marido en la Plaza de La Conchita, en Coyoacán, siguiendo una perra callejera, La Loba, que vivía en la plaza con El Tequila, su hijo, ambos alimentados por personas del barrio. Aún recuerdo la tarde que salimos a la plaza de Coyoacán buscando desesperados a Dylan, y cómo encontramos al perro adolescente inquieto y asustado entre las jardineras, y cómo lo regresamos en el coche regañándolo y conmovidos por haberlo encontrado. Dylan se perdió una vez más; mientras mi marido jugaba básquet en los Viveros, Dylan, que jugaba con la pelota entre los juegos, siguió a una perra hasta la Plaza de Santa Catarina, y allí ya muerto de miedo lo encontró la dueña del restaurante Las Lupitas. Me habló por teléfono a la casa para decirme que estaba inmóvil, bajo una de las mesas. Alguna vez leí un artículo sobre qué tanto lenguaje y qué tantos objetos identifican los perros, y uno de los descubrimientos fue que reconocen a sus dueños

en las fotos. Poco después de que mi marido falleció hace años, estaban en la sala de casa sus cenizas sobre un baúl con un ramo de flores y su foto. A menudo me sentaba allí a llorar, y Dylan me lamía la mano y después la foto. La ausencia de mi marido lo perturbó mucho; cuando salíamos al parque se quería aparear con las perras y se peleaba con los perros. Cualquiera hubiera renunciado a cuidar un animal en el estado de duelo y de dificultad económica en el que me encontraba en aquel entonces, pero más que nunca su compañía se volvió indispensable. Acostumbrada a esa forma volátil de vivir en la ciudad que tenemos los defeños, en la que gracias al automóvil se puede prescindir de los recorridos a pie, de las aceras y de los roces humanos, Dylan hizo que valorara mi cotidianidad, el barrio y la cercanía de las personas. Gracias a él he mantenido estos años los pies en la tierra literalmente, y esto ha sido a tal grado que ya no me imagino sin perro. Por esta razón busqué a Marley. Cuando una pareja de amigos me contó que habían adoptado una perra callejera cargada y que estaban regalando a los cachorros, decidí ir a elegir uno. Me encantó una pequeña bolita blanco y negro que tenía una mancha en la cabeza —más tarde esa misma mancha me hizo temer que fuera cruza de gran danés arlequín—, al que llamaban Jícama, y yo bauticé como Marley. Fue difícil entrenar a Marley, que resultó un perro ansioso y bastante grande. Es ansioso en parte porque llegó al territorio de un perro anciano bastante territorial y alfa todavía, que según vimos el entrenador y yo, lo instigaba a cometer ilícitos como morder los libros y destrozar plantas y otras cosas, para que yo me deshiciera de él. No lo hice, me empeñé en tenerlos a los dos y que convivieran. En un principio los paseé a los dos juntos, pero Dylan pronto dejó de ser capaz de hacer paseos tan largos y Marley requería correr cada vez más. A Marley la ansiedad le provoca unas ronchas terribles, por lo que entre otras cosas le cambié el alimento y evité que tuviera contacto con cobijas de lana. Le he tenido que cambiar la correa por un collar suave, lo he entrenado mucho con la gran ayuda de un profesional, le doy largos paseos y procuro que su vida sea ordenada y tranquila. El ansioso cazador ya convive con Dylan, que incluso lo extraña cuando no está. Acostumbra tenderse a mi lado mientras escribo o leo durante largo rato. Ambos, Marley y Dylan, disfrutan enormemente olfatear, a veces pienso que son lectores profundos de su territorio y de nuestra vida. Porque eso son los perros, entre otras cosas.

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DOLLY EUSEBIO RUVALCABA

Foto > Especial

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stoy preso en el Reclusorio Oriente de la Ciudad de México, y la verdad no espero regalos ni sorpresas de nadie. Porque es una ilusión que carece de todo sentido. Cumplo una sentencia de diecinueve años, y desde que el juez la dictó vi venir lo que iba a pasar. Mi mujer emigró a la ciudad de Villahermosa, de donde es originaria. No sé exactamente por qué hice eso. Me refiero a lo que hice. A lo mejor la decepcioné —eso es seguro pero no es tan grave como para marcharse—, quizás tenía un amante en puerta. Qué sé yo. La cosa es que se vino a despedir de mí, en compañía de mis hijos. Tengo dos —niño y niña. En ese entonces, cuando me vino a decir que se iba de México, ellos tenían cuatro y seis años de edad: el niño —Francisco, Paquito—, cuatro, y la niña —Irene—, seis. Me besaron de despedida, aunque por fortuna no vi lágrimas en sus ojos. Quién sabe qué les habrá dicho su madre, pero no creo que la verdad. A los dos años regresaron. No sé si fue poco o mucho tiempo. La verdad no sé qué pensar. Pero regresaron. Conversamos un rato, y entonces mi hija sacó de su mochila lo que pensé que era un oso de peluche, y que resultó un perro. O mejor dicho una perra. Viva. Se llama Dolly, como el borrego clonado, dijo. Te lo traje porque como tú eres veterinario, pensé que iba a ser un bonito regalo para ti. Lo puso en mis manos y se fue. Con su madre y con Paquito. A la semana, ya estaba yo enamorado de Dolly. Qué animal tan extraordinario. Dulce y cariñoso. Dormía conmigo en mi estancia. En mi cama de cemento. Aclaro que la estancia es el dormitorio comunal. Originalmente cabemos ocho presos, pero solemos dormir hasta veinte. En el suelo, encimados, como sea. Uno de ellos, Gerardo, El Pezuñas, duerme de pie. Por más increíble que parezca. Siempre me llamó la atención. Hasta que me acostumbré. Como todos. Dolly iba conmigo a todos lados. Caminaba a mi costado derechita, muy oronda. Algunos compañeros sabían su nombre y la llamaban, pero ella jamás acudía. Yo no se lo había prohibido —hay perros que obedecen órdenes que jamás les han especificado—, pero, como si fuéramos amantes, prefería quedarse a mi lado. Nunca tuve un problema con ella,

EUSEBIO RUVALCABA (19512016) fue narrador, poeta, ensayista y dramaturgo. Melomaniaco más que melómano, coordinó talleres de creación literaria. Su novela Un hilito de sangre (1991) fue filmada en 1995 por Erwin Neumayer.

“MI HIJA SACÓ DE SU MOCHILA LO QUE PENSÉ QUE ERA UN OSO DE PELUCHE, Y QUE RESULTÓ UN PERRO. O MEJOR DICHO UNA PERRA. VIVA. SE LLAMA DOLLY, COMO EL BORREGO CLONADO, DIJO.”

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quiero decir, que mordiera a alguien o hiciera sus necesidades en algún sitio inapropiado, menos aún infidelidades como las habría tenido si fuera una mujer. Me refiero a que las mujeres que acostumbran visitar a su marido en los días familiares, terminan acostándose con algún otro convicto con tal de conseguir droga para su cónyuge —más aún: suele pasar que la esposa se enamore del díler y termine abandonando a su marido. Asunto de lo más común en una cárcel. Como dije, con Dolly no había la menor oportunidad de que esto pasara. A lo más que llegó, fue que un custodio la quiso jalar del pelo. Con el jalón y palabras procaces intentó convencerla. Dolly —de raza callejera, de estatura mediana hasta la cruz, de colmillos largos y punzantes, fuertes como la artillería de un tigre— lo mordió en el dorso de la mano. Fue suficiente. El custodio la dejó en paz. No sin antes pedirle una disculpa que provocó la aprobación y la risa de quienes se encontraban cerca. Por fortuna, el custodio fue trasladado a otro penal —cosa que se acostumbra para evitar camaraderías entre el personal de seguridad y el de la cárcel—, y yo habría perdido la conciencia del tiempo, es decir de la edad de Dolly, de no ser porque llevaba la cuenta de los años que tenía conmigo —cada año le hacía una muesca en mi banca. Siete en total. Tiempo en el que no había cruzado la menor palabra con mi ex mujer —aunque no nos habíamos divorciado, obviamente la consideraba mi ex—, ni con mis hijos, cosa que sí me dolía. Si en siete años alguien pudiera decir que suceden cosas, yo no podría afirmarlo. Dolly era mi ángel guardián. Caminábamos juntos por todos los rincones del reclusorio. No se separaba de mí ni yo de ella. Incluso alguien nos tomó fotos y aparecimos en un programa de televisión que algún canal cultural había hecho para difundir la vida de los presos. Como quien dice, las ventajas y las desventajas de vivir privado de la libertad —que también tiene sus ventajas, hay que decirlo. Aunque eso nunca quedó claro en el programa. Digo que el tiempo siguió su marcha, y las cosas no parecían sufrir ningún cambio. Hasta que empecé a notar cambios en la conducta de Dolly. Lo atribuí a su edad. Ya pintaba canas. Pero

cuando digo que su conducta estaba cambiando, lo que quiero decir es que solía brincar de mi cama de cemento en las noches, y perderse en los pasillos del penal. No era común que los custodios dejaran salir a nadie de la estancia, pero con Dolly no había problema. Simplemente se ponía de pie y arañaba la puerta. Yo al principio me inquieté —nunca llegué realmente a preocuparme—, pero no corría ningún peligro. Todo mundo la quería. Y cómo no, si era Dolly, la novia del Reclusorio Oriente. Hasta que un día amaneció muerta. Un custodio llegó corriendo a avisarme. Fui y la recogí del piso. Con lágrimas en los ojos. Lloré como un niño. Los convictos preferían volver la vista hacia otro lado. No había modo de pararme el llanto. Decidí enterrarla a espaldas del centro escolar. Hay un pequeño prado donde solía llevarla para que hiciera sus necesidades. Le encantaba su paseo. ¿Pero de qué pudo haber muerto?, me preguntaba. No tenía enfermedad alguna. Sólo vinieron a mi mente los cambios en su modo de ser. Se había vuelto más juguetona. Terriblemente más inquieta. Brincaba y brincaba. No parecía agotarse, aunque, insisto, ya no era tan joven. Y al revés. De pronto parecía hundirse en un cansancio infinito. Resolví asearla antes de sepultarla. Nadie más conmigo. Sólo ella y yo. Me percaté de mi torpeza para manipularla. El nulo contacto con animales había pulverizado mi carrera de veterinario. Sin embargo lo hice. Me propuse hacerlo. Tomé una pequeña toalla. La remojé en agua cristalina y enjugué el hocico de mi perra. Estaba limpiándola cuando advertí que había una especie de talco cristalino en los belfos. ¿Qué diablos era aquello? Extendí mi dedo índice y probé aquella sustancia blanca. Era un derivado de la cocaína. Ni una centésima de gramo. Pero ahí estaba. Sentí que alguien me sorrajaba un batazo en la cabeza. ¿Así que eso era? Por eso su carácter había cambiado. Proseguí la limpieza y localicé lo que sin querer andaba buscando. La puse patas arriba y descubrí su vagina ensangrentada. Poblada de costras aún frescas. De pronto todo adquirió una claridad inusitada. Había alguien entre los convictos —¿entre los custodios?— de una maldad fuera de toda proporción. ¿Uno o varios? Imposible saberlo. ¿Cuánto tiempo llevaban abusando de Dolly? Una pregunta que jamás tendría respuesta. La enterré como Dios manda. Grabé su epitafio en una cruz de madera: Aquí yace Dolly (1976-1991), quien le dio una lección de vida a la humanidad. Cada semana le llevo una flor. ¿Y a quién echarle la culpa sino a mí? Debí haberme dado cuenta a tiempo. Debí haberlo previsto. La razón por la que estoy aquí ha pasado a segundo plano. No tiene ninguna importancia.

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Luego del terremoto del 19 de septiembre pasado, el papel de los perros en los trabajos de rescate pudo justificar una vez más el afecto de los canófilos. Pero sin duda la reacción inmediata de la sociedad, y en especial de los jóvenes, tomó la iniciativa para auxiliar a las víctimas del cataclismo. Esta crónica recorre la Ciudad de México y registra la forma en que los capitalinos enfrentaron, en los escombros y las calles, los estragos de esa fecha infausta que la mostró de nuevo —al menos en parte— como zona de desastre.

CI U DA D DE M ÉX ICO ZONA CERO ADRIÁN ROMÁN

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H

ace veinte o treinta minutos que el terremoto terminó. Camino sobre Paseo de la Reforma y el miedo se puede tocar. El miedo, que nos demuestra que es el amo y señor de esta Tierra, el único capaz de hacernos conscientes de lo efímeros y vulnerables que somos, el maestro Miedo que nos conduce al punto donde volvemos a sentir empatía con esos que parecen ser nuestros semejantes. Los edificios están vacíos, miradas que no saben dónde detenerse. Son pocas las personas que escapan del miedo a través de la risa, pero aquí las hay. Elevan la voz, fanfarronean, dicen estupideces. No sólo flota el miedo entre esta marea de Godínez confundidos, también flotan los rumores. Unos dicen que se cayó un edificio en la Roma, otros que en la Condesa. A nadie le consta si es verdad. Esto es un mar de gente a punto de producir un tsunami. Todos caminamos sin la certeza absoluta de seguir vivos, con un hueco en el estómago y un nudo en la garganta. Y en el resto del cuerpo un movimiento telúrico que no termina de largarse. Doy vuelta en la Diana y camino hacia la colonia Roma. Cuando llego al Palacio de Hierro de Durango podría jurar que el miedo huele igual que el gas. Gritos de súplica de que nadie fume. Los chilangos somos una especie que responde de inmediato al drama y a las emergencias, acostumbrados a las inundaciones, los asaltos, adversidades y agandalles a los que nos sometemos mutuamente. Parece que todo el tiempo entrenamos para enfrentar circunstancias como ésta. Camino por la Roma como un animal que va a percatarse de las condiciones de su madriguera. El edificio de Tabasco y Morelia está lastimado, duele verlo. Parece un gladiador que de tantas heridas no sabe cuál taparse primero para seguir en pie. Ya hay muchas zonas y edificios acordonados. Reaccionamos como glóbulos blancos al sentir heridas en el cuerpo que los contiene. En el Jardín Pushkin hay una carpa de servicios médicos que más tarde se convertirá en un centro de acopio. En este momento, quizá una hora después del inicio de la catástrofe, ya hay varias

personas atendidas, algunas con huesos rotos. Suena el horrible canto de las sirenas, las hélices de los helicópteros. Pienso que el rostro de la ciudad, tal como la conocía, ha sido masacrado. A partir de este momento es otro. Afuera de una escuela ya hay agua para todos los ciudadanos en una mesa, y los primeros voluntarios ya se dejan ver. Un edificio en Querétaro, el número 74, se encuentra hundido y se recarga del edificio siguiente, agotado. Si fuera personaje de un videojuego diría que le resta sólo una rayita de vida. Alguien mira su teléfono y dice que van cuatro fallecidos. El número 200 de Jalapa se ve dañado en su interior, al 204 se le cayó la fachada. La iglesia de Chiapas y Yucatán, la de Fátima, se ha quedado sin varios de los vidrios de su fachada y tiene daños severos en el techo. El Hotel Fleming tiene heridas en la fachada, banquetas rotas y levantadas sobre Avenida Cuauhtémoc. En las calles ya hay personas con maletas y mascotas listas para irse lejos, es un éxodo, camiones del ejército van retacados de soldados listos para ayudar. Camino por la colonia Doctores sin encontrar otra cosa que no sea miedo. Llego a la Obrera y en casa de Nelly descanso un poco. Uno busca a los que ama para refugiarse, uno busca a esos con quienes hemos pasado por otro tipo de sismos. La vida nos ha aplicado la misma broma. A sólo minutos de haber realizado un simulacro nacional nos ha escupido

un terremoto que ha devastado parte de la ciudad. Treinta y dos años después. Como presagio, como mal agüero. Otra vez en 19 de septiembre. Salgo de nuevo a la calle. Nadie a mi alrededor luce seguro de que esto no sea sino un reality show de mal gusto.

CHAVOS EN LAS CALLES Son cuatro y se encuentran sentados frente a la fuente de la Cibeles. Ninguno llega a los veinte años. En estos días han rolado con su entusiasmo por varios puntos de la ciudad. Desde el primer día se pusieron a ayudar, han ayudado en la cadena humana para pasar víveres y han dirigido el tráfico. Han perdido el nombre, como le ha sucedido a muchos de los que pasan a las filas de los voluntarios. El anonimato es la mejor forma de ayudar. Son amigos, dos hombres y dos mujeres. Los mueven las ganas de ayudar. “Yo no podría estar en mi casa, tranquila, sabiendo que hay gente que necesita ayuda.” Su generación ha sido tachada de apática, indiferente y hedonista. “También nosotros hablábamos de eso, dijimos, pues si nos organizamos para fiestas, también hay que organizarnos para ayudar a la gente.” El casco, el chaleco, los guantes y las botas se han vuelto en unos días el uniforme oficial de los chavos chilangos: “Me decían que me pusiera a hacer algo. Es que no haces nada, me decían mis papás.” “Venir aquí le cambió mucho la perspectiva a mi familia. Y al decirles voy a tal y a

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tal lado, me decían: ah, sí. Obviamente tenían miedo, porque pues me meto a zonas de desastre. Pero se sienten bien de que la adolescente que tienen en casa por fin está haciendo algo.” Uno de los varones habla: “Yo me quedé sin trabajo y ya comenzaban a molestar conque hiciera algo, ahora me dicen que me cuide.” El otro chavo le arrebata la palabra: “Yo trabajo y saliendo me vengo para acá, a ver en qué puedo ayudar. Trabajo barriendo una unidad habitacional.” Jóvenes de entre 20 y 29 años ocupan el 41.5 por ciento de los 2.1 millones de desempleados en el país. 10 mil 272 menores contrajeron matrimonio en la Ciudad de México de 2007 a 2015. La novia del último que habló toma la palabra. Ella trabaja en el mismo lugar: “A mí mi mamá sí me da permiso de venir, como trabajo y estudio... ” Ayudar en esta ciudad no es cosa fácil. Les han aventado el auto, los han insultado, les tocó cerrar Eje 6 y avenida Coyoacán. Y al menos un par de automovilistas les dejaron ver que no toda la ciudadanía estaba en el mismo mood. Un hombre se negó a que le ayudaran a cambiar la llanta de su auto y hasta los insultó. Los cuatro esperan una mejor sociedad luego de esto, cuando el polvo se retire del aire, cuando los escombros ya no existan. Aunque quizá ellos no saben que muchos damnificados de 1985 siguen sin casa. Pero su esperanza luce neta.

EL PAPEL DE LOS PERROS Los perros más secuestrados en la Ciudad de México son los pomeranios, les siguen los chihuahueños. Al día se generan entre 600 y 700 toneladas de heces en la ciudad, producidas por alrededor de dos millones de perros. El xoloitzcuintle es un patrimonio de la ciudad. Los perros, esos seres que se han robado el protagonismo de esta tragedia. Que han ocupado tal trascendencia que se han abierto albergues exclusivos, que se han robado el corazón de las redes sociales por su colaboración, porque entre todos han rescatado más de cien personas, y hasta ejemplares de su propia especie. Irely tiene 24 años y su familia se ha quedado sin casa por el momento. Pero eso no merma sus ganas de ayudar. Se está quedando en Estado de México y desde allá se traslada a ayudar. Hoy le ha tocado recibir alimento para mascotas en el centro de acopio. Los perros, los gatos, las mascotas en general se han vuelto parte fundamental de la vida cotidiana de esta ciudad, y por lo

“EN CHIMALPOPOCA ME RECHAZAN POR NO LLEVAR BOTAS DE CASQUILLO. SIENTO QUE ES COMO IR A UN ANTRO, NECESITAS CONECTES ADENTRO PARA PASAR, ROPA ESPECIAL Y MUCHA PACIENCIA.”

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EN LA ZONA CERO

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tanto tienen un papel relevante en la desgracia. También a ellos les toca. En treinta años se seguirá hablando de la participación de los perros en esta catástrofe.

FLASHBACK El 19 de septiembre de 1985 yo cumplía siete años. Iba en segundo de primaria en una escuela de monjas y antes de que comenzara a temblar yo estaba jugando con el roll on de mi tía Paty. Lo deslizaba sobre la cama haciendo el sonido de una nave espacial. Mi madre se encontraba cerca de la ventana planchando mi uniforme. Mi tía se vestía para ir a trabajar, recuerdo que estaba en ropa interior. Vivíamos en el quinto piso de una unidad habitacional en la calle de Centeno, en la colonia Granjas México. En 1985 hubo alrededor de 30 mil edificaciones destruidas por completo, y 68 mil presentaron daños graves. En 2011 se contaron 3 mil 692 actas de defunción relacionadas con el sismo de 8.1. No recuerdo la sensación que me produjo el movimiento. Recuerdo que el desodorante se comenzó a deslizar casi por voluntad propia. Recuerdo que mi madre entraba y salía de la ventana, sin soltar la plancha, recuerdo el rechinido del burro, que alguien gritó desde algún lugar del patio: ¡Está temblando! Mi tía Paty entra y sale del closet, las puertas se abren y cierran. Yo me cago de risa de todo lo que veo. Se fue la luz, pero todos están bien. Es más, todo parece tan normal en el oriente de la ciudad que me llevan a la escuela. La maestra de quinto es la única que no ha llegado y todos rezamos por ella, porque se encuentre bien. Al poco rato las clases se suspenden. Mi padre pasa por mí y su rostro desencajado me avisa que las cosas no están chidas. Algo cabrón ha sucedido. La ciudad ha valido madres. Treinta y dos años después estoy en el Museo Tamayo y mientras camino hacia el punto marcado como seguro, pienso que es una broma. Me encamino hacia Reforma, pienso que no debió suceder mucho. Es casi imposible que algo así suceda. Es mera casualidad, me digo a mí mismo para calmarme. Conforme camino me doy cuenta de que no he aprendido nada de terremotos en treinta y dos años.

Ayudar es privilegio de unos cuantos. Camino más desorientado que un perro que por primera vez en la vida anda sin amo y sin correa. No sé bien qué hacer. Mi teléfono se ha quedado sin batería, no puedo enterarme dónde son las zonas de desastre. Camino por la Condesa. Siento fatiga, quizá producida por la frustración. Una horda de motonetos llegan apresurados a donar agua y víveres. Hace años no veía a Dulce, y me da gusto que alguien me abrace, por más remoto y perdido que se encuentre nuestro vínculo. Hay filas interminables de voluntarios. Los soldados comienzan a bajar de sus camiones y cuando marchan entre la gente, la gente les aplaude. Me parece conmovedor, luego de lo maltrecha que ha estado la imagen del ejército desde que comenzó la guerra contra el narco. Quizá sea buen momento para una reconciliación. Van a levantar los escombros de Laredo y Ámsterdam. Más tarde nos enteramos que el ejército se robó unas bolsas del fotoperiodista Wesley Bocxe. Así son las cosas en el Distrito Federal. A ningún lugar puedo entrar a ayudar. El terremoto fue hace unas horas y la cantidad de ayuda sobrepasa la desgracia. Días después seguiré sin conseguir pasar a la Zona Cero. En Chimalpopoca me rechazan por no llevar botas de casquillo. Siento que es como ir a un antro, necesitas conectes adentro para pasar, ropa especial y mucha paciencia. Porque son muchos los que quieren entrar.

LEVANTAR ESTA CIUDAD La Ciudad de México es el ring más grande del mundo. Con sus mil 485 kilómetros cuadrados y a 2.2 kilómetros sobre el nivel del mar, con su aire contaminado donde suena cumbia, salsa y reguetón. Aquí siempre hay que rifarse un tiro. Y a veces nos lo rifamos todos juntos. Nuestra ciudad de microbuseros y policías drogados, ciudad fundada en 1325, con aroma a achiote y suadero, aroma de caño y perfume caro. Ciudad de comedores comunitarios donde 40 mil personas son atendidas todos los días por tan sólo diez morlacos. Ciudad gandalla llena de atracos, de hurtos, de maestros del dos de bastos, donde el 99.33 por ciento de los abusos sexuales permanecen impunes. Levantaremos esta ciudad que no tiene espacio para todos, pero siempre abre los brazos. Y aquí nos acomodamos, como sea. 4 mil 354 personas viven en las calles de esta ciudad, 2 mil 400 en albergues. El 70 por ciento de la población no gana lo suficiente para comprar una vivienda en alguna de las 16 delegaciones. La ciudad es casa de todo el que se acerque, recibe 13 millones de visitantes al año. Ciudad declarada patrimonio de las cucarachas y las ratas, ciudad llena de museos y zonas arqueológicas, con sus dos copas del mundo adornadas con Pelé y Maradona.

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CHIMALPOPOCA: PICO, PALA Y CUBETA Los sardos aparecieron a la altura de Reforma e Insurgentes. Damián había salido en bicla a ver en qué podía ayudar. Los soldados venían jalando banda para hacerlos voluntarios. Los chavos se les unían. Damián contó veinte cuando se les juntó. Aceleró para adelantarse al contingente y comenzó a gritarle a todo aquel que veía: “¡Ahí vienen los soldados, vamos a ayudar!” “Llegamos a Chimalpopoca y lo que recuerdo es como una guerra. Un tumulto y un griterío digno de una batalla. Había gente por todos lados. La primera vez que vi la fábrica, vi a lo lejos una montaña de escombros. Un güey hasta arriba, parecía una batalla, los ruidos, los gritos de los moribundos. “En el polideportivo se estableció un punto de acopio. Cada cinco minutos, cuando mucho, se detenía un auto a dejar tortas, arroz, herramientas, gente donando cascos, picos. La banda reaccionaba de inmediato. Había que llegar cada día y ver qué faltaba, qué se

banda se comenzó a sentar, a vencer, no había habitación, la banda estaba en paz, resignada, tranquila. “A ese caso le apesta la verga bien culero, no las dejaron hacer simulacro, parece que había trabajadoras indocumentadas, que era un lugar de explotación laboral, los permisos con la delegación han de ser un puto cagadero. Era un pinche edificio que parecía de oficinas, y era una fábrica. Es como el caso de las costureras del 85. Lo más cabrón es que nos volvió a pasar.”

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Ciudad de nueve millones de habitantes, veinte millones de usuarios, no podría quedarse sola en ninguna circunstancia. Eres como esas mujeres que siempre tendrán pretendientes, siempre habrá alguien dispuesto a salvarte, aunque no tengas remedio. Ciudad que en los últimos años ha mandado 11 millones 403 toneladas de residuos sólidos al Estado de México. Ciudad de dos millones de vendedores informales, de vengadores anónimos, que fue visitada por Godzila y no nos hizo nada. Ciudad monstruo que si cae, lo hace en su propio cuerpo. Te vas a levantar, histérica y violenta Ciudad de México. Trato de entrevistar a los jóvenes médicos que asisten en el centro de acopio de la plaza Cibeles, pero ellos se han puesto a atender personas heridas que han brotado de la nada. Voluntarios que han sufrido descalabros y heridas menores. Un tipo vestido de rescatista me pregunta qué hago ahí. Le explico y me invita un café. Su nombre es Pablo. Lleva diecisiete días sin dormir de forma adecuada. Ha estado en labores de rescate desde el sismo del 7 de septiembre. “Siempre me ha gustado la adrenalina”, alcanza a responder ante mi pregunta de por qué está aquí. Es evidente el cansancio. Dice que no se irá hasta que el proceso se cierre por completo. Hace falta entregar los sobrantes de las donaciones a las autoridades.

LA CADENA DE AYUDA necesitaba y ponerse a hacerlo.” Damián fue el guardián de la entrada y salida de los camiones. La banda venía desesperada por ayudar. Los doctores armaban paquetes, agarraban medicina, la seleccionaban, la distribuían y la mandaban a las otras zonas de desastre. Regresó a Chimalpopoca, y el miércoles entró a la fábrica. Un edificio inmenso al que sólo se podía acceder por un lado, donde había 500 cabrones dispuestos a obedecer y ayudar en lo que fuera. “Sacamos todo a golpe de pico, pala y cubeta. La maquinaria pesada nos ayudó con losas muy grandes, de cinco metros. El resto lo hizo la banda. Les decían, acá. Y empezaban a darle.” Entrar a una Zona Cero es estar consciente de que el horror puede ocurrir en cualquier momento. “Levantaron una losa. Había cuerpos rotos, pequeños, incompletos, maltrechos. Te lo digo sin desprecio. Pensé en las cucarachas una vez que fumigaron un lugar. Y vi eso. Una masa de carne molida. Sólo los diferenciaba la ropa. Aplastados y revueltos como cucarachas. Apenas se levantó la losa y se vio la sangre. Los sardos se pusieron a gritar. Abajo, todo mundo abajo. La banda guardó silencio, ya no había nada que hacer, nadie a quien rescatar.” Damián recogió cosas, restos de tela, objetos, piedras, para donárselas a una amiga que hace arte a partir de restos de los desastres, Cristina Ochoa, quizá ella los pueda utilizar en algo. “A esa banda —continúa— no le permitieron siquiera hacer el simulacro del 19 de septiembre. La banda estaba necia con que había un sótano. Hubo hasta putazos con los granaderos. Me parecía que no había sótano, porque no se veía por dónde pudiera estar. Pero me parecía lícito de la gente querer escarbar hasta estar convencidos que no había nadie más a quien rescatar. “Hicimos ocho cuadrillas, picamos diez, once hoyos a lo largo de la fábrica hasta llegar a la tierra, metí una barreta, para darme cuenta que era metro y medio de fango lo que había debajo. La

“EN LA FILA QUE PASABA CUBETAS, HABÍA MUJERES QUE ENTENDIERON BIEN LA TÉCNICA DE RECARGAR EL CODO EN LA CADERA PARA NO LASTIMARSE Y HACER UN MOVIMIENTO DE CINTURA PARA RECIBIR Y OTRO PARA ENTREGAR LA CARGA.”

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La primera vez que entro a la Zona Cero es por Gabriel Mancera y San Borja. Nos forman en una cadena humana que pasa cubetas llenas de restos del edificio que se encontraba en Escocia. Frente a mí hay un grupo de albañiles que todo el tiempo cotorrean. Los botes pasan de mano en mano, te avisan si son o no pesados. Las mujeres hacen un cadena donde mandan cubetas vacías a la zona de escombros. Otros regalan agua y chocolates a los que cargan. Sueros, agua con electrolitos, refrescos, Gatorade, bebidas energetizantes. Cuando gritan que en la fila viene una piedra, uno de los albañiles pide gotero y un encendedor. Un albañil viejo bromea diciendo: “Les voy a traer una rupestre y se las voy a cambiar por una chilanga.” Y es que las mujeres aquí son hermosas. Uno es un animal que no puede dejar de sentir por más desinteresada que sea nuestra ayuda. Así como hay tipos que no pueden dejar de sentirse dueños de la tragedia, y que dan gritos, y visten como si fueran héroes de un videojuego o si fueran a jugar gotcha. Y corren con el apuro con el que corren a hacerle un mandado a sus madres para que estén convencidas de que tienen un hijo bueno, responsable, que sabe ayudar. El ego se presenta más en los hombres. Y curiosamente esos de los que hablo, que abundaron muchos en este punto, no se ensuciaban jamás. Sólo faroleaban. En la fila que pasaba cubetas, había mujeres que entendieron bien la técnica de recargar el codo en la cadera para no lastimarse y hacer un movimiento de cintura para recibir y otro para entregar la carga. La cadena de ayuda no se puede romper. Ni un solo eslabón. La grúa levanta losas grandes que luego coloca donde los soldados y algunos voluntarios las puedan destruir a mazazos. Sólo puedes dar cierta cantidad de golpes a tu máxima potencia con el marro. Luego las fuerzas disminuyen considerablemente y hay que dar chance a que otro venga a golpear. En menos de cinco minutos están reducidas a piedra.

* * * Es martes, ha pasado exactamente una semana, y ese ambiente de fraternidad y buena onda que se dejó sentir unos días en la Ciudad de México, comienza a desvanecerse. Se siente de nuevo la hostilidad de rutina en el metro. Veo con tristeza que la rutina y las costumbres tienen más peso aún que las tragedias.

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10 LA N OTA NEGRA

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Por

FRANCISCO HINOJOSA

Y RETIEMBLE

@panchohinojosah

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La Canción # 6

MUCHOS EDIFICIOS QUIZÁS NO SE HUBIERAN VENIDO ABAJO SI SE HUBIERAN CONSTRUIDO CON NORMAS MÁS ESTRICTAS.

Foto > Cuartoscuro

n sesenta años tres sismos de gran magnitud han castigado a la hoy Ciudad de México. El de 1957 —también conocido como el temblor del Ángel, ya que se cayó uno de los símbolos capitalinos, la columna de la Independencia, y quedó en muy mal estado— dejó 700 muertos y 2 mil 500 heridos. Las imágenes del desastre, todas en blanco y negro, dan cuenta de algunos edificios colapsados, pero casi todos se centraban en la Victoria Alada que parecía que dejaba a la ciudad sin alas para seguir volando. Construida un año antes, la Torre Latinoamericana se mantuvo en pie: era entonces el rascacielos más alto del mundo, fuera de los Estados Unidos, erigido en una zona de alto riesgo sísmico. Viví el terremoto de 57, aunque por supuesto no tengo ninguna memoria de él: cumplía ese día tres años y cinco meses de vida. Luego de muchos otros de intensidad menor, que nunca me asustaron gran cosa, el del 85 me agarró en Villahermosa, Tabasco. Sin embargo, mi esposa y mi hijo de apenas año y medio estaban en la colonia Condesa. Tardé casi ocho horas en poder tener una comunicación telefónica con el Distrito Federal. Todo estaba en orden en mi familia. En cuanto regresó la señal de la televisión pude ver la dimensión del temblor, cuyas consecuencias reales deben verse a través de la escala de Mercalli aunque se mida con números

Richter: un gran número de muertos (entre dos mil y cuarenta mil, según la fuente consultada), otro de edificios colapsados y un fuerte daño a la infraestructura urbana. Ante la torpe reacción por parte del gobierno local y federal, la sociedad civil tomó en sus manos las tareas de rescate y asistencia a las víctimas. Nació ahí el grupo denominado Brigada Topos, que hasta la actualidad sigue como una organización fuerte que con frecuencia asiste a países que sufren terremotos. En el 2010 me tocó estar en el sismo que azotó a Santiago de Chile. Se llevaba a cabo allí un encuentro de escritores de literatura infantil y juvenil. A pesar del 8.8 en la escala de Richter y de su duración (más de dos minutos en la capital), el daño fue mucho menor que el esperado ante la magnitud de la sacudida. Juan Villoro, que también estaba en el encuentro, escribió un libro, 8.8: El miedo en el espejo, en el que confronta ese temblor con el del 85 en México. Y en su comparación deja claro que el daño fue mayor en nuestra ciudad debido fundamentalmente a la corrupción en los permisos de construcción. Ahora en este 2017 vuelve a quedar en claro que no aprendimos la lección después de 32 años. Muchos edificios quizás no se hubieran venido abajo si se hubieran construido con normas más estrictas. Lo que sí no olvidamos fue tomar

en nuestras manos la organización del apoyo, acopio de alimentos, medicinas, herramientas y demás artículos necesarios para ayudar a los damnificados y colaborar con el rescate de cuerpos, vivos o muertos. A pesar de que la marina, el ejército y la policía tomaron la dirección de las operaciones, la sociedad civil mostró orden para manifestar su empatía y solidaridad voluntaria, especialmente los jóvenes: mujeres y hombres, chilangos, paisanos y extranjeros. Y también algunos restaurantes que ofrecieron comida gratis a los rescatistas y algunas pequeñas empresas que donaron lo que tenían a su alcance para contribuir con la recuperación. No faltaron los zopilotes y los ratas que quisieron aprovecharse de la situación para lucrar con la desgracia de los demás. Y por supuesto algunos políticos que, con miras en las elecciones del año que entra, también quisieron hacer su agosto en septiembre y dirigir la ayuda con los sellos de sus partidos. Está por verse si ese dinero que le damos a las instituciones políticas se corta y se aplica a reconstruir la ciudad y a auxiliar a quienes salieron más afectados. Mientras, creo que queda al descubierto que la sociedad civil va a exigir mayor claridad en las cuentas que rindan sus gobernantes, que una vez más mostraron no estar a su altura.

Por ROGELIO GARZA @rogeliogarzap

Johnny Cash ELVIS PRESLEY era pink. Johnny Cash era punk. Y dark. Pero la diabetes le quitó la vida el 12 de septiembre de 2003. En los años noventa muchos llegamos al territorio country a través del punk y el psychobilly. El disco Social Distortion (1992) del grupo hard core de Mike Ness, incluye la vertiginosa versión de “Ring of Fire”, el mayor éxito de Cash. La escribió June Carter, su segunda esposa, la primera canción de country con una sección de metales. Esas trompetas tipo mariachi se le ocurrieron al vaquero gótico en 1963. Ante todo era un hombre de campo y de fe. Nació en 1932 en Arkansas y creció “cristiano-socialista” a un lado de la vía del ferrocarril. En su ajetreada autobiografía, Cash (1997), describe la vida familiar en la pizca de algodón. “Si camino descalzo en el campo, puedo sentir los ritmos de la tierra en mis huesos. Todo regresa a la tierra.” Seis hermanos en la pobreza, un padre alcohólico, una madre religiosa y su hermano Jack muerto, escapó del mumbo gumbo enrolándose

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en el ejército. Ya cantaba con su voz barítona, “un don de Dios”, y tocaba la guitarra de manera singular. Le enseñó Peter Barnhill, un amigo al que la polio le atrofió las piernas y los brazos: “De ahí viene mi estilo, tocando el ritmo y golpeando con el pulgar”. El ritmo era el de la marcha del tren que pasaba frente a su casa. El Hombre de Negro fue un pionero musical. Electrificó la música country, el gospel y el rockabilly en los cincuenta. Fue el precursor del urban y el alt country, y artífice del psychobilly, el estilo que cultivaron The Cramps y The Meteors. La guitarrista Poison Ivy ha dicho que Los Cramps descienden de “One Piece at a Time” de Wayne Kemp y Johnny Cash: “Uh, yow, Red Rider / This is the cotton mouth / In the Psycho-Billy Cadillac”. Por “Folsom Prison Blues” fue el primero en tocar para los prisioneros y grabar en las cárceles de San Quentin, Tenessee y el clásico y fiel compañero de viaje, At Folsom. También fue el primero en destrozar cuartos de hotel en sus arranques de anfetamina, tradición extendida

entre los rockstars. Ese era su talón de Aquiles, las pastas y el alcohol. Es que la primera vez, en 1957, aquella benzedrina lo encendió “como electricidad fluyendo por un foco” que iluminó la oscuridad interna. Siempre se hizo acompañar de guitarristas notabilísimos, como Luther Monroe (creador del boom-chicka-boom) y el gran Carl Perkins, El Rey del Rockabilly, autor de “Blue Suede Shoes”. Con éste también integró el grupo del visionario productor Sam Phillips, The Million Dollar Quartet, junto con Elvis y Jerry Lee Lewis. A partir de 1994 la carrera de Cash resurgió con bríos. Más de cien producciones discográficas después, en las que canta la historia de Estados Unidos, grabó seis discos extraordinarios en American Records con el productor Rick Rubin, Tom Petty, los Heartbreakers y otros músicos hincados ante sus botas. La película Walk the Line de James Mangold (2005) lo puso de moda y confirmó lo escrito en su biografía: “El perro negro en mí siguió adelante e hizo lo que quiso”.

FUE EL PRIMERO EN TOCAR PARA LOS PRISIONEROS Y GRABAR EN LAS CÁRCELES DE SAN QUENTIN, TENESSEE.

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C A D A V E Z Q U E P I E N S O E N T I U N PÁ J A R O S E E S T R E L L A CO N T R A A LG U N A D E M I S V E N TA N A S

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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Por

CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

D

LA TRILOGÍA DE JUVENAL ES UN MONUMENTO A LA PICARESCA. JULIÁN CÁCERES ES ANTE TODO UN FILOSOFO DE LOS PLACERES.

El sino del escorpión

había sido un disparate. ¿Qué travesti es lector de Juvenal Acosta? Pues sí que había uno. Al que fui a buscar a una estética pero nunca encontré. Al que perseguí por los antros gays de mi ciudad sin éxito. Este año Tusquets ha remasterizado la trilogía completa para agasajo de los fans de Acosta. Juvenal es un autor único dentro de nuestra tradición. Es el eslabón perdido entre Se está haciendo tarde y Broadway Express. Uno de los tantos reproches que se merece nuestro mundo editorial es el tiempo que están fuera de circulación algunos de los títulos más portentosos que han confeccionado nuestra literatura. Por fin la injusticia se ha resarcido. Ya no será necesario corretear más travestis para recuperar los títulos de Juvenal. Con una prosa impregnada de malditismo, la trilogía narra el nacimiento, ascensión y caída de un don Juan: Julián Cáceres. Un conquistador aficionado a las emociones fuertes que le confiere una femme fatale. Un road trip que va de la Ciudad de México a San Francisco a Nueva Orleans. Qué pinches Cincuenta sombras de Grey ni qué nada. La aventura sexual por excelencia de los últimos treinta años es la emprendida por Julián Cáceres, una pesquisa que lo conduce a mirarle el rostro a la muerte. Pero como el deseo se resiste a su sino, lucha para continuar en el oficio más irrenunciable del entresiglo: el hedonismo canalla. Con un estilo fuera de serie, nada del clásico empalagamiento de la literatura erótica,

Julián tiende puentes con otras tradiciones. Juan Rulfo meets Leopold von Sacher-Masoch meets Jim Jarmusch. Más que una novela, El cazador de tatuajes es un accidente de auto. Internarse en sus páginas es similar a ver una carambola de coches con cuerpos repartidos en la carretera y miembros colgando de los espejos retrovisores. Terciopelo violento es como un paseo a pelo sobre una yegua malcriada. Una cabalgata sobre el sudor de un equino muerto. Y La hora ciega es el choque frontal con la poesía que tanto inunda las quinientas páginas que conforman esta cantata noir. La trilogía de Juvenal es un monumento a la picaresca. Julián Cáceres es ante todo un filosofo de los placeres. Y recorre su vida como un Simplicíssimus que sabe todo sobre el vino tinto. Y detrás de todo este trasfondo de vampirismo y aterciopelado acechan los colmillos de la vida prestos a dar el tarascazo. Revelando la fragilidad de las almas y de los cuerpos. Con un ritmo envidiable. Si algo produce la lectura de Juvenal es adicción. El cazador de tatuajes es una novela que apenas terminas deseas volver a leer. La velocidad y la cadencia de algunos de sus pasajes recuerda a Henry Miller. Erotómano, libre pensador y sibarita, Julián Cáceres es uno de los mejores personajes que ha inventado ese Frankenstein llamado literatura mexicana. Qué bueno que está de regreso. “Cada vez que pienso en ti un pájaro se estrella contra alguna de mis ventanas.” Así es como funciona la mente de un fanático del mal signo. C

Por ALEJANDRO DE LA GARZA

Foto > Cuartoscuro

urante un tiempo siempre que alguien me pedía que le recomendara un libro me amenazaba: pero que se consiga. Esto porque hace más de una década a la hora de dilerear una lectura yo en automático contestaba: El cazador de tatuajes. Esta estupenda novela que leí en su versión de Joaquín Mortiz en 2003 demolió lo poco que restaba demoler en mí. De inmediato me convertí al nuevo culto. La cofradía Juvenal Acosta. La novela circuló por las manos de todos mis compas. Hasta que un amigo se la prestó a un travesti y jamás la volvimos a ver. Meses después compré Terciopelo violento. Pero había aprendido la lección. El ejemplar no salió de mi casa. Todavía lo conservo. Sigue en mi biblioteca. La hora ciega, que junto a las dos arriba mencionadas conforman la trilogía Vidas menores, nunca se publicó. Los primeros dos títulos se volvieron inconseguibles. Eran bastante codiciados. Un aura de legendarios se había cernido sobre ellos. Son a la literatura lo que al cine Santo vs. las mujeres vampiro. He perdido muchos libros en el camino, la mayoría me han valido madre. Pero El cazador de tatuajes me dolió. Y un chingo. Lo busqué incansablemente por librerías de viejo. Nunca me lo topé. Era comprensible. Quién sería tan tonto para desprenderse de semejante novelón. También revisé los libreros de mis amigos y las bibliotecas, para chingármelo. Y nada. El acto de mi amigo

@Aladelagarza

¿Zona cero o del silencio? EL ALACRÁN ha recorrido con diaria perplejidad los alrededores de su nido, ubicado en la zona crítica de confluencia de las colonias Del Valle, Roma Norte y Narvarte, área muy afectada por el sismo del 19 de septiembre. Una Zona Cero. Ha vivido y visto en vivo, en televisión, en los diarios y en las redes sociales la tragedia, pero también ha atestiguado la participación de varios integrantes de la comunidad cultural en las actividades de apoyo a los heridos y damnificados, a las víctimas dolidas por la pérdida de algún familiar, de su casa, de su patrimonio habitacional entero, de los recuerdos de su vida esparcidos por la catástrofe en calles hoy fragmentadas, heridas, desconocidas. El venenoso también ha estado pendiente del papel de los medios de comunicación. Habrá de analizarse a fondo (y repensarse) su tendencia irrefrenable por “ganar la nota” a toda costa y hacer de la tragedia un espec-

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táculo, del dolor un melodrama, del sufrimiento una telenovela. Sobre todo, habrá de resaltarse su absoluta falta de autocrítica. Nada nuevo. Lo realmente novedoso han sido las redes sociales. Es la primera tragedia de esta envergadura vivida en la Ciudad de México en pleno apogeo de ese vertiginoso medio de comunicación. Habrá de analizarse entonces su utilidad en momentos de crisis, sus deformaciones y abusos, sus aciertos y logros, insiste el arácnido, así como las diferentes reacciones ante esta novedad. Como era de esperarse, los conservadores, maledicentes de esta tecnología impulsora del desvanecimiento de sus viejas seguridades y de su privilegiado monopolio de la voz, corrieron a señalar la manipulación, el encono, la desinformación circulante por Facebook, Twitter y WhatsApp durante todo el trágico proceso, desde la emergencia del sismo hasta los esfuerzos por “normalizar” la crisis

posterior aún en curso. Incluso señalaron un complot, un montaje, la intención implícita de desacreditar más al régimen más desacreditado de los últimos treinta años. Por lo pronto, y en espera de sesudos análisis, el artrópodo destaca la inmediata utilidad de las redes sociales. ¿Cómo nos comunicamos con nuestras familias, amigos y conocidos inmediatamente después del sacudimiento? La aplicación WhatsApp fue crucial en esos momentos y en los días siguientes, así como la red de Twitter, para informar, pedir auxilio, solicitar y enviar ayuda, empezar a moverse luego del terrible shock. De igual modo, el escorpión advirtió a varias de “las mejores mentes”, escritores y periodistas, tratando de acallar la crítica, llamando no a la solidaridad sino al silencio. Hubo quien incluso insultó a quienes no nos gustó el poema de Villoro... El venenoso se hubiera reído si el asunto no fuera doblemente trágico. C

LA APLICACIÓN WHATSAPP FUE CRUCIAL EN ESOS MOMENTOS Y EN LOS DÍAS SIGUIENTES, ASÍ COMO LA RED DE TWITTER.

29/09/17 5:27 p.m.


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E l Cultural S Á B A D O 3 0 . 0 9 . 2 0 1 7

En el primer Concurso Internacional de Poesía Mario Benedetti, convocado desde Uruguay, participaron más de trescientos autores. La poeta mexicana Julia Santibáñez obtuvo el premio con su libro Eros una vez, publicado por Seix Barral este 2017. En los próximos días comenzarán a circular ejemplares de esa edición en México. Luego de Rabia de vida y Ser azar, la autora confirma la frescura y libertad, el sentido lúdico y la gracia que animan la profundidad de su escritura. Compartimos con nuestros lectores esta muestra por cortesía del Grupo Planeta México.

EROS U NA V E Z JULIA SANTIBÁÑEZ SEGUNDA PERSONA

Ilustración > Katsushika Hokusai

PRIMER PUDOR Tan insegura, soy la niña sentada a la mesa de re chi

Mirarme desde ti, con la distancia que impone la mañana sin espejos. Verme llegar, silueta ligera que se asoma al mundo, ajena de sí misma.

ta que de golpe se vuelca el plato de fideos

SOMMELEAR

Mirar cómo me miras

y se queda ahí,

mientras hablo de cualquier cosa

con la vergüenza de grasa en la falda,

Destiladísimo,

y algo está pasando

esperando que nadie se dé cuenta.

catamos este beso

cuando cubres de miradas mi pelo,

con veinte años de añejamiento,

el lunar de mi muslo

tinto de beso reposado de antojo,

que no ves,

en su punto de oscuro.

pero sabes.

Doscientos cuarenta meses de saboreo

Algo pasa cuando me voy quedando

FOTO DE PAREJA All other things, to their destruction draw, Only our love hath no decay

JOHN DONNE

por este beso,

[callada,

reserva de la casa.

cuando cierro los ojos.

Nos tomamos las manos

ETERNIDAD DE PASO

PARA LAMERTE DESPUÉS

midiéndonos las fuerzas

como desde hace años,

Nadie se queda a vivir

Llevo en la boca tu sal impura,

fingiendo que los pequeños miedos

en este cuarto del Paraíso

en la boca de sudor y semen,

no nos corretean entre las piernas.

cortina percudida

de sal de rabia que espesa la saliva

Nuestra foto de pareja

donde entramos con la voz los ojos

y las ganas que me escuecen

Sonreímos a la cámara,

minuciosos y elegantes.

adornará la sala

[la piel

como prueba de que sí,

y el mundo es un rato lo que debería

sabemos odiarnos cordialmente.

y nosotros también

[de morderte hasta que brote sangre.

que no compramos el truco de la vida tras la muerte pero somos un rato inmortales en el Paraíso cuarto tres por dos cortina percudida donde no vive nadie.

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29/09/17 5:28 p.m.


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